Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Las bondades intrínsecas de un ‘Cuaderno’ escrito en las cárceles fascistas italianas tras la segunda hemoptisis

Salvador López Arnal

Comunicación presentada al Congreso Internacional “Gramsci y la sociedad intercultural”. Universitat Pompeu Fabra (Barcelona), 3-5 de diciembre de 2009.

Para Jordi Mir, un joven gramsciano que apenas se esfuerza en serlo. Tiene a Gramsci en su interior.

 

«Nadie ha hecho tanto por el conocimiento de Gramsci en España como el filósofo Manuel Sacristán». Así iniciaba Francisco Fernández Buey uno de sus imprescindibles escritos sobre el autor de los Quaderni y el que fuera su traductor y antólogo [1]. De todos los clásicos marxistas de tercera generación, proseguía el autor de Por una universidad democrática, «a ocupación de Sacristán con Gramsci fue la más constante y también la más problemática».

A vértices de esta ocupación, que entroncan con uno de las preocupaciones centrales del revolucionario sardo, la autonomía cultural de las clases conducidas a la subalternidad social, quería referirme brevemente. El proceso de Antonio Gramsci estaba destinado a destruir al hombre, como redondamente lo dijo el fiscal Michele Isgrò: «Hemos de impedir funcionar a este cerebro durante veinte años».

Por ello, señalaba Manuel Sacristán (1925-1985) en el que fuera su último escrito largo, su presentación [2] del undécimo cuaderno traducido al castellano por el helenista Miguel Candel [3], los Cuadernos de la cárcel no valían sólo por su contenido ni tampoco sólo por su contenido y por su hermosa lengua, serena y precisa. Valían también, apuntaba el autor de El orden y el tiempo, como símbolos de la resistencia a la opresión, el aislamiento y la muerte que procuraban sus torturadores de un «cerebro» excepcional. El que en condiciones que le causaron pronto un agudo estado patológico, Gramsci escribiera una obra no sólo llamada a influir en varias generaciones de socialistas, sino también, y ante todo, remarcaba Sacristán, rica en bondades intrínsecas, era toda una hazaña inverosímil, y los Cuadernos eran un monumento a esa gesta. Aquilatar, ampliar si fuera el caso, las bondades intrínsecas apuntadas por Sacristán es la finalidad básica de esta comunicación.

¿Qué tipo de entidades filosóficas son esas bondades intrínsecas? Son categorías y proposiciones –conjeturas, hipótesis, sugerencias– caracterizadas, recuerda también Sacristán en su prólogo, por lo que Leibniz había considerado propio del buen filosofar: la perennidad, la continuación y duración incesante, ininterrumpida [4]. En un célebre artículo sobre paradojas [5], el paralelismo sería seguramente del gusto del que fuera también su traductor y prologuista, W. O. Quine se refirió indirectamente a esas bondades al distinguir entre aporías verídicas, falsídicas y antinomias. Las segundas son errores, no siempre fáciles de detectar, en razonamientos sofísticos que prueban, por ejemplo, que 1 es igual a su siguiente. Las verídicas son afirmaciones que nos cuesta aceptar por su aparente absurdidad y radicalidad: no es siempre cierto que una propiedad, la no pertenencia es ejemplo conocido y visitado, defina consistentemente el conjunto de todos los miembros que ostenten el atributo, empero, una mirada atenta y desprejuiciada cancela rápidamente nuestras reservas. Las antinomias, el tercer tipo de aporías en la taxonomía quineana, son otra cosa: ni errores ni verdades difíciles de tragar a bocajarro sino formulaciones, conjeturas o teorías que obligan a modificar fuertemente nuestras concepciones más básicas, no sin dificultades y con comprensibles conservadurismos. Con recordar que la teoría astronómica de Copérnico sobre la estructura de nuestro universo fue llamada en su momento antinomia copernicana está casi todo dicho. Las verdades filosóficas de calado, esas bondades intrínsecas a las que se refería Sacristán en su presentación del undécimo cuaderno, pertenecen a este tercer grupo: persistentemente duraderas y empujándonos a mirar desde otras atalayas y con mirada inusitada. En el cuaderno undécimo, Sacristán destaca algunas de esas bondades: estilo no dogmático, categorías con poso duradero, reflexiones metafilosóficas que enlazan con la propia consideración del filosofar, singulares pasajes gnoseológicos y de historia de la ciencia que Sacristán no tuvo empacho en biyectar con una tesis central de La estructura de las revoluciones científicas.

Hay otras más a las que también me gustaría referirme puntualmente. Si, como quería y señalaba el autor de la Monadología, la duración e influencia en el tiempo es característica decisiva para estas aportaciones, valorar hoy, setenta años después de su formulación, y un cuarto de siglo más tarde de ser destacadas por el traductor castellano de Togliatti, Labriola y Della Volpe quizás no sea una mera operación cosmética. Antes, para no destacar sólo la iluminada cara lunar, para evitar la tentación de una, por lo demás, justificada mirada admirativa, conviene recordar algunas de las críticas formuladas por Sacristán en su prólogo.

Sucintamente: el modo de pensar de Gramsci en el undécimo cuaderno, su ideologismo, sigue preso o cuanto menos bajo la influencia del idealismo filosófico en el que se formó, impronta cultural que le empujaba a entender el marxismo como ideología, como la arista más elevada de una concepción del mundo; convencido del carácter orgánico de cada cultura, Gramsci no admite ninguna complementariedad entre la tradición socialista y otras tradiciones o productos culturales; su comprensión del movimiento como ideología le empuja a considerar el ideal de objetividad científica, en curioso paralelismo con conocidas formulaciones neopositivistas, como acuerdo ideológico, como intersubjetividad compartida, y a pensar que la ciencia es ante todo sobreestructura, instancia ideológica en el pensamiento gramsciano, con la indeseable consecuencia de menospreciar las cosas más valiosas del marxismo de la época (por ejemplo: las contribuciones soviéticas al Congreso Internacional de Historia de la Ciencia celebrado en Londres en 1931); por no hablar de su crítica y rechazo a la posición materialista-inmanentista en torno a la existencia del mundo externo, independientemente de su percepción, o ausencia de percepción, por el sujeto humano.

Todo ello, sin embargo, las servidumbres ideológicas de la época en que Gramsci vivió y escribió, apunta Sacristán, no consiguieron reducir ni eliminar su importancia intelectual ni su influencia, ni la importancia de esas bondades intrínsecas a las que se hacía referencia. Veámoslas. La primera de estas bondades refiere al talante antidogmático del pensamiento de Gramsci, revelado con enorme claridad en este undécimo cuaderno, y en los Quaderni en general, cuando se enfrenta a problemas particulares, tesis que reafirma una consideración del propio Gramsci, resaltada por Sacristán, en el apartado Filosofía-política-economía del capítulo «Apuntes varios» [6]: Un político escribe de filosofía: sin embargo puede ocurrir que su «verdadera» filosofía haya que buscarla en los escritos de política. En toda personalidad hay una actividad dominante y predominante: en ella es donde hay que buscar su pensamiento político, implícito la mayoría de las veces y algunas de ellas en contradicción con el pensamiento expresado ex professo.

Ese estilo de pensamiento nada dogmático en el tratamiento de cuestiones singulares lleva a Gramsci a una consideración ajustada de la dialéctica, que no considera como alternativa opuesta y enfrentada a la lógica formal ni a la metodología científica, posición que casa muy bien con la propia y clarificadora posición de Sacristán: la dialéctica como programa de investigación y acción que reúne, creativamente, el mayor número de conocimientos artísticos, científicos y prácticos aspirando a la comprensión, siempre renovable, siempre en construcción, de las singularidades, y teniendo muy presente como finalidad explícita, cuando es el caso, la intervención político-social [7].

Por lo demás, la misma consideración de Gramsci de la lógica formal, en apuntes apenas desarrollados, no disgustaría seguramente al que fue eslabón básico para la consolidación en España de la disciplina [8]. Vale la pena recordar la reflexión gramsciana [9]: Concebida como valor instrumental, la lógica formal tiene un significado y un contenido propios (el contenido reside en su función), de la misma manera que tienen un valor y un significado propios los instrumentos y los utensilios de trabajo. Que una «lima» pueda usarse indiferentemente para limar hierro, cobre, madera, diversas aleaciones metálicas, etcétera, no significa que «carezca de contenido», que sea puramente formal, etcétera. Así también la lógica formal tiene un desarrollo, una historia propios, etcétera; puede enseñarse, enriquecerse, etcétera.

Recuerda Sacristán a continuación la importancia de los hallazgos categoriales de Gramsci para la tradición marxista. Hegemonía, bloque histórico, guerra de posiciones, centro de anudamiento, son hallazgos que abrieron e iluminaron ámbitos fructíferos no agotados de reflexión filosófico-política, al tiempo que Sacristán destaca la limpidez y sentido histórico de la aproximación grasmciana a la categoría de intelectual orgánico que muestra a las claras «hasta qué punto los intelectuales “desencantados” […] conocen el concepto más bien de oídas, cuando lo tachan de dogmático, o de sectario, o de burocrático» [10].

El siguiente punto destacado por Sacristán, con mayor detalle esta vez, refiere a una cuestión metafilosófica y de sociología de la filosofía, a la consideración gramsciana sobre la filosofía y el papel social y cultural del filosofar. La censura carcelaria a la que Gramsci fue sometido fue superada, como es sabido, con expresiones «abstractas», con modificaciones de los usuales nombres y conceptos marxistas. Uno de esos subterfugios lingüísticos estaba llamado a tener en el marxismo tanta importancia como había tenido el término «metafísica» en la tradición aristotélica. Gramsci no escribía nunca «marxismo», usaba la expresión filosofia della prassi. Deseaba con ello contrarrestar la «vulgarización» del marxismo, cumpliendo esa tarea de acuerdo con una de las inspiraciones básicas de Marx. No eliminando esa categoría central, sino dando a esta noción la más profunda concepción que alcanzara en la literatura filosófica marxista. Por encima del accidental origen de la expresión, Gramsci había sido verdaderamente el «filósofo de la práctica».

El fundamento de esa ‘filosofia della prassi’ era descrito por Sacristán en los términos siguientes: La filosofía implícita de Gramsci como hombre político arrancaba de una determinada reflexión sobre las raíces de la filosofía según la cual, neto aire de familia aristotélico, todos los hombres eran naturalmente filósofos. La tesis llevaba implícita una visión de la filosofía como un aprender a orientarse en el mundo «y la caracterización del conformismo del «“hombre-masa” por la negativa a llevar la filosofía espontánea al plano reflexivo». La transformación social requería el paso a la reflexión crítica para abandonar la sumisión al viejo (des)orden. La instauración del orden nuevo exigía pensar coherentemente y de modo unitario el presente real. Conseguirlo era, en opinión de Gramsci, un hecho filosófico mucho más importante y original que el que un «genio» filosófico descubriera una verdad nueva, reducida su difusión al ámbito de centros e instituciones académicas alejadas de gran parte de la ciudadanía popular.

La mutación crítica de la filosofía espontánea de los individuos era, pues, según la concepción gramsciana, un hecho filosófico fundamental. Esta visión de la filosofía y del filosofar permitía a Gramsci llegar a una de sus tesis más plausibles: la filosofía no es una ciencia especial, separada de los demás saberes y superior a ellos [11]. El pensamiento humano desembocaba así en la gramsciana «filosofía de la práctica». «Mucho más importante y original» no implicaba, desde luego, desconsideración a la investigación y renovación de los saberes académicos sino énfasis en la ilustración político-cultural de la ciudadanía, en la apropiación de la teoría, de la ciencia, del arte, de la filosofía, por parte de los sectores más desfavorecidos de las poblaciones. Esa mutación de la filosofía espontánea de los individuos era básica, esencial. ¿Qué noción de práctica, de racionalidad praxeológica, está detrás de esta aseveración? En las clases de metodología de las ciencias sociales del curso acdémico 1981-1982, a propósito de la noción de verdad y la adecuación empírica, Sacristán construía una reflexión sobre el papel de la práctica en la tradición marxista, y en tradiciones y pensadores afines. «Lo verdadero es el hecho mismo» habia escrito Vico. Si alguien sostuviera que una afirmación era verdadera simplemente porque era eficaz, estaba abriendo camino a cualquier arbitrariedad, a cualquier violencia.

Russell ya había denunciado ese vértice. Otra cosa distinta era sostener que el conocimiento, en su globalidad, no tenía un fundamento estrictamente teórico, y que, por consiguiente, su fundamento era en última instancia de carácter práctico, biológico, evolutivo. Considerado así, no había ningún peligro de deslizamiento o de admisión de arbitrariedades despóticas. El marxismo era una filosofía de la praxis, esa filosofía ponía énfasis en la practicidad del existir humano, pero esa filosofía no podía ni debía reducirse en ningún caso a un pragmatismo. No siempre, desde luego, era verdadero lo que era útil o eficaz. Por ello, afirmaba Sacristán, Gramsci, el filósofo de la práctica por excelencia, nunca había sido un pragmatista: (…) Pero el filósofo de la práctica no es un pragmatista: aparte de tener siempre presente «la necesaria logicidad formal», su primer problema –el de cohonestar ciencia y práctica– se resuelve precisamente mediante una crítica (poco extensa en los Cuadernos) del pragmatismo y el positivismo en general. Esa crítica se dirige ante todo contra el concepto positivista de lenguaje (académicamente era Gramsci glotólogo), en el que ve una limitación: «el hecho “lenguaje” es en realidad una multiplicidad de hechos más o menos orgánicamente coherentes y coordinados: en el límite se puede decir que cada ser parlante tiene un lenguaje propio y personal, es decir, su propio modo de pensar y de sentir. La cultura, en sus diversos grados, unifica una mayor o menor cantidad de individuos en estratos numerosos más o menos en contacto expresivo, que se comprenden entre ellos en grados diversos, etc. Estas diferencias y distinciones histórico-sociales se reflejan en el lenguaje común y producen esos “obstáculos” y aquellas “causas de error” que han estudiado los pragmatistas.» Así queda situado en «la práctica» –la historia– el tema teórico del lenguaje, vehículo de la ciencia.

Esta aproximación a la filosofía y al filosofar se vinculaba con el concepto de «bloque intelectual-moral», bloque que debía hacer políticamente posible un progreso intelectual de las clases populares, subalternas y no sólo de reducidos grupos sociales con fuerte capital cultural. La transición entre la filosofía implícita del político Gramsci y sus tesis propiamente políticas, añadía su traductor, en consistencia con aquella consideración previa sobre la verdadera filosofía del hombre político, era tan continua que no permitía señalar un «aquí termina la filosofía y aquí empieza la política». Coincidencia, pues, con una breve y sustantiva reflexión de Moritz Schlick, aquel enorme positivista lógico citado con respeto y admiración por Sacristán en sus clases mientras clamaba contra el silencio de Heidegger ante su asesinato por un estudiante nacional-socialista: «Un pensador que no es más que filósofo no puede ser un gran filósofo». Gramsci y Sacristán lo fueron, desde luego también Schlick, y por eso fueron más que filósofos.

La última bondad gramsciana destacada por Sacristán nos traslada a ámbitos filosófico-científicos. La misma orientación histórica y sociológica de la mirada, que a veces hacía caer a Gramsci en ilogicismos historicistas y sociologistas le permitía también formular criterios que habían aparecido posteriormente en la filosofía de la ciencia académica, en el Thomas S. Kuhn de la La estructura de las revoluciones científicas. El siguiente era un paso del undécimo cuaderno destacado con énfasis por Sacristán [12]. La forma racional, lógicamente coherente, la redondez de razonamiento que no descuida ningún argumento positivo o negativo que tenga algún peso, posee su importancia, pero está muy lejos de ser decisiva: puede serlo de manera subordinada, cuando la persona en cuestión se halla ya en condiciones de crisis intelectual, oscila entre lo viejo y lo nuevo, ha perdido la fe en lo viejo y todavía no se ha decidido por lo nuevo, etc. Otro tanto se puede decir de la autoridad de los pensadores y científicos.

Kuhn no había mucho más filosóficamente en su best-seller académico, sostenía Sacristán. La Academia que había sido sacudida como por un terremoto por uno de sus miembros ignoraba, en cambio, a un pensador como Gramsci [13]. Eso tiene, sin duda, explicaciones inocentes, por así decirlo: la costumbre de la lectura especializada… Pero con ideas de Gramsci es posible descubrir también explicaciones un poco más penetrantes.

No sólo fue eso, no sólo estaba las incertidumbres sobre los procesos que guiaban los cambios sustantivos de marco teórico, estaba también el tema de la inconmensurabilidad. La literatura sobre la noción y la problemática es inabarcable pero el propio físico y filósofo usamericano, en un escrito posterior a La estructura [14], intentaba aclarar su posición definitivamente: (…) La frase «sin medida común» se convierte en «sin lenguaje común». Afirmar que dos teorías son inconmensurables significa afirmar que no hay ningún lenguaje, neutral o de cualquier otro tipo, al que ambas teorías, concebidas como conjuntos de enunciados, puedan traducirse sin resto o pérdida. Ni en su forma metafórica ni en su forma literal inconmensurabilidad implica incomparabilidad, y precisamente por la misma razón. La mayoría de los términos comunes a las dos teorías funcionan de la misma forma en ambas; sus significados, cualesquiera que puedan ser, se preservan; su traducción es simplemente homófona. Surgen problemas de traducción únicamente con un pequeño subgrupo de términos (que usualmente se interdefinen) y con los enunciados que los contienen. La afirmación de que dos teorías son inconmensurables es más modesta de lo que la mayor parte de sus críticos y críticas ha supuesto.

En el undécimo cuaderno, hay también reflexiones de Gramsci que otean el mismo horizonte de traducción o comunicabilidad globalmente exitosa, que lleva anexa algún resto perdido en la operación. Hay, desde luego, otras sugerencias de interés que Gramsci supo ver mucho antes que devinieran problemas sociales masivos. Así, sus reflexiones sobre política de la ciencia y de la cultura [15]. El amigo y compañero de Piero Sraffa, al referirse al modo y cualidad de las relaciones entre los diversos estratos sociales intelectualmente cualificados, reflexiona sobre la forma de fijar los límites de la libertad de discusión y propaganda. La libertad no debe entenderse en sentido administrativo o policial sino en el «sentido de autolímite que los dirigentes ponen a su propia actividad», en el sentido de fijación de una orientación general en política cultural. ¿Quiénes fijarán, se pregunta, los derechos de la ciencia y los límites de la investigación científica? De hecho, ¿podrán esos derechos y esos límites fijarse realmente? Gramsci no duda de que las tareas de búsqueda de nuevas verdades y de mejores y más coherentes formulaciones teóricas se deje a la libre iniciativa de los científicos individuales, «por más que éstos vuelvan continuamente a poner en discusión aun los principios que parecen más esenciales».

Por lo demás, nuevo capa crítica gramsciana, «no será difícil poner en claro cuándo semejantes iniciativas de discusión» respondan a motivos interesados y no de carácter científico. No pretendo ocultar el neto optimismo de Gramsci en torno a las dificultades de trazar con éxito esta última línea de demarcación, pero es necesario resaltar las cuestiones aquí apuntadas no sólo era entonces temas acuciantes sino que son en nuestro ahora temas de urgente y rabiosa actualidad. Acabo aquí, cometiendo imperdonables injusticias, este capítulo de bondades. Déjenme para finalizar exprimir un sendero que señala la vida y la obra de Gramsci. Recordando las condiciones carcelarias del dirigente del PCI, Sacristán apuntaba en su prólogo que la previsión del largo encarcelamiento y sus muchos y graves sufrimientos tuvieron que influir en el modo en que entendió y planeó su trabajo en la cárcel [16].

Gramsci no compartió nunca la esperanza en una pronta caída del fascismo, enfermedad frecuente, apuntaba, entre los militantes obreros presos. El comentario intercalaba un significativo interrogante. El siguiente: bien pensando, ¿no sería más bien señal de salud, que no de enfermedad, la tenaz y agitadora esperanza en la no próxima caída de la barbarie fascista? El matiz introducido nos traslada a ámbitos del esperancismo, asunto al que el mismo Sacristán se refirió en el coloquio de una conferencia de 1979 sobre política socialista de la ciencia [17] en el que recordó unos versos de Guillevic, muy del gusto también de su amigo de juventud Alfonso Costafreda: «Nous n’avons jamais dit Que vivre c’est facile Et que c’est simple de s’aimer… Ce sera tellement autre chose Alors. Nous espérons.» [18]

La misma obra de Gramsci, su misma vida, su trágica suerte, siendo como fueron una innegable derrota política, como también señaló su traductor en una conversación de finales de los setenta con Jordi Guiu y Antoni Munné [19], son a un tiempo un canto a la esperanza, a la resistencia, al no doblegarse, a intentar vivir –y combatir por ello– de otra forma que el tiempo y nosotros mismos podemos ya imaginarnos. Sobre ello, sobre esa nueva cultura y civilización pensaron y nos enseñaron estos dos admirables socialistas revolucionarios, sabedores del carácter esencial al que apuntaban: la hegemonía, la arista cultural de un poder insaciable, que exige a gritos, día sí, otro también, un contrapoder que ponga freno a su insaciable voluntad de poder y dominio. Si les parece simple lo que digo, y no niego que pueda parecerlo, déjenme argumentar ahora por absurdo, en la forma que el mismísimo Euclides practicaba en ocasiones: si no fuera así, si ese sendero señalado fuera inconsistente o una ensoñación vacía, sólo el absurdo, la neurosis y el desenfreno sin sentido, y sus –estos sí– inconmensurables y abisales efectos sociales, sin ningún resto ganancial, serían la funcional música audible para amplísimas masas de ciudadanos de este «mundo grande y terrible» en que vivimos. No es una exageración, no es una torpe enunciación fruto de la ceguera utópica. Andy Grove, el antiguo presidente de Intel, un destacado experto, admitámoslo, en estos asuntos, lo ha señalado con estas palabras: «En este mundo [no hace falte que les indique a qué mundo se está refiriendo] sólo el paranoico (sic) sobrevive». Más contundente aún ha sido el señor Bill Gates, del que seguro admitirán una gran sabiduría sobre estas temáticas, que lo ha señalado con nitidez carrolliana: «En este negocio cuando se cae en cuenta de que se está en problemas, es porque ya es demasiado tarde para salvarse. A menos de que se corra como desesperado todo el tiempo, uno está perdido…La gente subestima lo efectivo que resulta el capitalismo para mantener hasta a las compañías más exitosas siempre al borde del abismo» [20] [el énfasis es mío]. Tal cual, sin alterar un coma, puedo asegurárselo. Siempre al borde del abismo. Para alejarnos de él, nosotros y los otros, esta grandísima obra, hecha en condiciones inimaginables, que ha influido, y debería ser influyendo, en generaciones socialistas, es un antídoto recomendable. Es, como señaló en otra ocasión su estudioso y admirador, «un Studium generale y hasta un vivir general para todos los días de la semana» [21].

Notas

[1] Francisco Fernández Buey, “Manuel Sacristán sobre Gramsci”. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=87490

[2] Manuel Sacristán, “El undécimo cuaderno de Gramsci en la cárcel”, en Pacifismo, ecologismo y política alternativa, Público-Icaria, Madrid, 2009, pp. 238-239. El texto está fechado en mayo de 1985.

[3] Antonio Gramsci, Introducción al estudio de la filosofía. Crítica, Barcelona, 1985. Traducción de Miguel Candel, prólogo de Manuel Sacristán.

[4] Manuel Sacristán, “El undécimo cuaderno de Gramsci en la cárcel”, ed cit, p. 262

[5] Quine, W. V. O. (1962) “The Ways of Paradox”, reeditado en Quine, The Ways of Paradox and Other Essays. Cambridge: Harvard Univ. Press, 1966, pp. 1-21. Existen traducciones castellana y catalana, parcial, de este célebre artículo de Quine.

[6] Antonio Gramsci, Introducción al estudio de la filosofía, ed cit, pp. 185-187.

[7] Sobre este punto, véanse los trabajos recogidos en Manuel Sacristán, Sobre dialéctica, El Viejo Topo, Barcelona, 2009.

[8] Es imprescindible sobre este vértice de la plural obra de Sacristán: Paula Olmos y Luis Vega Reñón, “La recepción de Gödel en España”, Endoxa, nº 17, 2003, pp. 379-415.UNED, Madrid

[9] Antonio Gramsci, Introducción al estudio de la filosofía, ed cit, p. 147.

[10] M. Sacristán, “El undécimo cuaderno de Gramsci en la cárcel”, en Pacifismo, ecologismo y política alternativa, ed cit, p. 262.

[11] La tesis fue compartida desde luego por Sacristán. Véase, por ejemplo, su conocido trabajo “Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores”, Papeles de filosofía, Icaria, Barcelona, 1984, pp. 356-380

[12] Antonio Gramsci, Introducción al estudio de la filosofía, ed cit, p. 57

[13] Manuel Sacristán, “El undécimo cuaderno de Gramsci en la cárcel”, en Pacifismo, ecologismo y política alternativa, ed cit, p. 268

[14] Thomas S. Kuhn, “Conmensurabilidad, comparabilidad y comunicabilidad”, ¿Qué son las revoluciones científicas?, Paidós, Barcelona, 1989, pp. 99-100, traducción de José Romo.

[15] Antonio Gramsci, Introducción al estudio de la filosofía, ed cit, pp. 60-61.

[16] M. Sacristán, “El undécimo cuaderno de Gramsci en la cárcel”, en Pacifismo, ecologismo y política alternativa, ed cit, p. 249.

[17] M. Sacristán, “Reflexión sobre una política socialista de la ciencia”. En Seis conferencias. Sobre la tradición marxista y los nuevos problemas. El Viejo Topo, Barcelona, 2005, pp. 55-81.

[18] En traducción del propio Sacristán: «No hemos dicho nunca que vivir sea fácil/ Ni que sea sencillo amarse/ Pero todo será muy distinto/ Por lo tanto, esperamos».

[19] De la Primavera de Praga al marxismo ecologista. Entrevistas con Manuel Sacristán. Los Libros de la Catarata, Madrid, 2004, pp. 91-114 (edición de Francisco Fernández Buey y Salvador López Arnal): «(…) Gramsci supo que todo era una derrota, que el proceso histórico-político en el que él había intervenido como protagonista se saldaba con una derrota total. Yo estoy seguro que él había dejado de creer en toda viabilidad».

[20] He tomado ambas citas de Alfredo Toro Hardy, “Microsoft: ¿Toro o matador?”, http://www.rebelion.org/noticia.php?id=95093

[21] M. Sacristán, “Studium generale para todos los días de la semana”, en Intervenciones políticas, Icaria, Barcelona, 1985, p. 49

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