Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La religión de los modernos

Bolívar Echeverría

Si se les preguntase por el sentido de esa actividad sin reposo, que no se contenta jamás con  lo alcanzado, … dirían (supuesto que supiesen dar una respuesta) que para ellos el negocio, con su incesante trabajo, “es indispensable para su vida”.
Max Weber

En los tiempos que corren, en los que el ascenso de la barbarie parece aún detenible, pocas cosas resultan más urgentes que la defensa del laicismo. Los efectos del fracaso de la política practicada por la modernidad establecida son cada vez más evidentes, y el principal de ellos, el que conocemos como “renacimiento de los fundamentalismos” se extiende no sólo por las regiones poco modernizadas del planeta sino también y con igual fuerza en los centros mismos de la vida moderna. El fracaso de esta modernidad establecida a terminado por encaminar a las sociedades transformadas por ella hacia un abandono desilusionado de aquello que debió haber sido la línea principal del proyecto profundo de la modernidad —un proyecto que, mistificado y todo, era en cierto modo reconocible en la práctica política de esa modernidad. Me refiero al laicismo, es decir, a una tendencia que trae consigo la modernidad profunda y que consiste en sustituir la actualización religiosa  de lo político por una actualización política de lo político.

¿Qué quiero decir con esto?

Si algo distingue al animal humano del resto de los animales es su carácter político; la necesidad en que está de ejercer la libertad, la capacidad que sólo él tiene de darle forma, figura, identidad, a la socialidad de su vida, esto es, al conjunto de relaciones sociales de convivencia que lo constituyen como sujeto comunitario. Y si algo debía distinguir al animal político moderno del animal político “natural” o arcaico era su modo de ejercer esa libertad; un modo nuevo, emancipado, de ejercerla. Ya entrado el segundo milenio de la historia occidental, el revolucionamiento técnico de las fuerzas productivas le brindó al animal humano o político la oportunidad de desatar esa libertad, de emancipar esa capacidad de definirse autónomamente, puesto que una y otra sólo habían podido cumplirse hasta entonces a través de la auto-negación y el auto-sacrificio. Dar forma a la propia socialidad, darse identidad a sí mismo; efectuar, realizar o actualizar la condición de animal político ha implicado para el ser humano, durante toda la “historia de la escasez”, de la que hablaba Jean-Paul Sartre, la necesidad de hacerlo a través de la interiorización de un pacto mágico con lo otro, con lo no-humano o suprahumano. Un pacto destinado a conjurar la amenaza de aniquilamiento que eso otro tendría hecha a lo humano y que podía cumplirse en cualquier momento mediante un descenso catastrófico de la productividad del trabajo. Se trata de una interiorización que afecta a la constitución misma de las relaciones que ligan o interconectan a los individuos sociales entre sí, una interiorización que se hace efectiva bajo la forma de una estrategia de autorrepresión y autodisciplinamiento que debe ser obedecida necesariamente por toda realización de lo político, por toda construcción de relaciones sociales de convivencia, es decir, por toda producción de formas, figuras e identidades para la socialidad humana. Esta realización de lo político, una realización que se cumple, sin duda, pero que lo hace paradójicamente sólo a través de la negación y el sacrificio de su autonomía, sólo mediante la sujeción a un pacto metafísico con lo otro, sólo a través del respeto a una normatividad que es percibida como “revelada” e incuestionable, es lo que conocemos como la realización propiamente religiosa de lo político, como la actualización religiosa de esa facultad del ser humano de ejercer su libertad, de darle una forma a su socialidad.

Romper con la historia de lo político efectuado como un re-ligar o re-conectar a los individuos sociales en nombre de un dios; abrir una historia nueva en la que lo político pueda al fin afirmarse autónomamente, sin recurrir al amparo de ese dios —de ese garante metafísico del pacto mágico entre la comunidad y lo otro, entre lo humano y lo extra- o sobre-humano—, esta es la posibilidad que se abre ante el ser humano con el advenimiento de la modernidad en el segundo milenio de la historia occidental y cuyo aprovechamiento conocemos como el proyecto del laicismo.

Se trata, sin embargo, de una ruptura histórica, de un re-comienzo histórico que, como la modernidad misma, no ha podido cumplirse de manera decidida y unívoca sino sólo tortuosa y ambiguamente, como puede verse en el hecho de que lo mismo el laicismo que la modernidad sean todavía ahora, casi mil años después de su primer esbozo, el objeto de enconadas disputas no sólo acerca de su necesidad y conveniencia sino incluso acerca de lo que ellos mismos son o pueden ser. Porque prescindir de dios en la política, como lo pretende el laicismo, implica prescindir de una entidad que sólo puede esfumarse en presencia de la abundancia. Si Dios existe en política es en calidad de contraparte de la escasez económica, y la escasez, así lo ha mostrado y muestra cíclicamente la historia del capitalismo —que no sobreviviría sin ella—, es una realidad que, como Voltaire decía de Dios, cuando no está ahí, “resulta conveniente inventarla”.

“Si Dios no existe, todo está permitido.” Sin Dios, el orden de lo humano tiene que venirse abajo: porque, entonces, ¿en razón de qué el lobo humano debería detenerse ante la posibilidad de sacarle provecho a su capacidad de destruir o someter al prójimo? Dostoievsky ratifica con esta frase de uno de sus personajes lo que Nietzsche había dicho a tráves del iluminado, ese personaje al que recurre en su Ciencia risueña, cuando afirmaba la centralidad de la significación “Dios” en medio del lenguaje humano y de la construcción misma del pensamiento humano. “Dios ha muerto, dice ahí, y nosotros lo hemos matado.” Y, sin Dios, el mundo humano es como el planeta Tierra que se hubiese soltado del Sol. “¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿No estamos en una caída sin fin? ¿Vamos hacia atrás, hacia un lado, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita?”

Al escandalizarse de esta manera ante el hecho de un mundo humano privado de Dios, Dostoievsky en la ficción y Nietzsche en la semi-ficción daban por bueno un anuncio pregonado en todas las direcciones por la modernidad capitalista; el anuncio de que ella había matado efectivamente a Dios y de que su laicismo, el laicismo liberal, había logrado efectivamente prescindir de Dios en el arreglo de los asuntos públicos y políticos de la sociedad humana.

La separación de las “dos espadas” o los “dos poderes” emanados de la voluntad divina —una separación que fue promovida originalmente por una autoridad religiosa (el Papa Gelasio, a finales del siglo V) para rescatar la autonomía de la primera, la espada eclesiástica, respecto de la segunda, la espada imperial— es una conquista de la que se ufana el estado liberal sobre todo a partir del siglo XVIII. A la inversa de la escena original, en esta ocasión se trataba de rescatar la autonomía de la espada civil de su tradicional sujeción a la espada clerical, de rescatar al mundo de los asuntos humanos, mundanos y terrenales de su sujeción a la esfera de los asuntos sobrehumanos, extramundanos y celestiales. La conquista del laicismo por parte de la política liberal —que se inició ya con la Reforma protestante para completarse apenas en el Siglo de la Luces— consistió en la creación de un aparato estatal puramente funcional, ajeno a toda filiación religiosa e indiferente a todo conjunto de valoraciones morales; tolerante de cualquier toma de partido en política y depurado de toda tendencia, llamémosle “ideológica”, que no sea la tendencia abstracta a la defensa del mínimo de los derechos que corresponden a la dignidad humana, en el caso de todos los seres humanos por igual. En la instauración de un mecanismo institucional, de un dispositivo o una estructura que sería un continente absolutamente neutral frente a todo contenido posible.

“Matar a Dios” había consistido, simple y llanamente, de acuerdo al laicismo liberal de la modernidad capitalista, en hacer a un lado a las viejas entidades metafísicas en la resolución de los asuntos de la vida pública. La alarma que tanto inquietó a un Dostoievsky o a un Nietzsche no fue una emoción compartida por todos los espíritus críticos del siglo XIX. Marx, por ejemplo, y sus seguidores en la crítica socialista del laicismo liberal se resistieron a dar por bueno el anuncio que la modernidad ensoberbecida hacía de la muerte de Dios. Desconfiaban en general de los anuncios provenientes de la economía capitalista y su influencia “progresista”, emancipadora o racionalizadora, en la esfera política; pero en este caso lo hacían convencidos por la experiencia cotidiana de la vida social moderna, y sobre todo por la que de ella tenían los trabajadores, la “clase proletaria”. Y esta experiencia no era la de un mundo carente de sentido, errando a la deriva sin la presencia ordenadora de Dios. Era más bien, por el contrario, la experiencia de un mundo que sí tenía un sentido y que sí avanzaba con rumbo, pero cuyo sentido consistía en volver invivible la vida humana y cuyo rumbo era claramente la catástrofe, la barbarie.

Marx mira con ironía, cuando no con burla, la pretensión del laicismo liberal de haber inaugurado una nueva forma para lo político; una política en la que autonomía de lo humano se encontraría asegurada contra la religiosidad. Se trata, para Marx, de una pretensión ilusoria. En efecto, según él, lo que la modernidad capitalista ha hecho con Dios no es propiamente matarlo sino sólo cambiarle su base de sustentación.

El laicismo liberal combina de manera curiosa la ingenuidad con el cinismo.

Es ingenuo porque piensa que la separación del estado repecto de la religiosidad puede alcanzarse mediante la construcción de un muro protector; mediante la instauración de un dispositivo institucional capaz de eliminar la contaminación de la política por parte de la religión; porque imagina un aparato estatal que podría permanecer puro e incontaminado a través del uso que hagan de él sujetos imbuídos de religiosidad; en general, es ingenuo porque cree que puede haber estructuras vacías, que un continente puede ser neutral e indiferente respecto de su contenido. Y es al mismo tiempo cínico porque condena la política que se somete a una religiosidad arcaica, pero lo hace desde la práctica de una política que se encuentra también sometida a una religiosidad, sólo que a una religiosidad moderna; es cínico, porque, desde el ejercicio de un privilegio ideológico, afirma con descaro que el laicismo consiste en no privilegiar ideología alguna.

¿A qué religiosidad se refiere Marx cuando habla de una “religiosidad moderna”?

Un fuerte aire polémico sopla en el famoso parágrafo de su obra El Capital dedicado a examinar “el fetichismo de la mercancía y su secreto”. Marx rebate ahí el “iluminismo” propio de la sociedad civil capitalista, su autoafirmación como una sociedad que habría “desencantado el mundo” (como lo dirá más tarde Max Weber), que prescindiría de todo recurso a la magia, a la vigencia de fuerzas oscura o irracionalizables, en sus afanes lo mismo por incrementar la productividad del trabajo que por perfeccionar el ordenamiento institucional de la vida pública. Descalifica la mirada prepotente de esta sociedad sobre las otras, las pre-modernas o “primitivas”, desautoriza sus pretensiones de una autonomía que la pondría por encima de ellas. De te fabula narratur, le dice, y le muestra que si las sociedades arcaicas no pueden sobrevivir sin el uso de objetos dotados de una eficiencia sobre-natural, sin el empleo de fetiches, ella tampoco puede hacerlo; que, para reproducirse como asamblea de individuos, ella necesita también la intervención de un tipo de objetos de eficiencia sobre-natural, de unos fetiches de nuevo tipo que son precisamente los objetos mercantiles, las mercancías. Hay que observar aquí que el uso que hace Marx del término “fetichismo” no es un uso figurado. Implica más bien una ampliación del concepto de magia en virtud de la cual, junto con la magia arcaica, ardiente o sagrada, coexistiría una magia moderna, fría o profana. Según Marx, los modernos no sólo “se parecen” a los arcaicos, no sólo actúan “como si” se sirvieran de la magia, sin hacerlo en verdad, sino que real y efectivamente comparten con ellos la necesidad de introducir, como eje de su vida y de su mundo, la presencia sutil y cotidiana de una entidad metafísica determinante. La mercancía no “se parece” a un fetiche arcaico, ella es también un fetiche, sólo que un fetiche moderno, sin el carácter sagrado que en el primero es prueba de un justificación genuina.

Definidos por su calidad de propietarios privados de la riqueza social, es decir, por su calidad de productores, vendedores-compradores y consumidores privados de los “bienes terrenales”, los individuos singulares en la modernidad capitalista no están en capacidad de armar o construir por sí solos una sociedad propiamente humana o política, una polis. Prohibida su definición como miembros de una comunidad concreta, erradicada ésta de la vida económica, son individuos que se encuentran necesariamente, pese a que su consistencia es esencialmente social, en una condición básica de asocialidad, de ausencia de redes de interacción interindividuales, una condición que es, en principio, insalvable. Las “relaciones sociales” que de todas maneras mantienen sin embargo entre sí, la “socialidad” efectiva que los incluye como socios de empresas de todo tipo en la sociedad civil, no son relaciones ni es una socialidad puestas por ellos mismos en términos de interioridad y reciprocidad concreta, sino relaciones derivadas o reflejas que traducen a los términos del comportamiento humano el comportamiento social de las cosas, la “socialidad” de los objetos mercantiles, de las mercancías intercambiándose unas por otras. La socialidad en la modernidad capitalista es una socialidad que se constituye bajo el modo de la enajeción.

La mercancías son fetiches porque tienen una capacidad mágica, del mismo orden que la de los fetiches arcaicos, que les permite alcanzar por medios sobre-naturales o sin intervención humana un efecto que resulta imposible alcanzar por medios naturales o humanos, en las condiciones puestas por la economía capitalista; una eficiencia mágica que les permite inducir en el comportamiento de los propietarios privados una socialidad que de otra manera no existiría; que les permite introducir “relaciones sociales” allí donde no tendrían por qué existir. Las mercancías son los fetiches modernos, dotados de esta capacidad mágica de poner orden en el caos de la sociedad civil; y lo son porque están habitadas por una fuerza sobre-humana; porque en ellas mora y desde ellas actúa una “deidad profana”, valga la expresión, a la que Marx identifica como “el valor económico inmerso en el proceso de su autovalorización”; el valor que se alimenta de la explotación del plusvalor producido por los trabajadores.

Si se miran las “situaciones límite” de la vida política en la modernidad capitalista, en ellas, las funciones del legislador, el estadista y el juez máximos terminan siempre por recaer en la entidad que se conoce como la “mano oculta del mercado”, es decir, en la acción automática del mundo de los fetiches mercantiles. Es ella, la “mano oculta del mercado”, la que posee “la perspectiva más profunda” y la que tiene por tanto “la última palabra”. Es ella la que “sabe” lo que más le conviene a la sociedad y la que termina por conducirla, a veces en contra de “ciertas veleidades” y a costa de “ciertos sacrificios”, por el mejor camino.

La vida cotidiana en la modernidad capitalista se basa en una confianza ciega: en la fe en que la acumulación del capital, la dinámica de autoincrementación del valor económico abstracto, sirviéndose de la “mano oculta del mercado”, re-ligará a todos los propietarios privados, producirá una socialidad para los individuos sociales -que de otra manera (se supone) carecen de ella— y le imprimirá a ésta la forma mínima necesaria (la de una comunidad nacional, por ejemplo) para que esos individuospropietarios busquen el bienestar sobre la vía del progreso.

El motor primero que mueve la “mano oculta del mercado” y que genera esa “sabiduría” según la cual se conducen los destinos de la vida social en la modernidad capitalista se esconde en un “sujeto cósico”, como lo llama Marx, de voluntad ciega —ciega ante la racionalidad concreta de las comunidades humanas— pero implacable: el sujeto-capital, el valor económico de las mercancías y el dinero capitalista, que está siempre en proceso de “acumularse”. Confiar en la “mano oculta del mercado” como la conductora última de la vida social implica creer en un dios, en una entidad metapolítica, ajena a la autarquía y la autonomía de los seres humanos, que detenta sin embargo la capacidad de instaurar para ellos una socialidad política, de darle a ésta una forma y de guiarla por la historia.

El ateísmo de la sociedad civil capitalista resulta ser así, en verdad, un pseudo-ateísmo, puesto que implica una “religiosidad profana” fundada en el “fetichismo de la mercancía capitalista”. El desencantamiento desacralizador del mundo ha sido acompañado por un proceso inverso, el de su reencantamiento frío o económico. En el lugar que antes ocupaba Dios se ha instalado el valor que se auto-valoriza.

Puede decirse, por ello, que la práctica del laicismo liberal ha traído consigo la destrucción de la comunidad humana como “polis” religiosa, es decir, como ecclesia, como asamblea de creyentes que desconfía de su capacidad de autogestión y resuelve los asuntos públicos, a través de la moralidad privada, mediante la aplicación de una verdad revelada en el texto de su fe. Pero no lo ha hecho para reivindicar una polis “política”, por decirlo así, una ciudad que actualice su capacidad autónoma de gobernarse, sino para reconstruir la comunidad humana nuevamente como ecclesia, sólo que esta vez como una ecclesia silente, que a más de desconfíar de su propia capacidad política, prescinde incluso del texto de su fe, que debería sustituirla, puesto que presupone que la sabiduría de ese texto se encuentra quintaesenciada y objetivada en el carácter mercantil “por naturaleza” de la marcha de las cosas. Es una ecclesia cuyos fieles, para ser tales, no requieren otra cosa que aceptar en la práctica que es suficiente interpretar y obedecer adecuadamente en cada caso el sentido de esa marcha de las cosas para que los asuntos públicos resuelvan sus problemas por sí solos.

La religiosidad arcaica, abiertamente teocrática, centrada en un dios mágico y personificado, de presencia idolátrica, evidente para todos, fue sustituida en la modernidad capitalista por una religiosidad ilustrada, crípticamente teocrática, centrada en un dios racional e impersonal, de presencia puramente supuesta, funcional, sólo perceptible por cada quien en la interioridad de su sintonía con la marcha de los negocios. De una ecclesia basada en una mitología compartida se pasó a una ecclesia basada en una convicción compartida. Por ello decía Engels de los reformadores protestantes del siglo XVI, que eliminaron al clérigo del fuero externo, público, del conjunto de los fieles, pero lo pasaron al fuero interno: implantaron un “clérigo privado” en cada uno de los fieles, un “clérigo íntimo”.

De acuerdo a la crítica de Marx, el laicismo liberal es así, en verdad, un pseudo-laicismo. No cumple con la necesidad de asegurar la autonomía de lo humano mediante la separaración de lo civil respecto de lo eclesiástico, sino por el contrario, se vuelve contra esa necesidad al hacer que lo civil interiorice una forma quintaesenciada de lo eclesiástico.

El laicismo consistiría, en verdad, en una transformación de la presencia efectiva de lo político en la vida concreta de las sociedades humanas; consistiría en el paso de la actualización religiosa o autonegada de lo político a su actualización autónoma o propiamente política. Al laicismo no habría que verlo como una conquista terminada y una característica del estado liberal moderno sino más bien como un movimiento de resistencia, como una lucha permanente contra la tendencia “natural” o arcaica a sustituír la política por la religión; una tendencia que debió haber desaparecido con la abundancia y la emancipación que están en el proyecto profundo de la modernidad, pero que no sólo perdura en su modo tradicional sino que incluso ha adoptado un modo nuevo en la versión establecida de la modernidad, en la modernidad capitalista. Tres corolarios pueden derivarse de la aproximación crítica de Marx a la religión de los modernos.

El primero es evidente: no toda política aparentemente laica es necesariamente una política antieclesiástica; el laicismo liberal, por ejemplo, no elimina la presencia de lo eclesiástico en la política sino sólo la susituye por otra diferente.

El segundo corolario es más escondido: no toda política aparentemente eclesiástica es necesariamente anti-laica. Puede haber en efecto coyunturas históricas en las que determinadas políticas de religiosidad arcaica se encaminen en la dirección de un laicismo real, de una autonomización efectiva de la política —es decir, vayan en sentido contrario al del fundamentalismo—, pero lo hagan por la vía indirecta de una resistencia ante el pseudo-laicismo y la religiosidad moderna de la política, una resistencia que implica para ellas el persistir en la defensa de lo suyo.

El tercer corolario tiene que ver con el hecho histórico de que el dios de los modernos, el valor que se autovaloriza, sólo tiene la vigencia y el poder que le vienen del sometimiento de la vida social al dominio de la modernidad capitalista, y que este sometimiento, aunque es una realidad dominante, no es absoluto. El dios profano de los modernos debe por ello coexistir junto con los distintos dioses sagrados y sus metamorfosis; dioses que siguen vigentes y poderosos en la medida en que las sociedades que los veneran no han sido aún modernizadas estructuralmente. La política que obedece a la religiosidad moderna tiene que arreglárselas en medio de las políticas que obedecen aún a las sobrevivencias de la religiosidad arcaica. Puede decirse, por ello, que ninguna situación es peor para la afirmación de un laicismo auténtico que aquella en la que el dios de los modernos entra en contubernio con los dioses arcaicos, a los que recicla y pone a su servicio mediante concertaciones y acomodos. Puede decirse que la afirmación de la autonomía humana de lo político, es decir, la resistencia al dominio de su versión religiosa, resulta más difícil de cumplirse mientras mejor es el arreglo con el que la religiosidad moderna, profana o “atea” somete a la religiosidad tradicional, sagrada o “creyente”.

Antes de concluír esta exposición sobre la religión de los modernos quisiera recordar aquí brevemente el caso de una resistencia de la política religiosa tradicional o arcaica a la implantación de la religiosidad moderna. Se trata de una resistencia de alcances históricos mayores y de larga duración; una resistencia que, por lo demás, ha tenido una influencia decisiva, constitutiva, en la formación de la cultura política de la América latina. Me refiero al movimiento histórico conocido como la Contrarreforma, que tuvo lugar de mediados del siglo XVI a mediados del siglo XVIII y que fue conducido principalmente por la Compañía de Jesús. El término “contra-reforma” sugiere a la comprensión un carácter puramente pasivo, reactivo, de este movimiento. Y, en efecto, contrarrestar los efectos devastadores que la Reforma protestante venía teniendo sobre el mundo católico organizado por la Iglesia Romana: esa era la intención original del Papa al convocar al Concilio de Trento en 1545. Sin embargo, para los jesuitas, quienes pronto serán los protagonistas de dicho Concilio, de lo que se trata no es de oponerse a la reforma cultural protestante sino de rebasarla y superarla mediante una revolución al interior de la propia Iglesia Católica, una revolución capaz de reconstruir el mundo católico de acuerdo a las exigencias de modernización que se habían desatado con las transformaciones que los dos o tres siglos anteriores habían introducido en las sociedades europeas, transformaciones incipientes aún, pero radicales y a todas luces indetenibles.

El proyecto de los jesuitas, que se ofrecen como los más fieles siervos del Papa, implica en verdad una puesta del Papa al servicio de su proyecto de revolución y del catolicismo.

Modernizar el mundo católico y al mismo tiempo re-fundar el catolicismo: ese es el proyecto de la Compañía de Jesús. Reordenar la vida cotidiana de la sociedad occidental: pero no en obediencia a la dinámica “salvaje” de las transformaciones que la venían afectando y que la alejaban de la fe cristiana, sino de acuerdo a un plan inspirado por esa misma fe. Cristianizar la modernización: pero no en una vuelta al cristianismo medieval, que había entrado en crisis y había provocado las revueltas de la Reforma protestante, sino avanzando hacia el cristianismo de una iglesia católica renovada desde sus cimientos.

El proyecto de aquella primera época de la Compañía de Jesús era un proyecto plenamente moderno, si se tienen en consideración dos rasgos que lo distinguen claramente del cristianismo anterior: primero, su insistencia en el carácter autónomo del individuo singular, en la importancia que le confieren al libero arbitrio como carácter específico del ser humano; y, segundo, su actitud afirmativa ante la vida terrenal, su reivindicación de la importancia positiva que tiene el quehacer humano en este mundo.

Para aquellos jesuítas, la afirmación del mundo terrenal no se contrapone hostilmente, como lo planteaba el cristianismo medieval, a la búsqueda del mundo celestial, sino que por el contrario se puede confundir con ella. Para el individuo humano, “ganar el mundo” no implica necesariamente “perder el alma”, porque el mundo terrenal y el mundo celestial se encuentran en un continuum. El mundo terrenal está intervenido por el mundo celestial porque en él está en suspenso y en él se juega la salvación, la redención, el tránsito a ese mundo celestial.

La teología jesuita nunca llegó a tener una aceptación plena en el marco de la teología oficial católica. Esta resistencia es explicable: se trataba de una nueva teología que implicaba en verdad una revolución dentro de la teología tradicional, una revolución tan radical, si no es que más, como la que fundó a la filosofía moderna. Planteada ya de manera brillante y extensa por Luis de Molina en 1553, en su famoso libro Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis …, esta teología revolucionaria —acusada de “pelagianismo”— insistía en la función esencial que el ser humano tiene, en su nivel, en la constitución misma de Dios. Con el ejercicio de su libero arbitrio, el ser humano es indispensable para que la Creación sea lo que es, con su armonía preestablecida, como dirá después Leibniz. La Creación no es un hecho ya acabado; es, más bien, como un work in progress, en el que todo lo que es se hace fundamentalmente como efecto del triunfo de Dios sobre el Demonio, un triunfo en el cual la toma de partido libre del ser humano en favor del plan divino es de importancia esencial.

Esta concepción del catolicismo jesuita que ve en la estancia humana en el mundo una empresa de salvación deriva necesariamente en la idea de que se trata de una empresa colectiva, histórico concreta, de todos los cristianos; de una empresa político eclesial necesitada de una vanguardia o dirección. Para la Compañía de Jesús, esa vanguardia y dirección debe encontrarse en el locus mysticus fundado por Jesucristo, el iniciador y garante de la salvación, es decir, en el lugar en donde se conectan el mundo celestial y el mundo terrenal; un lugar que no puede ser otro que el Papa mismo, como obispo de la Iglesia de Roma.

La realización de la especificidad política del ser humano bajo la forma religiosa arcaica es sometida en la teoría y la práctica de los primeros jesuitas a una transformación substancial que pretende reconfigurarla en el sentido de la modernización. Para ellos, la gestión de los asuntos públicos es un asunto propio de los seres humanos como seres dotados de libre albedrío o autonomía. Pero se trata de una gestión real y concreta cuyo buen éxito requiere que el ejercicio de la autonomía humana se ejerza de manera mediada, como la obediencia auto-impuesta o la asunción libre de una voluntad divina infinitamente sabia que se hace presente a través del proyecto histórico de la Iglesia y de las decisiones de su jefe, el Papa, y de sus subalternos. Según ésto, la tarea del cristianismo moderno debía ser, en general, la propaganda fide, la de extender el reino de Dios sobre el mundo terrenal, arrebatándole al demonio los territorios físicos y los ámbitos humanos sobre los que se enseñoreaba todavía.

Como se puede ver, nadie entre los siglos XVI y XVIII estaba en Europa más atento que el catolicismo jesuita para percibir el surgimiento de la religiosidad moderna y su nuevo dios, el valor que se autovaloriza, y nadie estaba tampoco mejor preparado que él para hacer el intento de combatirla.

Los efectos desquiciadores de la acumulación del capital sobre la vida social eran cada vez más evidentes, así como su capacidad de imprimir en ella una dinámica progresista deconocida hasta entonces. Para los jesuitas era necesario domar esa acumulación del capital, y sólo la empresa del nuevo catolicismo destinada a ganar el mundo terrenal estaba en capacidad de hacerlo. La vida económica, parte central de la vida pública en general, debía ser gerenciada por la empresa eclesiástica, y no dejada a su dinámica espontánea, puesto que ella es ciega por sí misma y carente de orientación, y tiende a adoptar fácilmente la visión y el sentido que vienen del demonio. Es así que, para ellos, laicizar la política era lo mismo que entregarla en manos de esos ordenamientos, ajenos al orden de la humanidad cristiana, que provienen del mercado. Lejos de laicisarse, lejos de romper con su modo religioso tradicional de actualizarse, lo político debía insistir en él y perfeccionarlo; la resolución de los asuntos civiles no debía separarse sino relacionarse de manera aun más estrecha con el tratamiento de los asuntos eclesiásticos.

Bien puede decirse, por lo anterior, que el proyecto jesuita del siglo XVII fue un intento de susbsumir o someter la nueva deidad profana del capital bajo la vieja deidad sagrada del Dios judeo-cristiano. Se trataba de fomentar la acumulación del capital pero de hacerlo de manera tal, que el lugar que le corresponde en ella al valor que se autovaloriza pasase a ser ocupado por la empresa cristiana de apropiación del mundo en provecho de la salvación, empresa que ellos, los jesuitas, impulsaban y dirigían.

La historia mostró de manera contundente que el proyecto jesuita era un proyecto utópico, en el sentido de irrealizable; su puesta en práctica más que centenaria acabó por ser detenida y clausurada en la segunda mitad del siglo XVIII por el Despotismo Ilustrado y la modernidad decididamente capitalista que se gestaba debajo de él.

De este fracaso histórico del proyecto jesuita no sólo resulta claro que se debió al hecho de que el sujeto-capital era indomable por el sujeto-Iglesia; a la realidad innegable de que la voracidad por la ganancia aglutina a la sociedad civil de manera más fuerte que el apetito de salvación, y a que, por tanto, la religiosidad arcaica tenía que resultar más débil que la moderna.

Resulta claro también que la resistencia a la modernidad capitalista y a la enajenación que somete el ejercicio de lo político a la religiosisdad moderna no puede hacerse en el sentido de una sumisión renovada de la política a otras formas de religiosidad arcaica. Que es indispensable, pese al callejón que no parece tener salida al que ha conducido la modernidad capitalista, volver sobre el proyecto profundo de la modernidad —una modernidad que ve como actualmente posible la abundancia y la emancipación—, y aventurarse en la construcción de una modernidad alternativa. Volver sobre la frase de Kant acerca de “qué es la Ilustración”, pero corrigiéndola de acuerdo a la experiencia. Se trata de “salir de la renuncia autoinpuesta a la autonomía” (“Ausgang des Menschen aus seiner selbstverschuldeten Unmündigkeit”), de “tener el valor de emplear el entendimiento propio sin la dirección de otro”, pero de hacerlo con desconfianza, concientes ahora de que ese “otro” puede no ser sólo el “otro” de una iglesia, sino también un “otro” que se impone “desde las cosas mismas”, en tanto que cosas “hechas a imagen y semejanza” del capital.

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