Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Guerra preventiva, americanismo, y antiamericanismo

Domenico Losurdo

Mito y realidad en el antiamericanismo de izquierdas

La invasión de Irak, en marzo de 2003, estuvo acompañada de un curioso fenómeno ideológico: el intento de silenciar a un movimiento de protesta sin precedentes y de grandes dimensiones, acusándolo de antiamericanismo. Con nuevas guerras asomando en el horizonte, este supuesto antiamericanismo fue y continúa siendo considerado como algo más que una posición política errónea. Es considerado como una enfermedad, un síntoma de desajuste con la modernidad y de indiferencia a los fundamentos de la democracia. Esta enfermedad –se alega- incluye a los antiamericanos de la derecha y de la izquierda y señala una de las peores páginas de la historia europea. Por lo tanto, la conclusión que se extrae es que la crítica a Washington y a la guerra preventiva representa una amenaza real. Sería fácil responder a esto señalando al antieuropeísmo, con una larga tradición detrás de él, que se instala en el otro lado del Atlántico. Es muy significativo que en este clima ideológico y político nadie recuerde el terror ejercido por le Ku Klux Klan en nombre del “americanismo puro”, o del “americanismo cien por cien”, frente a los negros y los blancos acusados de desafiar la supremacía blanca (en MacLean 1994, 4-5, 14). Así mismo nadie parece recordar la caza de brujas de McCarthy contra los sostenedores de ideas o sentimientos no americanos.

Consideremos entonces la cuestión principal. ¿Existe algún fundamento histórico para la equiparación entre antiamericanismo de izquierdas y de derechas? Evidentemente, el joven Marx declara que los Estados Unidos eran “el país de la completa emancipación política” y “el ejemplo más perfecto del estado moderno”, que aseguraba el dominio de la burguesía sin excluir a priori a ninguna clase social del disfrute de los derechos civiles (ver Losurdo 1993, 21-22). Ya puede verse en esto una cierta indulgencia: difícilmente ausentes, en los Estados Unidos las discriminaciones de clase adoptaban una forma “racial”.

La posición de Engels es aún más drásticamente pro-americana. Después de establecer una distinción entre la “abolición del estado” desde la perspectiva comunista, feudal y burguesa, agrega: “En las naciones burguesas la abolición del estado significa la reducción del poder estatal al nivel del de Norteamérica. Ahí, los conflictos de clase se desarrollan sólo de forma incompleta; los enfrentamientos entre las clases están constantemente camufladas por la emigración al Oeste de la superpoblación proletaria. “La intervención del poder estatal, reducida al mínimo en el Este, no existe en el Oeste” (Marx y Engels 1955, 7: 288). Más que un ejemplo de la abolición del estado (incluso en el sentido burgués), el Oeste aparece como el sinónimo de un crecimiento del ámbito de la libertad: no hay ninguna referencia al sufrimiento de los indios americanos, así como está silenciada la esclavitud de los negros. La posición es similar en Orígenes de la familia, la propiedad privada y el Estado: Estados Unidos es mencionado como el país donde, al menos durante determinados períodos de su historia y áreas geográficas, el aparato político y militar separado de la sociedad tiende a desaparecer (Marx y Engels 1955, 21: 166). El año es 1884: en ese momento la población negra no sólo está privada  de los derechos civiles adquiridos inmediatamente después de la Guerra Civil, sino que está sometida a un sistema de apartheid y sujeta a una violencia que incluye las formas más crueles de linchamiento. En el Sur de los Estados Unidos el estado era probablemente débil; mucho más fuerte era el Ku Klux Klan, una expresión de la sociedad civil que, sin embargo, podía ser el lugar de ejercicio de un poder brutal como ese. Justo un año antes de la publicación del libro de Engels, la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos declaraba inconstitucional una ley que prohibía la segregación de la población de color en los centros de producción y en los servicios (como los ferrocarriles) administrados por compañías privadas, con el argumento de que tales compañías estaban exentas de cualquier interferencia gubernamental.

Es importante observar, al nivel de política internacional, que Engels parece hacerse eco de la ideología del destino manifiesto tal como sugiere su celebración de la guerra librada contra México: gracias al “coraje de los voluntarios americanos”, “la hermosa California fue arrebatada a los indolentes mexicanos que no sabían que hacer con ella”. Aprovechando la ventaja que le otorgaban estas enormes conquistas “los dinámicos Yankees” habían insuflado nueva vida a la producción y circulación de riqueza, al “comercio mundial”, y a la difusión de la “civilización” (Zivilisation) (Marx y Engels 1955, 6: 273 – 275). Engels pasa por alto un hecho destacado en esa misma época por los abolicionistas norteamericanos: la expansión de los Estados Unidos significaba la expansión de la esclavitud.

En la historia del movimiento comunista es bien conocida la influencia del taylorismo y el fordismo en Lenin y Gramsci. En 1923 Nikolai Bujarin llega aún más lejos al afirmar que: “Necesitamos el marxismo más el americanismo” (en Figes 2003, 24). Un año después, Stalin parece considerar al mismo país que participó en la intervención contra la Rusia soviética con tanta admiración que advierte a los cuadros del partido que si realmente aspiran  a realizar los “principios del leninismo” deberán asimilar “el pragmático espíritu americano”. Aquí, “Americanismo” y “pragmático espíritu americano” significan no sólo espíritu positivo sino también rechazo a los prejuicios, lo que ellos consideran en definitiva democracia. Como Stalin explica en 1932, Estados Unidos es ciertamente un país capitalista; sin embargo, “las tradiciones industriales y la práctica productiva tienen algo de democrático en sí, lo que no puede decirse de las viejas naciones capitalistas en Europa, donde el espíritu de la aristocracia feudal pervive” (ver Losurdo 1997, 81-86).

De algún modo, Heidegger tiene razón al criticar a Estados Unidos y a la Unión Soviética por representar, desde un punto de vista filosófico, la misma cosa: “la técnica desbocada” y “la transformación del hombre en masa” (ver Losurdo, 2001). No hay duda que los bolcheviques consideran muy atrayentes los conceptos norteamericanos del “melting pot” (“crisol de pueblos”) y el “self-made man”. En cambio, encontraban otros aspectos de los norteamericanos absolutamente repugnantes. En 1924, Correspondance Internationale (la versión francesa del órgano de la Internacional Comunista) publicaba un artículo escrito por un joven indochino inmigrante en los EE UU, en el que podía leerse que sentía gran admiración por la Revolución Americana, mientras que se horrorizaba por la práctica del linchamiento de los negros en el Sur. Uno de esos espectáculos de masas está descrito crudamente: “El negro es cocinado, flameado y quemado, ya que debe morir dos veces en lugar de una. Entonces es ahorcado, o con más exactitud, lo que queda de su cuerpo es colgado …. Cuando todos han tenido suficiente, el cadáver es descolgado. La soga es cortada en pequeños trozos, cada uno de los cuales será vendido por tres a cinco dólares”. Sin embargo el rechazo al sistema de supremacía blanca, no acarreaba una condena general de los Estados Unidos: sí, el Ku Klux Klan poseía toda “la brutalidad del fascismo”, pero sería derrotado, no sólo por los negros, judíos y católicos (todas víctimas en diferentes grados), sino por “todos los americanos decentes” (en Wade 1997, 203-4). Difícilmente puede calificarse esto de anti-americanismo indiscriminado.

Un “maravilloso país del futuro”

Es un indochino quien compara el Ku Klux Klan con el fascismo, pero las similitudes de ambos movimientos son evidentes también para los autores norteamericanos de la época. Con frecuencia, y tanto positiva como negativamente, los hombres vestidos de blanco del Sur de los EE UU son comparados con los “camisas negras” italianos y los “camisas pardas” alemanes. Después de señalar las similitudes entre el Ku Klux Klan  y el movimiento nazi, un académico norteamericano de la época llega a la siguiente conclusión: “Si la Depresión no hubiera golpeado a Alemania tan duramente, el nacionalsocialismo podría ser hoy considerado como lo es a veces el Klan: una curiosidad histórica predestinada al fracaso” (MacLean 1994, 184). En otras palabras, lo que explica el fracaso del Imperio Invisible en los Estados Unidos y el advenimiento del Tercer Reich en Alemania son los contextos económicos diferentes, más que las distancias en la historia ideológica y política. Esta afirmación puede resultar un poco excesiva. Sólo se revela una parte de la verdad cuando se hace referencia a la contribución fundamental de los Estados Unidos y otros países (en primer lugar la Unión Soviética) en la lucha contra la Alemania de Hitler y las potencias del Eje para acallar las críticas contra la conducta política habitual de Washington. La otra parte de la historia tiene que ver con el importante papel desempeñado por los movimientos reaccionarios y racistas americanos como inspiradores de la agitación que condujo al poder a Hitler en Alemania.

Ya en los años veinte se constituyeron las relaciones, intercambios y colaboraciones entre el Ku Klux Klan y la extrema derecha alemana para promover el racismo contra la gente de color y los judíos. Aún en 1937, el ideólogo nazi Alfred Rosenberg exaltaba a los Estados Unidos como un “maravilloso país del futuro”, que tenía el mérito de haber formulado la brillante “idea de un estado racial”, una idea que debía ponerse en práctica, “con un poder joven” a través de la expulsión y deportación de “negros y amarillos” (Rosenberg 1937, 673). Sólo es necesario considerar las leyes sancionadas inmediatamente después de la llegada de los nazis al poder para advertir como se parecía a la situación en el sur de los EE UU. Obviamente, en Alemania la posición de los alemanes de origen judío correspondía a la de los afro-americanos en el sur estadounidense. Hitler distinguía claramente, incluso en el ámbito jurídico, la posición de los arios en relación con los judíos y los pocos mulatos viviendo en Alemania (al final de la Primera Guerra Mundial tropas de color pertenecientes al ejército francés habían participado en la ocupación del país). “La cuestión negra”, escribía Rosenberg, “es el  más urgente de todos los asuntos decisivos en los Estados Unidos”;  y una vez que la absurda noción de igualdad dejaba de ser aplicada a los negros, dejaba de haber motivo para que no se extrajeran también “las consecuencias necesarias para amarillos y judíos” (Rosenberg 1937, 668-69).

Nada de esto puede sorprender. Desde el momento que el fundamento del proyecto nazi era la construcción de un estado racial, ¿qué otro posible modelo existía en esa época? Rosenberg menciona Sudáfrica, que debía permanecer sólidamente en manos de “manos nórdicas y blancas” (gracias a las correspondientes “leyes” contra los “indios” así como “negros, mulatos y judíos”), y servía como un “sólido baluarte”  para  defenderse de la amenaza representada por el “despertar negro” (Rosenberg 1937, 666). Sin embargo, hasta cierto punto Rosenberg  sabe que la política segregacionista sudafricana estaba ampliamente inspirada por el sistema de supremacía blanca surgido en los Estados Unidos después de la Reconstrucción (Noer 1978, 106-7, 115, 125). Por lo tanto, fijaba su atención sobre este país.

Existe además otra razón por la que la república americana representa una inspiración para el Tercer Reich. El objetivo de Hitler no consiste en un expansionismo colonial al uso sino en un imperio continental creado con la anexión y germanización de territorios vecinos del este. Alemania era convocada a expandirse en Europa del Este como si fuera el Salvaje Oeste, tratando a los “nativos” de la misma forma en que los indios americanos habían sido tratados (ver Losurdo 1996, 212-16), sin perder de vista el modelo americano, al que el Führer exaltaba por su “fuerza interior sin precedentes” (Hitler 1939, 153-54). Inmediatamente después de la invasión Hitler procede a desmembrar Polonia: una parte es directamente incorporada al Gran Reich (de la cual son expulsados los polacos); el resto es transformado en “Gobierno General” dentro del cual los polacos viven en “una especie de reserva”, como declara el Gobernador General Hans Frank: los polacos están “bajo jurisdicción alemana”, aunque no son “ciudadanos alemanes” (en Ruge y Schumann 1977, 36). Aquí el modelo americano es seguido casi literalmente: no podemos evitar advertir el enorme parecido con la condición de los indios americanos.

El Estado Racial en Alemania y los Estados Unidos

El modelo americano deja una profunda señal incluso en el ámbito de las categorías y el lingüístico. El término Untermensch (subhombre), que desempeña un papel central y destructivo en la teoría y práctica del Tercer Reich, no es más que una traducción de Under Man. El nazi Rosenberg es bien consciente de ello, y expresa su admiración por el autor americano Lothrop Stoddard, quien acuñó el término, que aparece como subtítulo – The Menace of the Under Man (La amenaza del subhombre)- de un libro publicado por primera vez en Nueva York en 1922 y traducido al alemán (Die Drohung des Untermenschen) tres años más tarde. Respecto a su significado, Stoddard afirma que sirve para señalar a la masa de “salvajes y bárbaros”, “esencialmente incivilizables e incorregiblemente hostiles a la civilización”, quienes deben ser tratados de modo radical para evitar el colapso de la civilización. Incluso antes de ser elogiado por Rosenberg, Stoddard había sido recomendado por dos presidentes norteamericanos (Harding y Hoover). Más tarde fue recibido con honores en Berlín, donde no sólo se entrevistó con las figuras más representativas de la eugenesia nazi, sino también con los más altas autoridades del régimen, incluido Hitler, quien ya había comenzado su campaña para diezmar y dominar a los Untermenschen, los “nativos” de Europa del Este. [1]

En los Estados Unidos de la supremacía blanca, así como en la Alemania en poder del movimiento nazi, el programa para reestablecer la jerarquía racial  estaba estrechamente vinculado a los proyectos de eugenesia. En primer término, se alentaba a los mejores para que procrearan, para evitar el riesgo de “suicidio racial” (Rassenselbstmord) que pendía sobre los blancos. En 1918 da la voz de alarma Oswald Spengler, quien cita a Theodore Roosevelt (Spengler 1980, 683). Por supuesto, la advertencia de Roosevelt contra el espectro del “suicidio racial” o la “humillación racial” acompañaba a su denuncia de la “disminución de la tasa de nacimientos en las razas superiores”, o sea que “en el antiguo stock de americanos nativos”. Obviamente no se refería a los nativos americanos “salvajes”  sino a los WASP (Blancos Anglosajones y Protestantes) (ver Roosevelt 1951, 1: 487).

Segundo, una separación insuperable debía crearse entre las razas destinadas a obedecer y las destinadas a mandar, preservando a estas últimas de cualquier desgaste y preparándolas para enfrentar y aplastar la revuelta de las razas esclavas, las que, siguiendo el liderazgo bolchevique, habían comenzado a expandirse por todo el mundo. Aquí también los hallazgos de la investigación histórica son sorprendentes. Erbgesundheitslehre (Educación para la salud hereditaria) o Rassenhygiene (Higiene racial) , otra palabra clave de la ideología nazi, no es más que la traducción al alemán del término eugenics (eugenesia) la nueva ciencia inventada en Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XIX por Francis Galton. No es casual que esta nueva ciencia sea recibida tan favorablemente en los EE UU, donde la relación entre las “tres razas” y los “nativos” por una parte, y la creciente masa de inmigrantes pobres, por otra, es particularmente problemática. Mucho antes de la llegada de Hitler al poder, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, se publica en Munich un libro titulado Die Rassenhygiene in den Vereinigten Staaten von Nordamerika (La higiene racial en los Estados Unidos de Norteamérica), que ya en su título señala a los EE UU  como un modelo de “higiene racial”. El autor, Géza von Hoffmann, vicecónsul del Imperio Austro-Húngaro en Chicago, exalta a los EE UU por la “lucidez” y “pura razón práctica” que ha demostrado en afrontar, con la energía necesaria, a un problema muy importante que es a menudo ignorado: en los EE UU violar las leyes que prohíben las relaciones sexuales y el matrimonio interraciales podía ser castigado con diez años de prisión. No sólo podían ser perseguidos y condenados los responsables de esos actos, sino también sus cómplices (Hoffmann 1913, 9: 67-68). Diez años más tarde, en 1923, un médico alemán, Fritz Lenz, se queja del retraso de Alemania respecto a EE UU en lo que se refiere a la “higiene racial” (Lifton 1986, 23). Aún después del acceso de los nazis al poder, los ideólogos y “científicos” de la raza continuaban insistiendo: “Alemania tiene mucho que aprender de las medidas adoptadas por los norteamericanos: ellos saben lo que deben hacer” (Günther 1934, 465).

Las medidas de eugenesia aplicadas después de la captura del poder por los nazis (Machtergreifung) se dirigen a impedir el riesgo de Volkstod (Lifton 1986, 25),  la “muerte de la nación” o de la raza. Una vez más el tema es el del suicidio racial. Para impedir el suicidio de la raza blanca, que significaría el fin de la civilización, no se debe dudar en poner en práctica las medidas más rigurosas, las soluciones más drásticas, con relación a las “razas inferiores” (Roosevelt 1951, 2:377). Merece señalarse que ya había aparecido una cierta noción de una “solución final” respecto a la cuestión negra en un libro publicado en Boston en 1913 (Fredrickson 1987, 258 nota). Más tarde, por supuesto, los nazis teorizaron e intentaron llevar a cabo la “solución final” (Endlösung) a la “cuestión judía”.

El nazismo como proyecto mundial de “supremacía blanca”

En el curso de su historia, los Estados Unidos han tenido que afrontar directamente los problemas resultantes del contacto entre diferentes “razas” y el influjo de numerosos inmigrantes procedentes de todo el mundo. Por otra parte, el violento movimiento racista que surgió al final del siglo XIX es una respuesta a la Guerra Civil y al período de reconstrucción que le siguió. En tanto que los antiguos propietarios esclavistas se vieron transformados repentinamente en rebeldes, sin derechos políticos, los negros pasaban de ser esclavos a ser ciudadanos con pleno ejercicio de sus derechos políticos. Estos a menudo pasaron a integrar las instituciones representativas, tanto como legisladores así como administradores, adquiriendo poder sobre sus antiguos propietarios.

Consideramos ahora las experiencias y emociones que subyacían a las convulsiones que condujeron al nazismo. Durante los siglos XIX y XX, el Ku Klux Klan y los teóricos de la “supremacía blanca” denominaron a los Estados Unidos posteriores a la esclavitud con su masiva entrada de inmigrantes procedentes de los países europeos menos desarrollados e incluso de Oriente, un “civilización mestiza” (MacLean 1994, 133) o un “gentío de cloaca” (Grant 1917, 81). De manera análoga, Hitler en Mein Kampf describe a su Austria natal como un caótico “conglomerado de pueblos”, una “Babilonia de gente”, un “reino babilónico” desgarrado por el “conflicto racial” (Hitler 1939, 74, 79, 39, 80). En Austria la catástrofe parece inminente: la “eslavización” y la “desaparición del elemento germano” (Entdeutschung) progresan, y el ocaso de la raza superior que ha colonizado y civilizado al Oriente está próximo (Hitler 1939, 82). La Alemania a la que Hitler va a vivir ha presenciado una convulsión sin precedentes desde el final de la Primera Guerra Mundial, una conmoción comparable a la que recorrió el Sur estadounidense después de la Guerra Civil. Más grave aún que la pérdida de sus colonias es que Alemania se vea obligada a soportar una ocupación militar por tropas multirraciales de las potencias vencedoras y parecía haber sido transformada en una “mezcolanza racial” (Hitler 1939, 439). Alimentando este terror de que el fin de la civilización estaba próximo estaba la Revolución de Octubre, llamando a la rebelión de los pueblos colonizados y parecía confirmar ideológicamente el “horror” de la ocupación militar negra. La Revolución de Octubre estalla y se afirma en un área poblada por pueblos tradicionalmente considerados al margen de la civilización. Del mismo modo en que los abolicionistas fueron denominados en el Sur estadounidense como “amantes de los negros” y traidores a su propia raza, los socialdemócratas y especialmente los comunistas son considerados por Hitler como traidores a la raza germánica y occidental. En último término, el Tercer Reich se presenta como un intento para impedir , bajo condiciones de guerra total y de guerra civil internacional, el fin de la civilización, el suicidio de Occidente y de la raza superior creando un régimen de supremacía blanca en una escala mundial, y bajo hegemonía alemana.

¿Antisemitismo y antiamericanismo? Spengler y Ford

La campaña contra aquellos que se atreven a criticar la política de guerra preventiva de Washington, tradicionalmente vincula antiamericanismo con antisemitismo. Nuevamente, ante esto, uno no puede más que asombrarse por la ausencia de memoria histórica. ¿Alguien recuerda el elogio del Ku Klux Klan por “el genuino americanismo de Henry Ford”? (MacLean 1994, 90). Ampliamente admirado, el magnate automovilístico condena a la Revolución Bolchevique acusándola de ser en primer lugar el producto de una conspiración judía, e incluso funda una revista, el Dearborn Independent, que publica artículos reunidos en 1920 en un único volumen titulado El Judío Internacional. El libro se transforma inmediatamente en una referencia básica del antisemitismo internacional, hasta el punto que, más que ningún otro, se le atribuye el éxito de los notorios Protocolos de los Sabios de Zion. Es verdad que Ford fue obligado a abandonar esta campaña, pero para ese entonces su libro había sido traducido al alemán y había adquirido gran popularidad. Nazis destacados, como von Schirach e incluso Himmler posteriormente reconocerán haber sido inspirados o motivados por Ford. Himmler, en particular, afirma haber comprendido “el peligro del judaísmo” sólo después de leer el libro de Ford: “Para los nacionalsocialistas fue una revelación” similar a la lectura de los Protocolos de los Sabios de Sión. “Esos dos libros nos mostraron el camino para librar a la humanidad infestada por el mayor enemigo de todas las épocas, el judío internacional”. Himmler parafrasea el título de libro de Ford. Esos testimonios pueden no ser una evidencia contundente, pero una cosa es segura: en los encuentros de Hitler con Dietrich Eckart, el antisemita Henry Ford está entre los más citados de cuantos ejercieron influencia en él. Y, de acuerdo con Himmler, tanto el libro de Ford como los Protocolos, jugaron un papel “decisivo” (ausschlaggebend) no sólo en su formación personal sino también en la del Führer. [2]

Aquí también se evidencia el carácter insustancial de un contraste esquemático entre Europa y los EE UU, como si la plaga del antisemitismo no afectara tanto a Europa como a los Estados Unidos. En 1933 Spengler consideraba necesario aclarar este punto: la judeofobia que él confesaba abiertamente no debería confundirse con el racismo “materialista” típico de “los antisemitas en Europa y América” (Spengler 1933, 157). El antisemitismo biológico que se agitaba impetuosamente en el otro lado del Atlántico es considerado excesivo aún por un autor como Spengler, quien se expresa sin reparos contra la cultura e historia judía a través de sus escritos. Por esta razón, entre otras, Spengler es considerado tímido e inconsecuente por los nazis. Sus preferencias se sitúan en otra parte: El Judío Internacional continúa siendo publicado con honores en el Tercer Reich, y con prólogos que enfatizan el singular mérito histórico de su autor (por haber sacado a la luz la “cuestión judía”), ¡así cómo lo que se consideraba una línea de continuidad entre Henry Ford y Adolf Hitler! (ver Losurdo 1991, 84-85).

La polémica actual sobre el antiamericanismo y el antieuropeísmo es ingenua: parece ignorar los intercambios culturales y las influencias recíprocas que han tenido América y Europa. En la inmediata primera posguerra, Croce no tiene ningún reparo en destacar la influencia que Theodore Roosevelt tuvo sobre Enrico Corradini, el dirigente nacionalista que se incorporó al partido fascista (Croce 1967, 251). A comienzos del siglo XX, el estadista norteamericano había realizado un sonado viaje a Europa, en el curso del cual había recibido un doctorado honoris causa en Berlín  y conseguido –según Pareto- numerosos “aduladores” (Pareto 1988, 1241-42, ‘1436). La representación de los EE UU como una especie de espacio sagrado, inmune a las plagas y horrores de Europa, es sobre todo un producto de la Guerra Fría. No debe pasarse por alto el intercambio de ideas entre los dos continentes: el norteamericano Stoddard acuñó una palabra clave del discurso ideológico nazi (Untermensch subhombre), pero Stoddard, a su vez, estudió en Alemania y leyó las teorías tan caras a Nietszche con relación al superhombre (Übermensch) (Losurdo 2002, 886-87). Además, mientras Alemania observaba con admiración a la tierra de la supremacía blanca, reaccionaba con repugnancia a la noción de “melting pot”. Rosenberg refiere con disgusto que en Chicago hay una “gran catedral [católica]” que “pertenece a los negros”. Hay incluso un “obispo negro” que celebra misa: eso señala el “cultivo” de un “fenómeno bastardo” (Rosenberg 1937, 471). A su vez, Hitler denuncia la “sangre judía” que fluye por las venas de Franklin Delano Roosevelt, de cuya mujer se dice que tiene un “aspecto negroide” (Hitler 1952-54, 2: 182, conversaciones fechadas en 1 de julio de 1942).

Los Estados Unidos, Occidente, y la “Democracia del pueblo dominante”

Con lo expuesto hasta ahora resulta claro que la teoría según la cual el antiamericanismo de derechas y de izquierdas coinciden está basado en la ideología y el mito. En realidad, los mismos elementos criticados por la tradición izquierdista que comienza con el abolicionismo y se continúa con el movimiento comunista, son considerados positivamente e incluso con entusiasmo por la derecha. Lo que es apreciado por unos es rechazado por los otros. Sin embargo ambas orientaciones se encuentran con la paradoja que ha caracterizado a los EE UU desde su fundación, una paradoja que fue articulada en el siglo XVIII por el escritor británico Samuel Jonson: ¿Cómo es que podemos oír los gritos de libertad más estridentes de los propietarios de esclavos? (en Foner 1998, 32).

Es un hecho comprobado: la democracia se desarrolló en el seno de la comunidad blanca simultáneamente con la esclavización de los negros y la deportación de los indios americanos. En veintidós de los primeros treinta y seis años como nación independiente, la presidencia estuvo en manos de propietarios de esclavos. También eran propietarios de esclavos quienes redactaron la Declaración de Independencia y la Constitución. Sin esclavitud (y la correspondiente segregación racial) no se puede entender la “libertad americana”: las dos están vinculadas, cada una apuntala a la otra (Morgan 1975). Mientras esta “peculiar institución” asegura el firme control sobre las clases “peligrosas” en los ámbitos de producción, la expansión hacia el Oeste sirve para desactivar el conflicto social transformando al proletariado potencial en una clase de propietarios agrarios, aunque a expensas de los pueblos que debieron ser expulsados o aniquilados.

Después de la Guerra de la Independencia, la democracia norteamericana experimentó un nuevo despliegue durante la presidencia de Jackson en la década de 1830: la extensión del sufragio y la eliminación en gran parte, de las restricciones relacionadas con la propiedad en la comunidad blanca eran concomitantes con la rigurosa deportación de los indios americanos y con el creciente resentimiento y violencia contra los negros. Lo mismo puede afirmarse para el período comprendido entre el final del siglo XIX y la mitad de la segunda década del siglo XX. La denominada Era Progresiva está caracterizada indudablemente por numerosas reformas democráticas (como la elección directa de los miembros del Senado, el voto secreto, la introducción de elecciones primarias y de instituciones de referéndum, etc.); sin embargo es un período especialmente trágico para la población negra (el blanco de los escuadrones del terror del Ku Klux Klan) y los indios americanos (expulsados de sus últimos territorios y sometidos a una brutal aculturación con la intención de despojarles incluso de su identidad cultural.

En relación con esta paradoja de su historia, numerosos intelectuales norteamericanos han hablado de “Herrenvolk democracy”, o sea de democracia sólo para “señores” (para usar una expresión del tipo de las que Hitler era aficionado) (Berghe 1967; Fredrickson 1987). Una clara línea de demarcación entre blancos, de un lado, y negros y pieles rojas, del otro, promoviendo relaciones basadas en la igualdad en el seno de la comunidad blanca. Los miembros de una aristocracia de clase o color tendían a considerarse “iguales”; la desigualdad impuesta a los excluidos es el reverso de esta relación basada en la igualdad entre aquellos que ejercen el poder para excluir “inferiores”.

¿Debemos entonces comparar negativamente a Europa con los Estados Unidos? Podría ser un grave error. En realidad, la categoría “democracia del pueblo dominante” puede ser útil para explicar la historia de Occidente como totalidad. Desde el final del siglo XIX y en los comienzos del siglo XX, la extensión del sufragio en Europa marchó a la par con la colonización y la imposición de relaciones laborales serviles y semiserviles en los pueblos sometidos. El gobierno por medios legales en Europa  está fuertemente entrelazado con la voluntad burocrática y la violencia policial, y el estado de sitio en las colonias. En último análisis, es el mismo fenómeno que ocurre en los EE UU, excepto que en Europa es menos evidente porque los pueblos colonizados vive del otro lado del océano.

Misión imperial y fundamentalismo cristiano en la historia norteamericana

Es a un nivel diferente donde captamos las diferencias reales en el desarrollo político e ideológico entre Europa y los EE UU. Profundamente marcada por la Ilustración, Europa al final del siglo XIX experimenta una aún mayor secularización: los discípulos tanto de Marx como de Nietszche están convencidos de la “muerte de Dios”. En los EE UU la situación es muy diferente. De este forma explica en 1899 la revista Christian Oracle su decisión de cambiar su denominación por la de Christian Century: “Creemos que el próximo siglo será testigo de triunfo del cristianismo jamás vistos, y que será más verdaderamente cristiano que cualquiera de los precedentes” (en Olasky 1992, 135).

En ese momento se está librando una guerra con España, acusada por los dirigentes norteamericanos de haber injustamente denegado a Cuba su derecho a la libertad e independencia, y además por haber empleado, contra una isla “tan próxima a nuestras fronteras”, medidas que repugnan el “sentido moral del pueblo de los Estados Unidos” y representan una “desgracia para la civilización cristiana (en Commager 1963, 2:5). Aquí, la seña indirecta a la doctrina Monroe y el llamado a una cruzada en nombre de la democracia están fuertemente ligados con el fin de condenar a un país católico y santificar una guerra librada para confirmar el potente papel de la Norteamérica imperial. Luego, el presidente McKinley explicará que la decisión de anexar las Filipinas procedió de la inspiración del “Todopoderoso” quien, después de escuchar las incesantes plegarias del presidente, al fin, en una noche de insomnio, le liberó de toda duda e indecisión. No habría sido adecuado dejar la colonia en manos de España, o entregarla “a Francia o Alemania, nuestros rivales comerciales en Oriente”. Ni, por la misma razón, sería correcto dejar las Filipinas a los propios filipinos, quienes eran “incapaces de autogobernarse” y habrían permitido que su país se deslizara hacia un estado de “anarquía y desgobierno” aún peor que el que resultara de la  dominación española:

Para nosotros no hay otra alternativa que hacernos cargo de todo, y educar a los filipinos, civilizarlos y cristianizarlos, y por la gracia de Dios hacer lo mejor que podamos por ellos, como compañeros nuestros por los que Cristo también murió. Entonces me dirigí al lecho y me dormí profundamente.  (En Millis 1989, 384).

Hoy conocemos los horrores perpetrados durante la represión del movimiento independentista en las Filipinas: la guerrilla realizada por los filipinos fue enfrentada con la destrucción sistemática de campos y ganado, el confinamiento masivo de la población en campos de concentración donde fueron víctimas de la hambre y las enfermedades, e incluso en algunos casos, el asesinato de todos los varones mayores de diez años (McAllister Linn 1989, 27, 23).

Sin embargo, a pesar de las dimensiones de los “daños colaterales”, la marcha de la ideología imperial-religiosa de la guerra se reactiva triunfalmente durante la Primera Guerra Mundial. Inmediatamente después de la intervención estadounidense, en una  carta a la Colonel House, Wilson dice a sus “aliados”: “Cuando la guerra se acabe podremos forzarlos a que acepten nuestra forma de pensar, ya que en ese momento desearán, entre otras cosas, estar financieramente en nuestras manos (en Kissinger 1994, 224). No hay duda de que existía “un sólido componente de realpolitik” (Hecksher 1991, 298) en la postura de Wilson respecto a América Latina y al resto del mundo. Esto, sin embargo no impidió a Wilson  hacer la guerra como si se tratara de una cruzada real, incluso en el sentido literal del término: los soldados norteamericanos eran “cruzados”, los agentes de un “logro trascendente” (Wilson 1927, 2:45, 414), de una “guerra santa, la más sagrada en toda la historia” (en Rochester 1977, 58), una guerra destinada a abogar por la paz, la democracia, y los valores cristianos en todo el mundo. Una vez más, los intereses materiales y geopolíticos y las ambiciones imperiales estaban inextricablemente ligadas a una conciencia misionera y democrática.

La misma plataforma ideológica es aplicada a otos conflictos en el siglo XX, siendo la Guerra Fría particularmente ejemplar en este aspecto. John Foster Dulles, era definido por Churchill como “un severo puritano”. Dulles se enorgullece de que “nadie en el Departamento de Estado conoce  la Biblia como yo”. Su fervor religioso no es de ningún modo un asunto privado: “estoy convencido que aquí tenemos la necesidad de hacer que nuestros pensamiento y prácticas políticas reflejen con la mayor fidelidad la convicción religiosa de que el hombre tiene su origen y destino en Dios” (Kissinger 1994, 534-35). Junto a esta fe, se cuelan otras categorías teológicas fundamentales en la lucha política en el plano internacional: los países neutrales que rehúsan tomar parte en  la cruzada contra la Unión Soviética están en “pecado”, “mientras los Estados Unidos, a la cabeza de la misma cruzada, representan el “pueblo moral” por definición (en Freiberg 1992, 42-43). El líder de ese pueblo quien se distingue tanto por su moralidad y su proximidad a Dios es, en 1983, Ronald Reagan. Provocará que la Guerra Fría llegue a su clímax, el cual señalará la derrota del enemigo ateo, con palabras con ecos teológicos: “En el mundo hay pecado y maldad, y las Escrituras y Jesús nuestro señor nos han ordenado oponernos a ello con todo nuestro poder” (en Draper 1994, 33).

En su discurso inaugural, Clinton no está menos inspirado religiosamente que sus predecesores o su sucesor: “Hoy celebramos el misterio de la renovación americana”. Luego de recordar el pacto entre “nuestros fundadores” y “el Todopoderoso”, Clinton enfatiza: “Nuestra misión es eterna” (Lott 1994, 366). Alineándose con esta tradición, y radicalizándola aún más, George W. Bush conduce su campaña electoral con un auténtico dogma: “Nuestra nación es la elegida de Dios y encargada por la historia para ser un modelo de justicia para el mundo” (Cohen 2000).

En la historia de los EE UU resulta claro que la religión está llamada a desempeñar un papel político fundamental en el plano internacional. Somos testigos de una tradición política norteamericana que se expresa abiertamente en términos teológicos. Las “doctrinas” pronunciadas por los presidentes norteamericanos evocan más las encíclicas y dogmas proclamados por las jerarquías de la iglesia católica, que las declaraciones de los líderes europeos. Los discursos inaugurales norteamericanos son real y verdaderamente ceremonias sacras. Me limitaré a dos ejemplos. En 1953, después de invitar a su audiencia a inclinarse ante “el Todopoderoso”, Eisenhower se dirigió a Él directamente: “Todo funcionará para el bien de nuestro amado país y Tú gloria. Amen” (Lott 1994, 302). Aquí la identificación entre Dios y Norteamérica es particularmente llamativa. Medio siglo más tarde, no ha cambiado mucho. Hemos visto como comienza Clinton el discurso inaugural de su mandato, pero vale la pena observar también como acaba. Después de citar “Escrituras” el nuevo presidente acaba diciendo: “Desde la cima de esta montaña de celebración oímos la llamada a prestar servicio en el valle. Hemos oído las trompetas, hemos cambiado la guardia. Ahora de nuevo cada uno en lo suyo y con la ayuda de Dios, debe responder a la llamada. Gracias y Dios los bendiga” (Lott 1994, 369). Nuevamente los EE UU son aclamados como la ciudad en la cima de la montaña, la ciudad bendita de Dios. En su discurso luego de su reelección, Clinton se sintió en la necesidad de agradecer a Dios por haberle hecho nacer norteamericano.

Esta ideología, o teología misionera, ha sido siempre mal recibida en Europa. Es bien conocida la ironía de Clemenceau respecto a los Catorce Puntos de Wilson: ¡Dios mismo estaba satisfecho con sólo diez mandamientos! En 1919, en una carta privada, John Maynard Keynes llama a Wilson “el mayor impostor de la Tierra” (en Skidelsky 1989, 444).

Freud es aún más explícito en relación con la tendencia de Wilson a verse como investido con una misión divina: una “inequívoca insinceridad, ambigüedad, y una inclinación a negar la verdad”. El káiser Guillermo II ya había reivindicado ser “un hombre favorecido por la Divina Providencia” (Freud 1995, 35-36). Pero en este caso Freud se equivoca, y corre el riesgo de confundir dos tradiciones ideológicas realmente distintas. Es cierto que el emperador alemán también tendía a atribuir motivaciones religiosas a sus ambiciones expansionistas: frente a las tropas que parten a China, invoca la “bendición de Dios” para lo que sería una brutal empresa para aplastar la rebelión de los Boxers y defender la “Cristiandad” (Röhl 2001, 1157). También es cierto que el emperador considera a los alemanes como “el pueblo elegido de Dios” (Röhl 1993, 412). Hitler también, reivindica haberse sentido llamado a realizar “el trabajo del Señor”, y afirma su deseo de obedecer la voluntad del “Omnipotente” (Hitler 1939, 70, 439), ya que los alemanes son “el pueblo de Dios” (en Rauschning 1940, 227). El eslogan Gott mit uns (Dios con nosotros) es bien conocido.

Sin embargo, no debería exagerarse la importancia de esas declaraciones y motivaciones ideológicas. En Alemania (la patria de Marx y Nietszche) el proceso de secularización estaba muy avanzado. La invocación de la “bendición de Dios” por  Guillermo II   no es tomado en serio ni siquiera por los nacionalistas extremos. De acuerdo con uno de los más agudos entre ellos (Maximilian Harden), el retorno de “los días de las Cruzadas” es ridículo, como lo es el grandioso intento de “convertir al  mundo al Evangelio”; “estos visionarios y especuladores deambulan alrededor de Dios”  (Röhl 2001, 1157). Cierto, aún antes de su acceso al trono, el futuro emperador aclama a los alemanes como “el pueblo de Dios”, pero uno de los primeros en burlarse de él es su propia madre, la hija de la reina Victoria, quien ante todo le interesaba reivindicar la preeminencia de Inglaterra  (Röhl 1993, 412).

En Europa los mitos genealógicos imperiales se neutralizan, hasta cierto punto,  unos a otros; las familias reales estaban relacionadas entre ellas, y por lo tanto cada una de ellas se identificaba con ideales y mitos genealógicos imperiales que eran al mismo tiempo diferentes y contradictorios. Esos ideales y genealogías quedaron desacreditadas por la catastrófica experiencia de las dos guerras mundiales. Y, a pesar de su derrota, el combate de una década de los militantes comunistas contra el imperialismo y en nombre de la igualdad entre naciones, ha dejado su marca en la conciencia europea. El resultado es evidente: en Europa, cualquier misión imperial o elección directa por Dios de una nación es inconcebible. No hay lugar para esta ideología imperial-religiosa, que en cambio juega un papel central en los EE UU.

Respecto a Alemania, la transición histórica del Segundo al Tercer Reich está caracterizada  por una oscilación entre la nostalgia por un paganismo guerrero, centrado en el culto de Wotan, y al aspiración de hacer del cristianismo una religión nacional llamada a legitimar la misión imperial del pueblo alemán. Quienes impulsaron esta última meta de modo más concienzudo fueron los Deutsche Christen o “Cristianos alemanes”. No era un objetivo realista, dado que el proceso de secularización había progresado no sólo en la sociedad alemana sino también en la misma teología protestante (acuden a mi mente los casos de Karl Barth y Dietrich Bonhoeffer). Además, desde el momento en que los dirigentes del Tercer Reich tendían a apoyar el paganismo, difícilmente podría esperarse que el objetivo cristiano reuniera muchos partidarios. La historia de los EE UU, por otra parte, está marcada por la tendencia a transformar la tradición judeo-cristiana en una especie de religión nacional que consagra el excepcionalismo del pueblo norteamericano y la misión sagrada que se le ha confiado. ¿No es este entrelazamiento de religión y política sinónimo de fundamentalismo? No es casual que el término fundamentalismo es utilizado por primera vez en ámbitos del protestantismo norteamericano como un rasgo positivo del cual se sienten orgullosos.

Las deficiencias de las opiniones de Freud y Keynes pueden ser ahora mejor comprendidos: por supuesto cualquier administración norteamericana tendrá sus hipócritas, sus intrigantes y sus cínicos; pero no hay motivos para dudar de la sinceridad de Wilson o, actualmente, de Bus Jr. No debe olvidarse el hecho de que los EE UU no son una verdadera sociedad  secular: el 70 por ciento de los norteamericanos cree en el diablo, y más de un tercio de los adultos afirma que Dios habla con ellos directamente (Gray 1998, 126; Schlesinger Jr. 1997). Además, éste es un elemento de fortaleza, no de debilidad. La placentera convicción de que uno representa una causa sagrada y divina facilita no sólo la constitución de un frente unido en tiempos de crisis sino también la represión o trivialización de las páginas más oscuras de la historia estadounidense. Indudablemente, durante la Guerra Fría Washington patrocinó sangrientos golpes de estado en América Latina y colocó a brutales dictadores militares en el poder; en Indonesia, en 1965, promovió la masacre de cientos de miles de comunistas o sus simpatizantes. Sin embargo, a pesar de lo desagradables que puedan ser, esos detalles no deterioran la santidad de la causa personificada por el “Imperio del Bien”.

Weber se aproxima a la verdad cuando durante la Primera Guerra Mundial censura la “moralina” norteamericana (Weber 1971, 144). “Moralina” no es una mentira, ni es hipocresía consciente: es la hipocresía de quienes son capaces de mentirse a sí mismos. Es similar a la falsa conciencia de la cual habla Engels. En Keynes y Freud vemos al mismo tiempo la fuerza y la debilidad de la Ilustración. Mientras Europa era inmune a la ideología imperial-religiosa que entusiasmaba al otro lado del Atlántico, sin embargo era incapaz de comprender totalmente la mezcla de fervor religioso y moral, por una parte, y la clara y abierta persecución del dominio político, económico y militar del mundo, por otra. Sin embargo es esta amalgama, o más bien en esta explosiva combinación, este peculiar fundamentalismo, el que constituye actualmente la gran amenaza a la paz mundial. Más que a una específica nación, el fundamentalismo islámico se refiere a una comunidad de personas quienes, no sin razón, afirman ser el objetivo de políticas de agresión y ocupación militar. El fundamentalismo norteamericano, en cambio, trasfigura e intoxica a un bien definido país que, designado y autorizado por Dios, considera al orden internacional actual y a las leyes humanitarias irrelevantes. Es dentro de este marco que deben ser situadas la deslegitimación de la ONU, el desprecio a la Convención de Ginebra, y las amenazas proferidas no sólo contra enemigos sino también contra sus “aliados” en la OTAN.

Las campañas contra la “drapetomanía” y el anti-americanismo

Además de combatir el “mal” y defender los valores cristianos y norteamericanos, la guerra contra Irak (sin hacer mención de otras guerras en el horizonte) pretende expandir la democracia por todo el mundo. ¿Hasta donde es creíble este propósito? Retornemos por un momento al joven indochino que en 1924 denunciaba el linchamiento de negros. Más tarde volvió a su país, y ahí adoptó el nombre que sería mundialmente conocido: Ho Chi Minh. ¿Durante los incesantes bombardeos norteamericanos, recordó tal vez el dirigente vietnamita los horrores perpetrados contra los negros por los defensores de la supremacía blanca? En otros términos, ¿la emancipación de los afro-americanos y su adquisición de los derechos civiles realmente señalan un cambio, o son los EE UU todavía una “Herrenvolk democracy”, con la excepción de que ahora los excluidos no son más los que están dentro de la madre patria, sino fuera, como ha sido en el caso de la “democracia” europea?

Podemos examinar la cuestión desde una perspectiva diferente, considerando la reflexión hecha por Kant: “¿Qué es un monarca absoluto? Es aquel que cuando decide que debe haber guerra, esta se produce”. Kant está señalando no a los estados del Antiguo Régimen sino a Inglaterra, con su siglo de desarrollo liberal a sus espaldas (Kant 1900, 90 nota). De acuerdo con la posición kantiana, el actual presidente de los EE UU debería ser considerado un déspota por dos motivos. Primero, debido al surgimiento en la última década de una “presidencia imperial” que, cuando se embarca en acciones militares, frecuentemente las presenta al Congreso como fait accompli (hecho consumado). Pero estamos aún más interesados en el segundo aspecto: es la Casa Blanca la que soberanamente determina cuando las resoluciones de la ONU son vinculantes o no; es la Casa Blanca la que soberanamente decide que países son “estados delincuentes” y si es legal someterlos a embargos que causarán el sufrimiento de toda una población, o al fuego infernal de bombas de racimo o de uranio empobrecido, cuyos efectos infligirán daño y sufrimiento durante años después de la finalización del conflicto. Soberanamente la Casa Blanca decide la ocupación militar de esos países, por el tiempo que considera necesario, condenando a los dirigentes de esos países y sus “cómplices” a prolongadas penas de prisión. Contra ellos, y contra los “terroristas”, incluso es legitimado el “asesinato selectivo”, o más bien, un asesinato que es cualquier cosa menos selectivo, como el bombardeo de un restaurante porque se creía que Saddam Hussein podía estar ahí. Claramente, las garantías legales no se aplican a los “bárbaros”. En realidad, una cuidadosa observación de, por ejemplo, la Patriot Act, revela que quedan fuera de la protección de ley incluso quienes, sin ser “bárbaros” en el estricto sentido de la palabra, son sospechosos de participar en sus actividades.

El origen de la expresión “estados delincuentes” es interesante. En Virginia, entre los siglos XVII y XVIII, cuando los semi-esclavos, es decir esclavos temporarios de piel blanca, intentaban huir y eran capturados, eran marcados con la letra R (por Rogue [delincuentes o canallas]): lo que los hacía inmediatamente reconocibles y les impedía escapar. Más tarde el problema de identificación fue resuelto sustituyendo los semi-esclavos por esclavos negros: el color de la piel hacía innecesario marcarlos: por lo que negro fue sinónimo de ser un delincuente o canalla. Ahora, estados completos son marcados de este modo. La “Herrenvolk democracy” se resiste a desaparecer.

Esta es una vieja historia. Lo nuevo es la creciente intolerancia que Washington tiene por sus “aliados”. También a ellos se les exige a seguir con humildad la voluntad de la nación elegida por Dios. Es ahora claramente comprensible la perplejidad y la reacción negativa provocada por el presidente norteamericano que se comporta como si fuera un soberano mundial, sin el control de ningún organismo internacional. Esta es la escandalosa enfermedad que los ideólogos de la guerra condenan como anti-americanismo. Si bien singular, la reacción no deja de tener precedentes históricos. A mediados del siglo XIX el sistema esclavista estaba plenamente vigente en el Sur norteamericano. Sin embargo comenzaron a surgir dudas: crecía el número de esclavos fugitivos. Esto no sólo alarmaba a los ideólogos de la supremacía blanca, también les confundía. ¿Porqué una persona “normal” huye de una sociedad tan bien ordenada y tan en sintonía con la jerarquía natural? Debía ser algún tipo de plaga, un disturbio psicológico. ¿Pero cuál? En 1851 Samuel Cartwright, un cirujano y psicólogo de Luisiana, afirmó haber encontrado finalmente una explicación, que compartió con los lectores de una importante publicación científica, el New Orleans Medical and Surgical Journal. Utilizó una palabra del griego antiguo δραπετεσ (drapetes) que significaba esclavo fugitivo, Cartwright triunfalmente concluyó que el trastorno psicológico, la enfermedad que causaba que los esclavos negros se fugaran, era la “drapetomanía” (en Eakin 2000). La actual campaña iniciada contra el anti-americanismo tiene mucho en común con la realizada contra la drapetomanía hace más de un siglo y medio.

DOMENICO LOSURDO

lstituto di Science Filosofiche e Pedagogiche

ViD Bramante 16

61029 Urbino (PU) Italy

d.losurdo@uniurb.it

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(publicado en Metaphilosophy, Vol. 35, Nº 3, April 2004, pp. 365-385)

 

[1] Sobre las relaciones entre eugenistas de EE UU y Alemania, ver Kühl 1994, 61; el jucio elogioso del presidente Harding

[2] Ver el relato de Felix Kersten, el masajista finés de Himmler, en el Paris Centre de Documentation Juive et Contemporaine (Das Buch von Henry Ford, 22 de diciembre de 1940, nº CCX-31); ver también Poliakov 1977, 278, y Losurdo 1991, 83-85.

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