Un punto de encuentro para las alternativas sociales

El guardián entre la finitud

Salvador López Arnal

Jorge Riechmann, Gente que no quiere ir a Marte. Ensayos sobre ecología, ética y autolimitación Madrid: Los libros de la Catarata 2004, 247 páginas. Prólogo de José Manuel Naredo.

Los confiados optimistas en el desarrollo imparable, progresivo, ilimitado y benefactor de los saberes y haceres tecnocientíficos, conjunto cuya intersección no es vacía con el de los aguerridos (y agresores) partidarios del sistema maximin -máximo beneficio para un reducido sector oligopólico y mínimo bienestar, cuando no condena a la inexistencia, para una mayoría abrumadora de la Humanidad- suelen argüir, si generosamente queremos ensanchar el campo semántico del apreciado término, que las preocupaciones y llamadas urgentes de atención de documentados ecologistas, en acción ininterrumpida, están no sólo absolutamente desenfocadas y desorientadas sino que son, simple y básicamente, un regreso (reaccionario e irracionalista) al pasado: no hay peligro sustantivo al acecho, o bien éstos son nimios y fácilmente evitables, o acaso, se señala, los datos de partida de la perspectiva ecologista están mal construidos, son (im)puros e interesados inventos alocados, y, por tanto y finalmente, se concluye que los alarmados, antirracionalistas y alterados insurgentes olvidan conscientemente que existe una mejoría notable, incluso sobresaliente, entre la situación actual y la que se vivía algunos años atrás, cuando, por ejemplo, el uso irresponsable de derivados fluorados y clorados  adelgazó y agujereó la capa de ozono. Después de ello, los confiados partidarios del maximin entonan alegremente en algún spot radiofónico financiado por alguna transnacional amante del “medio ambiente”: el futuro está abierto y la energía, nuestra energía, es limpia como nuestro corazón y nuestras finalidades.

Cuando las cosas y los acontecimientos se tuercen un tanto, cuando los datos, argumentos y situaciones apuntadas desde varios frentes son abrumadoramente contrarios a sus -estas sí- demenciadas posiciones, los productivistas y tecnicistas sin freno abren una de las últimas puertas de su diseñada cosmovisión y echan mano de la épica cósmica del cowboy postmoderno: si las cosas no llegasen a funcionar satisfactoriamente en nuestro planeta azul, hasta el punto de que la especie humana se convirtiera definitivamente en un tejido canceroso de la biosfera, la salida está a nuestro alcance: démonos cuenta de que no estamos limitados a nuestra morada en el aire, de que somos parte activa y conquistadora de un sistema mucho más amplio. Marte está cerca y quien dice Marte -por si nos atacan sus pobladores- dice Saturno o Plutón. Vayamos allá donde podamos y deseemos. Nada nos está vetado. Todo es posible incluso lo supuestamente imposible. Hagamos, sin excesiva y paralizante reflexión y conscientemente alejados de toda norma de precaución, todo aquello que podamos hacer. Invirtamos sin pestañear y sin control en una nueva odisea en el espacio para 2101 y siglos venideros. Alcancemos Júpiter, más pronto que tarde y, si es necesario, y es claro y distinto que empieza a ser necesario, rompamos en diez, cien o mil partes lo que haya que explotar y la vida humana, con nuestros omnipotentes saberes y haceres tecnológicos, estará garantizada cuanto menos para los próximos 10.000 años, como postulaba el “progresista” astrónomo británico Adrian Berry en la década de los setenta. Luego, los dioses tecnológicos seguirán ordenado nuestro existir cósmico. Atrás dejaremos las huellas aniquiladoras de nuestro ser. No hay nada que cambiar en el plano de nuestras finalidades básicas, no hay que alterar en lo más mínimo nuestras costumbres ni nuestra forma de respirar, pisar, producir y consumir. Ninguna otra vida es posible ni concebible. El futuro no sólo está abierto y es infinito sino que está al lado de nuestra voz de mando. El arma de nuestra ansia de conquista y poder es invencible. Somos ya más que humanos. Ha llegado la hora del superhombre: la del Ser que está más allá de lo humano.

Estamos, como apunta el autor, ante el arte de la fuga capitalista hacia la bestia, hacia la máquina. Jorge Riechmann, con Gente que no quiere ir a Marte, la tercera parte de su trilogía de la autocontención -cuyas dos primeras partes fueron Un mundo vulnerable (2000) y Todos los animales somos hermanos (2003)- arguye de forma admirablemente documentada contra el ilimitado mar de falacias que inunda una perspectiva unilateralmente desarrollista. Somos hijos de Prometeo, hemos robado fuego y saberes prohibidos a los dioses, pero es deber de todos comportarnos como descendientes inteligentes de ese  legado insumiso. Y no porque renunciemos al desarrollo sino porque creemos, con Pasolini, que el crecimiento (neo) capitalista es antagónico a un verdadero progreso humano que no consista en la acumulación irrestricta de objetos chabacanos y faltos de sentido, acompañada de una constante e irreversible destrucción de valores existenciales básicos.

La finalidad básica de los diez capítulos que componen esta tercera parte de la trilogía, así como su imprescindible nota previa -”La utopía negativa del capital”- y la reflexión final, sin olvidar la hermosa dedicatoria del ensayo, es enunciada por Riechmann en los siguientes términos: “El volumen que tienes entre manos, amable lector, discreta lectora, está escrito para explorar por qué la idea de viaje a Marte -comprendida no sólo en sus términos literales, sino también en toda su dimensión simbólica- no nos parece de entrada demasiado atractiva, ni a mí ni a mucha otra gente (por valioso que juzguemos el conocimiento científico sobre el devenir del cosmos y las características de nuestro sistema solar)”.

El autor de Canciones allende lo humano nos presenta sus posiciones con información sustantiva y diversa, esto es, con información contrastada y pertinente para el caso; con fina y completa argumentación que no olvida las múltiples caras de las cuestiones tratadas, con modélica pasión razonada e inspirándose, en la discusión normativa, en un enorme y variado  conjunto de pensadores y poetas. Entre otros, Hanna Arendt, Juan Ramón Jiménez, Hans Jonas, Albert. Camus, el citado Pier Paolo Pasolini, Lewis Mumford, Paul Forman y Manuel Sacristán, recogiendo también enseñanzas del tsimtsum de la cábala o del jasidismo o budismo zen. A destacar,  por su infrecuencia, el interés y buen hacer con el que Riechmann presenta las tesis de Nicholas Rescher -un filósofo de la ciencia que sin duda merece una mayor atención en tierras ibéricas- sobre el ámbito de la tecnología.

La apuesta por la autolimitación, la  construcción de una ética del límite y de la imperfección -dado que, como el propio Riechmann señala, la destrucción ecológica, la desigualdad socioeconómica y el descontrol de la tecnociencia son los tres temas mayores que deberían abordar hoy las ciencias sociales y la crítica filosófica- no implican en ningún caso la idealización de pasados más o menos remotos. Contrariamente a lo que en alguna ocasión se ha defendido desde algunos sectores del ecologismo y desde otras tribunas, no se parte aquí del presupuesto de un bello, idealizado y armónico equilibrio de las culturas primitivas, alterado o liquidado sin más matices por la modernidad. No se trata de ningún combate entre antiguos y modernos, entre la armonía clásica y la desarmonía de la Modernidad. Y, desde luego, aún menos se defiende una nostalgia por lo pre-humano en la línea de lo apuntado por John Zerzan (pp. 39-40). Riechmann es cartesianamente claro en este punto, con una interesante arista critica contra el irrealismo conformista y consolador: “Situar la Edad de Oro en un pasado inalcanzable por definición me parece reaccionario -señala-. Se trata de un ejemplo más -me temo- de la loca idealización de lo que nos queda lejos, lo más lejos posible, de manera que nuestro pensamiento desiderativo no tiene porque arriesgarse en el contraste con la realidad -que suele ser doloroso” (p.40).

Por otra parte, acaso podría apuntarse críticamente que esta llamada a la audacia contenida, al cultivo del límite, resulta contraria a la propia naturaleza humana. ¿No somos los humanos la especie de la soberbia, del descontrol, de la ilimitación? ¿No está en nuestra propia esencia de seres biológicos dominantes el transgredir toda frontera que se nos quiera imponer artificial, innaturalmente? ¿No nos condena este cultivo del jardín de la finitud a un mortal aburrimiento que con el transcurso del tiempo conllevará una explosión descontrolada de energías amantes del riesgo y de la aventura existencial? Hablar de la naturaleza humana fija, de esencias biológicas inamovibles siempre es discurso de alta tensión, más allá de trivialidades del tipo “somos seres que necesitamos respirar o consumir diariamente determinada cantidad de calorías”, pero Riechmann se ha esforzado en dejar claro que no hay en su propuesta normativa y vital ningún brindis al sol del lunes y de la inactividad. Más allá del prudente elogio a la pereza del que fuera yerno de Marx, el autor de Un zumbido cercano nos propone una multitud de tareas que alejan mil años-luz la posibilidad de todo aburrimiento existencial. Cuidar los límites de nuestra vida, convertirnos en guardianes de la finitud, construir un mundo donde las desigualdades abyectas sean un recuerdo de la pre-historia, aceptar la épica de la autolimitación y de la igualdad, no es condenarnos a una somnolencia insoportable. Acaso no haya mayor aventura para las generaciones futuras -para los por nacer, de los que hablaba Brecht- que evitar la aniquilación de nuestro vulnerable habitáculo. Como una cebolla inagotable, cada capa de su ser esconde a su vez otras muchas e inesperadas capas. El mismo Borges recordaba aquella aspiración del compañero de Madame de Chatêlet -“Un hombre que cultiva su jardín como quería Voltaire”- y concluía: “Esas personas, gente que se ignora, están salvando el mundo”.

En las páginas finales del ensayo, hay, además, un punto de enorme interés psicológico, con netas implicaciones poliéticas, que no debería pasar desapercibido por el cúmulo de información, de razones y reflexiones que nos brinda el autor del ensayo. Riechmann, retomando ideas de Hans Jonas y Günther Anders, apunta a un problema básico en su consideración del ser humano y de su práctica social: el olvido, la marginación del miedo, el no asustarse suficiente ante los peligros crecientes en los que nos encontramos inmersos, por desidia, por defensa psicológica ante lo insoportable, por pensar que eso no va a ocurrirnos a nosotros ni a nuestros próximos, por creer que el futuro está lejos o acaso, arguyendo, que la ley de la entropía nos condena a todos a la larga y que, por tanto, dentro de dos billones de años todos estaremos calvos. ¿Qué es pensar?, preguntaba Heidegger. Pensar, responde Riechmann, es pensar a partir de Auschwitz, de Hiroshima y de Chernóbil. Con Zygmunt Bauman, Hiroshima y Chernóbil no son daños colaterales de la modernidad, sino parte integrante, hasta la fecha, del proyecto, de un proyecto que debemos heredar y cuidar con cuidado. Esa es la gran tarea que nos ha legado el terrible siglo XX. Debemos reflexionar asustándonos suficientemente (y sin parálisis) ante la destrucción. En nuestra época, señala Riechmann, “la época moral del largo alcance, la respuesta ética política que precisan los graves problemas a los que hacemos frente debe formularse -a mi entender- en términos de responsabilidad (hacerse cargo de las consecuencias) y autocontención (tratar conscientemente de moderar nuestra hybris) (p.246).

De lo anterior no se infiere desconocimiento de los datos básicos de la situación. La Tierra pierde fuerza poco a poco al tener que contrarrestar la acción constante del flujo y reflujo de las mareas. Gira por ello cada vez más despacio. Habrá una época en que la Tierra tarde 25 horas en girar sobre sí misma, luego 26, y así sucesivamente. Llegará pues el momento, muy lejano, en que ese giro casi se detendrá. También la Luna se alejará cada vez más, y es plausible pensar que al salirse de su órbita vuelva a caer sobre la Tierra. Sin duda, este probable suceso es un fenómeno de peligro no desdeñable: nuestro satélite se verá sometido a fuerzas enormes que acabarán por romperlo; sus trozos lloverán sobre la Tierra y la arrasarán. Algo habrá que hacer, sin duda, pero, también sin duda, esta no es tarea urgente de nuestra hora. Obsérvese, por otra parte, que el peligro señalado no está en  nuestro mal hacer sino en las propias leyes cosmológicas.

Además de lo señalado, Gente que no quiere ir a Marte es una decidida apuesta por una racionalidad completa, ya que, tal como señala José Manuel Naredo en su magnífico prólogo, cuando la posibilidad de encontrar un planeta habitable se sitúa como poco a una distancia de cientos de años luz, la idea de la colonización espacial se convierte en un distopía no sólo física sino económica ya que el empeño de enviar pobladores a otros, supuestamente habitables, o a comerciar  con ellos enterraría muchos más recursos de los que podría aportar a nuestro planeta. De hecho, la carrera espacial “en su vano empeño de escapar de la Tierra, ha ayudado a apreciarla mucho más como el planeta tan singular y adaptado a nuestras necesidades que es como morada idónea e irreproductible que debemos cuidar…” (p.16).             Riechmann, con este nuevo ensayo, nos enseña a cuidar con mimo nuestra singular estancia, nuestra aérea morada: “Habrá que aprender a cuidar la Tierra, tratándola a veces con amor de jardinero, a ratos con reverencia de ermitaño budista, por trechos con sentimiento de hermandad franciscana, en otras ocasiones con admiración de indio de las Grandes Praderas” (p. 246). Y nos recuerda, además, la necesidad de refutar aquel aforismo, por él citado, del gran Max Born en 1968, precisamente en 1968: “Tengo la impresión de que la Naturaleza ha fracasado en su intento de producir en esta Tierra un ser inteligente”. ¿A que esperamos para intentar desmentir, con el debido respeto, la afirmación del gran físico atómico?

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