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Discurso “populista” y defensa de privilegios. Los estadounidenses que votan a George W. Bush

Thomas Frank

LE MONDE diplomatique | 21 febrero 2004

Los estadounidenses conocerán en las próximas semanas el nombre del adversario demócrata que se enfrentará a George W. Bush. La aversión que suscita el presidente de Estados Unidos en su país y en el extranjero hace olvidar que conserva, a pesar de ello, numerosos partidarios que saben sacar el máximo de réditos electorales del papel que despreciativamente se les atribuye de portavoces de una América profunda. Ni intelectual ni europea pero segura de su superioridad y de sus valores.

Cuando los candidatos demó­cratas a la elección presiden­cial de noviembre de 2004 se enfrentaban en el Estado de Iowa. una publicidad televisiva atacaba al favo­rito en las encuestas, Howard Dean. Lo presentaba como el preferido de la “élite cultural”, dado a “subir los im­puestos y a aumentar el poder del Estado, al café a la italiana, a comer sushis, a los autos Volvo, a leer el New York Times, al body piercing y a Hollywood; un monstruo de feria del ala izquierda”, que no sabe tratar con el pueblo llano del Medio Oeste.

La publicidad es auspiciada por el Club para el Crecimiento, una organi­zación con sede en Washington, cuya finalidad es reunir a los ricos que ve­neran el mundo de los negocios con los políticos que comparten la misma inclinación y que están en condiciones de transformarla en leyes contantes y sonantes. Los miembros del Club son economistas neoliberales, celebrida­des millonadas, y grandes pensadores de la difunta Nueva Economía que consagraron toda una década a presen­tar la desregulación y la reducción de impuestos como si se tratara del se­gundo advenimiento de Cristo. En otras palabras, quienes creyeron ver a Jesús en la siempre ascendente cotiza­ción del Nasdaq, los economistas que vivieron de insistir públicamente en que la privatización y las desregula­ciones eran el mandato de la historia. ahora difunden anuncios televisivos que denuncian a la “élite”.

En esa paradoja reside el misterio estadounidense de 2004. Gracias al desplazamiento a la derecha de los úl­timos treinta años, la concentración de riqueza en Estados Unidos es la más grande registrada desde la década de 1920, mientras que los trabajadores ven reducidos sus derechos laborales y las empresas se han convertido en el elemento más poderoso del mundo. Y esa corriente conservadora -que si­gue fortaleciéndose- se vende como una guerra contra las “élites”, la rebe­lión virtuosa del hombre común con­tra una detestable clase dirigente.

Domina este fenómeno el presiden­te de Estados Unidos, George W. Bush, ex industrial del petróleo, gra­duado en Yale, hijo de un ex presiden­te de la Nación, nieto de un senador, y que ha gozado en cada etapa de su vi­da de todos los privilegios que los po­derosos de Estados Unidos reservan a su descendencia. Un hombre que de­clara tener una “veta populista” debido al desprecio que los exquisitos de la costa Este alientan contra él y sus co­legas tejanos.

Pero el populismo del presidente es rea!. Su resentimiento hacia los esnobs de la Costa Este, objetivamente ridícu­lo, es sincero. Es indiscutible que el hombre sintoniza con el estadouniden­se medio; su capacidad para hablar con la gente llana como si fuera uno de ellos es reconocida por todos. Y a esa gente llana le gusta Bush. Todo indica que en el próximo mes de noviembre se bene­ficiará del voto de buena parte de los lores blancos, lo mismo que hace cuatro años, cuando el 90% de los negros votaron al partido demócrata.

En otro tiempo, el populismo era el lenguaje de la izquierda estadou­nidense (I). Era la época en que los trabajadores votaban por el fortaleci­miento de los sindicatos, por la regula­ción de la economía y la generalización de la seguridad social. Frente a ellos, los republicanos se identificaban ine­quívocamente como el partido de los administradores de empresas, los por­tavoces de la élite social.

Lo siguen siendo, pero han pasado años perfeccionando una forma pro­pia de populismo, que mezcla el anti-intelectualismo con la presencia invasora de Dios, homilías nostálgicas de las raíces estadounidenses y de las cosas sencillas de la vida. Richard Ni-xon fue el primero en comprender el poder de esa combinación. Desde en­tonces, todos los presidentes republi­canos se han vestido de populistas. George W. Bush es el último, pero también uno de los más eficaces, en esa lista de políticos pro empresariales que se expresan en el lenguaje de los oprimidos.

Esta fórmula funciona, y tiene gran éxito. La han adoptado los represen­tantes   políticos,   los  editorialistas,

agentes de relaciones públicas, los agentes de Bolsa, los publicitarios y los periodistas económicos. Incluso Hollywood, imagen de todo lo que la derecha dice detestar. la ha adoptado.

El populismo de derecha cobra dos formas. En la década de 1990 se impuso un ”populismo de mercado”, inspirado en las estrategias de comu­nicación de Wall Street. La idea bási­ca era simple: el mercado es la esencia de la democracia, que no puede fun­cionar sin él. Y dado que todos parti­cipamos del mercado -al comprar acciones, elegir entre dos marcas de dentífrico, u optar por una película en lugar de otra- el mercado encarna la elección del pueblo. Nos da lo que pe­dimos, acaba con los viejos sistemas, y otorga todo el poder al consumidor. Por lo tanto, tratar de reglamentarlo o de compensar sus efectos es pura arro­gancia, una tentación tiránica de las élites educadas, que quieren seguir conservando sus privilegios (2).

En tiempos de prosperidad, el populismo de mercado vincula siste­máticamente el destino del estadouni­dense medio con la prosperidad de los accionistas de la empresa en que tra­baja. Así, durante los años noventa los telespectadores pudieron ver mini-se­ries publicitarias donde la Bolsa anti­cipaba una “revolución” y en las cuales las abuelas se intercambiaban consejos para invertir, mientras que los niños se emancipaban gracias a las marcas de ropa que usaban. Durante el boom del populismo de mercado, un canal de televisión informaba cada tarde sobre la evolución de la fortuna de los estadounidenses más ricos. Así, la gente podía venerar a los nuevos millonarios consagrados por las inver­siones del pueblo. Incluso la muy re­publicana Enron, vinculó su campaña por la desregulación del sector eléctri­co con el movimiento de los derechos cívicos de la década de 1960 (3). La firma realizó un paralelismo entre la desregulación y la privatización por una parte, y el poder popular por otra. Ante el fracaso de cada huelga y el consiguiente desastre para el sindicato que la había lanzado, los editorialistas imaginaban la alegría de los trabaja­dores que así quedaban liberados de todo tipo de servidumbre.

En épocas difíciles, la comercializa­ción del populismo de mercado es más difícil. Entonces cede el lugar -como ocurre actualmente- al viejo “populis­mo” de contragolpe, compuesto por recriminaciones contra los “izquierdis­tas”, no debido a su falta de fe en el mercado -y por lo tanto en la demo­cracia- sino por las monstruosidades culturales que han impuesto a la bue­na gente del interior de Estados Uni­dos. Después de haber legalizado el aborto, y prohibido las plegarias en las escuelas públicas, esos generadores de disturbios amenazan actualmente con legalizar el matrimonio homosexual. Una vez más, el enemigo del pueblo es esa maldita “élite progresista” identifi­cada con intelectuales que llevan la arrogancia como indeleble marca de fábrica. Y también en ese caso el Par­tido Republicano encarnaría a los pe­queños, a los oscuros y sin títulos, que se alzan contra una clase dirigente que desprecia sus “valores”.

Omnipresente en la radio y en Fox News (4). ese “populismo” rancio y re­accionario está obsesionado por los símbolos de la cultura de! consumo. En lugar de atacar directamente a los poderosos -a menudo republicanos-vitupera los objetos refinados y esnobs que poseerían esos poderosos: el tipo de café especial que consumen, los buenos restaurantes que frecuentan, sus estudios en las grandes universida­des, sus vacaciones en Europa, y sobre todo sus automóviles importados.

Molesto por esos gustos “afemina­dos”, el populismo rancio exhibe los supuestos gustos del país tradicional (en noviembre de 2000 los demócra­tas fueron derrotados en casi todos los Estados mediterráneos, mientras que triunfaban en California, Nueva York, Massachusetts, símbolos del maldito cosmopolitismo). ¿Cuáles son esos gustos? Los verdaderos estadouniden­ses aprecian los grandes bistecs teja-nos, el mundo rural (Bush posee un rancho, como también lo tenía Rea­gan), beben cerveza común (no im­portada), trabajan con sus manos, y poseen automóviles de industria na­cional. La idea de que los multimillo­narios industriales petroleros de Houston y de Wichita también pasan sus vacaciones en Europa, prefieren el aroma de los cafés más finos y mane­jan automóviles marca Jaguar, parece inverosímil.

La ventaja de insistir en esa guerra sobre el tipo de consumo, es que per­mite a la derecha capitalizar la diná­mica del resentimiento de clase. En efecto, los objetos identificados con la “élite” son más habitual mente utiliza­dos por las personas con estudios superiores y que se consideran a sí mismas como progresistas. A ellos se les aplica la etiqueta de “esnobs”, mientras que se asocia a los republica­nos con millones de personas sencillas. Pues los buenos estadouni­denses detestan las “élites” y sus gus­tos, lo que explica que hayan votado por hombres que hablan un lenguaje sencillo, como el actual presidente, su padre. Ronald Reagan, y también Ri­chard Nixon, quien supo aprovechar a fondo el odio contra los intelectuales

de la Costa Este (la más “europea” de las dos) y contra el clan Kennedy. Una vez en la Casa Blanca, todos esos “hombres sencillos” se dedicaron a inundar de favores a los más privile­giados…

Las distorsiones de esta representa­ción republicana de la élite deberían ser evidentes hasta para un ciego. En primer lugar, está ese absurdo postula­do de base, según el cual el «establish-ment» estaría compuesto por hombres de izquierda. En segundo lugar, los partidarios de Bush reprochan a los “progresistas” su gusto por el sushi y por el uso de pendientes, pero no du­dan en aplaudir a quienes hacen lo mismo, si ven que se trata de “empre­sarios” intrépidos y consumidores su­ficientemente liberados como para elegir por sí mismos. Tanto desprecian a Hollywood por estar pudriendo la cultura nacional con sus valores trafi­cados, como alaban su creatividad, sus ganancias, y su olfato para descubrir lo que al pueblo le gusta ver. Sin olvi­dar a Ronald Reagan y al gobernador Schwarzenegger, que vienen precisa­mente de Hollywood. Poco importan las incoherencias. Los estrategas repu­blicanos navegan indiferentemente en­tre ambos polos, y manipulan a su conveniencia tanto los mecanismos de uno como de otro.

La derecha estadounidense logra superar las contradicciones de su dis­curso, en parte, gracias a la izquierda. Incapaces de comprender el “populis­mo” cultural, muchos progresistas estadounidenses (mimados por los medios europeos) sólo ven en él un ra­cismo camuflado, que a su entender es el símbolo de una epidemia nacional. La más mínima manifestación de ese populismo les evoca inmediatamente a Timothy McVeigh y las milicias de extrema derecha. Tuve una experien­cia de esa patología “bienpensante” durante una reciente reunión de mili­tantes de izquierda en Chicago.

Después de haber oído una crítica devastadoramente acertada del uni­verso mediático, me puse de pie para señalar que millones de estadouniden­ses “comunes”, a menudo religiosos practicantes, compartían esa crítica de los medios sin saberlo, pero cometían el error de adjudicar a los “progresis­tas” el poder económico y financiero que domina el país y su sistema infor­mativo. Sugerí entonces al orador que hiciera un esfuerzo por establecer contacto con ese sector del país, y tra­tara de reorientar el resentimiento de clase que él mismo experimentaba, en favor de la izquierda. Inmediatamen­te, una mujer allí presente me refutó enfurecida diciendo que ella no pen­saba hacer el menor esfuerzo por ha­cer contacto con el Ku Klux Klan.

Y esto apunta a un problema más amplio. Hay algo de verdad en el es­tereotipo resentido del liberalismo. Ciertos “progresistas” pasan sus vaca­ciones en Europa, beben café a la ita­liana y tienen coches Volvo. Pero sobre todo desprecian a la clase traba­jadora estadounidense. Ir a una reu­nión de defensores de los derechos de los animales o deambular por un cam-pus universitario permite descubrir rá­pidamente que ciertas formas de acción política de izquierda son exclu­sivas de las clases medias altas educa­das, de la “minoría civilizada” que criticaba el historiador Christopher Lasch. Es decir, personas para las cua­les, generalmente la política es más un ejercicio de terapia individual, de rea­lización personal, que un esfuerzo des­tinado a construir un movimiento (5). Para ellas, la izquierda es una espiritua­lidad tranquilizadora, un sentimiento de empatia respecto de la “autenticidad” de los pobres y de los inmigrantes, una manera de expresarles que de tanto en

tanto piensan en ellos. Los distintivos que lucen y las calcomanías que colo­can en sus coches proclaman ante el mundo la bondad de los progresistas, igual que su decisión de consumo “éti­co” y su preocupación por reciclar las botellas de vidrio. Para ciertas revistas de izquierda, la crítica de oposición se ha convertido en una actividad vistosa, que tiene sus estrellas. ¿Acaso no hay un perfume de marca “Activiste”?

A veces se es de izquierdas porque se nace de izquierdas: una nobleza he­redada que autoriza a exhibir con orgu­llo, el pedigree. En tal caso, la catastrófica decadencia de la izquierda estadounidense en tanto que movi­miento social, su raquitismo, no llama demasiado la atención. Muy a menudo, la izquierda encama la simpatía que los que están por arriba sienten por los po­bres, y no su activismo para transfor­mar la sociedad. Una merma en las filas de la izquierda -lo que implica una mayor dificultad para obtener una cobertura médico-social o un derecho de representación sindical- para una parte de la izquierda estadounidense, al contrario, refuerza el plus de inconfor-mismo al que se aferra y la “creativi­dad” de las ideas “rebeldes” que defiende.

Criticar a esos individuos rústicos que agitan banderas estrelladas se vuelve entonces más importante que convencerles para que se unan a un combate político con vocación mayo-ritaria. Pues muy a menudo ser de iz­quierdas no significa hacer causa común con el pueblo, sino sermonear­lo, corregirlo y señalar con insistencia todos sus defectos.

Durante el debate en las Naciones Unidas que precedió a la guerra en Irak, el canciller francés, Dominique de Villepin, seguramente creyó haber convencido a los partidarios de Bush al demostrar las falsas afirmaciones hechas por Estados Unidos. Bien ves­tido, refinado, políglota, aplaudido por los embajadores de todo el mun­do, reprendía con la condescendencia de un aristócrata seguro de la realidad que describía a un secretario de Esta­do estoico e inmóvil en su asiento. Lo que Dominique de Villepin no evaluó es que a millones de estadounidenses les importa poco la realidad, pues se nutren de símbolos. Y en ese plano, Bush no podía esperar una dramatur­gia más adaptada a su populismo que el enfrentamiento entre un pobre esta­dounidense algo torpe y un francés se­guro de lo que dice y que hasta cita a los poetas.

Cada cuatro años, casi siempre se producen oleadas electorales en los lugares menos esperados: electores de derechas surgen donde se esperaban votos de izquierda, o estalla la crispación donde debería reinar la satisfacción. Mientras los progresistas estadounidenses no analicen mejor los resortes culturales de esa dinámica, se seguirá condenando -no sólo a ellos mismos, sino a lodo el mundo- a pade­cer políticos y guerras decididas por un país al que ya no hacen ningún es­ fuerzo por comprender.           ■

(1) Sobre el populismo estadounidense, ver Serge Halimi, «Le populisme, voilá l’ennemi», Le Monde di­plomatique, abril de 1996. Ver también el dossier “Cri­sis de la democracia representativa» Le Monde diplomatique, Edición Cono Sur, noviembre de 2003.

(2) Ver Thomas Frank, One Market under God, Bantam Doubleday Dell, 2001.

(3) Cf. «Las mil y una estafas de Enron», Le Monde diplomatique, Edición española, febrero de 2002.

(4) Ver Eric Alterman, «¿Liberales, los medios de comunicación de los Estados Unidos?» Le Monde di­plomatique, Edición española, marzo de 2003 y «La droite àla radio, la gauche dans son ghetto”, Le Mon­de diplomatique, Paris, marzo 2003 y octubre 1994, respectivamente.

(5) Ver Christopher Lasch, Le Seul et vrai paradis, Editions Climats, Castelnau-le-Lez, 2002.

* Tom Frank: Director de la revista The Baffler (Chicago), autor de One Market under God. Extreme capitalism. market populism and the end of economic Democracy. Ban-tam Doubleday Dell September 2001

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