Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Para leer a Rousseau

Francisco Fernández Buey

Nota TopoExpress. Hoy [2 de julio de 2018] hace 240 años moría J. J. Rousseau, uno de los grandes pensadores de la Ilustración. Para Goethe, con Voltaire termina un mundo, con Rousseau comienza otro. Esta presentación de Paco Fernández Buey nos permite acercarnos a su vida y sus ideas.

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Cuando, en 1742, J.J. Rousseau llegó a París para presentar a la Academia una nueva notación musical, D´Alembert era un joven matemático y Diderot se dedicaba a hacer traducciones del inglés. Voltaire (nacido en 1694) era ya entonces casi una leyenda en París. Hacía años que había conocido el éxito, primero con su Edipo (1718), luego con la primera versión de La Henriade (1723) y más recientemente con las obras que publicó al regresar de su estancia en Inglaterra (1726-1735), las Cartas filosóficas y los Elementos de la filosofía de Newton (1737). Voltaire era, sin embargo, una leyenda incómoda, aclamado por unos y temido por otros. Precisamente aquel mismo año en que Rousseau se instalaba en París y entraba en contacto con D´Alembert, 1742,Voltaire publicaba una de sus obras más escandalosas, Mahomet, inmediatamente prohibida por el Parlamento de París.

El ambiente con el que se encontró Rousseau a partir de esa fecha era este: una gran influencia de la cultura inglesa al menos en dos ámbitos, el científico natural y el de la filosofía moral y política, como se hace evidente estudiando, por una parte, los orígenes de la Enciclopedia y por otra las obras más difundidas de Voltaire y de Montesquieu en aquellos años. Todavía hay otra cosa que reforzaba aún más la influencia de la cultura inglesa en la Francia de la época: el eco que había dejado la traducción al francés (1736), por Mme de Chatelet, de La fábula de las abejas de Mandeville, un autor de origen suizo trasladado al Reino Unido. Diderot y D´Alembert entraban entonces en el comité de redacción de la Enciclopedia; Voltaire, primero prohibido, estaba siendo ya reconocido oficialmente como historiador del rey (Luis XV) y entraba en la Academia francesa, aunque mientras tanto viajaba por Holanda y Prusia al servicio del otro polo de atracción de los ilustrados: el rey filósofo, Federico II. Cuando llega aParís, J.J. Rousseau, que apenas tiene 30 años, es, en cambio, un desconocido. Llevaba a sus espaldas una vida de desgracias, privaciones e insatisfacciones desde la infancia.

Jean Jacques Rousseau había nacido en Ginebra, el 28 de junio de 1712, en el seno de una familia modesta y de religión calvinista, pero no inculta. “Mi nacimiento” –dirá luego Jean Jacques– “fue la primera de mis desgracias”. Huérfano de madre desde niño, fue cuidado inicialmente por sus tías. Aunque fue poco a la escuela, aprendió a leer muy pronto y leyó mucho, acompañado por su padre que era relojero. Desde los ocho años leía a Tácito, a Ovidio, a Plutarco. Pero en 1722, cuando Jean Jacques no había cumplido diez años, el padre se mete en una pelea por un asunto de caza con militar de buena familia y tuvo que huir de Ginebra para evitar la prisión. Esto le obligó a confiar a su hijo al cuidado de un pastor protestante. En las Confesiones y en el Emilio

Rousseau ha contado sus recuerdos de esos dos años.

Desde los doce años tuvo que trabajar en diferentes oficios. Primero fue ayudante de un grabador, pero tuvo que escaparse de su casa debido a los violentos modales de éste;luego abandonó Ginebra y vagabundeó por distintas ciudades hasta llegar a Annency, donde fue acogido por Mme. de Warens, una conversa al catolicismo que pretendía que Rousseau abjurase del protestantismo, por lo que le envió a Turín para ser bautizado y convertido. En Turín, se ganó temporalmente la vida contratado por la esposa de un tendero; luego, en 1728, pasó al servicio de Mme. de Vercellis y un año después estaba de sirviente en la casa del conde de Gouvon. A los veinte años Rousseautodavía deambulaba por distintas ciudades dedicándose a enseñar música. En 1731 viajó por vez primera a París, donde trabajó como preceptor. A finales de ese año se había puesto al servicio de Mme. de Warens en Chámbery. Ésta le consiguió un empleo más estable en el catastro de Saboya. Allíhabía residido durante ocho años y allí se fue formando de manera casi autodidacta. Estudiaba música, filosofía, química, matemáticas y latín.

Al volver a París, en 1742, Rousseau se estaba dedicando mayormente a la teoría y la práctica de la música, lo cual revela ya una sensibilidad relativamente distinta de la de los otros. Pero la Academia no apreció su obra como teórico y Rameau consideró su obra Las musas galantes cosa de aprendiz; en cambió el maestro aceptó poner música a una obra de Voltaire, Las fiestas de Ramiro. Rousseau trató de conseguir el apoyo de Voltaire al que en ese momento admiraba, pero recibió una respuesta cortés y evasiva. Fue en esa situación de fracaso intelectual cuando conoció a Thérèse Le Vasseurcon la que tendría unalarga relación sentimental durante treinta años y cinco hijos. De aquellos días dirá Rousseau: “Abandoné cualquier proyecto de ascenso y gloria”. También fue abandonando a sus hijos que nacieron en los años siguientes. Los fue dejando en el hospicio.

Aceptó, por tanto, los encargos que le hicieron D´Alambert y Diderot para colaborar en la Enciclopedia y empezó a escribir precisamente las voces que tenían relación con la cultura musical. Su contacto inicial fue Diderot, quien le presentó a D´Alembert. No compartía la orientación de Diderot hacia el ateismo, pero pensaba que la amistad estaba por encima de eso. En los meses en que Diderot estuvo encarcelado en Vincennes, a consecuencia de su Carta sobre los ciegos, Rousseau viajó allí para visitarle. De camino, en 1749, en una de las visitas a Diderot, lee en un periódico que la Academia de Dijon convoca un concurso de ensayo cuyo tema era si el restablecimiento de las ciencias y las artes ha contribuido a depurar las costumbres. Según dice en las Confesiones, la lectura de ese anuncio fue como una iluminación. Se puso a escribir inmediatamente sobre eso, se presentó al concurso y ganó el primer premio. Nacía así el Rousseau escritor.Ese es el origen del Discurso sobre las ciencias y las artes(1750), obra en la que mantiene que éstas, las ciencias y las artes, son fuente de perversión y esclavitud porque han contribuido esencialmente a la degeneración y envilecimiento del hombre. Así nacía, antes incluso de que haya sido publicado el primer volumen de la Enciclopedia, la otra cara del enciclopedismo francés de la década de los 50.

II

El Discurso arranca de la constatación de que, efectivamente, ciencias y artes han vuelto más fácil y agradable la vida de los humanos pero a un pecio excesivo; han acostumbrado a los ciudadanos a portarse como esclavos y ayudado a los tiranos a someter a los pueblos; han creado “una apariencia de virtud”. De manera que lo que parece progreso es decadencia, “corrupción de las almas”. En la segunda parte del Discurso Rousseau sostiene que las ciencias y las artes están en el origen de todos los defectos de los humanos: ambición, ociosidad, superstición, orgullo, lujo, egoísmo. Con ellas han aparecido los filósofos, que “son una pandilla de charlatanes que gritan cada uno por su lado en la plaza pública y engañan a la gente”. Con las ciencias y las artes ha nacido la imprenta para agravar aún más el mal, al poner al alcance de todos el falso saber.

Rousseau partía de una hipótesis radicalmente contraria a la que había mantenido Hobbes (y parcialmente Locke), a saber, contraria a la tesis contractualista según la cual se ha pasado de un estado salvaje de naturaleza, en el que el hombre estaba en guerra contra el hombre, siendo cada uno enemigo del otro y viviendo todos en el miedo, la desconfianza y el terror, al estado civilizado, a la sociedad civil, fundada en el pacto social. Rousseau sostiene, en cambio, que el estado “natural” del hombre, antes de surgir la vida en sociedad, era bueno, feliz y libre. El “buen salvaje” vivía independiente, guiado por el sano amor a sí mismo. Este estado natural es “un estado que no existe ya, que acaso no ha existido nunca, que probablemente no existirá jamás, y del que es necesario tener conceptos adecuados para juzgar con justicia nuestro estado presente“. Se trata, pues, de una hipótesis que permite valorar críticamente el estado en que se vive en el presente (1750): el estado social, aquel en el que el hombre se aparta de la naturaleza para vivir en comunidad, guiado por el egoísmo, el ansia de riqueza (propiedad) y la injusticia. En el Discurso llega a decir: “Dios omnipotente, líbranos de las luces”.

El Discurso chocaba claramente con la inspiración principal de los fundadores de la Enciclopedia, tal como fue resumida aquel mismo año por D´Alembert en el Discurso preliminar. Pero Diderot, que amaba las ideas por sí mismas (y tal vez la provocación que suponía) lo aprobó. También D´Alembert le animó. En el momento de preparar el Discurso para la imprenta, en 1751, Rousseau añadió significativamente en la primera página estas palabras de Tácito: Barbarus hic ego sum quia non intelligor illis[“Aquí el bárbaro soy yo puesto que no se me entiende”]. Rousseau lograba ahora la celebridad. Se relaciona con el barón d´Holbach y se encuentra por primera y única vez con Voltaire. Pero en seguida el Discurso daría lugar a una larga controversia en aquel ambiente influido por las ideas de Hobbes, Locke y Montesquieu. A consecuencia de la controversia que provocó esta obra suya Rousseau tuvo que abandonar el trabajo que tenía entonces, como cajero, y dedicarse a trabajar como copista de música para mantener a su mujer y a sus hijos.

Tres años después, a finales de 1753, Rousseau lee un nuevo anuncio de un concurso de la Academia de Dijon. En esta caso la cuestión era: “Cuál es la fuente de la desigualdad entre los hombres y si está autorizada por la ley natural”. Vuelve a presentarse al concurso y escribe otra de sus grandes obras: Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombres. En ella se interna Rousseau en consideraciones antropológicas, etnológicas y sociológicas. Defiende que el hombre es bueno por naturaleza y que sólo empezó a degradarse con el descubrimiento de los metales y de la agricultura, porque eso conlleva la división del trabajo, la aparición de una economía de producción que sustituye a la antigua economía de subsistencia y, lo que es peor, la aparición de la propiedad privada, la cual trae como consecuencia una sociedad de amos y esclavos, la pérdida de la libertad original y el verdadero “estado de guerra”.

La usurpación económica se convierte, para Rousseau, en poder político; el poder político consagra la expoliación y se convierte en Estado. En ese contexto Rousseau lleva a cabo una dura crítica de las instituciones políticas y sociales como grandes corruptoras de la inocencia y bondad naturales del hombre y niega, por tanto, la idea ilustrada del progreso lineal. Lo que llamamos “civilización” es, en cierto modo, una nueva “caída”. Esta vez por secularización y socialización forzada. En suma, Rousseau analiza el tránsito del hipotético estado de naturaleza al estado social como una degeneración (no un progreso), producto de las desigualdades sociales que surgen con la propiedad privada, el derecho para protegerla, y la autoridad para que se cumpla ese derecho. Las leyes establecidas en toda sociedad son siempre las leyes que defienden al poderoso, al rico y a su poder frente a los no poseedores de propiedad, a los pobres. La propiedad privada y el derecho han creado un abismo entre dos “clases” jerárquicamente diferenciadas entre sí: la clase de los propietarios, de los poderosos y de los amos, frente a la clase de los no propietarios, pobres y esclavos. Esta situación no es superable, según Rousseau, pero puede ser mitigada a través de una sana vuelta a la naturaleza y una educación que fomente el individualismo y la independencia del hombre.

A pesar de que Diderot sí creía en el progreso, también aprobó el nuevo Discurso de Rousseau. Pero otras cuestiones, familiares, religiosas, personales, de orden sentimental, agriaron la relación de Rousseau con el círculo de los enciclopedistas de París. Por su parte, Voltaire dijo del Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombres que era un libro “contra el género humano” y que cuando se lee “entran ganas de andar a cuatro patas”. También calificó el pensamiento de Rousseau de “filosofía de mendigo”. El texto de la carta en que Voltaire acusa recibo de la recepción del Discurso de Rousseau no tiene desperdicio. Dice así:

“He recibido, señor, vuestro nuevo libro contra el género humano; os lo agradezco; agradaréis a los hombres a quienes decís sus verdades, y no los corregiréis […] Nunca se ha empleado tanto ingenio en pretender volvernos animales. Cuando se lee vuestra obra se tienen ganas de andar a cuatro patas. Sin embargo, como hace más de sesenta años que he perdido la costumbre, siento por desgracia que me resulta imposible recuperarla. Y dejo ese comportamiento natural a quienes son más dignos de él que vos y que yo”

Sin embargo, Rousseau no estaba predicando propiamente una vuelta atrás, puesto que sabía – y lo dice así– que el movimiento histórico es irreversible. En el libro combinaba el pesimismo histórico con el optimismo antropológico: el mal no está en la naturaleza humana sino en las estructuras sociales. En cualquier caso, esta vez Rousseau no esperó el veredicto de la Academia de Dijon (que lo consideraría “demasiado largo”). Buscó editor para el libro y se fue por un tiempo a Ginebra. Allí abandonó el catolicismo para ingresar de nuevo en la religión de sus padres.

Desde Ginebra escribió Rousseau, en 1754, el artículo “Economía política” para el tomo V de la Enciclopedia. Ahí distingue entre “soberanía” o poder legislativo y “gobierno” o poder ejecutivo subordinado a la soberanía. Hace la apología de la ley como expresión de la voluntad popular y garantía de la libertad individual; loa la educación en un sentido patriótico; predica el retorno a una economía agrícola frente a la industria y el comercio; defiende un impuesto progresivo sobre las rentas, pero, a diferencia de lo que había escrito en el Discurso, considera la propiedad como un derecho natural y fundamento del pacto social. Su intención era proteger al débil contra la extensión desmesurada de la propiedad privada. Resume así el pacto social: “Vos tenéis necesidad de mí por yo soy rico y vos pobre. Hagamos, pues, un acuerdo entre nosotros. Yo permitiré que tengáis el honor de servirme, a condición de que me deis lo poco que os queda por el trabajo que me tomaré de mandaros”.

De regreso en París, Rousseau vivió meses de insatisfacción. El Discurso había sido acogido con frialdad; su complicada relación con Thérèse Le Vasseur se había estropeado aún más; los contactos con los enciclopedistas se le hicieron difíciles, en parte por diferencias ideológicas pero en parte también por sus propias desconfianzas; no tenía un trabajo fijo y definido y además se sentía enfermo, sufriendo por problemas de vejiga y de riñón. Fue en estas circunstancias cuando se puso a discutir con Voltaire a propósito del terremoto que arrasó la ciudad de Lisboa en 1755. La correspondencia entre ellos data de 1756. Unos meses después discutía con Diderot a propósito de la obra de éste El hijo natural. La frase de Diderot: “El hombre de bien está en sociedad y sólo el malvado está solo”, le pareció a Rousseau una alusión personal. Pidió explicaciones. Diderot contestó con ironía y descaro; Rousseau volvió a la carga con reproches. Aunque en aquella oportunidad acabaron reconciliándose, ahí se iniciaba el distanciamiento entre los dos.

III

El terremoto que destruyó parcialmente la ciudad de Lisboa ocurrió el 1º de noviembre de 1755 poco después de las nueve de la mañana. La intensidad fue tal que la mayoría de las casas de la ciudad se derrumbaron a los pocos minutos. Miles de personas quedaron sepultadas bajo los escombros y se creó una gran confusión. La parte más importante de la ciudad (el Palacio Real, el castillo de San Jorge, la mayoría de las iglesias y casas religiosas, el Hospital de Todos los Santos, la Ópera, etc.) quedó en ruinas. Se produjeron además numerosos incendios. Se ha calculado en treinta o cuarenta mil el número de víctimas. Réplicas del seísmo se notaron en Málaga, Cádiz y Tánger y los temblores se sintieron hasta en Suiza. La impresión que produjo en toda Europa fue enorme y muchos pensadores escribieron sobre el terremoto de Lisboa. No sólo Voltaire y Rousseau. También Kant, por ejemplo. Goethe, que tenía entonces seis años, recordará aquel terremoto como el momento en que despertó su conciencia.

Voltaire, que pasaba entonces por una crisis de pesimismo, debida en parte a la muerte aún reciente de su amante Madame de Châtelet, escribió el Poema sobre el desastre de Lisboa. En él se enfrenta al lema del poeta inglés Alexander Pope (1688-1744), al que él mismo había conocido y apreciado mucho durante su estancia en Inglaterra: Ese lema decía: Todo está bien. El Todo está bien de Pope y el Vivimos en el mejor de los mundos posibles de Leibniz habían sido hasta entonces máximas inspiradoras del racionalismo ilustrado, caracterizado por el optimismo histórico y la confianza en el progreso. Pero ante el horror que supuso el desastre de Lisboa y particularmente ante el sufrimiento de los inocentes Voltaire afirma que el Todo está bien no puede seguir manteniéndose, se ha convertido en una ilusión. De hecho el título completo del escrito de Voltaire es: Poema sobre el desastre de Lisboa o Examen de este axioma “Todo está bien”.

El tono del poema de Voltaire, que tiene 234 versos, es trágico. Se suceden en él exclamaciones e interrogantes no siempre retóricos. Después de lo ocurrido sería un error de filósofos seguir diciendo que “todo está bien”. Ante la muerte de tantos inocentes Voltaire se interroga sobre la existencia de un Dios del que los filósofos dicen que es libre y bueno. Escribe desde la identificación simpatética con las víctimas. Se pregunta por qué Lisboa y no Londres o París, ciudades sumidas en las delicias y el baile. O mejor: ¿por qué el Señor no ha producido un desastre tan terrible al final del desierto?. Contrapone el sufrimiento y la desgracia de unos a la diversión y enriquecimiento de otros, lejos de Lisboa. Que ocurra esto último va en contra de la idea de un Dios equitativo. Se adentra en la eterna pregunta del hombre sobre el origen del mal. Y se opone a la réplica habitual: “Esta desdicha es el bien de otro ser”. Se revuelve contra las tentativas de consolación que lo único que hacen es amargar aún más las penas del que sufre. Eleva el dolor y el sufrimiento a rasgo esencial de la condición humana. Y contrapone esto al punto de vista racionalista ilustrado que unía razón y felicidad.

“Hay que reconocerlo”, dice Voltaire, “el mal está sobre la tierra aunque su principio secreto nos es desconocido”. El tono es a veces pascaliano: el corazón desmiente lo que predica el espíritu. Y la queja va derivando poco a poco hacia la divinidad, hacia un Dios del que se dice que es bondadoso y perfectísimo y que, en cambio, va derramando sobre los hombres los males a manos llenas: ”Un Dios que vino a consolar a nuestra afligida raza, visitó la tierra y no la cambió”. A partir de ahí Voltaire encadena disyunciones que seguramente tenían que sonar a irreverentes en la época: “O el hombre nació culpable y Dios castiga a su raza, o ese Señor absoluto del ser y del espacio, sin ira, sin piedad, tranquilo, indiferente, sigue el eterno torrente de sus primeros decretos; o la materia informe, rebelde a su Señor, lleva en sí los defectos necesarios como ella; o bien Dios nos prueba y esta morada mortal no es más que un pasaje angosto hacia un mundo eterno”. Para Voltaite no parece haber salida a esdas disyuntivas: sin duda hay que temblar con cualquier partido que se tome, dice. La Naturaleza está muda y se necesitaría un Dios que hablara al género humano. El mundo no es el más ordenado de los universos posibles, como quería Leibniz, sino un desorden eterno, un caos de desdichas. Somos una mezcla de sangre, humores y polvo. Ni Leibniz, ni Platón ni Epicuro enseñan nada sobre esto. Sólo algunos que no tienen sistema y enseñan a dudar, como Bayle.

De todas formas, Voltaire termina el poema haciendo concesiones para la versión final del poema que ha escrito para su publicación autorizada. Estas concesiones (añadidos de última hora) son tres: 1] “No me alzo contra la Providencia”2] La explicación personal del cambio de opinión respecto de otras cosas que había escrito antes: “En un tono menos lúgubre se me vio otras veces cantar las seductoras leyes de los dulces placeres…Pero ahora ha sido instruido por la vejez y quiero compartir la debilidad de los humanos perdidos… Otros tiempos, otras costumbres. Y 3] La última palabra con la que finalmente cierra el poema: esperanza. Seguramente para paliar el escándalo que estaban produciendo ya las primeras copias semiclandestinas de este poema Voltaire lo editó, en 1756, junto con otro, anterior, Poema sobre la ley natural, una especie de catecismo del deísta en el que se alababa el orden de la naturaleza que nos hace a los hombre tener conciencia moral. En esta edición el Poema sobre la Ley natural, que había sido escrito antes, figura en segundo lugar.

Rousseau recibió el volumen con los dos poemas, notó la diferencia de opinión y de tono existente entre ellos y escribió una carta a Voltaire el 18 de agosto de aquel mismo año criticando las ideas expresadas en el Poema sobre el desastre de Lisboa. La carta de Rousseau es tan larga como el poema de Voltaire, lo que da idea de la importancia que concedía al asunto. Escribe en un tono personal: se siente “conmovido” y “afligido” por la lectura. Dice preferir a Pope y Leibniz porque su optimismo le tranquiliza en sus penas y le da esperanza. En cambio, el pesimismo del poema de Voltaire le parece cruel. No quiere considerarlo como un poema contra la Providencia pero le parece eso. Y recuerda al corresponsal que él mismo ha calificado su Discurso ssobre el origen de la desigualdad como un libro contra el género humano cuando en realidad se defendía en él la causa del género humano contra sí mismo.

Ahí empieza un alegato sobre el mal moral. Rousseau sostiene que no puede buscarse la fuente del mal moral fuera del hombre libre. Y aclara que está hablando del hombre perfeccionado y, por tanto, corrompido; y que los males físicos son inevitables en todo sistema del cual forme parte el hombre, en su mayor parte obra del propio hombre. En última instancia también en el desastre de Lisboa hay que ver la mano humana, pues no fue la naturaleza la que reunió en aquella ciudad veinte mil casas de seis a siete pisos, de manera que si los habitantes de la gran ciudad se hubieran distribuido de un modo más uniforme y hubieran estado debidamente alojados, la catástrofe habría sido menor o, tal vez, ni siquiera se habría producido. A continuación Rousseau relaciona los peores efectos de la catástrofe con uno de sus temas preferidos: la obstinación de los hombres en permanecer alrededor de las ruinas, exponiéndose a nuevas sacudidas, con la idea de que “lo que se deja vale más que lo que se puede llevar”.

También replica la sugerencia anti-providencialista de Voltaire en el sentido de que la catástrofe se ha producido en una ciudad muy poblada en lugar de producirse en el desierto. Comparte que eso hubiera sido mejor pero sugiere, a su vez, que cuando tal cosa ocurre en los desiertos no se habla apenas del asunto. Y no se habla porque “los señores de las ciudades, los únicos hombres que tenemos en cuenta, no sufren ningún mal”. El que esto sea así es, para Rousseau, un indicio que los hombres contemporáneos no respetan a la naturaleza sino que pretenden someterla a sus leyes y caprichos. Y ejemplifica la cosa nada menos que con una consideración, primero de tipo general y luego concretando, sobre la muerte. Desde el punto de vista del dolor y el sufrimiento hay cosas peores que la muerte y hasta podría decirse que muchos de los que han muerto aplastados bajo las ruinas se han librado de males mayores, de largas angustias y sufrimientos. En suma: que los males a los que nos somete la naturaleza son menos crueles que los que nosotros añadimos.

Pero Rousseau aduce aún en ese contexto un argumento mayor, a saber: que si en lo que se suele llamar perfeccionamiento del género humano a través de la creación de bellas instituciones no hemos llegado todavía a un “perfeccionamiento” tal como para preferir la nada al ser, o sea, si es preferible para nosotros ser que no ser (si no somos nihilistas, diríamos hoy), entonces eso tiene que ser suficiente para no esperar ninguna compensación por lo males que tenemos que soportar, aunque esos males fueran tan grandes como los de la catástrofe de Lisboa. Eso es algo que no suelen ver los filósofos porque al comparar bienes y males olvidan siempre el dulce placer de existir. Rousseau mete en ese saco también a Voltaire y sugiere que su poema está inspirado por aquellos que se olvidan de lo más sencillo, el dulce placer de vivir, porque son ricos (saciados de placeres) u hombres de letras (malsanos y desdichados). Para los otros, para el honesto burgués, para el artesano, para el campesino la vida humana no es un mal regalo.

Luego Rousseau propone distinguir con cuidado entre el mal particular, que es una evidencia que ningún filósofo ha negado, y el mal general que niega el optimismo. Y en ese contexto sugiere una variante al lema de Pope. En vez de decir Todo está bien habría que decirEl todo está bien o todo está en orden al todo. Esto lleva a una consideración sobre los verdaderos principios del optimismo que, según Rousseau, no pueden derivarse de las propiedades de la materia ni de la mecánica del universo, sino “sólo por inducción de las perfecciones de Dios, que preside todo”. Lo cual implica replantearse el asunto de la Providencia sobre la cual siempre se ha razonado mal. La Providencia siempre tendrá razón para los beatos y siempre se equivoca para los filósofos. Lo que sigue ahí es una afirmación de la fe en la Providencia (contra deístas y ateos) que aleja a Rousseau de todos los principales enciclopedistas.

En última instancia lo que Rousseau está diciendo es que en eso se cree o no se cree y que, a partir de ahí, no vale la pena seguir dando vueltas a la cosa ni discutir con filósofos. Y no vale la pena, además, por otra razón, a saber: porque “hay algo de inhumano en inquietar las almas tranquilas y afligir a los hombres en vano cuando lo que se quiere enseñar no es cierto ni útil”. Ahí no caben demostraciones; lo que cabe es la libertad de conciencia. Y en esto dice Rousseau concordar con Voltaire. Concuerda, en efecto, en la necesidad de dar la batalla contra la intolerancia en el plano religioso para asegurar la paz del Estado. Sólo que formula este alegado en términos negativos, como “una profesión de fe que las leyes pueden imponer, pero fuera de los principios de la moral y del derecho natural”, fijándose, pues, no sólo en las manifestaciones simples de los dogmas sino, por así decirlo, en la intolerancia disfrazada. Pues para Rousseau “los fanáticos más sanguinarios cambian de lenguaje según la fortuna y predican sólo paciencia y dulzura cuando no son los más fuertes”. Esta consideración de la intolerancia debería llevar a un código moral o profesión de fe civil sobre lo admisible y lo inadmisible, no en términos de impiedad sino en términos de sedición. De manera que:”Toda religión que pudiera conjugarse con el código sería admitida; toda religión que no ajustara sería proscrita y cada uno sería libre de no tener ninguna [religión] más que el código mismo. Es una propuesta que le ofrece a Voltaire para que la desarrolle.

Rousseau termina planteando sus diferencias en términos personales:

Saciado de gloria, y desengañado de vanas grandezas, vos vivís libre en el seno de la abundancia […] y, sin embargo, sólo encontráis mal en la tierra. Yo, hombre oscuro, pobre, solo y atormentado por un mal sin remedio, medito con placer en mi retiro, y encuentro que todo está bien. ¿De dónde proceden esas contradicciones aparentes? Vos mismo lo habéis explicado: vos disfrutáis; pero yo espero, y la esperanza todo lo embellece.

Voltaire no quiso entrar en la discusión filosófica que le planteaba Rousseau ni recoger el guante que otro le lanzaba sobre el desarrollo del código moral o profesión de fe civil. Se limitó a contestar desde su retiro en “Las delicias”, el 12 de septiembre de 1756, con una breve carta en la que, aludiendo a las respectivas enfermedades, pone cortésmente como excusa la suya para dejar a un lado las discusiones filosóficas, “que son sólo entretenimientos”. Está haciendo de enfermero de su sobrina (y joven nueva amante). Supo encontrar, en cambio, las palabras para halagar al otro, aunque no sean verdad: ”Podéis contar con que de todos los que os han leído nadie os estima más que yo, a pesar de mis quejas; y que de todos aquellos que os verán, nadie está más dispuesto a amaros tiernamente. Comienzo por suprimir toda ceremonia”. Y le llama “mi querido filósofo”.

IV

Rousseau había vuelto a Ginebra aquel mismo año de 1756. Entonces se acogió de nuevo al calvinismo. Se instaló en la casa de campo de Mme. d’Epinay, en Montmorency, junto con Thérèse Le Vasseur y la madre de ésta. Pero pronto surgieron nuevos problemas, debido al enamoramiento de Rousseau por la condesa d’Houdetot, lo que finalmente llevó a las dos mujeres a cortar relaciones con él. Tuvo que retirarse a casa del mariscal de Luxemburgo en 1757. Un año después publicaba su novela epistolar La nueva Eloísa y en 1762 aparecerán dos de sus obras más importantes: El contrato social y Emilio o de la educación . Ambas serán prohibidas inmediatamente por el parlamento de París (después en Ginebra, en Holanda y en Berna), que ordena su detención, por lo que Rousseau se refugia en Neuchâtel, dependiente de Prusia. Estas obras se oponían de forma contundente al liberalismo de Montesquieu, al utilitarismo, así como a toda forma de aristocratismo ideológico o político.

En el Emilio , Rousseau hace un análisis de la educación en el que analiza los procesos mediante los cuales el niño se socializa y pierde su bondad e inocencia natural. Frente a la fría cultura racionalista y libresca, propone una educación que siga y fomente los procesos naturales humanos sin alterarlos y que se base en los sentimientos naturales del amor a sí mismo y del amor al prójimo. Criticando la pedagogía ilustrada, Emilio se educará a sí mismo para dar lugar a una nueva sociedad, más libre y cercana a su estado natural.

En El contrato social , Rousseau manifiesta otra manera de paliar la degeneración a la que nos vemos abocados en el estado social, degeneración que resume en su célebre frase “ el hombre nace libre, pero en todas partes se encuentra encadenado ” . Las injusticias sociales y la fractura de clase pueden mitigarse no sólo a través de la educación, sino transformando el orden social endógenamente, es decir: desde el interior de la sociedad misma, y sin violencia. Los hombres deben establecer un nuevo Contrato Social que los acerque a su estado natural. Este contrato no es un pacto o convenio entre individuos (Hobbes) ni un contrato bilateral (Locke). El nuevo contrato social es un pacto de la comunidad con el individuo y del individuo con la comunidad, desde el que se genera una “voluntad general” que es distinta a la suma de las voluntades individuales y que se constituye en fundamento de todo poder político. La soberanía ha de emanar de la voluntad general, siendo indivisible (contra Locke y Montesquieu, Rousseau no es partidario de la separación de poderes) e inalienable (la ley procede de la Voluntad General y sus ejecutores son, por lo tanto, sustituibles). La libertad individual ha de constituirse, a través de la voluntad general, en libertad civil y en igualdad. Todo esto aspira a un deseo o proyecto; se refiere al deber ser, no al ser.

Las graves acusaciones que le acarrearon estas obras obligaron a Rousseau a refugiarse en Inglaterra, invitado por el filósofo empirista David Hume. Pero sus graves trastornos mentales y el empeoramiento de sus manías persecutorias le enfrentaron con todos sus amigos, a lo que contribuyó una pesada broma que le gastó Horace Walpole. Éste, conociendo la inestabilidad de Rousseau, escribió una carta para asustarle, en la que le convencía de los malévolos planes que tenía el gobierno para asesinarle, utilizando como intermediario a Hume, al que Rousseau, mentalmente desequilibrado, acusó injustamente de todo. De vuelta a Francia en 1768, Rousseau se casó con Théresè, trabajando como copista en París en 1770. Falleció en 1778.

Fuente: Biblioteca Virtual F. F. Buey

Nuestra fuente: http://www.elviejotopo.com/topoexpress/para-leer-a-rousseau/

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