Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Suspiros de España. Entrevista con Guillem Martínez

Carlos Prieto Fernández

“Ese es terreno de los historiadores, pero yo especulo con que la izquierda entró en la Transición en pelota picada”

Guillem Martínez (Cerdanyola del Vallès, Barcelona, 1965) es periodista y guionista de televisión. Su programa Polònia, emitido en TV3, ganó en 2007 los premios Ondas y ACT. Desde 1996 publica de forma regular en el diario El País, ha colaborado en medios como Interviú, Tiempo o Playboy y en su sitio web, www.guillemmartinez.com, lleva más de dos años analizando con implacable lucidez la cultura española en tiempo real.

En el prólogo del libro Franquismo pop (Mondadori, 2001) utilizó por primera vez el concepto de «tapón generacional» aplicado a la cultura actual. ¿Cómo se le ocurrió vincular ambas cuestiones?

Cuando publiqué ese libro, quise explicar en el prólogo lo que me había encontrado hasta entonces durante mi carrera profesional. Te lo resumo: un chico del montón, hijo de inmigrantes en una ciudad industrial peninsular, accede a la universidad con un punto de vista muy naíf sobre la cultura, los movimientos sociales y el cambio social; tiene fortuna profesional –a menudo acompañada de buena suerte, que es un componente importante de la fortuna profesional– y, de pronto, cuando llega a donde quería llegar, descubre que algo huele mal. Y lo que olía mal era un cierto ambiente cultural que aún no estaba dibujado: la cultura que nació en España en el año 1978 y que nosotros estamos utilizamos como usuarios, no como fundadores. Entonces empecé a intentar identificar las reglas de esa cultura y escribí ese prólogo en el que explicaba mis problemas laborales, mis problemas disciplinarios con el trabajo, lo que me apetecía aportar como periodista y los problemas con los que me encontraba para hacerlo. En ese momento creía que el tapón era un gran tema.

¿Cómo definía entonces el tapón generacional?

Bueno, antes de nada, es una definición que ya no compro. Por aquel entonces, creía que existía un tapón generacional formado por gente que tenía treinta años a finales de los setenta, que había accedido muy rápido a las jefaturas de casi todo, que no estaba muy bien preparada y que miraba con cierto pavor a lo que venía por detrás, que éramos nosotros. Pero ya no lo veo así. Ahora creo que el tapón no es tanto generacional como cultural, y me refiero a la cultura que se originó en 1978, se asentó durante la campaña del referéndum de la OTAN y dio su do de pecho el 11 de marzo de 2004, cuando todo el ámbito cultural hizo y dijo lo que el Estado dispuso. Ese es el tapón, y de él forma parte gente de sesenta, de cuarenta y de veinte años. Por primera vez en la historia de España, en donde siempre han existido dos modelos culturales, existe ahora un único modelo, el oficial.

¿Existe presión sobre el tapón?

Yo no la detecto. Más bien veo bofetadas por entrar a formar parte de él. El otro día escribí un artículo en el que definía el tapón como envase. Es una botella amplia, amable, no es autoritaria, en el sentido más radical del término, sino que admite un posicionamiento laxo. Y no veo ningún tipo de presión. Por ejemplo, recientemente ha salido un nuevo diario de izquierdas, Público, y no parece que proponga un modelo cultural diferente. No hay más cultura que la oficial.

Algunas personas sostienen que el desarrollo de las nuevas tecnologías –Internet y la web social, con los blogs, el periodismo 2.0, etc.– sí ha traído consigo un cambio cultural…

Yo estoy a la expectativa, pero no veo ese cambio. ¿Nuevos medios? Pensemos en la televisión a la carta: creíamos que iba a ser una televisión donde participaría el espectador, con nuevos programas, con microespacios y microprogramas, una especie de YouTube antes que el propio YouTube… Pues resulta que, a diferencia de lo que ha sucedido en Portugal o en Francia, en España ha sido un fracaso. No se produce nada novedoso, exceptuando algún programa de humor. Pasemos a Internet: las páginas que están triunfando vertebran comunicación, pero no vertebran ideas. Y lo que entiendo por comunicación es un nuevo estado de ánimo ante la realidad que no incluye las ganas de modularla ni de subir la banda y marcar gol; es algo muy light, ni chicha ni limonada, algo que acompaña… Y esta es una gran palabra, porque quizás la cultura actual se ha convertido en un acompañamiento. Te acompaña en el trabajo o en tu casa, cuando vas a comer, y mientras te conectas al mail o miras tu blog –que, generalmente, no es políticamente determinante, al contrario que los blogs o medios digitales de la derecha española, que sí son determinantes, precisamente porque la derecha española comunica–. La derecha no tiene una ideología de la que se pueda hablar claramente, por fuerza ha de expresarse con metáforas democráticas y comunicativas, de ahí que hayan encontrado un filón en Internet. Pero a mí todo esto de Internet me aporta muy poco…

A todo este caldo de cultivo lo ha llamado Cultura de la Transición (CT). ¿Cuáles son las características de la CT?

Principalmente, se trata de una cultura de encargo en la que participamos todos. La cultura española pintaba muy bien a partir del año 1975, parecía que iba a desembocar en un verdadero estallido democrático: había una industria editorial propia, unos autores superprofesionales que estaban dispuestos a comerse el mundo a la primera oportunidad… pero no hubo tal estallido. Pese al patriotismo con el que informamos sobre ella, lo que surgió de la Transición fue una cultura mediocre, muy poco exportable y que no explica nada. Un ejemplo: no sabemos nada del terrorismo a través de la ficción, a diferencia de lo que ha sucedido en países como Italia o Inglaterra. Parece que aquí nos basta con las versiones oficiales. Y cuando digo que nuestra cultura es de encargo me refiero a que en los años setenta todo el mundo cultural recibió la consigna de desactivarse. En un momento de «mal rollo» se apostó por evitar que la cultura fuera otro «mal rollo», y gracias a ello se pudo desarrollar la Transición. Los Pactos de la Moncloa, que son el meollo de la cuestión, no hubieran tenido lugar con la oposición de la cultura y los intelectuales. Se creó un modelo cultural no problemático, que no buscara tres pies al gato y que estuviera –y esto es muy importante, porque es único en Europa– supeditado al poder político.

Al hilo de esto, en alguna ocasión ha comentado que la gran contribución de las izquierdas a la Transición fue desactivar la cultura crítica para facilitar el proceso hacia la democracia. ¿Por qué le iba interesar a la izquierda una cultura amodorrada que produce consenso?

Ese es terreno de los historiadores, pero yo especulo con que la izquierda entró en la Transición en pelota picada. Después de fracasar en el referéndum sobre la Ley para la Reforma Política del 15 de diciembre de 1976, en el que apostó por la abstención y se encontró con una participación masiva, debieron concluir que aquí iba a haber democracia con o sin ellos…

¿Esta situación no varió tras la llegada del PSOE al poder?

No, ¿por qué iba a variar? Un gobierno es un gobierno y lo que no va a hacer es rechazar una prerrogativa que ya tiene: el verticalismo cultural es un chollo para el poder. En España no existe una cultura antiestatal, no hay ni un ápice de cultura ni de política que no esté relacionada con el Estado. Cuando los atentados del 11-M, algunos directores de rotativos de tirada nacional cambiaron sus artículos y titulares de portada tras una llamada del presidente Aznar. La CT funcionó muy bien durante tres días, sólo se quebró ligeramente gracias a los medios populares como la radio, pero la prensa seria escrita nos falló. Y que un presidente de gobierno llame a un director de periódico para dictarle un titular es algo inverosímil incluso en Estados Unidos. Bush jamás haría eso.

Cuando empezó a escribir su bitácora en Internet, afirmó que había decidido ralentizar su trabajo periodístico para reflexionar sobre las fricciones que existían entre la cultura actual y su trabajo. ¿Qué conclusiones ha sacado tras estos dos años?

Contestaré con una anécdota: cuando publiqué el libro Franquismo pop me llevaron a un programa de televisión. Todos estaban muy contentos, yo era un jovencito que había escrito un libro sobre los años setenta, con pantalones de pata ancha y zapatos de plataforma, vamos, que nadie esperaba nada raro de mí. El periodista no se había leído el libro –y este es otro fenómeno típicamente español: nunca se lo leen–. Durante la entrevista, el periodista, un hombre amenazado por ETA, se quedó sorprendido al escuchar mi balance de la cultura española. Se quedó impresionado y sobrecogido. Se puso en mi contra, lo cual es perfectamente lícito, pero no deja de ser curioso que cuando presentas un producto no ecuménico, que no hable de lo maravillosa que es la Transición o la cultura española, te echen una mirada que tengo bien estudiada: es una terrible mirada de pavor… El caso es que empecé a hablar y vi cómo esa mirada de terror aparecía en los ojos del periodista y, como el programa duraba unos veinte minutos, la mirada pasó progresivamente del miedo a la furia. Al final, la entrevista se convirtió en un ataque visceral no contra el libro sino contra… ¡mi apología de ETA! Sobra decir que jamás he hecho, ni en el libro ni en ninguna otra parte, una apología de este tipo. El concepto era éste: «Usted está en contra de esta cultura, usted está en contra de estos logros, usted está en contra de estos procedimientos, ergo usted es monstruoso». Me acompañaba el periodista Jordi Costa, y según va avanzando la entrevista se nos ve a los dos mirándonos, cada vez más pequeñitos. Nos habían vestido con un traje que nos venía muy grande. No podíamos ni teníamos por qué hablar de posicionamientos en el País Vasco o en la Cochinchina para defender un libro o un punto de vista. Suerte que en aquel momento todavía no existía el concepto de «oxigenar a ETA» pero, aún así, fue terrible.

Entonces, ¿estas fricciones se dan habitualmente en su trabajo?

Explicaré mi trabajo con una metáfora. Yo publicaba un artículo semanal en una publicación española de gran tirada. El 11-M recibí la consigna, lógica, de olvidarme del artículo que tenía entre manos y escribir uno sobre los atentados… que debía tratar sobre el dolor y el sufrimiento. Ahí empecé a pensar sobre el sentimentalismo en la cultura española: sólo se podía tratar el 11-M a través del dolor, del sentimiento de pérdida y la tragedia; la investigación y el análisis quedaban descartados. Desde las diez de la mañana de aquel día ya se especulaba en medios extranjeros sobre la famosa doble vía de investigación, pero los medios españoles nos limitábamos al dolor. Y esta tontería se mantuvo durante demasiado tiempo, hasta que vinieron algunas emisoras de radio a sacarnos las castañas del fuego. El caso es que nosotros, como cultura, no pudimos hacer nada. Y no tiene nada que ver con la censura, es más bien un choque cultural. En el texto que escribí entonces especulaba con la idea de que el gobierno mentía. Todas mis fuentes eran extranjeras salvo una pequeña noticia aparecida en la segunda edición de un diario nacional (que posteriormente fue eliminada en la tercera edición). Me impresionó mucho que un medio español no pudiera ejercer la misma función que los medios internacionales y que se limitara a centrarse en el «mal rollo». A partir de ahí empecé a investigar todo esto. Y cuando hablo con alguien sobre el tema, no es raro que mi interlocutor ponga cara de estar hablando con un marciano. Y es lícito, porque por ahí fuera hay marcianos. Hay gente que come conejo crudo, por ejemplo. Pero, por favor, cuando compartan mesa con ellos, no los miren con perplejidad. Pues nada, no hay manera: después de treinta años, cualquier producto que reciba esa mirada de perplejidad y terror, acaba por desaparecer. Ya no es cultura, y no aporta nada. Es sólo un producto visto como político, resentido, o cualquier adjetivo negativo que se te ocurra. Lo que en el resto de Europa se llama cultura crítica aquí lo llamamos resentimiento. Ese es el gran logro de la cultura oficial.

En ausencia de cultura crítica, ¿qué papel juega el mercado o la cultura del éxito?

Es el único canon posible. La cultura española carece de crítica, por ejemplo; no puede haber crítica, porque no hay opinión. Entonces, el canon lo establece el mercado o el honor. Honor comunicativo (establecido por el mercado) u honor de Estado. El Estado puede proporcionar premios, reconocimientos a trayectorias o valoraciones, mientras que el mercado proporciona las ventas. Y quizá esto sea una prueba en contra de la existencia de un tapón generacional: un joven puede crear un producto que se venda como polos con toda tranquilidad y no deja de ser CT. Es más, yo diría que la CT que está triunfando hoy es mayormente joven. Ahora bien, quizá convenga diferenciar la CT propiamente dicha de la cultura de mercado. Hay dos grandes regiones dentro de la cultura española: la cultura comercial –novelas (y quien dice novela dice cine o incluso Internet) de tres actos, exportables, que se parecen al Código Da Vinci– y la Cultura de la Transición, la más autóctona –novelas no necesariamente comerciales, no necesariamente escritas en tres actos, no necesariamente adaptadas a un estándar internacional, pero que fundamentalmente no son problemáticas, no buscan tres pies al gato–. Veamos un ejemplo: el novelista Carlos Ruiz Zafón es cultura comercial. Una novela con falangista bueno e izquierdista más bueno todavía, que ya en el año 1939 conjura una futura democracia bondadosa, sin vencedores ni vencidos, es CT. Zafón es exportable, la otra novela, no: los críticos que la reseñaban en Alemania no salían de su asombro. Claro, Alemania es un país con pasado nazi donde la gente está muy alerta a lo que se hace con el pasado histórico, algo que aquí no pasa.

En el actual contexto político no deja de ser llamativo que alguien afirme que nuestra cultura sólo produce estabilidad y cohesión. ¿Cómo encaja la crispación en su concepto de CT? ¿La crispación también produce consenso?

Buf… ¿cómo lo explico? Lo haré desde diversas vertientes. El único debate que es posible en la democracia española actual es el territorial. No hay debate económico, y eso que, por ejemplo, la Constitución incluye un artículo que podría dar pie a políticas sociales… Pero eso no está en la agenda. En los años setenta había una efervescencia social muy amplia que ha desaparecido en beneficio del debate territorial, aunque, eso sí, no se puede explicar la existencia de los nacionalismos hegemónicos de Euskadi o Cataluña sin pensar que quizás –no seré yo quien lo defienda– existe una problemática social más amplia que sólo se puede traducir en términos de territorialidad. Y los debates territoriales crean crispación. Esto sería una explicación. Otra explicación podría ser que la derecha española está llevando a cabo, desde hace muy poco tiempo, un aggiornamento radical. Es una derecha que, de pronto, no tiene nada que ver con el franquismo, gracias sobre todo a que ha sabido crear una nueva terminología, una gran política comunicativa –al contrario que la izquierda–. Y la derecha está orgullosa de ese nuevo juguete que fabrica palabras para renombrar la Transición. Cualquier cosa que sucede en España se analiza desde la derecha en términos de traición a la Transición. Están reformulando todo aquel período, y lo están haciendo con muy buen criterio, si me lo permites. Verdaderamente, es un triunfo de la derecha, y me sorprende que las izquierdas no aprovechen la situación para volver a evaluar la Transición, que fue un partido que no jugaron en casa.
Alguna vez ha definido al «intelectual español» como un «intelectual de cercanías, bajito y sin hambre de gol». ¿Podría profundizar en esta definición?

El oficio consiste en no crear problemas reales, sino en involucrarse en problemas políticos ya creados por los partidos, a diferencia de lo que ocurre en países como Francia. No tiene ni voluntad, ni capacidad, ni ganas de marcar un gol. Por ejemplo, nadie hizo un artículo sobre el 11-M con hambre de gol, y es algo muy importante de cara a entender todo lo que ha pasado después de los atentados: todo el mundo ha querido disimular sus tres días de inoperancia con artículos absolutamente crispados. La crispación es un efecto secundario de no hablar a tiempo. Esta sería una buena definición.

Suele usted emplear la primera persona en sus artículos. ¿Cómo se le ocurrió la idea de usar una forma relativamente extraña en el mundo del periodismo objetivo?

La primera persona es rara… pero sólo en España. Es cierto que últimamente se está caricaturizando y alcanzando unos niveles de vacío tremendos, pero utilizarla es una responsabilidad muy grande: te ata, eres esclavo de tus opiniones. Además, sirve para que el lector sepa quién le está hablando, y para no escudarse en una supuesta comunidad más amplia de creadores de opinión: vas a pelo y te la estás jugando. El periodismo que solía leer era en primera persona, es algo muy anglosajón, y lo echaba de menos en España, donde existe un terror absoluto a la primera persona y un fervor total por la primera persona del plural.

© Minerva, 2008. Entrevista publicada bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.

La canción del verano, Barcelona, Mondadori, 2007
Pásalo, Barcelona, Debolsillo, 2004
Franquismo pop, Barcelona, Mondadori, 2001
Grandes hits, Barcelona, Mondadori, 1999

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