Un punto de encuentro para las alternativas sociales

A pesar de todo. Rosa Luxemburgo

Miguel Casado

Según Walter Benjamin, «articular históricamente el pasado no significa conocerlo ‘tal como verdaderamente fue’. Significa apoderarse de un recuerdo tal como este relampaguea en un instante de peligro». El conocimiento histórico surgiría entonces de modo súbito, como un momento agudo de la experiencia personal. Y a partir de ahí se haría posible trabajar y profundizar en él. Hay muchos pasajes notables en las célebres tesis “Sobre el concepto de la historia”, pero este tiene la cualidad de ofrecer un buen punto de partida. Y, por eso, va resonando en los demás. Leo a su aire el movimiento de la tesis XII, donde tras recordar el protagonismo concedido por Marx a la clase obrera como sujeto consciente de su propia emancipación, «que lleva a su fin la obra de la liberación en nombre de tantas generaciones de vencidos», se apunta en un inciso: «… esta conciencia, que por corto tiempo volvió a tener vigencia con el movimiento ‘Spartacus’…». Benjamin, estudiante al empezar la Gran Guerra, decidió no seguir a algunos amigos que, llevados por una ola de entusiasmo nacionalista, se enrolaron voluntarios. Su conciencia política cristalizó a mediados de los años 20, pero quizá había encontrado allí su impulso, al tomar entonces ese difícil partido contra corriente. Cuando, en las mismas tesis, critica que la historia tradicional se conciba «como un avanzar por un tiempo homogéneo y vacío», propone a cambio que el lugar de la historia es «el que está lleno de ‘tiempo del ahora’». Su presente de 1914 relampaguea como raíz de su posición crítica.

Hay otro pasaje del texto donde se asume el carácter intensamente personal, afectivo incluso, de este conocimiento; es en una cita de Flaubert: «Pocos adivinarán cuán triste se ha necesitado ser para resucitar a Cartago». Y no parece extraño que la conexión de Benjamin con la historia, con la política, remita al discurso contra la guerra de Rosa Luxemburgo (1871-1919) y, con él, al movimiento espartaquista, a la revolución alemana de noviembre de 1918. Hay en Rosa Luxemburgo –más allá de sus cárceles y su asesinato, de la dureza de su derrota, de su censura póstuma por el comunismo oficial– una chispa que se ha mantenido viva a lo largo de un siglo. Dice Hannah Arendt que, aunque se le negó el éxito «en vida, en la muerte y después de la muerte», cuando en cualquier país surgía un grupo de jóvenes que postulaba de nuevo una revolución, cada vez distinta, su nombre volvía a sonar, sus escritos volvían a leerse, como lo muestran las imágenes de los manifestantes del 68 en Berlín o en París portando su retrato. ¿Hay una potencia mítica guardada en su vida y en su muerte? Seguramente sí, y esa potencia aporta para algunos el relámpago que pide Benjamin. Pero no solo hay eso. En alguna ocasión he escrito sobre su mito y aquellas jornadas de noviembre de 19181; querría ahora considerarla desde otra perspectiva.

Si bien el punto de encuentro más común con Rosa Luxemburgo está en ese halo de valentía y desgracia, el acercamiento a su figura pronto lo desborda. Surge entonces la energía con que sostuvo sus posiciones y se enfrentó a todas las dificultades, empezando por la que suponía ser mujer en un mundo político e intelectual reservado a los hombres; la infrecuente combinación entre su activismo público, su capacidad polémica y su poder de elaboración teórica; la defensa permanente de los principios junto a la originalidad de los análisis; el modo en que, junto a Karl Liebknecht, en absoluta minoría, impuso el debate sobre la guerra, nombrando lo extremadamente difícil de nombrar, como incluso lo sería en un mundo, este nuestro actual, que parece tan lejano de aquel. Solo hace falta percibir cómo también hoy se vetan socialmente y se eliminan los temas de discusión, cómo sigue bajo control el marco del pensamiento posible. Y así ocurre, por ejemplo, que la extrema precariedad de las condiciones laborales puede ser descrita como reforma modernizadora; que los nuevos mecanismos de explotación, radicalizados en la última década, dejan paso a una imagen de las empresas como formas activas de creación de empleo. Esta prohibición de nombrar los problemas ya no se logra a tiros, sino que circula bien encauzada por los medios y las redes, de manera que cualquier intento de ponerlos sobre la mesa queda de inmediato clasificado como arcaico, ejercicio de arqueología política, y ensordecido.

Lo que la lectura de Rosa Luxemburgo describe y actualiza es la continua capacidad de las clases dominantes para inventar formas suplementarias de enriquecimiento y desigualdad (su obra económica clave es La acumulación del capital), el ejercicio permanente de la explotación y la inevitable latencia de una rebeldía vinculada a ella, la íntima imbricación entre las estructuras estatales y la violencia, la certeza de que un verdadero cambio no puede surgir de una suma de reformas sino que precisa algún tipo de torcedura, de torsión… Todos sus escritos crecen como una peculiar aleación de pensamiento teórico y de análisis de los datos concretos, que nunca se mantiene al margen de la acción. Y afirman que el fin y los medios han de ser de la misma naturaleza, estar en permanente intercambio y armonía. Entre quienes la han estudiado, me acuerdo ahora del pensador ecuatoriano, Bolívar Echeverría, que supo ver en esta doble lucidez la ley de su radicalidad.

Hay otra escena que bien podría ser mítica, la de un encuentro que las sucesivas ortodoxias han preferido obviar. A mediados de 1905, en los momentos de la primera revolución rusa, Rosa Luxemburgo pasa clandestinamente de Alemania a su Polonia natal –entonces en su mayor parte en manos de los zares– y participa en el movimiento que conduce a la insurrección obrera de Varsovia; como no llega a ser identificada, pasa solo unos meses en la cárcel. Cuando sale, verano de 1906, permanece unas semanas en Finlandia escribiendo su análisis de lo vivido, que recogerá en el libro Huelga de masas, partido y sindicatos. En la localidad de Koukkala coincide con Lenin y otros líderes rusos que se han refugiado también allí tras la derrota de la revolución. Se tiene constancia de largas sesiones de debate entre todos ellos, aunque no haya muchos datos precisos. El convencimiento que ella tenía de la necesidad de la libre discusión, de la crítica clara y directa dentro de un mismo bando, era quizá su seña de identidad más nítida. De hecho, las notas inacabadas que escribió sobre la revolución rusa en el verano de 1918, el último verano de sus tres años de cárcel durante la guerra, declaraban su pleno apoyo y su entusiasmo por el paso dado, a la vez que dudaban de la adecuación entre los medios utilizados y el objetivo de establecer el poder de los obreros –y no, insistía, el de un partido– y, en defensa de las libertades, entregaba una de sus frases más intensas: «La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa de manera diferente». Parece cargado de sentido que la asesinaran el 15 de enero de 1919 los paramilitares de un gobierno dirigido por quienes, hasta que la decisión de apoyar la guerra la excluyó, habían sido sus compañeros en el Partido Socialdemócrata de Alemania.

El día antes había publicado su último artículo, “El orden reina en Berlín”, recordando en un rápido resumen histórico que toda revolución se prepara con una cadena de derrotas. Mies van der Rohe inauguró en 1926 un monumento a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht en el cementerio berlinés de Friedrichfelde: el esbozo de un muro de fusilamientos, construido con ladrillos procedentes de edificios derribados, y en él el lema: “A pesar de todo”. En la última de las tesis de Benjamin, la XVIII, se lee la conclusión a que le condujo su recuerdo ya en 1940, al borde de su propia muerte: «En realidad, no hay un instante que no traiga consigo su oportunidad revolucionaria –solo que esta tiene que ser definida en su singularidad específica, esto es, como la oportunidad de una solución completamente nueva ante una tarea completamente nueva».

No dejo de pensar que la intensidad de las Cartas de la prisión de Rosa Luxemburgo está también vinculada al escrupuloso ajuste entre los medios y los fines. No hablo solo de sus profundos conocimientos de botánica, de ornitología, de geología, del modo en que funde en ellos ciencia y experiencia directa; sino sobre todo de la intensidad de la sensación, de la escritura de esa sensación. Para cambiar la vida, mantenerla siempre viva. Así, una carta de mayo de 1917 a Sonia Liebknecht, por donde desfilan el rocío de la mañana, el rescate de una mariposa nocturna moribunda que por fin revive, la floración de los álamos blancos, una violenta tormenta de primavera que parece cargada de todo el luto que se está generando alrededor, el cielo plomizo y a la vez purpúreo desgarrado por el canto, que se impone a los truenos, de un ruiseñor. Y el verso de Goethe con el que cierra y expresa su afecto por la esposa del compañero: «¡Ay, que tú no estés aquí!…»

Lecturas.–

-Rosa Luxemburgo, La acumulación del capital. Traducción de Ángel Pumarega. Createspace Independent Pub, 2018.
––, Huelga de masas, partido y sindicatos. Traducción de José Aricó y Nora Rosenfeld. Madrid, Siglo XXI, 2015.
–– La crisis de la socialdemocracia (“Folleto Junius”). Sin nombre de traductor. Madrid, Akal, 2017.
–– Cartas de la prisión. Introducción de Luise Kautsky. Traducción de F. Suárez. Madrid. Akal, 2019.
–– La revolución rusa. Sin nombre de traductor. Madrid, Akal, 2017.
-Hannah Arendt, Hombres en tiempos de oscuridad. Traducción de Claudia Ferrari. Barcelona, Gedisa, 1990.
-Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia. Introducción, edición y traducción de Bolívar Echeverría. Archivo Chile (Historia Política Social – Movimiento Popular), en línea.
–– “Hacia una crítica de la violencia”, en Obras. Libro II / vol. 1. Traducción de Jorge Navarro Pérez. Madrid, Abada, 2007.
-Bolívar Echeverría, “Rosa Luxemburgo: espontaneidad revolucionaria e internacionalismo”, en: Ensayos políticos. Edición de Fernando Tinajero. Quito, Col. Pensamiento político ecuatoriano, Ministerio de Coordinación de la Política, 2011.
-Daniel Guérin, Rosa Luxemburg y la espontaneidad revolucionaria. Traducción de Jorge N. Solomonoff. Buenos Aires, Proyección, 1973.
-Georg Lukács, Historia y consciencia de clase. Traducción de Manuel Sacristán. Barcelona, Orbis, 1985.
Ana Muiña, Rosa Luxemburg en la tormenta. Madrid, La Linterna sorda, 2019.

Fuente: Texto publicado en Tamtam Press, dentro de la serie “Tienda de fieltro”

Ver “La rosa de nadie”, artículo de la primera etapa de “Tienda de fieltro”, recogido en La ciudad de los nómadas. Lecturas, Ciudad de México, UNAM, 2018, y en publicaciones en línea como http://www.archivopdp.unam.mx/index.php/1056-tienda-de-fieltro/tienda-de-fieltro/3278-069-tienda-de-fieltro-tienda-de-fieltro-la-rosa-de-nadie o https://rebelion.org/la-rosa-de-nadie/. Allí se evocaban algunos datos biográficos y contextuales.

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