Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Todo es posible, salvo la revolución

Santiago Alba Rico

A un año del inicio de la revuelta en Siria

 

Seis actores intentan hacer prevalecer sus intereses en Siria, donde amigos y enemigos, izquierda y derecha, rechazan una intervención mientras desean el fracaso de la revolución de un pueblo «irresponsable» que pide democracia y justicia social y que podría hacer saltar por los aires el orden regional.

Cuando se cumple un año desde las primeras protestas en Deraa, puede decirse, con el escritor libanés Jalil Issa, que «todo el planeta está contra la revolución siria». Para comprender la situación, basta quizás con describir a los actores en orden de aparición en escena:

1. Una dictadura feroz transmitida por vía sanguínea que durante 42 años ha reprimido, encarcelado y torturado a su pueblo y que en la última década, además, lo ha empobrecido mediante políticas liberalizadoras que han puesto el 50% del PIB en manos del 5% de la población. Su alianza con Irán y Hizbulah y su beligerante retórica antiisraelí no deben hacer olvidar la ausencia de tensiones en la frontera con Israel ni la renuncia siria a reclamar los Altos del Golán; tampoco las declaraciones de Rami Majluf, el primo millonario de Al-Assad, el pasado mes de mayo a «The New York Times»: «no habrá estabilidad en Israel si no se logra la estabilidad en Siria». Durante meses, las manifestaciones han exhibido pancartas recordando el entreguismo del régimen: «Dispara contra Israel, no contra tu pueblo».

2. Un pueblo -o una buena parte de él- que pidió primero justicia, luego reformas, luego la caída del régimen y ha recibido siempre disparos, torturas y prisión como respuesta. Autoorganizado en las llamadas Coordinadoras Locales (tansiqat), durante meses reivindicó el carácter pacífico de las protestas, la unidad de la nación por encima de los sectarismos y el rechazo de toda intervención extranjera. Hoy miles de sirios siguen saliendo a la calle desarmados a protestar, pero la brutalidad del régimen y la respuesta militar del Ejército Libre de Siria (ELS) han cambiado la situación. Mientras la división sectaria extiende su sombra sobre el país, muchas de estas coordinadoras ciudadanas piden abiertamente una intervención exterior.

3. Una oposición dividida y que cada día se divide más, dominada por el Consejo Nacional Sirio, ya roto en pedazos y que solo Libia ha reconocido como «legítimo representante del pueblo sirio». Controlado desde el exilio por los Hermanos Musulmanes, la apuesta cada vez más impudorosa del CNS por la intervención militar destruye toda posibilidad de entendimiento con la Coordinadora Nacional en Defensa de la Democracia, el otro gran grupo opositor, liderado por Haythem Manaa y del que forman parte organizaciones y partidos marxistas y de izquierdas. Esta división hace que las tansiqat del interior confíen cada vez más en el ELS y menos en las organizaciones políticas.

4. Una serie de potencias globales y subpotencias regionales, siempre presentes en la zona, a las que la revolución siria ha obligado a modificar sus procedimientos de intervención. Están Qatar y Arabia Saudí, al mismo tiempo reñidos entre sí, que quieren a toda costa la intervención militar y tratan de imponerla a través del reaccionario Consejo de Cooperación del Golfo y de la inútil Liga Árabe.

Están EEUU y la UE, que no quieren la intervención y se resisten incluso a armar de manera pública a los rebeldes, pero que minan desde dentro el régimen -con la más que probable presencia de consejeros militares e instructores de la OTAN- mientras apuestan ya claramente por una «solución política», aliviados de la respuesta rusa y china en la ONU (que les ha permitido no hacer lo que no querían hacer y además desprestigiar a dos potencias rivales).

Está Turquía, que abandonó en abril su firme alianza con el Gobierno sirio para pasar a apoyar un «cambio de régimen» que se ajuste, en el marco de la llamada Primavera Árabe, a su nueva política exterior neootomana.

Está Israel, aterrorizado frente a la inestabilidad creciente y que satisface su deseo frustrado de atacar Irán bombardeando Gaza, de forma contundente, pero menor, de recordar su existencia.

Pero están también China y Rusia, quienes sostienen al régimen de Al-Assad en defensa, no de la paz y la soberanía nacional, sino de sus propios intereses. Rusia arma al poderoso Ejército sirio y protege su única base naval del mediterráneo en Tartus, lo que le lleva a ser tan selectivo e hipócrita en su discurso como lo son EEUU y la UE: «Siria y Yemen son completamente distintos y los intereses de Rusia en Yemen también», justificó un diplomático ruso las decisiones casi contemporáneas de apoyar la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU sobre Yemen y de vetar, en cambio, la relativa a Siria.

Y están finalmente Hizbulah e Irán, que no se limitan a prolongar la propaganda del régimen sobre la «conspiración exterior»; más allá del incuestionable asesoramiento directo, es también probable -como denuncia la web de la resistencia iraquí o el líder opositor sunní Ahmed Alwani- que Irán esté mandando a Siria milicias del aliado Ejército del Mehdi para apoyar militarmente la represión.

5. El ELS, constituido el pasado mes de noviembre a partir de desertores del Ejército sirio y todavía mal armado, pero cuya existencia misma marca un punto de no retorno en la evolución del conflicto. Nadie puede poner en duda el derecho a la autodefensa armada del pueblo sirio, pero la militarización de la revolución, como recuerda bien el opositor Michel Kilo, da razón a la propaganda de la dictadura, justifica el aumento de la represión y, sobre todo, desciviliza las protestas, que se convierten en el instrumento y no en el centro de la revolución. Junto al ELS, otros grupos armados, islamistas o seudoislamistas, estarían también operativos sobre el terreno, alimentando los resentimientos sectarios (suníes contra alauíes) y tiñendo los enfrentamientos de la ferocidad criminal propia de las luchas fratricidas.

6. Desde el principio y desde hace ya un año, unos medios de comunicación occidentales que han manipulado y tuneado la verdad (la dictadura y las protestas populares) para justificar o inducir una intervención militar; y unos medios de comunicación internos -la agencia SANA o la televisión Dunia- cuya propaganda infame ha sido clonada acríticamente por muchos de los medios llamados alternativos. Entre unos y otros, la sensatez ha encontrado un hueco muy pequeño, más bien en periódicos árabes (como «Al-Ajbar» o «Al-Quds»), donde el reconocimiento de la legitimidad de las luchas populares no ha impedido un verdadero debate sobre el papel de la oposición, los peligros de la militarización y la amenaza de la intervención imperialista.

Cuando se cumple un año del comienzo de la revolución siria, podemos decir que la revuelta original ha sido completamente rebasada por los demonios geoestratégicos que ha desencadenado. Como demuestran tanto las últimas declaraciones de Juppé o de Clinton como la posición de Rusia y China, o la misión de Kofi Annan y la reunión en Túnez de los llamados Amigos de Siria, si algunos buscan una voladura controlada del régimen nadie quiere una intervención y mucho menos que triunfe una revolución.

Todos están de acuerdo en que lo más conveniente es presionar a las partes para que negocien una transición consensuada que neutralice al mismo tiempo las amenazas del islamismo radical y las amenazas de la democracia verdadera. Todos están de acuerdo en que es mejor que mueran cinco, diez, quince mil personas antes que abrir la caja de los truenos. O como explica con amargura Yasin Al-Hajj Saleh, escritor marxista encarcelado durante años en las prisiones del régimen, la dictadura construyó durante cuatro décadas una especie de «sociedad-bomba» que no se puede «revolucionar» en favor de la libertad y la justicia sin hacer saltar por los aires todo el orden regional y quizás mundial. Entre tanto, esta lógica del país-bomba, aceptada por todos, de derechas y de izquierdas, ha llevado a Bashar Al-Assad a creer, quizás sinceramente, que matando, torturando y encarcelando a miles de personas está defendiendo la paz; y que cuantas más personas mate, torture o encarcele más y mejor está sirviendo a la causa de la humanidad. A eso se dedica con toda abnegación y disciplina.

Por el momento, un año después, la obstinación criminal del régimen y la intervención sorda de las potencias más reaccionarias del Golfo (tanto suníes como chiíes) está a punto de convertir a Siria en la tumba, al menos provisional, de la Primavera Árabe, en la fosa común del nuevo espíritu panárabe que ella había despertado y en el pudridero de la alianza panislámica surgida en la última década en torno a la resistencia palestina. ¿También quizás en la fuerza centrípeta de la descomposición regional y en el núcleo atómico de una nueva guerra mundial?

Si «Siria es un mundo reducido que lleva en sí todas las contradicciones del mundo en su conjunto», puede que haya que aceptar que las cosas no pueden ni deben ocurrir de otro modo; que hay pueblos, en efecto, a los que no se puede permitir que pidan democracia y justicia social; y que la paz mundial depende de un complicado juego de tetris en el que hay que estar todo el rato encajando diferentes dictaduras y diferentes intereses multipolares, procurando que los pueblos irresponsables no desbaraten los ajustes. Puede que esto sea así. Puede que la derrota de la revolución siria sea la mejor noticia que puede recibir el mundo en estos momentos.

Pero esta barbaridad de hecho -si aceptamos su facticidad- debería al menos obligarnos a reflexionar y a plantearnos una cuestión al mismo tiempo de programa y de principios. Si vivimos en un mundo tan endiabladamente frágil, tan atrozmente configurado, tan irracionalmente concebido que no admite compatibilidad alguna entre las demandas de los pueblos y la paz mundial; en un mundo tan impermeable a la política que en él la defensa de la razón común, la ética común y la justicia común solo pueden conducir a la catástrofe o incluso al apocalipsis; en un mundo hasta tal punto contradictorio en su raíz con la civilización misma que el único mínimo acuerdo que se puede alcanzar para garantizar la supervivencia del planeta es el de sostener una dictadura y sacrificar al pueblo que la combate; si vivimos, en fin, en un mundo así, tan tajantemente de derechas, tan del gusto de EEUU y sus aliados, en el que hay lugares donde no se puede y, aún más, no se debe defender ningún principio, ¿qué querrá decir ser de izquierdas? ¿Cuál es el programa de la izquierda para un mundo sin principios?

Si no hay ninguna manera, aquí y ahora, de defender la democracia y la justicia social en Siria, si lo mejor que podemos hacer (todos de acuerdo: Qatar, Arabia Saudí, Turquía, EEUU, la UE, Israel, China, Rusia, Irán, pero también Venezuela y Cuba) es abortar su revolución, ¿qué puede proponer la izquierda a los sirios? ¿La «estabilidad» anterior al 15 de marzo de 2011?

Puede que estemos ayudando a salvar el planeta. Puede. Ahora queda saber qué pinta la izquierda en un planeta así. Y queda explicárselo a los sirios que se están jugando la vida irresponsablemente, sin comprender los problemas que están generando con su coraje.

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