La Commune de Paris – Pierre Kropotkine
El 18 de marzo de 1871, el pueblo de París se sublevó contra un poder detestado y despreciado por todos y declaró la ciudad de París independiente, libre, dueña de sí misma.
Este derribo del poder central se hizo incluso sin la puesta en escena ordinaria de una revolución: ese día no hubo disparos de fusil, ni charcos de sangre vertida tras las barricadas. Los gobernantes se eclipsaron ante el pueblo armado, que se echó a la calle: la tropa evacuó la ciudad, los funcionarios se apresuraron a huir hacia Versalles llevándose todo lo que pudieron llevarse. El gobierno se evaporó, como una charca de agua pútrida con el soplo de un viento de primavera, y en el XIX, París, sin haber vertido apenas una gota de la sangre de sus hijos, se encontró libre de la contaminación que apestaba la gran ciudad.
Y, sin embargo, la revolución que acababa de realizarse de este modo abría una nueva era en la serie de revoluciones, por las que los pueblos marchan de la esclavitud a la libertad. Bajo el nombre de Comuna de París, nació una idea nueva, llamada a convertirse en el punto de partida de las revoluciones futuras.
Como ocurre siempre con la grandes ideas, no fue el producto de la concepción de un filósofo, de un individuo: nació en el espíritu colectivo, salió del corazón de un pueblo entero; pero al principio fue vaga y muchos entre los mismos que la realizaron y que dieron la vida por ella, no la imaginaron entonces tal como la concebimos hoy en día; no se dieron cuenta de la revolución que inauguraban, de la fecundidad del nuevo principio que intentaban poner en práctica. Fue sólo en su aplicación práctica, cuando se empezó a entrever su importancia futura; fue sólo en el trabajo del pensamiento que ocurrió más tarde, cuando este nuevo principio se precisó más y más, se determinó y apareció con toda su lucidez, toda su belleza, su justicia y la importancia de sus resultados.