Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La utopía de don Quijote

Adolfo Sánchez Vázquez

I

Aunque toda creación literaria hunde sus raíces en el suelo nutricio de la sociedad de su tiempo, muestra siempre la capacidad de dialogar con los lectores de otras sociedades y otros tiempos. Por ello, puede responder a sus preguntas en un interrogatorio inagotable. Pero las preguntas, para que puedan ser contestadas, tienen que estar dirigidas a la obra misma. Es decir, a un objeto que, una vez producido, adquiere una vida propia, y por ello sobrevive a -y se independiza de-la vida de su autor. En nuestro caso, la obra que ahora nos proponemos interrogar es Don Quijote de la Mancha. Y nuestra pregunta se dirige no a lo que su autor se propuso poner en ella, sino a lo que encontramos -como lector- en la obra. Distinguimos, por tanto, entre las ideas encarnadas, formadas en la obra, y las ideas que el autor pretendió encarnar o formar. O también: entre sus intenciones y propósitos -si es que tenemos acceso a ellos- y sus resultados.

La historia de la literatura nos ofrece ejemplos aleccionadores de obras cuyas ideas se encaman en ellas «a pesar de» o «contra» las intenciones o propósitos de su autor. Baste citar, en este punto, los casos ejemplares de Balzac, Tolstoi y, entre nosotros, José Revueltas. Y ello incluso aunque el autor manifieste expresamente sus intenciones, como hace Cervantes al declarar en el párrafo final de Don Quijote que: «no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballería». Ahora bien, es la obra misma, y no el propósito declarado de su autor, la que ha de decirnos si toda la riqueza y universalidad de Don Quijote cabe en la nuez de la parodia de un género literario que ya había caducado en su tiempo.

II

Si es la obra la que tiene que responder a las preguntas que se le hacen, hay que destacar el número abrumador de preguntas que se han hecho a la obra de Cervantes, y de respuestas que se han encontrado en ella. Detengamos nuestra atención, dentro de este océano diverso e inagotable, en dos de ellas. Una es la de Heine, el poeta romántico amigo de Marx, quien pregunta por el significado de la locura -de don Quijote. Y lo encuentra en «querer introducir demasiado pronto el porvenir en el presente». Es, en verdad, la pregunta del romántico que se siente a disgusto en la sociedad prosaica de su tiempo y al que le preocupa -como a su amigo el revolucionario Marx- el porvenir que ha de desplazar al presente. En nuestro segundo ejemplo, es Unamuno -este angustiado vasco al que tanto le duele España- el que pregunta. Pregunta precisamente a la obra de Cervantes por el ser de España y lo encuentra -como respuesta en ella- en el quijotismo como hambre de inmortalidad.

Las preguntas de Heine y Unamuno forman parte de la interminable lista de ellas que, desde diferentes alturas de los tiempos, en diversas sociedades y desde perspectivas ideológicas distintas, se han hecho a la obra de Cervantes. Ahora bien, estas preguntas para que puedan ser contestadas no han de ser arbitraria o simple proyección del sujeto que las hace. Tiene que darse en la obra misma, en su organización interna, la posibilidad de la respuesta. De no ser así, la pregunta quedará en el aire.

III

Y nuestra pregunta es la siguiente: ¿podemos leer la novela de Cervantes como una utopía? La pregunta tiene sentido, a nuestro juicio, porque don Quijote es, a lo largo de ella, un hombre de acción. Pues bien, si es así, cabe preguntar: ¿qué es lo que le mueve a aventurarse o a actuar?, ¿qué valores o ideales le impulsan?, ¿y cómo actúa? Y nuestra respuesta, que habrá de argumentarse desde ahora, es: lo que le mueve a actuar es una utopía, y su comportamiento práctico, su modo de realizarla, es utópico. Pero no apresuremos el paso.

Decíamos anteriormente que si la pregunta mira, ante todo, al sujeto que la hace, la respuesta tiene que enraizarse en la obra. Es decir, en ella tiene que darse la posibilidad de la respuesta para que la pregunta no quede en el aire. Ahora bien, esta posibilidad se da, en primer lugar, porque en la obra encontramos un discurso utópico directo: la oración de don Quijote a los cabreros sobre la Edad de Oro (1, XI); y, en segundo lugar, porque todo el conjunto de acciones o aventuras del ingenioso hidalgo pueden verse como el intento fracasado de realizar el contenido utópico de ese discurso.

Así pues, la pregunta tiene sentido desde el ángulo del objeto, de la obra. Ahora bien, desde el lado del sujeto, se trata de la pregunta que brota de un presente, el nuestro, en el que el pragmatismo, el eficientismo y el consumismo, impuestos por la lógica capitalista, y el fracaso histórico de los grandes proyectos de transformación social, ponen en cuestión la necesidad y la vitalidad de las utopías. No es casual que los bachilleres y curas de nuestro tiempo, en su empeño de reconciliar la idea con la realidad, griten: ¡estamos hartos de sueños!, ¡basta ya de utopías!

Preocupados por el destino de la utopía en tiempos de desencanto como los nuestros, en que se busca sepultarla, queremos hoy tomar el pulso a la obra de Cervantes, y ver si late de un modo utópico. Y si es así, si hay una utopía en Don Quijote, qué tipo de utopía es, y qué aporta su lectura a quienes están preocupados por su destino en nuestro tiempo. Orientemos pues, la proa hacia el promontorio utópico cervantino.

IV

Al hablar del discurso y comportamiento de don Quijote, estamos suponiendo un concepto de utopía que nos permite calificar ese discurso y ese comportamiento como utópicos. ¿Qué concepto es éste? Por supuesto, el que vemos aplicado -no obstante sus convergencias y divergencias-en un conjunto de obras al que pertenecen las utopías más conocidas: las de Platón, en la Antigüedad griega; de Tomás Moro, Campanella y Bacon, en el Renacimiento; o las de Fourier, Owen y Cabet, en el siglo XIX. A esta línea utopista habría que contraponer, para fijar mejor su contorno, un pensamiento antiutópico como el de Aristóteles y Maquiavelo, ajustado a la manera de vivir de su época, o como el de Orwell en 1984, que prolonga y extrema en el futuro los rasgos más negativos del presente. Con base en las expresiones más conocidas de la mentalidad utópica, tanto en una caracterización nuestra, anterior, de la utopía, como en las reflexiones acerca de ella de tratadistas contemporáneos (Mannheim, Ricoeur), podemos distinguirla por los siguientes rasgos:

1) La utopía remite imaginativamente a una sociedad futura, inexistente hasta ahora. En el presente, no hay lugar para ella; «utopía» significa literalmente, según la traducción de Quevedo, «no hay tal lugar».

2) La utopía no es, pero debe ser. En contraste con la contrautopía (la de Orwell, por ejemplo), es asumida por sus autores y propuesta a sus lectores como valiosa y, por tanto, como deseable.

3) La utopía es valiosa y deseable justamente por su contraste con lo real, cuyo valor se rechaza y, por consiguiente, se considera detestable. Toda utopía entraña, en consecuencia, una crítica de lo existente. Y sólo porque se halla en relación con una realidad que, por detestable, es criticada, se hace necesaria.

4) La utopía no sólo marca -con su rechazo y crítica- un distanciamiento de lo existente, sino también una alternativa imaginaria, que lo trasciende, a sus males y carencias.

5) La utopía no sólo anticipa imaginariamente esa alternativa, sino que expresa también el deseo, aspiración o voluntad de realizarla. Lo cual significa a su vez que esa sociedad utópica que se desea, o aspira a realizar, se tiene por posible.

6) Al tratar de realizarse la utopía, se muestra la impotencia o imposibilidad de realizarla. Pero esta impotencia, que es absoluta en ciertas utopías, es sólo relativa y condicionada en otras. El fracaso de hoy puede ser el éxito de mañana. El sueño, la ilusión presentes, pueden ser una realidad en el futuro. Pero subrayemos: pueden ser.

V

Vemos, pues, que la utopía -ya sea en términos absolutos o relativos- es del orden de lo irrealizable, en tanto que la topía (lo que tiene lugar) es del orden de lo realizado o realizable en el orden existente.

La utopía se hace necesaria cuando no se acepta lo que es y, por tanto, se hace necesario trascenderlo. Al poner en cuestión lo real (la sociedad, el poder, sus valores e instituciones) y abrir un espacio ideal, irreal o futuro, la utopía es subversiva. Subvierte lo real y abre una ventana a lo posible. Hay, pues, una incongruencia entre utopía y topía, entre lo posible y lo real, que se trata de superar trascendiendo lo real, transformándolo, para que lo posible encuentre su lugar en la realidad. Lo que significa que una utopía concreta, determinada, deja de ser tal para dar paso a una nueva utopía. Ahora bien, la utopía que se mantiene como tal, es decir, a distancia de lo real, es índice de que el intento de realizarla se suelda con un fracaso. Pero el fracaso de una utopía concreta no anula toda utopía, aunque sí exige situarla en nuevas condiciones, esperar nuevos tiempos, o recurrir a nuevos medios para realizarla.

En suma, no hay «fin de la utopía», como no hay «fin de la historia», ya que ésta es inconcebible sin un horizonte utópico, mientras sea necesaria y deseable una alternativa a la sociedad existente. Su fracaso pone de manifiesto la precariedad, inadecuación o importunidad de los intentos de realizarla, pero no la necesidad y deseabilidad de su realización. Sólo quien se adapta a lo existente como un límite insalvable, y se siente satisfecho dentro de sus límites, puede renunciar a los sueños, aspiraciones o proyectos de subvertir y transformar -aunque sea imaginariamente- lo real; es decir, a la utopía. Pero volvamos a Don Quijote.

VI

La sociedad utópica parece dibujada con toda nitidez en el discurso de don Quijote a los cabreros (1, XI). La sociedad con que él sueña no existe en el presente, pero ha existido en los tiempos que Cervantes llama la Edad de Oro, haciéndose eco de un tema ya abordado por los grandes escritores de la Antigüedad clásica: Virgilio, Ovidio, Hesíodo y Séneca. Edad dichosa aquélla porque entonces los que vivían en ella ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto.

En este pasaje conviene subrayar lo que el propio Cervantes pone en cursivas: tuyo y mío. La dicha de los hombres de esos tiempos dorados queda vinculada a la ignorancia de esas dos palabras: es decir, a la inexistencia de la propiedad privada y, por tanto, como rasgo esencial de esa sociedad utópica, a la comunidad de bienes. Con esas dos palabras, Cervantes prefigura lo que dirá más tarde Rousseau -como advierte Américo Castro- en su Discurso sobre la desigualdad entre los hombres. Ciertamente sería excesivo ver en este pasaje una exaltación embozada del comunismo primitivo, o hacer de Cervantes un Rousseau avant la lettre; pero es indudable que en la utopía de don Quijote está la idea de una sociedad futura, en la que el principio sacrosanto de la propiedad privada deja paso -como en las utopías de Platón o de Tomás Moro- a las «cosas comunes». Se trata asimismo de una sociedad que don Quijote en su discurso sitúa en el pasado. Una sociedad de la que se destaca no tanto su existencia histórica, que ciertamente no se afirma, como su condición de modelo o utopía que debe realizarse en el presente. Una sociedad en la que: Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia… No había el fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había que juzgar ni quien fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, solas y señeras, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento las menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. (1, XI)

En suma, una sociedad que tiene por base económica y social la inexistencia de la propiedad privada y la comunidad de bienes, y en la que imperan las relaciones de paz, amistad y concordia entre los hombres así como la verdad y la llaneza, la honestidad y la justicia. Pero estos principios no son exclusivos de la sociedad soñada y deseada, sino que también han de encarnarse en la sociedad presente, tan ayuna de ellos. La Edad de Oro con que sueña don Quijote, como toda sociedad utópica, debe existir, justamente porque sus principios y valores no existen o se hallan degradados en el presente. Lo que existe es la «Edad de Oro» que, como toda utopía, entraña una crítica de lo existente: la Edad de Hierro. Es ésta -como hace ver don Quijote a los atónitos cabreros- una Edad detestable en la que imperan el fraude, el engaño y la malicia; en la que no existen la paz, la amistad, ni la concordia; en la que el favor y el interés turban y ofenden a la justicia; en la que en el entendimiento del juez se asienta la «ley del encaje» y en la que la honestidad no puede andar a solas sin temor de verse menoscabada por lascivos intentos. Es asimismo la época en que la propiedad privada existe y se conocen las palabras tuyo y mío.

Todas las aventuras de don Quijote envuelven una crítica de esa Edad detestable, crítica que a la vez apunta directamente a la sociedad española de su tiempo al flagelar la corrupción de su justicia, al hacer frente a las injusticias de todo género por alta que sea su procedencia y al denunciar los vicios de sus instituciones (como la Iglesia) y de la clase dominante (la nobleza). Una crítica, asimismo, de inspiración humanista-renacentista y cristiano-eramista para la cual el valor del hombre se asienta en lo que hace («no es un hombre más que otro -dice don Quijote- si no hace más que otro») y la virtud -a diferencia de la sangre-vale porque se sustenta en sí misma («la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale»). Ahora bien, la crítica de lo realmente existente conduce a la utopía, a lo que debe ser, en tanto que los principios y valores utópicos permiten medir y descalificar lo que es: la detestable Edad de Hierro.

VII

En Don Quijote no sólo encontramos la crítica de lo existente, sino también la utopía que nace de ella con sus principios y valores (el Bien, la Justicia, la Verdad, la Honestidad, la Concordia, la Paz). No hay -como ya hemos señalado- una muralla que separe a la realidad de la utopía; una conduce a la otra. La percepción de lo que es lleva a la visión de lo que debe ser, y en lo que debe ser está la razón de que se critique lo que es. Pero no sólo existe esa relación mutua entre topía (lo que es) y utopía (lo que debe ser). Don Quijote no es sólo el visionario de un mundo ideal: la «Edad de Oro». Su utopía no es tampoco pura y simplemente la visión placentera de un pasado feliz. Es la visión de un mundo ideal que debe realizarse, o de un pasado que debe ser restaurado. Lo ideal, la edad dorada, debe introducirse ahora y aquí. No se trata de rememorar el pasado, sino de traerlo al presente, reviviéndolo en la realidad, o sea, en los tiempos detestables de la «Edad de Hierro». Pero esto no es sólo asunto de teoría (en su sentido originario de visión), sino en el sentido práctico, de aventura o acción. Para don Quijote la tarea vital a que se entrega no es la de pensar la sociedad futura, la de asumir en el plano ideal sus principios o valores. Don Quijote no es hombre que se deje arrastrar por las dudas: ni duda de sí mismo («yo sé quién soy», dice con orgullo), ni duda de principios y valores que para él están perfectamente claras. Don Quijote no filosofa, reflexiona o especula acerca de lo que debe ser; ése no es su problema. La cuestión para él está en hacer entrar los principios y valores que firmemente, sin desmayo, ha asumido, en lo que es, en la realidad. Se trata para él de establecer efectivamente, aquí y ahora, en la tierra, el Bien, la Justicia, la Paz, la Verdad, la Honestidad. Lo cual entraña, a su vez, un conjunto de acciones o aventuras para transformar lo real. Y toda la novela de Cervantes es la narración de los intentos quijotescos de introducir el Bien, la Justicia, la Libertad, en un mundo en el que impera realmente el mal, la injusticia y la coerción. Don Quijote es, pues, y ante todo, un hombre de acción que se mueve, en un mundo real, por la utopía que ha asumido. Un hombre de acción que no retrocede ante ningún obstáculo ni riesgo. Lo que dice don Quijote acerca de la libertad y la honra («Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida»), puede extenderse a todos los valores que ha hecho suyos y que ve negados o escarnecidos en el presente. Y si arriesga todo, incluso la vida, es porque para él su utopía no es sólo idea o sueño, sino aventura o acción. Y lo que narra Cervantes es precisamente el comportamiento práctico con que el ingenioso hidalgo pretende realizar la utopía. Se trata de convertir en realidad lo que para él es un claro sueño o un firme ideal. Por ello, dice que no se trata de «pedir al cielo» -como hacen los religiosos- «con toda paz y sosiego… el bien de la tierra», sino de poner «en ejecución lo que ellos piden», defendiéndolo «con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas».

En suma, no se trata sólo de criticar lo que es, o de soñar con lo que debe ser, sino de actuar para transformar lo real y realizar la utopía. Y justamente las aventuras de don Quijote son los intentos de realizarla, intentos que, no obstante su buena voluntad, no logran cumplir su objetivo fundamental, en cada aventura proclamado: realizar el Bien en la tierra. Ciertamente, cada aventura quijotesca se salda con un fracaso. Los que han de recibir la generosa y desinteresada ayuda de don Quijote, y con ella reparar un engaño, un fraude o una injusticia, acaban por no recibirla, o incluso como en el caso del pastor Andrés, el generoso empeño de don Quijote le acarrea tal daño que acaba por rechazarlo. El quijotismo, como ejemplo paradigmático de utopismo, parece estar condenado a la imposibilidad de tomar tierra. Y los fracasos sucesivos de don Quijote parecen sellar el destino de todo comportamiento utópico.

VIII

Cabe preguntarse, sin embargo: ¿por qué fracasa una y otra vez don Quijote?, ¿por qué su empeño utópico de realizar el Bien en la tierra muestra con cada aventura un rostro adverso?; ¿acaso el fracaso está inscrito en la naturaleza misma de la utopía? Podría contestarse afirmativamente a esto último si se tratara de una utopía absoluta, o de los elementos de ella que tienen semejante carácter absoluto; por ejemplo, el que en el discurso que dirige a los cabreros representa la idea de un mundo sin trabajo en el que la tierra ofrecía generosamente por sí misma los frutos para el sustento. Ahora bien, la utopía es posible si se entiende como realización del Bien, la Justicia o la Concordia que en la sociedad presente se niega. Y es posible porque el Bien no está condenado a ser desplazado fatalmente por el mal; la Justicia por la injusticia; o la Verdad por el engaño o el fraude. Sólo así, es decir, con una concepción fatalista de la historia, toda acción guiada por esos valores sería inútil, y toda utopía estaría condenada a ser irrealizable en un sentido absoluto.

El fracaso de la utopía de don Quijote no está inscrita forzosa e inevitablemente en su naturaleza como empeño esforzado y generoso por realizar en la tierra los valores que con ella persigue. El fracaso hay que buscarlo en las condiciones en que actúa don Quijote, en el modo de ejecutar, aquí en la tierra, lo que otros se contentan con pedir o esperar del cielo. Finalmente, hay que buscar la raíz de esos fracasos en obstáculos o límites que a la realización de su utopía oponen el tiempo y la sociedad en que vive. Veamos, a grandes rasgos, las condiciones, obstáculos o límites que llevan a don Quijote a no realizar su utopía, al fracasar en las aventuras o intentos de introducir sus valores en la realidad. Y entre esas condiciones, esos obstáculos o límites, están:

1) La inversión en la visión de lo real. Lo ideal, imaginado o soñado, se toma por la realidad (la venta por castillo; los molinos de viento por gigantes; etc.). Cuando lo real se invierte o idealiza, la utopía que ha de realizarse, desemboca forzosamente en un fracaso.

2) La desproporción entre las ambiciosas y nobles tareas que se propone cumplir don Quijote y las menguadas y desmedradas fuerzas físicas de que dispone el viejo y achacoso hidalgo, para llevarlas a cabo, hace fracasar cada aventura.

3) La inadecuación de fines y medios impide que los primeros puedan cumplirse. Don Quijote fracasa una y otra vez al tratar de alcanzarlos e imponer su voluntad montado en un escuálido rocín y armado con una lanza olvidada.

4) La hostilidad de una sociedad Jerárquica, absolutista, que en plena Contrarreforma cierra todos los poros a los ideales humanistas que encarna don Quijote. En esas condiciones, el poder, sus instituciones y la ideología dominante hacen imposible la realización de su utopía.

5) La insuficiencia del noble y generoso esfuerzo individual de don Quijote, guiado por los dictados de su conciencia y carente de la solidaridad y la ayuda colectiva necesarias, hacen que ese esfuerzo esté condenado al fracaso. La realización del Bien en la tierra, dado su carácter social y los esfuerzos colectivos que requiere, no puede reducirse a una empresa individual, por noble y abnegada que sea.

IX

El fracaso de don Quijote, la imposibilidad de cumplir el fin que persigue (realizar el Bien en la tierra), ¿viene a abonar la tesis del «final de la utopía»? Ciertamente, las aventuras del ingenioso hidalgo muestran que su utopía no puede realizarse. Pero esta imposibilidad no se halla determinada por las nobles metas que pretende alcanzar: defender a los débiles, socorrer a los necesitados, castigar a los malvados; en suma, hacer el Bien y reparar injusticias. Y, en verdad, esas metas no pueden cumplirse cuando -como hemos visto- las ventas se toman por castillos; se está viejo y achacoso; sólo se dispone de un jamelgo escuálido y un arma enmohecida; se actúa en una sociedad cerrada y jerárquica y, por último, cuando se emprende tan noble y abnegada empresa solitariamente. Empeñarse en realizar el Bien, la Justicia, con semejante visión de las cosas, en esas condiciones y con esos medios, es ciertamente una locura. Y por ello sólo un loco -como don Quijote- puede emprender esa empresa, para fracasar en ella.

Ahora bien, ¿significa esto que hay que renunciar a realizar toda utopía, a dejar a un lado fines y valores, aceptar el mundo como es, acomodarse a sus exigencias, y, en nombre de un realismo de vía estrecha, gritar: «¡basta ya de sueños!», «¡basta ya de ideales!»; o lo que es lo mismo: «¡basta ya de utopías! »?

El capítulo final de la obra de Cervantes, el titulado «De cómo don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte», nos permite encontrar una respuesta a la cuestión planteada del «final de la utopía». A lo largo de toda la novela, de una aventura a otra, el noble y generoso hidalgo, el «desfacedor de entuertos y castigador de agravios», habla y actúa como un loco. La cordura se encama, al parecer, en el sensato, pero a la vez egoísta y prosaico, Sancho. Del caletre del escudero, salen constantemente los correctivos terrenales a los desaforados sueños de su amo. Pero, como ya se podía prever desde que Sancho gobierna la Ínsula, cuando don Quijote desciende del cielo a la tierra, Sancho se eleva, de la burda y plana realidad existente, al nivel de los sueños e ideales de su amo. La transformación de don Quijote en Alonso Quijano -o sea: del loco en cuerdo, que tiene lugar al acercarse el final de sus días-, viene a significar que don Quijote toma tierra y que, al ajustar sus sueños a la realidad, se sanchifica y renuncia a la utopía que sólo le ha dejado fracasos. Y, sin embargo, la utopía no muere con don Quijote, ya que Sancho se hace cargo de su legado utópico, al decirle a su amo, ya cercado por la muerte y recuperada su cordura: «Levántese desa cama y vámonos».

Con esto está afirmando Cervantes que el fracaso de don Quijote al realizar su utopía no significa el final de ella. La utopía sigue siendo una tarea a realizar en manos de Sancho. La racionalidad de los fines y de los valores no puede quedar absorbida por la razón instrumental de la pura eficiencia. Lo que debe ser no puede quedar absorbido por lo que es. La topía no puede imponer su dominio hasta el punto de tragarse toda utopía.

Las utopías no están forzadas a fracasar inevitablemente, como fracasan las aventuras utópicas de don Quijote por las razones apuntadas. Pero sí obligan -como obliga la utopía de don Quijote- a tomar en cuenta los obstáculos y límites que se interponen en su realización.

En conclusión, no se puede vivir sin metas, sueños, ilusiones o ideales; o sea, sin tratar de rebasar o trascender lo realmente existente. No se puede vivir, por tanto, sin utopías. No pudo vivir sin ella don Quijote, pero tampoco -como demuestra el final de la obra genial de Cervantes- pudo vivir sin ella Sancho. Tal es la lección viva, actual, que podemos extraer de la novela de Cervantes al leerla, en los tiempos desencantados de hoy, como una utopía.

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