Un punto de encuentro para las alternativas sociales

“Perromuerto” y el “periodo de las consecuencias”

Joaquín Miras Albarrán

Queridos amigos:

acabamos de recibir la noticia, que nos envía Salvador López Arnal, sobre el ataque descalificatorio contra Rebelión perpetrado desde medios poderosos, y, por tanto , cabe decir,  ‘bien informados’; esto es, sabedores de lo que hacen, de a quién hay que tratar de liquidar, y por qué. Ni más ni menos que Wikipedia. Bueno.

Se trata de salir al paso con todo lo que podamos y defender nuestras líneas. Y de no tener temor. Hoy no es hace 20 años, y decir esto no es ahora una trivial perogrullada. Quiero traer al recuerdo una las ideas que reiteró repetidamente como profecía obsesionaba  uno de los  dos o tres grandes pensadores comunistas del siglo XX. Me refiero a ese ‘perro muerto’ que se llamó Georg Lukacs, y a una de sus ideas políticas, que elaboró para avisar premonitoriamente de lo que podía llegar a ocurrir  en los países del bloque socialista. A esa idea él la denominaba ‘el periodo de las consecuencias’.

Lukacs había nacido en 1885 –razón por la cual es una tontería decir que su obra , de 1919, Historia y Conciencia de Clase es obra de ‘juventud’. Georg Lukcas había vivido en plenitud de facultades el comienzo del siglo XX anterior a la Primera Guerra Mundial. El mundo de la riqueza sobreabundante, la Ciudad alegre y Confiada de las burguesías cuya suficiencia despectiva y sobrada se levantaba sobre la derrota de la primera internacional, sobre la matanza de la Comuna de París, y sobre un poderío económico que tenía como consecuencia la mundialización de la economía europea. Al decir de sabios entendidos en historia de la economía, a finales del siglo XlX y comienzos del XlX Inglaterra –  a sumarle, el resto de las grandes potencias- exportaba al mundo como capital, anualmente,  el 11% de su producto interior bruto , cosa que ningún estado ha podido realizar, en el tiempo presente, durante este nuestro actual periodo de  ‘original y nunca antes vista globalización y mundialización de la economía’.

Aquel mundo tan sólido, que ‘de  repente’, se vino abajo, y cuyo desmoronamiento tan bien retratan en sus novelas tantos grandes escritores, entre ellos, y para el mundo centroeuropeo, en gran escritor Joseph Roth – La Marcha de Radetzky – había sido observado, desde dentro por Georg Lukacs, quien pertenecía a las minorías que abominaban del mismo. Minorías digo, porque las grandes fuerzas políticas de la izquierda, nacidas como resultado de la derrota de los años 60/70 –…del siglo XlX, of course; me refiero a la derrota de la AIT – succionadas por el poder hegemonizador de esa sociedad, compartían los valores de las clases dominantes y aspiraban, tan sólo,  a hacer participar del ‘reparto’ a las clases trabajadoras, pero sin poner en crisis ese mundo. Todo lo contrario. Así Ebert fue el gran defensor – el nuevo Cronwell- del Reich y no dudó en utilizar a los Frei Korps para asesinar obreros y ahogar en sangre la revolución.

La vida en aquel mundo prepotente y fastuoso, que se prometía a sí mismo ser eterno, y cuyo colapso y desaparición se produjo de repente, en menos de cinco años, proporcionó a Georg Lukacs una experiencia vital y una comprensión, una capacidad de juicio y de diagnóstico, a partir de síntomas culturales, sobre la marcha de los procesos históricos, verdaderamente excepcionales. Esto le hacía albergar graves inquietudes respecto del mundo y de las ideas socialistas que él había abrazado.

Él sabía, por experiencia, que una sociedad podía estar , durante decenios y decenios, sometida a las  injusticias, a las más sórdidas manipulaciones, a la opresión del poder, sin que en apariencia éstas tuviesen repercusión alguna. El poder, los poderes, en su prepotencia, podían arrebatar a los pueblos su soberanía, hacer y deshacer, explotar, humillar, corromper, asesinar. Y que nada cambiase en el apacible decurso del día a día. Así había ocurrido, durante décadas, en el mundo de la Belle  Époque

Siempre que se pudiese garantizar un mínimo a los explotados, podía también expulsárselos de la escena política. Las grandes decisiones sociales que involucraban la vida de los mismos, podían ser adoptadas, sin su intervención, haciéndoles, incluso, arrostrar el peso de las consecuencias. La autoridad, el poder, la riqueza, seguían siendo fetiches respetados y reverenciados, cuando no envidiados, ansiados, codiciados, rastreramente. Poder ascender en la sociedad y ser aceptado, reconocido en el teatro del mundo de los poderosos… o pertenecer al buró político. Esa parecía ser la gran atracción en un mundo eterno…

Pero, de pronto, y sin que hubiese ya posibilidad d e intervenir para frenar el proceso, el mundo cambiaba. Las gentes, la chusma sin valor, antes reverentes, complacientes, deslumbradas o simplemente resignadas, generaban desafección, no colaboraban, rechazaban el poder, lo ignoraban. Y aquel poder material, político, organizativo, que había parecido omnímodo, pasaba a ser una caricatura.

A veces, quienes hemos leído las obras literarias de esos grandes, verdaderos, analistas de la época del comienzo del siglo XX, cuando se formó Lukacs, como en esas obras  se nos narra el final de ese mundo y se nos describe un poder huero, nos sentimos tentados a pensar que aquellos mundos habían sido siempre poderes de opereta, meros sueños infatuados de funcionarios. No: habían sido poderes  verdaderos; poderes temibles, aceptados, reverenciados. Con capacidad de violencia y de consenso. De hegemonía y coacción.

Esta vivencia que Lukacs había experimentado antes y después de 1914 1918 se le convertía en pesadilla y premonición obsesiva referida al mundo socialista de la guerra fría. Y él avisaba: era lo que Lukacs, ese ‘perro muerto’  denominaba ‘el periodo de las consecuencias’.

El ‘periodo de las consecuencias’ ha vuelto. Se rompe, el tejido urdido por el poder y que genera lo que el otro grande del comunismo marxista, Gramsci, denominó la hegemonía. Hegemonía capitalista: esto es, el ‘dejar hacer, dejar pasar’ todas las iniciativas del poder, que dejan de depender de la voluntad de quienes se convierten, por ello mismo, en clases subalternas, y quedan en manos de la clase dominante, la cual, a cambio, debe garantizar unas expectativas de consumo como retribución a tanta pérdida de esperanzas, de imaginación creativa, de  autodesarrollo de fines vitales.

¿Qué decir de este periodo, esto es, del periodo anterior al ‘periodo de las consecuencias’? Decir que ‘…hemos vivido un periodo que podríamos definir como la antítesis exacta y prolongada de un momento de la verdad. A penas se nos ha dado la posibilidad de elegir. Se han tomado en nuestro nombre (.) decisiones políticas importantes, sin que ni siquiera nos fueran presentadas como una cuestión de elección. Las hemos aceptado como algo inevitable o con algún tipo de protesta marginal. (.) tenemos nuestra opiniones pero éstas a penas cuentan, ni siquiera entre nosotros. Desacostumbrados a elegir, desacostumbrados a presenciar las elecciones de los otros. (.) Por el hecho de  estar eximidos de toda elección hemos tenido que pagar el precio del constante aplazamiento de los problemas –básicamente económicos- que afectan de una manera vital a nuestro futuro’ [1]…hasta que se produzca una crisis.

Y la crisis se ha producido. En las crisis, es decir, en esos periodos históricos cuya salida jamás puede ser predicha por anticipado. ‘cada persona ha de elegir por sí misma. Y al elegir pasa a estar inequívocamente comprometida con quienes han escogido como ella’ [2]

No sabemos en qué terminará el periodo en que la humanidad se aventura. Es azaroso y hemos perdido mucho tiempo. Cada prolongado periodo de hegemonía capitalista –y el último, particularmente- tiene mucho de proceso de pudrimiento y corrupción de las clases subalternas. Y hay que saber luchar con eso, que en los años 20 y 30 del siglo pasado se expresó en el fascismo. Pero el brillo, el boato y el despilfarro, el poder despreciativo de la Age Dorée ha terminado. Volvemos a tener la posibilidad de reorganizar y defender nuestras posiciones, de desplegarnos nuevamente, nosotros, los comunistas marxistas; al menos en lo ideológico.

No estamos ni en mejores, ni en peores posiciones –repito, ni en peores- que los ‘como nosotros’ – los nuestros – en 1920. Sabemos del optimismo desbordante que inspiró las 21 condiciones, y de las graves repercusiones que acarrearon. Sabemos del daño causado, también entonces, por unas izquierdas que no habían querido aceptar ser fuerzas derrotadas en el periodo anterior, y que se subieron –se sumieron- en el mundo del vencedor,  que aceptaron ser cooptadas a las instituciones, que asumieron sus valores civilizatorios.

No estamos peor que entonces.

Lo cierto es que, tras decenios de silencio, de que pareciese no ocurrir nada a pesar de las mayores enormidades acaecidas,  el control social se ha roto. Se ha abierto una dinámica de disenso social, ahora en sus inicios, pero cuyo crecimiento resulta imparable en el presente estado de cosas, y  no es controlable por el capitalismo, pues carece de los recursos para ello, y , esos recursos hipotéticos, no están –al menos todavía- ni tan siquiera a la vista.

Por eso, ellos, los enemigos de clase, se ven obligados a atacar a nuestros medios ideológicos; no sirve ya, no funciona, el ignorarlos, porque en estos momentos, en estos largos, largos periodos en los que los individuos deben decidir, las ideas, las críticas, las apelaciones a la imaginación creativa, sobre alternativas sociales, y a la praxis, son verdaderamente escuchadas, son verdaderamente peligrosas, ‘perniciosas’. Ya no les vale el silencio y el cinturón sanitario en torno a estos medios ideológicos del enemigo. Ante Rebelión, sin ir más lejos y por ejemplo. Aunque ellos son sabedores de que el mejor medio de combatir y matar a un medio ideológico es la condena a muerte civil, ahora, comienza a no darse ya, no se dan las condiciones para eso.

Oiremos hablar más veces de Rebelión

Volveremos a oír hablar, volveremos, del comunismo y que cada palo aguante su vela.

[1] John Berger, Un hombre afortunado, Ed Alfaguara,  M. 2008,  p. 177.

[2] John Berger, Op. Cit, p. 176.

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