Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La crisis, la República Popular de China y la construcción europea

Salvador López Arnal

Rafael Poch-de-Feliu estudió historia contemporánea en Barcelona e historia de Rusia en Berlín. Corresponsal de Die Tageszeitung en España, redactor de la agencia Dpa en Hamburgo y corresponsal itinerante en Europa del Este entre 1983 y 1987, ha sido también corresponsal del diario barcelonés La Vanguardia en Moscú, China y, en la actualidad, en Berlín. Entre sus numerosas publicaciones, cabe destacar los tres ensayos siguientes: Tres preguntas sobre Rusia: estado de mercado, Eurasia y fin del mundo bipolar (Icaria, 2000), La gran transición. Rusia, 1985-2002 (Crítica, 2003, con prólogo de Roi Medvedev) y La actualidad de China. Un mundo en crisis, una sociedad en gestación (Crítica, 2009).

Me gustaría preguntarle, en primer lugar, por las dimensiones y características de la crisis económica, política y social en la que seguimos inmersos. ¿De qué estamos hablando exactamente cuando hablamos de crisis?

Esta crisis tiene tres niveles. Uno es el financiero, el desmoronamiento del piramidal castillo de naipes especulativo/ladrón. El segundo es la consecuencia que ese desmoronamiento tiene en la «economía real», con empresas que cierran, sectores inflados que se desinflan, gente que pierde su trabajo y una generación de jóvenes sin futuro. El tercer nivel es el principal: se trata de la crisis asociada al «cambio global antropogénico» del que el calentamiento global es el escenario más conocido y popular. Este tercer nivel es superior, porque contiene los demás niveles y mucho más. A su lado la crisis del neoliberalismo es algo anecdótico, una nota a pie de página. El reto de la «crisis neoliberal» cuando apareció en 2008, era aprovecharla para atajar toda la crisis en su conjunto, con una transición energética, un cambio de modelo, de contabilidad, de racionalidad económica, de relación con el medio y, naturalmente, de valores. Avanzar en esa dirección. Lo que se denominó New Green Deal. De momento ni siquiera se ha reconocido la crisis del neoliberalismo y la crisis financiera se afronta con recetas neoliberales y leyendas nacionales que nos llevan de regreso al siglo XIX. Respecto a la gran crisis, la cumbre de la ONU sobre cambio climático de Durban ha dejado bien claro el desfase entre la urgencia del cambio que se precisa y la ceguera de la respuesta. Todo sumado, resulta difícil imaginar una situación más necia y miserable.

Cuando las instituciones internacionales como la ONU, ya llevan años dedicando grandes eventos, esfuerzos y acuerdos al calentamiento global, las políticas económicas nacionales deberían poner el cambio de modelo en el centro de su estrategia a medio y largo plazo. Ni siquiera en Alemania, uno de los países pioneros del movimiento “verde”, se habla de eso en las instituciones como se debería. Y no es casualidad. Por un lado, las instituciones de nuestras democracias no están diseñadas para el largo plazo, sino para un “usar y tirar” de cuatro o cinco años. La transición energética exige estrategias a quince, veinte, treinta años vista, pero la mirada de nuestros gobernantes no alcanza mucho más allá de las próximas elecciones. Por otro lado, la estructura económica-empresarial regida por el beneficio determina mucho cualquier proyecto de cambio energético: los mismos monopolios e intereses que alimentan el calentamiento son los nuevos líderes eólicos y solares. Las nuevas energías en manos de las viejas estructuras sin duda no son lo mismo, pero tampoco son la solución. No se saldrá de esta crisis sin profundas reformas estructurales e institucionales. Tales reformas precisan de un fuerte movimiento social internacional.

La crisis golpea con especial fuerza en países considerados hasta hace relativamente muy poco tiempo «sociedades sólidas y fuertemente desarrolladas». Usted que ha sido corresponsal en Rusia y China, ¿cree que estos dos países, que forman parte de los BRICS, están también en crisis?

Evidentemente de esa crisis planetaria, de civilización podríamos decir, no escapa nadie, aunque no afecte a todos por igual. En un sentido más conciso, la “crisis” ha sido el medio ambiente “natural” en el que han vivido centenares de millones de seres humanos en el tercer mundo. Los pobres del mundo nunca tuvieron vida sin crisis. Tuvieron problemas de alimentación, de escolarización, de sanidad, de trabajo y también son los que más sufren el deterioro ambiental… Efectivamente, lo nuevo es que ahora algo de eso también se nota en los países centrales que son sociedades de clases.

Los BRICS contienen realidades tan diferentes como las de Rusia y China. Rusia tiene la enorme ventaja de su óptima relación entre población y recursos, de lo que se deriva un gran potencial de autosuficiencia y autonomía. China lo tiene todo en contra desde ese punto de vista: tiene la relación más crítica entre (mucha) población y (pocos) recursos. Una gran exposición a los vaivenes de la economía global, una gran vulnerabilidad. Su situación es crítica. Ningún país del mundo concentra como China los problemas de la crisis global. Dicho esto, China es un país mucho mejor gobernado que Rusia. Sus dirigentes son, seguramente, los más conscientes de la fragilidad que gobiernan. Tienen pensamiento estratégico, planifican a largo plazo y tienen mayor capacidad de gobierno, de llevar al país en un sentido o en otro, que los occidentales. En sus relaciones internacionales, incluido el ámbito militar, son prudentes. Desde luego todo eso no es una garantía de éxito. Simplemente matiza su crítica situación. Así, la paradoja para ambos países es que, hoy por hoy, estando China objetivamente mucho más expuesta a la crisis, es Rusia la que tiene más probabilidades de sufrir convulsiones sociales y políticas a corto y medio plazo.

Pero si me permite, en los ambientes de izquierda –hay excepciones desde luego, pienso en Losurdo, por ejemplo–, aun admitiendo lo que acaba de señalar sobre la política internacional de la República Popular de China, no se suele hablar muy bien del desarrollo económico y político del país asiático. Se considera que en China rige sin bridas un capitalismo salvaje que genera grandes desigualdades, nada que ver con ninguna noción consistente de socialismo por demediada que esta sea, y que el Partido Comunista que dirige el país se ha convertido –como ocurrió en otras experiencias históricas– en una casta, densamente poblada de empresarios sin entrañas, que tiene como finalidades centrales la acumulación de poder y beneficios particulares. La situación social, la vida de las clases trabajadoras chinas importa muy poco en su apuesta.

China contiene realidades que permiten pintarlo todo muy negro, pero también tiene algunas virtudes muy importantes. Mi libro sobre China intenta presentar la realidad compleja de un país que es paradigma de la crisis mundial, algo que me parece más realista y adecuado que recrearse en las leyendas de la «nueva amenaza china» y la «próxima superpotencia hegemónica», que nos vende el mainstream mediático. La expansión desarrollista china evidencia, en última instancia, la inviabilidad de la economía mundial inventada por Occidente. Los éxitos chinos de los últimos treinta años se han realizado sobre modelos en crisis, lo que contiene más certezas que sospechas de que hay muchos desastres incluidos en ellos. Lo que afirmo es que si los chinos logran salir de la crisis antropogénica, de la crisis de civilización mundial, pese a su manifiesta desventaja en población, recursos, etc., entonces quiere decir que todos los demás podemos salir de ella. Esa es la gran «Actualidad de China», que da título a mi libro.

Respecto al debate sobre el carácter malvado del capitalismo chino o de si queda algo de “socialista” en China, como periodista me aburre un poco y me parece estéril. El sistema chino, su economía, está inserto hasta el cuello en una economía global capitalista de la que, como fabricante de productos baratos con poco valor añadido, es muy dependiente. Al mismo tiempo, en China hay dos datos importantes muy poco “capitalistas”.

¿Qué dos datos muy poco “capitalistas” son esos?

En primer lugar el Estado chino no pertenece a los ricos ni a los capitalistas, sino que estos son siervos del primero. No tiene nada que ver con “justicia”, con “mejor” o “peor”, pero es diferente. El Estado no está subordinado a los capitalistas chinos, sino al revés. Eso es un hecho.

En segundo lugar, la mayoría de la población, los campesinos, vive inserta en un sistema cuyo centro es el acceso igualitario a la tierra, lo que contradice uno de los principios esenciales del capitalismo: el de que los productores pierden por completo el control sobre los medios de producción. Pero si en ese sentido China no es “capitalista”, eso no quiere decir que sea “socialista”. Me parece que los “ismos” explican poco y mal el sistema chino. Para comprenderlo es más recomendable atender a dos cosas: la propia tradición china y la lógica de los países en desarrollo, su intento de salir del agujero.

El sistema chino tiene por objetivo afirmar una China próspera y estable en clave china. En ese objetivo caben diferentes “ismos”. Eso lo hemos visto en la historia reciente, desde el colectivismo maoísta hasta el neoliberalismo de Deng Xioping y Jiang Zemin, unos zigzags incomprensibles pero que están claramente unidos por ese propósito pragmático. Si nos metemos en él, veremos que China fue el único país que era consciente de su crítica posición en la globalización antes de la aparición de la crisis. En 2002, cuando llegué a Pekín, sus dirigentes ya pensaban en cambiar, o enmendar, el modelo neoliberal americanoide de Jiang Zemin: en pasar de un modelo puramente exportador, muy dependiente del mercado global y expuesto a sus vaivenes, a un tipo de desarrollo más endógeno y basado en el consumo interno. Para ello era necesario invertir más en la población pobre, para que ésta pudiera consumir y alimentar el nuevo esquema con su consumo y su gasto.

También había conciencia de que con la enorme desigualdad creada no habría estabilidad a medio y largo plazo. Y la estabilidad es un norte del régimen chino, que yo defino como un despotismo benevolente y como una dictadura que es a la vez un “sistema abierto”, pues en su misma identidad esa dictadura incluye el reconocimiento de su profunda imperfección, algo muy diferente no solo del sistema soviético anterior a Gorbachov, sino también de nuestras democracias. Bien, en cualquier caso, de aquella conciencia de inestabilidad nacieron la recuperación del concepto confucioniano de «pequeño bienestar» (Xiakoang) y la retórica de la «sociedad armoniosa» que tienen una sonoridad socializante. China se propone ahora crear un sistema de seguridad social para su enorme población, una labor extraordinaria. Si en los noventa realizaba experimentos capitalistas en ciertas regiones, ahora hay experimentos “sociales” como el de Chongqing, que recuperan cierto discurso maoísta nivelador… Todo eso, unido a la supremacía de lo político, al control que el partido tiene de las finanzas (el jefe del Banco central es nombrado por el partido y los jefes de los principales bancos son miembros del comité central), permite al régimen un control de la situación y una capacidad de juego mayor que la que existe en Occidente…

Insisto, China es un país que ha protagonizado enormes cambios de línea en su historia reciente. Si fuera necesario, creo que podría volverse a poner el uniforme maoísta, no para hacer la política de los años sesenta, pero sí para cambiar radicalmente de línea… Dicho esto, regreso a lo que me parece más importante: que el país presenta las contradicciones planetarias en su máxima concentración. Si el crecimiento se detiene, el país puede inaugurar un nuevo «gran desorden» (da luan), un concepto chino parecido al ruso de smuta que describe las etapas de caos que jalonan su historia. Que sus dirigentes sean conscientes de la fragilidad que gobiernan, no significa que vayan a tener éxito. Y un último apunte…

Adelante con él.

Respuesta: Contra lo que se cree, la sociedad china es enormemente rebelde. Hasta ahora los movimientos sociales, obreros y campesinos, en China han sido algo esporádico y descentralizado, no conectados entre sí. Cuando aparecen, el sistema intenta usar más la mano derecha que la represión, aunque haya cuadros de represión muy crudos. En los últimos años ha habido, además de la crónica de explotación y opresión a la que son tan sensibles medios de comunicación tan “sociales” como el Wall Street Journal o el Financial Times, subidas de salarios, mayor margen de actividad sindical y mayor atención a los intereses campesinos. Pero China es un mundo en el que conviven situaciones y procesos muy contradictorios. Una de las preguntas del siglo es, sin duda, la de los movimientos sociales en China, especialmente el movimiento de los obreros, la mayor clase obrera del mundo, y de los campesinos.

Me gustaría centrarme ahora en la Unión Europea. ¿Qué nos ha llevado a una situación tan dura y compleja? ¿La precipitada apuesta por el euro? ¿La propia construcción europea diseñada con orientaciones neoliberales? ¿Los tratados que se han ido acordando frecuentemente de forma poco democrática?

La película empezó con una crisis inmobiliaria que arruinó a los bancos que apostaron por aquella estafa piramidal, luego dio lugar a nuevas apuestas especulativas con las materias primas y en los mercados financieros. Ahora la especulación se ceba con la deuda de los países europeos periféricos. La existencia de una moneda común así como de instrumentos, instituciones, políticos y mentalidades que fueron diseñadas, y rodaron durante treinta años, al servicio del beneficio privado, complican la situación. De momento, la “solución” que ese conglomerado ha generado es la política de sobredosis de ajustes que conduce a un desastre manifiesto. En líneas generales esa política va contra los sectores sociales más débiles y favorece, por lo menos a corto plazo, a los países europeos más fuertes, lo que genera discursos nacional-populistas de ida y vuelta y ha abierto una espiral desintegradora en la Unión Europea. Supongo que esa política acabará cambiando. En cualquier caso, si en 2008 hubiera habido huelgas generales en dos o tres países más, además de en Grecia, no creo que se hubieran atrevido con la actual receta.

De momento los Gobiernos siguen a remolque de los grandes bancos inversionistas y compañías de seguros. En diciembre el Banco Central Europeo (BCE) otorgó a los bancos privados créditos a tres años por valor de 489.000 millones de euros con un interés del 1%. Ese dinero no se utiliza para inversiones y créditos en la economía real. Muchos bancos compraron con ese dinero deuda española e italiana, que renta intereses especulativos de hasta el 6%, pero la mayoría simplemente aparcó el dinero en el propio BCE. La financiación privada de los Estados es ruinosa: si el BCE comprara la deuda europea, el ahorro sería enorme y se acabaría con la especulación con los bonos, pero el Gobierno alemán se opone, por una mezcla de dogmatismo y estupidez. Mientras tanto, la propia Alemania, y otros países de la Europa del norte, se benefician de la situación porque refinancian su propia deuda sin intereses al actuar como refugio seguro. Todo eso genera resentimiento en el sur y es claramente disolvente para la cohesión europea. Así que la irracionalidad es doble: económica y política. Todo eso es resultado de una Europa construida a la medida de los negocios, empresa en la que la socialdemocracia europea ha tenido una responsabilidad central. Ese es el “defecto de construcción” y la ausencia de democracia es su consecuencia lógica.

Respecto a la Unión Europea, vista con perspectiva histórica es una solución a lo que había antes: naciones que guerreaban constantemente entre sí. Por eso hay que conservarla, reformándola. Para ello hay que poner los intereses generales de la ciudadanía por delante del negocio, lo político por delante de lo económico, y no pedir peras al olmo, no pretender hacer un superestado europeo. Hay que conformarse con una ambigua estructura común no imperialista que no le complique la vida al resto del mundo. Lograr eso ya sería una gran cosa.

La economía alemana sigue siendo, en opinión de muchos, la locomotora europea. ¿Es tan excelente como a veces se afirma la situación económica germana?

En primer lugar, Alemania no es locomotora de Europa. Su crecimiento en la crisis no contribuye a la recuperación del resto de la eurozona y en parte se beneficie del declive de los demás. Esto lo dice hasta el FMI. En segundo lugar, su excelencia tampoco repercute en la vida y el bienestar del 95% de los alemanes. Una vez hice una noticia bajo el titular, «Alemania va bien, los alemanes no tanto». Las empresas alemanas van bien. Exportan a todo trapo. Se han beneficiado de un euro barato y de veinte años de tacañería salarial, que incrementó su competitividad e incrementó el desequilibrio dentro de la euro-zona, un motivo fundamental de la actual eurocrisis porque los superávits de unos son déficits de los otros. En los últimos dos años, lo que han dejado de exportar en Europa por la contracción de los países más débiles (Grecia, España, Portugal, Irlanda, etc.) lo han compensado con creces con incrementos en Estados Unidos, China, Rusia, algunos países del este de Europa, Brasil y otros. En 2012 eso ya no va a funcionar y, seguramente, Alemania entrará en recesión.

Esta estrategia exportadora cobró fuerza después de la reunificación de 1990. Con la anexión de la RDA, el antiguo espantajo comunista, desapareció el principal incentivo del Modell Deutschland, con su relativa nivelación social y sus relaciones laborales mucho más decentes que las españolas. En lo socio-laboral la Alemania actual no tiene mucho que ver con la que conocí a principios de los ochenta. El país es líder europeo en subempleo precario. Si en 1995 afectaba al 15% de la masa laboral, hoy lo hace casi al 25%: 7,3 millones de personas. El desmonte neoliberal, con gran responsabilidad del Gobierno de socialdemócratas y verdes, ha generalizado la precariedad laboral y ha encogido un Estado social que en su día fue generoso. Su moral del trabajo ya no es lo que era. La contabilidad del paro es tan fraudulenta como las cuentas del gobierno griego que heredó Papandreu: han barrido debajo de la alfombra uno o dos millones de parados de la forma más descarada. Pero Alemania tiene una economía industrial y está en el centro del mercado. Fabrica todo aquello que los europeos dejamos de fabricar en su día en aras de una “racionalización” y una “reconversión” cuyo plan se trazaba fuera de nuestras fronteras. Alemania es la “fábrica europea del mundo”, pero así como los chinos saben que en condiciones de enfriamiento global ese título significa que se camina sobre cáscaras de huevo, los responsables alemanes creen que es sinónimo de solidez y no se molestan por incentivar su mercado interno, como hacen los chinos en previsión de que sus exportaciones se desmoronen.

Siguiendo por este vértice que acaba de señalar. ¿Puede trazar un breve apunte de la situación de las clases trabajadoras europeas?

No conozco el tema en detalle, pero bienvenidos a la explotación. La quiebra de los regímenes del Este hizo algo más que acabar con los escrúpulos sociales del capitalismo europeo. También integró en la economía mundial a centenares de millones de trabajadores que vivían en otro sistema. Sumados a las masas laborales chinas e indias, que aparecieron en la escena global sobre la misma época, ese proceso duplicó la fuerza de trabajo global, lo que alteró la correlación de fuerzas global entre capital y trabajo a favor del capital. La escasez de trabajo, la deslocalización, la “flexibilidad”, la apatía sindical han empeorado sobremanera la situación de los trabajadores, empezando por los que ni siquiera tienen trabajo, los que tienen que emigrar, o por esa generación de jóvenes sin futuro que tan bien representada está en España. Aunque aquí hablo de oídas, me parece que es en el Este de Europa donde ocurre lo más grave. Hoy la Europa del Este vuelve a ser el mundo desconocido y abandonado por los medios de comunicación occidentales que era antes de la quiebra comunista. La crónica concluyó con aquella “feliz liberación”.

Paul Krugman ha sostenido que algunas posibles salidas de la crisis chocan con el proyecto alemán que puede dibujarse, más o menos, en los términos siguientes: “disciplinar” a las clases trabajadoras europeas, demediar sustantivamente los denominados Estados de Bienestar realmente existentes y crear una gran plataforma de exportación. Alemania, el Gobierno alemán, las clases dominantes alemanas, rechazarían toda salida que no estuviera fuertemente relacionada con un “fuerte ajuste”. ¿Ese es el proyecto alemán?

No creo que exista un “proyecto alemán”. Puede que haya un proyecto del capital transnacional. Hay, eso sí intereses exportadores alemanes, pero me parece que son muy inerciales y cortoplacistas. Alemania no ve mucho más allá de sus narices. No creo que Merkel piense en un futuro que vaya mucho más allá de las elecciones generales de 2013. En eso los alemanes no son diferentes, ni mejores.

El cuadro general es que en Occidente no hay conciencia de la posibilidad de un hundimiento; lo que pasó en la URSS fue un hundimiento. Eso hace que políticos y empresarios continúen bailando sobre la cubierta del Titanic o que crean que por tener un camarote de primera están a salvo del naufragio. En Alemania la generación que conoció el desastre de 1945, los viejos, son los únicos que dicen cosas sensatas sobre Europa y la eurocrisis. En general domina un dogmatismo y una rigidez muy alemanes en la mentalidad. La simple realidad es que Alemania no tiene proyecto europeo: ni puñetera idea de adonde conduce su obtusa fijación por la austeridad y la disciplina para imponerla. En cuanto sientan la humedad del agua en los pies cambiarán de política, aceptarán los eurobonos y todo eso. La pregunta es cómo estará Europa para entonces.

Pero sería injusto no añadir algo sobre el resto: si la actitud alemana es obtusa, ¿cómo calificar el disciplinado seguidismo masoquista de los Gobiernos de Francia, España y los demás, que ni siquiera defienden vanos intereses nacionales y consienten una política que incrementa su crisis? En España ni siquiera ha habido un mea culpa por el ladrillo. Ningún aeropuerto inútil o destrucción del litoral ha llevado a nadie a la cárcel. Al revés, el discurso político del PP reivindica aquella “etapa de crecimiento”. No sabemos si hay un “plan” para aprovechar la crisis, más allá del reflejo del beneficio que caracteriza a un sistema primitivo y ladrón, pero hemos de ponernos de acuerdo en una cosa: en la Europa de hoy la estupidez es internacional. Frente a la división de una Europa en países virtuosos y manirrotos, que pretende disolver problemas sociales en cuestiones nacionales, hay que constatar la absoluta unidad de la estupidez europea como primer paso del internacionalismo ciudadano.

¿Alemania sigue apostando por el euro? ¿Hay visiones enfrentadas sobre ello en el interior del país germano? ¿Qué intereses ocultados –o no tan ocultos– operan por detrás del escenario?

Sería una necedad que Alemania no apostara por el euro, porque ha sido, y es, quien más se ha beneficiado de la moneda única. Al principio de la crisis hubo una queja nostálgica empresarial por los «buenos tiempos del Deutsche Mark». Un ex jefe de la patronal no particularmente inteligente, Hans-Olaf Henkel, y otros políticos de segunda fila aun animan hoy una corriente euroescéptica con diversos escenarios. Esa comedia no se corresponde con los intereses exportadores e industriales del capital alemán, pero al principio hubo dudas. En parte porque muchos se creyeron la leyenda populista sobre la crisis como resultado del mal comportamiento gastador de los europeos meridionales, una leyenda que se lanzó para cubrir el hecho de que el contribuyente alemán tuvo que pagar miles de millones para rescatar a sus bancos especuladores, que estaban implicados hasta el cuello en las pirámides inmobiliarias de EE UU, España, Irlanda y en general en una larga lista de negocios dudosos que quebraron. La nostalgia por el Deutsche Mark sintonizó también con el sentir de la población, porque la gente asocia el marco a una época en la que el Estado social, los salarios, la estabilidad laboral, etc., eran mucho más sólidos. La mencionada leyenda, fuertemente agitada en los medios de comunicación más “populares” convertía en problemas entre naciones lo que es un problema del capital y canalizó hacia los manirrotos del Sur una tensión que de otra forma se habría dirigido contra los bancos nacionales y el establishment político (desde Merkel y sus socios hasta los socialdemócratas y los verdes) que abrió de par en par las puertas del país al neoliberalismo. Uno de sus principales mitos es que Alemania es el pagador de Europa. Es verdad que paga más en términos absolutos, por la sencilla razón de que su economía (30%) y su población de ochenta millones son las mayores del conjunto. En una cuenta per cápita la aportación alemana a los fondos de rescate europeos es la sexta sobre 17 países y en cuanto a la proporción del PNB que se dedica a ello, la décima, así que el lloriqueo se basa en una falsedad. Sin esa leyenda y sin esos medios de comunicación (los alemanes tienen más fe que los italianos o los españoles en lo que dicen esos medios controlados por los mismos siete u ocho grupos empresariales que cocinan la información en cada país), se corría el riesgo de que la gente hiciera preguntas incómodas sobre el sentido de los sacrificios y recortes sociales de los últimos diez años que sirvieron para generar los capitales que los bancos alemanes colocaron en diversos tipos de estafas.

¿Es compatible este desmonte social con una concepción y unas prácticas democráticas que no sean simples lemas publicitarios? De forma algo más pretenciosa: ¿son conciliables actualmente la democracia, no el simple enfrentamiento partidista más o menos publicitario con finalidades electorales, y la era del capitalismo, por decirlo rápido y corto?

Cierta austeridad popular a cambio de un desmonte del casino podría haber sido aceptable. El intento de hacer regresar a Europa al siglo XIX en lo social y laboral, sin tocar el casino, evidentemente, no es democrático. La imposición de las políticas de ajuste ha reventado la soberanía nacional, que por otra parte nunca gobernó ni decidió las cuestiones económicas principales. Aunque no todas las democracias son iguales (en Noruega hay mucha más democracia que en España, en España más que en Rusia y en Rusia más que en Haití), la democracia realmente existente tiene muy poco que ver con su sentido genuino de “poder popular”. La tendencia que hoy gobierna Europa disuelve incluso esa caricatura de democracia. Porque no hay duda de que lo social y lo político van unidos. ¿Qué quiere decir, por ejemplo, «reformar el derecho de huelga» en el actual contexto? ¿Cómo se lee que hombres de Goldman Sachs estén al frente del Gobierno griego, en Italia, o en el Banco Central Europeo? Todo eso lanza un desafío directo a los pueblos de Europa que esperamos se dirima en una primavera rebelde a la 1848 y no en un auge de la extrema derecha, el militarismo y la irracionalidad. De momento vemos síntomas de ambos escenarios.

Respecto a la contradicción entre democracia y capitalismo, es tan antigua y conocida como la contradicción entre socialismo y dictadura. La Europa posterior a 1945 ha conocido esas dos síntesis extrañas en el Este y en el Oeste. En Grecia, España y Portugal tuvimos incluso algo peor, capitalismo y dictadura. Los pueblos intentaron en varias ocasiones resolver esa contradicción y promover un «socialismo democrático», un «socialismo con rostro humano», una «república social», una «democracia popular», o como se llame, algo que explica el magnífico último libro del profesor Josep Fontana, Por el bien del Imperio, pero de momento se ha fracasado y hemos ido tirando a trompicones con sucedáneos de lo uno y lo otro. Así como el capital quiere usar la crisis para desvirtuar aun más esos sucedáneos y esas caricaturas, hay que suponer que, en buena lógica histórica, los pueblos seguirán intentando alcanzar un orden social más justo y decente. Pero no hay que engañarse: para que se abra paso un escenario ciudadano en Europa hace falta organización, trabajo y compromiso. El espontaneísmo festivo-narcisista y el happening on-line no son suficientes.

El resultado de las elecciones federales alemanas de septiembre de 2013 que puede no confirmar la actual mayoría gubernamental, ¿pueden significar un giro sustantivo en la situación europea?

En Alemania hay una clara mayoría para desplazar a los conservadores del Gobierno en 2013. Se logra con la suma de los socialdemócratas (SPD), los verdes, y los socialdemócratas de izquierda de Die Linke. El problema es que la obvia viabilidad de este tripartito es tabú en Alemania. Die Linke es el único partido opuesto al orden neoliberal y sin responsabilidades en los recortes sociales de los últimos diez años. Se opone, además, a la participación del país en guerras imperiales. Esas dos virtudes, con las que sociológicamente están de acuerdo el 60% o el 70% de los alemanes, marcan una divisoria de respetabilidad institucional: pertenecer o no al establishment. SPD y Verdes prefieren perder las elecciones y que gobiernen los conservadores antes que aliarse con Die Linke, entre otras cosas porque tal alianza significaría autocriticarse por los años de Gobierno en los que iniciaron el gran recorte social y metieron, por primera vez desde Hitler, al país en guerras. Tal autocrítica implicaría no sólo un cambio de programa sino de dirigentes, pues los líderes de ambos partidos fueron los que gobernaron y adoptaron aquellas decisiones. Así pues, descartado ese tripartito, al día de hoy la suma de Verdes y SPD no alcanza para gobernar. Eso quiere decir que Merkel puede volver a ganar (a menos que la incierta estabilidad exportadora se hunda, lo que es muy posible), o que vuelva a gobernar con el SPD. En ambos casos un cambio de Gobierno no alteraría nada fundamental. Para convencerse de ello basta mirar hacia atrás: no sólo en Alemania, también en España, en Francia y en el Reino Unido, el neoliberalismo se introdujo, o fue potenciado, de la mano de los socialdemócratas. Y en ninguno de esos países hay indicios de corrección en esos partidos. En ausencia de tal corrección, quien quiera un cambio razonable, ¿puede seguir apostando por ellos?

El enfrentamiento EE UU (y aliados europeos) e Irán –un científico iraní acaba de ser asesinado–, las nuevas sanciones económicas que se han anunciado, ¿no pueden complicar aún más la situación política y económica mundial y europea?

El espectro de la guerra acompaña a esta crisis, pero tiene muy poca contestación social. Eso es muy peligroso. A diferencia de los años sesenta y setenta con Vietnam, cuando ni siquiera el Reino Unido se implicó, ahora casi todos los Estados europeos están presentes militarmente en el dramático desastre afgano de treinta años, inducido por europeos, incluyendo a la URSS y a EE UU en la categoría. Eso es una vergüenza.

En Libia ha habido una gran participación europea, sino la iniciativa. Ahora aparece Irán, un país rodeado de bases militares de EE UU, con vecinos como Pakistán e India, que tienen armas nucleares, que es objeto de una campaña de atentados y asesinatos que viene de muy lejos… Es sumamente peligroso. La tensión con Irán tiene un considerable apoyo en Europa y es inseparable de la situación en Siria y del incremento de la apuesta militar de EE UU contra China, porque China y Asia oriental son los grandes clientes del gas y del petróleo iraní. Para EE UU se trata de controlar los recursos que consumen otros… Todo esto es sumamente peligroso y esperamos que China siga siendo prudente y no pierda los nervios…

La oposición a la guerra es más necesaria que nunca, porque la guerra es la respuesta clásica a la crisis. El antibelicismo y el antiimperialismo –es decir la oposición al abuso y dominio de los países más fuertes sobre los más débiles e independientes– son imperativos para un movimiento social europeo que quiera contestar lo que está pasando en las esferas social y económica. Hoy más que nunca vivimos en un mundo integrado.

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