Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Sobre izquierda alternativa y cristianismo emancipador, de Francisco Fernández Buey

Joaquín Arriola

Reseña del libro Sobre izquierda alternativa y cristianismo emancipador. Francisco Fernández Buey (2021): Rafael Díaz-Salazar (ed.). Madrid: Editorial Trotta, SA, colección Estructuras y Procesos. Religión,3 66 pp. Español.

Estamos ante un libro de memoria y de recuerdo. Recuerdo de Francisco Fernández Buey (FFB) (1943-2012), uno de los intelectuales comunistas más relevantes de nuestro tiempo y país. Recuerdo personal que abre el editor, Rafael Díaz-Salazar, con una apología de su persona y de su forma de entender el marxismo («Un intelectual gramsciano abierto al cristianismo emancipador») y cierra con una carta personal de FFB dirigida a él mismo en 1990 que termina con una profesión de fe comunista: «No conozco más cultura que la comunista para hacer frente al fascismo, el racismo y el nazismo. Si esta quiebra, la época del hombre-máquina-idiotizante que viene anunciando con tonos tremebundos Heine [sic] Müller no sé cómo va a ser impedida»(p.6o).
En una bien cuidada edición, Díaz-Salazar recoge un conjunto de textos diversos —ensayos, prólogos, entrevistas orales y escritas, cartas…— en los que se hace memoria de la relación de Fernández Buey con la religión, con los cristianos y con el cristianismo durante las últimas dos décadas de su vida.

Los textos aparecen ordenados en tres partes: los que tratan específicamente de la relación de un intelectual comunista con la religión; los referidos a tres personalidades clave en la visión del cristianismo que merece lo pena en opinión de Fernández Buey: Bartolomé de las Casas, Simone Weil y José María Valverde. De Girolamo Savonarola, cuyo interés le llevó a editar una publicación parcial de sus escritos políticos en 2ooo, nos dice el editor que por razones de espacio no se ha recogido el texto de la introducción que redactó para ese libro («Guía para la lectura de Savonarola»). En una tercera parte, se sitúan los textos políticos en forma de tres entrevistas y una carta ya mencionada, en los que resuena la importancia del programa y la necesaria refundación de la izquierda: «Para decirlo de manera que me pueda entender todo el mundo: en este momento no solo el gran capital, sino incluso una institución tan decadente y envejecida como la Iglesia católica u organizaciones no gubernamentales nacidas hace cuatro días tienen más vínculos y más presencia internacional que la izquierda política. Lo cual es nefasto para los trabajadores del mundo y es una ridiculez de dimensiones históricas, sobre todo teniendo en cuenta que esta izquierda de la que estamos hablando nació anunciando la mundialización del capital y declarando que ]os obreros no tienen patria. Así que, vista la cosa de esta perspectiva, no hay duda de que la izquierda política tiene que refundarse. O resucitar, diríamos algunos…» (p. 321).

La conciencia que recorre todas las páginas del libro es la de una gran derrota histórica del movimiento comunista, que se expresa con la desaparición del socialismo en Europa del Este, la crisis de la deuda en América Latina y que se prolonga en la derrota del movimiento obrero en los países de capitalismo avanzado ante la ofensiva neoliberal del capital. Pero una derrota para la que no se la encontrado aún explicación convincente ni alternativa orgánica. En esa tarea, un ajuste de cuentas teórico, incluso con el Padre Fundador, es una condición imprescindible: «El hombre no tolera ser el único que quiere el bien. Le hace falta un aliado todopoderoso. Si ese aliado no es espíritu será materia. Se trata simplemente de dos expresiones diferentes del mismo pensamiento fundamental. Solo que la segunda expresión es defectuosa. Es una religión mal construida. Pero es una religión. No es por lo tanto sorprendente que el marxismo siempre haya tenido un carácter religioso. Tiene en común con las formas de la vida religiosa
más severamente combatidas por Marx un gran número de cosas, y —notablemente— de haber sido frecuentemente utilizado como opio del pueblo. Pero es una religión sin misticismo, en el verdadero sentido de la palabra».

Estas palabras de Simone Weil en su libro Profesión de fe resuenan como un eco en estas otras de Manuel Sacristán recogidas en la introducción del libro que comentamos: «[…] el marxismo es una tradición de| movimiento emancipatorio moderno, del movimiento obrero. Si hay que hacer analogías peligrosas, y es muy peligrosa la que lleva a decir que el marxismo es un sistema científico, es la ciencia; puestos a hacer analogías me parece mucho menos falsa la ideología según la cual el marxismo es una religión obrera. Me parece mucho menos falso decir que el marxismo es una religión que “el marxismo es una ciencia”. Porque una religión tiene numerosos elementos de conocimiento científico […]. La aplastante mayoría de los militantes marxistas han sido fieles de una religión; no han sido cultivadores fríos de unos teoremas, en absoluto». (p. 43)

Una derrota de estas dimensiones solo se puede calificar como derrota moral. Y aquí tenemos un comunista lúcido, buscando entre los escombros, pero extendiendo la mirada más allá de la ciudad derruida y saqueada, nuevos horizontes morales sobre los que reconstruir un proyecto eficaz para los empobrecidos del planeta. FFB cree encontrar en el movimiento alterglobalizador y en la confluencia de las fuerzas rojas, verdes y mojadas los principales mimbres para la reconstrucción. Pero entiende que hace falta situar en el terreno cultural la batalla principal. Y la reflexión sobre el sufrimiento es lo que le lleva a posar la mirada en Bartolomé de las Casas (1474-1566) y su capacidad de expresar políticamente (utópicamente) el sentimiento de indignación ante el sufrimiento y su capacidad de comprender el problema del otro: «Si el pensamiento de Las Casas nos sigue interesando hasta el punto de haberse convertido en un elemento importante de la filosofía de la liberación desde la década de los setenta del siglo XX en referencia obligada del nuevo indigenismo en estos últimos años, es, sobre todo, porque Las Casas contribuyó a destruir las falacias inductivistas y naturalistas de la cultura europea sobre otras culturas. Pero también porque su pensamiento pone ante el espejo a la propia cultura y se atreve a argumentar la autocrítica de la misma, precisamente frente al etnocentrismo y al racismo que han acompañado históricamente al pensamiento humanista e ilustrado» (p. 165); en Simone Weil (1909-1943) , capaz de intuir todas las implicaciones de la vida desgraciada de los seres humanos: «No hay duda de que esta sensibilidad [ante el sufrimiento] tiene en ella una dimensión profundamente religiosa y mística. Pero lo admirable, en su caso, es que esta dimensión religiosa de su pensamiento haya ido de la mano con la preocupación social y el interés por la ciencia, y que haya cuajado en una coherencia práctica que nos deja sin palabras para calificar su conducta» (p. 201). José María Valverde (1926-1996) representa la experiencia de lucha compartida con un militante que desde una moral diferente comparte la misma ética comunista ejemplo de lo que FFB denomina «paso del diálogo a la alianza» (p. 6 ): «Se requiere cierta sensibilidad, y no solo política, para ir contra la corriente; la misma sensibilidad, por cierto, que se requeriría años atrás para llamar cortésmente la atención sobre la imposibilidad metafísica de cosas que otros creíamos posibles. Y ahí viene el punto en el que se juntan, según creo, el cristiano y el comunista. El tipo de comunismo que José María defendía en los últimos años, tan vinculado a la solidaridad con los pueblos empobrecidos de América Latina, se puede explicar, me parece, a partir de una vivencia cristiana como poca gente puede tener. No es ninguna casualidad el que una buena porción de los comunistas que hoy queda, en un mundo en el que el comunismo se ha hecho muy minoritario, se declaren al mismo tiempo cristianos. Pues para los comunistas “científicos“, para los que no dieron importancia a las razones del corazón, para los convencidos de que la utopía había sido superada de una vez por todas gracias al materialismo dialéctico, el mundo se vino abajo el día en que descubrieron que la dialéctica no era el mejor de los métodos científicos» (p. 290)

Es esta búsqueda permanente de razones morales para rearmar el proyecto emancipador su programa y su utopía (en el sentido de las blochianas razones o principios para la esperanza), el reconocimiento de la imposibilidad que tiene la conciencia laica contemporánea para «comunicar a los otros una concepción pesimista desesperanzada de la esperanza» (p. 117), lo que parece animar a FFB a buscar y participar en el «diálogo» entre marxistas y cristianos, de forma más directa y bilateral en los años noventa, y más integrada en el proyecto de los foros sociales y el movimiento alterglobalizador en el siglo XXI.

La importancia política del diálogo no impide que FFB reconozca que «Todos los intentos cuya meta haya sido abrir un diálogo fecundo entre tradiciones, un diálogo en el que las partes se escuchen sin desnaturalizarse, han sido hasta el momento muy limitados» (p. 57); «no se puede decir que hubiera cuajado en España un encuentro teórico entre marxistas y cristianos similar al que estaba siendo potenciado por algunas autoridades de algunos países de Este de Europa, por la jerarquía vaticana o por los jesuitas. Tampoco ha habido aquí un diálogo comparable al que se estaba produciendo en ltalia y en Francia» (p. 149]

Conviene recordar que el debate marxismo-cristianismo tiene un componente fuertemente práxico en las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX. Se trata de articular la lucha en los movimientos de liberación de América Latina —Cristianos por e! Socialismo, Teología de la Liberación—, reforzar el marco de alianzas político-sociales, programáticas y electorales en los países de Europa occidental con partidos comunistas legales y fuertes (PCF, PCI) o recomponer la hegemonía del poder socialista en países con fuerte contestación interna en Europa del Este (Primavera de Praga, Polonia, Hungría…). Por el contrario, dado el momento histórico que se vivía en España en esos años, la confluencia no fue práxica, sino práctica: sin las organizaciones obreras cristianas, el movimiento sindical no hubiera sido la punta de lanza de la lucha antifranquista.

Cuando se plantea el diálogo en términos teórico-prácticos, las organizaciones políticas marxistas, en particular la más extensa entre ellas, el PCE, participa en una reflexión de la que carece de experiencia, cuyos objetivos no tiene claros y prima en consecuencia el pragmatismo y el coyunturalismo, que se puede detectar, por ejemplo, en las contribuciones de Manuel Azcárate de bienvenida a los cristianos al partido, separando la práctica política colectiva de las creencias relegadas al ámbito de lo individual. En este sentido, hay que reconocer que en España, cuando se quería buscar intervenciones de cierta relevancia teórica, la parte cristiana del asunto, incluyendo la cristiano-marxista (Comín, Sánchez Bolado, Diez-Alegría, Reyes Mate, Rafael Belda, Rafa Aguirre, Llanos…) estaba mucho mejor preparada intelectualmente que la marxista, limitada en su mayor parte al círculo de Sacristán y FFB.

Por eso tienen un gran valor histórico, y por tanto político, los materiales recogidos en este volumen. Apuntan a una necesidad no solo de corregir el rumbo, sino de reconstruir el armazón del barco que antes del naufragio llamábamos comunismo.

Aunque para los apremios de enfrentar la derrota histórica del movimiento obrero FFB no puede acudir más que a los debates antiguos y externos. Lo que le lleva a mirar con atención las «prácticas de misericordia», que se sustentan siempre en el espíritu de rebeldía ante el sufrimiento de las masas desheredadas y reconoce que, a) menos en la historia de Europa, hasta la Ilustración, pero también después, van casi siempre de la mano de cristianos más o menos heterodoxos (Thomas Münzer, Moro, Savonarola, Las Casas, Weil…).

Pero el mismo contexto de fragilidad del diálogo no evita que, pese a la voluntad de escuchar en la historia el hilo de la rebeldía ante el sufrimiento, en ocasiones se pierda por las ramas.

La distinción que FFB hace entre «religiones del Libro», donde se expresarían los valores morales de la justicia, la igualdad y la solidaridad, y las «religiones del Templo», donde se concreta una práctica institucional de conservación y apoyo al poder (p. 123), se ha quedado algo descontextualizada. No se puede situar en el mismo plano la relación con el «Libro» de lar religiones hebraica o islámica, con la cristiana, en particular la católica, donde la historicidad radical y la tradición como fuente de verdad hace que la reinterpretación permanente del texto, la hermenéutica, sea práctica normalizada.

Quizá la pregunta principal que puede hacer la tradición comunista a la cristiana no se sitúa en el plano moral, sino en el de la mística. Porque lo que sorprende no es la reacción ante el sufrimiento humano y la respuesta ante el clamor por la justicia, que se identifica en las figuras que más le llaman a atención a FFB. Más importante es entender cómo de un grupo de desheredados que dicen que Dios no es un ser inaccesible en un cielo metafísico, sino un hombre que ha muerto crucificado como delincuente en una provincia lejana del Imperio romano, cómo de ese hecho histórico surgen la religión, la cultura y la civilización más longeva de la historia conocida. Cómo es que una derrota radical, significada en la muerte de Dios en la cruz, mucho más profunda que la que ha sufrido el movimiento comunista y obrero (a fin de cuentas, Marx murió plácidamente dormido en una silla antes de la victoria del comunismo y Lenin en una cama antes de su derrota), se convierte en la victoria más persistente de la historia.

No es la compasión, sino la mística, la fuerza cultural y moral del cristianismo que requiere una nueva interpretación por parte de las corrientes emancipadoras. Las de base cristiana también, pero sobre todo el marxismo tiene ahí un vacío que recientemente ha llamado la atención de algunos marxistas de esa tradición estructuralista que tan poco agradaba a FFB o a Manuel Sacristán. Para Alain Badiou es a san Pablo y no tanto a Las Casas a quien hay que escuchar necesariamente y de quien hay que aprender, si el proyecto comunista quiere tener algún futuro. Giorgio Agamben —también deslumbrado como FFB por Simone Weil— recuerda en El reino y la gloria o en El tiempo que resta. Comentario a la Carta a los Romanos que san Agustín o Tomás de Aquino son más relevantes para la intelección del mundo moderno que Tomás Moro o Savonarola, para entender la posibilidad de un mundo en el que el verdadero Dios deje de ser el poder de unos hombres sobre otros, en cualquiera de sus manifestaciones —el poder de las religiones, del dinero, del capital…—. También Slavoj Žižek (El títere y el enano) intuye algo de esto, aunque se le escapa la profundidad del desafío.

En esta búsqueda nos encontramos ante la posibilidad de una nueva etapa en el colloquium interruptus entre marxismo y cristianismo en el que no sea la religión como «fenómeno sociológico» (p. 55) el terreno en el que establezca la comunicación (ciencia-religión), sino la fe, en un diálogo fe-creencia que se pueda articular a una experiencia de liberación humana en el siglo XXI.

El libro que ahora presentamos sirve como expresión y recuerdo de una etapa que se cierra y otra que se puede (o no) abrir. FFB nos muestra que la religión no es una práctica individual, sino un factor social y político de primer orden, y puede ser de opresión o de liberación. Para que se incardine en un proyecto de emancipación comunista, ciertamente, hacen falta comunistas dispuestos a oír en la corriente de los tiempos la voz de los oprimidos, compadecerse y rebelarse. Pero dispuestos también a revisar supuestas verdades que ya sucumbieron con las críticas de Marx a Feuerbach y que paradójicamente forman parte de la idea dominante entre los comunistas ateos sobre el carácter de las religiones (el opio del pueblo, el Dios hecho a imagen del hombre y demás lugares comunes]. En esta tarea, como se constata en este libro, Francisco Fernández Buey fue un ejemplo a tener siempre presente.

Fuente: Nuestra bandera, nº 251

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