Sobre el Sacristán que podemos seguir leyendo en el siglo XXI (I).
Salvador López Arnal
Recordando a Manuel Sacristán (1925-1985), veinticinco años después.
[…] De todas las formas de nombrar “al otro” necesario y posible del capitalismo inmundo, la palabra “comunismo” es la que conserva más sentido histórico y carga programática explosiva. Es la que evoca mejor lo común del reparto y de la igualdad, la puesta en común del poder, la solidaridad enfrentada al cálculo egoísta y a la competencia generalizada, la defensa de los bienes comunes de la humanidad, naturales y culturales, la extensión a los bienes de primera necesidad de un espacio de gratuidad (desmercantilización) de los servicios, contra la rapiña generalizada y la privatización del mundo.
Daniel Bensaïd (2009), “Potencias del comunismo”, Viento Sur
Cualquier aproximación a la bibliografía de Sacristán es inevitablemente deudora del documentado e imprescindible artículo de Juan-Ramón Capella “Aproximación a la bibliografía de Manuel Sacristán Luzón” (mientras tanto, 30-31, mayo 1987, pp. 193-223), trabajo que el propio autor ha revisado y ampliado en ocasiones posteriores [1]. A la pionera aportación del autor de La práctica de Manuel Sacristán. Una biografía política hay que sumar la tenaz y fructífera investigación de Miguel Manzanera en los archivos del PCE, del PSUC y de Francesc Vicens [2] además de la detalladísima bibliografía incorporada a su tesis doctoral [3] sobre la obra político-filosófica del traductor de El Capital.
Igualmente, todo análisis de “la obra” de Manuel Sacristán debería tener muy en cuenta su oceánica, su aléfica labor socrático-traductora. Sus más de cien traducciones, sus casi 30.000 páginas [4] vertidas a un deslumbrante castellano de autores tan diversos como Platón, Quine, Marx, Engels, Hasenjaeger, Church, Schumpeter, Lukács, Heller, Korsch, Geymonat, Labriola, Taton o Gramsci [5] producen vértigo y máximo reconocimiento ante una labor casi incomensurable hecha, además, en condiciones de extrema dificultad. Más de una generación de universitarios españoles, y de países latinoamericanos, se ha formado con esas traducciones cuyas presentaciones (e incluso sus pies de página de traductor) nunca pasaron desapercibidas [6]. Por lo demás, al aproximarnos a las dimesiones y registros de la obra y hacer de Sacristán corremos el riesgo de caer en la más flagrante injusticia: de una arista esencial de esa “obra”, de sus numerosas intervenciones en ámbitos académicos y ciudadanos con la finalidad, siempre presente en él, de cuidar, informar y cultivar la razón pública, quedan sólo algunos testimonios escritos, sonoros y/o filmados, muestra no siempre representativa de esta labor descomunal que tanto ha enseñado a numerosos ciudadanos y que ha generado tantas vocaciones de rebeldía y pasión veraz por el conocimiento.
De su vértice de profesor, trasterrado por presiones nacional-católicas a la Facultad de Económicas, sin cátedra de Lógica en una oposición hegemonizada por el Opus Dei y perdida de antemano en 1962, expulsado de la Universidad tres años más tarde por motivos políticos para ser tardíamente reconocido como catedrático universitario al final de su vida, los testiminios se agolpan desde atalayas diversas: no sólo fue un excelente profesor, cuando le dejaron serlo, dos décadas aproximadamente, sino que fue un maestro con un legado que permanece.
Refiriéndose a Heinrich Scholz, el gran lógico alemán, el fundador del Instituto de Lógica de Münster donde Sacristán estudió, alguien que él consideró uno de sus pocos maestros, escribió:
No dejó nunca de ser un filósofo, asumiendo además la responsabilidad moral que él consideraba aneja a ese título. Las palabras se adaptan perfectamente a las características del propio Sacristán.
Los primeros artículos que Sacristán escribió, aparte de una Historia sinóptica de la filosofía que circuló entre sus amigos y conocidos [7], fueron publicados en Estilo, Qvadrante y Laye. Fueron sólo dos los trabajos publicados en la primera de estas publicaciones [8]: “Agua destilada. Ideas purísimas’, Estilo, 8, diciembre 1944, p. 4, y “Esperamos el diálogo”, Estilo, 26, mayo 1946, pp. 1 y 3, firmado como “E. L.” [9], pero en cambio fueron muchos más los trabajos publicados en Qvadrante, una publicación donde él y su amigo Juan-Carlos García Borrón desempeñaron un papel esencial. Entre estos artículos cabe citar: “Responso a la silenciada muerte de Miguel Villalonga”, Qvadrante, nº 1, noviembre 1946, p. 7; “La “Elegía a la muerte de un perro” de Miguel de Unamuno”, Qvadrante, nº 2, enero 1947 (véase anexo); “Ya no existen las fuentecillas de Nuremberga”, Qvadrante, nº 4, mayo 1947, pp. 12-13, y “Bajo las alas de La Cordoniz”, Ibidem, pp. 20-21. Ninguno de estos trabajos fue seleccionado por Sacristán para los volúmenes que componen sus “Panfletos y materiales”.
Fue en Laye, la “inolvidable” en palabras de Josep M. Castellet, donde las aportaciones de Sacristán fueron más frecuentes y diversas: crónicas ciudadanas, notas, artículos de intervención, reseñas, artículos filosóficos, crítica literaria, crítica teatral, crítica musical… Algunos ejemplos de ello: “Alfonso Costafreda: Nuestra elegía, Barcelona, 1949”, Laye, nº 2, abril 1950, p. 11; “Antístenes y la policía política’, Laye, nº 3, mayo de 1950, pp. 6-7 y 11; “Heidelberg, agosto de 1950. Notas de un cursillista de verano”, Laye nº 8 y 9, octubre-noviembre de 1950, pp. 9 y 11; “Un mes de Barcelona (Febrero de 1951)”, Laye, nº 11, febrero de 1951, pp. 37-39; “Una humilde verdad”, Laye, nº 14, junio-julio 1951, pp. 36-39; ‘Entre sol y sol’, Laye, nº 18, marzo-abril de 1952, pp. 101-103; “Visita del ministro de Educación Nacional”, Laye nº 20, agosto-octubre de 1952, pp. 104-106; ‘Teatro (sobre los premios Ciudad de Barcelona)’, Laye, nº 22, enero-marzo de 1953, pp. 100-105; “Concepto kantiano de historia”, Ibidem, pp. 5-24; y ‘Teatro clásico en Barcelona’, en Laye, nº 24, 1954, pp. 88-91 [13].
Un ejemplo poco transitado de estas críticas teatrales que apareció en el número 3 de Laye, una columna de teatro sin firma, a propósito del estreno por el Teatro de cámara de Un tranvía llamado deseo:
Y los otros, los que por reacción al ambiente en que vivimos gustan de introducirse en ese ambiente denso y maligno de Tennessee Williams cometen asimismo un error de objetividad.
Sacristán incluyó algunas de estas contribuciones de Laye en sus “Panfletos y materiales”, en los volúmenes 2, 3 y 4, especialmente en este último, en Lecturas.
En Intervenciones políticas, el volumen 3, recogió cuatro trabajos: “Comentario a un gesto intrascendente”, y “Entre sol y sol I”, el II y el III. Un motto de Heráclito abría esta sección de la revista: “Hasta en los sueños son los hombres obreros de lo que ocurre en el mundo”.
En Papeles de filosofía, el volumen 2, se incluyeron doce reseñas -cinco de ellas sobre ensayos de la entonces muy desconocida en España Simone Weil; otra reseña sobre una Introducción a la filosofía de Karl Jaspers, además de un comentario sobre la traducción castellana de José Gaos de Ser y tiempo-, “Nota acerca de la constitución de una nueva filosofía”, un largo artículo sobre la gnoseología de Heidegger, “Verdad: desvelación y ley”, motivo esencial de su posterior tesis doctoral, más una sustantiva y hermosa nota, “Homenaje a Ortega”, que apareció en el número 23, el penúltimo número de Laye:
En Lecturas, incluyó Sacristán ocho de sus trabajos de crítica teatral, musical y literaria aparecidos en Laye sobre la obra de Thornton Wilder, Alberto Moravia, Eugène O’Neill, Orwell, Pedro Salinas, Thomas Mann, Gian Carlo Menotti, Luis Delgado Benavente, Edgar Neville y Rafael Sánchez Ferlosio. A propósito del Alfanhuí de este último, señalaba Sacristán en una reseña que apareció en el número 24:
Al mismo tiempo se deshace ahora la segunda posible objeción a la universalidad del Alfanhuí siendo la sensibilidad el principal tesoro del libro, la extraordinaria preocupación formal, el cuidado detalladísimo de la belleza externa, el preciosismo incluso, es el modo obligado de elaboración de un tesoro de tal naturaleza.
Al mismo tiempo que colaboraba y ayudaba en Laye no fue menor la participación de Sacristán en una Enciclopedia política que finalmente no llegó a editarse. Sus numerosos artículos, no todos ellos publicados actualmente [14], exigen una aproximación detallada. Como muestra es bueno recordar esta breve pero sustantiva entrada sobre Confucio [15]:
Notas:
[1] J. R. Capella, “Bibliografía de Manuel Sacristán Luzón: Addenda”, mientras tanto, nº 63, otoño 1995, pp. 155-159.
[2] Sobre la relación política y personal de Manuel Sacristán y Francesc Vicens, véase: Salvador López Arnal y Pere de la Fuente (eds), Acerca de Manuel Sacristán, Barcelona, Destino, 1996, pp. 339-363.
[5] Sacristán firmó un contrato de traducción de la Crítica de la razón pura kantiana que no llegó finalmente a concretarse.
[6] Con un riesgo indudable y, ciertamente, nada especulativo: Manuel Vázquez Montalbán ya señaló que los prólogos de Sacristán eran tan precisos e informativos que la lectura del ensayo que prolongaba desgraciadamente quedaba relegada en ocasiones. Mi caso, aunque no siempre, es contrastación positiva de la hipótesis apuntada.
[7] Testimonio documentado de su amigo de juventud Jesús Núñez, “Pocholo”. Guardo una fotocopia del libro de Sacristán en mi archivo personal.
[8] Sigo en este punto la información dada por Juan-Ramón Capella en su artículo indicado en texto principal.
[9] De Manuel Enrique Sacristán Luzón. “E.L.” fueron unas siglas que Sacristán usó en algunas de sus aportaciones juveniles.
[11] La Vanguardia, 12 de agosto de 1949. Veáse http://manuelsacristan.blogspot.com. Debo a Pere de la Fuente información sobre este asunto.
[12] Testimonio de Joaquina Joaniquet. Véanse sus declaraciones para el documental “Sacristán jove”, el primero de los ocho documentales de “Integral Sacristán”, El Viejo Topo, 2006.
[13] Sacristán eligió una cita de Garcilaso para la contraportada de este último número de Laye: “Sufriendo aquello que decir no puedo”.
[14] Salvo error por mi parte, ninguno de estos trabajos fueron recogidos en “Panfletos y materiales”. Sacristán no guardó copia en sus archivos de la mayoría de estas entradas. Fue Esteban Pinilla de las Heras quien dio cuenta de ellos en: En menos de la libertad, Barcelona, Anthropos, 1989
[15] Para noticias y reproducciones parciales, amplias en algunos casos, de estos artículos, véase el ensayo citado E. Pinilla de las Heras, En menos de la libertad, ed cit. Algunas entradas como “Kant”, “Libertad”, “Personalismo”, “Simone Weil” o “Pensamiento político de José A. Primo de Rivera” pueden verse actualmente en Manuel Sacristán, Lecturas de filosofía moderna y contemporánea, ed cit. (edición, magnífica ciertamente, de Albert Domingo Curto).
ANEXO: SOBRE LA ELEGÍA EN LA MUERTE DE UN PERRO DE MIGUEL DE UNAMUNO.
El siguiente texto de Sacristán apareció, como se señaló, en el número 2 de la revista Qvadrante
*
Unamuno merece que se aborde el estudio de sus ideas, de sus sentimientos y vivencias, de sus cosas, desprendiéndose previamente de la normal sistemática de una crítica. Se duele Julián Marías en su Miguel de Unamuno de que se llame filosófica e ideológica a la poesía de Unamuno. Pero si esta protesta es justa en cuanto se refiere al conjunto de la obra poética unamunesca, la Elegía que examinamos hoy justifica ese marchamo de poesía conceptual, intelectual y expositiva. Es improcedente analizarla con un criterio exclusiva o preponderantemente literario, pues la anécdota real que motivó la composición no tiene sino un ligero eco en tres versos del principio (v. 6-8)
Sus ojos mansos
no clavara en los míos
con la tristeza de faltarle el habla…
Todo otro verso de la Elegía lleva un contenido ideológico, filosófico o biófilo, como quiera decir el lector, según el concepto que tenga de las relaciones de Unamuno con la filosofía. Aun en los tres versos trasladados, se da ya la expresiva nota de un perro con habla.
No es pues arte literario. Desde el primer verso, desde la primera palabra, estamos leyendo una de las condensadas y sinceras síntesis unamunescas. Hay que buscar, pues, en seguida, el contenido sustancial de la Elegía y hurgarle los entresijos para iluminarlos.
Con esta disculpa y razón, eludamos un mejor proemio y entremos en nuestro estudio. Consciente o inconscientemente, Unamuno construyó esta poesía con organicidad, como un crítico expondría sus teorías. Progresivamente, pues, recorremos la Elegía desde el primero al último verso.
Al enfrentarnos con el tema de la muerte pura -muerte de animal, sin aditamentos ni ambientación cerebral humana-, Unamuno conserva en el animal muerto su viejo hallazgo de lo agónico. Y así, el perro moribundo no está caracterizado -como hubiera querido la tópica poética- como fiel, ni evocado como cariñoso y querido. Tampoco es la muerte que se lo lleva una guadaña que corta los lazos que unen a perro y amo. Se trata sencillamente de que
la quietud sujetó con recia mano
al pobre perro inquieto… (v. 1 y 2)
La quietud, es decir, la negación de la agonía -hablamos de Unamuno- se apodera de la vida perruna. Paralelamente, el perro no tenía carácter más interesante que el de su inquietud. La muerte es la quietud y el perro -cuando vive- era inquieto.
A este aldabonazo de lo agónico en los dos primeros versos de la composición se abre toda la inspiración con unamunesca y brota de ella esta Elegía, esquema magnífico del proceso agónico. Van desgranándose las turbias premisas de la duda vital, madre de la agonía del espíritu. Y -exactamente igual que en su pensamiento expuesto en prosa- aflora primeramente a la conciencia de Unamuno el elemento inicial, negro, obscuro, lúgubre, del agotismo: la promesa de nihilismo, hecha por una terrible y destructora razón. En Unamuno, serenidad, reflexión, discurso, significan destrucción filosófica a la corta o a la larga, y aun a la cortísima muchas veces. Tras de tocar el tema del vivir eterno (v. 14-65) la predisposición cerebral de hombre culto le trae la negación a la pluma:
Yo fui tu religión, yo fui tu gloria; (v. 69)
…
Mis ojos fueron para ti ventana (v. 71)
del otro mundo.
…
¡También tu dios se morirá algún día!
Pero es ya cosa sabida que frente al negador intelectualismo de Unamuno se levanta siempre en él, alimentado ansiosamente, el opuesto principio de una esperanza vital proyectada a lo eterno. También se conoce como, con su habitual violencia intelectual, Unamuno potencia esa esperanza inmensa hasta elevarla a la voluntad -es más ibérico y unamunesco voluntad que ansia, palabra usada por los comentaristas- de divinidad. Aun cuando reservaremos este punto para más adelante, reseñamos aquí como está expresada esta vivencia en la Elegía:
Tal vez cuando acostabas la cabeza
en mi regazo
vagamente soñabas en ser hombre
después de muerto (v. 88-91)
No es la única vez que Unamuno intenta arcanizar, ponerse en la tesitura de la divinidad para intentar penetrar en su meollo poético, creador. Como muy bien señala Julián Marías en la obra citada, este es el sentimiento que le conduce -en Niebla- a convertirse en creador y en ejecutor de un “ius necandi omnimoso”
Lo agónico nace en el choque, al choque y por el choque de estos dos principios tan claramente aludidos en la Elegía: el intelectual desespero y la espiritual esperanza a la ibérica volitiva, schopenhaueriana.
* * *
Visto como se plantea Unamuno en estos versos el tema del agonismo, podemos decir cuál es el especial interés de la elegía, el que nos ha incitado a trabajarla, con preferencia a otras producciones poéticas de Unamuno más conocidas y prototípicas. Y este interés es doble.
En primer lugar, si bien Unamuno agoniza siempre, expone en pocos momentos la substancia del agonismo como lo hace aquí.
En segundo término -o unamunescamente primero, por vital- observamos lo siguiente: En casi todos las escaramuzas agónicas de Unamuno, su espiritualismo le lleva a una victoria -ligera siempre- del esperanzador principio, aunque sea recurriendo a su entrañable hallazgo de la “fe en la fe“. Pues bien, en este combate agónico que es la Elegía ocurre lo contrario; aquí vence el principio de la tristeza y de la muerte, aunque en el último verso -”¿adónde vamos?”- Unamuno intente asirse a la duda salvadora.
Ya a media composición, deja caer el verso desesperado:
¡También tu dios se morirá algún día!
(Y en Unamuno eso significa: y te morirás tú, que eres su sueño.) Desde ese momento (v. 75) el pesimismo va dominando en el desarrollo agónico. Y, algo más adelante (v.105 a 111) a lo San Francisco, el hermano amo apostrofa el cadáver del hermano perro comparando sus suertes respectivas. Sobrecoge el pesimismo que respecto al hombre respiran estos versos:
Tú has muerto en mansedumbre,
tú con dulzura,
entregándote a mi en la suprema
sumisión de la vida;
pero él, él que gime
junto a la tumba de su dios, de su amo,
ni morir sabe.
No hay aquí ni fe en la postura del hombre ante a muerte. Y, en cuanto a lección del animal, no nos confunda ese “sabe morir” del último verso. Se trata de otra cosa, que no es lección ética, sino deseo de seguridad confiada. Compárese si no con algún fragmento estoico o eticista en el que se ensalce la serena muerte de los animales como lección: la “Mort du loup [Muerte del lobo]”, de Alfredo de Vigny, por ejemplo. El lobo de Vigny, serio, pétreo, magistral expone y aconseja al hombre:
Fais inlassablement ta longue et dure tâche
dans la voie où le sort a voulu t´appeller.
…
Puis, après, comme moi, souffre et meurs sans parler
[Haz incansablemente tu larga y dura tarea
en la senda donde la suerte ha querido llamarte
(…) entonces, después, como yo, sufre y muere sin hablar]
No hay, por el contrario, lección alguna en el perro de Unamuno. Hay sencillamente seducción, envidia amistosa y cordial de la dulce entrega mortal del perro, con fe en la muerte y en el amo, o mejor, con seguridad en ambos casos. Y por eso, los tres últimos versos de los transcritos son una comparación.
* * *
Prosigamos la lectura. La vital tristeza -cósmica, infinita, teñida de su trasconsciente panteísmo se precipita por momentos.
Tú al morir presentías vagamente
vivir en mi memoria
no morirte del todo,
pero tu pobre hermano
se ve ya muerto en vida,
se ve perdido
y aúlla al cielo suplicando muerte.
Nunca ha derrumbado Unamuno -por transitoriamente que fuera- una concepción suya tan rudamente. Y aquí lo hace nada menos que con su desorientadora idea de la apocatástasis. Trasladándola al perro -bien nos hace ver así que no es idea, sino vivencia- Unamuno la reconoce falta de base para profesarla vitalmente un hombre; o, más que reconocerle, la siente falta de base.
Hemos encontrado a Unamuno en un momento negro de su agonismo. Esta es la causa del triste color de esta Elegía en la muerte de un perro.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.