Un punto de encuentro para las alternativas sociales

España, Estado multinacional

Dolores Ibárruri

Camaradas:

Después de haber conocido, a través de la discusión del informe del camarada Carrillo, lo que pudiéramos llamar torneo de abnegación, de heroísmo, de combatividad y de inteligencia política que ha representado la lucha de nuestros camaradas, de la clase obrera y de los campesinos contra el régimen, y en la que permanentemente se arriesga la libertad y aun la vida, como en Granada, me siento ante vosotros un tanto perpleja y desconcertada.

Y me siento desconcertada y perpleja porque al exponer en esta reunión, y en nombre del Comité Ejecutivo, el problema nacional, os comprometo u obligo a añadir, a los múltiples motivos que impulsan y animan nuestra lucha contra la dictadura, uno más: el de la defensa del derecho de las nacionalidades existentes en nuestro país a la autodeterminación, ya que, entre las cuestiones que en la lucha por la democratización de España deberán ser resueltas con prioridad a otras más generales, está el problema nacional, que es en substancia el derecho de Cataluña, Euzkadi y Galicia a disponer libremente de sus destinos.

Y ello no sólo porque es de justicia, sino porque la correcta solución de esta exigencia nacional de catalanes, vascos y gallegos, hará más viable la solución de los múltiples problemas políticos, económicos y sociales que han de surgir ante la clase obrera y fuerzas democráticas al desaparecer la dictadura.

En España la cuestión nacional –que con la República comenzó a abordarse– va indisolublemente unida a la lucha por la democracia y el socialismo.

De aquí que la clase obrera de nuestro país, como la clase más consecuentemente revolucionaria, y que lleva en sí misma el futuro de una España socialista, debe ser la más interesada en la defensa del derecho de estas nacionalidades a la autodeterminación.

Por dos razones: Primera, porque en la lucha contra la reacción, que tiene la responsabilidad histórica de que este problema siga aún sin resolver, el peso de la clase obrera puede ser decisivo. Y segunda, porque sólo la participación de la clase obrera en esa lucha puede asegurar la solución del problema nacional de acuerdo con los intereses fundamentales del desarrollo democrático de nuestro país.

Por otro lado, es evidente que la solución del problema nacional, de una manera popular y democrática, será uno de los más serios golpes a la reacción oligárquica y monopolista, y permitirá al mismo tiempo establecer nuevas formas de entendimiento y de colaboración entre todos los pueblos de España.

Cuando, en 1939, el general Franco proclamaba su voluntad «de imperio» en la España «una y grande», sólo en la oquedad del Panteón del Escorial podía hallar eco y resonancia la histriónica declaración del Caudillo, si los muertos fuesen capaces de reaccionar ante los descomunales disparates de los vivos.

Frente al dictador, se levantaba la historia multisecular de los pueblos peninsulares en lucha permanente por sus derechos y libertades, defendidos y .mantenidos en el largo combatir contra los invasores extranjeros; se levantaba la realidad multinacional de España que clamaba con la voz inextinguible de las naciones y regiones vivas y actuantes: «fuimos, somos y seremos»…

La España «una, grande e imperial», que campea en las banderas franquistas bajo símbolos medievales, como el yugo y las flechas, arrancados de viejos escudos, que hablan de guerras y de luchas fratricidas, no tiene nada de común con la verdadera España.

En su territorio peninsular e insular, España es varia y múltiple en sus hombres y en sus pueblos, y nada ni nadie puede borrar esta realidad. Un nexo común fundamental existe entre todos los pueblos y regiones de España: la clase obrera. Ella es igual a sí misma en todas las regiones y nacionalidades. Ella es hoy, y lo será aún más mañana, el aglutinante humano y social del multinacional Estado español, que habrá de estructurarse democráticamente al desaparecer la dictadura franquista.

De aquí nuestra insistencia en que la clase obrera haga suya, junto a todas las fuerzas nacionales democráticas y en interés del desarrollo de nuestro país, la defensa del derecho de Cataluña, Euzkadi y Galicia a la autodeterminación.

«Es necesario fundir –aconsejaba Lenin refiriéndose a la lucha por el derecho de las nacionalidades– en un torrente revolucionario único, el movimiento proletario y campesino y el movimiento democrático de liberación nacional.»

Y en respuesta a algunos jóvenes camaradas que preguntan ¿dónde está el origen de la estructuración centralista actual del Estado español?, yo quiero responder aunque sea brevemente: Este proceso centralizador, que es común al desarrollo de la burguesía en todos los países, tiene en España características específicas.

Iniciado por los Reyes Católicos, es continuado por monarquías extranjeras que aplastan violentamente los fueros y libertades de los pueblos y regiones peninsulares, mientras dejan subsistiendo derechos y privilegios aristocráticos y feudales que han pesado duramente sobre toda la vida española y frenado el desarrollo político, económico y social de España.

Al analizar el nacimiento y desarrollo de la burguesía en el «Manifiesto del Partido Comunista», Marx y Engels dicen de ésta:

«Ha aglomerado la población, centralizado los medios de producción y concentrado la propiedad en un pequeño número de manos. La secuela obligada de ello ha sido la centralización política. Las provincias independientes, ligadas entre sí casi únicamente por lazos federales, teniendo intereses, leyes, gobiernos y tarifas aduaneras distintas, fueron reunidas en una sola nación, bajo un solo Gobierno, una sola ley, un solo interés nacional de clase y una sola tarifa aduanera.»

Y así, el Estado centralizado y centralizador asumió por sí y ante sí, en interés de las clases que representaba, que eran la naciente burguesía y los grandes propietarios agrarios, todas las prerrogativas que antes de su formación aparecían como de derecho natural, tradicional e inalienable de las distintas entidades nacionales o regionales, sometiendo a éstas a un rasero unificador que rechazaban y que a la fuerza fueron obligadas a aceptar.

Siendo esto cierto en general –y Marx se apoyaba en distintos ejemplos, y fundamentalmente en los de Inglaterra y Francia, cuya burguesía hizo la revolución contra el feudalismo–, en nuestro país se produjo de una manera distinta, lo que explica su atraso, la diferencia en su desarrollo y la subsistencia del problema nacional, que hoy discutimos.

La ley, que la fuerza impuso, se hizo costumbre sin que en los pueblos que eran enyugados al Estado centralizador desapareciese el sentimiento de su idiosincrasia nacional. Sentimiento que en las condiciones creadas en España continúa vivo y actuante y es portador de una gran fuerza movilizadora y revolucionaria.

¿Se puede continuar aceptando el concepto tradicional reaccionario uniformador impuesto por la violencia a los pueblos y regiones de España por las oligarquías terratenientes, financieras y monopolistas que la dictadura de Franco encarna?

No; no puede aceptarse, porque España es Cataluña, es Euzkadi, es Galicia. España es Aragón, es Navarra, es Castilla, es Asturias y León, es Extremadura y Andalucía, es Valencia, es Murcia y Albacete. Es la España multinacional y multirregional.

Y si el concepto de la España «una» nunca fue aceptado por los pueblos que se sentían oprimidos por el yugo centralizador, hoy la repulsa a ese Estado y a esa situación abarca incluso a fuerzas y clases sociales que en otros tiempos mantenían opiniones distintas.

La dictadura franquista, con la que las tuerzas más obtusas y reaccionarias creían haber asegurado por siglos su dominación sobre unos pueblos capaces de inmolarse defendiendo su derecho a ser libres –por su brutalidad, por su incompetencia, por su cínico aprovechamiento de todas las riquezas nacionales en beneficio de la camarilla gobernante–, ha radicalizado el proceso democrático y descentralizador que hoy sacude hasta los cimientos del régimen.

Y si «París bien vale una misa», como dijo un rey francés no católico, la transformación de nuestra vieja España en una España democrática y progresiva, en la que las nacionalidades y regiones tengan la posibilidad de desarrollarse, bien vale el esfuerzo de la clase obrera, de los campesinos y fuerzas democráticas por lograr esa transformación…

Nuestra posición

En este orden los comunistas nos pronunciamos por el reconocimiento, sin ninguna limitación y con todas sus consecuencias, del derecho de las nacionalidades a la autodeterminación.

A nadie que conozca, aunque sea parcialmente, la teoría marxista leninista, puede extrañar que sea el Partido Comunista de España el más consecuente defensor del derecho de las nacionalidades a la autodeterminación.

Y ello, no como una posición política propagandística o coyuntural, sino con la firme decisión de luchar por que sean una realidad las aspiraciones nacionales de los pueblos que entran en la composición del Estado español.

Esto no es casual. Es la continuación consecuente, no sólo de la política de la Internacional Comunista, de la Internacional de Lenin, respecto a las nacionalidades, sino de la Primera Internacional, de la Internacional de Marx y Engels.

Oponiéndose a las teorías anarquistas del prudhonismo, que rechazaba la lucha por los derechos nacionales, en nombre de una pretendida revolución social, Marx promovía en un primer plano el principio internacionalista de las naciones, declarando «que no puede ser libre el pueblo que oprime a otros pueblos»…

Consecuente con este criterio, y desde el punto de vista de los intereses del movimiento revolucionario de los obreros alemanes, Marx exigía, en la revolución de 1848, que la democracia victoriosa en Alemania proclamase y llevase a cabo la liberación de los pueblos oprimidos por los alemanes, como exigía igualmente en 1867 la separación de Irlanda de Inglaterra, añadiendo «aunque después de la separación se llegue a la federación».

Reafirmando las opiniones de Marx respecto al derecho de las nacionalidades a desarrollar su personalidad independiente, la defensa de este derecho constituyó una de las tesis marxistas aprobadas en el Cuarto Congreso de la Internacional Socialista celebrado en Londres en 1896, en la que se decía:

«El Congreso se declara favorable a la autonomía de todas las nacionalidades.

Expresa su simpatía a los trabajadores de todos los países, que sufren actualmente bajo el yugo del despotismo militar o nacional o de cualquiera otro despotismo.»

De esta tesis, los partidos socialistas de Europa, con excepción de los marxistas rusos, encabezados por Lenin, aceptaban únicamente la llamada autonomía nacional cultural.

Sólo después de la revolución socialista de Octubre de 1917, al constituirse –en 1919– la Internacional Comunista, esta tesis, respaldada por las realizaciones soviéticas en la solución del problema nacional, fue incorporada a los programas de aquellos partidos comunistas en cuyos países existía el problema nacional, entre ellos el nuestro, que la mantuvo permanentemente en sus programas, como una premisa revolucionaria de primera categoría, en la lucha por la revolución democrática y por el socialismo.

El reconocimiento del derecho de autodeterminación de los pueblos y naciones, es la piedra angular de la teoría marxista leninista en la cuestión nacional, y a quienes niegan la existencia en España del problema nacional, considerándola como una nación única, quiero recordarles algunas opiniones expresadas por hombres que nada tienen de común con el comunismo acerca de la formación de los pueblos de España.

En un admirable estudio del conocido historiador catalán Bosch y Guimpera, publicado en 1940, y refiriéndose a la situación real de España en orden a la no fusión de los pueblos peninsulares, se dice que:

«Los pueblos que arrancan del proceso secular de las naciones medievales en que cristalizaron, siguen dando a España el carácter de un complejo polinacional, y la constituyen en un haz de naciones que no ha encontrado todavía la fórmula del equilibrio y una organización estabilizada» {(1) «La formación de los pueblos de España», de Bosch y Guimpera.}

La unidad política, administrativa y cultural impuesta desde Madrid, ayer por la monarquía y las oligarquías latifundistas y aristocráticas, y hoy por las oligarquías financieras y monopolistas apoyadas en la dictadura franquista, fue y es una unidad precaria y permanentemente en discusión.

«Si España no es el conjunto de todos sus pueblos –dice Bosch y Guimpera en la ya citada obra–, y no se concibe como algo formado por todos ellos; si no se logra encontrar una estructura en la que ninguno se sienta sometido o disminuido, debiendo marchar a remolque de grupos o pueblos hegemónicos, nada tendría de particular que algunos crean preciso preguntar, antes de llamarse españoles, de qué España se trata.

Porque España no es, ni puede ser, una religión con dogmas impuestos por los que se arrogan su representación y que si no se someten a uno de ellos lleva consigo la excomunión o el dictado de traidor… España será de todos, o no será…»

La solución democrática del problema nacional habrá de completarse con una descentralización democrática del Estado, basada en una amplia regionalización indispensable para abordar el hoy gravísimo problema de las desigualdades regionales, que constituyen otro de los serios obstáculos al auténtico desarrollo de España. Se crearán así óptimas condiciones para que la clase obrera y las fuerzas democráticas sean el factor determinante en el desarrollo político y económico de todos los pueblos y regiones de España.

Existen problemas muy específicos como los de Navarra, Valencia, Baleares y Canarias a los que habría que dar, en ese marco, una solución que corresponda a los deseos de sus habitantes libremente expresados.

Los comunistas, que hemos sido los más consecuentes defensores de las aspiraciones democráticas de todas las fuerzas sociales de nuestro país –y la actividad y la política del Partido Comunista a todo lo largo de la guerra contra la sublevación franquista lo evidencia–, debemos esforzamos hoy por llevar a la conciencia de la clase obrera y de los campesinos, de la juventud obrera y estudiantil, incluso a las filas del Ejército y demás fuerzas armadas, la convicción de la necesidad de profundos cambios en la estructura centralista del Estado español.

Debemos mostrar que el reconocimiento de los derechos nacionales de Euzkadi, Galicia y Cataluña, no significará la disgregación y la ruina de España, como pretenden los monopolizadores actuales del poder, sino su fortalecimiento y desarrollo industrial, político, económico y cultural.

Es conocido que Cataluña y Euzkadi han sido las primeras en realizar la revolución industrial. Cataluña destacándose en el desarrollo de la industria textil e industrias complementarias, y el País Vasco en el campo de la siderurgia, de las construcciones navales y de la minería.

En este terreno, lo que aparece como una verdad históricamente incontrovertible, es la responsabilidad del Estado centralista español en todo el proceso de la decadencia económica de España. Y cuando, en el siglo XIX, las riquezas mineras sirven de trampolín para el gran salto de la revolución industrial, ¿qué pasa con los yacimientos de cinabrio de Ciudad Real –los más ricos del mundo– que hubieran podido transformar esa zona en una región industrial desarrollando la industria química?

¿Qué pasa en Huelva que con la inmensa riqueza de sus yacimientos cupríferos de Riotinto hubiera podido transformar la Andalucía del Suroeste en un emporio industrial?

¿Qué ocurrió con Jaén, Córdoba, Cartagena y Santander con sus minas de plomo y de cinc?

La respuesta es la condenación más rotunda de las clases dirigentes españolas, de la monarquía y de sus gobiernos.

El Estado centralista español no sólo fue incapaz de fomentar una utilización racional, y en beneficio de todo el país, de las riquezas mineras españolas, lo que hubiera convertido a España en uno de los países industriales más ricos del mundo, sino que entregó esas riquezas a compañías extranjeras, especialmente inglesas y franco-belgas que se las llevaron de España para desarrollar la industria en sus países respectivos.

Como testimonio de estos hechos vergonzosos que continúan pesando sobre la economía y el desarrollo industrial de España, no es ocioso conocer un comentario publicado en la revista de Madrid «El Economista», del 13 de junio de 1970, en el que, lamentándose de las dificultades con que hoy se encuentran para el desarrollo de los planes de producción siderúrgica, se dice lo siguiente:

«España desde los más viejos tiempos del hierro siempre fue famosa en las cuestiones de este mineral. Ya Plinio y Estrabón alababan los minerales de hierro de Somorrostro.

Veinte siglos después, Somorrostro exportaba cada año seis millones de toneladas de sus rubios y de sus campaniles, casi todo a Inglaterra. Ningún historiador moderno habló nunca del papel de nuestros minerales en la revolución industrial inglesa, pero no cabe duda que Bilbao tenía que figurar en esa historia del siglo pasado del carbón, del vapor, del acero del Reino Unido, base de la industrialización de las Islas Británicas. (…)

A la sazón, aquellos minerales de hierro, vendidos a precios tan baratos, nos hicieron falta en cuanto en nuestra siderurgia se tallan proyectos de 10 millones de toneladas de acero de producción anual, para cuyo alcance se necesitarán muy cerca de 20 millones de toneladas de mineral, de las que apenas si a la sazón producimos una cuarta parte. Por ello a la hora actual todo son prisas para escarbar en nuestras zonas ferruginosas en todas las cuales ya existió la mina de hierro.»

La declaración es sangrante. Pero calla lo más sustancial: la responsabilidad de quienes hicieron almoneda de las riquezas mineras españolas, y de la sangre y de las vidas de mineros vascos y españoles con que se amasó la riqueza industrial de Inglaterra.

Volviendo a lo que es objeto fundamental de mi intervención, preciso es destacar que la lucha por el derecho de libre determinación de los pueblos de nuestro país, que ayer tenía un carácter en cierto modo limitado, adquiere hoy nuevas magnitudes.

Es, como ya he señalado, toda la estructura del Estado español lo que está en discusión; y ningún grupo político de algún prestigio puede rehuir este planteamiento si de verdad pretende hallar audiencia entre las fuerzas populares más activas y decididas de nuestro país.

El franquismo ha llevado las contradicciones en el seno de la sociedad a tal extremo, que incluso sectores políticos que ayer fueron sus partidarios, hoy están en la oposición y consideran que sólo con la desaparición de la dictadura y el establecimiento de un régimen democrático en el que puedan actuar todas las fuerzas políticas, podrán resolverse los problemas políticos y económicos que el franquismo no sólo no ha resuelto sino que ha agravado.

Y a quienes, creyendo colocarnos en situación incómoda, preguntan entre dientes y mordiendo las palabras: ¿qué entienden los comunistas por derecho de libre determinación?, la respuesta es clara y concluyente: El derecho de libre determinación significa el derecho de Euzkadi, Cataluña y Galicia a formar parte del Estado español o a separarse de éste y constituir Estados nacionales independientes.

Defender el derecho de las nacionalidades a la libre autodeterminación no supone en absoluto la obligación de separarse. Los comunistas hemos considerado siempre esta cuestión, como subordinada a la utilidad de ella y en relación con los intereses de las fuerzas fundamentales: La clase obrera, los campesinos y demás fuerzas populares frente a las oligarquías financieras, monopolistas y latifundistas y los gobiernos representativos de éstas.

Al plantear hoy el problema nacional como un problema de lucha por la libertad y la democracia, no está de más recordar que una de las motivaciones con que Franco justificaba su levantamiento contra la República era el Estatuto catalán, pues todavía no había sido aprobado el Estatuto vasco, considerando como la antiespaña a quienes defendían el derecho de Cataluña, de Euzkadi y Galicia a la autodeterminación.

Eramos la antiespaña quienes luchábamos por la libertad y el progreso de los pueblos de nuestra patria.

Y eso nos lo decían quienes se servían de los ejércitos fascistas extranjeros contra el pueblo español, y de la aviación hitleriana para destruir las ciudades españolas; nos lo decían quienes ceden hoy, por un puñado de dólares, trozos de territorio español al imperialismo yanqui para establecer sobre ellos bases militares que constituyen una mediatización de la soberanía española y una permanente amenaza contra nuestro pueblo y nuestra patria…

El discurrir de los años y de los acontecimientos ha demostrado, de manera incontestable, dónde estaba la antiespaña y quiénes eran los verdaderos defensores de España.

Hoy, la hostilidad y el odio del pueblo contra el régimen del general Franco se expresa abiertamente en las luchas de cada día de los obreros, de los campesinos, de la juventud obrera y estudiantil; del movimiento nacional de Cataluña, Euzkadi y Galicia; en el alejamiento del régimen de sectores de la burguesía y en la actitud de una parte de la Iglesia que abiertamente se separa del mismo, e incluso en sectores del Ejército y fuerzas armadas.

En esta situación el franquismo busca el apoyo de los Estados Unidos, interesados en mantener sus bases militares en España y la flota americana en el Mediterráneo como un medio de presión y de amenaza sobre la clase obrera y sobre las fuerzas democráticas.

Luchar hoy contra las bases americanas, es luchar contra la dictadura franquista; y luchar contra la dictadura franquista y por la democratización de España, es luchar contra el imperialismo norteamericano, contra el bandidismo yanqui, que arrasa los pueblos de Indochina y que no vacilaría en hacer lo mismo con nuestro país.

La formación del Estado español

Refiriéndome de nuevo al calificativo de antiespaña utilizado por Franco y sus acólitos fascistas contra quienes defendían los derechos y libertades democráticas de España en general, y de las nacionalidades en particular, basta conocer aunque sea someramente la historia de la formación del Estado español para comprender la necedad de tal adjetivación.

Catalanes, vascos, navarros, aragoneses, gallegos, valencianos, andaluces y castellanos, resistieron largamente, a veces en luchas heroicas, contra la forzada integración al Estado absolutista encabezado por monarquías extranjeras.

El Estado español, en su forma centralista actual, es el resultado de un largo proceso en el curso del cual se ha manifestado la resistencia activa o pasiva de las nacionalidades a su forzosa integración.

Tras la unión de Castilla y Aragón con el reinado de los Reyes Católicos, después de la toma de Granada, que. completó la reconquista, ni Euzkadi ni Cataluña ni Galicia llegaron a fundirse con este centro de lo que habría de ser más tarde el Estado español, tal como le conocemos en la época moderna.

Con la desaparición de los Reyes Católicos y el advenimiento al trono de España del emperador Carlos I de España y V de Alemania, en 1517, el proceso de centralización transcurre en adelante, como ya he recordado, bajo la dominación de monarquías extranjeras.

«Como hitos históricos de este proceso, cabe señalar la desaparición de las libertades de los Municipios castellanos, después del triunfo de los realistas sobre los comuneros, en 1521… para ir absorbiendo prerrogativas de los distintos reinos periféricos de la Península, los Austrias comenzaron por suprimir las mismas raíces de la antigua democracia castellana. El segundo paso de este proceso es la supresión de los Fueros de Aragón por Felipe II en 1685 que, tras una serie de modificaciones de menos importancia, culmina con la llegada de los Borbones, que sistemáticamente se dedican a implantar un Estado absolutista y uniformado. En 1714 se suprimen dos de las principales instituciones constitucionales de Cataluña, el Consejo de Ciento y la Generalidad; y dos años después, por medio del Decreto de Nueva Planta, quedan abolidos los Fueros Catalanes. La última medida fundamental en el sentido de una centralización creciente se tomó en 1833 con la creación oficial de las Provincias españolas en su configuración todavía hoy vigente.» {(1) «Un futuro para España», pág. 286. Colección Ebro, París.}

Ante el movimiento nacional democrático que se desarrolla en nuestro país y como breve ilustración a lo que han sido y son nuestras nacionalidades en lucha por el reconocimiento de sus derechos, cabe preguntarse:

¿Qué han representado Cataluña, Euzkadi y Galicia en el desarrollo político, económico y cultural español?

Es un hecho histórico irrefutable que Euzkadi, Cataluña y Galicia ocupan en el vivir peninsular un lugar destacadísimo, con una personalidad inconfundible, mantenida a través de todas las vicisitudes históricas por que hubieron de pasar los pueblos peninsulares.

En el análisis retrospectivo del lejano pasado histórico de nuestro país, Castilla, o Castella –cuyo nombre empieza a oírse en el siglo VIII aplicado al territorio que en la Geografía peninsular se extiende desde la cordillera cantábrica hasta el río Duero y Burgos y que queda deshabitado ante el avance africano, porque sus moradores se retiran hacia Cantabria, Vasconia y Asturias–, aparece en la historia como el centro unificador de las naciones y reinos peninsulares.

Más de dos siglos vivieron asentados los pobladores de las llanuras castellanas en las estribaciones de la cordillera cantábrica mezclándose con vascones, cántabros y astures.

Y sólo cuando en la Córdoba de los Califas, en el siglo X, comienza la fratricida lucha en la que se desangra lo más florido del «Andalus», se hace posible el retorno a los viejos lares de los descendientes de los antiguos pobladores de Castella, que ya eran un poco vascos y un poco cántabro-asturianos.

Bajan del Norte los descendientes de aquellos que con Pelayo inician la «Reconquista» y vuelven hacia las yermas llanuras abandonadas por sus abuelos bajo la presión musulmana.

Vizcaya, Alava, Guipúzcoa y Navarra amplían su dominio en diferentes direcciones. Llegan los vizcainos hasta Burgos por el Sur; hasta el cabo San Antonio por el Oeste, abarcando en sus avances los puertos más importantes de la época como Castro Urdiales y Laredo.

Guipúzcoa avanza por el Sureste francés y Navarra penetra en Aragón y en las Galias por el Pirineo Central, mientras Alava se sitúa por el Sur en las estribaciones de la Sierra de Urbión.

Los sillares del pueblo vasco se extienden por la geografía española y francesa, y sobre vascos sillares se levantan después muchas de las realizaciones en el Nuevo Mundo descubierto por Colón.

«Se ha hablado mucho de las huellas de los vascos en América, y se ha hablado con razón, pues esa huella es profunda y poderosa…»

«La geografía peninsular se cubre de nombres vascos y el euzkera grita en pueblos de Burgos, de Rioja, de Aragón… Amaya, Arrate, Cihuri, Belasco, Blascuri, Bascones, Larrahederra, Ochanduri, Lizarraga, Alubarri, Lakuraballa, Guipurauri, Arrinda, Muñozguren, Basconcillos, Biskarra, Lurabura, Calatagorri, Artaso, Artiga, y decenas y decenas de otros que recuerdan a sus fundadores llegados de las tierras vasco-navarras, cántabras y asturianas.»

«Con ayuda de la toponimia castellana y guiados también por los ecos confusos de la vida de aquel tiempo lejano que nos llegan a través de los documentos, hemos podido recorrer las principales etapas de aquel itinerario emocionante. Ahora sólo resta sacar una conclusión: que el genio vasco era ya entonces lo mismo que hoy; dinámico y aventurero, activo y emprendedor, sediento de expansión y ávido de azares y peligros y que es inútil trabajar por encerrarle en la estrechez del caserío o en la cárcel.» {(1) Caro Baroja.}

No eran los vascos gentes de vida sedentaria ni se ocultaban, como pretenden historias metecas, entre los riscos de sus montañas.

Estudios recientes afirman que ellos llegaron al Nuevo Mundo cien años antes de la época en que Colón abriese las rutas oceánicas, cuando con sus flotas bacaladeras y balleneras eran empujados por las tempestades hacia lo que suponían una gran isla y que no era otra cosa que el continente americano, donde estacionaban hasta que amainaba el temporal.

Vascos fueron los descubridores de Terranova, la gran isla e inmensa pesquería de toda clase de pescados pero muy especialmente de bacalao; y nombres vascos y españoles llevan algunas islas del mar del Norte como la Miquelon y la San Pedro; vascos formaron en las filas de los grandes navegantes siendo los primeros en dar la vuelta al mundo con Sebastián Elcano, el audaz marino de Guetaria.

Es bien conocida además la importancia que tuvieron el comercio marítimo y la marina de guerra del País Vasco, a partir del siglo XII, como lo demuestra el Fuero de San Sebastián dado en aquel siglo.

El carácter de potencia marítima del País Vasco en la España medieval obliga a los vascos a mejorar constantemente su industria naviera, apoyándose en el desarrollo de la rudimentaria industria minera y siderometalúrgica, sirviéndose de las numerosas ferrerías que existían en el país, en las que fabricaban cadenas, anclas, hachas y arpones y toda clase de instrumentos de trabajo y de armas de guerra.

A todo lo largo de su historia, el País Vasco aparece como una entidad distinta a la del resto de los pueblos peninsulares, y al que sólo de una manera muy temporal y superficial afectaron las distintas invasiones de la península.

En el largo período de la Reconquista en que van reagrupándose los distintos pueblos peninsulares, el pueblo vasco defiende y mantiene, no sin sangre, sus leyes y organización originales, que son reconocidas, y respetadas por las distintas monarquías, que en luchas fratricidas aspiraban a la dominación de todo el territorio peninsular.

Y si Pedro el Cruel (1350-1365) logró en Bilbao aplastar brutalmente una sublevación de los vizcaínos, que reclamaban el respeto a sus fueros, los Reyes Católicos, en cambio, reconocen éstos, y van a jurar su mantenimiento bajo el árbol de Guernica. {(1) Habiéndose sublevado los vascos encabezados por sus regidores exigiendo el respeto de sus leyes tradicionales vulneradas por el rey. Llegó éste a Bilbao, y en el edificio donde se reunió con los representantes del pueblo vasco asesinó al jefe que reclamaba ese respeto y mandó arrojar el cadáver por una ventana a la calle, donde estaba, reunido el pueblo en espera de su decisión y les gritó: «Ahí tenéis a vuestro señor.» (Historia del Padre Mariana.)}

La vulneración de sus leyes locales y los abusos de las autoridades de Castilla, impulsan a la rebelión al pueblo vasco. Y en 1640 se subleva éste en protesta contra el estanco de la sal, medida que afectaba seriamente a la economía vasca. Ahogada en sangre esta sublevación y ahorcados sus jefes, el pueblo vasco continuó manteniendo y defendiendo lo que consideraba inalienable: El derecho a disponer de sus destinos.

Desde el siglo XVIII, utilizando los nuevos descubrimientos de la ciencia y de la técnica, el País Vasco impulsa el desarrollo de la siderurgia moderna y de otras industrias hasta llegar a ser lo que es hoy, una de las regiones más industrializadas de la península. Se desarrollaba la industria y con ella nuevas clases sociales aparecían en la palestra del País Vasco. La burguesía y la clase obrera.

Con el desarrollo de la minería y de la siderurgia afluyen al País Vasco masas campesinas de distintas regiones de España, que buscan en el trabajo asalariado de las minas y de las fábricas el pan que no les da el mísero pedazo de tierra que trabajan en sus aldeas y pueblos campesinos.

Y es aquí, en la Vizcaya metalúrgica y minera, y paralelamente a Cataluña, donde aparecen, después de la última guerra civil del siglo XIX, las primeras grandes concentraciones proletarias de la península. El País Vasco se convierte en un bastión del movimiento obrero y socialista, mientras en Cataluña se desarrolla el anarquismo.

A últimos de siglo XIX surge en Vizcaya un movimiento nacionalista vasco impulsado por Sabino Arana y Goiri, que por sus características específicas burguesas y aun reaccionarias, no obstante lo legítimo de la base de sus aspiraciones, no hallaba eco entre la clase obrera, e incluso era rechazado por el movimiento socialista.

Hoy, el movimiento nacional de Euzkadi –en cuyo seno se han producido profundos cambios– abarca a las masas populares y es apoyado por los sectores sociales democráticos fundamentales del país, entre ellos el Partido Comunista, que entre las fuerzas de izquierda fue el primero en plantear el problema nacional y en defender el derecho de Euzkadi a la autodeterminación.

La lucha contra la dictadura franquista en la actualidad, como ayer frente a la sublevación de la reacción fascista española, une al pueblo, y la cuestión de los derechos nacionales se ha convertido en un problema general por cuya urgente solución se pronuncia la mayoría del país, en cuya lucha destaca una combativa juventud, que encuentra el apoyo de las fuerzas obreras, campesinas e intelectuales y de sectores burgueses y religiosos de Euzkadi.

Cataluña, rica y plena…

La expulsión de los árabes de Cataluña coincide con la fundación de la «Marca Hispánica», que no obstante su origen transpirenaico va extendiéndose por el Levante peninsular, sirviendo en muchas ocasiones de refugio a los que huían de las tierras aún ocupadas por los árabes, y de punto de partida para la lucha contra éstos.

A fines del siglo IX Barcelona comienza a tener condes independientes, siendo el primero Vifredo el Velloso, con el que se inicia la serie de condes independientes de Barcelona.

Cataluña, unida con Aragón, extendió sus dominios no sólo al otro lado de los Pirineos sino también por el Mediterráneo, convirtiéndose en una potencia marítima y comercial de primer orden, cuyas naves arribaban a todos los puertos mediterráneos.

Un hecho político de extraordinaria importancia en el desarrollo histórico independiente de Cataluña en el siglo XI fue la promulgación de los «Usatjes», fundamento del derecho catalán, aprobado en un concilio-Cortes, que fue un gran paso en la transformación política y económica de Cataluña, y en el cual se declaraba «que sin concurso, no podrían los condes hacer leyes», declaración que, junto a la tendencia contraria a la anarquía feudal que destaca en los «Usatjes», dio a Cataluña una sólida constitución política que no existía en otras regiones.

La unión de Aragón y Castilla por el matrimonio de los Reyes Católicos aproximó Cataluña por su ligazón con Aragón a Castilla. Pero al igual que las provincias vascongadas, Cataluña continuó conservando firmemente su personalidad nacional.

Y si en las sublevaciones y conflictos que se produjeron en la península al tomar posesión de la corona el emperador Carlos I, nieto alemán de los Reyes Católicos, no participó Cataluña, en cambio, en las Cortes celebradas por el nuevo rey en Barcelona, en 1519, los catalanes se significaron ya en oponerse a los excesos del poder real y en mantener y defender sus fueros, negándose a reconocer y jurar a Carlos I mientras vivió su madre, Juana la Loca. Y se negaron igualmente a contribuir con ningún subsidio a sostener al emperador, no obstante las apremiantes exigencias de éste.

Toda la historia de Cataluña es una lucha permanente en defensa de sus fueros y libertades. En época relativamente moderna, en 1640, estalló en Barcelona una sublevación contra el virrey Santa Coloma, que fue muerto por los sublevados, y en defensa de las libertades catalanas. Esta sublevación que se conoce con el nombre de «Guerra de los segadores» y que se extendió a toda Cataluña, era la gran protesta nacional de un pueblo que se levantaba contra las insoportables cargas y el despotismo del gobierno de la monarquía absolutista.

Cataluña proclamó su ruptura con Castilla y se constituyó en República independiente. Y sólo en 1653, mediante el reconocimiento de sus fueros, y de una serie de concesiones que se vio obligado a hacer el poder real centralista, Cataluña volvió a unirse a España.

En toda su trayectoria histórica, Cataluña destaca por su desarrollo industrial y comercial, político y social en el conjunto de los pueblos de España, y mantiene vigorosamente su personalidad nacional mostrando capacidad política y económica para gobernarse por sí misma, sin tutorías extrañas.

Es Cataluña la primera que se destaca por su impetuoso desarrollo industrial, como lo demuestra el hecho de que ya en 1792 trabajaban en los telares de Barcelona 80.000 obreros; Reus, con sus setenta y dos fábricas y talleres, era la segunda ciudad del principado; y Arenys de Mar, Mataró, Vich, Martorell, Gerona y Sabadell preludiaban igualmente el futuro poderío industrial de Cataluña, que hoy continúa siendo la zona más industrializada del conjunto peninsular.

Sin referirnos a todo el proceso del desarrollo político y económico catalán, después de la integración centralista de las «Españas» en la España monárquica y absolutista, en la primera mitad del pasado siglo, la Cataluña burguesa y proletaria aparece como un fermento revolucionario y descentralizador en la España desgarrada por las fracciones carlistas.

«La situación de Cataluña era tal que, entre 1835 y 1839, más parecía un país independiente que otra cosa». «Los acontecimientos políticos se desarrollaban con completa libertad de la mecánica madrileña. El gobierno de Madrid tenía bastante con combatir al Ejército carlista del País Vasco. En Cataluña hacían y pagaban la guerra los catalanes, y esto obligaba a prescindir de las órdenes, leyes y disposiciones que llegaban de la capital. Mientras el Gobierno pensaba en las «provincias» de nuevo cuño, en Barcelona se trabajaba basándose siempre en Cataluña.» {(1) «Industriales y políticos del siglo XX», de Jaime Vicens y Vives.}

Pero la burguesía catalana comenzaba ya a temer a la combativa clase obrera de Cataluña, que desde 1835 a 1844 había jugado un importante papel frente a la reacción burguesa y que hacía acto de presencia en la lucha, no sólo por reivindicaciones económicas, sino políticas, las cuales no iban por el cauce deseado por dicha burguesía.

Y no obstante su nacionalismo, los industriales catalanes pactaron con el Gobierno centralista, obteniendo protecciones arancelarias para su industria, dejando a aquél las manos libres para construir el Estado español a gusto de los agrarios aristócratas, castellanos y andaluces.

Al colocar sus intereses de clase por encima de los derechos nacionales de Cataluña y de la defensa de éstos, la burguesía catalana propició la política centralista realizada por el gobierno de Madrid.

El gobierno central impuso el idioma castellano como lengua oficial en Escuelas, Institutos y Universidades. Se prohibió representar obras teatrales en catalán; y se encargó a la Guardia Civil… de imponer, con la ley, el idioma castellano en pueblos y aldeas. Poco a poco, el catalán iba siendo desplazado por el castellano.

Posteriormente es en Cataluña donde se desarrolla el gran movimiento federalista promovido por Almirall y Pi y Margall que influye en toda la política española y que lleva al Parlamento español más de 60 diputados y logra poner sobre las armas a 40.000 hombres para hacer frente a las facciones carlistas.

La incapacidad de la burguesía republicana y los errores de los bakuninistas, muy influyentes en el naciente movimiento obrero, provocaron la disgregación cantonalista, que dejó desarmadas a las fuerzas obreras y progresistas ante la reacción y facilitó el restablecimiento de la Monarquía Borbónica en 1874.

No obstante, Cataluña continuó siendo en la España gobernada por la oligarquía agraria y la monarquía un centro de progreso social e industrial que destaca sobre todas las regiones españolas y que fue la primera que, con la República, consiguió su primera victoria nacional con el Estatuto, aprobado por las Cortes españolas.

Galicia, la preterida

En la geografía y la historia de España y entre la familia dispar de sus pueblos está Galicia, centro de atracción de viajeros y peregrinos en la Edad Media, que desde Francia y otros lugares de Europa llegaban a la céltica Galecia, atraídos por la leyenda santiaguesa, y que abrían con su largo peregrinar caminos y rutas que unían la maravillosa e incomparable Galicia con el mundo de su época.

Galicia conoció en un lejano pasado, ya antes de la época romana, pero especialmente en ésta, un desarrollo extraordinario.

Los romanos explotaron las fuentes de riqueza que existían en Galicia; cruzaron el país de calzadas que ponían en comunicación las principales ciudades; explotaron sus arenas de oro, sus ganados, sus frutos, sus linos, levantaron templos, murallas y termas, edificaron ciudades y puertos.

En los siglos XII-XIII «Compostela era la ciudad española de comercio e industria más floreciente». {(1) «Historia de España», de Rafael Altamira.}

Las luchas intestinas que acompañaron al feudalismo; entre noble y noble, entre vasallos y señores, entre caballeros y obispos, y la derrota de los Irmandiños, contribuyeron a arruinar a Galicia, en la que la anarquía y la miseria llegaron a extremos desoladores.

Cuando los Reyes Católicos sometieron a los feudales gallegos, proscribieron el uso de la lengua gallega e impusieron gobernadores y jueces castellanos. Desde entonces Galicia siguió ya la suerte de la monarquía española.

En su historia de lucha frente a invasores extranjeros, Galicia aparece como un bastión de la resistencia nacional: contra los ingleses en el siglo XVIII, expulsándolos de su tierra y de sus puertos, y derrotando a los mariscales franceses en la guerra de Independencia de 1808.

Y si Cataluña hizo ondear la bandera de las barras por los pueblos ribereños del Mediterráneo, y Vasconia participó activamente en el renacer de Castilla y en toda la empresa descubridora, Galicia llevó su idioma –como recuerda Menéndez Pelayo– a la parte occidental de la península:

«La primitiva poesía lírica de Castilla se escribió en gallego antes de escribirse en castellano y coexistió por siglo y medio con el empleo del castellano en la poesía épica y en todas las manifestaciones de la prosa. Este galleguismo no era meramente erudito, sino que transcendía a los cantares del vulgo.

El mismo pueblo castellano que entonaba en la lengua de Burgos sus gestas heroicas se valía del gallego para las cantigas de escarnio y maldecir.» {(1) «Historia de la poesía española», de Menéndez Pelayo.}

La división provincial decretada por la monarquía española en 1833 suprimió la Junta Superior del Reino de Galicia, [35] últimos restos de la «autonomía» gallega. Las Leyes Centralizadoras de 1839 y 1876 hicieron el resto.

En 1843, la llamada Asamblea Federal celebrada en Lugo fue el acto político inicial, pero definido, del movimiento regionalista gallego. En ella se abogó por los derechos nacionales de Galicia.

En 1846 surgió en Galicia un movimiento revolucionario de tipo progresista y autonomista que fue brutalmente aplastado y fusilados sus promotores. Estos se proponían «anular todo acto del Gobierno de Madrid».

En el mismo Lugo y en otra Asamblea celebrada en 1868 fue presentado un proyecto de Constitución para el futuro Estado gallego; y en una reunión celebrada en Santiago de Compostela, en 1873, en la que participaron 545 delegados, fue aprobado un documento en el que se expresaba el deseo de que Galicia disfrutase de la autonomía dentro de un Estado Federal Español.

No obstante, estos intentos de destacar la personalidad nacional de Galicia eran demasiado difusos.

Y sólo después de que Alfredo Brañas escribió su libro «El Regionalismo» (primer compendio del llamado entonces «autonomismo gallego»), comenzó a tomar este movimiento una forma organizada.

En 1897 se organizó la primera Liga Gallega, a la cual sucede más tarde, 1911, Solidaridad Gallega. Y ya en 1916 en las «Irmandades dos amigos da Fala», cuya Federación celebró su Asamblea en Lugo en 1918, se concretan las aspiraciones del movimiento nacionalista gallego.

Uno de los más preclaros galleguistas, Alfonso R. Castelao, muerto en la emigración, decía: «Basamos nuestro nacionalismo en que, a pesar de que Galicia vivió sometida al yugo de las monarquías centralistas, creamos y conservamos indelebles los atributos de una nacionalidad bien definida.»

Hoy, Galicia es la Galicia de los rebeldes trabajadores del Ferrol, de Vigo, de la Coruña, Pontevedra y Orense; la Galicia de los pescadores y campesinos, explotados inicuamente; la Galicia que lucha por el reconocimiento de su personalidad nacional y que en junio de 1936 votó por una inmensa mayoría de sus habitantes la exigencia de un Estatuto autonómico.

Estas son, brevemente diseñadas, nuestras Cataluña, Euzkadi y Galicia, que luchan por el reconocimiento de su personalidad nacional.

Y si alguien tratara de enfrentar a Cataluña, Euzkadi y Galicia con el resto de España, y muy especialmente con Castilla, sería obligado recordarle que fue ésta, la heroica Castilla, a la que cantó el catalán Maragall, la Castilla de los Comuneros, la Castilla de las ciudades libres, la Castilla de Villalar, la primera en ofrecer resistencia armada a las violencias y desafueros de la monarquía antiespañola del emperador Carlos I.

Que fue Aragón, el reino de Aragón que un día abarcara la mayor parte del territorio peninsular que se hallaba liberado de invasores extranjeros, quien se subleva contra Felipe II –al querer éste vulnerar el privilegio general o Carta Magna Aragonesa– defendiendo el derecho a ejercer la justicia dentro de las fronteras de su territorio y con arreglo a sus propias leyes.

No podemos olvidar que las mismas luchas de las ciudades libres de Castilla contra la política centralizadora de Carlos I, las de las germanías de Valencia y los Irmandiños de Galicia, independientemente de la época y de los objetivos propuestos, son el antecedente heroico e histórico de la resistencia actual de nuestros pueblos al centralismo reaccionario y fascista del franquismo.

Hacia soluciones democráticas y socialistas

Aceptado el principio del derecho de las nacionalidades a la autodeterminación, no podemos olvidar que la solución del problema nacional no puede enfocarse de manera estática sino en relación al momento y a las condiciones históricas en las cuales esta cuestión se plantea.

A finales del siglo XX, y cuando la tercera parte de la Humanidad se ha liberado del yugo capitalista, no es posible buscar soluciones a este problema en los viejos modelos burgueses, cuyo interés fundamental se centraba en la explotación de las riquezas naturales y en el desarrollo de mercados en beneficio de las clases dirigentes.

Hoy es obligado orientarse hacia soluciones democráticas y socialistas, que impone nuestra época.

Ante nosotros tenemos ya ejemplos vivos de cómo puede solucionarse el problema nacional en correspondencia, no sólo a los estrictos intereses de un grupo de nacionalidades, sino al interés de todos los pueblos en su conjunto. Y el más elocuente de ellos es la experiencia soviética.

Es conocido que, con el zarismo, Rusia era una cárcel de pueblos. Con la Revolución Socialista de Octubre de 1917 fueron liberados todos los pueblos que vivían oprimidos por la autocracia zarista. Las nacionalidades que poblaban la vieja Rusia obtuvieron el derecho a la autodeterminación, a la igualdad y a la soberanía. Fueron abiertos los caminos al libre desarrollo a las minorías nacionales, incluso a pueblos que se hallaban en vías de desaparición por la miseria y el atraso en que el zarismo les obligaba a vivir y que hoy forman parte de la gran familia soviética como pueblos de elevada cultura y prosperidad económica.

La Revolución Socialista de Octubre suprimió toda clase de derechos o privilegios de una nación sobre otra, aceptando incluso la separación de Rusia de importantes naciones como Polonia y Finlandia.

La Revolución de Octubre de 1917 fue el punto de partida para la transformación de las viejas naciones oprimidas por el zarismo en naciones socialistas, cuya fuerza aglutinante y dirigente fue la clase obrera y su Partido Comunista leninista.

En el período de la guerra civil, provocada por los intervencionistas contra el joven país soviético, el derecho a la autodeterminación de las naciones dentro de las fronteras del país de los Soviets se puso en práctica teniendo siempre en cuenta las condiciones concretas del desarrollo de cada nacionalidad. En el seno de la Federación Rusa se crearon durante los años de la guerra civil una serie de repúblicas y regiones autónomas.

A mediados de 1922, los partidos comunistas de las Repúblicas nacionales, expresando la voluntad de sus pueblos, plantearon ante el Comité Central del Partido Comunista Bolchevique Ruso la necesidad de unificar más estrechamente a los trabajadores de todas las Repúblicas en una Unión de Repúblicas Socialistas.

Y ello no casualmente; existían varios riesgos para el nuevo Estado que comenzaba a desarrollarse: el del nacionalismo por parte de algunos dirigentes de las Repúblicas federales y autónomas y el del chovinismo de gran potencia por parte de ciertos grupos de la República Federativa Rusa.

Saliendo al paso de ambos peligros, el 24 de septiembre de 1922, el camarada Lenin, en carta dirigida al Buró Político del C.C. del Partido Comunista Ruso, propuso crear una forma sustancialmente distinta de unificación de las Repúblicas independientes.

En aquella carta Lenin sentaba la tesis, que los hechos mostraron como la más razonable, de que las Repúblicas debían integrarse, no en la República Socialista Soviética Federativa Rusa, sino en una nueva formación estatal, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, de la que pasaría a formar parte la República Socialista Soviética Rusa en un plano de igualdad de derechos con las demás repúblicas independientes.

«Nos reconocemos –escribía Lenin– iguales en derechos a la República Socialista Soviética de Ucrania y a las demás; y a la par con ellas, y en el mismo plano, pasamos a formar parte de la nueva unión, de la nueva Federación …»

Lenin proponía igualmente crear los órganos supremos federativos generales de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en vez de someter las Repúblicas a los órganos de la República Socialista Soviética Federativa Rusa.

Tomando como base las propuestas de Lenin, se elaboró un nuevo proyecto de unificación de las Repúblicas Soviéticas, que fue aprobado el 6 de octubre de 1922 por el C.C. del Partido Comunista Bolchevique.

El primer punto de la resolución adoptada por el Pleno del C.C. del Partido Bolchevique, decía lo siguiente:

«Se reconoce la necesidad de concertar un pacto entre las Repúblicas de Ucrania, Bielorrusia, la Federación de Repúblicas Transcaucásicas y la Federación Socialista Soviética Federativa Rusa, acerca de su unificación en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, reconociendo a cada una de ellas el derecho a separarse de la Unión.»

Lenin atribuía excepcional importancia a esta resolución. Y ante la imposibilidad, por su enfermedad, de tomar parte personalmente en el Pleno, al reunirse éste, envió una nota en la que decía:

«Declaro una guerra a muerte al chovinismo de gran nación…

Es absolutamente necesario que la presidencia del Comité Ejecutivo Central de la Unión, sea ocupada, por turno, por un ruso, un ucraniano, un georgiano, &c. ¡absolutamente…!»

Hoy hay en la Unión Soviética quince repúblicas federadas y veinte repúblicas autónomas, además de 18 regiones y comarcas nacionales.

¿Por qué, al plantear el problema nacional en España, tomo como ejemplo la manera como se resolvió en la Unión Soviética?

Yo recurro a este ejemplo, no para trasladarlo a España, cosa imposible por la diferencia de situaciones, sino por dos razones. Una de ellas, para que nuestros camaradas comprendan las dificultades que existen al plantearse el problema de las nacionalidades y no se alarmen por ello; y otra, como respuesta a quienes afirman que la concesión del derecho de autodeterminación a las nacionalidades en nuestro país representará un salto atrás en el desarrollo político y económico de España.

Independientemente de las condiciones en las que las naciones y nacionalidades que existían en Rusia conquistaron el derecho a disponer de sus destinos y a organizarse como más convenía a sus intereses, la prueba quedaba hecha.

El reconocimiento del derecho de los pueblos a gobernarse sin tutelas extrañas ni presiones de otras naciones más poderosas, no lleva a la ruina de aquéllos, sino a su desarrollo, a su prosperidad.

Afortunadamente comienza a generalizarse en nuestro país la idea de la necesidad de la reforma de las viejas estructuras políticas y administrativas, y de una nueva concepción de lo que puede ser la España postfranquista; ideas y concepciones que no excluyen, sino que admiten la posibilidad del federalismo.

Y esto se produce en sectores políticos y personalidades que ayer aparecían como los más refractarios al reconocimiento del hecho diferencial de las nacionalidades. Y nosotros no excluimos sino que aceptamos el federalismo, considerándolo como la forma de transición a la unidad completa entre los trabajadores de las diversas naciones.

Un hecho sintomático que habla de cómo la necesidad de cambios en la estructura política del Estado español ha madurado en amplios círculos políticos de nuestro país, son los artículos que se han venido publicando en diferentes diarios madrileños, en los cuales se habla muy discretamente de la «necesidad de un desarrollo administrativo», de la «ciudad región», de la caducidad del Estado centralizado, y de mil otras formas de nuevas estructuras, aunque soslayando la cuestión fundamental: La del derecho de los pueblos a decidir por qué régimen quieren gobernarse.

El Partido Comunista lucha por el reconocimiento sin reservas mentales del derecho a la libre determinación de las nacionalidades y por una amplia y democrática descentralización regional. Y considera que, a condición de que sea libre y democráticamente establecida, la unidad de los pueblos de España es la solución que mejor corresponde a sus intereses, a los intereses de clase del proletariado y de la revolución democrática y socialista.

Sería demasiado aventurado tratar de perfilar ya desde ahora los contornos de lo que puede ser la España de ese mañana que va forjándose con la lucha de la clase obrera, de los campesinos, de los intelectuales, de los ingenieros y técnicos, de los empleados, de la juventud obrera y estudiantil, de la Iglesia progresiva, de sectores burgueses, de todas las fuerzas de distintos sectores sociales que actúan en la oposición al franquismo.

Pero es indudable que no tendrá nada de común con la España de ayer ni con la España franquista, y no digo de hoy, porque dialécticamente ya está dejando de serlo.

Y, en este orden, el Partido Comunista llama con toda fuerza, como parte esencial de su posición política sobre el problema nacional, a una lucha resuelta por liquidar las discriminaciones existentes contra los idiomas catalán, vasco y gallego, y, asimismo, en los casos de Valencia y Baleares. Es preciso luchar consecuentemente desde ahora por que esos idiomas adquieran plenas posibilidades de desarrollarse en sus nacionalidades o regiones, en la enseñanza primaria, secundaria y superior, en los medios de comunicación, en la judicatura y en todas las esferas de la vida política y social.

Ante cuestión de tan decisiva importancia como es la lucha por la reestructuración de una España democrática, nueva, distinta, diferente de la de ayer y de la hoy –que no en balde estamos sufriendo más de treinta años de sangrienta dictadura fascista, en los que todos hemos aprendido algo–, surge una interrogación: ¿Con qué aliados podemos o debemos contar los comunistas para la realización de las ingentes tareas que están en la base de la gran transformación democrática de nuestro país? ¿Sobre qué ideología apoyarnos?

Y no es casual que yo plantee esta cuestión.

Acostumbrados desde el momento del nacimiento y organización del Partido Comunista a considerar a los campesinos como los principales aliados de la clase obrera en la lucha por la revolución democrática –y esto, para un país agrario como España, era el abecé–, surgen a veces voces aisladas que preguntan si los campesinos, con las modificaciones que se han producido en el campo y la disminución del peso específico de los obreros agrícolas, continúan siendo el principal aliado de la clase obrera.

A esta interrogación nosotros respondemos rotundamente: ¡Sí! Los campesinos continúan siendo el principal aliado de la clase obrera en la lucha por la democracia, en la lucha por el Socialismo.

No obstante esta realidad, la clase obrera y, con ella, los campesinos, encuentran nuevos aliados en sectores sociales que existían ya en nuestro país, pero que se diferencian de los de ayer por su volumen, por su actividad combativa frente a la dictadura, y por su disposición a luchar hombro con hombro junto a la clase obrera.

Son los técnicos, los ingenieros, los empleados de las grandes empresas y de los bancos; son los abogados, los médicos, los intelectuales en general; es la juventud estudiantil y, también, ¿por qué no decirlo, aunque se escandalicen los filisteos?, los católicos que en España están jugando ya un papel revolucionario y que marchan, en la lucha contra la dictadura, junto a los comunistas.

Este fenómeno nuevo de la incorporación a la lucha por reivindicaciones económicas, políticas y sociales de sectores que antes permanecían al margen de los conflictos de clase, y que se produce en nuestro país en amplitud impresionante, es altamente aleccionador como expresión de la madurez de la crisis, no sólo del franquismo, sino del régimen capitalista. A esos sectores debemos prestarles una atención permanente y todo nuestro apoyo y fraternal solidaridad.

De un lado, porque ellos constituyen fuerzas sociales con las que siempre habrá que contar, no sólo en la estructuración y dirección de una España democrática, sino en la estructuración del socialismo en nuestro país.

Y, de otro lado, porque esa identificación de la intelectualidad técnico-científica y profesional con la clase obrera confirma las tesis marxistas y es una comprobación, sobre la marcha, de nuestra política.

Para hacer factibles los cambios democráticos que necesita el país, el Partido Comunista preconiza el establecimiento de un acuerdo o compromiso con todos los grupos políticos e incluso personalidades que representan realmente sectores de opinión o con influencia entre diversas capas de la población.

Y precisamente ahora, cuando estamos llegando al final de la más trágica etapa de la historia de nuestro país, al final de la dictadura franquista, y cuando todas las brujas del aquelarre anticomunista se agitan furiosas, pretendiendo poner fuera de combate al Partido Comunista, surge en nuestras propias filas un minúsculo coro de voces histéricas que nos gritan: ¡Las alianzas, el pacto por la libertad, el pluripartidismo, eso es puro revisionismo…!

¿Revisionismo?…

A estos amigos es obligado preguntarles: ¿Estaban Vds., sí o no, de acuerdo con la política del Frente Popular que permitió al Partido Comunista de España, en 1936, transformarse en una de las fuerzas políticas organizadas más importantes de nuestro país, gracias a la cual fue posible la organización de la resistencia popular a la sublevación franquista, y que colocó al pueblo español a la cabeza de la lucha contra la reacción fascista?

A estos revolucionarios que viven lejos de España y de las luchas que en ella se desarrollan, se les paró el reloj en 1939 e, incluso a algunos, en 1931.

Y se ponen nerviosos y entran en trance cuando oyen hablar de alianzas o de compromisos del Partido Comunista con las fuerzas de la burguesía democrática y antifranquista.

Ellos olvidan a Lenin y han olvidado también que los gobiernos que actuaron y dirigieron la España republicana durante la heroica resistencia popular de 1936 a 1939 fueron gobiernos pluripartidistas.

De esos gobiernos formaban parte representantes de los distintos partidos republicanos pequeño-burgueses españoles, catalanes y nacionalistas vascos católicos, junto a socialistas, anarquistas y comunistas.

Se han olvidado que bajo la dirección de esos gobiernos se organizó el Ejército Popular; fueron nacionalizados los Bancos y grandes empresas, con la excepción del País Vasco; Institutos y Universidades fueron abiertos a los obreros y a los hijos de los campesinos, concediéndoles como becas el salario que recibían en los lugares de trabajo; se repartió la tierra a los campesinos para que la trabajaran personal o colectivamente; los intelectuales jugaron un importantísimo papel en la difusión de la cultura en los frentes y en la retaguardia.

España fue transformada en una república democrática de nuevo tipo, como no existía en ningún país, excepto en la Unión Soviética.

Y yo quiero recordar a los desmemoriados que esta política pluripartidista que el Partido Comunista de España hizo realidad en nuestro país, era aprobada con entusiasmo por la Internacional Comunista y por el Partido Comunista de la Unión Soviética encabezado por Stalin, a quien supongo que estos enemigos del pluripartidismo no se atreverán a calificar de revisionista.

Si el Partido Comunista ha de ser el partido de la clase obrera, el partido de la lucha por la democracia y el Socialismo, no puede hacer del marxismo un dogma fosilizado, ni atenerse a fórmulas sobrepasadas en el tiempo y en la historia, ni pretender vestir a gigantes con las ropitas de cristianar.

En nuestra formación comunista nos hemos apoyado en la teoría marxista leninista y en la práctica de la lucha de clases y del internacionalismo proletario.

En ese largo combatir por la democracia y el socialismo, nuestra brújula ha sido permanentemente la Unión Soviética y la experiencia del Partido Bolchevique que –como ha recordado nuestro camarada Carrillo– fue el primero, bajo la dirección de Lenin, en organizar y dirigir la primera revolución socialista triunfante y el primer Estado socialista del mundo, rompiendo sin posibilidad de reconstrucción el frente del imperialismo, abriendo a la Humanidad el camino del Socialismo.

Y es la existencia del gran país soviético y la firmeza y heroísmo del pueblo soviético, dirigido por el Partido Comunista, lo que hizo posible la derrota del hitlerismo en la segunda guerra mundial; el hundimiento del poder colonial del imperialismo; el establecimiento del socialismo en diversos países europeos y la transformación de países de Asia y de Africa de reservas del imperialismo, en países democráticos abiertos hacia transformaciones socialistas.

Y es precisamente este amplísimo desarrollo del socialismo, que abraza ya a la tercera parte del mundo y que impregna toda la vida política y social de nuestra época, lo que lleva a hablar de socialismo incluso a hombres y fuerzas políticas que antes aparecían como las antípodas de éste.

Hoy, luchamos en España por el establecimiento de un régimen democrático que la victoria de la reacción fascista aplastó sangrientamente en 1939.

Pero no nos detendremos en ese estadio revolucionario democrático, sino que lucharemos incansablemente por transformaciones socialistas, en la medida que las condiciones maduren para ello.

Y a quienes hablan de fracaso del socialismo viendo sólo las dificultades y aun los errores que en el desarrollo de la sociedad socialista aparecen, debemos recordarles que ningún régimen social nace, como Cristo, sin romper ni manchar la virginidad de su madre.

Y a quienes crean que el Socialismo puede establecerse según el criterio bíblico de la creación del mundo, en seis días para descansar después toda la vida, les decimos que se equivocan de ruta.

Que el Socialismo sólo puede establecerse a través del esfuerzo y de la lucha, no sólo contra los enemigos de éste, sino en lucha contra nuestras propias concepciones subjetivas y contra los restos de la ideología burguesa anclados en nuestra conciencia y que asoman las garras o el hocico ante cualquier dificultad.

Ni Marx ni Lenin pretendieron nunca darnos un formulario completo de recetas para resolver todos los conflictos sociales en presencia en cada momento del desarrollo histórico de cada país y de cada pueblo. Marx no hizo nada más y nada menos que poner la historia de pie, haciendo añicos las concepciones idealistas del desarrollo de la sociedad humana.

El mostró que el conjunto de las relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, su base real, sobre la que se levantan las superestructuras jurídicas y políticas y a las que corresponden determinadas formas de conciencia social.

Marx puso de manifiesto que el modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual.

Y que, por tanto, no es la conciencia del hombre lo que determina su ser social, sino, por el contrario, su ser social, es decir lo que él es en la sociedad, lo que determina su conciencia.

Ya que es evidente que no piensa igual el obrero agrícola que el gran terrateniente; ni el obrero metalúrgico, que se abrasa los pulmones en la boca de un alto horno, que el accionista de la empresa que se enriquece con la explotación de millares de trabajadores.

Marx demostró que, al llegar a una determinada fase de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad chocan con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta entonces. Y se abre así la época de revoluciones sociales. Al cambiar la base económica se revoluciona más o menos rápidamente toda la inmensa superestructura levantada sobre ella.

Esta verdad marxista la comprobamos diariamente en toda la vida que nos rodea.

Lo que a veces no comprendemos, y de ahí a cargar sobre el marxismo culpas que no tiene, es que si la base económica de la sociedad cambia rápidamente con la revolución socialista, la conciencia de los hombres no cambia con la misma rapidez.

Yo apoyo sin ninguna reserva la política de alianzas preconizada por nuestro Partido y en cuya [50] elaboración he participado, por considerar que ella corresponde a la situación concreta de nuestro país. Y porque además se basa en principios leninistas incontestables.

Ni por un momento olvidamos las palabras de Lenin de que al socialismo sólo puede irse a través de la democracia.

Y que la lucha por profundas transformaciones democráticas puede llevar a la formación de un Estado democrático revolucionario –y nuestra experiencia de 1936 a 1939 lo confirma–, en el que sean quebrantados los fundamentos del dominio de las oligarquías y de los monopolios.

En las condiciones de nuestro país, la victoria de las fuerzas democráticas no será un simple retorno a 1931, ni a 1936. Será el triunfo de una democracia nueva, abierta a todo progreso y apoyada en las fuerzas jóvenes que no se resignan a vivir al viejo estilo y que están llamadas a jugar un papel decisivo en las inevitables transformaciones democráticas y socialistas de nuestro país.

Cerrado este paréntesis de reafirmación de nuestros principios marxistas leninistas y de nuestra política de alianzas, quiero volver de nuevo al motivo central de mi intervención, al problema nacional, recordando algunas de las vicisitudes que la solución de esta cuestión ha sufrido con la República. Y esto para tenerlo presente a la hora de la solución y evitar la repetición enojosa e inconveniente de los errores que entonces se cometieron.

La proclamación de la República y el predominio en el gobierno de las fuerzas que habían tomado el poder –la pequeña burguesía, junto con el Partido Socialista–, no despertaba demasiadas ilusiones en orden a la posibilidad de solución equitativa del problema nacional, teniendo en cuenta la hostilidad inveterada del Partido Socialista por su incomprensión del movimiento nacional.

Como la República, según sus panegiristas, «garantizaba» a todos los españoles la libertad política, el catalanismo o el nacionalismo vasco perdían toda su razón de ser.

Pero como no es posible ocultar una lezna en un saco vacío, ni pensar que con la concesión de una llamada libertad política bien encuadrada y articulada quedaban resueltos todos los problemas políticos y España podía considerarse un país sin problemas, la lezna del nacionalismo centralista comenzó a sacar su aguzada punta en el saco republicano.

La Esquerra Republicana de Catalunya, cuyos componentes habían participado en el Pacto de San Sebastián y en la organización de las elecciones que derribaron la Monarquía de Alfonso XIII, presionaba a sus antiguos amigos y aliados republicanos para que se concediese la autonomía a Cataluña, que no se consideraría satisfecha hasta que no tuviese su Estatuto.

Al ser promulgada por las Cortes Constituyentes la Constitución republicana en diciembre de 1931, cuyo artículo 8 iba al encuentro de las aspiraciones de las fuerzas democrático-burguesas de Cataluña, las provincias catalanas aceptaron organizarse en una región autónoma tendiendo a formar un núcleo político administrativo dentro del Estado español y apoyándose en el artículo 11 de la Constitución, que declaraba:

«Si una o varias provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes, acordaran organizarse en región autónoma, para formar un núcleo político administrativo del Estado español, presentarán su Estatuto con arreglo a lo establecido en el artículo 12.» «Una vez aprobado el Estatuto será la ley básica de la organización político administrativa de la región autónoma y el Estado español le reconocerá y amparará como parte integrante de su ordenamiento jurídico.»

Varios meses duró en el Parlamento la discusión del Estatuto de Cataluña y por fin, después de ásperos debates por la resistencia que ofrecían los diputados de derechas, fue convertido en ley en Septiembre de 1932. Cataluña logró su autonomía; tomó el nombre de Generalitat, como en la Edad Media, y tuvo su propio gobierno y su propio Parlamento. Hubo muchas fuerzas en el resto de España que se oponían a la concesión del Estatuto. Entre ellas la oligarquía, una parte del Ejército y de la burguesía no catalana.

La vigencia del Estatuto fue efímera y con grandes eclipses hasta 1939. Ya en 1934, dos años después de puesto en vigor, el Estatuto no sólo fue suspendido por el gobierno reaccionario de Lerroux y la CEDA, sino que, además, el gobierno de la Generalidad fue encarcelado sin ninguna consideración a su autoridad y representatividad.

Los hechos daban una gran lección política. La de mostrar que la libertad de Cataluña, o de cualquier otra nacionalidad o región, no dependía tanto de sus propias instituciones como del estado general de la situación política en España.

En 1936, con la victoria del Frente Popular, de nuevo Cataluña recibió plenamente sus derechos autonómicos, hasta el estallido de la sublevación franquista y de la guerra que a ella siguió, en la que, más de una vez, por necesidades de la lucha, fueron restringidos estos derechos.

De cualquier manera, la concesión del Estatuto a Cataluña era importante, más que por las libertades y derechos que concedía al pueblo catalán, por [53] el reconocimiento del hecho diferencial, que en el orden político de ayer era decisivo y que hoy constituye un precedente.

Pero la República fue excesivamente tímida al abordar el problema nacional.

El miedo al fantasma separatista cerró el camino a una reestructuración político-administratíva de España imperativamente exigida por la herencia recibida de la monarquía.

La obra transformadora que pudo realizar y no realizó la República, facilitó el desarrollo desenfrenado de la reacción contra aquélla.

Al País Vasco sólo se le concedió el Estatuto, como ya he recordado, en plena guerra, cuando para el gobierno y el pueblo vasco era tan difícil la puesta en práctica de los derechos que el Estatuto les concedía. Pero ahí está el hecho que no ha caducado, y del que hay que partir en la futura estructuración de España y de Euzkadi.

Y lo mismo en relación con Galicia, a la cual, por las condiciones en que se halló en el transcurso de la guerra, le fue aplazada la concesión del Estatuto.

Hay quienes, incluso en el campo de las izquierdas, opinan que la concesión de los Estatutos impidió la consolidación de la República. Estos hombres confunden las cuestiones y sostienen que lo que entonces interesaba era la consolidación de la República y no la concesión de Estatutos.

En abstracto esto puede parecer muy cuerdo. Pero lo que hay en el fondo de tal afirmación, es la negación de la existencia del problema nacional y de la necesidad de resolver éste.

Ver la causa del trágico destino de la República en la concesión del Estatuto a Cataluña es falso. Lo que hay que examinar, para no incurrir en el futuro en los mismos errores de entonces, es toda la política de los gobiernos republicanos desde 1931 hasta 1936, tanto en orden a la clase obrera, como en lo referente a los campesinos, al Ejército y a la Iglesia.

Lo que debilitó a la República no fue la concesión del Estatuto catalán, sino la lenidad de los gobiernos republicano-socialistas con la reacción, que se subleva en agosto de 1932, antes de que se aprobase el Estatuto (septiembre de ese mismo año) y que de manera permanente conspiraba contra la República, hasta llegar a la sublevación de Julio de 1936.

Es conocida la resistencia socialista a la concesión del Estatuto a Cataluña y a la aceptación de la existencia del problema nacional.

«…El Gobierno provisional de la República –se escribía en «El Socialista», órgano del Partido Socialista Obrero Español, el 26-XII-31–, nunca calificó de federal a la República, ni autorizó a nadie para que de tal la calificara, ni prestó su asentimiento a bandos de presidentes de Repúblicas catalanas.»

Un mes más tarde y mostrando su desconfianza hacia los gobernantes catalanes, se afirmaba en el mismo periódico:

«…que la Generalidad, y los grupos políticos catalanes en el régimen de Asociaciones y reuniones en el orden público, en el régimen municipal, &c., por los motivos que sean, ofrecen pocas garantías para realizar con ecuanimidad y espíritu de justicia esas atribuciones…»

Por lo que concierne a Galicia, los socialistas, que eran la fuerza más influyente en los primeros gobiernos republicanos, sostenían un criterio, impolítico y reaccionario, incomprensible, en justificación de su resistencia a conceder a Galicia el Estatuto autonómico.

«Se trata –decían– de una región desde tiempo sumida en una modorra morbosa y aletargada por un analfabetismo sin igual y, por ello Galicia no está preparada ni madura para el ambiente regionalista.» («El Socialista», 17-I-32.)

Olvidaban, al hacer estas afirmaciones, que la responsabilidad histórica y política de la situación en que vivía el pueblo gallego correspondía por entero a las castas dominantes en la política española.

Y que, precisamente, la República dirigida por socialistas y republicanos demócratas hubiera debido ayudar a Galicia a transformarse en una región industrial, para lo cual –dadas sus riquezas naturales– tenía todas las posibilidades, apoyándose en la clase obrera gallega, en sus campesinos y en todas las fuerzas democráticas de Galicia.

Lógicamente, el primer paso en esa dirección era la concesión del Estatuto, que habría de servir para vivificar y desarrollar todas las posibilidades agropecuarias e industriales que existen en Galicia.

Con la victoria del Frente Popular en 1936, Galicia pudo en junio de ese mismo año votar el Estatuto que, como ya dijimos, fue respaldado por la mayoría del pueblo gallego.

Idéntica actitud se mantuvo respecto a Euzkadi hasta 1936. La sublevación franquista hizo cambiar positivamente muchas viejas ideas y actitudes, entre ellas, las mantenidas por socialistas y republicanos hacia el movimiento nacional de Cataluña, Euzkadi y Galicia.

Desde entonces ha corrido mucha agua y mucha sangre bajo los puentes de nuestro país, y hoy, a pesar de que siguen existiendo incomprensiones, las ideas acerca del problema nacional son más claras y positivas que en el pasado.

En una interesante encuesta realizada por el periodista y escritor Sergio Vilar, entre hombres representativos de Cataluña, Euzkadi, Galicia, Andalucía y Castilla, pertenecientes a distintas formaciones políticas, aparece claramente el enorme camino recorrido desde 1936 hasta hoy en la comprensión de la necesidad del reconocimiento, con todas sus consecuencias, de la personalidad nacional de las nacionalidades de nuestro país.

A la pregunta que constituye la médula de la encuesta: ¿creen Vds. que sería conveniente la instauración de una República Federal (o una monarquía constitucional que tuviera en cuenta este problema) o que se reestructure el Estado a base de regiones autónomas y con fórmulas asociativas, con la correlación de descentralización y con igualdad de consideraciones para todos los Estados de la Federación o regiones autónomas?, la mayoría de los consultados, entre los cuales figuran destacadas personalidades pertenecientes a diversas formaciones o corrientes políticas, se pronuncian por el reconocimiento de los derechos de las nacionalidades peninsulares y por el Federalismo.

Catalanes como Miguel Coll y Alentorn, Juan Coromines, Jordi Pujol, Juan B. Cendrós, José Mª Vilaseca Marcet, Heribert Barrera, José Mª Castellet y Manuel Jiménez de Parga se pronuncian por la Federación.

Vascos conocidos, como Carlos Santamaría, Antonio Menchaca y otros, de idéntica manera que los catalanes, opinan que la Federación sería la mejor forma de estructurar la España del futuro.

Francisco F. del Riego, Ramón Piñeiro y Domingo García Sabell, consideran la mejor solución el establecimiento de una república federal.

Una opinión digna de destacarse es la de José Mª Gil Robles, que, si bien no propugna el federalismo, considera que:

«es un hecho, fuera de toda discusión, el fracaso del centralismo absorbente y estéril. Si se parte de una completa realidad nacional en que coexisten, en virtud de un proceso unificador voluntario, diversos pueblos, con peculiaridades históricas y geográficas bien definidas, con tradiciones, costumbres, lengua e historia completamente propias, con legislación y gobierno particulares hasta épocas recientes, difícilmente puede concebirse que la estructura del Estado en España pueda desconocer en el futuro esa realidad poderosa.»

Sin profundizar en las variantes de las opiniones de los consultados, es indudable que el sentimiento general es favorable a la modificación de las estructuras del Estado y de hacer más viable la comprensión y el entendimiento entre todos los pueblos de España.

El concepto unitarista centralizador nacional, que puso en marcha la revolución francesa frente al predominio de la aristocracia feudal y del clero, hoy está sobrepasado.

Cuando el socialismo triunfante en una gran parte del mundo muestra a los pueblos su futuro, vivir a tono con su época es obligado para los hombres y fuerzas políticas con sentido de la realidad.

Querer frenar el desarrollo histórico de España, sujetándole a estructuras arcaicas o inoperantes, es vivir mirando a un pasado que nunca volverá; es correr el riesgo de ser arrastrado por el incontenible torrente de los pueblos en marcha hacia el futuro de justicia, de democracia, de paz, de socialismo.

El Partido Comunista propone –como lo ha planteado el camarada Santiago Carrillo en su informe– como objetivo democrático inmediato el restablecimiento de los Estatutos aprobados por los pueblos de Cataluña, Euzkadi y Galicia antes de la guerra civil como marco legal provisional mientras se procede a la estructuración democrática y federal del Estado español.

Tales Estatutos servirán, sobre todo, de plataformas políticas para que puedan surgir, como emanación de la lucha y unidad antifranquista, órganos unitarios de autogobierno de dichas naciones, cuya existencia y actividad podrán ser una contribución importante para una ulterior solución del problema nacional en la autodeterminación.

¿Cómo será esa España de mañana en la que todos los pueblos puedan, con derecho a ser escuchados, exponer su opinión y disponer de sus destinos?

Sobre esta cuestión están llamados a decidir, no sólo las nacionalidades interesadas, sino todos los pueblos de España, que desean poner fin al dominio de terratenientes feudales, de monopolistas y financieros sin patria ni conciencia.

Y será de manera muy especial la clase obrera, que es igual en Cataluña que en Euzkadi, en Andalucía que en Castilla, en Valencia que en Extremadura, en Asturias y León que en Galicia, la que junto a nuestros campesinos, a los intelectuales, a la juventud estudiantil y a todas las fuerzas democráticas, haciendo suya la reivindicación revolucionaria democrática del derecho de los pueblos a la autodeterminación, la hará triunfar sobre la España reaccionaria, sobre las castas culpables del atraso de España; abriendo el camino a una España democrática unida en la diversidad, en marcha hacia el socialismo, por la que luchamos y por la que tantos de nuestros mejores hombres sacrificaron su libertad y su vida.

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