Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Román

Joan Tafalla

Recibo la noticia de la muerte Román por correo electrónico. La noticia, previsible, me golpea y extrae de algunos rincones de la memoria anécdotas que son categorías. Compartirlas con el lector es el modesto homenaje que puedo rendir a Román.

Con las horas, me indigno. Me indigna el silencio de los medios que deberían informar de un suceso tan importante. Una nota en El Periódico de Catalunya, una necrológica en El País, escrita por Jordi Miralles. Ese medio ni tan sólo consideró necesario reflejar el suceso como noticia. Ningún medio televisivo ( incluida la TV3 del tripartito) en el entierro. Ninguna representación de ese gobierno. Los buenos hacen mutis en silencio. Aquellos que mantenían el silencio cuando era preciso hablar y comprometerse, no consideran oportuno dedicar a Román ni un minuto en sus “partes” de noticias. Quizás no debiera indignarme. Pero aún conservo suficiente grado de ingenuidad para hacerlo.

Román pertenece a esa estirpe de gente que trajo las libertades a España, tras mantener un pulso de cuarenta años con la dictadura. Esa estirpe está constituida por unos escasos centenares de personas en el conjunto de España. En Catalunya quizás sólo lleguen a una cincuentena. Se trata de una estirpe de gente que, cuando la masa, golpeada hasta la saciedad, aterrorizada por el genocidio fascista, se resignaba a duras penas a la miseria y al hambre, se mostraron a la altura de las circunstancias históricas y se enfrentaron como enanos valerosos al gigante de la dictadura fascista. Un gigante a quien todos daban por vencedor definitivo de la contienda de clases en nuestro país. Román perteneció a esa ínfima minoría que no sólo no dio el combate por perdido sino que decidió continuarlo con todas las consecuencias.

A Román y a esa mínima minoría, le debemos los comunistas, los demócratas y los republicanos la dignidad. Como un inmenso “lager” España se levantaba y se acostaba al son del himno fascista. Las prisiones rebosaban, la represión acabó con toda una generación y trató de cercenar el comunismo del país. Las tapias de los cementerios asistían mudas a los fusilamientos en aras de la “paz”, mientras Román y la mínima minoría, aún a sabiendas que su futuro no podía ser otro que la tortura, la prisión, eventualmente la muerte arrostraban su destino con la certeza trágica de que la única forma de acabar con el fascismo era organizar la lucha contra él. No como los “demócratas de toda la vida” que “luchaban” por la democracia ostentando cargos en el franquismo, ni como los de la oposición pasiva que esperaban que la democracia llegara de la mano del Mercado Común o de los USA.

En Catalunya, Román ocupó , con un puñado de valientes el puesto de mando de un destacamento de combate que aseguró la transmisión de la tradición comunista, de la tradición republicana y frentepopulista entre generaciones separadas por la noche y la niebla fascistas. Con Gregorio López Raimundo, con Joan Comorera, Con Margarita Abril, con Pera Ardiaca, con Miguel Nuñez y algunos más, a pesar de las polémicas y las escisiones que los laceraron, cumplieron esa tarea histórica. Y a fe que la cumplieron bien. A fe que las nuevas generaciones obreras y estudiantiles que en los años sesenta y setenta se incorporaron a la lucha, encontraron gracias al trabajo de esas personas una tradición política y social a la que referirse cuando elaboraban su experiencia de lucha. Román y algunos, pocos más, están tras un “misterio” que nadie se explica: aquel misterio de que el PSUC fuera, en Catalunya “el partido”. El único, el inimitable, el auténtico “partido”.

Demasiado joven para haber conocido los tiempos heroicos de Román, recuerdo la primera vez que le ví y que le oí: era en otoño del año 1973 o 1974. Había sido convocado a una Conferencia local del PSUC de Barcelona que se celebraba en una parroquia del lado norte de la ciudad. Uno de los alicientes para asistir a un acto, la profundidad de cuyos debates se me escapaba, era ver y oír al “camarada Román”. Allí estaba, en la tribuna ( sí es que podía llamarse de este modo) del acto. Con un aspecto que francamente, me decepcionó: con su calva, su bigotillo, la orondez de su barriga y luciendo un jersey muy historiado, tejido con lanas verdes marrones y negras. Un jersey de los que le tejía el amor de otra persona de leyenda: Margarita Abril, a quién hemos perdido aún más silenciosamente el año pasado.

Añado a esta impresión un hecho que pasó a ser paradigma para muchos comunistas que conocimos a Romás de cerca: una persona que escucha, una persona que toma apuntes de las intervenciones como si en ello fuera su vida.  La verdad es que quedé un poco decepcionado: esperaba ver a un héroe revolucionario, al mago de clandestinidad capaz de engañar a la “bofia” durante cuarenta años… esperaba quizás ver al hombre de hierro. Con el tiempo aprendí que lo que logró engañar a la policía, lo que logró organizar resistencia durante décadas fue precisamente esa actitud de normalidad absoluta, de cotidianeidad, esa actitud de escrutadora de la realidad, de escucha de los militantes y de sus informaciones, esa actitud de tejer y volver a tejer las tramas y las urdimbres que el fascismo destruía una y otra vez con sus hachazos represivos.

Perteneciendo a la última hornada de comunistas del tardo franquismo, coincidí con Román y Pere Ardiaca en el secretariado del PCC, en la etapa del rechazo del eurocomunismo y de la “reforma suplicada”. Ahora se trataba no de criticar si no de construir. Ahí pude valorar de otra manera a Román y a su gente. La experiencia, la capacidad de trabajo colectivo, la tenacidad en  la defensa de los objetivos, la devoción a unas formas y métodos de funcionamiento y a una determinada idea de partido, imprimieron en mí una huella imposible de borrar. Cualquiera que haya  pasado por la escuela de Román podrá seguramente coincidir conmigo en esta apreciación. Su forma de estar en las reuniones, su forma de tomar notas ( con un bolígrafo rojo y otro azul, que muchos imitamos durante años); sus intervenciones breves, precisas, respondiendo a todos los elementos que había desplegado la alegre y anárquica concurrencia. Intervenciones que daban orden y armonía, que “estructuraban” ( como amábamos decir) el caos de las “aportaciones” de las más jóvenes hasta transformarlas en propuestas coherentes y constructivas.

Román ha muerto. El tiempo ha pasado. El siglo que acabó en 1989 ha ido poniendo las cosas en su sitio. Los comunistas tenemos que reencontrar nuestra identidad, nuestra capacidad de intervención en las nuevas condiciones del postfordismo y del postsovietismo. Algunas de las posturas tácticas, coyunturales que Román defendió con pasión quizás hayan sido relativizadas por la historia. Otras están tan inscritas en el aire del tiempo de ese Novecientos  que hemos dejado definitivamente atrás, que ahora no pueden más que ser objeto de estudio histórico.

Sin embargo, lo esencial del mensaje de Román, lo esencial de lo que hizo su generación permanece: el comunismo es la única esperanza para una humanidad doliente, explotada, oprimido y alienada; el comunismo necesita organización; esa organización debe estar presidida por dos métodos que son contenido: la democracia y el trabajo colectivo.

A pesar de la crisis de los PC’S, a pesar de los dolores de parto de esta transición de época, esas ideas permanecen, esas ideas las heredamos de Román y toda su generación. Si pudiéramos despedirnos de él directamente le diríamos:

¡ Buen trabajo, camarada Román!

J.T.

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