Un punto de encuentro para las alternativas sociales

¿Gramsci frente al comunismo?

José Luis Martín Ramos

Nota crítica al libro de Angelo D’Orsi, Gramsci. Una nuova biografía. Milán : Feltrinelli, 2017, 393 p.

El ensayo de Angelo D’Orsi es apreciable sobre todo por la síntesis que hace en sus capítulos finales de las reflexiones recogidas en los Cuadernos de Cárcel; de manera particular de las principales, y las más recordadas hoy, innovaciones teóricas de Gramsci: su concepto de hegemonía, el bloque histórico, la revolución pasiva… Es, ciertamente una nueva biografía que recoge el actual interés transversal por su pensamiento; pero que cede también a la tendencia de separarlo de su acción militante, dejando algo cojo el objetivo biográfico que se ha propuesto. El trabajo de D’Orsi queda, en mi criterio, desmejorado por la obsesión de desligar a Gramsci del movimiento comunista, del movimiento cominteriano o la dirección cominteriana como lo acostumbra a identificar el autor; llevado en esa obsesión por la repetición de tópicos sobre la historia de la Internacional Comunista y su política, que historiografía consultable ya ha develado como falsos. Así como por la repetición de insidias y juicios de intención, sobre todo contra Togliatti, de manera gratuita en la medida en que ni siquiera son necesarios para el desarrollo de su argumentación. Ciertamente que D’Orsi rechaza las falsedades mayores que se han difundido sobre la relación de Gramsci y el Partido Comunista Italiano durante su encarcelamiento (las “teorías” conspiranoicas sobre su detención; la supuesta maniobra de Grieco, en colusión con Togliatti desde luego, para frustrar el primer intento de puesta en libertad de Gramsci; la hipotética existencia de dos últimos Cuadernos de Cárcel que nunca se habrían dado a la publicidad, y otras tonterías mayores); no obstante el rechazo de esa leyendas negras no le proporcionan, por sí mismo, una mayor ecuanimidad a D’Orsi.

No comparto su conclusión de que el pensamiento de los Cuadernos -pero no su obra práxica anterior, que considera lastrada por el bolchevismo- constituya un “gramscismo” (es el término que llega a utilizar),“que puede considerarse una verdadera corriente de pensamiento  con su propia autonomía, aun conservando la matriz marxista” (pág. 300). No creo que añada más valor a las reflexiones de lo Cuadernos cosificándolas en un nuevo “ismo”. Aún más teniendo en cuenta que lo considera como el único exponente innovador del marxismo de su época; del que sólo considera a Bujarin o a la subsunción de Lenin por Stalin vía el dogma del “marxismo-leninismo”. Respecto a Lenin reconoce la influencia en el Gramsci que va de la revolución de octubre a su detención, pero tiende a diluirla luego; o a reconocerla solo a regañadientes y de pasada, en el concepto de hegemonía y en la distinción sobre la diversa perspectiva de la revolución en oriente y occidente (págs. 306-307). En otras palabras, so capa del rechazo de Gramsci al “marxismo-leninismo”, tiende a subrayar más las diferencias (para él casi rupturas) con Lenin que las afinidades y continuidades a partir de sus escritos de cárcel.

En algunos momentos del relato del rechazo de Gramsci al marxismo vulgar me queda la duda de qué es lo que entiende D’Orsi del pensamiento de Marx, de si no tiene una lente deformadora que lo vulgariza aceptando precisamente su interpretación economicista. Por ejemplo cuando establece el antagonismo entre “modo de producción” y “civilización” a cuenta de como entiende Gramsci el capitalismo (“no como simple elemento que identifica un modo de producción, sino más bien como una verdadera y propia civilización”, pág. 349); o cuando defiende que el concepto de bloque histórico significa “una superación de la canónica dicotomía marxiana, retomada por todo el marxismo, entre estructura y superestructura” (pág. 300). Con el término “marxiana”  D’Orsi se refiere directamente a Marx – el mismo lo distingue de “marxismo”-, pero está por ver que Marx estableciera una “canónica dicotomía” semejante. En su empeño por llevar a Gramsci a otro terreno  -en todo caso fuera del movimiento comunista- llega a hacer proposiciones confusas. Refiriéndose a los Cuadernos de 1931-1932 , señala que en ellos se habría producido “una toma de distancia del marxismo de su época en la versión leninista sub especie estalinista, pero incluso pone en discusión, en cierto sentido, al mismo Marx, al menos en ciertas enunciaciones que se habían convertido en fórmula en la las lecciones impuestas por Stalin(…), el binomio estructura-superestructura, por ejemplo, o la expresión “materialismo histórico”, o peor “dialéctica materialista” nunca empleadas por Marx y que Gramsci tiende a eliminar. No era una huida del marxismo, ni un repudio de Marx, sino más bien su recolocación en la precisa posición histórica que le correspondía, y una primera tentativa significativa de enriquecer, precisar, ampliar el campo marxiano” (pág. 286-287).  Hablando en claro, ¿qué pone Gramsci en cuestión, a Marx o al “marxismo” del diamat?  Porque D’Orsi dice las dos cosas, aunque de la primera dice que “en cierto sentido”, ¿en cuál? Y esa recolocación en su “precisa posición histórica” que quiere decir, ¿una negación de la actualidad de Marx, hacia la que Gramsci se dirigiría más allá de su reflexión de los Cuadernos?

Habida cuenta  de que se está haciendo la biografía de un militante comunista, que fue máximo dirigente de su partido, tiene un uso chocante de la bibliografía sobre la historia del movimiento comunista. Ignora absolutamente a Raggioneri y eso tiene, ya lo expondré más adelante, consecuencias importantes en la interpretación de algún episodio conflictivo. Su referencia bibliográfica de la Internacional Comunista se limita a los libros de Agosti (2009) y Wolikow (2010, 2012 en versión italiana) y las memorias de Hubert-Droz (interesantísimas, pero memorias), ignorando a Hajeck (editado en Italia en 1972), a Broué (1997), cuya lectura le habría mejorado su percepción del origen del Frente Popular y, sorprendentemente para mí, incluso a Silvio Pons (2012). Por otra parte, el uso que hace de Vacca ( Vita e pensiero di Antonio Gramsci, 2012) y de la biografía de Agosti sobre Togliatti (2003) – sombra negativa en el relato de D’Orsi de la imagen positiva de Gramci – es tendencioso; los cita en cuestiones secundarias, que no ponen en cuestión su propia interpretación, pero los ignora en episodios en los que Vacca y Agosti dan explicaciones importantes. En el caso de Vacca, no se le empieza a citar hasta la página 245 y lo hace para recoger una hipótesis menor: la de que quizás Gramsci se hubiese dejado enredar por la habilidad del juez Macis que apelaba a su común procedencia sarda. Las dos o tres citas de la biografía de Togliatti escrita por Agosti son asimismo secundarias y no es tenida en cuenta en ninguno de los asuntos fundamentales de la política de Togliatti o de la relación entre Togliatti y Gramsci; algo poco adecuado, la biografía de Agosti es hoy por hoy el mayor referente de autoridad bibliográfica sobre  Togliatti, que en el relato de D’Orsi es una contrafigura de Gramsci.

Paso a comentar algunos ejemplos. El número inicial es el de la página.

196. Escribe D’Orsi, comentando sobre los primeros cinco años de vida del Partido Comunista Italiano, que Gramsci está “casi completamente bolchevizado, y su capacidad de lectura de los fenómenos sociales está ofuscado por las lentes del “marxismo-leninismo”. D’Orsi no explica en ningún sitio cuál es el contenido de esa “bolchevización” y creo una exageración considerar que a Gramsci lo haya ofuscado el “marxismo-leninismo”. Cosa distinta sería que Gramsci haya compartido percepciones erróneas o haya aceptado, por razón de mayoría o de disciplina, determinadas posiciones; pero D’Orsi no entra en ese análisis y prefiere la descalificación del bolchevismo.

197. Durante el relato del incidente de la carta de la dirección del Partido Comunista Italiano, redactada por Gramsci, sobre el conflicto interno en el seno del Partido Comunista Ruso muestra un prejuicio cuando sugiere, sin documentarlo, que el que Gramsci atribuya la responsabilidad mayor del conflicto a la “oposición” lo sea “quizás por un expediente táctico”. Por otra parte, prescinde del hecho de que fuese bloqueada por Togliatti a instancias de Bujarin, como aclaró Agosti, de cuya explicación sobre el incidente D’Orsi se desentiende; y comete un abuso de simplificación al reducir a la mayoría con Stalin, en  esa época, 1926.

203/204. El episodio de la carta le sirve para lanzar uno de sus principales golpes bajos contra Togliatti: “entre los dos compañeros emerge, quizás no de improviso, una concepción diferente de la acción política diferente, también una lectura diversa del escenario internacional y, en fin, diversa es la percepción del papel de los compañeros rusos”(…)“la diferencia ontológica del modo de sentir la política (…) Gramsci con sólidos fundamentos éticos, el primero de los cuáles es la búsqueda de la verdad, el otro [Togliatti], privilegiando de la manera absoluta la prosecución de los objetivos”. Es ésta una distinción maniquea y tendenciosa, que se fundamenta en el tópico sobre la falta de principios de Togliatti y que, al propio tiempo, oscurece el sentido político del conflicto creado por la redacción de la carta. Gramsci también actuaba en función de los objetivos (D’Orsi habría reconocido eso en su supuesto “tacticismo” en la carta) y Togliatti no estaba ajeno a cualquier principio ético, ni a la búsqueda de la verdad.

D’Orsi, además, supone – digo supone porque tampoco lo demuestra documentalmente- que la carta marcó formalmente la ruptura entre Gramsci y Togliatti, aunque matiza que el hilo entre ambos no se rompió. Incluso considera el episodio como uno de los antecedentes de los Cuadernos de Cárcel. Teniendo en cuenta que para D’Orsi los Cuadernos de Cárcel son una ruptura teórica con su bolchevismo anterior, con el Comintern en última instancia, etc. esa suposición  significaría que el episodio fue ya el inicio no de una mera ruptura entre ambos dirigentes sino entre Gramsci y el movimiento comunista. Algo que es mucho suponer y que no documenta, porque no puede hacerlo. Por otra parte, si se produjo algún tipo de “ruptura” esa fue por parte de Gramsci, nunca de Togliatti y aunque D’Orsi lo reconoce más adelante (pág. 228: “gracias al papel de Palmiro Togliatti, ayudado de [entre otros] Piero Sraffa en primer lugar, el hilo entre Gramsci y el partido no se rompió nunca, aunque se deshilachó en algún momento”)  no habría estado de más señalarlo de entrada, en el transcurso del relato del conflicto de la carta.

250. En esta parte del libro se informa de un segundo intento de puesta en libertad de Gramsci en julio de 1928; a iniciativa de Togliatti que implicó, dice D’Orsi, a Bujarin para que aprovechara el buen momento de las relaciones entre la URSS e Italia por el salvamento por parte del rompehielos soviético Krassin de los superviviente de la expedición al Polo Norte del dirigible Italia, encabezada por Umberto Nobile. D’Orsi apenas da detalles y concluye el caso arrojando basura: “Probablemente, no obstante, a consecuencia de la caída en desgracia de Bujarin, entre el verano y el otoño de 1928, la cosa murió al nacer y fue el segundo intento fallido”. Si D’Orsi hubiese tenido en cuenta el relato de Vacca, habría informado mejor del hecho y no lo habría cerrado con esa acusación nada indirecta a los soviéticos. De entrada Vacca (Vita e pensieri di Antonio Gramsci. 1926-1937. 2012, págs.. 55 y siguientes) reproduce la carta de  Togliatti a Bujarin planteándole que se inste a la tripulación del Krassin, para que pida a Nobile que se dirija a Mussolini solicitándole que, en justa reciprocidad por el salvamiento de los italianos, Gramsci sea transferido a la URSS con motivo de su delicado estado de salud. En sí misma la carta no demuestra que Bujarin se implicara  sino solo la iniciativa de Togliatti; por otra parte, desde el primer momento Vacca sostiene que esa iniciativa era débil de entrada, por cuanto Mussolini no tenía por qué vanagloriarse públicamente de lo que había sido una expedición fracasada y hace recaer precisamente sobre el  Duce que la hipótesis de excarcelación no tuviese ningún recorrido; amén de que tampoco entusiasmara a Gramsci que empezó a temer que cualquier intento de puesto de libertad solo sería aceptado por el régimen fascista a cambio de una renuncia política, lo que rechazó siempre.

La razón de que la iniciativa de julio de 1928 “muriera antes de nacer” nunca estuvo en el campo soviético, pero D’Orsi no puede evitar lanzar la piedra, de paso, emborronando a Bujarin y a la dirección soviéticapción ; sin base, no solo porque Vacca ya había dado explicaciones convincentes, sino porque incluso la cronología no es congruente con su vinculación entre el fracaso de la iniciativa y la caída de Bujarin, que no se había producido todavía y no lo sería hasta bien entrado 1929.

270. Una nueva cadena de inexactitudes históricas, ahora a cuenta de la posición de Toigliatti sobre el giro político de la Internacional Comunista en su X Pleno Ampliado, de julio de 1929, en el que se consagró la línea política sectaria identificada por la adopción del concepto de “socialfascismo” para justificar la lucha contra la socialdemocracia como enemigo principal. Escribe D’Orsi: “Togliatti, como todos los representados se adhirió, aunque con alguna tentativa de diferenciar [entre socialdemocracia y fascismo](no sólo él sino también Grieco, presente con él en la asamblea)”; y líneas más adelante añade “interesante la reflexión de Togliatti, a la distancia exacta de una treintena [en los años sesenta], cuando definió en modo también autocrítico, aquella línea como el ‘error más serio’ del movimiento comunista”.

Esa explicación es confusa y tendenciosa. D’Orsi no tendría que ignorar que, si en los años sesenta Togliatti explicitó esa definición, de hecho él, como Dimitrov y la nueva dirección de la Internacional Comunista, a partir de 1934/35 ya habían considerado aquella línea como un error importante y habían impulsado su abandono incluso a pesar de las reservas de Stalin (también volveré sobre ello más adelante). Pero sobre todo no puede falsear la verdadera posición de Togliatti en el X Pleno del CE de la IC con esa vaga “tentativa de diferenciar”. Togliatti, Grieco y Di Vitorio hicieron mucho más, como se manifiesta  en las actas de la reunión de la delegación italiana con el Comité Ejecutivo  de la Internacional Comunista, publicadas en Studi Storici, en 1971, con una introducción de Ragionneri. Togliatti que se había negado siempre a adoptar el término “socialfascista” se mantuvo en la interpretación de la socialdemocracia como ala de la burguesía; y frente a la acusación de gradualista que se hizo al Partido Comunista Italiano, por parte de Manuilski y el responsable de organización del CEIC Vasiliev, defendió la revolución popular, apoyándose en Lenin: “Se trata de una de las características de la revolución. La revolución en Italia ha de tener esa característica, sin la cual no vencerá”. La discusión iba camino de la ruptura y ante ello Togliatti asumió evitarla y acatar la nueva línea que -ya sin el estorbo de Bujarin que había empezado a ser desplazado- Stalin y el Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista imponían de manera absoluta; pero es significativo la manera como lo hizo al añadir: “Siempre hemos dicho que era tarea de nuestro partido estudiar la situación particular en Italia (…) Si el Comintern nos pide no hacerlo más, no lo haremos más. Pero, ¿no es un problema político estudiar la particularidad de la región italiana? (…) Si hacer eso es “excepción” no lo haremos más; pero, ya que no se puede impedir pensar, nos guardaremos para nosotros estas cuestiones y nos limitaremos a hacer afirmaciones personales. Sin embargo, yo afirmo que este estudio debe hacerse” Eppur si muove. Agosti, en su biografía de Togliatti, se hace eco de esas posición de la delegación italiana y de las razones por las que el dirigente comunista italiano acató; es decir no rompió, lo que habría significado en aquel momento la quiebra definitiva del Partido Comunista Italiano y, ni que decir tiene, el aislamiento definitivo de Gramsci que difícilmente habría podido sobrevivir políticamente a esa quiebra, como muy difícilmente habrían sobrevivido los propios Cuadernos. Eso fue algo más que una “tentativa de diferenciar”.

El acatamiento de la mayoría, aún guardándose para sí el propio criterio, y evitar hasta donde se pueda la ruptura de la unidad, no es de ninguna manera un comportamiento espurio no ya en el movimiento comunista, sino en el movimiento obrero de la época. Y no fue exclusivo de Togliatti, obviamente. D’Orsi reconocerá (pág. 297) que el propio Gramsci si bien rechazó el último giro sectario de la Internacional Comunista aceptó en cambio la expulsión de Leonetti, Treso y Ravazzoli – miembros de la dirección del Partido Comunista Italiano que también habían rechazado ese giro y que emprendieron una campaña de oposición dentro del partido – precisamente en nombre de la preservación de la unidad; no sin lamentarlo y empeñarse, D’Orsi, en defender la imagen de un Gramsci que habría de estar en ruptura progresiva con la Internacional Comunista, como se deduce de su coletilla: “ Está [Gramsci] demasiado vinculado al valor de la unidad, demasiado convencido de la importancia del “centralismo” leniniano para no condenar una línea que se presentaba más bien fraccional [el motivo de la expulsión de los tres fue su actividad fraccional] y estaba convencido de que había que valorar con extrema prudencia cualquier iniciativa que pudiera suscitar la fractura con Moscú. (…) La IC constituía no solo un punto de referencia ideológico, sino una barricada política tras de la cual refugiarse. Pero, en el plano teórico, la distancia de Gramsci y el ‘comunismo’ oficial de marca cominteriana aumentaba”.  D’Orsi no deja de despreciar la responsabilidad militante y dirigente –el acuerdo de Gramsci era fundamental para la expulsión de los tres  y, desde luego, Gramsci no tenía por qué no ser consciente de ello, todo lo contrario. En ningún momento considera D’Orsi otra diferencia entre Togliatti y Gramsci, que habría tenido que serle evidente: el comportamiento de Togliatti, en libertad, era en todo momento público, mientras que el de Gramsci, en la cárcel, era privado hasta que la libertad le permitiera hacer públicas sus reflexiones en los términos en los que él libremente decidiera. En 1930 podía haber tenido la ocasión de romper con el comunismo “cominteriano” – como dice simplificando mucho D’Orsi- y no lo hizo, ni entonces ni nunca; siguió en él y en sus normas, pero al propio tiempo pensando por su cuenta. Más o menos como Togliatti y su respuesta “galileana” del año anterior.

Abundando en su intento de establecer una fractura entre Gramsci y la Internacional Comunista D’Orsi especulará más adelante (pag. 287) “si la referencia se dirige explícitamente a Bujarin [se refiere al rechazo de su vulgata sobre el marxismo], en realidad Gramsci tiene como objetivo todo el complejo no solo doctrinal que aquel representa en cierto modo, del mundo soviético y del Comintern”. La clave es el “no solo doctrinal”, que incluiría el de proyecto político y organizativo.

281. D’Orsi repite, sin más, uno de los tópicos más calumniosos sobre el movimiento comunista: “el daño estaba hecho, con el acceso al poder de Adolfo Hitler, favorecido precisamente por la línea decidida por el Comintern y adoptada por el Partido Comunista Italiano”. Esa mentira ha sido un lema habitual de desacreditación del comunismo por parte del populismo católico, el liberalismo y la socialdemocracia, que han buscado con ello esconder sus propias responsabilidades. La responsabilidad principal de esa “república sin republicanos”, que fue la República de Weimar, es de sus tres pilares políticos, el SPD, el Zentrum católico y el Partido Popular – los liberales-; que la mayoría de la población alemana basculara hacia el nacionalsocialismo, hay que adjudicarlo a las política deflacionistas que los tres desarrollaron al frente del gobierno de la República, o al frente del gobierno del Land de Prusia – que fue siempre del SPD -; y la responsabilidad final de que no se presentara una oposición firme y activa al control del estado por el nacionalsocialismo hasta la dictadura también fue de ellos, del partido católico y de manera singular del SPD que prefirió, por boca de sus dirigentes, al nacionalsocialismo que a abrir la puerta a una revolución comunista (Otto Wels: “ No debe suceder que las masas desesperadas derriben a Hitler para ayudar a establecer el dominio del bolchevismo”). La política de confrontación con la socialdemocracia nada tuvo que ver con el ascenso de Hitler; sin olvidar que, curiosamente, en esa confrontación los muertos los puso el KPD; en la represión de su manifestación del 1º de mayo en Berlin, en 1929, por parte del gobierno socialdemócrata de Prusia.

281. D’Orsi atribuye a Gramsci, y a nadie más, la idea de que en aquella coyuntura histórico-política no se puede pasar del fascismo al comunismo y de que es “útil e indispensable” un período intermedio transitorio. Supina ignorancia por su parte de la historia del movimiento comunista. Esa no fue una posición, una elaboración política y teórica, exclusiva de Gramsci; fue compartida con Togliatti y con Tasca, como se demuestra por la defensa de la revolución popular y del período transitorio cuando ya Gramsci está en la cárcel.

336/337. “Pero la pregunta de por sí concierne a la identidad del partido-moderno Príncipe: ¿es el Partido comunista, como generalmente se está inclinado a creer, o es el partido en cuánto tal? Y si la verdad es lo segundo, ¿se debe pensar que Gramsci ha aceptado los principios de la democracia liberal? ¿Es un partido no solo comunista, sino “totalitario” que excluye la democracia en su seno ¿O, por el contrario, es un partido que en tanto en cuanto está fundado sobre el principio de la hegemonía entendida como sistema de alianza, se coloca plenamente en ámbito del estado liberal? Se está forzando la cuestión, en ambas interpretaciones. Gramsci, una vez más, parece huirá de este esquema y tiene en mente, quizás no de manera clara, un proyecto nuevo…”  Mi impresión es que aquí se fuerza esa cuestión forzada, para dejar en el aire que Gramsci ya no piensa en términos de “partido comunista”, sino  que  aunque “ su bagaje principal no es la tradición que desciende de Montesquieu, sino más bien una genealogía a grosso modo identificable en Rousseau/Marx/Labriola/Lenin, respeto a la cual, es bueno insistir, él introduce innovaciones tan potentes que hace entrever en el horizonte una línea de pensamiento enteramente nueva, que no puede llamarse de otra manera que ‘gramsciana’”. Y concluye de nuevo en suponer que el desenlace final, presente ya in nuce en los Cuadernos, no es que no sea marxismo-leninismo, sino que no es marxismo, no puede ya referirse tampoco a Lenin, no es comunismo es algo nuevo; es decir un punto y aparte, una ruptura.

D’Orsi invoca esta vez la referencia de Vacca en su nota a pie de página [llamada a continuación de la frase que se interrogaba sobre su inserción en el ámbito del estado liberal], con un escueto “sobre esta tesis, Vacca 2017, pp. 208 y ss”. Pues bien, releídas esas páginas de Vacca no veo dónde éste plantee tal tesis (la última era la de la inserción en el ámbito del Estado liberal). Sí analiza en ellas Vacca la crítica absoluta que hace Gramsci no ya solo al marxismo-leninismo en versión estaliniana  “sino al marxismo soviético en su conjunto” (Vacca, pág. 209), pero añade una distinción importante que no va en la dirección de lo que propone D’Orsi: la crítica de Gramsci a Lenin, que recoge Vacca en esa parte de su libro, se refiere a los escritos explícitamente filosóficos de Lenin (Materialismo y empiriocriticismo, 1909; Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo, 1913; y los Cuadernos filosóficos escritos entre 1914 y 1915 y publicados en 1930-1931) dando la vuelta a la estimación de esos fundamentos del “marxismo soviético”  para subrayar cuál es el valor genuino de Lenin: “Puede suceder [escribe Gramsci] que una gran personalidad exprese su pensamiento más fecundo no en el lugar que aparentemente sea la más “lógica” (…), sino en otra parte que aparentemente puede ser juzgada extraña. Un político escribe de filosofía: puede darse que su ‘verdadera’ filosofía haya de buscarse en cambio en sus escritos de política” (citado por Vacca en pag. 210). De lo que deduce Vacca: “Gramsci contrapone el valor ‘filosófico’ implícito de la obra política de Lenin y la crítica de su filosofía explícita” y añade un nuevo fragmento de Gtramsci : “El principio teórico-practico de la hegemonía tiene un alcance gnoseológico y por tanto es en este campo donde hay que buscar la máxima aportación teórica de  de Ilich a la filosofía de la praxis (…) El más grande teórico moderno de la filosofía de la praxis, en el terreno de la lucha y la organización política, con terminología política en oposición a las diversas tendencias “economicistas” ha revaluado el frente de lucha cultural y constituido la doctrina de la hegemonía como complemento de la teoría del Estado-fuerza y como forma actual de la doctrina del 48 de la ‘revolución permanente’”.

La conclusión de Vacca en estas páginas es muy diferente a la sugerencia de ruptura de hecho: “su posición no es la de un cismático que ahora se ponga fuera del del comunismo soviético, sino la de un comunista heterodoxo que piensa que se puede luchar desde su interior para reformar los fundamentos” (Vacca, 211). D’Orsi tiene el mérito de resumir los nudos esenciales del pensamiento de Gramsci en sus escritos de cárcel, pero insisto en que fuerza la interpretación de éstos mucho más allá de lo que se expresa en esos escritos y en el comportamiento respecto a su partido y la Internacional Comunista. La interpretación de Vacca es, habitualmente, no solo más clara en su exposición sino más prudente.

344. Vuelvo a las inexactitudes de D’Orsi sobre la historia política de la Internacional Comunista, que no me parecen insignificantes ni que no tengan que ver con su interpretación “rupturista”. En esta página, comentando el reforzamiento de la campaña de L’Unità en favor de la liberación de Gramsci y como ésta se cruza con el último intento por conseguir su puesta en libertad y, en última instancia, su transferencia a una instalación en la que pueda ser atendido de acuerdo con el agravamiento de su enfermedad, D’Orsi vuelve a “contextualizar” en referencia al momento del movimiento comunista señalando la “concomitancia entre esta acción y la paralela corrección de la línea del periódico, que parecía alejarse de la tesis del socialfascismo para dirigirse en lugar de ella hacia el frente único proletario”. Una redacción que puede sobreentenderse por pasiva como si antes de 1933 la discrepancia de Gramsci hacia aquella tesis hubiese frenado la petición pública de su liberación. Quizás D’Orsi no haya querido decir eso, pero el término “concomitancia” no significa coincidencia sino correlación, una correlación que no está avalada por la realidad del comportamiento del Partido Comunista Italiano y en particular de su máximo dirigente en libertad, Togliatti.

Y sigue D’Orsi refiriéndose al contexto de 1934: “En ese mismo año, bajo el estímulo de Stalin en persona, justo empezaba a delinearse la estrategia de la unidad de acción entre comunistas y socialistas, de la que nació el Frente Popular”. Corrección: en 1934, tras producirse la coincidencia en las calles de comunistas y socialistas en la lucha contra el fascismo, o el autoritarismo que le iba abriendo la puerta, en Francia y Austria, se empezó en efecto a dibujar no solo la recuperación de la política de Frente Único sino una nueva propuesta que no surgió directamente de ella, porque era de diferente naturaleza, el Frente Popular, y no estimulado por Stalin sino propuesto por Thorez, asumido por Dimitrov y finalmente aceptado por Stalin, en un proceso en el que Togliatti pudo empezar a recuperar el discurso de la revolución popular. Sobre las dudas de Stalin y de cómo Dimitrov consiguió negociar su aceptación a la nueva política véase, Alexander Darlin y Friedrich F. Firsov, Dimitrov & Stalin. 1934-1943. Letters from the soviet archives, Yale University, 2000.

En el fin del giro sectario de 1929 tuvo su papel Togliatti y la Internacional Comunista no actuó simplemente como el transmisor de una consigna que venía de arriba, lo que no significa que su propuesta no fuera concomitante – en esta cuestión sí – con la nueva política exterior de la URSS en defensa de su supervivencia amenazada por Hitler y la política “tolerante” del gobierno conservador británico; una situación que revalorizó la dimensión nacional de los proyectos revolucionarios y la autonomía de las secciones nacionales de la Internacional Comunista, los partidos comunistas nacionales. Puestos a interpretar y adivinar que podía haber en el horizonte de las reflexiones de Gramsci también podrían considerarse el impacto que en él podría haber tenido el giro del giro, sobre todo a partir de la guerra de España y la orientación del frentepopulismo en un sentido propositivo; algo sobre lo que Gramsci ya no podrá pronunciarse por el definitivo deterioro de su salud en junio de 1935, inicio de una larga agonía durante la cual abandona la redacción de sus notas de cárcel.

354. El relato que D’Orsi hace del último intento de puesta en libertad frustrado – mediante un acuerdo de intercambio con una agente italiana encarcelada en Moscú, gestionado a través de sus ministerios exteriores- pone una vez más de relieve la tendenciosidad de D’Orsi, por no decir su falta de escrúpulo historiográfico. Los términos de ese intercambio de nuevo eran problemáticos desde el principio, por cuanto había de implicar públicamente gobiernos y chocaban otra vez las exigencias de Mussolini de renuncia de Gramsci a la política, con la decisión de este último de no pasar por ese aro. La posición italiana, por tanto, nunca fue firme y más bien se empecinó en condiciones que hacían imposible el intercambio; entretanto la adopción por parte soviética de una nueva línea de política exterior, que subrayaba el máximo de apoyos exteriores frente a Alemania, introdujo nuevas dificultades, incluidas la de las divergencias en el seno de la dirección soviética sobre las relaciones con Italia. La complejidad habitual y los nuevos embrollos son explicados con algún detalle por Vacca (pp 293-304) que concluye que la liberación sin precio político se hizo de nuevo imposible, pero que “tanto Togliatti ( a través de Sraffa) como la URSS, habían operado eficazmente para la transferencia a Formia [de Gramsci] y la concesión de la libertad condicional”, todo lo cual llegó desgraciadamente demasiado tarde. Gramsci, como en el pasado sobre la carta de Grieco, tuvo la percepción de que se le estaba abandonando lo que Vacca desmiente de manera suficientemente clara.

Pues bien D’Orsi, que en ningún momento cita el relato de Vacca sobre este último episodio, lo cierra con un juicio de intención que prescinde de toda la complejidad -de éste y de anteriores intentos- y de nuevo señala un principal culpable: “el gobierno italiano consideraba obstinadamente la medida de gracia [que implicaba el arrepentimiento político] y no tenía interés de conceder la expatriación sin garantías de renuncia a la actividad política. No solo eso, Gramsci resultaba entonces, para la Unión Soviética un prisionero de escaso valor por el que no valía la pena comprometer las relaciones con Italia”. Y punto, y sobre la intervención de Togliatti-Sforza y la URSS respecto al traslado a la clínica de Formia y la libertad provisional, ni una palabra. Pero ahí queda el supuesto desprecio soviético hacia Gramsci.

355/336. De manera sorprendente, después de haber obviado el papel jugado por Togliatti, en el giro político de la IC y en la relación de Sraffa y Tatiana Schucht con Gramsci, D’Orsi al cierre del libro, en su antepenúltima página, lanza un nuevo bajonazo contra Togliatti que no viene a cuento: “En aquel mismo junio del 35, mientras Gramsci se encaminaba hacia una larguísima agonía, ahora ya fuera de cualquier papel político, su compañero Togliatti, que había “heredado” el partido y que en el bienio 34-45 fue, a decir de Camila Ravera ‘uno de los principales protagonistas de la corrección práctica’ de la línea [sectaria, en el texto se utiliza el término “svoltista”], en un informe para la Internacional Comunista, azuzaba contra los trotskistas presentes en los países capitalistas, e invitaba a la lucha sin cuartel contra aquella peligrosa mala hierba” y añade “Gramsci estaba en peligro de muerte, las deducciones del Comintern sobre la crisis se habían revelado falaces, Stalin había iniciado las “grandes purgas”) y Togliatti no encontraba nada mejor que pedir mano dura contra los llamados trotskistas”. No acierto a encontrar otra explicación a este exabrupto casi final -el libro acaba en la siguiente página- que una inquina personal e ideológica de D’Orsi contra Togliatti y un ferviente anticomunismo. Un grosero contraste de imágenes, de contraposición entre Gramsci el bueno, que habría acabado saliéndose fuera de aquel campo, y Togliatti, el malo, que representaba todo lo peor de él. Lástima, porque, buena una parte del trabajo de D’Orsi es útil, pero queda desmerecido por su tendenciosidad, su falta de profesionalidad historiográfica – yo no puedo entender de otra manera la utilización peculiar de la propia bibliografía italiana y de la historiografía sobre la IC – y su empecinamiento en sugerir un “gramscismo” en punto de ruptura con el movimiento comunista.

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