Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La memoria del genocidio alemán

Publicado en Memoria 186 agosto 2004 | Prieto, Jimena A.

Historia de una representación

“Historia monumental” llama Nietzsche, en la segunda de sus Consideraciones Intempestivas, al acto de rememoración que los pueblos hacen de su propio pasado; ya sea a través de monumentos nacionales o de conmemoraciones oficiales, en esencia, se trata de representaciones destinadas a reflejar un tiempo lejano, fijándolo inamoviblemente como fundamento mítico de la nación.

Mientras que la historia misma está marcada con el sello de lo irrepetible, la memoria colectiva de un pueblo se encarga de escenificar aquel tiempo digno de ser conjurado y elevado a heroico pasado nacional.

A pesar de lo oscuro de su historia, a principios del siglo XXI, Alemania ha logrado hacerse de una “historia monumental”. Podremos ver materializada esta empresa en el “Monumento Nacional a los Judíos Europeos Asesinados” que en octubre de este año comienza a construirse en el corazón de la nueva capital, Berlín. No deja de sorprender este momento cumbre de escenificación política, sobre todo al tener presente que la historia posterior al nacionalsocialismo se caracteriza por el peso de la propia culpa. Sin embargo, podemos entender la especificidad de este monumento al tomar en cuenta que toda conmemoración en torno al nacionalsocialismo lleva en su seno su propia negación. Ya sean recintos del recuerdo o fechas conmemorativas, estos espacios sólo pueden configurarse en términos opuestos a los que otras naciones celebran afirmativamente su propio pasado; Alemania recuerda sus propios crímenes, de ahí el carácter de luto como momento constitutivo de la memoria colectiva.

Este artículo, en el que se recorre la historia de Alemania desde el momento de su derrota, pretende dar una visión general del complejo proceso de formación de la memoria colectiva. Se necesitarán varios decenios para comprender que el genocidio no constituye únicamente una etapa de totalitarismo y criminalidad, sino una radical “ruptura civilizatoria”, que tiene lugar a mediados del siglo XX, en una nación que representa en su tradición humanística uno de los puntos más elevados del pensamiento ilustrado europeo. Se necesitará también el esfuerzo de una nueva generación para consolidar las bases de un proceso de saber cada vez más diferenciado en torno al genocidio. Una auténtica cultura de la memoria sólo será posible una vez que los jóvenes de los años sesenta exijan a la generación anterior la confrontación crítica y reflexiva con el pasado. El genocidio se convertirá entonces en objeto de saber popular, en el “Holocausto”, y comenzará a multiplicarse indefinidamente toda suerte de representaciones comerciales y artísticas, tanto en Alemania como en otros países. Un punto final de la historia de la representación del genocidio puede verse en la puesta en escena oficial del discurso de las víctimas, cuyo máximo monumento podrá ser visitado en 2004, en Berlín.

Todos y cada uno de estos momentos reflejan una historia desgarrada entre la necesidad de olvido y la obsesión por recordar el pasado nazi, búsqueda histórica de absolución y de confrontación constante con la culpa alemana.

El genocidio, entre escenarios jurídicos

Entre el foro de Núremberg y el foro de la conciencia moral

En el verano de 1945, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial con la derrota alemana, los jefes de gobierno de los países aliados se dieron cita en la ciudad de Potsdam. El objetivo de reunirse en las cercanías de una Berlín convertida en ruinas era asegurar con toda clase de medidas que nunca más surgiera una guerra en suelo alemán. Para lograr este fin, los aliados establecieron un tratado cuyas cláusulas principales se refieren a la “desnazificación”, la “desmilitarización” y la “reeducación” de Alemania. Ciertamente, entre la ocupación soviética y la de los países occidentales, se abrió con el tiempo un abismo ideológico en torno a las maneras de entender la democratización y la construcción del nuevo orden1. Sin embargo, en los años en que Alemania no era más que un montón de escombros, todos estaban de acuerdo en que la tarea urgente era la de reeducar a una nación que había permitido un orden de terror y que había causado una guerra en la que habían muerto alrededor de 55 millones de seres humanos, por no hablar de los cuantiosos daños materiales que afectaron gran parte de Europa. Ninguna medida resultó más efectiva que erigir un tribunal militar para enjuiciar ante los ojos del mundo a los responsables del régimen nazi; los famosos juicios de Núremberg surgieron en el contexto de la política reeducativa de los aliados y se constituyeron como el primer foro público a través del cual tomó la palabra el momento más oscuro de la historia alemana.

No es casual que los aliados hayan elegido Núremberg como sede del tribunal militar. Finalmente, en esta idílica ciudad fueron formuladas y sancionadas las leyes que legitimaron el exterminio de seis millones de judíos europeos y la Blutschutzgesetz (ley de protección de la sangre), expedida por el gobierno de Hitler en 1935. Los procesos que los aliados montaron en la ciudad del Reichsparteitag duraron poco menos de un año: del invierno de 1945 al otoño de 1946; se llevaron a cabo 218 sesiones en las que se recogió el testimonio de 249 personas. De los veinticuatro acusados, doce fueron condenados a muerte.

Lo interesante y, a la vez, desconcertante de los juicios de Núremberg es que los jueces se encontraban ante una realidad inclasificable dentro de las convenciones del derecho internacional de aquella época. En 1945, lo que había existido en el mundo y, en consecuencia, era sancionable jurídicamente eran las “guerras” [2]. La exigencia de enjuiciar y castigar a los responsables del nacionalsocialismo sólo podía interpretarse dentro de los márgenes del derecho internacional que entonces existían, es decir, en el contexto de una “guerra” que había comenzado en 1939. De esta suerte, los máximos dirigentes del nazismo fueron sentenciados en Núremberg por haber cometido “crímenes de guerra”, ignorando el contexto más amplio de la ideología totalitaria y racista que sirvió de instrumento para exterminar al pueblo judío y a otros grupos estigmatizados. Un historiador escribe: “El exterminio judío fue interpretado en Núremberg como consecuencia de acciones militares y como parte de crímenes de guerra y no así como un complejo que formara parte de la política racial del nacionalsocialismo” [3]. Los crímenes que los nazis llevaron a cabo muchos años antes del comienzo de la guerra pasaron inadvertidos en este tribunal y el genocidio mismo, como eje fundamental alrededor del cual giraba la maquinaria entera del nacionalsocialismo, no pudo percibirse entonces en su inconmensurable singularidad. Por el contrario, su carácter específico se perdía al quedar subordinado bajo el amplio e impreciso concepto de “crímenes de guerra”.

En el tiempo de la posguerra, nadie quería saber del reciente pasado nazi. Todo crimen relacionado con el nacionalsocialismo se convertía rápidamente en tabú. Sin embargo, no puede hablarse de un desplazamiento radical del pasado, si tomamos en cuenta que éste se infiltraba en la vida pública a través de varios discursos. Ya de por sí, el acto de realizar un tribunal militar era una forma específica de confrontar a la sociedad, aunque difusamente, con la realidad de los campos de concentración. A este respecto, resulta interesante la tesis que sostienen Daniel Levy y Natan Sznaider en su libro Memoria en la época global: El Holocausto. Afirman acerca de la memoria y el holocausto que el que no haya existido un nombre para el holocausto en la primera fase de la posguerra, no lleva a suponer que reinaba un estado de amnesia colectiva: “La primera representación del holocausto tiene la forma de un tribunal de justicia, es decir, una forma visual… Nunca, ni en ese entonces, fueron totalmente borrados los delitos de los nazis; inmediatamente después de la guerra se publicaban ya reportajes e imágenes de lo que había sucedido”4. Los estadounidenses, bajo el imperativo democratizador, tenían particular interés en que los procesos de Núremberg se convirtieran en un escenario mundial donde ellos quedaran representados como liberadores del mal. Más de doscientos reporteros de prensa y radio se apretujaban en las salas plenarias; algunas revistas semanales, tales como Life, reportaban continuamente el avance de los procesos. Incluso dentro de los márgenes de su Re-education Program realizaron un documental “educativo” de los propios procesos: Núremberg y su enseñanza, en el que aparecían imágenes del campo de concentración Buchenwald. En otra película de la época, The Nazi Concentration Camps, aparecen por primera vez ante las pantallas cinematográficas las imágenes de miles de cadáveres amontonados en fosas comunes. En resumen, las posibilidades publicitarias de la época fueron utilizadas al máximo por los estadounidenses para generar discursos de tono moralizante y acusador: se daban a conocer al mundo los crímenes de guerra de los nazis y se estigmatizaba de paso al pueblo que había permitido semejante catástrofe.

Los juicios de Núremberg, así como toda la publicidad que giró a su alrededor, fueron la primera forma en que el genocidio se representó y se trajo a la memoria pública. Aunque para ese entonces no puede hablarse de una “memoria colectiva” en torno al pasado nazi, al no haber suficiente distancia histórica para que ésta se haya consolidado, los tribunales permitieron vislumbrar el uso de ciertas estrategias de una comunidad para recordar su propio pasado. El acto colectivo de representar el pasado -lo señala por primera vez Maurice Halbwachs- no se guía únicamente por valores institucionalizados -por ejemplo, honrar la memoria de los héroes-; son, sobre todo, intereses políticos enraizados en el presente los que guían la selección que se hará para tal representación. Esta estrategia de selección es claramente aplicable a “Núrenberg”: fueron elegidos aquellos fragmentos del pasado nazi -a través de tribunales, documentos cinematográficos, reportajes fotográficos, etcétera- que pudieran servir para marcar un contraste entre la barbarie del nazismo alemán y la superioridad política y moral, y además democratizadora, de Estados Unidos. De las perspectivas que fueron seleccionadas en la política de reeducación resulta claro que no sólo se perseguía el interés de sensibilizar a la población hacia una actitud proestadounidense; también se quería generar una atmósfera de culpabilidad. Así, en el verano de 1945, se veía en los muros de las ciudades y de los pueblos un cartel con imágenes del campo de concentración Bergen-Belsen, al pie del cual se leía: “¡Ésta es vuestra culpa!”. Los alemanes miraban incrédulos estas primeras imágenes de los campos de concentración y, sin duda, se preguntaban si eran tan reales como la miseria en la que se encontraban inmersos, al cabo de una guerra en la que la mayoría había perdido seres queridos. ¿Cuántos de ellos habían estado realmente involucrados en un régimen en el que muchos habían creído y del cual se habían beneficiado económicamente? Finalmente, la pregunta que todos se hacían en su fuero interno: ¿quiénes eran los verdaderos culpables?, ¿no se trataba más bien de un pueblo víctima de un dictador al que nadie pudo oponerse con éxito? La acusación que provenía del foro jurídico y de la propaganda aliada encontraba un replanteamiento en el foro de la conciencia moral y en el “silencio” de la vida privada. Los culpables habían sido unos cuantos o, bien, resultaba culpable la sociedad entera que de una forma u otra había participado en ellos. El reproche de una “culpa colectiva”, que desde entonces ha sido objeto de reflexión pública y largos debates académicos, nació en este ambiente de política educativa impuesta por los aliados y es indisociable de la primera representación -jurídica- del genocidio [5].

En la vida privada, el “silencio” que reinaba en torno a los campos de concentración estaba marcado por un fuerte contraste con la escenificación grandilocuente de los juicios de Núremberg. Sin embargo, una reflexión crítica o una representación diferenciada del genocidio estaba definitivamente excluida de ambas formas de discurso; el público y el privado. Núremberg, como foro jurídico y representación pública, implica una toma de distancia escénica, toda vez que la distancia histórica, como condición para que surja un genuino interés reflexivo, es imposible en este tiempo de posguerra. Otros factores también explican la imposibilidad de ir más allá de un sentimiento de culpa paralizante: no se debe únicamente a la falta de distancia histórica, afirma el sociólogo Friedrich Tenbruck, sino también al carácter impuesto de la propaganda. La revelación del pasado a través de tribunales, acusaciones y películas documentales, tenía la forma de una “culpa ordenada”; “en esta forma impuesta de confrontar el pasado no había lugar para que surgiera en los alemanes un proceso de reflexión libre”6. Sólo algunos decenios más adelante, bajo el influjo de la distancia histórica y con el ímpetu de una nueva generación, podría comenzar un proceso reflexivo en torno al genocidio; éste se constituirá, entonces, en la base sobre la cual pudo darse una cultura de la memoria institucionalizada en los años ochenta.

“El proceso de Auschwitz” y su dramatización

En un pequeño ensayo titulado “¿Qué significa superar el pasado?” (1959), Theodor Adorno reflexiona sobre las causas del olvido del pasado criminal nazi en la próspera sociedad alemana de los años cincuenta. El filósofo de la Escuela de Frankfurt refiere que, si ya en ese tiempo era común hablar de una superación del pasado [7], con ello se indicaba sobre todo la necesidad de abstraerse de la incómoda realidad del nacionalsocialismo. “Superar el pasado”, escribe Adorno, “no quiere decir en nuestros días que nos confrontemos reflexivamente y en serio con él, que rompamos su hechizo con una conciencia clara; más bien quiere trazarse un punto final y, si es posible, borrar el pasado de la memoria” [8]. Negar el pasado nazi era lo más normal en la sociedad de esa época. Si había que justificar este “olvido” se decía, cuando mucho, que la traumática carga psíquica del pasado sólo podía generar sintomáticamente una amnesia colectiva.

Adorno, en su pretensión de entender cómo los intereses políticos y económicos del presente determinan el discurso sobre el pasado, ofrece una explicación más compleja: el “olvido” puede deberse al desplazamiento característico de experiencias traumáticas; sin embargo, argüía, este “olvido” es más bien explicable a raíz de la prosperidad material de Alemania como un fenómeno emergente en los tempranos años cincuenta. En Hitler, afirma el filósofo, la sociedad había encontrado un lugar en el que expresaba su ideal colectivo narcisista, en otras palabras, su orgullo de “ser alemán”. Si bien es cierto que muchos habían sufrido carencias y pérdidas bajo el terror de la dictadura nazi, a la mayoría no le había ido mal económicamente. Tras el colapso del nacionalsocialismo y la consecuente decepción social al haberse desenmascarado como régimen criminal, el narcisismo alemán había sufrido un daño que sólo podría ser reparable en una nueva época de florecimiento económico [9]. Gracias al boom económico de los cincuenta se rehabilitaría la conciencia nacional y los alemanes estaban dispuestos a afirmarse de nuevo como triunfantes, una vez que los aspectos negativos del pasado fueran olvidados.

Con el tiempo, esta época se tipificó como “la era Adenauer”, no en última instancia por la consolidación material, que fue el gran logro de Konrad Adenauer, un hombre de 73 años elegido canciller en 1949. Aunque Adenauer hizo posible el auge económico de Alemania occidental, en su programa no estaba contenida la mínima intención de impulsar una cultura política e histórica y, mucho menos, de desarrollar una conciencia crítica respecto al pasado nazi. La tendencia al olvido que Adorno constata en sus estudios psicosociales es característica de un decenio en el que no conviene que el pasado nazi forme parte de la identidad nacional. Alemania entrega al mundo una imagen de una nación económicamente fuerte, de competencia internacional, de alta productividad y eficiente reconstrucción. El pasado criminal sólo puede tener el carácter de mácula eliminable en una nación que, lejos de definir su identidad históricamente, la define sólo por el alto rendimiento económico y el bienestar material.

La exigencia de Adorno y, en general, de la Escuela de Frankfurt, de llevar a cabo una confrontación crítica y de Aufklärung en torno al nacionalsocialismo y sus crímenes, será un propósito realizable en la sociedad alemana sólo a partir de los años sesenta. El genocidio comenzó a ser objeto de una atención cada vez más diferenciada, incluso cuando toda discusión de ese tiempo se haya limitado a los círculos académicos del saber [10]. La relativa apertura de los sesenta no se debió sólo al impulso obtenido por el movimiento liberador y revolucionario propio de ese tiempo, sino al surgimiento de una nueva generación: los hijos de quienes experimentaron el nacionalsocialismo en carne propia cuestionaban a sus padres; querían saber cómo actuaron en los tiempos de Hitler, en qué medida se comprometieron. En pocas palabras, exigían cuentas a la generación anterior.

En la sociedad de los años sesenta, se dieron básicamente dos discursos opuestos en torno al pasado nazi. Por una parte, se generaron discursos políticos y culturales en los que subyacía el interés de superar el pasado crítica y reflexivamente. Por otra parte y en cierta continuidad con la política amnésica de Adenauer, se generaron discursos oficiales que supeditaban la cuestión del pasado al interés preminente del nuevo orden económico. Sobre todo, era en la política oficial donde convenía “superar el pasado” mediante el olvido. Ludwig Erhard, canciller en ese entonces de la Alemania capitalista, expresó esta intención en su política: “bien es cierto que todas las generaciones posteriores tienen que cargar con las consecuencias de la política llevada a cabo de 1933 a 1945 en nombre del pueblo alemán. Sin embargo, los puntos de referencia en la actual política de la Alemania Federal ya no pueden ser la guerra o la época de la posguerra. Los puntos de referencia no están atrás de nosotros, sino frente a nosotros. El tiempo de la posguerra ha llegado a su fin” [11]. No puede formularse de mejor manera la ideología progresista liberal en su estrategia deshistorizante: sólo cuando el -incómodo- pasado sea una dimensión cerrada y agotada podrá darse la apertura hacia horizontes futuros. El discurso futurista de Erhard -hay que decirlo- resulta más sorprendente si se toma en cuenta que fue formulado en 1965, cuando llegaba a su fin el proceso penal más grande que se había realizado en Alemania occidental contra actores involucrados en Auschwitz; un proceso que, al esclarecer radicalmente el pasado nazi, contradecía la política oficial representada por Erhard. Claro, a menos que fuera visto como un proceso que nada tenía que ver con la política histórica alemana…

El proceso de Auschwitz: interpretaciones en conflicto

A finales de 1939, el comandante Arpad Wigand propuso a Hitler construir un “campo de concentración” en las cercanías de la ciudad polaca ocupada Oswiecim. Pocos meses después, en la primavera de 1940, el dirigente superior de la SS (Schutzstafel, organización policiaca mediante la cual el gobierno de Hitler consolidó su sistema totalitario de terror), Rudolf Höss, fue nombrado comandante del nuevo campo de concentración para los presos judíos. El campo se dividió en Auschwitz I, que albergaba los campamentos de vigilancia y control, y Auschwitz-Birkenau II, donde se encontraban los campamentos de reclutamiento y los crematorios. Ambos estaban rodeados de una cerca que abarcaba 24 km. cuadrados, al oeste y sureste de la población de Oswiecin. “Para los seres humanos que fueron arrastrados en vagones de ganado a Auschwitz, este lugar sólo puede simbolizar una ruptura total. Auschwitz significa el fin de la civilización, el fin del mundo, el fin de todo lo posible” [12]. El que “Auschwitz” se haya constituido con el tiempo en el símbolo por excelencia del fin de la civilización se debe en gran parte a la información que salió por primera vez a la luz pública a través de los juicios contra 24 vigilantes y operadores del campo de concentración Auschwitz-Birkenau, que se llevaron a cabo en las salas Römer del ayuntamiento de Frankfurt, entre 1963 y 1965. Un montaje periodístico espectacular, cuyo antecedente fue el famoso juicio a Rudolf Eichmann en Jerusalén, hizo posible que los alemanes y el mundo entero fueran testigos, por primera vez, del funcionamiento en detalle de la maquinaria de exterminio que fue este campo de concentración.

Procedentes de varios países europeos llegaron a comparecer más de 300 testigos: judíos y presos políticos sobrevivientes. El testimonio rendido por las víctimas constituye un documento invaluable, ya que abre las puertas a un conocimiento objetivo y detallado sobre Auschwitz. Lo que sucedió en los campos de concentración dejó de enfocarse bajo la perspectiva de otros tantos “crímenes de guerra”, lo cual permitió que se tuviera conciencia de las proporciones reales y espantosas del genocidio. Por otra parte, el que los acusados en el proceso de 1965 fueran vigilantes, médicos y capataces, y no los creadores intelectuales de Auschwitz -muchos ya habían muerto- es característico de una estrategia de la política oficial de los años sesenta: una vez más se trataba de escenificar un acto de justicia a través de un gran foro jurídico penal. Sin embargo, por más que el juicio significara dirigir la atención hacia el atormentante pasado, no quería hacerse escándalo en el presente, ya que muchos de los “peces gordos” del nazismo estaban perfectamente reintegrados a la sociedad alemana en altos puestos de gobierno [13].

El Proceso de Auschwitz dio origen a un debate sobre el significado político del genocidio para el presente alemán. El conflicto, al que sólo podemos aludir brevemente, da cuenta de la dificultad de abrir una dimensión histórica al discurso de la identidad nacional. El presidente del tribunal, Hans Hofmeyer, representa la interpretación oficial del proceso de Auschwitz. Hofmeyer estaba convencido de que no había que ver en éste un proceso donde estuviera compareciendo ante la ley “toda una etapa de la historia alemana”; se trataba únicamente de un proceso en el que determinados individuos estaban siendo juzgados por haber cometido, sin más, determinados delitos: “los jueces de este tribunal no han sido convocados para ‘superar el pasado’ alemán. Si bien es cierto que el proceso ha llamado enormemente la atención más allá de las fronteras del país y ha obtenido el nombre de ‘Proceso de Auschwitz’, se delimita a ser únicamente un proceso penal” [14]. Nadie protestó más contra la tendencia a despojar el proceso de toda significación política e histórica que el fiscal Fritz Bauer, verdadero autor intelectual del proceso. Bauer opinaba que un proceso penal contra los operadores de Auschwitz tenía que abrir un espacio para una dimensión simbólica: no sólo había que ver a los acusados como individuos criminales, sino, sobre todo, como partes constitutivas de todo un sistema estatal que justificaba su existencia a través de la eliminación racional y sistemática de la población judía, por no hablar de los otros grupos de víctimas: presos políticos, homosexuales, gitanos, enfermos mentales, etcétera. El proceso tenía que hacer transparente el funcionamiento del criminal como parte del engranaje de la maquinaria de destrucción que fue el sistema entero del nacionalsocialismo. Las razones de Bauer para insistir en el carácter político del proceso no eran tanto reprochar a toda una nación la “culpa” de semejante pasado, sino superarlo en el sentido en el que Adorno lo había propuesto: con una intención pedagógica preventiva para que Auschwitz no fuera a repetirse [15]. Mientras que la política se debatía entre interpretaciones sobre del significado que había que dar al proceso de Auschwitz para el presente, fueron en realidad los intelectuales y artistas quienes impulsaron discursos y foros de discusión crítica en torno al genocidio. En estos círculos, comenzó a surgir la concepción de Auschwitz como símbolo del “rompimento civilizatorio” y la barbarie en el corazón de la civilización.

La pesquisa, una dramatización del Proceso de Auschwitz

A través del ejemplo que el dramaturgo alemán Peter Weiss brinda con su obra teatral La pesquisa, constatamos la verdad contenida en la afirmación de Anna Sa’adah: “mientras que las estrategias institucionales se preocupan más por guardar principios de orden, las estrategias culturales tienden a tomar más en cuenta a las víctimas de una injusticia” [16].

En 1946, Peter Weiss había sido espectador de los procesos que se llevaban en Frankfurt. Como artista comprometido, estaba convencido de que nada de lo declarado en los juicios podía clausurarse en el presente como un pasado pasado; por el contrario, había que ocuparse una y otra vez de Auschwitz y los testimonios de los sobrevivientes; ésta era la responsabilidad moral del artista: “sólo a través del arte como acto moral, el artista puede recuperar algo del pasado en el presente” [17]. El “teatro documental”, tal y como Weiss designa su trabajo, pretende ser un instrumento formativo de una opinión crítica dirigida al presente a través de un tema político escenificable [18].

Las declaraciones de acusados y testigos, la revisión de las actas y protocolos de cada sesión del proceso, la investigación sobre las víctimas en las interminables listas de defunción, la revisión, en fin, del campo de concentración Auschwitz como el núcleo del terror organizado, integra el conjunto del material del que se sirvió Weiss para elaborar un drama que representa sobriamente el tribunal que juzga a los operadores de Auschwitz. El teatro se convierte, de esta suerte, en el verdadero foro de diálogo, provocación y comunicación con el público, dando un lugar a la dimensión política y simbólica que el juez Hofmeyer excluía del proceso real que ocurría al mismo tiempo en Frankfurt.

La pesquisa fue montada simultáneamente en 15 ciudades de Alemania. A mediados de los sesenta, no sólo sirvió como un documento político esclarecedor -en virtud de su carácter realista-, sino que, al ser una representación artística de “Auschwitz”, originó un nuevo problema que, con el tiempo, se ramificó en varias cuestiones: ¿es representable “Auschwitz” estéticamente?, ¿no está banalizándose el genocidio y, así, renunciándose a la seriedad moral que se merece?, ¿no estamos ante el peligro de hacer del crimen alemán, más que un lugar de discusión crítica, una industria comercial?

Las bases para que en poco más de un decenio se diera un boom mundial del holocausto ya estaban puestas, pero también estaban ahí para iniciar una investigación más diferenciada en la historiografía y, finalmente, para que naciera la cultura oficial de la memoria.

El Holocausto entre escenarios estéticos

El surgimiento del “Holocausto” a través de la imagen televisiva

Hoy en día, conocemos varios nombres que designan el genocidio alemán. Los términos más usuales son “shoah”, “Auschwitz” y “holocausto”. Shoah es un término teológico de origen hebreo que se traduce como “desesperación en la historia de exilio y sufrimiento del pueblo judío”19; mientras tanto, “Auschwitz” es la traducción en alemán de la población Oswiecin en Polonia, lugar del campo de concentración Auschwitz-Birkenau; finalmente, el concepto inglés holocaust (holocausto en español) es un derivado del griego holókaustus, y remite a la víctima incinerada en un sacrificio religioso. Aunque todos estos nombres se refieren al mismo suceso histórico, nuestro discurso aparecerá contextualizado en un determinado horizonte de significados (políticos, históricos, religiosos, etcétera), según el nombre que usemos. La relación entre el acto de nombrar y el genocidio alemán como hecho histórico ha sido objeto del análisis de James E. Young, estudioso del judaísmo, en su brillante ensayo “Writing and Rewriting the Holocaust”. El acto de nombrar, escribe Young, es el primer paso hermenéutico que damos en torno a un suceso histórico. Los nombres no descubren en primer lugar un qué histórico, sino un cómo “narrativo”: de acuerdo con qué intereses, con qué mitos fundantes, en función de qué ideologías nacionales, etcétera.

Que en Israel, por ejemplo, se use desde tiempos del nazismo el concepto de “shoah” obedece a un interés predominantemente político: en este término de origen bíblico el sionismo fundacional encontraba las resonancias teológicas necesarias que legitimaban la ocupación de Palestina: nada justificaba mejor que la shoah la necesidad de fundar un Estado propio como solución a la diáspora; la shoah se enfocaba, así, como la última fase en la historia de persecución del pueblo de Abraham. Independientemente de que cada nombre sea usado en determinados contextos y de acuerdo con determinados intereses, existe un término con el que designamos inequívoca y universalmente, desde finales de los años setenta, el genocidio alemán: holocausto. Resulta interesante acercarse al momento en que esta palabra de origen griego se conviertió en la designación universal del genocidio.

En 1978, se transmitió por televisión en varios países del mundo una serie estadounidense, Holocaust. Se trataba de la historia ficticia de una familia judía víctima del genocidio alemán. La miniserie fue transmitida en Estados Unidos en cuatro tardes consecutivas; la audiencia de casi cien millones de espectadores prueba ampliamente el rotundo éxito de los episodios en ese país. En Alemania, con unos 15 millones de espectadores, su éxito fue igual de significativo. La configuración realista de la serie y el altísimo índice de audiencia fueron precisamente los factores que determinaron el nombre de “Holocausto” para el genocidio. Desde los tiempos de la serie, todo el mundo tiene al menos una vaga noción de lo que pasó -y cómo fue que pasó- en los campos de concentración alemanes. Peter Novick escribe que en esas siete horas televisivas (el tiempo total de duración de la serie) los estadounidenses obtuvieron más información sobre el “Holocausto” que en los treinta años precedentes; una información, por cierto, confeccionada a través de highlights históricos que ofrecen una visión panorámica de la historia de los judíos en la Alemania nazi: el año en el que fueron sancionadas las leyes de Núremberg, la “Noche de los cristales rotos”, la Conferencia de Wannsee en la que se decidió la “Solución final”, el levantamiento del ghetto de Varsovia y, finalmente, el terror en diversos campos de concentración: Buchenwald, Theresienstadt y Auschwitz [20].

No resulta exagerada la afirmación de Levy y Sznaider de que “del Holocausto surgió el Holocausto”, es decir, que un producto mediático configuró nuestro saber sobre el genocidio. Sin embargo, habría que decir con estos autores que, si bien la americanización del holocausto,;como se llama a este fenómeno de mercado que empezó en Estados Unidos, ofrece una versión muy tipificada y “disneylándica” del genocidio, no implica la muerte de toda discusión productiva. Finalmente, no podemos abstraernos en la modernidad de la “reproducibilidad técnica” (Walter Benjamin) en tanto una mediación constitutiva de toda producción cultural. La aparición de la serie Holocaust no fue, ni siquiera en el momento de su transmisión, en 1978, un mero entretenimiento televisivo. Muy por el contrario, fue la gota que activó discusiones a nivel mundial sobre las formas válidas de representar y escenificar el pasado criminal alemán, sobre todo tomando en cuenta que se trataba ya de historia para las generaciones jóvenes de los años setenta.

Ciertamente, ya se sabía mucho sobre el genocidio y lo que había sucedido en los campos de concentración. Sin embargo, toda investigación se limitaba a los estrechos círculos del saber especializado y, cuando mucho, en la esfera privada interesaba a los supervivientes o descendientes de los afectados. Las expresiones políticas y artísticas como los procesos penales, el cine documental, el teatro de Peter Weiss, la poesía de Paul Celan, no tenían repercusiones en el ámbito del saber popular. Sólo con la emisión de la serie el tema alcanzó a grandes sectores de la sociedad alemana: se discutía en las escuelas, en la comunidad judío-alemana y en las universidades; era objeto de debate en la televisión y en revistas populares. Un periodista alemán escribió: “por primera vez, y gracias a Holocaust, la gran mayoría de la nación sabe lo que se esconde detrás de la horrenda pero poco alusiva fórmula burocrática de ‘Solución final de la cuestión judía’. Esto es así gracias a que los cineastas estadounidenses tuvieron el valor de liberarse del imperativo paralizador de que el genocidio es irrepresentable” [21].

El periodista se refiere implícita pero claramente al dictum de Adorno: “después de Auschwitz escribir un poema es un acto de barbarie” [22]. Aunque esta frase disuasoria de representar Auschwitz estéticamente haya tenido significado sólo en el contexto de la crítica cultural adorniana, en Alemania se había convertido en una especie de imperativo moral respecto a lo que es permitido representar al arte, tomando en cuenta que el objeto a estetizar es “Auschwitz”. Para muchos, Auschwitz tenía que representarse como símbolo de lo irrepresentable. La serie Holocaust logró liberar a la sociedad de la prohibición de representar popularmente el genocidio. Ello desencadenó tanto una comercialización extrema del tema como una extensa conciencia social respecto al pasado criminal alemán.

En los años ochenta, una vez que el holocausto formaba parte del saber popular, comenzaron a surgir discursos inconcebibles años atrás: se investigarían a fondo casos particulares, se publicaría literatura testimonial y memorias de supervivientes, se filmarían videos caseros de cierta difusión comercial, se fundarían organizaciones civiles de apoyo terapéutico para los afectados y sus descendientes, entre otras actividades. En 1993, se estrenó de nuevo una película estadounidense sobre el “Holocausto”, La lista de Schindler, de Steven Spielberg. En esta ocasión, se trataba de la historia real del empresario nazi Oskar Schindler, que salvó la vida de más de mil judíos. No obstante el carácter pedagógico de esta película, el genocidio se enfoca desde una perspectiva bastante provocativa: Spielberg no ubica en el centro del filme la matanza de los judíos, sino la salvación de mil cien judíos por un nazi de buenas intenciones. La película se discute por todas partes; sin embargo, pertenece a una época en la que, a fuerza de su explotación comercial, el holocausto comenzaba a causar hastío. En la Alemania reunificada de los años noventa, la prohibición de Adorno de representar Auschwitz parece estar definitivamente superada. No sólo se ha convertido en un topus popular, sino que será parte constitutiva de una política estatal cada vez más consciente del peso del pasado en la narrativa nacional.

La puesta en escena oficial: cultura de la memoria y sus escenarios políticos

Al reflexionar sobre la exposición “Holocausto, sus monumentos y formas de memoria”, James E. Young señala un momento característico en la constitución de la memoria colectiva: “entre más se aleja de nosotros en el tiempo el holocausto, más se acercan al primer plano sus monumentos y museos” [23]. Sin duda, el tiempo es un factor esencial en la configuración de la memoria histórica de un pueblo. Así como en la vejez surgen los mejores recuerdos de la remota infancia, los pueblos obtienen las representaciones del pasado más nítidas entre más se alejan de éste. Por esta razón, no debe extrañarnos que en los últimos decenios del siglo veinte, el genocidio se haya convertido en objeto de toda suerte de discursos estatales a nivel mundial. Museos y monumentos se multiplican en todos los países afectados por el nazismo; incluso, los mismos monumentos son ya tema de exposiciones. “El problema de la conciencia del holocausto en los ochenta y noventa, escribe Andreas Huyssen, no era ni es el olvido, sino más bien su omnipresencia, el exceso de símbolos del holocuasto en nuestra cultura; la fascinación del fascismo en la literatura, en el cine y en los monumentos públicos” [24].

Hay que decir, sin embargo, que la omnipresencia “holocáustica” en monumentos y museos no se explica sólo por la natural distancia histórica y la obsesión por retener el pasado: los monumentos estatales constituyen un momento importante de la escenificación simbólica de la política. Una excesiva escenificación del pasado podría ser -contradictoriamente- una estrategia política para suprimirlo o, bien, para originar una vivencia estetizante descartando la posibilidad y el riesgo que implica la sobriedad de una conciencia crítica histórica. En síntesis, toda conmemoración oficial del pasado es también significativa porque representa intenciones e intereses políticos que pertenecen al presente.

El ejemplo más sobresaliente desde el aspecto de una política simbólica nacional es el Holocaust Memorial Museum, inaugurado en 1993, en Washington, D. C. Desde su ubicación, podemos empezar a descifrar el significado político de este museo dentro del discurso nacional estadounidense: se encuentra en la zona de los museos y monumentos más representativos de esa ciudad, frente al Capitolio y al Jefferson Memorial, a una cuadra del National Mall y muy cercano al complejo del Instituto Smithsonian, que contiene un conjunto importante de museos. Junto con su archivo y biblioteca, constituye el centro de investigación e información sobre el genocidio alemán más importante de Estados Unidos. Según leemos en su catálogo, el memorial fue construido “como un componente importante de los museos de la historia americana”. Sin embargo, cuanto más sobresale este museo por sus dimensiones extraordinarias y por la semántica nacional que implica, tanto más urgente se hace tratar de responder a la pregunta con la que James E. Young abre su estudio sobre la escenificación del holocausto en Estados Unidos: “¿qué significado tiene un museo nacional del holocausto, en un país tan lejano y tan ajeno al lugar de los hechos?” [25]. El mismo catálogo nos da la respuesta: “el Memorial Museum no sólo refleja el evento histórico del holocausto, sus víctimas y perpetradores, sino también la historia de los testigos, salvadores y liberadores de los KZ”.

Leamos entre líneas: este museo no se interesa tanto por documentar la historia alemana en sí, sino por representar al ejército estadounidense como redentor del terror nazi. En efecto, fueron las tropas estadounidenses las que abrieron las puertas de los campos de concentración de Dachau y Buchenwald; además, esta nación se convirtió en uno de los países más importantes de la emigración europea y en un lugar seguro para los judíos que lograron huir del nazismo. Es ésta precisamente la perspectiva que pretende resaltar el Memorial, proyectando hacia el presente, como escribe Young, los valores que fundan la identidad nacional estadounidense: la libertad y la posibilidad de una sociedad democrática y enemiga del racismo.

Sin embargo, representar los ideales estadounidenses en un fragmento de historia alemana bien puede ser una hábil estrategia para ocultar la propia historia y sus crímenes. En su debatido libro, La industria del Holocausto, Norman Finkelstein pregunta: “¿Por qué ocuparse de la historia de los alemanes y no así de los ‘capítulos más oscuros’ de la propia historia?” [26] La respuesta no se deja esperar: la memoria colectiva nacional se construye a partir de hechos heroicos, sacrificando necesariamente el discurso de las víctimas.

El caso de Alemania no necesita mayor justificación en su ímpetu por establecer monumentos y museos; nos encontramos en el lugar de los hechos, en la nación a la que pertenecieron los responsables del genocidio. Mucho antes de que se diera el boom mundial del holocausto, existía en Alemania una tradición de monumentos públicos, sobre todo en la antigua República Democrática Alemana. Claro, el significado político de los Gedenkstätte, o sea, los recintos del recuerdo, ha ido cambiando a lo largo de los años, según el discurso de la política oficial. Plötzensee y Sachsenhausen, como dos Gedenkstätte sobresalientes de la Alemania socialista, tenían poco interés por subrayar en su museografía que las víctimas hubieran sido judíos, homosexuales o gitanos e intentaban, más bien, guiar la atención hacia el triunfo del socialismo como superación del fascismo.

Sólo hasta en los años ochenta los monumentos obtuvieron un papel fundamental en la política estatal alemana, concretamente, en la política histórica impulsada por el canciller de Alemania occidental, Helmut Kohl. Si tomamos en cuenta que las conmemoraciones públicas se interesan por fortalecer la identidad nacional, escenificando orgullosamente el pasado colectivo, podemos imaginar por qué ha sido tan problemática la creación de una memoria nacional histórica. Los franceses, por ejemplo, fundan su identidad histórica en una mitificación extrema de la Revolución Francesa, de la misma manera en que los rusos lo hacen basados en la Revolución Bolchevique o los mexicanos en la Revolución de 1910. El caso de Alemania no es muy afortunado en este sentido, puesto que el genocidio significa para toda posteridad una ruptura radical en la historia heroica.

Uno de los intereses de la política cultural de Helmut Kohl fue fomentar una visión del pasado en la que el genocidio se volviera relativo, recordar esta etapa como un momento oscuro, sí, pero también como un momento entre otros más heroicos de la historia alemana; si de alguna manera había que rendir culto a las víctimas, había que incluir a todas las víctimas, incluyendo en esa categoría a los soldados alemanes y a los soldados de la SS. El tema está, desde entonces, en el aire: ¿qué valor puede otorgarse al pasado nazi en la totalidad de la historia alemana?

En Alemania, como en ninguna otra parte del mundo, cada monumento, cada recinto del recuerdo, cada placa conmemorativa, es objeto de infinitas discusiones públicas y debates intelectuales. Bien señala Young que se trata de la memoria de una nación que se encuentra frente a la difícil tarea de levantar un nuevo Estado sobre la base del recuerdo de sus terribles crímenes. Hay que echar finalmente una mirada a la más grande discusión en torno a la representación estatal del genocidio. Un desgarrante debate de diez años refleja la lucha en la Alemania reunificada por poseer un discurso viable del pasado nazi. Este debate desemboca en la construcción del monumento nacional en memoria del genocidio, el momento cumbre en la canonización estatal del pasado.

El escenario nacional, un monumento a los judíos

A 500 metros de distancia del Reichstag y casi en colindancia con la Puerta de Brandenburgo, en una superficie ocupada en la época nazi por la villa de Joseph Goebbels, nos topamos hoy en día con un terreno cercado de 19 mil metros cuadrados. A través de la cerca, puede verse material de construcción disperso y unos cuantos bloques de cemento. A principios de 2005, según las estimaciones actuales, Alemania tendrá un monumento nacional dedicado a los judíos víctimas del genocidio. Dos mil 700 bloques de cemento de diferente altura constituirán artísticamente un campo de estelas a través del cual el visitante podrá pasear y, según la intención, recordar a las víctimas judías del nacionalsocialismo.

En 1999, se decidió por mayoría parlamentaria la construcción del “Monumento a los Judíos Europeos Asesinados”. El monumento será construido de acuerdo con el proyecto del arquitecto neoyorquino Peter Eisenmann y contará con un centro de información en el sótano. La construcción, que costará en total 27 millones de euros, corre a cargo del Estado. A pesar de ello, el grupo encargado de la promoción y realización del proyecto considera importante que los ciudadanos alemanes hagan donaciones de apoyo, para impulsar su participación activa en la realización del monumento. Hace poco tiempo se contrató a la modelo Claudia Schiffer para realizar una campaña televisiva de recaudación de fondos.

Una desgarrante discusión precedió al permiso concedido por el Parlamento para construir semejante obra en el corazón del país, Berlín. Todo comenzó en 1989, poco antes de la caída del Muro. Un grupo independiente de periodistas argumentó que, a pesar de los llamados Gedenkstätte, no hay, precisamente en el país de los actores responsables, un monumento nacional en memoria de las víctimas judías. Este grupo promotor se ganó el favor de Helmut Kohl a principios de los noventa: sin embargo, surgieron una y otra vez obstáculos que impedían el permiso de construcción. Las discusiones abordaron numerosos aspectos del asunto: quiénes deben financiar semejante obra, las cuestiones estéticas en torno a la representabilidad de “Auschwitz”, “la monumentalidad” nazi que podría reflejar positivamente este monumento y la idea de que los estadounidenses e israelitas tienen ya monumentos insuperables, por enumerar sólo algunas.

Al ser por definición un símbolo glorificador de una nación, de sus guerras y sus victorias, el monumento tendría que interpretarse en este caso como una especie de “antimonumento”, a través del cual la nación muestra sus propios crímenes. Sin embargo, hay muchas formas de interpretar una escenificación oficial de la historia. Sybille Quack, miembro del grupo encargado de la construcción, subraya la “dimensión futura” como la última razón de llevar el discurso de las víctimas a las páginas de la narración nacional: “con este monumento integramos la memoria del holocausto y el duelo por las víctimas en nuestra historia nacional y mostramos así nuestra responsabilidad futura” [27]. La opinión de Quack señala precisamente los intereses políticos actuales como una dimensión que no puede suprimirse de toda escenificación nacional del pasado. El monumento nacional a las víctimas del genocidio tiene que significar más que un mero recinto de luto humano, abrir una dimensión hacia el futuro en tanto vistosa advertencia de los peligros que traen consigo los prejuicios raciales, la discriminación por religión, origen, etcétera. Sin embargo, precisamente en este punto, el grupo promotor refleja una política separatista y jerarquizante: el monumento debe representar sólo a los judíos asesinados, con exclusión de todos los demás grupos que fueron víctimas del nacionalsocialismo.

Los pros y los contras de un monumento “singular”

El profesor israelí Yehuda Bauer, reconocida autoridad mundial en la investigación del genocidio nazi, sostiene que el exterminio de los judíos es incomparable a cualquier otro genocidio: ¿por qué es la Shoah, afirma Bauer, más especial que el genocidio de los armenios, la matanza de los Tutsi en Ruanda, del pueblo bosnio en Yugoslavia o de los indios de Norteamérica? Bauer argumenta que por primera vez en la historia fueron condenados a muerte seres humanos por la simple razón de haber nacido. En otros genocidios, las razones han sido reales, sólo en la Shoah se trata de motivos ideológicos, fantásticos. El discurso del profesor Bauer tuvo lugar en el Parlamento alemán, en 1998, poco antes de que se votara a favor de la construcción del monumento. Así contextualizado, puede verse que Bauer toma posición por un monumento en el que sólo sean recordados los judíos como grupo específico de víctimas. Bauer ignora que los comunistas, los homosexuales, los gitanos, los testigos de Jehová y los minusválidos también fueron asesinados por razones ideológicas y supone implícitamente que la discriminación a homosexuales, por mencionar un grupo, es una razón real, mientras que el antisemitismo es una razón fantástica.

Con certeza, el problema más delicado de todas las cuestiones que impedía la construcción del monumento era la cuestión de la exclusividad. No ha de asombrar que la insistencia del grupo promotor para erigir un monumento sólo a los judíos haya suscitado la indignación de muchos intelectuales, periodistas y políticos; este monumento no puede tratarse de un recinto más del recuerdo, sino de la representación nacional, la última palabra de Alemania como nación respecto al momento más oscuro de su historia. La mayor parte de los grupos de víctimas han de quedar excluidos de este discurso. A la ideología de la exclusividad se opuso sobre todo Romano Rose, el representante de los sinti y los roma (gitanos) en Alemania. Rose argüía que lo que distingue al holocausto es el carácter de víctima y no así de pertenecer a determinada identidad cultural; “la postura del grupo promotor significa jerarquizar víctimas; el holocausto contiene también el asesinato de 500 mil sinti y roma” [28]. Por otra parte, Ignatz Bubis, en ese entonces director del Consejo Judío Alemán, estaba de acuerdo en que se erigiera también un monumento a los sinti y los roma, pero, decía Bubis, éste no debía estar vinculado de ninguna suerte con el Monumento Nacional a los Judíos. Así se movía el péndulo entre la defensa de los unos por un único grupo de víctimas y la indignación de los otros por la exclusión de todos los grupos que debían ser representados en las páginas escénicas del pasado nacional.

Hay que decirlo abiertamente; algo de ofensivo hay en la insistencia de la singularidad de los judíos como grupo de víctimas y, en consecuencia, en la exclusividad del monumento nacional. Parecería ser que el resto de las víctimas es de segunda categoría, que su dolor no es comparable al dolor de los judíos. Sin embargo, hablar de singularidad es estratégicamente atractivo: elige, compara, jerarquiza, eleva un grupo al peldaño más alto. Como bien señala Peter Novick, la singularidad histórica es una categoría meramente cuantitativa, vacía de por sí, si tomamos en cuenta que todo suceso histórico es singular. En Estados Unidos se discutía si en Bosnia se trataba “de un holocausto en realidad o sólo de un genocidio” [29]. Para muchos, en Bosnia se había llevado a cabo un genocidio y con ello se atribuía implícitamente una importancia menor en comparación con el holocausto. El día de la conmemoración oficial de la Shoah en Israel, en 1999, el primer ministro Benjamín Netanjahu subrayó que los sucesos en Kosovo no fueron comparables a las monstruosidades del holocausto alemán [30].

Ciertamente, la singularidad del genocidio reside en eso que se ha llamado “ruptura civilizatoria” y no así en que un grupo de seres humanos haya sido el grupo mayoritario de víctimas de los nazis. Daniel Goldhagen nos recuerda el sentido, al menos ideal de escenificar el pasado nacional en la memoria: “si una sociedad se interesa por la justicia, entonces debe honrar la memoria de aquéllos que fueron perseguidos… ¿merece un grupo de víctimas en virtud de su dolor un monumento más significativo que otro grupo?” [31]. Si nos las habemos en el caso alemán con un “antimonumento”, el mejor significado que éste puede tener es llamar la atención para el presente y el futuro a través de la memoria de todas las víctimas discriminadas y asesinadas por razones arbitrarias. Por desgracia, este fin es irrealizable en la medida en que resulta discriminada la mayoría de los grupos de víctimas. El Monumento Nacional a los Judíos Europeos Asesinados, cumbre del difícil y doloroso proceso de la memoria del genocidio en Alemania, lleva en su esencia este fracaso.

La historia de la representación del genocidio alemán se constituye como momento fundamental de la historia política de Alemania. En las inmediaciones de la guerra, no podía haber una conciencia clara de lo que fue el genocidio en todas sus significaciones; una “culpa ordenada”, manifiesta a través de tribunales militares y medidas radicales de desnazificación, parecía ser la única forma de “superar el pasado”. Sólo con el tiempo, los alemanes han tomado conciencia de que las estrategias jurídicas poco o nada redimen del pasado. El genocidio toma la palabra permanentemente, decenio tras decenio, ya sea en el silencio convertido en tabú, en la amnesia colectiva producto del bienestar económico o en la popularización mundial del “holocausto”. Esta historia alcanza su punto culminante en el momento en que la nación escenifica monumentalmente su propio crimen y se solidariza de esta suerte con las que fueron sus propias víctimas. La Alemania del siglo XXI ha logrado integrar a su narrativa nacional el discurso de las víctimas, es decir, ha logrado tomar distancia de la identidad de “los actores responsables” de Auschwitz.

La escenificación del pasado fracasa éticamente si el Monumento Nacional refuerza en primer término la conciencia del otro como “el otro excluido”, “el extranjero”, el “no-alemán”. El recuerdo, en términos de luto, es productivo sólo si existe una solidaridad con las víctimas en tanto que víctimas y no en tanto que grupo específico de víctimas.

Para algunos, el Monumento a los Judíos Europeos Asesinados no significa tanto un acto de solidaridad con las víctimas sino el último peldaño en la “monumentalización de la vergüenza alemana”; refleja la “incansable necesidad de ritualizar e instrumentalizar el pasado” (Martin Walser). En realidad, siempre ha existido una instrumentalización de “Auschwitz”; es parte constitutiva de la memoria colectiva el señalar intereses del presente a través de la escenificación del pasado. Sin embargo, el sentido del recuerdo y de una política de la memoria no tiene que reducirse necesariamente a la mera instrumentalización. También en el espacio de la política oficial puede abrirse una dimensión, al menos ideal, en la que encuentre un reflejo el imperativo ético de “un mundo mejor y más justo”, al ser este imperativo la justificación profunda de la escenificación del pasado alemán. Ya sean los Gedenkstätte, los museos sobre el holocausto e, incluso, el Monumento Nacional, deben tener la función que Kafka atribuía a la literatura: “un libro debe ser el hacha para el mar congelado en nosotros”. Sólo en la medida en que el pasado criminal alemán dialogue con los problemas sociales del presente (por ejemplo, el racismo y sus expresiones en sociedades multiculturales), cumplirá con la función del imperativo ético de la justicia y podrá hablarse de un aspecto productivo de la política nacional de la memoria.

NOTAS

1 La Alemania socialista se desentendió rápidamente de toda confrontación crítica en torno al pasado nazi. El argumento principal que justificó una política de “olvido del pasado” fue el siguiente: el fascismo es indisociable del capitalismo; una vez superado este último por el socialismo, tienen que desaparecer también las tendencias fascistas en la sociedad. Véase, Friedrich H. Tenbruck: “Von der verordneten Vergangenheitsbewältigung zur intelektuellen Gründung der Bundesrepublik”, en Die intelektuelle;Gründung der Bundesrepublik, Frankfurt/Main 2000.

2 Si bien el derecho internacional no estaba aún consolidado institucionalmente, existían ya desde principios del siglo XX estatutos jurídicos internacionales: la Convención de Ginebra de 1906 y la de la Haya de 1907. Éstas encontraban sus límites al ser válidas únicamente para situaciones de guerra, tal y como se entendía este concepto desde el siglo XIX.

3 Véase Peter Reichel, Vergangenheitsbewältigung in Deutschland, München 2001, p. 44 (trad. J. A. P.).

4 Véase Daniel Levy/Natan Sznaider, Erinnerung im globalen Zeitalter: Der Holocaust, Frankfurt/Main 2001, p. 69 (trad. J. A. P.).

5 La discusión de una “culpa colectiva” ha sido desde entonces un tema de permanente debate entre los alemanes. El filósofo alemán Karl Jaspers fue uno de los pocos intelectuales que se ocupó de la cuestión de la “culpa colectiva” en los primeros años de la posguerra, en su obra La cuestión de la culpa. Acerca de la responsabilidad política de Alemania (1946). Constituye un momento culminante en la discusión actual sobre la “culpa alemana” la controvertida tesis del estadounidense Daniel J. Goldhagen acerca de un “antisemitismo eliminatorio” propio del ser alemán, desarrollada en su obra Hitler’s willing executioners. Ordinary Germans and the Holocaust, New York, 1996.

6 Véase el artículo citado más arriba de Friedrich H. Tenbruck, p. 88 (trad. J. A. P.).

7 En el término alemán Vergangenheitsbewältigung (“superación del pasado”) está contenida tanto la noción de combatir como la de ir más allá del pasado. La “superación del pasado” se convierte en fórmula institucionalizada desde los tempranos años sesenta para referir diversas actitudes políticas de la memoria colectiva.

8 El título original de este ensayo es “Was bedeutet: Aufarbeitung der Vergangenheit?”, en Theodor W. Adorno, Erziehung zur Mündigkeit, Frankfurt/Main, 1970, p. 10 (trad. J. A. P.). Adorno emplea el término alemán Aufarbeitung en el sentido psicoanalítico de trabajo/recuerdo/repetición del pasado, es decir, traer a la memoria el pasado en un proceso reflexivo de confrontación.

9Para esta tesis, véase obra anterior, sobre todo pp. 19-20.

10 La obra de Alexander y Margarete Mitscherlich, Die Unfähigkeit zu trauern, publicada en 1967, tuvo un gran efecto en los círculos intelectuales. Dentro de la tradición de la Escuela de Frankfurt, los autores estudian las razones psicosociales de la incapacidad de recordar a las víctimas del nacionalsocialismo; la percepción del “otro” (judío, gitano, extranjero, etcétera) como diferente y ajeno al ser alemán explica, en parte, esta indiferencia.

11 Extracto de la declaración gubernamental de reelección del canciller Ludwig Erhard, el 10 de noviembre de 1965.

12 Cf. Matthias Kontarsky, Trauma Auschwitz, Saarbrücken, 2001, p. 16 (trad. J. A. P.).

13 Véase el interesante reportaje de Hannah Arendt, “Der Auschwitz-Prozess”, en Nach Auschwitz, Berlín, 1989. Los acusados no fueron los Schreibtischtäter (autores intelectuales), sino los que hicieron el trabajo sucio, pp. 111-118.

14 Citado por Jochen Winters, “Das Unfassbare vor Gericht”, en Frankfurter Allgemeine Zeitung, 19 de agosto de 1995 (trad. J. A. P.).

15 El famoso imperativo ético-pedagógico de Adorno, “el que Auschwitz no vuelva a tener lugar, es ésta la primera de todas las exigencias educativas” (trad. J. A. P.), subyace en la lectura política de Bauer del proceso. Véase “Erziehung nach Auschwitz”, en Theodor W. Adorno, o. c., p. 88.

16 Cit. por Daniel Levy/Natan Sznaider, Erinnerung im globalen Zeitalter: Der Holocaust, Frankfurt/Main, p. 76 (trad. J.A.P.).

17 Véase Matthias Kontarsky, o. c., p. 28 (trad. J. A. P.).

18 Véase Peter Weiss, “Das Material und die Modelle”, manifiesto en el que Weiss explica los principios del teatro documental, en Peter Weiss, Dramen 2, Frankfurt/Main, 1991, p. 467.

19 Véase James E. Young, Beschreiben des Holocaust, Frankfurt/M, 1992, p. 144 (título original: Writing and Rewriting the Holocaust. Narrative and the Consequences of Interpretation, Bloomington, 1988).

20 Véase Peter Novick, Nach dem Holocaust, München 2003, p. 270 (título original: The Holocaust in American Life, N. Y., 1999).

21 Véase Heinz Höhne, Der Spiegel, 29 de enero, 1979, p. 22; citado por Peter Novick, o. c., p. 275.

22 Véase Adorno, Kulturkritik und Gesellschaft I, Gesammelte Schriften 10/1, Frankfurt/Main 1977, p. 30 (trad. J. A. P.).

23 Véase Mahnmale des Holocaust, editado por James E. Young, München 1996, p. 19.

24 Ib., p. 13 (trad. J. A. P.).

25 Véase James E. Young, The Texture of Memory. Holocaust Memorials and Meanings, London, 1993, p. 375.

26 Véase Norman G. Fink, Die Holocaust Industrie, München, 2002, p. II (versión alemana de The Holocaust Industry, London, 2000).

27 Véase “Dissonanzen im Raum der Stille”, Süddeutsche Zeitung, 27 de enero de 2003.

28 Véase Romano Rose, “Ein Mahnmal für alle Opfer”, semanario Die Zeit, 28 de abril de 1989.

29 Peter Novick, o. c. en nota 20.

30 Véase semanario alemán Der Spiegel, 13 de abril de 1999.

31 Véase Daniel Goldhagen, “Es gibt keine Hierarchie der Opfer”, semanario Die Zeit, 7 de febrero de 1997.

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