Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Manuel Sacristán, 25 años después

Manuel Sacristán, 25 años después.


Un marxista revolucionario y realista que adoraba la música de Mozart.

Salvador López Arnal


El criterio de Kuhn (las reglas para la resolución de problemas definidos) y su juicio sobre el marxismo se compenetran muy bien con mi entendimiento de este último: el marxismo no es una ciencia, sino la mejor construcción existente del socialismo, el cual es una pretensión de innovación cultural.

Manuel Sacristán


Leyendo el Kunst und Koexistenz. Beitrag zu einer marxistischen Ästhetike [Arte y coexistencia. Contribución a una estética marxista], el traductor castellano de la obra de Ernst Fischer anotaba: “[…] La clave está en el ideológico “soñarse a sí misma” del final: se supone un arquetipo utópico, la archiutopía de La HUMANIDAD, y como uno es sólo prehumano -y aún pequeño-burgués- no tiene a mano para descubrir la utopía más que los casos a los que el tópico cultural siente como “sublimes” y “sobrehumanos”, dicho sea con perdón de Mozart, el músico que me es más querido [1]. El culturalismo pequeño-burgués no se da cuenta de la autocontradicción en que incurre: Mozart es tan pre-hombre como Robespierre. Por tanto, la prehumanidad es ya LA HUMANIDAD”.

Esa contradicción, proseguía el traductor y comentarista del filósofo austríaco, se debía al uso de “ideas platónicas hegelianamente pseudohistorizadas” y al abusivo uso de ‘sentido’. Sentido era un atributo que otorgaba la inserción en una estructura teleológica, “principalmente la de la acción humana”. Por ello tenía tanto sentido la acción de políticos y artistas. No lo tenían, en cambio, entidades aisladas como “la humanidad” o “la vida”. “Ante la extinción de la humanidad, o incluso de las condiciones de la vida propia de este planeta, ¿qué “sentido” arquetípico tiene Die Zauberflöte (y es la pieza de música que más me importa en el mundo)?”, se preguntaba el traductor de Ernst Fischer.

La negativa a aceptar que los seres humanos son lo que y como son, concluía el germanista español sobrino de exiliados republicanos, y que con ello ya había bastante para enfrentarse a tiranías y aberraciones era “la base de todas las memeces y todas los desvaríos de los ideólogos progresistas.”

Años más tarde, entrevistado por la revista Argumentos durante su estancia en México en el curso académico 1982-1983, se expresaba con no menor contundencia sobre este vértice: “[…] Probablemente una de las cosas que haya que conservar de Lenin sea el realismo: la revolución la hacen los seres humanos que hay, como son. El que quiera armonía celestial, que se vaya al cielo (Eso se puede decir también académicamente. Fíjese: "Como ya enseñara el célebre filósofo prusiano Immanuel Kant, la política no tiene por objeto hacer a los hombres santos, sino conseguir que su vida en sociedad sea justa".)

El realismo político que toca realidad y que, a un tiempo, no pierde pie ni permite la renuncia ni la ubicación del olvido en horizontes y finalidades de transformación social de orientación socialista, aspirando a una mayor justicia en la vida de las sociedades humanas, fue una constante en el pensar y hacer del traductor de Arte y coexistencia. Desde siempre, sin por ello desconocer los propios errores, las dudas inevitables ante encrucijadas de enorme complejidad ni las vanas ensoñaciones que, en ocasiones nada infrecuentes, habían acechado a las diversas tradiciones emancipatorias.

Hoy se cumple un cuarto de siglo del fallecimiento de un marxista revolucionario que no claudicó, que sin ensayar ceguera alguna, nunca renunció a las finalidades socialistas y que, precisamente por ello, apreció destacadamente el realismo político no entregado. El 27 de agosto de 1985, de regreso a casa, momentos después de haber finalizado una sesión de diálisis en un dispensario público próximo a su domicilio de la Diagonal barcelonesa, un infarto segó la vida de Manuel Sacristán. Dos días más tarde, el 29 de agosto, fue enterrado en Guils (Girona), al lado de Giulia Adinolfi.

Tres días antes de su muerte, 24 de agosto de 1985, el autor de Sobre Marx y marxismo había escrito la que fue su última carta. La dirigió a Félix Novales, preso político entonces en la cárcel de Soria. Novales le había solicitado ayuda bibliográfica y orientación intelectual. Sacristán incidía de nuevo en la temática del realismo:

Apreciado amigo,

Me parece que, a pesar de las diferencias, ninguna historia de errores, irrealismos y sectarismos es excepcional en la izquierda española. El que esté libre de todas esas cosas, que tire la primera piedra. Estoy seguro de que no habrá pedrea.

Si tú eres un extraño producto de los 70, otros lo somos de los 40 y te puedo asegurar que no fuimos mucho más realistas. Pero sin que con eso quiera justificar la falta de sentido de la realidad, creo que de las dos cosas tristes con las que empiezas tu carta -la falta de realismo de los unos y el enlodado de los otros- es más triste la segunda que la primera. Y tiene menos arreglo: porque se puede conseguir comprensión de la realidad sin necesidad de demasiados esfuerzos ni cambiar de pensamiento; pero me parece difícil que el que aprende a disfrutar revolcándose en el lodo tenga un renacer posible. Una cosa es la realidad y otra la mierda, que es sólo una parte de la realidad, compuesta, precisamente, por los que aceptan la realidad moralmente, no sólo intelectualmente…[la cursiva es mía].


El colaborador de Qvadrante y Laye no disfrutó revolcándose en el lodo ni, desde luego, aceptó la realidad moralmente [2]. Hasta el final de sus días. Había dejado el PSUC-PCE a finales de los setenta -o acaso el Partido le dejara a él- por divergencias políticas tras más de dos décadas de compromiso activo y arriesgado. Las tesis defendidas por el heroico Partido de la resistencia durante los últimos años del tardofranquismo y durante la transición estaban muy alejadas de sus posiciones. Pero su papel político-intelectual, organizativo y activo en el movimiento obrero, en la fundación de la federación de enseñanza de CC.OO., en los movimientos ecologistas, antinucleares [3], antimilitaristas y antiotánicos, en la formación de aquellas inolvidables revistas rojas de tanta influencia político-cultural como fueron Materiales y mientras tanto [4], fue esencial. Como señalara Miguel Candel, pocos como él han pensado y obrado tanto para otros. A pesar de las tragedias familiares que vivió (su compañera Giulia Adinolfi falleció el 21 de febrero de 1980), a pesar de sus profundos desencuentros políticos y personales con amigos y compañeros de combate y clandestinidad, a pesar de una situación académica que sólo alcanzó seguridad al final de su vida [5], Sacristán pareció rejuvenecer en sus últimos años con fuerzas inusitadas. Algunos de sus amigos y amigas de entonces han comentado que parecía que se hubiera reencontrado con su pandilla de amigos de juventud [6].

Su compromiso comunista, su larga y permanente actividad política, coherente con una acepción marxismo que nunca vivió esa tradición de política revolucionaria como asunto meramente académico [7], su consciencia de las vacilaciones y renuncias de muchos intelectuales comunistas ya en aquellos años, no le cegó ni le hizo cultivar ninguna dogmática o alguna variante del marxismo escolástico. El traductor de El Capital practicó un marxismo sin ismos, al estilo de Rubel. Su arriesgada e inusual militancia en el principal partido de la resistencia antifranquista, su interés filosófico por un marxismo abierto y sin Verdades mayúsculas a las que rendir pleitesía acrítica, nunca se enmarcaron en la aceptación ciega de las páginas de una cosmovisión talmúdica y escolásticamente cultivada. En su concepción, el marxismo era un intento de formular conscientemente, con el mayor rigor y con la mayor limpieza analítica alcanzable, los supuestos y consecuencias del empeño por crear una sociedad y cultura comunistas. Dado que podían cambiar, y cambiaban de hecho, los datos de ese esfuerzo, sus implicaciones fácticas, el traductor de Quine, Platón y Lukács creía que tenían que cambiar también sus supuestos e implicaciones teóricas, su horizonte intelectual. El socialismo era, para él, una profunda innovación cultural en la relación entre los seres humanos y entre estos y la Naturaleza.

Esa fue una de sus últimas e importantes tareas: contribuir a una reorientación de la tradición y de sus categorías centrales, en momentos en que una gran parte del movimiento obrero internacional seguía manteniéndose en pie de paz, combate y alternativa, acorde con las urgencias ecológicas, la crisis del sistema patriarcal, la fuerte irrupción del militarismo y el armamento nuclear, el resquebrajamiento cada vez más patente del entonces denominado “socialismo real” y las nuevas y desbrindadas arremetidas de un capitalismo belicista dispuesto a la victoria final y al estruendo de sus ruidosos tambores y trompetas.

En el paso final de un artículo escrito con ocasión del primer centenario del revolucionario de Tréveris, “¿Qué Marx se leerá en el siglo XXI?” [8], el director de mientras tanto apuntaba que por detrás de tanta lectura e interpretación de la obra marxiana se ubicaba una cuestión política central: si la naturaleza del socialismo era hacer lo mismo que el capitalismo, aunque mejor, o bien, por el contrario, consistía en vivir otra cosa. Para él, para el traductor de más de 29.000 páginas del griego, italiano, alemán, francés, inglés y catalán, cuya labor socrática, como señalara Joaquim Sempere, tan decisiva fue en la formación político-intelectual de varias generaciones universitarias y ciudadanas, la resolución de la disyunción no ofrecía ninguna duda: había que vivir otra cosa y había que combatir por conseguirla, buscando nuevas sendas y haciéndolo junto con los otros, como él mismo apuntara en la carta de presentación de “Zetein” aquella inolvidable colección de la editorial Ariel que también él dirigió.

Veinticinco años después de su fallecimiento, su forma de entender la tradición marxista y muchas de sus aportaciones siguen vivas, demandando lecturas documentadas, consistentes y renovadoras, que tomen pie en ellas para transitar nuevos caminos de reflexión y acción. Su legado, en absoluto agotado o reducible al de un digno, honorable y admirado anticuario, puede resumirse en tres categorías centrales: amor, estudio y lucha. Crítico literario, teatral y musical, traductor, profesor, amante del saber científico, conferenciante, editor, agitador cultural, lógico, epistemólogo, político y sociólogo de la ciencia, filósofo, marxólogo,… estas son algunas de las caras del poliedro Sacristán, un poliedro que tuvo su núcleo esencial en el cultivo y abono de un marxismo comprometido en la tarea que era urgente proponerse “para que tras esta noche oscura de la crisis de una civilización despuntara una humanidad más justa en una Tierra habitable, en vez de un inmenso rebaño de atontados ruidosos en un estercolero químico, farmacéutico y radiactivo”.

Le gustaba conocer las cosas, iba en serio [9]. No hay teoría, escribió en una ocasión, si es buena teoría, que no se prolongue en techné. Pero eso, proseguía el lector y admirador de Neurath y Harich, “es una cosa y otra es que hay que manipular menos y acariciar más la naturaleza”. Y lo esencial, y acaso paradójico, era que la técnica de acariciar debía basarse en la misma teoría que “posibilita la técnica del violar y destruir”. No podemos ponernos a contemplar, comentó en otra ocasión, por debajo de la fuerza de nuestros ojos.

Manipular menos, acariciar más, sin pretender contemplar por debajo de la fuerza de nuestra mirada. Hic Rhodus, hic salta! Es tema de nuestra hora, como a Sacristán gustaba decir. Sin pesimismos, sin abonar desesperanzas. Con versos de Guillevic que él mismo citó en una conferencia sobre ciencia y política socialista:

Nous n’avons jamais dit

Que vivre c’est facile

Et que c’est simple de s’aimer…

Ce sera tellement autre chose

Alors. Nous espérons



Notas

[1] En una conversación con Jordi Guiu y Antoni Munné, fechada en 1979, Sacristán confesaba su amor por la cultura germana y por Mozart, broma y crítica política incluidas, en los siguientes términos: “[…] Una de las motivaciones era ésta: entender cosa alemana, cosa que les pasa a los alemanes. Entender cosa que les pasa a los alemanes es entender cosa que me pasa a mí, porque tengo un buen elemento de cultura alemana asimilada. No sé… si aquí ganara [Enrique] Líster y hubiera que perder la nacionalidad por disidente, supongo yo que la nacionalidad primera que se me ocurriría pedir sería la austríaca. Muy probablemente lo primero que se me ocurriría sería ser austríaco para poder tener que ver con Mozart”.

[2] Para una lectura moralmente infame, lógicamente falaz y políticamente reaccionaria de esta carta de Manuel Sacristán, alejada años-luz de cualquier empeño de comprensión razonable de lo comentado, véase Francesc-Marc Álvaro, Los asesinos de Franco, La esfera de los Libros (varias ediciones). No es imposible que un antiguo compañero de Partido de Sacristán, Josep Termes, reafirmara o abonara la bondad y corrección de esa lectura falsaria.

[3] Especialmente en el CANC, el Comité Antinuclear de Catalunya, junto a Víctor Ríos, Paco Fernández Buey, Miguel Candel y Antoni Domènech entre otros.

[4] Además de tres números extraordinarios, se publicaron 12 números de Materiales. Mientras tanto, que tiene actualmente un boletín electrónico mensual, sigue publicándose.

[5] De sus casi veinte años de profesor universitario –recuérdese que durante unos diez años estuvo expulsado de la Universidad de Barcelona-, sólo durante tres o cuatro de estos años fue Sacristán profesor de la Facultad de Filosofía. Durante el tiempo restante fue profesor no numerario de la Facultad de Económicas. Sacristán fue nombrado catedrático extraordinario en 1984, con efectos legales, creo recordar, desde 1983.

[6] Véanse las declaraciones de Dolors Folch para los documentales de Xavier Juncosa, “Integral Sacristán”, Barcelona, Editorial El Viejo Topo, 2006.

[7] Así finalizada Sacristán su artículo sobre “Jesuitas y dialéctica”, un escrito de 1960, uno de sus primeros trabajos marxistas: “[…] Marxismo y dialéctica real -incluyendo para el filósofo ese último y decisivo punto de su reinserción revolucionaria (es decir: dialéctico-cualitativa) en el mundo- son inseparables. Lo que quiere decir -permítasenos dar pie a posible polémica al final de esta nota- que un filósofo marxista sólo puede ser un militante comunista, porque no hay marxismo de mera erudición” [la cursiva es mía].

[8] Manuel Sacristán, Pacifismo, ecologismo y política alternativa, Barcelona, Icaria (edición Público), 2009, p. 168.

[9] En la citada entrevista con Munné y Guiu para El Viejo Topo, Sacristán se aproximaba a esta noción en los términos siguientes: “[…] Por “ir en serio” entiendo no precisamente tener necesariamente ideas ciegas -la ceguera nunca es seria: es histérica, que es distinto- ni tampoco necesariamente ideas radicales. Con las mismas fórmulas teóricas de Ulrike Meinhof se puede ser perfectamente un botarate. No es nada serio, no se trata de eso. Se trata de la concreción de su vida, del fenómeno singular. No se trata de las tesis, que pueden ser, por un lado, disparatadas y, por otro, objeto de profesión perfectamente inauténtica, a lo intelectual”. A lo que añadía líneas más arriba: “Intentaba entender la locura satisfecha del grupo Baader-Meinhof como negativo de la locura satisfecha de los partidos comunistas occidentales. Era otra clase de locura, pero era sólo el negativo de la misma locura, de la misma falta de sentido común”.


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