Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Sobre Gramsci, tres conferencias

Francisco Fernández Buey

El 25 de agosto de 2022 hizo diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se han organizado diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 estamos publicando como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.

Conferencias: 1. Sobre la noción de materialismo en Gramsci (no fechada). 2. Antonio Gramsci: tragedia y verdad (1997). 3. Leyendo a Gramsci en el mundo de hoy (2003).

Recordemos, entre otros numerosos trabajos: FFB, Ensayos sobre Gramsci, Barcelona: Materiales, 1978, y Leyendo a Gramsci, Vilassar de Dalt: El Viejo Topo, 2001 (editado por Brill).

Pendiente de publicación en Espai Marx: Prólogo de Antonio Gramsci, Cartas desde la cárcel, Madrid: Veintisieteletras, 2009 (traducción de Esther Benítez).

 

I. Sobre la noción de materialismo en Gramsci

Texto no fechado

 

Leyendo el Ensayo [de Bujarin] uno tiene la impresión de hallarse ante alguien que no puede dormir por el resplandor de la luna y trata de matar el mayor número posible de luciérnagas, convencido de que el resplandor disminuirá o desaparecerá.
Q, 11 [Introducción al estudio de la filosofía]

 

I. De los primeros escritos de Antonio Gramsci publicados entre 1914 y 1919 no se puede decir que sean precisamente materialistas. Estoy pensando en escritos como «Socialismo y cultura» (1916), «Tres principios, tres órdenes» (1917) y «La revolución contra El capital» (1918) principalmente. En un artículo dedicado a las universidades populares y publicado en Avanti a finales de 1916, Gramsci llega a decir que el marxismo se funda en el idealismo filosófico, el cual identifica los conceptos de ser y consciencia. Admite que en la obra de Marx hay ciertos elementos positivistas, explica que esos residuos se deben a que no era filósofo de profesión y a que también Marx dormía a veces, pero concluye que lo esencial de su doctrina tiene que verse «en dependencia del idealismo filosófico».

En esos años de la primera guerra mundial Gramsci era un idealista (sobre todo moral) influido por la filosofía actualista o activista de Gentile, por el historicismo de Croce y por el vitalismo de Bergson. No le interesaba nada el materialismo filosófico, conocía poco la historia del materialismo europeo moderno y sólo había leído un poco de Marx, en la línea historicista de Benedetto Croce, por interés intelectual.

Incluso artículos posteriores, como «Nuestro Marx» y «Utopía», ambos de 1918, en los que se nota ya la influencia directa de la revolución rusa y una primera aproximación emotiva o sentimental a la obra de V. I. Lenin, muestran a un Gramsci más bien idealista y espiritualista, para el cual lo más importante es la voluntad, la cultura en un sentido amplio (en el sentido de «formación», no enciclopédico), la subjetividad de los hombres empeñados en hacer historia y la coherencia ético-política de quienes se sienten sujetos de la historia a la hora de poner en práctica los ideales. «Voluntad», «ideal», «cultura» y «espíritu» son términos recurrentes en los escritos gramscianos de esos años.

Aunque con una formación diferente y, desde luego, con menos erudición y conocimiento de la historia de las ideas y de la obra de Marx, se podría decir que la orientación del joven Gramsci es muy parecida a la del joven Lukács que por entonces estaba escribiendo los materiales preparatorios para lo que finalmente sería Historia y consciencia de clase. Ni uno ni otro han conocido de cerca hasta 1919 la vida material de los trabajadores de fábrica y, por lo general, su idea de la conciencia de clase y de la voluntad revolucionaria es muy ideológica: consciencia y voluntad atribuidas, sin referencia apenas a la vida material de los hombres y de los grupos sociales. Ambos despreciaban el materialismo metafísico, el determinismo económico, el mecanicismo y, sobre todo, el positivismo de los grupos dirigentes de la socialdemocracia del momento y, si se sienten atraídos por el marxismo, es mayormente por el carácter, por la voluntad y por el coraje de los bolcheviques rusos dirigieron la revolución rusa.

Ahora bien, si el joven Lukács estaba más cerca de Dostoyevski que del materialismo histórico (como ha mostrado Kadarkay, el principal de sus biógrafos), el Gramsci de 1914 a 1919 parece más próximo a Novalis que Marx. Esto que estoy diciendo también se puede expresar de otra manera, a saber: que su Marx, la idea de Marx que se habían hecho aquellos jóvenes que estaban saltando de un mundo a otro, era un Marx románticamente idealizado.

Esta es una opinión compartida por la mayoría de los intérpretes de la obra del joven Gramsci (desde L. Paggi a M. Sacristán y desde A. Leonetti a A. Santucci, pasando por Ch. Richers y G. Marramao). Lo cual, por otra parte, plantea un problema interesante desde el punto de vista de la historia de las ideas, pues podría ser que, en algunos aspectos, este marxismo sui generis del joven Gramsci y del joven Lukács, que en 1919 estaban pasando del idealismo al materialismo histórico, haya sido más productivo y renovador, como pensamiento en continuidad con el pensamiento de Marx a la altura de los nuevos tiempos, que los principales marxismos contemporáneos que competían sobre la ortodoxia: el del Kautsky y el de Lenin principalmente.

Sugiero que esto se puede decir, desde luego, de Historia y consciencia de clase, pero también de algunos de los artículos del joven Gramsci, como «La revolución contra El capital» y «Utopía». Si el Lukács de Historia y consciencia de clase redescubre, desde su idealismo, un tema central de los marxianos Manuscritos de París del 44 (entonces ignorados), el tema de la alineación, Gramsci redescubre un tema del viejo Marx aún más ignorado en aquel momento: el problema de la revolución socialista y proletaria en una sociedad como la rusa, tan alejada del esquema histórico elaborado en el primer volumen de El capital y replanteado en sus cartas a los corresponsales rusos entre 1874 y 1881. No está dicho que el mejor conocimiento de Marx (en el plano filológico) haya conducido al mejor marxismo, al marxismo más creativo.

 

II. De la cuestión del materialismo se ha ocupado Gramsci, ya de una manera explícita, en los Cuadernos de la cárcel. Las páginas más interesantes para abordar esta cuestión están en el cuaderno 11, escrito entre 1932 y 1933[1]. Estas páginas se conocen con el título de «Introducción al estudio de la filosofía».

Gramsci aborda la significación del término materialismo en su discusión del «Ensayo popular de sociología» de Nikolai Bujárin, entre otras razones porque está en desacuerdo con el uso que éste hacía de los conceptos de materialismo e inmanentismo.

En ese contexto precisa Gramsci que durante la primera mitad del siglo XIX el uso del término materialismo se hizo muy extensivo en la cultura europea. Se llamó materialismo no sólo a una doctrina filosófica que en sentido estricto afirmara la prioridad onto-epistemólogica de la materia, sino también a toda doctrina filosófica que excluyera la transcendencia del dominio del pensamiento; o sea, que se acabó llamando materialismo no sólo a todo panteísmo e inmanentismo sino también a todo planteamiento práctico inspirado en el realismo político antirromántico [ed. cit. 80]. Con el tiempo, y siempre según el esquema histórico de Gramsci, materialismo pasó a significar lo contrario de espiritualismo.

Hecha la constatación historicista, Gramsci señala dos cosas:

1ª. Que ha habido una cierta reducción de la filosofía de la praxis al materialismo metafísico tradicional así entendido (o sea, como inmanentismo fundido con el realismo político), la cual se ha debido al hecho de que, siendo el materialismo histórico una fase predominantemente crítica y polémica de la filosofía, éste creía necesitar, en cambio, un sistema ya completo y acabado. Gramsci apuntará en otro lugar que este paso de la forma polémica a la forma sistema está en el origen de algunas de las degradaciones históricas de la filosofía de la práctica (o del materialismo histórico) y que tal origen hay que buscarlo en el Anti-Dühring de Engels.

2ª. Que, sintomáticamente, un estudioso agudo e informado como Lange, autor de una importante historia del materialismo, en la que se han inspirado muchos marxistas para convertir la filosofía de la praxis en una mera continuación del materialismo tradicional, no considera materialistas ni el materialismo histórico ni la filosofía de Feuerbach [82].

A esto añade Gramsci todavía una tercera observación: que el propio Marx («el director de escuela de la filosofía de la práctica») no ha llamado nunca materialista a su concepción del mundo y, además de proponer una crítica exhaustiva del materialismo francés, ha preferido la expresión «dialéctica racional» a la expresión «dialéctica materialista», donde «racional» se contrapone, en la discusión con Hegel y los hegelianos, a «mística» o «mistificación» de lo real.

De ahí pasa Gramsci a la considerar una de las tesis fuertes del materialismo de todos los tiempos, a saber: afirmación de la realidad de mundo externo, de la realidad objetiva del mundo entorno; afirmación a la que Bujárin (como Lenin, dicho sea de paso) da mucha importancia.

Vale la pena recordar aquí que unos meses antes, en una nota del cuaderno 7, que está dedicada también a la crítica del Manual de Bujárin, Gramsci había rechazado de plano la idea de la existencia del mundo externo independientemente del hombre, considerando esta idea «mitológica» o «religiosa», como si fuera un resto (por lo demás, inadvertido) de la tradición católica: «El modo como se plantea en el Manual de Bujárin el problema de “realidad objetiva del mundo externo” es superficial y ajeno al materialismo histórico. El autor no conoce la tradición católica y no sabe que precisamente la religión sostiene enérgicamente esta tesis contra el idealismo, de modo que la religión católica sería en este caso “materialista”.»

Esta apreciación se repite y amplía en el cuaderno 11. Opina Gramsci que la cuestión del materialismo, tal como la había suscitado Bujárin (no sólo en el Manual sino también en su comunicación, en nombre de la delegación soviética, al Congreso Internacional de Historia de la Ciencia y la Tecnología reunido en Londres en 1931), está mal planteada, como lo está toda la polémica sobre la concepción subjetivista de la realidad. Lo que hay en esa polémica es, en su opinión, o bien pedantería intelectual o bien mero sociologismo que a lo único que conduce es a hacer bromas inconvenientes sobre Berkeley, vinculado su idealismo a la ideología clerical de la época en que éste escribió. En vez de reírse de Berkeley, de lo que se trataría, para Gramsci, es de pasar del sociologismo barato (mecanicista) y del mero «materialismo» a la consideración histórica seria. Y esto implica explicar no sólo el por qué de la persistencia de la concepción subjetivista del mundo en el ámbito filosófico sino también la persistencia de la creencia popular (de sentido común) según la cual el mundo externo es objetivamente real.

Gramsci explica que, en realidad, la creencia (popular) según la cual el mundo externo es objetivamente real tiene un origen religioso, con independencia de que quien participe de ella sea ahora religioso o indiferente. Y vincula tal creencia a la tesis creacionista defendida por todas las religiones, las cuales presentan al vulgo el mundo, la naturaleza y el universo como algo ya acabado (después de su creación por Dios), catalogado y definido de una vez para siempre. De donde resultaría que las bromas, en nombre del sentido común que se ríe del filósofo que pone en duda la real objetividad del mundo externo, no tienen el sentido progresista que habitualmente las da el materialismo tradicional, y, con él, cierto marxismo, sino un sentido más bien «reaccionario», de retorno implícito al sentimiento religioso. De hecho, recuerda Gramsci, «los escritores y oradores católicos recurren al mismo procedimiento [que el materialismo vulgar o tradicional] para obtener el mismo efecto de ridículo corrosivo» [84].

 

III. Es obvio que Gramsci se aleja así del materialismo filosófico tradicional y del materialismo que considera propio del sentido común para replantear la cosa en los términos en que la planteó Marx en las Tesis sobre Feuerbach; términos que, en su opinión, no son materialistas (o no son ya materialistas en el sentido habitual en la época) sino activistas e historicistas, propios de una filosofía de la práctica, que rompe con toda filosofía anterior.

Desde ahí, o sea, con la lección de las Tesis sobre Feuerbach bien aprendida, vuelve Gramsci a la consideración de la tesis clásica sobre la realidad objetiva del mundo externo para afirmar lo siguiente:

1º. Que no hay una objetividad extrahistórica y extrahumana. Defender que la hay es tanto como afirmar que hay alguien ahí, cada uno de nosotros, que, para juzgar al respecto, podría ponerse en el punto de vista del universo en sí y, por consiguiente, equivaldría a volver a introducir, por vía secular, el concepto de un Dios juzgador;

2º. Que «objetivo» significa siempre «humanamente objetivo», lo que viene a equivaler a «históricamente subjetivo», y esto, a su vez, a «universal objetivo»;

3º. Que lo que llamamos objetividad tiene que verse como lucha del hombre (de la humanidad, del conjunto del género humano) por la objetividad, o sea, como una lucha por un género humano históricamente unificado en un sistema cultural unitario;

4º. Que la lucha por la objetividad es lucha por liberarse de las ideologías parciales y falaces y coincide con la lucha por la unificación cultural del género humano. De donde se sigue que lo que lo que los idealistas llaman «espíritu» no es, como en Hegel, punto de partida sino precisamente punto de llegada (en la historia de la humanidad).

5º. Que hasta el momento el mejor terreno para lograr la unidad cultural a la que se aspira cuando se habla de objetividad ha sido la ciencia experimental en la medida en que es el tipo de conocimiento que más ha contribuido a unificar el «espíritu» a hacerlo más universal. De manera que se puede decir que [la ciencia experimental] es la subjetividad más objetivada y concretamente universalizada;

6º. Que cuando se afirma que una realidad existiría igual aunque no existiera el hombre, o se hace una metáfora o se cae en una forma de misticismo, puesto que sólo conocemos la realidad en relación con el hombre: como el hombre es devenir histórico, también la conciencia y la realidad son un devenir, también la objetividad es un devenir [89-90].

A la hora de concretar cómo prefiere plantear el asunto, Gramsci encuentra enseguida un ejemplo para ilustrar su punto de vista: nuestras nociones de «Oriente» y «Occidente», las cuales pueden ser consideradas «objetivamente reales» pero cuyo análisis pone manifiesto que son sólo una construcción convencional, en el sentido de construcciones histórico-culturales: «Es evidente que este y oeste son construcciones arbitrarias, convencionales, esto es históricas, porque fuera de la historia real todo punto de la tierra es este y oeste al mismo tiempo». Lo cual queda todavía más patente cuando atendemos a lo que ha pasado a ser el lenguaje habitual que une el término geográfico con el cultural o civilizatorio: Japón será así el Extremo Oriente no sólo para el europeo sino también para el norteamericano de California y para el mismo japonés, que, a través de la cultura política inglesa hegemónica, podrá llamar Oriente Próximo a Egipto.

Gramsci admite que tales referencias, en tanto que construcciones arbitrarias o históricas del ser humano, son «reales», en el sentido de que corresponden a hechos reales, permiten viajar, andar por el mundo, hacer previsiones, comprender la objetividad del mundo externo. De donde se puede concluir, a la manera hegeliana, que lo racional (en tanto que construcción simbólica) y lo real se identifican (94). Esta relación es básica, según Gramsci, para entender en qué medida y por dónde la filosofía de la práctica se aleja del materialismo mecanicista y del idealismo, señaladamente para entender el papel que en la filosofía de la práctica juega lo que el propio Gramsci llama teoría (o doctrina) de las sobrestructuras.

 

IV. Podemos preguntarnos ahora si hemos de considerar a Gramsci, al Gramsci de los Cuadernos de la cárcel, un materialista. De lo visto hasta aquí creo que pueden deducirse tres cosas en relación con esta pregunta. Primera: que Gramsci ha mantenido prácticamente inalterada su crítica de juventud al positivismo y al materialismo filosófico en su versión más positivista. Segunda: que ha corregido y matizado, en cambio, la tesis de que el marxismo se basa esencialmente en el idealismo, acentuando la radical autonomía del mismo tanto respecto del materialismo como respecto del idealismo decimonónicos. Y tercera: que no puede considerarse al Gramsci de los Cuadernos un materialista en sentido propio.

Para argumentar esto último podemos adoptar la convención según la cual el materialismo se articula en cuatro principios: 1) El mundo no se explica por ningún espíritu universal sino que constituye una unidad material ajustada a leyes; 2) Las percepciones e ideas reflejan la realidad, no la crean, ni constituyen ni la construyen ni la fundan; 3) El mundo es conocible verídicamente; 4) El ser determina la conciencia y no al revés.

Como ha sugerido el filósofo Lorenzo Peña en un ensayo dedicado al materialismo histórico y dialéctico, es discutible que haya habido algún filósofo a lo largo de la historia que haya mantenido estos cuatro principios a la vez y en esos mismos términos, pero, en cualquier caso, es obvio, por lo que acabamos de ver, que Gramsci no admitiría ninguno de estos cuatros principios así formulados. Primero porque en su noción de mundo ha priorizado el mundo histórico-social de los humanos en el que no hay leyes asimilables a las leyes de la física y en el que el espíritu juega un papel importante. Segundo porque no acepta el principio de que las ideas sean un mero reflejo de la realidad, sino que tiende a verlas, precisamente, como construcciones. Tercero porque, aunque estaría de acuerdo en que el mundo es conocible verídicamente, añadiría que no hay verdades absolutas sino verdades históricas. Y cuarto porque, aunque admite que el ser determina la conciencia en última instancia, añadiría todavía que la conciencia retroactúa sobre el ser social y que en esta interacción está la clave de la evolución histórica.

Se comprende así que Gramsci haya negado que el marxismo sea un materialismo en sentido estricto, que haya preferido la expresión «dialéctica racional» a la expresión «materialismo dialéctico» y que, aunque haya usado la expresión «materialismo histórico» (sobre todo a efectos polémicos, en su discusión de la obra de Benedetto Croce), haya preferido la expresión «filosofía de la praxis» o de la práctica. Esta última expresión no es sólo un subterfugio para burlar la censura carcelaria; es la acuñación de un concepto para resaltar un tipo de interpretación de la concepción marxiana del mundo que prioriza lo que se dice en las Tesis sobre Feuerbach a lo que se dice en cualquier otro escrito de Marx.

Basándose en estas consideraciones, pero también en el uso laxo que Gramsci hace de la noción de ideología (que se aleja muchas veces del uso marxiano de la misma como «falsa consciencia») y en su inclusión de la ciencia entre las sobrestructuras (y, por tanto, entre las construcciones ideológicas), Manuel Sacristán, en su prólogo a la traducción española citada del cuaderno 11, ha podido calificar la posición de Gramsci de «mentalista», «idealista» e «ideologista», aun reconociendo que, en ese mismo cuaderno y en otros lugares, hay pasajes en los que Gramsci adelanta criterios que luego se han impuesto en la filosofía de la ciencia académica, sobre todo a partir de la publicación de La estructura de las revoluciones científicas de Th. S. Kuhn. Últimamente Ernesto Laclau ha ido mucho más lejos: ha incluido a Gramsci entre los precursores del «giro lingüístico» teorizado por Rorty y del «constructivismo» desarrollado en teoría de la ciencia desde la década de los setenta del siglo XX.

Comparto la lectura de Sacristán con dos precisiones. Una: que el uso gramsciano del término «ideología» en el sentido neutro de «sistema de ideas» no permite entender su caracterización de la ciencia como sobrestructura ideológica en una acepción negativa. Y dos: que el propio Gramsci ha matizado que la ciencia ocupa un lugar privilegiado entre las sobrestructuras «porque su reacción sobre la estructura tiene un carácter particular» (Q. 1457-1458). Es evidente que Gramsci no está pensando tanto en las teorías científicos como en en la ciencia como pieza cultural. Por esa misma razón me parece exagerada la interpretación «postmoderna» de Laclau: Gramsci no es un relativista epistemológico del tipo de los constructivistas; es un historicista absoluto que se mueve entre el materialismo cultural, el idealismo moral y el realismo político. Tampoco es un crítico espiritualista de la ciencia como lo eran los principales exponentes contemporáneos de la cultura de la crisis. Lo que él criticaba es el cientificismo en un doble sentido: en tanto que reducción de la filosofía de la praxis a las ciencias positivas existentes, sin más; y en tanto que infatuación por ignorancia de lo que la ciencia es, o sea, en tanto que elevación de la ciencia a «nuevo Mesías que hará realidad en esta tierra el país de Jauja».

Queda, con todo, un interesante asunto planteado por aquel excelente filólogo, leopardiano agudo y librepensador marxista que fue Sebastiano Timpanaro, a saber: si el recurso a la noción de praxis (histórico-social) y la preferencia por la filosofía de la práctica frente al materialismo no habrá sido (en Gramsci y en otros marxistas historicistas) una forma de escapar al asunto de la naturalidad del ser humano (que no es sólo ser social, sino también naturaleza). Timpanaro, que cuando habla de materialismo tiene más presente la lección de Leopardi que la del materialismo ontológico, añade rasgos no contemplados explícitamente en la anterior caracterización del materialismo, pero importantes también para el materialismo histórico: la crítica del antropocentrismo, la acentuación del condicionamiento que la naturaleza ejerce sobre el hombre y el hedonismo. Es evidente que este otro aspecto del materialismo queda fuera de la consideración de Gramsci en su discusión con Bujárin. Y en ese olvido anidan dos preguntas que aún tienen sentido para el siglo XXI: ¿Son los marxistas «cerdos» del rebaño de Epicuro? Y si lo fueran ¿sigue siendo plausible el optimismo histórico de una superideología en la que la lucha por la objetividad se hace coincidir con la lucha por la unificación cultural del género humano?

 

II. Antonio Gramsci: tragedia y verdad

Conferencia impartida en Linares (Jaén), 27/XI/1997.

 

I. Si hoy interrogáramos a los más jóvenes de quienes se siguen sintiendo marxistas y comunistas acerca de aquellas personas de la propia tradición en las cuales la ética y la política han ido más unidas, estoy seguro de que en cualquier país del mundo la respuesta sería la misma: Antonio Gramsci y Ernesto Che Guevara. Si seguimos preguntando, la lista seguramente se haría más larga. Pero empezarían ya las dudas y, con ellas, las discusiones partidistas. Sobre Gramsci y sobre Guevara no hay dudas. Y cuando todavía se expresan en los medios de comunicación interesados algunas dudas puntillosas o malevolentes, éstas no suelen durar.

Que esto sea así, que desde experiencias y vivencias tan diferentes, haya hoy una coincidencia tan grande de opiniones, por encima incluso de las diferencias generacionales, se debe a algo que debemos subrayar por obvio que sea: lo que, más allá de las diferencias culturales, se aprecia y se valora en Gramsci (como en Guevara) es la coherencia entre su decir y su hacer. Por eso al cabo de los años podamos seguir considerándolos, con verdad, como ejemplo vivo de aquellos ideales ético-políticos por los que combatieron.

¿Qué es lo que hace de Gramsci un personaje tan universalmente apreciado en estos tiempos difíciles? Que siendo, como era, un dirigente se entregó a la realización de la idea comunista como como uno más, sin ponerse a sí mismo como excepción de lo que preconizaba ni intentar racionalizar ideológicamente, como tantos otros, la excepcionalidad del yo mismo que se quiere colectivo, que se quiere un nosotros. Para valorar suficientemente esta aproximación entre el yo y el nosotros en la persona llamada Gramsci sólo hay que fijarse en su forma de entender la relación entre filosofía espontánea («todos los hombre son filósofos», escribió) y filosofía en sentido técnico (reflexión crítica particularizada acerca de las propias prácticas, de las propias concepciones del mundo), o en su forma de entender la relación entre intelectuales en sentido restringido, tradicional, y el intelectual colectivo.

Sólo a un hombre que se ofrece a los otros como parte orgánica de un ideal colectivo y que cumple con su vida esta promesa se le puede ocurrir la idea de que el partido político de la emancipación es un intelectual colectivo en el que el intelectual tradicional por antonomasia no queda diluido o sobredimensionado sino integrado, convertido en intelectual productivo junto a los otros, junto a los trabajadores manuales. Porque un hombre así ha renunciado a lo que es característico del intelectual tradicional: su privilegio.

Sólo a un hombre que da más importancia al filosofar entendido como reflexión sobre las propias prácticas y tradiciones que a las filosofías académicas, y que, además, se pone al servicio de los otros para elevar la filosofía espontánea a ilustrado sentido común de los más se le puede ocurrir la idea, en principio extraña, de que todos los hombres son filósofos. Porque un hombre así renuncia a su privilegio como filósofo técnico en favor del filosofar que ayuda a la colectividad de los de abajo.

Sólo a un hombre que ha asumido la contradicción entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad, o entre ética del interés y ética del deber, como una cruz con la que hay que cargar necesariamente en una sociedad dividida, sin aspavientos ni pretensiones elitistas, se le puede ocurrir la idea de que un día la política y la moral harán un todo al desembocar la política en la moral. Porque un hombre así, aunque diga sentirse solo y repita una y otra vez que él es como una isla en la isla, está en realidad comunicando a los demás que, a pesar de su psicología, él es un continente.

 

II. El proyecto de Gramsci se puede entender desde nuestro presente como un continuado esfuerzo por hacer de la política comunista una ética de lo colectivo.

Gramsci no escribió ningún tratado de ética normativa. No era un filósofo académico ni un político al uso especialmente preocupado por la propia imagen. Tampoco puso las páginas de su obra luminosa bajo el rótulo con el que el asunto suele enseñarse en las universidades: filosofía moral y política. Dedicó muy pocas páginas a aclarar su propio concepto de la ética. Como tantos otros grandes, habló y escribió poco de ética. Pero dio con su vida una lección de ética. Una lección de ética de esas que quedan en la memoria de las gentes, de esas que acaban metiéndose en los resortes psicológicos de las personas y que sirven para configurar luego las creencias colectivas. Que las ideas cuajen en creencias, en el marco de una tradición crítica y con una identidad alternativa a la del orden existente que se prefigura ya en la sociedad dividida: tal fue la aspiración de Gramsci desde joven.

Al hablar de la relación entre ética y política hay dos aspectos igualmente interesantes sugeridos por la palabra escrita y por el hacer de Gramsci. Uno de estos aspectos se plantea al preguntarnos acerca de la forma en que él mismo vivió la relación entre política y moralidad. El otro asunto interesante brota al preguntarse cómo reflexionó Gramsci acerca de la relación entre el ámbito de la ética y el ámbito de la política y qué propuso a este respecto desde esa reflexión.

Pocas veces se han tratado juntos estos dos aspectos en la ya inmensa literatura gramsciana. Creo, a pesar de ello, que es importante atender a las dos cosas (y suscitar una discusión sobre el resultado de pensar las dos cosas a la vez) por una razón tan sustantiva como práctica: para superar la distancia, e incluso la separación, que se suele producir entre los estudios biográficos y los estudios técnico-académicos que se centran en los conceptos básicos de los Quaderni del carcere. Pues las consecuencias de dicha distancia suelen ser: la afirmación, por una parte, de la coherencia ética de una vida ejemplar, y la insatisfacción, de otra parte, ante la teorización gramsciana de la relación entre ética y política por comparación con otros autores académicos contemporáneos suyos.

Sé por experiencia adonde conduce esta separación en los ambientes intelectuales. Y lo diré de la forma más drástica posible. Conduce, en lo que hace a la valoración de Gramsci, a un juicio, muchas veces escuchado en estos últimos años, del siguiente tenor: «He aquí alguien a quien podemos considerar como un ejemplo de coherencia ética en el marco de la tradición comunista y que, sin embargo, hizo de su vida una tragedia y contribuyó a la tragedia de otros porque no supo pensar a fondo precisamente la relación entre lo ético y lo político».

Quisiera decir enseguida, para evitar equívocos, que no comparto esta derivación intelectualista y que considero que la tragedia vital de Gramsci (y de algunos otros comunistas de su época) tiene que explicarse, en parte, como expresión del más general drama del comunismo occidental en este «siglo de los extremos» (Hobsbawm) y, en parte, como expresión de una psicología particularísima de la que hay muestras suficientemente expresivas en la correspondencia del propio Gramsci y en los testimonios de quienes le conocieron en vida.

 

III. Antes de ser detenido y encarcelado por el fascismo mussoliniano, entre el comienzo de la primera guerra mundial y 1926, Antonio Gramsci había desarrollado una intensa actividad como crítico de la cultura y hombre político revolucionario en Turín, Moscú, Viena y Roma. Testimonio de aquella vida de febril dedicación a la política alternativa, a la causa del socialismo y del comunismo (en una Europa que se debatía entre la guerra y la revolución), son los seis volúmenes en que han sido agrupados los escritos gramscianos de esa época. En 1921, cuando se fundó el partido comunista de Italia, Antonio Gramsci era conocido como teórico de la experiencia sociopolítica alternativa más interesante del siglo XX en la península, la experiencia de los consejos de fábrica turineses que habían llegado a ocupar por algún tiempo las instalaciones de la empresa FIAT.

Entre 1919y 1922 Gramsci escribió un considerable número de piezas políticas notables en los periódicos socialistas y comunistas de la época, en La città futura, en Avanti, en Il grido del popolo y, sobre todo, en L’Ordine Nuovo, semanario del que fue animador y director. En L’Ordine Nuovo semanal Gramsci hizo un periodismo político nuevo: informado, culto, polémico y veraz a la vez; un periodismo político que fue apreciado no sólo en los medios socialistas, sino también entre liberales y libertarios de Turín. La fama de L’Ordine Nuovo llegó a España, donde Joaquín Maurín escribía ya sobre Gramsci por aquellos años.

Aquel Gramsci joven, muy espontáneo en la consideración de la actividad política, acusado de bergsoniano, de soreliano y de voluntarista por algunos de sus compañeros de entonces, fue idealista en lo moral, y un duro crítico de los sindicatos existentes (a los que consideraba parte de la cultura establecida bajo el capitalismo).

He dicho: idealista en lo moral y duro crítico de los sindicatos existentes. Y quiero subrayar aquí estas dos cosas porque ahora se suele despreciar de manera displicente el idealismo moral y se tiende a descalificar (diciendo que no son de izquierda, o que hacen pinza con la derecha) a aquellos que, yendo contra la corriente, se atreven a criticar las actuaciones entreguistas de las direcciones sindicales. Pues bien, la verdad histórica es justamente lo contrario de lo que se lee habitualmente en los medios de comunicación: como todos los grandes revolucionarios que en el mundo han sido, Gramsci criticó a los sindicatos establecidos, postuló su renovación política y teorizó otras formas de organización y actuación de los trabajadores, en particular los consejos de fábrica.

Piero Gobetti, un gran humanista y liberal italiano de los de verdad, no de los que ahora se llaman neoliberales, nos ha dejado este sugestivo retrato del joven Gramsci, teórico de los consejos de fábrica: «Gramsci ha dividido su actividad entre los estudios y la propaganda política. Es curioso que se haya visto absorbido por la política cuando en la Universidad se contentaba con agudas y sutiles investigaciones de glotología. […] Le animaba y le anima un gran fervor moral, un tanto desdeñoso y pesimista, por lo que cuando se habla con él por primera vez da la impresión de que tiene una visión escéptica de la vida. […] Intransigente, hombre que toma partido, a veces de forma casi feroz, es crítico también con los propios compañeros, y no por polemizar en lo personal o en lo cultural, sino por una insaciable necesidad de ser sincero

«Fervor moral», «escepticismo pesimista» e «insaciable necesidad de ser sincero». Ahí está la clave para entender lo que fue el joven Gramsci. Quienes en su época le acusaban de voluntarismo y de idealismo no llegaron a captar la diferencia que hay entre el idealismo de las «almas bellas» y el idealismo moral revolucionario del pensador y hombre de acción que se compromete en la política colectiva. Esa diferencia se puede expresar, muy sencillamente, con una frase pronunciada por el gran científico y moralista del siglo XX, Albert Einstein[2], a propósito de Walter Rathenau: «Ser idealista cuando se vive en Babia no tiene ningún mérito. Lo tiene, en cambio, y mucho, seguir siéndolo cuando se ha conocido el hedor de este mundo.»

El idealismo moral positivo del joven Gramsci es del segundo tipo, es el idealismo del hombre que sabe que no vive en el país de las maravillas, que conoce ya el hedor de este mundo dividido, de este mundo de las desigualdades.

Hay todavía otro aspecto de la obra del joven Gramsci que creo que conviene resaltar ahora: su visión, originalísima, de la revolución rusa.

Gramsci, que había interpretado los acontecimientos del octubre ruso de 1917 como una revolución contra El capital de Marx, intuyó varias de las contradicciones por las que estaba pasando la construcción del socialismo en la Unión Soviética ya al inicio de los años veinte; contradicciones que luego, con el tiempo, han resultado decisivas a la hora de explicar la crisis y disolución de aquel sistema.

La interpretación gramsciana de la revolución rusa como una rebelión, tan inevitable como voluntarista, que, contra las apariencias, entra en conflicto con las previsiones del primer volumen de El capital, fue tan atípica como sugerente y, en el fondo, como se ha visto, acertada. Gramsci, que no llegó a conocer la evolución de las opiniones del viejo Marx sobre la comuna rusa, ha sido uno los primeros comunistas en darse cuenta de la dimensión del problema político-social implicado por una situación completamente nueva en la historia de la humanidad, a saber: la situación de un proletariado que no tenía apenas nada que llevarse a la boca y que, sin embargo, resultó ser hegemónico, en un océano de campesinos, durante el proceso revolucionario abierto por la guerra mundial; la situación paradójica, en suma, de una clase social que nada tiene, excepto, nominalmente, el poder político.

Una contradicción histórica ésta, que quizás sólo resulta de verdad comprensible cuando se la analiza en términos parecidos a los que utilizaron Walter Benjamin y Bertolt Brecht al hablar de la Unión Soviética de los años treinta como de un «pez cornudo»[3].

La pregunta interesante, que vale la pena hacerse hoy en día, en una situación psicosociológica tan cambiada (cuando ya hay quien va diciendo por ahí que de la historia comunista no quedará ni rastro) es ésta: por qué motivos un hombre tan sensible y crítico como Gramsci, que se daba cuenta de las contradicciones internas de aquel sistema surgido de la Revolución de Octubre, no sólo despreció la argumentación socialdemócrata de la época (según la cual el atraso económico de Rusia hacía inviable el triunfo de la revolución socialista allí), sino que, además, exaltó aquella revolución, la revolución contra El capital (con sus contradicciones incluidas), ateniéndose al hecho de que ésta expresaba el anhelo de un orden nuevo que brota de los de abajo, de los asalariados explotados aliados con los campesinos pobres. ¿Por qué, en definitiva, prefirió Gramsci aquel «pez cornudo» al viejo orden capitalista, en sus diferentes formas, dominante en otros países de Europa?

La pregunta no es gratuita; debería tener una connotación singular para los más jóvenes, pues, sin una respuesta cumplida y suficiente a la misma, podría parecer que, en efecto, la historia del movimiento comunista moderno no ha sido otra cosa que una equivocación integral, en la que los hombres (incluido Gramsci) habrían caído sólo por ignorancia o sólo por maldad. El que Gramsci (y muchos otros hombres y mujeres como Gramsci en toda Europa) hayan aceptado pensar a fondo aquella contradicción y seguir siendo comunistas es, mi opinión, un motivo para no dejarse llevar ahora por las trivializaciones y simplificaciones de los libros sólo negros del comunismo.

 

IV. Esta pregunta, además, da pie para una reflexión que querría proponeros ahora sobre por dónde hay que moverse para buscar la actualidad de Gramsci. Los tiempos en que los jóvenes rebeldes europeos redescubrían y amaban al joven Gramsci consejista pasaron ya. Probablemente esos tiempos no volverán, al menos en Europa, porque entretanto el proletariado industrial ha cambiado mucho y las formas y lugares de la organización del trabajo también. Es lógico y natural, por tanto, que ahora, en los tiempos del posfordismo y del postaylorismo, se recuerde, de manera particular, no a aquel Gramsci joven y voluntarista, sino al Gramsci maduro que, en su tragedia personal, encaja reflexivamente la derrota de la revolución proletaria en la Europa central y occidental.

El crítico e historiador británico del arte, John Berger, nos proponía hace relativamente poco tiempo, en un artículo incluido en su libro titulado El sentido de la vista, un ejercicio tan sugestivo como lo es el de pensar un marxismo trágico en el que, por así decirlo, Marx se pone a leer comprensivamente a Leopardi, el gran pesimista histórico, sin por ello perder la pasión tranformadora que en su día le llevó a escribir la onceava tesis sobre Feuerbach. No en balde el propio John Berger acaba de publicar, en el número de noviembre de Le Monde Diplomatique, una hermosa carta al subcomandante Marcos en la que recupera precisamente la figura de Gramsci.

Sugiero que en estos tiempos que corren tiene, pues, sentido, un sentido catártico, hacer una reflexión acerca de la tragedia del hombre Gramsci, porque sustancia muy bien la más general tragedia del movimiento comunista moderno en la Europa central y occidental: la de los revolucionarios sin revolución. Poner el acento en la tragedia del hombre Gramsci y pensar sobre ella no tiene por qué implicar necesariamente invertir por completo el optimismo histórico, que fue característico de todos los marxismos, para reemplazarlo por una visión sólo pesimista de la historia y de la vida de los hombres en sociedad; más bien significa atenerse a lo que fue el punto de vista íntimo del propio Gramsci, el cual consideraba que «optimismo» y «pesimismo» son simples estados de ánimo transitorios, insuficientes, por tanto, por sí solos, para caracterizar la estructura profunda de ese centro de anudamiento de relaciones múltiples que es el individuo humano.

Lo que propongo es repensar algunos cabos sueltos de la vida y de la obra de Gramsci que, en las cartas escritas desde la cárcel, aparecen tentativamente, o como mera sospecha, y que hoy, a la luz de las nuevas preocupaciones de las gentes que siguen manteniendo la idealidad emancipatoria cobran, por así decirlo, otra dimensión. En un momento en el que los valores del socialismo no pueden darse por establecidos, como un dato adquirido, cuando es preciso volver a fundamentar el ideario socialista, parece adecuado poner el acento precisamente en las consideraciones de Gramsci relativas a temas prepolíticos: de fundamentación de la política, éticos y antropológicos.

Me voy a fijar, en lo que sigue, en dos de estas consideraciones que me parecen particularmente interesantes en el momento actual: su reflexión sobre la relación entre ética y política y sus sugerencias acerca de la relación entre política y educación sentimental.

 

V. Gramsci entendió la política como ética de lo colectivo. Y la clave para entender la política como ética de lo colectivo que Gramsci practicó en su vida está, creo, en la doble comparación que ha ido estableciendo en las notas de los Cuadernos de la cárcel entre filosofía de la praxis y maquiavelismo, de un lado, e historicismo marxista e imperativo categórico kantiano, de otro.

Gramsci ha defendido firmemente la principal lección de Maquiavelo: la distinción de planos, de carácter analítico, entre ética y política, con la consiguiente afirmación de la autonomía del ámbito de lo político. Esta distinción implica que la actividad del hombre político ha de ser juzgada por la aptitud o inaptitud de sus propuestas y proyectos en la vida pública, esto es, con relativa independencia del juicio acerca de la buena o mala fe del individuo, de la persona, que es un juicio moral. La afirmación de la autonomía del plano político implica que el hombre político no puede ser juzgado por lo que éste haga o deje de hacer en su vida privada, sino teniendo en cuenta si mantiene o no, y hasta qué punto, sus compromisos públicos. El juicio es político y, por tanto, lo que hay que juzgar es la coherencia en ese plano, la conformidad de los medios a determinados fines. La coherencia política no se opone por principio al ser honesto, como pretenden los pseudomaquiavelianos; al contrario: la honestidad de la persona es un factor necesario en la coherencia política, pero hay que saber distinguir: el juicio, en este plano, es político.

En la vida moderna esta confusión de los planos ético y político tiene dos aspectos. El primero, y más fundamental, es la permanencia de una concepción muy extendida (lo que Maquiavelo llamaba la hipocresía cristiana) tendente a desvalorizar la política en nombre de una moral universalista y absolutizadora (que no se practica). La permanencia de esta tendencia se encuentra reforzada en el mundo contemporáneo por el hecho de que, efectivamente, existe en la sociedad una amplia capa de políticos profesionales (lo que hoy se llama «la clase política») que vive en y de la política con mala fe, sin convicciones éticas, haciendo de las actuaciones y decisiones públicas un asunto de interés privado.

Pero hay otro aspecto importante a tener en cuenta en la reflexión de Gramsci: es precisamente la confusión de planos por abajo, lo que permite la generalización y manipulación del sentimiento que provoca ese hecho repetido en la opinión pública e impulsa hacia la negación y liquidación de la política. La oscilación entre política sin convicciones éticas y manipulación moralista de la opinión pública contra toda política es, para Gramsci, la consecuencia última del primitivismo o carácter elemental de una cultura que aún no distingue entre los planos ético y político: es, precisamente, falta de cultura política.

Tampoco la tradición social-comunista, la filosofía de la praxis o el materialismo histórico, se ha librado del todo de la confusión de planos entre ética y política. Gramsci ha denunciado la existencia de una mala tendencia en el materialismo histórico que enlaza con «las peores tradiciones de la cultura media italiana: la improvisación, el talentismo, la pereza fatalista, el dilentantismo fantasioso, la falta de disciplina intelectual». La mención de estas palabras trae a la memoria los mismos rasgos psicosociológicos que había denunciado unos años antes en su análisis sobre los orígenes del fascismo en Italia. En aquella circunstancia, Gramsci había escrito que el desorden intelectual conduce al desorden moral y que éste ha sido uno de los componentes del ascenso del fascismo. Por eso luego, en los Cuadernos de la cárcel, afirma la necesidad de una crítica interna, severa y rigurosa, sin convencionalismos ni diplomacias, de una crítica doble: crítica de los prejuicios y convenciones, de los falsos deberes y de las obligaciones hipócritas, pero también crítica del escepticismo de pose, del relativismo absoluto y del cinismo snob.

La búsqueda de un equilibrio entre ética privada y ética pública (o sea, entre ética y política como ética de lo colectivo) se lleva a cabo en Gramsci a través de una crítica paralela del maquiavelismo corriente y del marxismo vulgar. En ambos casos la degradación del punto de vista original, de Maquiavelo y de Marx, consiste, por así decirlo, en la confusión de la moral política con la moral privada, de la política con la ética.

La gran contribución de Maquiavelo consiste, para Gramsci, en haber distinguido analíticamente la política de la ética. Y en haberlo hecho no sólo, o no principalmente, en beneficio del Príncipe, sino en favor de los de abajo. De ahí su republicanismo. Pero ¿supone esta distinción un desprecio de la ética? En absoluto. Esa derivación es consecuencia de una mala lectura de Maquiavelo favorecida precisamente por los competidores del históricos del maquiavelismo, empezando por los jesuitas. El uso peyorativo, vulgar, pero interesado, de la palabra «maquiavelismo» reduce la política a la imposición de la razón de estado con desprecio de todo principio ético. Pero Maquiavelo no es el «maquiavelismo» vulgar o inventado. En Maquiavelo no hay una aniquilación de la moral por la política, sino una distinción analítica, metodológica, entre moral y política que no niega toda moral. En él se afirma la necesidad de otra moral, de una moral distinta de la dominante, cristiano-confesional, que hace imposible la política laica. Lo que Maquiavelo establece es una relación entre ética y política más próxima a la concepción de los antiguos, para los cuales la política era también, como conocimiento y como práctica, más fundamental que la ética. Esto, que es obvio, para todo lector culto de las obras de Aristóteles queda olvidado o disfrazado en la versión vulgar, corriente, del maquiavelismo.

De la misma manera que la distinción analítica, maquiaveliana, entre ética y política (con la consiguiente denuncia de una ética, concreta, históricamente determinada, que no permite desarrollarse a la política como «ética pública») acabó dando lugar a la versión vulgar del maquiavelismo, así también la denuncia marxiana de la doble moral burguesa, de los falsos deberes y de las obligaciones hipócritas (con la consiguiente propuesta de una política revolucionaria, de una ética pública laica) ha acabado en una confusión: de un lado el politicismo (que se desliza desde la negación de la universalidad de los valores hacia el escepticismo ético absoluto), y, de otro, la politización de los viejos valores tradicionales, en el marco del propio partido político, con lo que se tiende a situar a los amigos políticos más allá de la justicia. Pero esto último es precisamente propio de las sectas o de las mafias en las que lo particular (la amistad y la fraternidad propia del ámbito privado) se eleva a universal y no se distingue entre el plano de la moral individual y el plano del quehacer político, entre ética y política.

Esta parte de la reflexión de Gramsci me parece interesantísima y de mucha actualidad. Por varias razones. Desde el punto de vista historiográfico, por lo que tiene de recuperación de Maquiavelo, de afirmación del caracter «revolucionario» del «maquiavelismo» auténtico, frente a sus críticos interesados. Desde el punto de vista de la teoría política, porque contribuye a elevar el principal descubrimiento de Maquiavelo a sentido común ilustrado: esto es lo que permite hablar con propiedad de una cultura política nacional-popular a la altura de los tiempos. Desde el punto de vista de la evolución histórica del marxismo, porque conduce a una ampliación del concepto maquiaveliano de la relación entre ética y política, a la idea del «príncipe moderno» como intelectual colectivo, que tiene que distinguir también, analíticamente, entre ética y política en su seno.

Pero hay más. Esta parte de la reflexión gramsciana, basada en la comparación entre maquiavelismo y marxismo, permite pensar con provecho en uno de los grandes asuntos de la vida pública contemporánea, el de la relación entre política y delito. Es conocida la atracción que se siente, particularmente en momentos malos, en momentos de crisis de la política, por el «comunitarismo» tradicional de las mafias, así como la tendencia, en los casos de corrupción política, a poner a los propios (a los amigos políticos del propio partido) más allá de la justicia, exigiendo reiteradamente que se trate a éstos en la arena política como los trataríamos en familia. Aquella atracción y esta tendencia juntan el atávico moralismo que niega jurisdicción a la justicia de los hombres cuando se trata de «los nuestros» y el moderno moralismo sectario que retrotrae el juicio sobre los delitos públicos de los políticos a la comparación interesada sobre la moralidad privada de los individuos («la moralidad de los nuestros está fuera de toda duda y por encima de lo que decidan los tribunales», se suele decir en tales casos).

 

VI. Me parece interesante subrayar que tanto en su diálogo con Maquiavelo, como en su diálogo con Kant sobre la relación entre ética y política, Gramsci vuelve a encontrar en el materialismo histórico de Marx (una vez liberado de su vulgarización) el hilo que conduce a la afirmación de la superioridad del punto de vista de los antiguos en este punto: la prioridad de las virtudes en el ámbito de la polis, la prioridad de las virtudes políticas, justamente porque el hombre es un zoon politikon, un animal político. El fundamento de la moral superior, de la moral sin más, es para él la socrática búsqueda del conocimiento crítico, la superación de la ignorancia que nos lleva a obrar mal.

Pero no cabe, en cambio, una fundamentación única, absoluta, uniformizadora y universal del principio ético. Gramsci se ha ocupado por los menos dos veces del imperativo categórico kantiano.

En 1932-1933 rechazaba el imperativo categórico kantiano con un argumento fuerte frente al cosmopolitismo universalista ilustrado: la máxima de Kant, según la cual hay que obrar de forma tal que la propia conducta pueda convertirse en norma para todos los hombres en condiciones semejantes, presupone una sola cultura, una sola religión, un conformismo mundial, cuando en la realidad no hay condiciones semejantes para todos ni puede haberlas en un mundo dividido. Esta objeción va más allá de la expresada por el gran poeta Schiller, ya en tiempos de Kant, en su poema satírico titulado «El escrúpulo». Allí decía Schiller irónicamente: «Sin vacilar/ me pongo al servicio de los amigos/ pero como lo hago por gusto/ el gusano de la conciencia/ me dice que no soy virtuoso» .

De acuerdo con esta crítica gramsciana, el principio kantiano del imperativo categórico conduce a una absolutización o generalización de las creencias históricamente dadas. Pero no se puede aceptar el intento de una fundamentación absoluta de la moral; para fundamentar una ética de la libertad hay que partir del análisis histórico, Marx proporciona un criterio: la sociedad no se plantea tareas para cuya solución no existan ya las condiciones. El historicismo implica, por tanto, la admisión de cierto relativismo cultural y éste, a su vez, implica reconocimiento crítico de la existencia de principios morales distintos en contextos culturales diferentes. Se podría decir a partir de ahí, que no hay una ética universal: hay éticas vinculadas a historias, tradiciones y culturas diferentes.

A partir de ahí se abren dos posibilidades: o prospectar una ética de mínimos, una filosofía moral mínima, basada en el diálogo, la comunicación, el consenso y la reducción de los principios morales diferentes a un mínimo común denominador liberal, o reproponer la «herejía del liberalismo» que es el marxismo contemplando el ideal moral kantiano como una idea-límite, como una idea reguladora que sólo dejaría de ser utópica en otra sociedad, en la sociedad regulada. Gramsci sigue el segundo camino.

Cuando, unos meses después, Gramsci se ocupa de nuevo del imperativo categórico kantiano concluye el paso preguntándose explícitamente por la duración temporal de las éticas y por los criterios para saber si una determinada conducta moral es la más conforme a un determinado estadio de desarrollo de las fuerzas productivas. El contexto en que se hace la pregunta indica que la preocupación principal de Gramsci era precisamente el criterio de validez temporal del materialismo histórico en el plano de la ética. ¿Quién decide acerca de la validez de los comportamientos morales históricamente condicionados? Gramsci rechaza sucesivamente que esto pueda decidirse aduciendo la moral natural, el artificio o convencionalmente. Para él no hay papa laico ni oficina competente ad hoc. Lo único que cabe a este respecto es el choque mismo de pareceres discordantes. Eso forma parte de la lucha por la hegemonía cultural,

Ahora bien, ni la afirmación de la distinción maquiaveliana, analítica, entre ética y política, ni la negación de la existencia de un principio ético universal en el sentido kantiano, ni la crítica de la doble moral característica de la cultura burguesa realizada por Marx tienen como implicación para Gramsci la defensa de una política ajena a la ética o la postulación de un relativismo ético absoluto, del tipo «todo vale según las circunstancias». Gramsci afirma que no puede haber actividad política permanente que no se sostenga en determinados principios éticos compartidos por los miembros individuales de la asociación correspondiente. Son estos principios éticos los que dan compacidad interna y homogeneidad para alcanzar el fin. Y ahí vuelve la distinción entre mafia (o secta) y partido.

Lo que diferencia una mafia o una secta del «intelectual colectivo», del «príncipe moderno» o del partido de nuevo tipo, es precisamente su diferente concepción de los principios y fines universales. Mientras que en la mafia la asociación es un fin en sí mismo y la ética y la política se confunden (porque el interés particular es elevado a universal), el partido, como príncipe moderno, como vanguardia o intelectual colectivo, no se pone a sí como algo definitivo, sino como algo que tiende a ampliarse a toda la agrupación social: su universalismo es tendencial. En él «la política es concebida como un proceso que desembocará en la moral, es decir, como un proceso tendente a desembocar en una forma de convivencia en la cual política y, por tanto, moral serán superadas ambas». La política misma se concibe como un proceso que, una vez superada la demediación humana, desembocará en la moral. Mientras tanto, es la crítica y la batalla de ideas lo que decide acerca de la mejor forma del comportamiento moral de las personas implicadas. No hay comunión laica de los santos.

¿Qué concluir del análisis de estos fragmentos de Gramsci sobre la relación entre ética y política?

Si se pone el acento en la comparación con el imperativo moral kantiano habría que decir que el historicismo de Gramsci corrige de manera realista el idealismo moral para acabar proponiendo una nueva formulación sociohistórica que da la primacía a la política sobre la ética. El nuevo imperativo ético-político suena así: «La ética del intelectual colectivo debe ser concebida como capaz de convertise en norma de conducta de toda la humanidad por el caracter tendencialmente universal que le confieren las relaciones históricamente determinadas». No se trata, pues, de la negación de la universalidad, sino de la reafirmación de la universalidad tendencialmente posible en un marco histórico dado, concreto. Esto indica que el acento, respecto del imperativo categórico de Kant, ha sido de nuevo desplazado del individuo a la colectividad, a la asociación.

En el fondo esta idea de Gramsci es una concepción antigua, clásica, de la relación entre ética y política: es la concepción griega, aristotélica. Pero es también el concepto de la relación entre ética y política de los orígenes de la modernidad crítica, republicana: la extensión del concepto maquiaveliano en el sentido más auténtico; un concepto que tiene como punto de partida la crítica radical de la doble moral característica de la cultura burguesa pensando explícitamente en los de abajo; un concepto de la relación entre ética y política que da la primacía a lo político porque considera necesario e inevitable la participación del individuo ético en los asuntos colectivos, en los asuntos de la ciudad, de la polis. Admitida la separación de hecho entre ética y política, el individuo aspira a la coherencia, a la integración de la virtud privada y de la virtud pública con la consideración de que aquélla sólo puede lograrse en sociedad y, por tanto, políticamente.

 

VII. Gramsci intuyó, sin embargo, en más de una ocasión el desierto en el que acaba resolviéndose una cultura politicista, la aridez de la actividad sólo política, la insatisfacción de una vida de revolucionario profesional que entrega todas las horas de su existencia a la (justa) causa del comunismo, sin tiempo restante para el cultivo de otras dimensiones de la personalidad, para mejorar moderadamente en las relaciones íntimas, cotidianas. Nadie como él vivió la tragedia del revolucionario saltafronteras que mira con impaciencia la naturaleza y que no puede ser amable, amistoso, en la agudización de la lucha entre las clases, aludida por Brecht en su poema «A los por nacer». Tal vez como ningún otro de los revolucionarios de su época sintió Gramsci el salto sin transición desde una concepción voluntarista de la negación del tiempo a la consideración trágica del tiempo como mero pseudónimo de la vida misma.

Para hacerse una idea de lo que pudo llegar a representar en la cultura comunista de entonces este brechtiano contemplar la naturaleza con impaciencia, quizás lo más indicado sea comparar dos pasos de la correspondencia de Gramsci separados por poco más de un año. El 15 de agosto de 1925 nuestro hombre escribe a Julia Schucht: «Durante los últimos tiempos he danzado mucho, he visto parajes que, según dicen, son bellísimos, paisajes que, al parecer, son admirables, tan admirables que los extranjeros vienen de lejos para contemplarlos. Por ejemplo, he estado en Miramare, pero me ha parecido una errada fantasía de Carducci: las blancas torres se me presentaban como chimeneas acabadas de blanquear con argamasa; el mar tenía un color amarillo sucio, porque los peones que construían un camino habían echado en él toneladas de basuras; el sol me dio la impresión de un calorífero fuera de estación.»

Gramsci escribía sobre la «errada fantasía de Carducci» todavía en libertad, consciente, sin embargo, de «haber perdido el gusto por la naturaleza» y de estar convirtiéndose en un ser «apático» debido a la existencia sólo política que llevaba entonces y a la melancolía producida por la ausencia de la mujer a la que amaba. En cambio, unos meses más tarde, el 15 de enero de l927, confinado en Ustica después de la detención, a pesar del evidente empeoramiento de la situación personal, a pesar de que Yulca Schucht aún sigue lejos y de los malos augurios inevitables en un preso político de un régimen autoritario, la mirada de nuestro hombre sobre la naturaleza es otra, muy otra: «Tenemos a nuestra disposición una hermosísima terraza desde la que admiramos el mar sin fin durante el día y un magnífico cielo por la noche. Como el cielo está limpio, sin los humos de la ciudad, podemos gozar estas maravillas con la máxima intensidad. Los colores del agua del mar y del firmamento son realmente extraordinarios por su variedad y por su profundidad: he visto aquí arco iris únicos en su género.»

El contraste entre los dos pasos citados es llamativo. La paciencia, la serenidad, para la contemplación de la naturaleza llega, paradójicamente, cuando Gramsci ha perdido una libertad de movimientos que, por otra parte, no le permitía pararse en observaciones ni en descripciones de este tipo. Se ve ahí con toda claridad en qué estaba pensando Gramsci al hablar del desierto de lo sólo político. No es ninguna casualidad, dicho sea de paso, que las cartas redactadas por Gramsci en Ustica sean tal vez las más distendidas de las que escribió desde que dejara a Julia Schucht en Moscú. Quien haya conocido la dureza de la lucha política clandestina unida al sentimiento de tristeza que produce el alejamiento de la persona amada sabe, puede saber, que hasta el destierro y la cárcel resultan, en los primeros momentos, relajantes, un lenitivo contra el desdoblamiento del hombre entre el deber y el querer[4].

 

VIII. En sus relaciones con Yulca ya antes del encarcelamiento, en Moscú, o desde Viena y Roma, Antonio Gramsci había atribuído a veces sus dificultades de comunicación, la incomunicación parcial, o la dificultad para establecer un vínculo interpersonal estable con la mujer amada, a su propia contención sentimental, aludiendo incluso, humorísticamente, al viejo tópico regionalista del sardo que es como una isla en la isla. Pero también sabía que esas complicaciones sentimentales iban de la mano con el empobrecimiento que representa la dedicación exclusiva a la actividad política, incluso cuando ésta intenta ser, como era el caso, ética de lo colectivo, y no mera parodia de la participación ciudadana en los asuntos de la polis.

Del conjunto de la correspondencia ahora conocida, ya considerable, sale un Gramsci siempre en polémica con el tipo de separación entre lo público y lo privado que es típico de la cultura moderna, burguesa. El Gramsci de los últimos años de cárcel, tal como se nos muestra en las cartas a Julia y Tatiana Schucht, parece un hombre cuyo estado de ánimo oscila continuamente entre «el lobo sentimental» y el «oso de las cavernas», para decirlo con dos expresiones que él mismo empleó mucho. Es un Gramsci sugestivo y conmovedor en sus contradicciones y ambigüedades: volitivo, polémico, puntilloso, con una punta de pedantería autoconsciente, con gran capacidad para el autoanálisis, desconfiado hasta la neurosis, sentimentalmente contenido, pero que intenta al mismo tiempo rehacer el mundo primitivo de los sentimientos propios para adaptar este mundo al de una violinista rusa a la que ama y al de una profesora de ciencias naturales, hermana de la anterior, que fue casi su único contacto con el mundo exterior durante diez años largos.

El análisis psicológico permite particularizar el carácter de la tragedia. Ya no se trata de la anécdota que se convierte en categoría. Se trata de la tragedia personal del hombre político comunista llamado Antonio Gramsci. A través de la correspondencia, en páginas a veces bellísimas, que conmueven hasta la formación del nudo en la garganta[5], nos encontramos con la siempre vieja y nueva dignidad del hombre que acepta peligros y persecución, hasta la muerte, por un ideal (éste fue el principal aspecto de las Lettere subrayado por Croce, con razón). Descubrimos ahí la veracidad del intelectual que sigue pensando con la propia cabeza en las condiciones más adversas, aislado en la cárcel y orientándose parcialmente contra los propios amigos naturales, cuya línea política, por lo que sabemos, ya no aceptó nunca desde 1929. Nos impresionamos con la dignidad del varón que, en 1932, convencido de que aún habrá de estar muchos años más en la cárcel y consciente del deterioro que ésta, la cárcel, le está produciendo, comunica a la cuñada su decisión de dejar a Julia, su compañera (con dos hijos suyos, tan sola como él y enferma en Moscú) en libertad, sugiriéndole inopinadamente que rompa los lazos afectivos con aquel «lobo sentimental» condenado a veinte años de cárcel que es él mismo. Una decisión, ésta, por otra parte, indicadora de la complicación de los sentimientos afectivos del individuo, que, con el triste bagaje de la educación sentimental de los varones de entonces (¿y de siempre?), no encuentra las palabras adecuadas para expresar lo que siente sin herir (y él no querría herir), por lo que, así, se va ovillando en un mar de sospechas y de confusiones que tornó su humor, antaño alegre, en sarcasmo irascible, o en irritabilidad multiplicada, además, por el dolor y por el sufrimiento que le producen la enfermedad.

En esta correspondencia de Gramsci hallamos también el desesperado intento del padre que apenas conoce a sus dos hijos por influir en la educación de los mismos, desde lejos, tratando de salvar la censura carcelaria, buscando desesperadamente las palabras para anudar lazos con dos niños que se están formando, en la URSS de los inicios del estalinismo, en una cultura muy distinta de la que él mismo había aprendido en la isla de Cerdeña a principios de siglo.

En las Cartas de la cárcel encontramos, por último, luminosas indicaciones para entender pasos polémicos de las notas teóricas contenidas en los Cuadernos y para explicar la evolución del programa intelectual de Gramsci en aquel tremendo laboratorio de las ideas que trató de construir en la cárcel de Turi de Bari y en la clínica de Formia. Por ellas conocemos, por ejemplo, la dificultad que Gramsci tenía para trabajar «desinteresadamente», en la acepción que el término suele adoptar en la vida académico-científica.

Es cierto que en una célebre carta a la cuñada, en la que comunica su plan de estudios en la cárcel, Gramsci manifestó precisamente la intención de aprovechar la circunstancia desfavorable para hacer algo intelectualmente für ewig[6]. Pero sería demasiado ingenuo tomarse esta declaración al pie de la letra. En la alusión a Pascoli (y a Goethe) que acompaña tal declaración hay, sin duda, una nota de humor negro, de autoironía sobre el propio destino, a la que nuestro hombre fue haciéndose cada vez más aficionado.

Por lo demás, el estilo de Gramsci, el talante de Gramsci, no era el del estudioso desinteresado que se pone a escribir «para siempre», para la eternidad, sino que era más bien el propio de un hombre polémico, que ama y practica el discurso dialógico. En una carta menos citada que la anterior, pero, en mi opinión, más representativa de ese carácter discutidor hasta lo puntilloso ya observado por Gobetti, y que se acentuaría en la cárcel, el propio Gramsci lo ha escrito redondo: «Toda mi formación intelectual ha sido de tipo polémico. El pensar desinteresadamente me es difícil, quiero decir el estudio por el estudio. Sólo a veces, pero muy raramente, me ha ocurrido meterme en un determinado tipo de reflexiones y encontrar, por así decirlo, en las cosas en sí el interés para dedicarme a su análisis. Ordinariamente me es necesario ponerme en un punto de vista dialógico o dialéctico, pues en otro caso no siento ningún estímulo intelectual. No me gusta tirar piedras al vacío, quiero sentir un interlocutor o un adversario concreto. Incluso en la relación familiar quiero dialogar.»

Es la suma de este talante dialógico, polémico, y de un estilo tan veraz como directo lo que, si hay suerte, puede hacer de Gramsci una de las lecturas de interés por los jóvenes de los próximos años.

Se ha dicho a veces en estos últimos tiempos que el gramscismo lleva camino de convertirse en el marxismo del final del siglo XX. Y es posible que así sea. Uno compartiría sin más tal afirmación si no fuera por las reticencias que obligatoriamente producen hoy en día frases que recuerdan otras que dieron lugar a dogmatismos. Lo seguro, en cualquier caso, es que los Cuadernos y las Cartas de la cárcel quedarán en la historia del pensamiento como un documento, veraz en el concepto, auténtico en la forma, de la ética de la resistencia. Gramsci selló este documento con palabras escritas a la madre: «Nunca hablo del aspecto negativo de mi vida, ante todo porque no quiero ser objeto de compasión. He sido un combatiente que no ha tenido suerte en la lucha inmediata. Y los combatientes no pueden ni deben ser compadecidos cuando han luchado, no empujados por la obligación, sino por haberlo querido ellos mismos así, con plena conciencia.»

Cuando Gramsci escribió estas palabras a la madre eran tiempos difíciles para los partidarios de la igualdad social y de la libertad política que, además, luchaban por ambas cosas; tiempos de los que el poeta Bertolt Brecht dejó dicho a los por nacer que, en ellos, «no pudimos ser amables». Sin duda, se refería Brecht a los espíritus moralmente fuertes que animaron la ética de la resistencia frente a la barbarie en los años treinta. Y en este sentido la reflexión de Brecht vale también, y sobre todo, para Gramsci.

Fue Togliatti, quien al forjar la imagen del mártir antifascista, recordó esta negativa de Gramsci a ser objeto de la compasión de otros, y quien, en algún momento, opuso esta imagen del héroe (que no quiere ser compadecido y que se resiste a solicitar cualquier medida de gracia del dictador) a la del otro fundador del partido comunista de Italia, Amadeo Bordiga, el cual, por aquellas fechas en las que Gramsci agonizaba, ejercía de ingeniero después de haber abandonado momentáneamente toda actividad política.

Es comprensible que Gramsci no quisiera ser objeto de compasión. Los hombres que se consideran fuertes (y hay numerosas cartas de él que hablan en tal sentido) no suelen hacer mucho aprecio de la piedad cuando el objeto de consideración son ellos mismos. Y menos cuando escriben a la madre desde la cárcel. Pero el hombre Gramsci, minado por la enfermedad, y confuso a veces por los efectos de lo que llamó la «carcelitis», no siempre pudo componer la figura como lo hace en esta carta a la madre. En otras cartas dirigidas a Tatiana Schucht, la persona que tenía más cerca, fuera de la cárcel, y la que, por tanto, más podía hacer por él en aquellas circunstancias, no sólo se quejó amargamente de su suerte, de aquel destino trágico suyo, sino que a veces llegó a acusar a su corresponsal, injustamente, de no entender lo que él estaba sufriendo por la enfermedad y por la soledad sentimental y política. Por suerte para quienes le conocieron y le trataron, el Gramsci íntimo no era sólo rigor moral y sarcasmo apasionado; fue también una persona a veces tierna y desvalida, aunque, eso sí, seguía parapetándose casi siempre, como durante su infancia en la isla, «tras una máscara de dureza o una sonrisa irónica». Tal vez por ello, a pesar de ser, como somos, gentes de otra época, gentes para las que la noche oscura del fascismo es sólo recuerdo del pasado o temor de futuro, las Cartas de la cárcel siguen haciendo en nosotros el efecto de la catarsis.

Pero no querría terminar sin hacerme, sin haceros, otra pregunta: ¿tampoco ahora, en la nueva fase de la historia de Europa que nos ha tocado vivir, hay que compadecerse del hombre Gramsci? ¿Acaso hay que seguir oponiendo sin matices, como lo hizo Palmiro Togliatti, sus palabras a la madre, su gesto heroico en la cárcel, a la contrafigura de Amadeo Bordiga?

Creo que, desde la perspectiva actual, desde lo que hoy sabemos de la historia del comunismo, la respuesta a esta pregunta tiene que ser negativa. Y no sólo porque ahora conocemos mejor la ambivalencia o contradictoriedad del carácter de aquel Antonio Gramsci que escribe a la madre que no quiere compasión. Ni tampoco porque ahora sabemos más acerca de los razonables motivos por los que Amadeo Bordiga (injustamente expulsado del partido comunista en 1930) quedó fuera de la política en los años de hierro. Hay un motivo aún más fuerte que el mejor conocimiento que hoy podamos tener de los protagonistas de aquella historia a la vez tremenda y moralmente sugestiva: la necesidad de reconsiderar a fondo lo que ha sido la educación sentimental, la relación entre sentimientos privados y razón política, en el movimiento comunista y, más en general, en la ya la larga lucha de los humanos en favor de la emancipación.

 

III. Leyendo a Gramsci en el mundo de hoy

Impartida en Pamplona, Universidad: 22 de octubre de 2003

 

De las varias cosas de la obra de Gramsci que, en mi opinión, nos pueden ser de utilidad para entender y ayudar a cambiar el mundo de hoy querría proponernos dos. La primera es su reflexión sobre lengua, lenguajes y política. La segunda su concepción de la política como ética de lo colectivo y más específicamente su propuesta sobre el príncipe moderno. En la primera parte de mi intervención voy a subrayar que reflexión gramsciana sobre lengua, lenguajes y política es una clave para orientarse en el mundo multicultural de hoy. En la segunda parte dialogaré con la concepción gramsciana del príncipe moderno para abordar la discusión que se está produciendo actualmente en el movimiento de movimientos, en el movimiento contra la globalización neoliberal, acerca de lo que podríamos llamar el príncipe posmoderno.

 

I. Las reflexiones histórico-filológicas de Gramsci, y en particular su concepción del lenguaje como actividad conformadora de sentimientos y creencias comunes en unos casos y de fracturas sociales en otros, tuvieron una importancia decisiva no sólo para la elaboración de una teoría de la cultura basada en la idea de reforma moral e intelectual, sino también en la elaboración de la teoría de la hegemonía, que es el centro de la filosofía política del Gramsci maduro.

Hoy en día tiene mucho interés volver a subrayar este aspecto de la obra de Gramsci, más concretamente: su voluntad de construir un lenguaje teórico y político nuevo, su voluntad de comunicación más allá de las jergas del especialista y de las fórmulas establecidas en el marco de una determinada tradición liberadora compartida.

Lo pienso así por dos razones.

En primer lugar, porque me parece que si Gramsci es, de todos los clásicos del marxismo, el que mejor llega hasta nosotros en diferentes países del mundo, el que tiene más cosas que decirnos, esto se debe no sólo a lo que dijo y escribió sino también a cómo lo dijo, a la forma en que lo dijo.

Y en segundo lugar, porque la búsqueda de un lenguaje adecuado en el que poder dialogar entre generaciones, y en el marco de una tradición emancipatoria común, es tal vez la principal tarea prepolítica de la izquierda digna de ese nombre en el arranque del nuevo siglo. La batalla por dar sentido a las palabras de la propia tradición, la batalla por nombrar, por dar nombre a las cosas, es probablemente el primer acto autónomo de la batalla de ideas en este inicio de siglo.

El problema es qué se hace a partir de tal constatación, cómo operar cuando la trivialización de las palabras acaba deshonrando el concepto.

Gramsci descartó dos operaciones contemporáneas que son al mismo tiempo dos opciones históricamente muy difundidas: la utopía de las lenguas fijas y universales y la tendencia paretiana y pragmatista a teorizar abstractamente sobre el lenguaje como causa de error para solventar el problema concreto (esto es, la ambivalencia del lenguaje cotidiano y el diferente uso que de las palabras hacen los «simples» y los intelectuales «cultos») con un «diccionario» propio o mediante la creación de un lenguaje puro (formal o matemático) de uso universal.

Independientemente de lo que se piense acerca de la bondad epistemológica del intento paretiano y russelliano consistente en encontrar lenguajes en los que los términos sean usados unívocamente, e independientemente también de lo que se piense sobre la extensión (más reciente) de tales intentos a la ciencia política, parece evidente que tal pretensión, por sana que fuera, escapa al ámbito de la actividad política colectiva concreta y que, por tanto, en ésta hay que acostumbrarse a la imposibilidad de superar la anfibología, la equivocidad y las metáforas. Ese fue al menos el punto de vista de Gramsci. Admitir esto implica buscar un lenguaje no formal o formalizado, en cierto sentido metafórico también él, en el que puedan entenderse intelectuales y pueblo, de generaciones distintas, y que luchan por una nueva cultura.

Lo diré de otra manera: para poder renovar la tradición marxista y socialista (en un sentido amplio) en los nuevos tiempos hace falta un esfuerzo considerable en lo tocante a la comunicación y comprensión recíproca de experiencias y vivencias entre generaciones, un esfuerzo lingüístico innovador similar al que hizo el propio Gramsci primero en los años de L’Ordine Nuovo y luego en los años de la cárcel.

Este esfuerzo gramsciano se puede caracterizar como sigue. Es un esfuerzo formal y metodológicamente innovador en lo que tiene de presentación de una de las tradiciones del movimiento obrero (la marxista) y, por tanto, ya en la interpretación misma de la obra de Marx; y es sustantivamente innovador en lo que este esfuerzo tiene de pensamiento propio, es decir, de pensamiento que se quiere en continuidad con aquella misma tradición pero que presta particular atención a los problemas socioeconómicos y culturales nuevos, no tocados o no previstos por los principales clásicos de la misma.

La forma que Gramsci ha dado a su discurso, el lenguaje que Gramsci inventa para interpretar a Marx y pensar en continuidad con Marx, innovando, es, ante todo, acentuadamente dialógica.

Quisiera subrayar esto aquí. La forma de Gramsci no es la forma dialéctica tendencialmente «arquitectónica» buscada por Marx en la Contribución a la crítica de la economía política (aludida en su correspondencia con Lassalle a propósito del volumen primero de El capital); ni tampoco la forma «sistema» esbozada por Engels en el Anti-Dühring y en su reflexión sobre el paso del socialismo utópico al socialismo científico; ni la forma «tratado» propiciada por Bujárin; ni la forma casi siempre políticamente instrumental seguida por Lenin en la mayoría de sus obras; ni tampoco la forma «ensayo» que se impuso en buena parte del marxismo «teórico» posterior. La forma del discurso de Gramsci es más bien un diálogo, simultáneo o diferido, a tres bandas: con los clásicos de la tradición (justamente para precisar en qué innovan éstos y por qué la filosofía de la praxis es una filosofía autónoma); con los contemporáneos próximos (para decidir, si es que se puede decidir, acerca de las preocupaciones y problemas del momento, y en ese sentido hay que entender la polémica con Bujárin y, más circuntancialmente, con Trostki); y, finalmente, diálogo consigo mismo, pero sin ensimismamiento, a partir de la reconsideración de las experiencias vividas desde 1917 (y en este sentido se pueden leer algunas de las notas de la rúbrica «Pasado y presente» que recorre los cuadernos de la cárcel).

Por otra parte, Gramsci supo captar muy bien la dimensión política y político-cultural que se oculta, o no siempre se declara, en todo proyecto de normalización lingüística (cuando aflora nuevamente la cuestión de la lengua), empezando por las distintas variantes de la gramática normativa. Hoy, en la época del multiculturalismo pero también de la globalización y de un nuevo ascenso de los nacionalismos y de los particularismos, podemos hacer cotidianamente en Europa la comprobación de hasta qué punto lo que está en juego en polémicas, que en su inicio parecen sólo lingüísticas, filológicas, sociolingüísticas o de antropología cultural, es también la lucha por la hegemonía (cultural, económica y política) entre las distintas fracciones de las burguesías nacionales regionalmente diferenciadas, entre las distintas burguesías de los estados plurinacionales y plurilingüísticos y entre las burguesías y capas medias de estados compuestos con variantes lingüísticas y/o dialectales importantes.

Y, en este sentido, me parece que aproximar las agudas notas de Gramsci sobre «americanismo» a sus consideraciones sobre el transfondo político-cultural de los proyectos históricos de normatividad lingüística, o a sus observaciones sobre lo nacional-popular, todavía puede ayudar bastante a la comprensión racional de lo que está pasando en el marco geográfico europeo. Que no es precisamente halagüeño. Podría decirse incluso que el péndulo de la historia ha cambiado de dirección: mientras que Gramsci evolucionaba desde el autonomismo de juventud hacia una fundamentación de lo nacional-popular con intención internacionalista pero respetuosa de las diferencias, hoy en día, en parte por reacción ante la globalización y la uniformización cultural que ella comporta, se camina, en cambio, hacia una identificación de lo nacional-popular con el autonomismo (en versiones políticas diversas: regionalistas, nacionalistas, independentistas, etc.).

Relevante para entender ese cambio es comparar lo que se apunta en la Europa de ahora con la previsión gramsciana acerca de la evolución de la cultura europea:

Existe hoy [hacia 1930] una conciencia cultural europea y se dan una serie de manifestaciones intelectuales y de hombres políticos que sostienen la necesidad de una unión europea. Se puede decir también que el proceso histórico tiende hacia esa unión y que existen muchas fuerzas materiales que sólo en esta unión podrán desarrollarse. Si dentro de x años esta unión se realiza, la palabra «nacionalismo» tendrá el mismo valor arqueológico que el actual «municipalismo».

No ha sido así. Y el que no haya sido así se debe, entre cosas, a las dificultades que la tradición de la que Gramsci formaba parte ha tenido para integrar la perspectiva internacionalista con el respeto a las diferencias culturales y nacionales. Una de las consecuencias negativas del proceso de rusificación de los partidos comunistas de Europa, advertida ya por Lenin en el IV Congreso de la III Internacional y oportunamente recordada por el propio Gramsci, es que ese proceso obliga a entender con otras categorías, y con otras palabras, temas y asuntos nacionales que a veces tienen difícil traducción. La división que, en ese período, se fue creando entre un «marxismo ruso» y un marxismo llamado «occidental» tiene su origen prepolítico en los problemas de traducción de una concepción de la historia y del hombre (la marxiana) que fue pensada teniendo mayormente in mente los problemas de la lucha de clases en Alemania, Francia e Inglaterra, vertida luego al ruso para que pudiera ser entendida en un océano de campesinos y retraducida luego del ruso (leninista) al alemán, al inglés o al italiano.

Para un intelectual que conociera medianamente bien la obra de Marx, incluso para un intelectual como Gramsci que sentía gran aprecio por la obra de Lenin, este doble proceso de traducción y retraducción, al ruso y desde el ruso, de problemas socioeconómicos y culturales relativamente conocidos tenía que equipararse a una «traición». Puesto que, en cierto modo y también en esto, il tradutore è traditore. Al analizar las controversias políticas de la fase que va de 1924 a 1936 no se ha prestado la atención suficiente a un problema que es previo a la definición propiamente política, a saber: si realmente los interlocutores (rusos, alemanes, húngaros, italianos, franceses, polacos, ingleses, españoles, etc.) entendían las palabras clave de la discusión en el mismo sentido, en la misma acepción. No digamos ya cuando, en ese contexto, se empieza a hablar de la revolución china con términos y conceptos del lenguaje político francés pasado por el ruso.

Gramsci, que ha dedicado algunos párrafos muy agudos de los cuadernos de la cárcel al problema de la traducibilidad de los lenguajes, que ha querido dedicarse él mismo a la traducción, y que ha tenido serios problemas de comunicación incluso con los compañeros de la cárcel al discutir sobre la estrategia de la III Internacional, por fuerza tenía que ser sensible a este problema que estoy planteando. Y que se puede enunciar así: Babel en el internacionalismo de la III Internacional o cómo construir un lenguaje común inteligible entre personas de tantas lenguas y nacionalidades distintas que saben a la vez dos cosas: que los obreros no deberían tener patria (según se dice en el Manifiesto comunista) y que, de hecho, la tienen (como ha quedado probado durante la primera guerra mundial).

Cuando Gramsci se plantea el problema de la traducibilidad de los lenguajes científicos y filosóficos lo que tiene en la cabeza es precisamente el problema de las tradiciones nacionales en el marco de la Internacional. Esta reflexión arranca precisamente con una mención de Lenin según la cual «no hemos sabido traducir nuestra lengua a las lenguas europeas». Gramsci da un sentido prepolítico (lingüístico, cultural y filosófico) a lo que en boca de Lenin era un reconocimiento estrictamente político (no propiamente de traducción de las palabras sino de adaptación de conceptos estratégicos).

En el plano teórico Gramsci argumenta que las condiciones para esa traducibilidad están dadas, o sea, que se había alcanzado una fase histórica en la cual la civilización adquiere ya una expresión cultural fundamentalmente idéntica, por encima de los distintos lenguajes y de las distintas tradiciones aportadas por cada una de las culturas nacionales y de los sistemas filosóficos. Esto último presupone dos cosas.

En primer lugar, la existencia de un marco común, de un terreno cultural compartido por encima de las diferencias lingüísticas. Para Gramsci la historia es siempre «historia mundial», y lo es más en el siglo XX, de manera que las historias particulares viven y se producen en el marco de la historia mundial. Por eso, al constatar que la gramática no puede dejar de ser comparativa, Gramsci pone este comparatismo en relación con la conciencia de que el hecho lingüístico, como cualquier otro hecho histórico, no puede tener confines nacionales estrechamente definidos. O dicho de otra forma, relativiza el hecho nacional diferencial basado exclusivamente en las lenguas. El segundo presupuesto, no explicitado en las notas sobre la gramática pero recurrente a lo largo de los cuadernos de la cárcel, es el reconocimiento de que existe una concepción del mundo o el embrión de una filosofía mundanizada y mundializadora para la comprensión del sentido de las historias particulares en el marco de la historia mundial, algo así como un marco teórico común, que es el materialismo histórico, la filosofía de la praxis.

Pero de hecho, en la práctica cotidiana, la configuración de este terreno cultural compartido, de este lenguaje que se prefigura como expresión de la época, tiene que seguir solventando diferentes obstáculos. Uno de ellos es, precisamente, la tendencia a acentuar de manera exagerada las diferencias nacionales. Gramsci, que ha recogido en los Quaderni la crítica a la rusificación de los partidos comunistas y que ha prolongado la reflexión del último Lenin, autocrítico, descartando un nuevo «napoleonismo» (es decir, la prolongación de las conquistas revolucionarias por la misma vía que siguió Napoleón después de la revolución francesa) y que, además, ha llamando la atención sobre la necesidad de «nacionalizar» el internacionalismo realmente existente (es decir, la necesidad de admitir y valorar las diferencias nacionales en una estrategia compartida), creía, de todas formas, que ay algo así como un «fondo esencial» compartido por las distintas culturas (al menos por las europeas, que son las que toma en consideración) y que este fondo se puede captar, para apropiárselo, con talante histórico-crítico.

El problema de traducir a un lenguaje común una estrategia internacionalista compartida por obreros e intelectuales que hablan diferentes lenguas y pertenecen a nacionalidades distintas se presenta ya desde los primeros años de la Primera Internacional, en el siglo XIX. Y es un asunto que no se puede abordar sólo desde el punto de vista de la solidaridad (espontanea o consciente) de clase. Una parte del movimiento socialista, comunista o anarquista ha actuado desde entonces como si la afirmación según la cual «los obreros no tienen patria» fuera un juicio o una proposición sociológica, resultado de alguna encuesta hecha entre segmentos representativos del proletariado industrial mundial cuando, a poco que se piense, se verá que se trata de una afirmación normativa, de un desiderata, de algo a lo que se aspira racionalmente teniendo en cuenta la tendencia mundializadora o globalizadora del capialismo.

Sólo que los efectos o consecuencias culturales de esta tendencia en la base económico-social del sistema no son, ni tienen por qué ser, de dirección única. El propio Marx se había dado cuenta de la importancia de este problema. En una entrevista que concedió en 1871 a la publicación neoyorquina The World, dijo: «La AIT no impone ninguna forma fija al movimiento político. La AIT está formada por una red de sociedades afiliadas que abarca todo el mundo del trabajo. En cada una de las partes del mundo aparecen aspectos particulares del problema del trabajo; los obreros los tienen en cuenta y tratan de resolverlos a su manera. Pues las organizaciones obreras no pueden ser idénticas en Newcastle y en Barcelona, en Londres y en Berlín. La Internacional no tiene la pretensión de imponerles su voluntad, ni siquiera pretende dar consejos: ofrece a todo movimiento en curso su simpatía y su ayuda, dentro de los límites establecidos por los estatutos.»

Aunque la reflexión sobre el vínculo entre lenguaje y política no siempre sea explícita, sin embargo, la originalidad de Gramsci, y en particular la originalidad de su marxismo, se debe en gran parte a la voluntad de expresar en una forma nueva una nueva forma de hacer política. Esta es una dimensión de la obra de Gramsci que siempre ha sido reconocida por personas de otras tradiciones o de otras culturas: desde el liberal-libertario Piero Gobetti hasta el libertario-anarquista Camillo Berneri y desde Joaquim Maurín en Cataluña hasta Benedetto Croce en Italia.

Gramsci ha llamado varias veces la atención sobre la importancia de los cortes y crisis generacionales en la lucha por la hegemonía, así como sobre la responsabilidad de los mayores, de los viejos y no tan viejos, en esta batalla. La crisis generacional tiene una relación directa con el malestar cultural. Y en ella es esencial encontrar un lenguaje común en el que personas de diferentes edades, que aspiran a transformar el mundo, puedan entenderse y comunicarse vivencias distintas. Gramsci está tratando de plantear ahí, en términos positivos, un delicado asunto al que Turgueniev y Dostoiewski habían dedicado ya algunas páginas notables bajo el rótulo «padres e hijos: liberalismo y nihilismo». Como ese sigue siendo uno de los temas de nuestro tiempo, no será inútil decir aquí unas palabras para prolongar hacia nuestro presente la preocupción de Gramsci.

Efectivamente, uno de los problemas a los que hemos de hacer frente ahora es que el diálogo entre generaciones está mediatizado por la trivialización y manipulación de la historia del siglo XX de que hace gala el «revisionismo» historiográfico. Éste está calando muy hondamente y aparece ya como una ideología muy funcional a los intereses de las clases dominantes en la época de la homogeneización y del uniformismo cultural. Lo que se llama posmodernismo es, en el plano cultural, la etapa superior del capitalismo y, como escribió John Berger, «el papel histórico del capitalismo es destruir la historia, cortar todo vínculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir».

Así ha sido y así es. Y puesto que así es, a los jóvenes que se han formado ya en la cultura de las imágenes fragmentadas hay que hacerles una propuesta distinta de la del gran relato cronológico tradicional para que se interesen por lo que Marx y Gramsci fueron e hicieron, por la tradición socialista marxista; una propuesta, en suma, que restaure, mediante imágenes fragmentarias, la persistencia de la centralidad de la lucha de clases en nuestra época entre los claroscuros de la tragedia del siglo XX. Gramsci pensó en el teatro, en la literatura popular, en la poesía y en la narrativa. Y pensó en la importancia de la palabra (oral y escrita) en términos de concepciones del mundo y de un gran relato histórico. Esa reflexión merece ser prolongada. Es probable que en nuestros días el lenguaje más adecuado para enhebrar el diálogo entre generaciones en el marco de las tradiciones de liberación sea un uso alternativo de la técnica cinematográfica y del vídeo, combinando documentación histórica y pasión razonada.

Gramsci acabó viendo muy bien el riesgo que los intelectuales corren al hacer uso de la ironía y el sarcasmo, desde una situación privilegiada, en su comunicación con los que no tienen nada o apenas nada (y, desde luego, tampoco el dominio de la palabra escrita). No vio tan bien, en cambio, las consecuencias negativas que la transposición de esas formas expresivas tiene en el ámbito de la comunicación privada, de las relaciones íntimas. Todo lo cual deja abierta la reflexión sobre lengua, lenguaje y política a un tipo de consideraciones sobre educación de los sentimientos que Gramsci intuyó pero que no pudo desarrollar.

 

II. ¿En la época de la globalización neoliberal y del nacimiento del movimiento de movimientos es suficiente una reformulación la teoría gramsciana del partido político en la línea del príncipe moderno o se necesita una reflexión completamente nueva acerca de lo que podría ser, para entendernos, el príncipe posmoderno? Esta es una pregunta que empieza a tomar cuerpo en el más importante de los movimientos sociales alternativos del presente, sobre todo a partir del momento en que la gran prensa admitió que la red de redes que se ha ido configurando entre Seatle y Florencia es el antagonista principal del capitalismo imperial en su actual fase.

Hay dos respuestas drásticas a esta pregunta, que yo conozca.

La primera de estas respuestas acepta en lo sustancial la vigencia del punto de vista gramsciano y propugna la transformación del actual movimiento de movimientos en un partido orgánico internacional, acorde con el tipo de mundialización que conocemos. Este punto de vista admite la heterogeneidad sociocultural del movimiento de movimientos y la pluralidad de corrientes que existe en el mismo, pero reivindica su unificación tomando como base un concepto de la política muy parecido al que tenía el propio Gramsci.

La segunda respuesta viene a decir que hay que mantener el fin, o sea, aspirar a cambiar el mundo de base, pero que el medio, o sea, el partido, el príncipe moderno, ya no sirve ni siquiera en la forma gramsciana del intelectual colectivo. La forma partido habría periclitado por su tendencia a la identificación con el Estado, con el poder en toda la extensión de la palabra. De manera que a lo que habría que aspirar es a un contrapoder de forma movimentista que sigue aspirando a cambiar el mundo pero sin tomar el poder. Esta actitud ha sido argumentada recientemente en América Latina por John Holloway.

En sus formulaciones extremas estos dos puntos de vista remiten a posiciones que se dieron ya en la época de la Primera Internacional. Pero no veo motivos fundados para reproducir hoy aquel debate. Sugiero, en cambio, que se puede potenciar un diálogo entre ambos puntos de vista teniendo en cuenta las siguientes consideraciones que se inspiran, a su vez, en el diálogo con Gramsci:

1º. Conviene seguir manteniendo la orientación maquiaveliana de Gramsci sobre lo político. Pues, a pesar del muy extendido desprecio de la política por identificación de ésta con la «alta» política, con la política institucionalizada (que es, en lo esencial, politiquería o diplomacia), el desprecio abstracto de la política (que habría que entender como participación activa de la ciudadanía en la cosa pública) acaba conduciendo, también en nuestro mundo, a distintas formas de hipocresía o de cinismo, de «apoliticismo animalesco» y de qualunquismo. No es sólo que cuando se agudiza el conflicto entre intereses sociales se plantea siempre la necesidad de hacer política, sino que, además, en esa agudización del conflicto, que en la época de la mundialización afecta a países y culturas enteras, se acaba haciendo política hasta en los monasterios.

Todas las propuestas de refundición de lo ético y lo político (y hay varias propuestas bienintencionadas en ese sentido) siguen sonando a discursos premaquiavelianos y, por tanto, premodernos, en un mundo dividido como es el nuestro. Por eso la ampliación gramsciana de la noción de hegemonía más allá del ámbito militar, económico y político, para incluir en ella el primado o preeminencia cultural e intelectual en la formación de un bloque histórico, es todavía sugestiva en la época de la globalización neoliberal.

2º. No está escrito, sin embargo, que la mejor forma de hacer política alternativa en nuestro mundo sea a través del partido político. Recogiendo el léxico gramsciano se podría decir que no están dadas las condiciones para la construcción del príncipe posmoderno, el cual debería ser, obviamente, transnacional; pero tampoco es evidente que estén dadas las condiciones para la disolución de los partidos políticos que hoy se presentan como alternativos. De hecho, hay en el mundo bosquejos de lo primero, de lo que podría ser el príncipe posmoderno transnacional (en la red de redes, en el movimiento de movimientos) y ejemplos de transformación en curso de partidos políticos alternativos en un sentido nuevo (el PT en Brasil, con independencia de lo que se piense sobre la actual política económica y social de Lula).

Por lo tanto, no habría que precipitarse, como a veces se hace desde posiciones neoanarquistas, al declarar la obsolescencia del sistema de partidos, sino valorar qué es lo que ha caducado en la forma de entender el príncipe moderno. Lo cual lleva al punto siguiente.

3º. Lo que ha caducado en la variante gramsciana del partido que un día se llamó leninista es, por un lado, la pretensión de representar al conjunto de la clase social subalterna (dada su fragmentación actual) y, por otro, la pretensión del partido de hacerse Estado e identificarse, en última instancia, con el todo sociopolítico. En el límite, esta identificación ha conducido históricamente a la negación de la noción misma de partido: el partido se convierte en un entero.

Es cierto que, como Gramsci vio muy bien, la tendencia a hacerse Estado sigue latente en todo partido político con realidad social. De hecho cuanta más realidad o implantación social tiene mayores la tendencia del partido a hacerse entero. Pero también lo es que, independientemente de la forma leninista o socialdemocrática, todo partido político que acaba haciéndose Estado limita en última instancia la participación política de las clases subalternas, con lo cual acaba favoreciendo el desprecio de la multitud hacia toda forma de política y, finalmente, el abstencionismo de una parte importante de la sociedad civil. Dicho en términos gramcianos pero dialogando con Gramsci: es mas que dudoso, por lo que sabemos de la historia reciente, que la «función de policía» del partido político pueda juzgarse ya en los términos esquemáticos del «conservadurismo» y del «progresismo».

4º. También ha caducado la organicidad totalizante del príncipe moderno, basada en la idea de que los miembros o afiliados al partido político de las clases subalternas tienen que compartir una (y solo una) determinada concepción del mundo, una ideología (en el sentido positivo que Gramsci daba a la palabra «ideología»), en este caso la marxista.

Aun comprendiendo el papel histórico progresivo que esta organicidad haya podido tener como mito laico para la compactación y unificación de los de abajo, es imposible seguir aspirando a un partido orgánico de esas características en el mundo globalizado de hoy. En primer lugar, porque hace mucho tiempo ya que hay varios marxismos (no sólo uno). En segundo lugar, porque desde un punto de vista epistemológico hay serias dudas de que se pueda seguir manteniendo la noción de marxismo como concepción global del mundo. En tercer lugar, porque la función ideológica globalizadora la cumplen mejor en nuestro mundo las organizaciones religiosas con vocación ecuménica y presencia internacional (algunas personas religiosas piensan incluso que Alá es el único enemigo serio que le queda al capital; otras aspiran a una ética mundial). Y en cuarto lugar, porque aun sin aceptar que la aspiración totalizante en el plano del conocimiento conduzca necesariamente al totalitarismo (como erróneamente han pretendido Popper y otros autores), la organicidad ideológica totalizante repele a la conciencia laica ilustrada del siglo XXI.

Si se admite esto, entonces la reflexión sobre el príncipe posmoderno tendría que hacer con Gramsci lo que Gramsci hizo con el padre de la política moderna: acentuar su republicanismo en un sentido laico y democrático. Lo que para los efectos de lo que aquí se discute quiere decir: pensar con Gramsci para el más allá de Gramsci.

5º. Como no nos está dado prever el día en que la política desembocará en moral y como casi toda la tradición social-comunista ha llegado finalmente a la conclusión de que no puede haber comunión laica de los santos, mientras tanto, o sea, mientras se configura el príncipe posmoderno, habrá que poner el acento en la batalla de ideas dentro y fuera de las organizaciones sociopolíticas existentes.

Pero, por otra parte, el centro de la batalla de ideas no debería ser ahora la controversia ideológica, en la que, como decía sarcásticamente el poeta austríaco Erich Fried, «tu Marx tira de la barba a mi Marx», sino la reflexión concreta y particularizada acerca de cómo y por qué lo que empieza siendo mera división técnica de tareas en el seno de los partidos y organizaciones sociopolíticas acaba convirtiéndose, en la mayoría de los casos, y contra la intención de muchos, en división social (o tendencialmente social) fija; tendencia esta constantemente reproducible y que está en la base de la constitución de aquello que analógicamente se llama «clase política».

Esta reflexión implica repensar cómo y en qué medida la profesionalización y tecnificación de la política institucional arruina casi siempre las buenas intenciones de las organizaciones que se presentan como alternativas y por qué se ha profundizado tanto la división entre gobernantes y gobernados incluso en el interior de los partidos políticos que criticaban la política tradicional. Para hacerse una idea de lo que esta división significa basta con preguntarse: ¿Cuántos obreros u obreras en la producción, o sea, no liberados, hay hoy en los parlamentos estatales o regionales de los diferentes países en los que hay democracia representativa?

Resumiendo: el punto de partida para pensar sobre el príncipe posmoderno no debería ser una reproposición de la idea totalizante del partido orgánico. Y para acabar de decidir, después de dialogar, acerca de las dos respuestas drásticas esbozadas arriba habría que plantearse simultáneamente si de verdad nos encontramos de nuevo en una de esas situaciones que Gramsci llamaba crisis orgánicas y de autoridad. Pues de ello depende el que se pueda hablar en serio, no sólo especulativa o metafóricamente, de la cuestión del poder cuando se propone cambiar el mundo sin tomar el poder. El amplio desarrollo cuantitativo y cualitativo alcanzado durante los dos últimos años por la red de redes, por el movimiento de movimientos, parece a veces apuntar hacia eso, hacia una nueva crisis de autoridad. Pero si, a pesar de lo que se apunta, no estuviéramos propiamente en una crisis de hegemonía moral e intelectual sino sólo en una crisis del hegemonismo norteamericano consolidado militar y económicamente desde 1990, entonces seguramente convendría recuperar aquella otra idea gramsciana según la cual incluso el movimiento libertario, que se presenta a sí mismo como puramente educativo, moralista o de cultura, es partido político, aunque lo sea en un sentido indirecto, no orgánico.

 

Notas

[1] NE. Crítica publicó en 1985 una traducción de Miguel Candel, un gran amigo del autor, del Q11, con prólogo (mayo de 1985, el último de sus escritos largos) de Manuel Sacristán: «El undécimo cuaderno de Gramsci en la cárcel» (Véase M. Sacristán, Pacifismo, ecologismo y política alternativa, Barcelona, Público-Icaria, 2009, pp. 238-268).
[2] NE. Véase FFB, Albert Einstein. Ciencia y conciencia, Vilassar de Dalt: Retratos de El Viejo Topo, 2005. Estudios complementarios sobre Einstein serán publicados en las próximas fechas en esta serie de Espai Marx.
[3] NE. Véase sobre este punto: «El pez cornudo en el estanque helado. A propósito de la Historia de la Rusia soviética de Edward H. Carr». En 1917. Variaciones sobre la Revolución de Octubre, su historia y sus consecuencias, Vilassar de Dalt: El Viejo Topo, 2017, pp. 135-140.
[4] NE. El autor lo supo por experiencia propia.
[5] NE. Expresión que hizo muy suya un amigo del autor, Francesc Xavier (Javier) Pardo, recientemente fallecido.
[6] NE. Para siempre.

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