Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Francisco Fernández Buey y la perestroika (II)

Salvador López Arnal (editor)

Fechado el 4 de noviembre de 1991, “Perestroika 91: de la vía china a la catarsis colectiva” es un artículo de Francisco Fernández Buey cuya publicación desconozco (en el documento originario, que puede consultarse en la Biblioteca Central de la Universidad Pompeu Fabra, puede leerse: “enviado a Miguel Bilbatúa”). Me centro en él en esta segunda aproximación a los análisis sobre la perestroika del autor de Leyendo a Gramsci.

Las imágenes que transmitía la televisión desde los alrededores del Parlamento de Moscú en la madrugada del 21 de agosto de 1991, señala el fundador de mientras tanto, traían inmediatamente a la memoria “otros dos acontecimientos históricos relacionados ambos con el siempre dramático forcejeo entre un mundo que se resiste a morir y otro que quiere salir a la luz y que todavía no sabe su propio nombre”. Fernández Buey se estaba refiriendo a las calles de Praga durante el verano de 1968 y a la plaza de Tian Am Men, en Pekín, en 1989, hacía entonces dos años:

Como ayer en Pekín y anteayer en Praga, volvíamos a contemplar en Moscú el enfrentamiento de la multitud desarmada con los tanques, el tenso diálogo entre los tanquistas que reciben órdenes de sus superiores y los jóvenes que quieren vivir una nueva vida y que no aceptan las imposiciones de la fuerza bruta. Felizmente el final inmediato del enfrentamiento ha sido en este caso muy distinto del que vivieron los resistentes de Praga y de Pequín.

Hacía también veinte o veinticinco años de cuando otros jóvenes, en este caso de la Europa occidental, discutían con pasión (no siempre razonada) acerca de las posibilidades de la vía pacífica al socialismo. Surgió entonces una idea “que llegó a cuajar en las cabezas de muchas personas no-violentas o al menos convencidas de que hay que evitar la violencia política y militar mientras se pueda.” La idea era la siguiente:

Obstaculizar el movimiento de los tanques con un océano de manifestantes, convencer a los tanquistas, con la tranquila fuerza de la razón, de que no hay que disparar contra padres y hermanos, y obligar a quienes dan las órdenes a los tanquistas a cambiar de opinión y a deponer su actitud arrogante. Al fin y al cabo -se decía entonces- qué otras armas que no sean la desobediencia civil pacífica y la fuerza de la razón de la multitud actuando colectivamente puede oponerse hoy en día a la sofisticación del armamento que utilizan los ejércitos, todos los ejércitos.

Al pensar así, recordaba el autor de Marx (sin ismos), pocos, muy pocos de los jóvenes de entonces tenían en la mente las calles de Moscú.

La idea nació más bien para ser puesta en práctica en los bulevares de París, en las plazas de Roma o en las calles de Berlín y de Madrid. Pero ya se sabe que los hombres, jóvenes o adultos, hacen la historia, aspiran a ser sujetos de la historia, en condiciones que ellos mismo no eligen. Nada de extraño tiene, pues, que una idea que brotó en Europa Occidental para traer el socialismo, el buen socialismo, haya acabado cuajando inesperadamente en el otro extremo de Europa contribuyendo así a poner fin a la última degradación de una experiencia pseudosocialista, la del autogolpe bonapartista.

Ya los marxistas críticos (que el autor estudió detenidamente), los cristianos sin dogma (con los que simpatizó y colaboró: Noticias obreras, El Ciervo), y “unos pocos humoristas laicos de los que siguen creyendo en la fuerza material de los ideales cuando estos arraigan en las multitudes” (seguramente estaría pensando en El Roto o Máximo), “tenían noticia de que el verbo a veces se hace acción muy lejos del lugar en que fue pronunciado”. Tal vez, apuntaba el entonces profesor de Metodología de las Ciencias Sociales con ironía, “porque la Historia no parece tener trato preferencial con intelectuales y científicos sociales del Occidente demasiado seguros en sus predicciones”.

Pero aún así, admitía, lo ocurrido era de verdad una novedad, una sorprendente novedad.

Lo que empezó como un golpe de estado vergonzante contra la última versión de la perestroika ha acabado en catarsis colectiva por obra y gracia de la resistencia pacífica pero activa de una mayoría de personas que, estando hartas de la perestroika, porque lo estaban, no quisieron en absoluto refrendar aquel paso atrás que se adivinaba en el constante uso que los miembros del Comité de Emergencia hacían de la palabra patria (así, en singular) en el Estado multinacional que más patrias tiene de este mundo nuestro.

La idea del océano de los manifestantes ahogando a los tanques a la que había hecho referencia se había basado siempre en un supuesto muy delicado. El siguiente:

que los tanquistas se comportaran como hermanos y que quienes daban las órdenes a los tanquistas fueran humanos civilizados. Tal vez por lo delicado de su supuesto aquella idea, siendo buena, no llegó a cuajar en países que se autoproclaman muy cultos y muy civilizados, en los que los analistas se pasan la vida haciendo comparaciones especialmente odiosas.

El caso de Chile, por ejemplo, donde en 1973 los golpistas ahogaron inmediatamente en sangre toda resistencia, era significativo. Y había sido la URSS, “país considerado siempre por los dogmáticos del liberalismo como el contraejemplo de aquel delicado supuesto que se necesitaba para triunfar sobre la fuerza de las armas”, donde, por primera vez en mucho tiempo, se había superado favorablemente para las gentes de abajo una crisis con intervención del ejército.

Este triunfo que había conducido a la catarsis colectiva podía haber sido, sin duda, una casualidad de la historia, “un caso de esos en los que, como suele decirse, inopinadamente los ejemplos se vengan de quienes los ponen”. Pero, desde su punto de vista, aunque así fuera

la comparación con el golpe militar chileno, tan recurrente en estos días y tan funcional a la vieja tesis de la simetría entre fascismo y comunismo, es inmantenible. La imagen de Yeltsin sobre un tanque llamando a la huelga general delante del Parlamento de Moscú cubierto por las cámaras de televisión de todo el mundo refuta por sí sola toda comparación.

Pero es que había más en su opinión. La inesperada actitud del mastodóntico ejército de la URSS en las horas decisivas del golpe siguió a algo que pocos analistas habían relacionado con los hechos de ahora, “tal vez porque la cosa no encaja con las interpretaciones de tuertos amigos de los esquemas”: había sido la URSS, “el “terrible adversario” de los 80, el maniqueo aducido constantemente para justificar la permanencia de España en la OTAN”, el país que más había hecho en aquellos años en favor de la paz mundial (También Rafael Poch de Feliu ha llamado la atención sobre este punto):

Sin las propuestas de Gorbachov desde 1987 hoy el mundo sería otro. Y a pesar de las propuestas pacíficas de Gorbachov desde 1987 hemos visto y sufrido la guerra provocada por Sadam Hussein pero querida, impulsada, interesadamente librada por el Imperio que siempre acusó a la URSS de militarismo expansionista, irritantemente justificada por intelectuales orgánicos de la OTAN que hoy defienden que ser pacifista es estar a favor de la guerra, de nuestra guerra.

Cuando pasara el tiempo, proseguía el autor de Utopías e ilusiones naturales, cuando alguna forma de democracia estable (nada que ver, por supuesto, con el Régimen de Boris Yeltsin y sus secuaces y amigos usamericanos) sustituyera a la catarsis colectiva que entonces se vivía en aquel extremo de Europa, habría que preguntarse con calma si este chirriante contraste “entre las palabras (casi siempre insultantes) de los dogmáticos del liberalismo y los hechos ocurridos en la URSS desde 1987 a 1991” habían sido sólo casualidades históricas o si

tuvieron quizás que ver con algún poso positivo que dejó en las gentes el intento de construir otro tipo de sociedad distinta de la capitalista, o si fueron tal vez la expresión de tradiciones comunitaristas que en la cultura euroamericana no acaban de entenderse bien.

Habría que preguntarse entonces no sólo por los crímenes cometidos en nombre de la gran palabra (socialismo, comunismo) en la época estalinista sino también por otras cosas sobre las cuales se pasaba todavía como sobre ascuas. Sobre estas por ejemplo:

por qué la supuesta potencia militar expansionista se declaró siempre dispuesta, desde el primer momento, a no usar la primera las armas atómicas, por qué fue la única de las que tenían armas nucleares que hizo propuestas serias y realizables de desarme y por qué no fue escuchada, por qué disolvió el propio bloque militar pacíficamente mientras su adversario seguía buscando enemigos para reforzarse y por qué, finalmente, su enorme ejército (según todos los analistas, intacto como única institución realmente organizada) dejó la palabra definitiva a las masas que salieron a las calles y a los parlamentarios que querían construir una Unión distinta de la soviética, dando la orden de retirada de los tanques.

Hasta qué punto, se preguntaba el autor de Conocer Lenin y su obra, estas actitudes que habían vuelto a conmover al mundo, como habían conmovido las actitudes de 1917 y que, por el momento, habían servido para evitar la entonces llamada “vía china”, eran sencillamente

la prolongación, en otra fase histórica, de una formación cultural poco comprendida por los intelectuales europeos a la Michelet, como decía F. M. Dostoievski, o son más bien el resto pacífico y bondadoso, el lado bueno, del cruce cultural entre el viejo comunitarismo ruso y la nueva experiencia frustrada de construcción del socialismo moderno.

Era probable que en aquel entonces, en un momento en el que dominaba fuertemente la preocupación politicista en unos y la angustia por la falta de lo más elemental en otros, una pregunta así sonara a especulativa. Y, sin embargo, él estaba convencido de que para los socialistas del siglo XXI ese sería un interrogante clave.

Pues ellos no serán ideólogos, tendrán ya la distancia suficiente para juzgar sobre palabras -”socialismo”, “comunismo”- que ahora, en tiempos de derrota, dan miedo, y, sobre todo, sabrán distinguir ya entre lo que los hombres decían estar haciendo y lo que hacían realmente.

En su opinión, si se intentaban ver los acontecimientos recientes de la URSS con esta distancia, lo que no equivalía, por supuesto, “al descompromiso o al cinismo respecto de lo que está pasando”, entonces las urgencias de los dogmáticos del liberalismo exigiendo la disolución de todo aquello que llevara el nombre de comunismo en la Europa de entonces (también en la de hoy) podrían verse como lo que realmente eran:

Frutos de la intolerancia que no acaba de creerse del todo la derrota del adversario, la derrota de ideas y creencias que siguen teniendo su humus en el mal social existente, en la desigualdad social, en la persistencia de la opresión, de la explotación y de la servidumbre social. Precisamente la catarsis de la URSS hace que resalten más y pasen a primer plano de la consideración política y social las injusticias flagrantes que existen en el mundo de hoy; los trabajadores norteamericanos podrán salir a la calle protestando por el hambre, la miseria y la opresión racial sin miedo ya de ser acusados de lo contrario de lo que son; los proletarios de la plétora miserable que es este mundo de hoy podrán alzar su voz, y la alzarán, sin ser identificados inmediatamente con el Mal absoluto, con Satanás. Eso tardará.

Pero no mucho señalaba Francisco Fernández Buey: la injusticia reinante era demasiado grande como para que la protesta tardara demasiado en brotar de “los corazones de gentes que saben que tienen formalmente los mismos derechos que los que tienen la propiedad de todo”.

La historia de la URSS engañaba. Había que empezar a ver el lado positivo, de futuro, de esa enseñanza. Y mientras se enlazaba, con las nuevas luchas, que vendrían sin duda, no desnaturalizarse, asunto esencial para él. El que fuera amigo y compañero de Manuel Sacristán cierra su escrito con estas palabras:

¿Pidieron acaso los dogmáticos del liberalismo la disolución de la democracia cristiana italiana o alemana cuando una parte de la democracia chilena apoyó a Pinochet? ¿Pidieron acaso los dogmáticos del social-liberalismo la disolución de los partidos socialistas europeos cuando se comprobó la corresponsabilidad de alguno de estos en las tortugas infligidas a militantes de los movimientos de liberación de Africa?

Una referencia bibliográfica para finalizar: un libro (dedicado a sus padres) poco leído del autor que contiene joyas, más de una, sobre las temáticas desarrolladas en el texto comentado: Francisco Fernández Buey, Discursos para insumisos discretos, Madrid: Ediciones libertarias, 1993.

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