Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Panfleto para después de una huelga

Manuel Cañada

En memoria de de Joaquín Vega, hermano de luchas. Y también, de Quintín Cabrera, Josefa Martín Luengo, Javier Ortiz y Eladio Villanueva, todos ellos militantes de la vida.

“Lo peor que le puede pasar a un hombre es el paro”. Tiene 56 años, ha trabajado como yesero desde que era un crío, es de los pocos que ha dado mil veces la cara contra los capataces y los pistoleros de la construcción. “Sólo pido un trabajo” repite con impotencia Joaquín. “A mi hijo le enseñé el oficio y ahora, para qué lo quiere… Para metérselo en los huevos”. Le tiembla la lágrima en los balcones del dolor. Hombres de hierro, forjados en tantas batallas, soñando como niños.

Fuera, la pelota rueda. En las casas, de puertas adentro, las angustias sumergidas del trabajo o de la hipoteca se truecan en bronca, en rencor ciego, en soledad. En las calles, mientras tanto, flamean banderas de victoria. Derrota en las casas y júbilo en las calles; la pelota rueda, la rabia duerme la siesta. “Las sociedades modernas niegan a los hombres y a las mujeres la experiencia de la solidaridad, experiencia que el fútbol proporciona hasta el extremo del delirio colectivo” (Eagleton). Las barriadas obreras y las plazas se pueblan de rumores, brazos, bocas… No, no teman los dueños, ya hace tiempo que se esfumó el pueblo insurrecto que cantase Neruda. La callada sílaba que aquí va ardiendo es goool, la bandera escondida que aquí se besa es la rojigualda, la secreta primavera que aquí nace es el triunfo en el mundial de fútbol.

Al fondo, tras el tremolar de banderas, el plan de ajuste más duro de las tres últimas décadas. “Ésta es una reforma laboral para 20 años”, insiste Zapatero que carnerea tan primorosamente como borreguea. Pero en este caso no es nada enigmática la afirmación solemne; sí, tienen un ambicioso plan de cirugía antisocial y, de consumarse, la clase obrera tardará mucho tiempo en levantar la cabeza. La Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional, Ángela Merkel y Obama, los 7 grandes bancos y los 100 economistas, las fortunas de siempre y los nuevos ricos, el inmenso PPOE y los nacionalistas “con visión de estado”, los emporios mediáticos y las castas universitarias… todas las familias del poder se han conjurado para dar el golpe de timón. El despido arbitrario, barato y subvencionado, el desguace de los convenios, el retraso de la jubilación a los 67 años, el recorte de los salarios públicos y privados, la congelación de las pensiones, la expansión del tráfico laboral para las ETT, la bancarización de las cajas de ahorro, la privatización de Correos, el cobro por consulta médica… el plan en su conjunto es aterrador.

Es el nuevo gran asalto del capitalismo tras la ofensiva de los años 90. El poder económico levanta nuevas murallas. No se trata sólo de aumentar la tasa de beneficios; ahora se trata, sobre todo, de reforzar y ampliar la dominación de clase, de recrear las condiciones de la acumulación originaria de capital, que se asienta en la producción incesante de miedo e indefensión obrera. La alternativa a la crisis del capitalismo es más capitalismo.

Por si cabía alguna duda sobre la determinación del poder, Felipe González viene a disipárnosla. “Cuando las cosas van mal, militancia pura y dura”, arengaba a los suyos en un acto interno, después del anuncio del decretazo y ante la inminente convocatoria de la huelga general. El autor de la soflama no es precisamente un austero tipógrafo leal a las clases trabajadoras, sino el asesor de Carlos Slim, el gran protagonista del thatcherismo a la española, el muñidor de las reconversiones industriales, de los pelotazos para la beautiful people, de los contratos basura y las ETT. Habla de militancia, en una muestra más del contrabando ideológico tan al uso, pero su significado real es cristalino: firmeza, mano dura, aguantemos el pulso sindical, yo soporté cuatro huelgas generales y continué arrasando en las elecciones -y fijaos donde está sentado hoy Antonio Gutiérrez-, las clases medias están ya de este lado en el conflicto…

Y, sin embargo reina la calma, la más completa abulia, el “para qué nos vamos a mover si no va a servir de nada”. ¿Cómo se explica que, con miles de desahucios y camino de los cinco millones de parados, se vayan de rositas los botines, las koplowitzs, los florentinos, los zaplanas y bonos, los amos y los perros de los amos? ¿Cómo es posible que no le estallen las costuras a este sistema, irracional e injusto hasta el escándalo? ¿Dónde arraiga la conformidad, la mansedumbre suicida, dónde se asienta nuestra impotencia?

Incautos, anunciamos: “tiempo de crisis, tiempo de lucha”. Y comprobamos con amargura que este tiempo de crisis era tiempo sin lucha. ¿Qué ha pasado, qué nos ha pasado? “Padezco del bazo/al ver todos los días/pasar los mismos lobos y rebaños”, se dolió Celso Emilio Ferreiro. Tras dos años inciertos, los lobos son más lobos aún y los rebaños mascan las briznas del miedo mientras marchan obedientes al matadero en nombre del consumo.

El 8 de junio, los sindicatos convocaron un paro general en la función pública. Parecía que podía empezar un camino distinto. La huelga siempre estremece a los caciques. No acaban de fiarse; su instinto les habla de motines del pan, de gente gritando en las calles las verdades elementales de la injusticia, de hombres y mujeres decididos a la brega. Pero luego se percatan de la ambigüedad calculada de los convocantes, de las cartas marcadas, del cierre de filas en los medios de comunicación amigos… Se relajan; saben que la huelga será pobrísima, escasa de asistencia y de coraje. Y saben además que tienen carnaza de sobra para rellenar el esquelético guión de los inseguros: juegos de capataces-psoe o pp-, vientos de europa… A pesar de todo, toman las últimas precauciones; el jefe de personal llama a los empleados dudosos: “El derecho de huelga asiste a todo trabajador y es sagrado. Pero sabéis que no hay servicios mínimos fijados y apelamos a vuestro sentido de la responsabilidad. El equipo directivo agradecería mucho que al menos se garantizase la actividad básica del centro. Es algo que tendremos muy en cuenta”. El más inepto de los jefecillos se ha aprendido ya la gramática tramposa del lenguaje políticamente correcto, los regates combinados de la amenaza y la recompensa.

“Yo no me puedo permitir el lujo de que me descuenten 100 euros”, dice el remilgado funcionario para justificar su inhibición en la huelga. Peseterismo, resignación y crítica a los sindicatos constituyen los tres pilares del argumentario esquirol. Y el pasteleo sindical huele mucho, sí, pero no tanto como para ocultar otra mierda igualmente olorosa y dolorosa: el egoísmo malsano de los burócratas, el cálculo repugnante de los trepadores.

Ahí estamos. La incertidumbre envuelve la huelga general del 29 de septiembre. Una mezcla de incredulidad y de capitulación anticipada se ha instalado en amplios sectores de la población trabajadora. “El desbocamiento del capital produce la estructura de la espera hasta su máxima exasperación bajo la forma de total impotencia” (1). Los de arriba trajinan dogales futuros, los de abajo esperan.

Esperamos que termine la crisis como si de un fenómeno de la naturaleza se tratara y nos aferramos a los talismanes que Falsimedia va cocinando para nosotros: Obama, la locomotora china o alemana, el recambio de gobierno, la subida de los impuestos “a los ricos”… Los atajos mágicos sedan así nuestra ansiedad escamoteando la certeza que intuimos: “La cuestión de importancia decisiva es si la fuerza productiva máxima del orden de producción capitalista, o sea, el proletariado, va a vivir la crisis como mero objeto o como sujeto decisorio” (2). Mero objeto o sujetos decisorios, esa es la cuestión. Será en las luchas sociales y políticas- o en su ausencia- dónde se dirima la salida a la crisis.

LA CLASE MEDIA VA AL PARAÍSO

“Les gusta el capitalismo y nos odian”. Manolo Sáez, el compañero de Baladre, nos baja los humos en la reunión. Sus palabras son un jarro de agua fría para nuestra rutina de análisis timoratos y vanguardias autoproclamadas. “Además, nos hartamos ya de ser sujetos revolucionarios”, remata de forma provocadora. Y lo dice alguien cuya militancia va en serio, que conoce los comedores de indigentes, que durmió en muchas camas pobres, que siembra adelfas en los vertederos sociales de las barriadas miseria…

La metralla de esas frases-revulsivo señala hacia los interrogantes que nos inquietan y nos urge resolver. ¿Por qué no hay respuestas, por qué este largo silencio? ¿Cómo rompemos el cerco, cómo levantamos las resistencias? Tanteemos una explicación con la ayuda de los compañeros, con las escrituras de los nuestros, con las tentativas de los últimos años.

“El proletariado sigue intensamente preso en las formas intelectuales y emocionales del capitalismo” (3). Georg Lukács, alrededor de 1920, se refería de este modo a la subordinación ideológica de los trabajadores. Casi un siglo después, la clase de los asalariados se siente y se define a sí misma como clase media. Precarios que se imaginan catedráticos vitalicios, nómadas que se sueñan apacibles burgueses, esclavos de la hipoteca abonados a la religión del individualismo propietario: la clase trabajadora ha devenido clase media.

“Las clases medias no tienen otra cosa que esperar de este sistema que la desaparición despiadada. El problema es sencillo: o bien se confunden todos en la masa gris y sombría del proletariado, donde todos poseen lo mismo, es decir, nada; o bien se concede a los particulares la posibilidad de adquirir bienes propios por la fuerza y la tenacidad, por el arduo trabajo de toda una vida. Clase media o proletariado. ¡Ese es el problema” (4). Quien, en 1932, suscribía este llamamiento de advertencia a las clases medias no era otro que el Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores-NSDAP. La serpiente que venía incubándose al calor de los miedos de las clases medias ya proyectaba entonces su silueta en el cascarón y alcanzaría el poder un año más tarde en un país con el 44% de paro. El vientre de la bestia continúa fecundo. En nuestro país, el asesinato de Carlos Palomino, las cárceles para inmigrantes conocidas como Centros de Internamiento o la sistemática represión de militantes y movimientos disidentes, son sólo anticipos del engendro que pugna por insinuarse en el horizonte.

Pero volvamos a nuestra laboriosa clase media de hoy, que se sentirá incómoda- cuando no ofendida- si nos oye relacionar su condición social con palabras gruesas ya felizmente jubiladas como proletariado o fascismo.“Las preguntas que no se hace la clase media están ahí, aunque no se las mire. Sobre todo lo que un hombre, o una mujer no se preguntan es posible asfaltar calles, edificar bloques de pisos, entarimar habitaciones. Lo que mantiene las nubes está ahí. Y las preguntas que no se hacen. Y los secretos que guarda el corazón de la comunidad” (5). Belén Gopegui, en El padre de Blancanieves, disecciona magistralmente la inseguridad, las medias verdades y las complicidades de la clase media. Hay más saber social, más mimbres para la conciencia emancipatoria en novelas como la citada-o Crematorio o El país del miedo- que en los informes de los comités centrales y confederales, adictos a la agenda mediática, rendidos a la estadística de la sociología dominante, deliberadamente ambiguos en los asuntos dónde la papa quema… Las preguntas que no se hace la clase media, los silencios y las elipsis que tejen la hegemonía del capital.

Febrero de 2010, en cualquier centro educativo de España. En la reunión del claustro de profesores, la dirección del centro informa de que ha llegado una carta de un sindicato de clase solicitando la adhesión de ese órgano educativo a la petición del mantenimiento de la jubilación anticipada a los 60 años para los docentes. El claustro lo aprueba por unanimidad. En esas fechas el gobierno ya ha anunciado su propósito de ampliar la edad de jubilación para el conjunto de los trabajadores desde los 65 hasta los 67 años. Nadie en el claustro pregunta, comenta o propone nada al respecto. No, no es un olvido, nadie se incomoda, nadie se revuelve inquieto en el asiento de pura incoherencia. Es el corporativismo irrebatible, “la solidez gremial de la injusticia”, el ande yo caliente-ríase la gente inscrito ya como garantía de división en el ADN de las clases trabajadoras.

“Yo conozco las líneas invisibles. ¿Quién de los que pertenecemos a la clase media no las conoce? Las amistades adecuadas y las no adecuadas, los temas de conversación adecuados y los no adecuados, las novelas adecuadas y las no adecuadas, los endeudamientos, los delitos, los llantos adecuados y los no adecuados” (6). La trama de lo que no se dice, la poderosa red de autocensuras y sobreentendidos. ”Para vivir como se vive aquí, el capitalismo mata en otros sitios”, dice el compañero Valentín Cárcamo, inmigrante salvadoreño que milita en la CGT, soliviantando con su sinceridad el calibrado progresismo de los asistentes. Recordar-volver a pasar por el corazón- esa verdad elemental duele y suenan sus palabras como ira extemporánea. Está fuera de lugar, del mismo modo que hablar sobre la expansión del negocio armamentístico de España, criticar las campañas de maquillaje del Ejército, calificar de ocupación la intervención militar en la guerra de Afganistán- sí, guerra, no misión de naciones unidas ni ninguna otra zarandaja- o vincular las campañas contra Chavez y Evo Morales con los intereses de las multinacionales españolas en América Latina. “¿Y tú, de dónde has salido?”, le dirá alguien con media sonrisa, en un primer momento de amabilidad, a quien importune con semejantes exabruptos pero si el ave extraña insiste será convenientemente manufacturado como extremista, radical o exaltado.

El capitalismo se ha hecho uno con la vida. “Fuera del capitalismo no hay nada” escuchamos y repetimos incesantemente en cuanto alguien insinúa alguna línea de fuga que, por otra parte, es con rapidez o bien aislada o bien reabsorbida por los tentáculos del sistema. “La obviedad es el manto que protege la realidad y que nos impide atacarla” (S. López Petit). El capitalismo es obvio, irrefutable, “de sentido común”. Y no se puede combatir contra lo obvio, contra las fuerzas de la naturaleza. “Nadie delibera sobre las cosas y verdades eternas: por ejemplo, sobre el mundo; ni sobre este axioma: que la diagonal y el cuadrado del lado son inconmensurables” (7), decía Aristóteles. No se delibera sobre la diagonal, no se delibera sobre el capitalismo.

“Quiero lanzar un mensaje a los analistas de bolsa, a los brokers, a los expertos en economía, a mi familia, a mis amigas, al índice Nikkei, a mis vecinas, a los que no os conozco, y a ti”. En el anuncio de televisión, la presentadora Patricia Conde se dirige con semblante serio al espectador mientras baja los escalones de una institución oficial y se adentra en la gran ciudad. Aún no sabemos de qué producto y marca se trata pero resulta claro que está utilizando el asunto de la crisis como reclamo para captar la atención. De repente se para en seco en una calle comercial y, rodeada de mucha gente joven, muda su rostro a la alegría y nos espeta: “Mira que zapatos me he comprado por 39 euros”, al tiempo que, gozosa, nos enseña la mercadería y aparecen la sintonía y el logotipo de El Corte Inglés. El giro final del anuncio condensa perfectamente la dominación ideológica de este tiempo, la legitimación del capitalismo a través del consumo y del individualismo de masas. Un saber cínico, que dice estar de vuelta de todo, le acompaña y se rinde ante la única verdad del dinero y de las mercancías: “Hay cosas que el dinero no puede comprar; para todo lo demás, Mastercard”.

El enigmático fetichismo de las mercancías del que hablase Marx adquiere hoy su pleno sentido: “La mercancía aparece con el halo de una objetividad fantasmal, con sus leyes propias rígidas, aparentemente conclusas del todo y racionales, esconde toda huella de su naturaleza esencial, el ser una relación entre hombres” (8). Las mercancías ocultan las relaciones sociales que las hacen posibles y nos embelesan hasta hacer invisible el trabajo y la división de clases que las sustentan. En la fascinación del escaparate desaparece el rastro de la explotación y en la narcosis del consumo se disuelve el malestar del vivir precario.

Para explicarnos la hegemonía del capital requerimos palabras del campo económico, tales como desregulación, temporalidad, dualidad del mercado de trabajo, privatización o subcontrata. Pero necesitamos otras categorías complementarias tales como clase media, consumo, corporativismo, meritocracia, precariedad, emotivismo, clientelismo, escuela clasista, populismo punitivo, fetichismo, alienación ideológica… “El capitalismo no es un conjunto de relaciones productivas modelizadas en abstracto. Es una cultura construida, en el sentido antropológico del término, que abarca la totalidad de las pautas y actividades de vida. (…) Si, por el contrario y como suele ser usual en el análisis económico, reducimos el capitalismo a las relaciones de producción que se establecen en la empresa, provocamos una “reducción analítica” absolutamente empobrecedora” (9).

Precariedad, soledad y emotivismo estrechan sus vínculos. “Precariedad significa estar solo frente a la realidad” (10). Estamos solos en el alambre del trabajo y solos en casa frente a la pantalla. Hiperconectados pero aislados, “enfants terribles” en el foro de internet y ecuánimes salomones en el curro ante los caprichos de los capataces. Las llagas de la precariedad se hacen privadas y virtuales, mientras que el terreno público, el que compartimos con las personas de carne y hueso, es ocupado por el emotivismo y los simulacros de comunidad. Emitimos opiniones sin un gramo de verdad porque sabemos que la verdad implica el despido, la modificación de los horarios que nos permiten llevar el niño a la guardería, la comisión de servicios que impide tener que trabajar a 200 kilómetros de casa, el vacío de los compañeros o el puteo de los jefes en alguna de sus infinitas variantes posibles. No nos atrevemos a intentar cambiar el estado de cosas, sólo aspiramos a sobrevivir a ellas. Y sustituimos las verdades impronunciables por masajitos de inteligencia emocional. “No quiero que este capitalismo de mierda se meta en mi casa y me obligue a ponerme ciego de inteligencia emocional o de cinismo” (11), dice uno de los personajes de la novela de Belén Gopegui. Y vaya si se metieron en casa. Nos dijeron que nacerían mil flores de empatía y autoestima pero lo único que llegó fue una turba de nuevos encargados, psicólogos y ansiolíticos. Anunciaron campañas de alfabetización emocional y Daniel Goleman profetizó que ya no seríamos esclavos de la pasión, que surgiría una nueva estirpe de “ejecutivos con corazón”… Y algunos años más tarde, en estas nuevas tierras evangelizadas por el psicologismo, las enfermedades más numerosas tienen que ver con alguna forma de malestar anímico. Actualmente el 70% de las bajas laborales de larga duración son trastornos mentales. Mientras, en Francia, algunas empresas han creado el “ticket del psicólogo”, vales similares a los de comida para sufragar los tratamientos psicológicos de sus empleados.

Han conseguido que vivamos la precariedad como una tesitura personal, como una experiencia individual. El problema es este jefe de servicios, este supervisor, este jefe de estudios o este trabajador de los servicios sociales que me tramita la ayuda de inserción. El problema es uno mismo, que no sabe callarse, que no tiene habilidades sociales. De este modo, “nos vemos obligados a buscar soluciones biográficas a contradicciones sistémicas” (Bauman). Jamás le salió tan barato a los de arriba marcar y dividir a los de abajo.

“El «yo» ha ganado la batalla al «nosotros»” (Guillermo Rendueles). Y lo ha hecho con la ayuda de la televisión y de los otros medios de formación de la mentalidad sumisa. Brecht decía que en la escuela te enseñaban, entre otras cosas, a ser un delator. Hoy, esa función la asume en primer lugar, la televisión a través de sus incontables grandes y pequeños hermanos, los realitys donde se aprende a nominar y apuñalar al compañero, sonriendo, eso sí, de buen rollito.

El capitalismo gansteril (Costa Gavras) de los palacios y la Bolsa se articula con el capitalismo emocional (Illouz) que alivia las tensiones en la empresa o en la comunidad. El Mercado como fuerza telúrica se anuda con la narrativa de autoayuda, constituida en guía frente al caos social de los vínculos débiles.

Mientras tanto, la escuela continúa con su molienda: segregación de clase, adiestramiento en la competencia, minuciosa fabricación del fracaso escolar. En su interior, las palabras que suenan a todas horas son esfuerzo y autoridad mientras el corporativismo fortalece aún más sus raíces y las empresas privadas pululan alrededor de la miel económica en los centros. Bolonia, la subordinación de la formación profesional, la “profesionalización de los equipos directivos”, la multiplicación de los mecanismos de selección… todo rema a favor de una escuela para la obediencia y el mercado.

Por su parte, los medios de comunicación naturalizan la selva. Nuestra condición social se transforma en dictado del destino: ya no hay pobres, sino perdedores, no hay marginados sino fracasados, no hay explotados sino resentidos.

Junio de 2009, en el telediario. El Real Madrid ha comprado por 94 millones de euros a Cristiano Ronaldo. Justo a continuación se nos cuenta la historia de Frans Rilles, un inmigrante boliviano al que, tras perder el brazo izquierdo, segado por una máquina panificadora, el patrón abandonó a 200 metros del hospital advirtiéndole: “Si te preguntan, comenta que tuviste un accidente pero no digas nada de la empresa”. Ante la inconsistencia de la declaración del trabajador tullido los médicos denunciaron el hecho y se localizó el miembro amputado, aunque no se le pudo reimplantar. La hermana de Frans esclarecía aún más la situación: “Los dueños habían tirado el brazo a la basura y habían limpiado todo para no dejar restos”.

Las piernas de uno valen 94 millones; los brazos de los otros, menos que el orín de los perros. Las propias televisiones y periódicos convencionales escupen consecutivas las dos noticias. No hay peligro de incendio, de contagio entre las informaciones encadenadas. No les preocupa que aumente nuestro saber sobre piernas de oro y brazos de escombro. Es más, saben que las noticias que dan cuenta de los mutilados y menesterosos de esta guerra social no sólo no provocan la rabia sino que, hoy por hoy, multiplican la impotencia.

Los imaginarios ideológicos funcionan como mecanismos de cierre. El populismo punitivo, por ejemplo, juega un papel fundamental en el consentimiento e identificación con el régimen capitalista. Explota el miedo a los pobres, la psicología propietaria de la clase media: “Entre sus temores, en lugar destacado, el miedo a los resentidos y a los desesperados, sobre todo a los que acumulan ambas situaciones, los resentidos desesperados, aquellos cuya caída en desgracia parece irreversible” (12). Una revolución de mendigos, una sacrílega cena-revuelta de indigentes se cuela en el sueño de los pudientes pero también en el de los trabajadores que se han salvado de la cuneta. “Los barrios que eran luchadores están hoy enrejados”, nos recuerda Enrique de Castro, que lleva toda su vida amparando a chavales machacados por la pobreza y el poder. Una plaga emocional de inseguridad se instala en los televisores y recorre los barrios. Un sencillo dato que nos aporta Alicia Alonso sirve para dar cuenta del triunfo de ese miedo dirigido desde arriba: en 25 años, el número de presos en España ha pasado de 16.000 a 75.000.

El clientelismo es otro de los dispositivos que explican la servidumbre moderna. Las recomendaciones de ayer adquieren hoy la fachada de legalidad administrativa pero garantizando, eso sí, que no cambie el resultado, “que salga lo que tiene que salir”. El concurso se ajusta como un guante a la renovación de los procedimientos clientelares. Y una meticulosa red de prebendas, empleos de libre designación, adjudicaciones discrecionales, ayudas condicionadas y subvenciones potestativas restauran el vetusto edificio. Es la letanía del cortijo (o de la masía, que tanto da), el gwendoline de los caciques trufado ahora de pomposas palabras como responsabilidad social corporativa, excelencia empresarial, externalización, descentralización… Para obtener un retrato fiel de la composición de las élites político-económicas en la España de las autonomías bastaría, por ejemplo, con seguir la pista a los nombres de los beneficiarios de las áreas de servicio en las autovías o de las recalificaciones de suelo urbano. El dinero, si es preciso, allana las pequeñas traiciones, remueve los últimos obstáculos: “Con Guillén puedes seguir trabajando, el tiene apoyo de los políticos, nadie le va a mirar nunca los calzoncillos. Ni psoe ni pepé, apoyo de los socialistas que han mandado hasta ahora en Madrid, de los peperos que siguen mandando aquí. A unos los lleva de acá para allá, en el yate; con los otros pacta a escondidas, a ambos les financia campañas, vicios, o lo que haya que financiar” (13). El Estado se convierte en la sede del secreto y de las adhesiones fundacionales.

Pero, si todo falla, si no funcionan los filtros laborales, si los siervos modernos se hacen inmunes al consumismo o la propaganda, si son capaces de sobrevivir a la trama del estado y la propiedad privada –que ya es sobrevivir- siempre quedará la familia. “Llevas toda la vida metido en política y sin embargo tienes a tus chavales en el paro. ¡Tú no quieres a tus hijos!”: esto le decía un vecino del barrio a Elías, un veterano militante extremeño. “Se hereda la genética, pero, sobre todo, lo que se hereda es una forma de ver el mundo, (…) heredas tu manera de mirar, como las abejas heredan esos ojos poliédricos, eso es lo que te da tu padre, porque de pequeño es cuando te educan la mirada, te enseñan a fijarte en unas cosas y no en otras14”. Genética de clase y genética de la mirada. “Miramientos” familiares en las listas sanitarias de espera, presidentes autonómicos socialistas llevando a sus hijos a los mejores colegios y universidades privadas, nepotismo hecho naturaleza social. La familia se revela como un crucial órgano ambivalente, principal reducto de cohesión en la sociedad líquida de la posmodernidad pero, al mismo tiempo, asiento fundamental y garante de la reproducción del sistema.

EL BAILE DE LOS VAMPIROS

“No piensas parar nunca, ¿verdad? Me das vergüenza, pero tranquilo, me la has dado desde pequeño, vergüenza de ser tu hijo, vergüenza de ser hijo de un obrero”. Se trata de la escena culminante en la película Recursos Humanos, de Laurent Cantet. El piquete de huelga recorre la planta llamando a parar la producción a todos los trabajadores de la fábrica. Frank es un joven licenciado contratado que no ha sucumbido a los cantos de sirena de la dirección y se dirige con esas palabras a su padre, que remolonea intentando seguir en el puesto, a pesar de ser uno de los despedidos. La tensión se ha desplazado del enfrentamiento entre el esquirol y el piquete al duro choque entre el padre y el hijo. Conflicto ideológico y generacional. Choque como compañeros de trabajo y como miembros de la misma familia.

“Ya sé, ya sé que soy injusto, ya sé que debería daros las gracias a ti y a mamá por todo lo que habéis hecho, por vuestros sacrificios”. El silencio del padre y el de los integrantes del piquete, testigos involuntarios del encontronazo familiar, refuerzan la angustia de la situación. “Lo conseguiste: tu hijo está del lado de los jefes, nunca seré un obrero, tengo un trabajo interesante, ganaré dinero, tendré responsabilidades, tendré poder, poder para hablarte como te hablo ahora, poder para echarte como te echan ahora. Pero la vergüenza, tu vergüenza me la dejas aquí, aquí tendré siempre tu vergüenza” El hijo se señala el corazón; el padre, completamente callado y a punto de llorar, apaga la máquina mientras se quita los guantes de la faena.

El capital nos vampiriza hasta conseguir que sintamos vergüenza de nuestra clase. Hemos interiorizado el credo del poder e inculcamos a nuestros hijos “la idea de que el peor de los males del mundo es la pobreza, y que por tanto la cultura de las clases pobres debe ser sustituida por la cultura de las clases dominantes”15. Pasolini profetizó ya en los años 70 la “revolución antropológica” en curso, el triunfo del consumismo -“la ruina de las ruinas”-, la exaltación del hedonismo, la fascinación de la tecnología, la omnipotencia de los medios de comunicación, la absorción de las culturas subalternas y su integración en la civilización burguesa. Hoy, aquella iluminación del poeta y cineasta italiano se ha hecho patente.

José María Ripalda ha llamado la atención sobre la fuerza explicativa de las imágenes de fantasmas y vampiros que se encuentran en la obra de Marx. “El capital es trabajo muerto que no sabe alimentarse, como los vampiros, más que chupando trabajo vivo, y tanto más vive cuanto más trabajo chupa”16. Pasolini explora también, con sarcasmo, esa veta: “El burgués –digámoslo en son de broma- es un vampiro que no descansa mientras no muerde el cuello de su víctima por el puro, natural y simple placer de ver cómo palidece, se pone triste, se deforma, pierde vitalidad, se retuerce, se corrompe, se asusta, se anega en sentimientos de culpa, se vuelve calculadora, agresiva, terrorista, igual que él”17. “Los vicios del sistema los reproducimos los grupos y las personas”, dice Manolo Pineda, con menos lirismo pero igual acierto, en la reunión de la coordinadora anticapitalista.

Vampirizados. Tristes, corrompidos, miedosos, calculadores, traicioneros: como ellos. Así estamos. Exangües, vamos repitiendo como ventrílocuos las retahílas de la resignación. La salud del vampiro reclama sangre fresca, aunque para ello sea necesario transformar sus despropósitos en nuestras fantasías y aunque, por ejemplo, suponga atarnos para 35 o 40 años al préstamo de una vivienda: “Millones de hombres y mujeres que se dedicaban a ahorrar en lugar de a vivir del crédito fueron transformados con astucia en uno de los territorios vírgenes aún no explotados”18. La rueda no puede parar, la lozanía del vampiro nos obliga.

Somos vampirizados y vampirizamos: ahí reside la capacidad esclarecedora de la metáfora del chupasangre. Y nuestro grado de identificación es tal que acabamos convirtiéndonos en el eco de la voz del amo. “La clase obrera ya no es protagonista de nada, ni sujeto de la historia. Ni siquiera es. Ha muerto”19. Ese lugar común de la argumentación política ha calado también nuestros huesos. “Los obreros ya no existen”, repetimos en nuestra frustración. Y lo hacemos quince minutos después de escuchar contar a uno de los jornaleros inmigrantes de Navalmoral cómo le hacen ir tres veces al día a sellar las hojas de control del INEM y a otro de ellos relatar, bajito, con una rabia entrenada en la serenidad, que tiene a la madre muy enferma en Marruecos pero no puede ir a verla porque se arriesga a que le quiten el subsidio: “La inspección de trabajo detrás de nosotros, siempre”, explica.

Hemos pasado del cuento de hadas donde el proletariado era un sujeto histórico  inmaculado, portador automático de conciencia (“con el capitalismo la consciencia de clase entra en el estadio de consciencia refleja posible”20) a asumir la tesis posmoderna de “la muerte del sujeto”. La muerte del sujeto es en la jerga filosófica el nombre que recibe una de las variantes de la sentencia de Fukuyama: la Historia ha llegado a su fin, el capitalismo ha triunfado y no hay sujeto colectivo que pueda o desee derribarlo.

El sujeto de transformación ha muerto, ríndanse, no hay esperanza posible: ese es el mensaje. Hablar de los sujetos políticos por tanto tiene su importancia; es hacerlo de las posibilidades de cambiar el mundo y de las perspectivas de lucha. Para empezar, como nos recuerda Agustín García Calvo, sujeto es un concepto “predilecto de confusión” tanto en el campo de la gramática, como en el de la filosofía y la política. Sin ir más lejos su etimología en relación a la política hace referencia al súbdito o sometido a las normas del Estado, el sentido justamente contrario con el que se ha venido utilizado en la política contemporánea; de hecho, la acusación de subjetivismo se ha realizado abundantemente contra “los impacientes” que anteponían la voluntad revolucionaria a las famosas “condiciones objetivas” (Marx, en su época, Lukács o, sobre todo, Ernesto Ché Guevara, han sido algunos de los sufridores de la descalificación).

En la selva de pesimismo y desconcierto donde todos los gatos y conceptos parecen pardos quizás pueda sernos útil la diferenciación, común en otro tiempo, entre sujeto histórico y sujeto político. Sujeto teórico-histórico era el proletariado como clase, que deriva del modo de producción, y sujeto práctico-político era “el proletariado para sí”, es decir el proletariado organizado para la revolución. De hecho, definir el sujeto histórico y construir el sujeto  revolucionario han sido dos objetivos sobre los que han girado gran parte de las reflexiones de la izquierda anticapitalista y del movimiento obrero en el siglo XX: “El problema característico del marxismo occidental ha sido la falta de sujeto revolucionario. ¿Cómo es que la clase trabajadora no completa el tránsito de en sí a para sí y se constituye en sujeto revolucionario?21”, se pregunta Zizek. A partir de esta frustración, de la constatación de esa ausencia se han construido el discurso de la muerte del sujeto y las hegemónicas filosofías de la sumisión.

Porque sujeto histórico, haberlo haylo. Las sardinas no se meten ellas solas en las latas, como suele decirse. Cosa bien distinta es que ese proletariado moderno no se ajuste a la novela rosa que las vanguardias políticas gustaban de componer. Ripalda sitúa los términos de esa mayor complejidad del sujeto histórico: “El proletariado es una realidad porosa, introyectada, alienizada”, ni compacto como lo definía la ortodoxia tradicional, ni “sujeto disuelto en nociones comunes (percepción social, factor de producción, expectativas de consumo, satisfacción con el puesto de trabajo, imaginario político)22 ”como prefiere describirlo la sociología y la narración posmoderna.

El sujeto sobre el que se sostiene la dictadura del trabajo asalariado existe pero fracturado en mil pedazos, cuarteado en divisiones y conflictos difícilmente reconciliables, atravesado por otras contradicciones generacionales, ecológicas, de género, de raza… ¿Quién es capaz hoy de relacionar y unir la lucha de los jóvenes de V de Vivienda y la revuelta de los chabolistas de la Cañada Real, objetivamente motivadas por las mismas causas, a saber, la completa mercantilización del acceso a la vivienda y la especulación inmobiliaria? La izquierda, mientras habla enfáticamente de memoria histórica y sube a los altares al Padre Llanos- que acompañaba la durísima lucha de los emigrantes andaluces o extremeños por un techo, construyendo y reconstruyendo de noche las viviendas que la policía les derribaba por el día- descalifica hoy, con retórica propietaria, a la “morrallita” marroquí, rumana o española que se procura cobijo por idénticos procedimientos. ¿Cómo unir a los trabajadores de Telefónica dignamente prejubilados con poco más de 50 años con los precarios del telemárketing, víctimas del mismo proceso de privatización-subcontratación de las telecomunicaciones pero cobrando salarios que a duras penas llegan a la mitad de las cuantías de las prejubilaciones? ¿Qué tienen en común los jóvenes estudiantes víctimas de Bolonia y los jóvenes callejeros víctimas de los centros de menores?

No hay puentes, no hay sujetos políticos o sociales que los tiendan, no hay apenas espacios comunes ni contiguos para las múltiples fracciones del sujeto histórico enfrentadas entre sí, convenientemente separadas en comunidades estanco. “La globalización es un proceso de individuación de los clientes y de los consumidores a lo largo y ancho del planeta y a la vez un resurgir de innumerables comunidades cerradas sobre sí mismas”. Nos vendieron “el placer de la diferencia” y lo que llegó fue la producción y el control de públicos y mercados. “Minúsculas o multitudinarias, étnicas o de diseño, raciales o virtuales, hay una búsqueda de pertenencia y de reconocimiento que resucita la relación con algún tipo de comunidad. Pero estas comunidades son parte del programa terapéutico: ofrecen valores como los de seguridad, comodidad, fuerza, identificación, etc. Gracias a ellas, lo insoportable de la vida se hace más sostenible”23.

Pero, ¿quién clava la estaca en el corazón del vampiro, de los vampiros? ¿De dónde saldrá el martillo/verdugo de esta cadena? La voluntad de cambio o la conciencia de clase no emanan mecánicamente de una estructura económica. ‘Las condiciones objetivas están hasta las narices de nosotros’ como dice burlonamente Martín López Navia (Colectivo Todoazen). El nosotros rebelde y revolucionario se construye en el proceso de lucha, en la afirmación de valores, ideas e instituciones propias. Una clase social es un fenómeno histórico que unifica experiencia y conciencia, nos recordaba Thompson.

El proceso, las luchas, la “subjetividad”, adquieren una importancia decisiva. Roque Dalton arremetía irónicamente contra “los quietistas-reformistas” y recordaba que “en la lucha social también los grandes ríos/nacen de los pequeños ojos de agua”. La vieja máxima que tan claro tuvieron muchos militantes casi analfabetos pero rebosantes de sabiduría: aspirar a ser muchos, pero nunca tener miedo a ser pocos –y viceversa. Alain Badiou, por otros caminos llega al mismo puerto: “Se llama ‘sujeto’ al soporte de una fidelidad, luego, al soporte de un proceso de verdad. El sujeto no preexiste para nada a un proceso”. Fidelidad a las luchas de verdad, a los acontecimientos-ruptura, a los momentos de generosidad y coraje colectivos inasimilables por el poder. El Lukács de Historia y conciencia de clase arremete también contra el objetivismo y afirma que la lucha contra el capitalismo “no es sólo una lucha con el enemigo externo, con la burguesía, sino también y al mismo tiempo una lucha del proletariado consigo mismo, con los efectos destructores y humillantes del sistema capitalista en su consciencia de clase”24.

La conciencia de clase es lucha del trabajador consigo mismo, con el papel que está obligado a desempeñar para sobrevivir. Es denigrante ver a trabajadores manifestándose por la continuidad de la central nuclear de Garoña o a sindicalistas de Extremadura demandando la refinería de Gallardo, reclamando trabajos que contaminan el cuerpo y el aire propios y ajenos. La conciencia de clase no es sólo “autoconocimiento del trabajador como mercancía”, sino además “la contradicción dialéctica entre el interés inmediato y la meta última”. Aspiramos a una sociedad en la que los albañiles no hagan cárceles, en la que no haya guardas de seguridad, ni agentes de bolsa, ni publicistas… La construcción de los sujetos de cambio sólo podrá conseguirse peleando constantemente por “desalojar al opresor de nuestras cabezas” (Paolo Freire), de nuestros trabajos y de nuestras vidas, bregando permanentemente por “expulsar ese capitalismo que llevamos dentro “(S. López Petit).

CUANDO EL SINDICATO SE HACE ESTADO

“Huelga Sí, Sindicatos gubernamentales No”. Esto puede leerse en las cartulinas que un grupo de jóvenes profesores de Hornachos sostienen silenciosos y desafiantes en la concentración sindical. Es día 8 de Junio, en la Plaza del Rastro en Mérida, pero podría ser en cualquier otro rincón del país. El rótulo espontáneo consigue la síntesis de muchos malestares. Lucha sí, mamoneo no. Pocas veces hubo tantas razones para la huelga pero cuesta recordar una situación en la que los convocantes anduviesen tan huérfanos de autoridad. Los sindicatos oficiales no son de fiar. “Una de las tragedias de la situación actual son los sindicatos mayoritarios” (Carlos Taibo). Dos millones y medio de parados más en el trienio de crisis, y ellos bailándole el agua al gobierno. Centenares de miles de despedidos y desahuciados, y ellos jugando a politiquillos, con la monserga del diálogo social.

“El oportunismo tiende a rebajar la consciencia de clase del proletariado al nivel de su inmediatez psicológica”. En la tradición marxista y anarquista, el debate sobre los límites del sindicalismo ha estado siempre muy presente. “El sindicato es una fábrica de reformismo”, advertía un lúcido Marcelino Camacho, insistiendo en la necesidad de contrarrestar esa inercia de integración. Los sindicatos oficiales de hoy responden a la perfección al retrato que hiciera Lukács. La función del oportunismo, según él, era “fijar ideológicamente la cosificación en la consciencia del proletariado, atándole al nivel de ese aburguesamiento relativo”… Hoy, el sindicalismo mayoritario respira y transmite el corporativismo ambiente, asume y gestiona la política que divide los trabajadores entre comunitarios y no comunitarios, temporales y fijos, calla ante el atraco de los caudales públicos por parte de la banca… Y reproduce la fragmentación de la clase trabajadora, renunciando unir entre sí las luchas y conflictos, evitando que salten de una empresa a otra, de un sector a otro, atomizando, aislando las respuestas, impidiendo “la mutación de la mera espontaneidad en el sentido de la orientación al todo”, rebajando así de hecho su conciencia de clase y atándola a los argumentos de falsimedia.

Naturalizar el capitalismo es, en buena lógica, naturalizar la desigualdad, las prebendas, la corrupción. “En una empresa hay un conflicto sindical cada vez más enconado. El empresario se reúne con el líder sindical y le pregunta. ¿qué cojones quieres? El líder sindical dice: un puesto de charcutería en tal mercado para mi mujer. Se lo dan, y el conflicto se apaga. Pero la historia no termina ahí: sigue con el empresario contándole a sus amigos que se ríe del sindicalismo, y diciendo que todo el mundo tiene un precio. Y termina con la persona que nos la ha contado: una empleada de hogar del empresario, peruana, que cobra ochocientos euros al mes”25 ¿Cuántos casos similares a éste conocemos cada uno? El sindicalismo ha pasado de ser la dedicación militante de los más arrojados y generosos a representar, en demasiados casos, una forma de promoción, un instrumento de conciliación de la vida laboral y familiar, un modo de colocar a los hijos o lograr pequeñas compensaciones. De delegado sindical a concejal de recursos humanos, de presidente del comité a jefe de servicio con su correspondiente suplemento económico, de secretario general del sindicato a formador de tiburones como asesor del Instituto de Empresa Business School.

Finales de mayo, otra vez las plazas de Mérida, una pequeña y pacífica ciudad ocupada por la policía. En la calle, manifestantes reclamando otra agricultura, otra Extremadura, otra Europa, coincidiendo con la cumbre de los ministros de la Unión Europea. Y 200 metros más allá, una carpa de degustación de productos típicos organizada por… uno de los sindicatos mayoritarios “de clase”. Mientras los irreductibles le gritan a los buitres del euro y de los ajustes sociales, los sindicatos ofician de azafatas y promotores turísticos. La palabra Europa les produce orgasmos al extremo de ser incapaces de relacionar los recortes sociales con la política que emana del Banco Central Europeo. El sindicato ya es palacio, el sindicato se ha hecho Estado.

El reverso es la chulería del poder. No temen a la huelga, ya la dan por amortizada. Tan es así, que tras su convocatoria, a mediados de junio, el gobierno y sus acompañantes no han hecho más que apretar las tuercas de la agresión. A finales de julio, acordaron   que  al despido de sólo 20 días de indemnización podrán ya acogerse no sólo aquellas empresas que tengan pérdidas, sino también las que prevean tenerlas. Digno de Gila. Y, no contentos, en agosto decidieron darse otro homenaje a costa de los parados, amenazando con quitar el subsidio si no aceptan con la debida sonrisa y celeridad el papel de saltimbanquis de cursos y trabajos basura.

El panorama que se adivina es tan grave que urge, todavía más, la unidad del sindicalismo alternativo, del sindicalismo de lucha. Porque esa es otra: un espléndido aislamiento vive en nuestros corazones. El miedo a mezclarse es común a las distintas familias que tanto en el sindicalismo como en la izquierda o en los movimientos sociales se autodefinen como críticos o anticapitalistas. A poco que se apremie a la lucha unitaria, escucharemos sonar, como un mecanismo de autodefensa de la tribu correspondiente, la palabra identidad. A un lado, el cortoplacismo y los cuentos electorales de la lechera; al otro, la autosuficiencia del clan. A un lado, “el fetichismo de la cantidad” (Manolo Sáez); al otro, “el fetichismo del testimonio” (Juan Andrade). En todos los casos, el cierre de filas y  la soledad de los unitarios.

EL DÍA QUE DEJÉ DE LEER PÚBLICO

A mediados de la década de los 90, Jorge Riechmann escribió un poemario que llevaba por título “El día que dejé de leer EL PAÍS”.  El autor ya advertía que “no trataba tanto de invitar a nadie a abandonar la lectura como de sugerir la necesidad de leer críticamente, tanto EL PAÍS como el mundo (sin mayúsculas)”26. Por aquellos tiempos, El País venía a ser la biblia de los progres y de la gente de izquierdas. Así, al tiempo que en el periódico se legitimaba la durísima reforma laboral del 94 o la prisión para los insumisos, sus páginas culturales constituían el faro donde se amparaba la creación más avanzada. “Cuando Dios era Dios, se pretendía herético”, afirmaba irónico Riechmann. Como entonces, hoy, al Dios de turno le gusta imaginarse herético, al tiempo monárquico y republicano, leal e irreverente, gobierno y oposición.

El arrobamiento hacia el diario Público, que mantienen incluso militantes anticapitalistas o alternativos, constituye un síntoma y una metáfora de la situación. Una izquierda enferma de respetabilidad, atravesada por el posmodernismo, creyente y practicante de un entrismo de medio pelo. Un campo ideológico integrado, salvo honrosas excepciones, por partidos, movimientos y sindicatos de clase media, con una división implícita de las tareas: votos, estética y contención de la conflictividad social.

“La política se ha convertido en un asunto interno de las clases dirigentes” (Ripalda). “Donde hay política real, no hay política. Donde hay política formal, no hay poder”, (Tronti). La crisis ha hecho aún más notorio ese vaciamiento de la política, esa privatización oligárquica de la política real.

La izquierda sigue, imperturbable, con sus salmodias y su ciudadanismo. Hay dos lugares comunes que no faltan en el discurso de ningún dirigente que se precie: “Apoyamos a la economía productiva frente a la economía financiera”, dicen, como si a estas alturas se pudiera amnistiar, por ejemplo, a las multinacionales “productivas” españolas como Telefónica, Iberdrola o Repsol del escándalo de los paraísos fiscales o del fiasco bancario protagonizado por entidades  participadas por ellas, como el BBVA o el BSCH. Como si hoy el gran capital no expresase precisamente la articulación  y  amalgama de sus diversos componentes- industrial, comercial, inmobiliario, financiero, mediático, militar, criminal… “Ésta es la crisis del neoliberalismo” argumentan, a continuación, a pesar de que las diversas bandas dominantes del capitalismo hayan demostrado por activa y por pasiva su cohesión de clase y su capacidad de sintetizar variantes y modelos económicos; después de que turboliberales y socioliberales hayan concertado el saqueo de los dineros públicos al grito de “Sin bancos no hay paraíso”27.

Al final, la poca pólvora rebelde que queda se encarga de secarla el ciudadanismo. Este ideario que “ha venido a administrar y atemperar los restos del izquierdismo de clase media (…) es la doctrina de referencia de un conjunto de movimientos de reforma ética del capitalismo, que aspiran a aliviar sus efectos mediante una agudización de los valores democráticos abstractos y un aumento en las competencias estatales”28.

“Eso es obrerismo”, nos dijeron en tono de amonestación. Hacía tiempo que no escuchábamos el anatema y lo volvimos a hacer en los dos últimos años cuando pugnaban por organizarse las asambleas de parados. Pero lo sorprendente es que la magullada palabra, obrerismo, la oíamos, pronunciada por personas aparentemente muy alejadas entre sí, vinculadas unas a la izquierda institucional y otras al movimiento okupa. ¿Cómo se explica que en una situación como la presente, de crisis económica y desempleo, puedan despacharse las asambleas de parados motejándolas de “obrerismo”? El ciudadanismo se ha convertido en la ideología dominante transversal a las diversas familias de la izquierda. Se encarga de desactivar las pulsiones del antagonismo social, tapándolo todo con su gran manto de los derechos humanos. En su altruismo trucado (Ripalda) nos presenta esos derechos como una abstracción ética, escindida de la política. El anuncio publicitario capta con guasa las emanaciones de ese discurso doble: “Paz y amor…Y el plus pal salón”.

Así están las cartas. Los poderes económicos y políticos se las prometen muy tranquilas y felices. Dan por hecho el fracaso de la huelga general y, sobre todo, cuentan con que ésta será apenas un desagradable contratiempo, una algazara episódica. Después de la huelga, nada, algún gesto, algún recebo para las agradecidas alforjas del sindicalismo oficial, el retorno a la armonía familiar… Piensan seguir, como el gato gordo y ocioso, jugando a dispersar y maltratar a los ratoncitos. A este lado, los ratones buenos, los que sueñan con ser gatos; a este otro lado, los ratones malos e irreductibles.

Pero, a veces, les falla el juego. En Madrid, en el Metro, unos pocos miles de trabajadores le propinan una señora paliza al gato presumido, jugándose el empleo, dando una lección a toda la cabizbaja clase trabajadora, excavando para todos nosotros una luminosa galería de dignidad. Y en Grecia, otros locos testarudos suben a la Acrópolis de Atenas y despliegan una enorme pancarta con palabras nobles y exactas: “Pueblos de Europa, levantaos”.

Sí, conocemos sanguijuelas y aprovechados y traidores. Y tenemos el cuerpo lastimado de desengaños. Pero también conocemos gestos de entrega, rupturas generosas, exilios de dignidad. También hemos conocido gente honesta a prueba de bombas y persecuciones, leales a la Causa y a la Idea, luchadores radicalmente insobornables. Personas como Quintín Cabrera que puso música a la humildad y a la firmeza. Como Pepita Martín Luengo que nos reveló que el anarquismo de mañana se construye con las paideias de hoy. Como Javier Ortiz que nos mostró con su ejemplo que un comunista jamás puede ensuciar su carrera de perdedor con un éxito de mierda. Como Joaquín Vega que nos enseñó a creer en la clase obrera. Como Eladio Villanueva que nos descubrió la importancia de saber escuchar, de prevenirse contra la prisa y los atajos,  de ser paciente cuando se trata de construir lo nuevo. Su memoria alumbrará nuestras luchas.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1. López Petit, Santiago (2009): La movilización global. Madrid. Traficantes de Sueños

2. Lukács, Georg (1985): Historia y consciencia de clase. Barcelona. Orbis

3. Lukács, Georg: obra citada

4. Reich, Wilhem (1973): La psicología de masas del fascismo. México. Roca

5. Gopegui, Belén (2007): El padre de Blancanieves. Barcelona. Anagrama

6. Gopegui, Belén: obra citada

7. Aristóteles (2002): Ética a Nicómaco. Barcelona. Folio

8. Marx, Karl (1976): El Capital. Madrid. Akal.

9. Miras, Joaquín: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=82435

10. López Petit, Santiago: obra citada

11. Gopegui, Belén: obra citada

12. Rosa, Isaac (2008): El país del miedo. Barcelona. Seix Barral

13. Chirbes, Rafael (207): Crematorio. Barcelona.Anagrama

14. Chirbes, Rafael: obra citada

15. Pasolini, Pier Paolo (1997): Cartas luteranas. Madrid. Trotta

16. Marx, Karl: obra citada

17. Pasolini, Pier Paolo (1981): El caos. Barcelona. Crítica

18. Bauman, Zigmunt: http://www3.rebelion.org/noticia.php?id=97704

19. Chirbes, Rafael: obra citada

20. Lukács, Georg: obra citada

21. Slavoj Zizek (2009): Cómo empezar por el principio. Artículo en la New Left Review nº 57

22. Ripalda, José María (2005): Los límites de la dialéctica. Madrid. Trotta

23. López Petit, Santiago (2007): Politizaciones apolíticas. Revista de Espai en blanc 3/4

24. Lukács, Georg: obra citada

25. Gopegui, Belén: obra citada

26. Riechmann, Jorge (1997): El día que dejé de leer El País. Madrid. Hiperión

27. Estefanía, Joaquín: “Sin bancos no hay paraíso”. Por asombroso que parezca, en la prensa durante el 2009 se publicaron dos artículos que llevaban ese título, remedo del “Sin tetas no hay paraíso” de la exitosa serie de televisión. Lo más turbador es que tras la lectura se comprobaba que los autores lo afirmaban en serio, sin la más leve ironía. Mientras la banca saqueaba los fondos estatales, los cebados escribas exaltaban la bondad de la banca y su imprescindible papel en el edén terrenal. Uno de los firmantes era el periodista Joaquín Estefanía, directivo de El País y uno de los ideólogos de la alterglobalización y la socialdemocracia española.

28. Delgado,Manuel Círculosvirtuosos http://www.kaosenlared.net/noticia.php?id_noticia=13713

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