Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Siete tesis sobre la política estadounidense

Dylan Riley y Robert Brenner

Durante las semanas posteriores a las elecciones legislativas estadounidenses de medio mandato de noviembre de 2022, el estado de ánimo en el área intelectual del Partido Demócrata osciló entre la ansiedad exasperada y la autocomplacencia eufórica. Las funestas advertencias de una «ola roja», que otorgaría amplias mayorías en el Congreso al Partido Republicano, se trastocaron en júbilo por la salvación de la democracia. En realidad, los resultados fueron muy dispares. Los Republicanos se hicieron con la Cámara de Representantes por una estrecha mayoría, mientras que los Demócratas conservaron su frágil control del Senado. Los Republicanos arrasaron además en Florida y ganaron un puñado de distritos en Nueva York. Los derechos reproductivos tuvieron una noche netamente buena, pero los Demócratas obtuvieron pésimos resultados entre los votantes blancos sin estudios universitarios, dado que, según una encuesta, los Republicanos ganaron más del 70 por 100 del voto de los mismos1.

Se han ofrecido varias explicaciones para los resultados del Partido Republicano, más débiles de lo esperado, en el contexto de un presidente profundamente impopular y una inflación elevada. Entre las principales hipótesis figuran la escasa «calidad como candidatos» de muchos de los contendientes respaldados por Trump; la anulación por el Tribunal Supremo de la garantía constitucional del derecho al aborto con la sentencia Dobbs vs. Jackson este pasado verano; y la participación relativamente alta entre los votantes jóvenes (27 por 100). Todos estos factores tienen algo de plausible, pero pasan por alto la cuestión más general. La política estadounidense ha experimentado un cambio tectónico en los últimos veinte años, que se halla vinculado a las profundas transformaciones estructurales registradas en el régimen de acumulación. Estas transformaciones aún no se han esbozado y teorizado adecuadamente y los imprevistos resultados de las elecciones de mitad de mandato del pasado noviembre son una buena ocasión para empezar a hacerlo.

Lo que ofrecemos aquí no es un razonamiento acabado, sino un conjunto de siete tesis telegráficas, sustentadas por pruebas empíricas, que están concebidas para provocar un debate más profundo sobre estas cuestiones fundamentales. Para ello, comenzaremos con un breve esbozo de la coyuntura actual y una aclaración de términos.

1

Durante la mayor parte del siglo xx, los partidos políticos estadounidenses representaron diferentes coaliciones de capitalistas, que apelaban a los votantes de la clase obrera aduciendo que promoverían el desarrollo económico, ampliarían las oportunidades de empleo y generarían ingresos para invertir en bienes públicos. Esta era la «base material del consentimiento», que determinaba el éxito de los partidos en las urnas: una versión local de la política que dio forma a la mayoría de las democracias capitalistas durante el largo periodo de expansión de posguerra. En Estados Unidos ello produjo importantes oscilaciones electorales y grandes mayorías en el Congreso para el bando ganador: Eisenhower en 1956, Johnson en 1964, Nixon en 1972. Ese panorama político ha desaparecido. A partir de la década de 1990, y definitivamente desde 2000, Republicanos y Demócratas se alternan en el poder gracias a estrechísimos márgenes de victoria. Ganar unas elecciones ya no implica apelar a un vasto centro cambiante, sino que depende de la participación y la movilización de un electorado profunda pero estrictamente dividido.

Esta nueva estructura electoral está relacionada con el surgimiento de un nuevo régimen de acumulación, que podemos denominar provisoriamente capitalismo político. En el capitalismo político, el poder político puro, y no la inversión productiva, es el determinante clave de la tasa de rentabilidad. Esta nueva forma de acumulación está asociada a una serie de nuevos mecanismos de «fraude políticamente constituido»2. Entre ellos se incluye una serie creciente de exenciones fiscales, la privatización de activos públicos a precios de saldo, la flexibilización cuantitativa y los tipos de interés ultrabajos para promover la especulación bursátil y, sobre todo, el gasto público masivo dirigido directamente a la industria privada y dotado de efectos de puro goteo para el conjunto de la población: la Medicare Prescription Drug, Improvement, and Modernization Act (2003) de Bush Jr; la Affordable Care Act (2010) de Obama; la Coronavirus Aid, Relief, and Economic Security Act (2020) de Trump; y el paquete legislativo constituido por la American Rescue Plan Act (2021), y la Infrastructure Investment and Jobs Act (2021), la chips and Science Act (2022) y la Inflation Reduction Act (2022), leyes todas ellas promulgadas por Biden3. La totalidad de estos instrumentos de extracción de excedente son abierta y obviamente políticos. Todos ellos permiten obtener beneficios no mediante la inversión en instalaciones, equipos, fuerza de trabajo e insumos para producir valores de uso, sino, por el contrario, mediante la realización de inversiones en política4. Esta nueva estructura es el fundamento real de la principal conclusión extraída por Piketty: que la tasa de rentabilidad del capital supera ahora a la tasa de crecimiento (aunque el propio Piketty, en nuestra opinión incorrectamente, presenta este hecho como una vuelta a la normalidad capitalista tras el periodo excepcional de la larga expansión económica de posguerra)5.

El surgimiento del capitalismo político ha reconfigurado profundamente la política. En cuanto a las elites, ello se ha traducido en niveles vertiginosos de gasto en las campañas electorales y de corrupción explícita a gran escala. En cuanto a las masas, ello ha significado el desmoronamiento del anterior orden hegemónico, ya que en un entorno de crecimiento persistentemente bajo o nulo –«estancamiento secular»– los partidos ya no pueden funcionar en virtud de programas de crecimiento, esto es, no pueden gestionar un «compromiso de clase» en el sentido clásico del término. En estas condiciones, los partidos políticos se convierten en coaliciones fundamentalmente fiscales en lugar de productivistas. Antes de pasar a formular las correspondientes hipótesis sobre el funcionamiento de estas coaliciones, conviene aclarar los términos que utilizamos para efectuar nuestro análisis de clase de esta situación.

2

Las clases sociales, en nuestra opinión, son posiciones estructurales vinculadas por relaciones de explotación. La clase dominante extrae el esfuerzo del trabajo, es decir, «explota», a la clase subordinada. Ese esfuerzo laboral es la base del control de la clase dominante sobre el excedente social, que a su vez le otorga un papel protagonista en la determinación de la dinámica general de desarrollo de la sociedad en cuestión. Surgen diferentes estructuras de clase a partir de los modos cualitativamente específicos mediante los cuales las clases dominantes extraen el esfuerzo laboral de sus subordinados. Por ejemplo, en el capitalismo los propietarios de los medios de producción extraen normalmente el esfuerzo laboral de los trabajadores durante el proceso de producción tras la compra de su fuerza de trabajo –la capacidad de trabajar– en el correspondiente mercado. En cambio, en el feudalismo los señores feudales no suelen extraer el esfuerzo laboral en el proceso de producción propiamente dicho, sino después, mediante la aplicación o la amenaza del uso de la fuerza. De estas posiciones generales se desprenden varias cuestiones.

En primer lugar, el propósito del «análisis de clase» es, en nuestra opinión, identificar el centro neurálgico del conjunto del orden social a fin de organizar su posible trascendencia. No se trata, por lo tanto, pace al desaparecido y brillante Erik Olin Wright, de una teoría de la «estratificación social», ni de un procedimiento destinado a proporcionar una cartografía social de las «oportunidades vitales». De hecho, las categorías de las ciencias sociales predominantes son mucho mejores para realizar tal tarea que el análisis de clase. El trabajo de Olin Wright constituye una admisión tácita de este hecho en el sentido de que su «mapa de las clases», organizado en función de los criterios de la propiedad, la autoridad y la formación, no está relacionado con su teoría marxista subyacente de lo que es la clase: un conjunto de posiciones entrelazadas constituidas por relaciones de explotación6. Así, especialmente en condiciones capitalistas, pueden existir diferencias abismales en cuanto a las «oportunidades vitales», los ingresos y el estilo de vida realmente existentes en el seno de la clase obrera. De hecho, en el curso normal de las cosas cabría esperar que las verdaderas relaciones de clase fueran cuasi invisibles como realidad cotidiana para la mayoría de los actores sociales durante la mayor parte del tiempo.

En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, nuestro uso de la expresión «política de clase» se refiere a la politización de la principal relación de explotación existente en la estructura de clase objeto de discusión. En la sociedad capitalista ello significa la politización de la relación trabajo asalariado/capital y, en particular, los intentos de ejercer un control político sobre cómo se invierte el excedente social. La política de clase en este sentido es un acontecimiento raro; en las sociedades capitalistas avanzadas la mayor parte de la política tiende a ser política no de clase, como se explica a continuación en la Primera Tesis. Finalmente, nuestro argumento postula que está surgiendo una nueva estructura de explotación en el mundo capitalista avanzado; en consecuencia, también debemos estar asistiendo a la aparición de una nueva estructura de clase articulada en torno a relaciones de «redistribución políticamente diseñada hacia quien ya dispone de mayor renta y riqueza». Hemos intentado, aunque de forma breve y telescópica, caracterizar estas nuevas relaciones de clase utilizando las nociones de coaliciones fiscales y grupos de estatus. Para comprender su especificidad debemos situar el momento presente en la perspectiva teórica e histórica adecuada.

3

Primera Tesis. Desde la década de 1990 ha surgido una nueva política no de clase, sino sólidamente material. La escena política estadounidense presenta desde hace tiempo un aspecto profundamente paradójico: aunque está omnipresentemente estructurada por la clase, se caracteriza por una ausencia casi total de «política de clase»7. Los partidos, en sus cúspides, atienden a distintas fracciones del capital, pero en sus bases se orientan respecto a distintas fracciones de la clase obrera. Así, ni el Partido Republicano ni el Partido Demócrata son, ni han sido nunca, un «partido de la clase obrera»; es correcto interpretar estos partidos como partidos del capital. Sin embargo, a pesar de esta orientación fundamental, ambos deben tratar de apelar a los intereses materiales de aquellos que «solo poseen su propia fuerza de trabajo», ya que este sector constituye la gran mayoría de la población estadounidense. Cualquier partido que compita en la política electoral debe responder en cierta medida a los intereses de la clase obrera. A pesar de que se hable de política de la identidad y de «valores posmateriales», la política estadounidense tiene una clara base material de masas, pero no es una política de clase, porque naturalmente ni Demócratas ni Republicanos pretenden movilizar contra el capital a los muchos trabajadores que les votan; como tampoco pretenden ejercer un control político efectivo sobre el mismo, especialmente en la era del «capitalismo político». Así pues, de acuerdo con nuestra formulación, contamos con una política de intereses materiales sin que contemos con una política de la clase obrera.

Esta interpretación se basa en una comprensión particular de la relación existente entre la política de la clase obrera, la estructura de clase y la formación de clase. Sostenemos que la estructura de clase en el capitalismo infradetermina la política de clase. Esta infradeterminación, inherente a la estructura de las relaciones de explotación vigente en el capitalismo, es particularmente aguda en Estados Unidos por razones históricas, dos de las cuales merecen ser destacadas: la aparición a partir de la década de 1870 de un sistema racializado de control laboral en el Sur (el sistema de «Jim Crow»); y la inmigración de masas, que creó los fundamentos para proceder a la estratificación «étnica».

4

En el nivel más abstracto, los trabajadores y trabajadoras que persiguen sus intereses económicos en el capitalismo pueden elegir entre dos estrategias principales: la individualista y colaboracionista de clase y la organizada en torno a la acción colectiva basada en la clase8. Mediante la primera estrategia, en cierto modo la más natural, los trabajadores persiguen sus intereses como propietarios de la «mercancía especial», esto es, la fuerza de trabajo. Esta estrategia puede adoptar muchas formas, pero fundamentalmente toda la política no de clase basada en los intereses materiales de los trabajadores se centra en mejorar los salarios y las oportunidades de empleo en el seno del sistema de apropiación privada, lo cual no es una «política de clase» de la clase obrera, porque en este tipo de política los trabajadores no actúan, ni se conciben a sí mismos, como una clase. En un polo de esta política no de clase se sitúa la negociación colectiva; en el otro, la política antiinmigración y racista. En Estados Unidos hoy en día, dado su gran colectivo de trabajadores dotado de un nivel de educación relativamente alto, la titulación académica y la defensa del valor de los títulos académicos constituye también una habitual estrategia no de clase. Las distintas fracciones de la clase obrera organizadas tienden a unirse en lo que Weber denominó «grupos de estatus para proteger el valor del trabajo», desplegando medios político-ideológicos para gestionar la competencia. Esta forma de política tiende a fragmentar y aislar a los trabajadores entre sí.

La alternativa es la «política de clase» de la clase obrera. Los trabajadores que siguen una estrategia de clase vinculan las demandas redistributivas a un intento más amplio de ejercer el control político sobre el excedente social producido por los trabajadores y trabajadoras y apropiado por el capital. También se conciben a sí mismos como miembros de una clase en una sociedad dividida por clases. La búsqueda de una política de la clase obrera siempre es arriesgada para los trabajadores individuales, ya que requiere que un gran grupo actúe en solidaridad. Siempre es tentador, y a menudo muy racional, que los individuos se aparten de la estrategia de clase y opten por el planteamiento del grupo de estatus en su intento de aumentar los beneficios de la venta de su correspondiente unidad de fuerza de trabajo. Mientras tanto, el único mecanismo que puede mantener unidos a los trabajadores como «clase», y no como un «saco de patatas» de vendedores de fuerza de trabajo, es la lucha de clases. La importancia de la lucha de clases reside, por lo tanto, no solo en la pugna entre el trabajo y el capital, sino también –y ello es igualmente importante– en la lucha por transformar a los propietarios de la fuerza de trabajo, intrínsecamente aislados y atomizados, en un agente colectivo a fin de romper el rígido caparazón de la forma mercancía y poner en movimiento a la clase obrera como sujeto histórico. Como dijo Rosa Luxemburg, extrayendo las lecciones pertinentes de la Revolución Rusa de 1905: «El proletariado requiere un alto grado de educación política, de conciencia de clase y de organización. Todas estas condiciones no pueden cumplirse mediante panfletos y octavillas, sino solo mediante la escuela política viva, mediante la lucha y en la lucha, en el curso continuo de la revolución»9. La política de clase de la clase obrera, en resumen, se constituye en el contexto de la lucha de clases.

La política de la clase obrera en este sentido ha sido un acontecimiento muy inusual en la historia estadounidense. Solo se verificó en dos breves periodos durante el siglo xx. El primero, que se extendió entre 1934 y 1937, registró la aprobación de la National Labor Relations Act en 1935 (derogada en 1948). El segundo, que se extendió desde mediados de la década de 1960 hasta principios de la de 1970, trajo consigo la Vote Rights Act y los programas de la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson. Estos episodios de política de clase se agotaron, sin embargo, rápidamente. Los estratos políticos reformistas surgidos de los mismos consiguieron algunos logros materiales para los ciudadanos de a pie, pero solo en las condiciones económicas favorables del largo periodo de expansión económica de posguerra. Cuando este se desvaneció, dando paso a la larga recesión posterior, los líderes sindicales burocratizados y los políticos del Partido Demócrata solo pudieron imponer concesiones a su base de masas.

5

Desde la década de 2010 se ha producido un repunte de la lucha de clases, pero los miembros de la clase obrera siguen persiguiendo sus intereses de forma abrumadora como propietarios de la fuerza de trabajo, y no como clase. Esto no quiere decir que nada haya cambiado10. Fundamentalmente ahora existe una variedad mucho mayor de puntos de partida desde los cuales pueden perseguirse políticas de colaboración de clase o políticas basadas en los correspondientes grupos de estatus. Hasta la década de 1980 estas políticas podían describirse en términos generales como reformistas o «socialdemócratas», basadas, como todas las políticas socialdemócratas, en la perspectiva del crecimiento económico, pero la política del periodo actual ni siquiera alberga la esperanza del crecimiento, lo cual redunda en una política de redistribución de suma cero verificada principalmente entre diferentes grupos de trabajadores. Es una política distinta de la política socialdemócrata no porque no sea una política de clase –lo cual también es cierto para la socialdemocracia–, sino porque no es una política basada en el crecimiento. Así, los dos principales partidos políticos estadounidenses ya no se constituyen como modelos de crecimiento alternativos, sino, por el contrario, como coaliciones fiscales diferentes: la política de Make America Great Again (maga), que pretende redistribuir los ingresos arrebatándoselos a los trabajadores no blancos e inmigrantes, y el neoliberalismo multicultural, que pretende redistribuir los ingresos hacia las personas con un alto nivel educativo11. Ambas políticas tienden a atomizar y fragmentar a la clase obrera.

6

Con este marco conceptual en mente, permítasenos ofrecer algunos datos básicos sobre el carácter de la clase obrera estadounidense. Como primera aproximación, la clase obrera puede conceptualizarse en términos de su relación con los principales activos de la sociedad. Trabajadores y trabajadoras son todos aquellos que no disfrutan de ingresos procedentes de rentas, dividendos o pagos de intereses. Como muestra el cuadro 1, solo el 21 por 100 de los hogares estadounidenses son propietarios de activos (excluida la propiedad de la vivienda), lo que deja aproximadamente al 79 por 100 de los mismos sin acceso a tales formas de ingresos. Podría pensarse que ello exagera el tamaño de la clase obrera, ya que quizá exista un gran grupo de trabajadores autónomos que no disfrutan ni de activos ni de ingresos salariales. Pero, como muestra el cuadro 2, soo alrededor del 11 por 100 de los hogares tiene ingresos por cuenta propia procedentes de la actividad del trabajo autónomo y muchos de ellos son, sin duda, asalariados encubiertos. Si cruzamos estos dos hechos objetivos, podemos establecer un límite inferior para la extensión cuantitativa de la clase obrera. Incluso suponiendo que todos los hogares con ingresos por cuenta propia sean propietarios de sus principales medios de producción y no dependan de los salarios, el 68 por 100 de la población estadounidense pertenecería a la clase obrera.

Cuadro 1: Hogares perceptores de intereses, dividendos o rentas netas de alquiler

Perciben intereses, dividendos o ingresos netos

procedentes de alquileres

25.218.729

20,6 %

No perciben intereses, dividendos ni ingresos netos

procedentes de alquileres

97.135.490

79,4 %

Hogares

122.354.219

100 %

Fuentes: Social Explorer; US Census Bureau.

Cuadro 2: Hogares perceptores de ingresos procedentes del trabajo autónomo

Perciben ingresos procedentes del trabajo autónomo

13.437.280

11 %

No perciben ingresos procedentes del trabajo autónomo

108.916.939

89 %

Hogares

122.354.219

100 %

Fuentes: Social Explorer; US Census Bureau.

En consecuencia, a este nivel de generalidad, la afirmación de Marx de que la clase obrera del siglo xix constituía la «gran mayoría» de la sociedad capitalista sigue siendo correcta12.

7

Sería el colmo de la estupidez dogmática, sin embargo, no reconocer las profundas divisiones existentes en el seno de la clase obrera, divisiones que nunca han sido adecuadamente cartografiadas en la tradición marxiana. El problema solo puede esbozarse aquí aduciendo unas pocas indicaciones empíricas referidas a la educación, los sectores del mercado de trabajo y la «raza». Empecemos por el fenómeno de la educación: hoy en día es un lugar común en Estados Unidos equiparar a las personas «sin estudios universitarios» con la «clase obrera». Desde un punto de vista teórico, esta fusión es muy problemática, porque la «educación» no es un recurso comparable a la propiedad de bienes. Un título colgado en la pared, por muy prestigiosa que sea la institución concedente, no produce ingresos. En nuestra opinión, cualquier concesión a las nociones de «capital cultural», «capital humano» o «clase profesional-empresarial» es, en última instancia, una capitulación ante una de las más antiguas patrañas ideológicas de la sociedad burguesa: la idea de que esas sociedades están formadas predominantemente por propietarios independientes que venden sus mercancías en el mercado. Incluso el trabajador más excelsamente formado, si carece de bienes, debe entrar en una relación salarial, es decir, debe subordinarse al capital para ganarse la vida.

Esto no significa que la educación sea económicamente irrelevante; por el contrario, en Estados Unidos la educación está claramente correlacionada con salarios más altos13. La distribución de la población según la posesión, o no, de un título de educación superior nos dice, por lo tanto, algo importante no tanto sobre la clase obrera, como sobre una fracción significativa de la misma. Si tenemos esto presente, es cabal que nos planteemos la siguiente pregunta: ¿qué porcentaje de la población estadounidense disfruta, al menos potencialmente, de los beneficios de una titulación superior? Como muestra el cuadro 3, un tercio de la población estadounidense mayor de 25 años tiene un título universitario, mientras alrededor del 38 por 100 solo tiene estudios secundarios o equivalentes. Queda el 29 por 100 con «alguna formación universitaria», a menudo un «título asociado» de dos años en una especialidad profesional, como, por ejemplo, enfermería. En los niveles superiores del sistema educativo terciario, los porcentajes son realmente reducidos. Solo el 9 por 100 tiene un máster y apenas el 2 por 100 tiene un «título de escuela profesional», como el que se exige para ser médico, o un «título de doctor», como sucede en el doctorado. Cabe destacar que la mayoría de la población estadounidense se enfrenta al mercado laboral como mano de obra básicamente no cualificada.

La clase obrera también es heterogénea en cuanto a su composición sectorial. Los trabajadores de los sectores ocupados previamente por la «clase obrera histórica» constituyen una clara minoría: las rúbricas de «Agricultura, silvicultura, pesca y caza, y minería», «Construcción», «Industria manufacturera» y «Transporte y almacenamiento, y agua, gas y electricidad» representan en su conjunto aproximadamente el 24 por 100 de la población empleada, mientras que la categoría única de «Servicios educativos, sanitarios y de asistencia social» constituye más del 23 por 100. Es probable que una parte sustancial de quienes trabajan en estos sectores tengan algún tipo de titulación académica.

Cuadro 3: Nivel de estudios de la población de 25 años o más

Menos de enseñanza secundaria

25.562.680

11,5 %

Título de educación secundaria (o equivalente)

59.421.419

26,7 %

Algún tipo de estudios universitarios

64.496.416

28,9 %

Licenciatura

45.034.610

20,2 %

Máster

20.210.271

9,1 %

Título de Escuela Profesional

4.863.846

2,2 %

Doctorado

3.247.592

1,5 %

Población de 25 años o más

222.836.834

100 %

Fuentes: Social Explorer; US Census Bureau.

Por supuesto, la clase obrera estadounidense también está profundamente dividida por la «raza». Alrededor del 70 por 100 de la población se identifica como «blanca» y alrededor del 13 por 100 como «negra», pero las variaciones regionales son amplias; por ejemplo, el 56 por 100 de los californianos se identifica como «blanco» y el 6 por 100 como «negro». Además, la categoría de «latino» o «hispano» es transversal a la de «blanco». A escala nacional, alrededor del 10 por 100 de la población «blanca» se identifica como «hispana» o «latina», lo que significa que los «blancos no hispanos» representan aproximadamente el 60 por 100 de la población estadounidense, constituyendo alrededor del 40 por 100 en los grandes estados receptores de inmigración como California, Texas y Florida. Estas identidades constituyen, como es bien sabido, un terreno fértil para la política no de clase o de grupos de estatus.

Cuadro 4: Sector laboral de ocupación para la población civil de 1G años o más

Agricultura, silvicultura, pesca y caza y minería

2.658.413

1,7 %

Construcción

10.416.196

6,7 %

Industria manufacturera

15.617.461

10,0 %

Comercio al por menor

3.971.773

12,6 %

Comercio al por mayor

17.195.083

11 %

Transporte y almacenamiento; Agua, gas y electricidad

8.576.862

5,5 %

Información

3.066.743

2.0 %

Finanzas y seguros; Sector inmobiliario; Alquiler y leasing

10.319.201

6,6 %

Servicios profesionales, científicos y de gestión; Servicios administrativos; Servicios de gestión de residuos

18.312.454

11,8 %

Servicios educativos; Asistencia sanitaria y social

36.315.008

23,3 %

Arte, entretenimiento y ocio; Servicios de alojamiento y alimentación

14.651.909

9,4 %

Otros servicios excepto Administración Pública

7.516.616

4,8 %

Administración Pública

7.271.189

4,7 %

Población civil ocupada total de 1G años o más

155.888.980

100 %

Fuentes: Social Explorer; US Census Bureau.

¿Cómo resumir esta configuración básica? La clase obrera, entendida como aquella que no posee activos y, por lo tanto, debe subsistir obteniendo ingresos salariales, constituye entre el 68 y el 80 por 100 de la totalidad de los hogares estadounidenses. Pero esta clase está profundamente dividida por el nivel educativo, el sector de actividad económica y la «raza». Estas divisiones están arraigadas en la lógica de una configuración global en la que los propietarios del capital están efectivamente exentos de cualquier intento de efectuar una redistribución significativa. Esta perspectiva nos permite reunir la educación y la raza en un único marco conceptual. La «titulación» y la «raza» pueden concebirse como formas de clausura social surgidas en el seno de la clase obrera estadounidense, la cual se halla organizada principalmente en función de criterios de redistribución interna. Para decirlo de la forma más concisa posible, la «blanquitud» o la «natividad» deben entenderse como el título de licenciatura de quienes no han cursado estudios universitarios, y la posesión de este debe entenderse como la «blanquitud» o «natividad» de quienes han cursado estudios universitarios.

8

Segunda Tesis. El bidenismo ofrece keynesianismo sin crecimiento. El bidenismo es un fenómeno peculiar. Para caracterizarlo con precisión primero tenemos que reconocer la ambiciosa escala de la agenda del gobierno de Biden. El proyecto de ley Build Back Better aprobado por la Cámara de Representantes, controlada por los Demócratas, en septiembre de 2021 se basaba, al igual que sus predecesores, en la generosidad para con el capital implementada mediante instrumentos políticos; cuantificada en 2,2 billones de dólares, no solo rivalizaba en volumen con la Coronavirus Aid, Relief, and Economic Security Act (2020), sino que de haber sido aprobada habría introducido nuevas medidas, aunque limitadas, en pro del seguro sanitario universal, la baja familiar remunerada, el cuidado infantil subvencionado y la educación infantil. Su redimensionada sustituta, la Inflation Reduction Act (ira), promulgada en agosto de 2022, aporta 738 millardos de dólares a lo largo de diez años mediante una combinación fiscal de dos tercios de recortes impositivos y un tercio de gasto directo destinados a estimular el capitalismo verde –empresas de energía solar y nuclear, agroindustria, eficiencia energética doméstica, vehículos eléctricos–, reducir el precio de los medicamentos y ampliar la financiación vigente a la Affordable Care Act, aprobada por Obama en 2010 (64 millardos de dólares desembolsados a lo largo de tres años).

La nueva agenda presenta, sin embargo, dos peculiaridades. La primera se refiere a sus condiciones de emergencia. Aunque la versión estadounidense del Estado del bienestar keynesiano nunca fue consecuencia directa de la política de clase, dado que tuvo al menos tanto que ver con la movilización en tiempos de guerra, históricamente se basó, sin embargo, en una oleada previa de militancia de la clase obrera. Por el contrario, la política expansiva posterior a 2020 no tiene esa base, siendo en gran medida una respuesta fortuita a la pandemia de la covid-19 y quizá también a la rivalidad con China; de hecho, la continuidad entre bidenomics y trumponomics radica precisamente en este hecho14. La segunda peculiaridad es el entorno económico en el que opera la nueva agenda. Todos los demás Estados del bienestar keynesianos se han basado en una economía en proceso de crecimiento; la bidenomics, en cambio, es un programa de gasto financiado mediante el endeudamiento público verificado en un entorno de ausencia de crecimiento económico. Hay muy pocos indicios de una recuperación real de la rentabilidad del sector industrial estadounidense.

9

¿Cómo entender entonces a esta extraña criatura? Una breve narración de cómo Biden llegó a ocupar su puesto actual puede ser útil en este sentido. La campaña presidencial de Hillary Clinton de 2016 estaba tan netamente comprometida con el neoliberalismo como lo habían estado los tres gobiernos anteriores y apelaba a la base electoral natural del Partido Demócrata constituida por la fracción de la clase obrera en posesión de títulos educativos y perfilada por los términos gemelos de la profesionalidad y la diversidad, pero sin proponer prácticamente nada relacionado con el crecimiento económico. Si hubiera ganado Clinton, ello habría representado la continuación de la hegemonía del neoliberalismo multicultural en su forma pura.

La sorprendente victoria de Trump bloqueó ese camino. Esta ruptura electoral con el neoliberalismo multicultural se vio agravada por la pandemia. Aunque el propio Trump se resistió en todo momento a dar una respuesta obvia y racional a la crisis de la covid-19, su gobierno abrió, no obstante, el camino hacia una nueva forma de política debido a la necesidad ineludible de contrarrestar la pandemia. El Estado federal intervino masivamente para mantener las vidas de muchos estadounidenses de clase obrera, lo contrario de lo que Trump y sus colaboradores proclamaban que querían hacer, lo cual produjo una situación extraña en la que Trump desacreditaba las propias políticas que su gobierno implementaba, especialmente con respecto a las mascarillas y la vacunación masiva.

Estas contradicciones se interpretaron erróneamente como debilidades personales. En realidad, el comportamiento errático de Trump concentraba y ejemplificaba las contradictorias circunstancias históricas que llevaron a los Republicanos a convertirse en el primer partido estadounidense en avanzar hacia una renta básica garantizada. El constante autodescrédito en el que incurrió Trump, sus ridículas formulaciones sobre la lejía como antídoto contra la covid, etcétera, eran un intento de no reconocer que las políticas a las que le obligó la pandemia eran adecuadas y eficaces. Su gobierno podía reclamar legítimamente cierto crédito por el desarrollo extraordinariamente rápido de vacunas eficaces, pero como el propio Trump descubrió, ello podía alejar seriamente a sus bases coaguladas en torno al lema Make America Great Again15.

Biden emergió triunfante sobre las ruinas del proyecto de Clinton una vez que los movimientos entre bastidores de la cúpula del Partido Demócrata orquestaron la derrota de Bernie Sanders. El bidenismo es también, sin embargo, y de manera crucial, un fenómeno específicamente posterior a Trump. Para ganar en 2020 Biden tuvo que aprovecharse de las contradicciones históricas que se encarnaban biológicamente, por así decirlo, en el descerebramiento de Trump. Inicialmente Biden tenía, por consiguiente, el viento a su favor, porque parecía el mejor líder político disponible en la lucha contra la covid-19, lo cual, por su propio desenvolvimiento, forzó una ruptura más allá de la política neoliberalmulticultural de Clinton, a pesar de que Biden había sido un neoliberal incondicional de Delaware desde la década de 1990. Como muestra su agenda doméstica, Biden llegó a personificar, breve y accidentalmente, algo así como un nuevo New Deal. La respuesta presupuestaria de Trump y Biden ante la recesión de la covid-19 verificada entre marzo de 2020 y marzo de 2021 ascendió a más de 5 billones de dólares, cantidad cinco veces superior al estímulo fiscal inyectado en 2008 y equivalente prácticamente a la cuarta parte del pib estadounidense. Crucialmente, 1,8 billones de dólares de este paquete de ayuda fueron directamente a individuos y hogares a través de cheques de estímulo y subsidios de desempleo, completados con 600 dólares semanales asignados entre marzo y julio de 2020, con una ronda adicional de cheques de 2.000 dólares desembolsados en enero de 202116. A todo ello, la posterior legislación de Biden aprobada en 2021-2022 –esto es, la Infrastructure Investment and Jobs Act (2021), la chips and Science Act (2022) y la Inflation Reduction Act (2022)– añadió otros 2 billones de dólares.

De un modo extraño, pues, la covid-19 ha representado el equivalente funcional del tipo de política de clase que habían contribuido a generar los paquetes de políticas públicas del New Deal y de la Gran Sociedad, si bien las peculiaridades de la génesis de esta agenda también marcaron sus límites, porque aunque el gobierno de Biden, que se había preocupado de adular e incorporar a sanderistas aquiescentes, entre ellos el propio Sanders, propuso políticas objetivamente favorables a los trabajadores, todo ello se hizo sotto voce dentro de las limitaciones impuestas por la renuncia total a cualquier intento de redistribuir los beneficios. El destino del experimento de Biden también estuvo determinado por las condiciones económicas imperantes. La prosecución de un programa presupuestario muy semejante al seguido durante el New Deal, pero en un entorno de nulo crecimiento capitalista como hubiere sido necesario para garantizar su éxito, ha contribuido, como era de prever, al aumento de la inflación, ya avivada por los cambios en la demanda registrados durante la era pandémica y por las interrupciones de la cadena de suministros, seguidos ambos procesos por las subidas de los precios de los alimentos y los combustibles provocados por la guerra de Ucrania. A su vez, la crisis del coste de la vida ha desacreditado a Biden a escala nacional. Así pues, la paradoja de la bidenomics podríamos resumirla concisamente de este modo: un paquete de políticas relativamente favorable a la clase obrera ha desembocado en una profunda impopularidad, que le ha acarreado índices de desaprobación a mitad de mandato equiparables a los de Trump17.

10

Tercera Tesis. La hipótesis del «desalineamiento de clase» es un marco inadecuado para entender la política contemporánea estadounidense. De acuerdo con este planteamiento, cuyo exponente de izquierda más sofisticado e informado es Matt Karp, en un tiempo la política estadounidense era una política de clase, pero ahora está estructurada por la identidad18. El análisis del «desalineamiento de clase» postula una política que trataría de repolarizar a la población en términos de clase, lo cual, de acuerdo con esta línea de pensamiento, constituyó la base del reformismo en sus manifestaciones del New Deal y de la Gran Sociedad. Esta posición exagera el carácter de clase de la política estadounidense antes del colapso de la coalición del New Deal y subestima su sólida base material, pero obviamente no de clase, vigente en el periodo actual.

Para decirlo de nuevo: las políticas reformistas o características del Estado del bienestar en Estados Unidos (y en otros lugares) nunca fueron el resultado directo de la insurgencia de clase. Al menos igual de importante fue la movilización en tiempos de guerra, que no solo sacó a Estados Unidos de la Gran Depresión, sino que también produjo muchas de las políticas más ambiciosas de la época: la construcción del sistema hospitalario de veteranos, por ejemplo, o la Servicemen’s Readjustment Act de 1944, que contemplaba los programas de asistencia en beneficio de los exmilitares estadounidenses. Además, la continuación del «Estado del bienestar» estadounidense, comparativamente mínimo, encontró su base de apoyo principal no tanto en la clase obrera, como en el estrato de funcionarios reformistas que surgieron de los raros y breves brotes de política de clase mencionados anteriormente. El proyecto político de este grupo de funcionarios sindicales y operativos del Partido Demócrata a mediados de siglo estaba orientado a garantizar la rentabilidad continuada del capitalismo estadounidense, ya que consideraban, con razón, que la rentabilidad era la piedra angular de su propia viabilidad. Así pues, este estrato trató sistemáticamente de imponer soluciones individualistas y colaboracionistas a los trabajadores, considerando su movilización autónoma como una amenaza. Cuando el largo periodo de crecimiento económico se convirtió en la larga recesión posterior, este mismo estrato ofreció poco más que la austeridad a los trabajadores a los que ostensiblemente representaba. Por lo tanto, no tiene fundamento alguno confundir el Estado del bienestar keynesiano estadounidense con la política de clase.

En segundo lugar, la noción de desalineamiento de clase no ofrece una descripción positiva del fundamento de la política estadounidense en el momento presente. Aunque capta el importante hecho de los continuos esfuerzos realizados por el Partido Demócrata por atraer a los trabajadores blancos –y, cada vez más, a los trabajadores no blancos– carentes de título universitario, no logra explicar cómo los trabajadores blancos, en tanto que trabajadores blancos, o los trabajadores nativos, en tanto que trabajadores nativos, están siendo de nuevo movilizados en la coalición del Partido Republicano. Tampoco explica el hecho, igualmente desconcertante, de que los trabajadores con un alto nivel educativo lo estén siendo por la coalición del Partido Demócrata19. Quizá lo más sorprendente de la política estadounidense actual es que el Partido Republicano haya hecho un esfuerzo concertado realmente exitoso para cortejar a la fracción menos educada de la clase obrera estadounidense; de hecho, su fortuna política se halla cada vez más ligada a este estrato20. Pero describir estos cambios tectónicos como arraigados en la «identidad» es engañoso o, al menos, realmente insuficiente.

Las pruebas son en la actualidad abrumadoras. Los cuadros 5, 6 y 7 indican la naturaleza y el alcance del problema para los Demócratas. En las elecciones para el Congreso, los titulares de una licenciatura se inclinaron por el Partido Demócrata en un porcentaje de 14 puntos. Los no licenciados constituyen la imagen especular de estas cifras, inclinándose por el Partido Republicano aproximadamente en 15 puntos. Entre los licenciados blancos la diferencia es similar, pero los blancos no licenciados indican su preferencia por los candidatos republicanos por un margen de 32 puntos. Un cuadro similar emerge de los índices de aprobación de Biden y Trump. La aprobación de Biden está completamente por debajo de la media entre los votantes sin titulación universitaria: dos tercios de los votantes sin titulación universitaria lo desaprueban, una cifra que se eleva a casi el 75 por 100 entre los votantes blancos sin titulación universitaria. Por el contrario, entre los que poseen un título universitario su aprobación ronda el 50 por 100. En el caso de Trump, la pauta de comportamiento es la inversa. Entre el conjunto de los votantes en posesión de un título universitario, Trump está por debajo en 28 puntos, mientras que entre los votantes que no lo poseen goza de una ligera ventaja. El patrón es similar para los blancos con título universitario, donde Trump está 25 puntos por debajo, mientras que entre los blancos no titulados universitarios, disfruta de un margen positivo de 14 puntos.

Cuadro 5: Preferencia de voto de los candidatos

Licenciatura o más

No licenciatura

Blanco con licenciatura o más

Blanco sin licenciatura

Candidato Demócrata

55 %

39 %

52 %

31 %

Candidato Republicano

41 %

54 %

45 %

63 %

No sabe

4 %

7 %

6 %

Fuente: The New York Times Siena Poll.

Cuadro 6: Aprobación de Joe Biden como presidente

Licenciatura o más

No licenciatura

Blanco con licenciatura o más

Blanco sin licenciatura

Aprueba

49 %

31 %

47 %

24 %

Desaprueba

47 %

66 %

48 %

74 %

No sabe

4 %

3 %

5 %

1 %

Fuente: The New York Times Siena Poll.

Cuadro 7: Opinión sobre Donald Trump

Licenciatura o más

No licenciatura

Blanco con licenciatura o más

Blanco sin licenciatura

Favorable

35 %

49 %

37 %

56 %

No favorable

63 %

45 %

62 %

42 %

No sabe

3 %

6 %

1 %

3 %

Fuente: The New York Times Siena Poll.

Este desplazamiento de los trabajadores blancos sin titulación universitaria hacia el Partido Republicano se entiende mejor no como un proceso de desalineamiento de clase, sino, por el contrario, como consecuencia de la apuesta exitosa efectuada por el Partido Republicano de apelar a los intereses de una fracción concreta de la clase obrera en términos nativistas y racistas21. El punto clave es que el paso de este segmento los Republicanos no debería explicarse en términos de actitudes o prejuicios, sino que, por el contrario, esas actitudes deberían considerarse como el resultado de la situación objetiva de esta fracción de clase. La organización de la clase obrera blanca como blanca, o de los trabajadores nativos como nativos, es en muchos sentidos una estrategia racional para aquellos trabajadores que tienen la oportunidad de constituirse como tales en un contexto en el que la identidad de clase no es evidente en ninguna parte. Al mantener alejados a los inmigrantes y a los no blancos, la clase obrera blanca, o nativa, pretende aumentar el valor y el atractivo de su fuerza de trabajo, lo cual no implica que dicha estrategia se base en un análisis preciso o que tenga probabilidades de éxito. Se trata simplemente de que las preferencias políticas de las personas sin estudios universitarios son comprensibles desde un punto de vista pragmático sin tener que atribuir a este grupo un fanatismo que no tiene.

La misma lógica debería aplicarse a los trabajadores con un nivel educativo relativamente alto que votan al Partido Demócrata. Este es un paso que muy pocos analistas dan, optando por el contrario por argumentar habitualmente, de forma inverosímil, que quienes poseen una titulación universitaria se hallan motivados por «valores» y no por intereses económicos. Pero los «valores» fundamentales que defienden estos votantes coinciden notablemente con sus intereses materiales, que residen en la valoración de la profesionalidad experta, lo cual es probablemente más evidente en la aceptación de la ciencia como valor ideológico. Aunque claramente menos regresiva que su homóloga maga, esta ideología neotecnocrática desempeña una función social análoga a la hora de articular una estrategia para aumentar el valor del tipo particular de fuerza de trabajo –dotada de títulos académicos en lugar de blanca– que está muy extendida en la coalición demócrata. Y ello constituye, por supuesto, en tan escasa medida una manifestación de la política de la clase obrera como su contraparte republicana. Como organizaciones de masas, los dos partidos están, por lo tanto, anclados en diferentes partes de la clase obrera: los Republicanos en su fracción menos educada y los Demócratas entre quienes poseen una titulación universitaria. En ambos casos, sus llamamientos se enmarcan en términos que presentan a los trabajadores como pequeños propietarios de la fuerza de trabajo. Este tipo de política tiende a fragmentar aún más a la clase obrera y a alejar aún más la política de clase de la misma, aunque –en realidad porque– apela a intereses materiales muy específicos.

11

Cuarta Tesis. El éxito relativo del Partido Demócrata en las elecciones de medio mandato de 2022 es un reflejo de su particular base social. Dado el carácter de las bases de masas tanto del Partido Republicano como del Partido Demócrata no es sorprendente que el segundo parezca ahora superar al primero en las elecciones de medio de mandato. Sin duda, seguirá haciéndolo, porque la base demócrata, al ser más culta, tiene más probabilidades de participar en la política electoral. Aunque el Partido Republicano es el que más se beneficia actualmente de las inequidades de la Constitución, los Republicanos tienen ahora la desventaja de estar firmemente ligados a la fracción del electorado con menos probabilidades de acudir a las urnas en las elecciones de medio de mandato22. En los términos de nuestro análisis, el propio éxito de los Demócratas en este ciclo electoral se basa en la naturaleza fragmentada de la clase obrera estadounidense, lo cual probablemente, fortalecerá, haciendo que sea aún más improbable que esta actúe como una fuerza social coherente. Para decirlo de la forma más directa posible: el Partido Demócrata no consigue atraer a sus bases apelando a una política de la clase obrera, sino apelando a los trabajadores en términos explícitamente no de clase.

12

Quinta Tesis. La izquierda estadounidense se halla atrapada por tres ilusiones sobre la política nacional. Para entender la política estadounidense es de suma importancia comprender la estrategia electoral del Partido Demócrata. En este sentido, tres ilusiones habituales han plagado el análisis de la izquierda. La primera es la noción de que el camino obvio hacia el éxito electoral es apelar a la clase obrera estadounidense en «términos de clase». Los Demócratas rara vez lo han hecho, incluso, de hecho especialmente, no lo hicieron en su periodo de apogeo durante el New Deal. Esta ilusión se basa implícitamente en una idea errónea previa: que el Partido Demócrata ha sido un fracaso electoral en los últimos años. De hecho, la cuestión no es por qué los Demócratas no han ganado más escaños, sino por qué lo han hecho tan bien en los últimos tres ciclos electorales verificados desde 2018. Los resultados de las elecciones de medio de mandato de 2022, que de nuevo parecen haber desafiado gran parte del pensamiento convencional, fueron exitosos según estándares históricos comparables. Siguieron a unas elecciones de 2020 en las que el aspirante demócrata derrotó a un presidente en funciones, que contaba con una base supermovilizada y que ganó más votos que ningún otro candidato en la historia, aparte del que le derrotó en las mismas.

Así pues, es incorrecto presentar a los Demócratas como irracionalmente partidarios de una estrategia no de clase. El actual Partido Demócrata no tiene ningún interés en apelar a su base política en términos de clase. El éxito del Partido se basa en ganarse a una fracción de la clase obrera en términos explícitamente no de clase. Dado el electorado real del Partido Demócrata –esa fracción de la clase obrera que depende de las credenciales académicas para aumentar el valor de su fuerza de trabajo–, sus estrategias electorales y sus candidatos no son irracionales; han sido sorprendentemente eficaces. Los operativos demócratas seguirán interviniendo lógicamente en las primarias republicanas para promover a los candidatos más extravagantes, como hicieron en 2022, porque son más fáciles de derrotar mediante reivindicaciones directas de representar la racionalidad contra la insensatez. Esa fue la lección obvia que todo operativo competente extrajo de las elecciones de mitad de mandato. En otras palabras, es probable que el éxito electoral del Partido Demócrata esté negativamente correlacionado con la política de clase, de modo que la reaparición de dicha política supondría una amenaza electoral.

La segunda ilusión habitual en el análisis de la izquierda es la idea de que el gobierno de Biden ha aplicado políticas domésticas tímidas, débiles o decepcionantes. Esto contradice toda la experiencia histórica desde principios de 2020. De hecho, ninguna gobierno desde Lyndon B. Johnson ha propuesto el tipo de iniciativas domésticas que ha propuesto Biden, lo cual habría quedado absolutamente claro si el gobierno hubiera disfrutado de una ventaja ligeramente superior en el Congreso. Como ya hemos comentado, el bidenismo ha estado plagado de contradicciones, pero no le falta ambición en el frente doméstico.

La tercera ilusión, corolario de las dos precedentes, une las previas para afirmar que la impopularidad de Biden y las bregas electorales del Partido Demócrata se derivan de la timidez de sus políticas. Pero dado que Biden, y los Demócratas en general, han tenido en realidad un éxito electoral notable, y dado que también han llevado a cabo algunas políticas sorprendentemente ambiciosas, esta posición solo puede describirse como una ilusión agravada. Los problemas políticos a los que se ha enfrentado Biden derivan, de hecho, de las limitaciones del capitalismo político como sistema de acumulación. La nueva estructura política a la que ha dado lugar impide la construcción de coaliciones hegemónicas de crecimiento y el fenómeno asociado a estas, que es la obtención de victorias electorales apabullantes. En su lugar produce una feroz e intensamente divisiva política de redistribución de suma cero, organizada en gran medida en torno a conflictos de intereses materiales presentes en el seno de la clase obrera.

13

Sexta Tesis. El compromiso de clase de suma positiva es imposible en el periodo actual. La base del Estado del bienestar, tanto en Estados Unidos como en Europa, siempre ha sido una alta rentabilidad y altas tasas de inversión registradas en el sector industrial manufacturero, las cuales, sin embargo, siguen siendo débiles (incluso los sectores supuestamente más dinámicos de la nueva economía están sumidos en una penosa situación de crisis). El capitalismo político sigue firmemente en su lugar, lo que significa que la redistribución del capital al trabajo será extremadamente difícil, si no imposible, debido a la dependencia de los beneficios de la redistribución políticamente organizada hacia quien ya dispone de mayor renta y riqueza. Es quizá este hecho, por encima de todo, el que explica el repentino retorno de la inflación. La inflación es lo que se obtiene cuando se persiguen políticas de gasto público financiadas mediante el déficit vía endeudamiento en ausencia de un capitalismo dinámico.

14

Séptima Tesis. La ideología natural del bidenismo es el progresismo, no la socialdemocracia. Hay una especificidad del bidenismo que aún no hemos destacado lo suficiente: su perfil ideológico distintivo. En dirección y tono, las políticas de su gobierno representan los intereses de la fracción educada de la clase obrera estadounidense dentro del contexto del capitalismo político, porque esta es la base obvia del Partido Demócrata. En este aspecto, el bidenismo se parece mucho al «progresismo» de finales del siglo xix. El ideal social de su gobierno es una economía de mercado no distorsionada por monopolios y gestionada por una elite abierta, meritocráticamente reclutada y diversa. La herramienta utilizada para poner en práctica esta visión es el Estado regulador, incluida una proliferante burocracia adornada por los rasgos de la diversidad, la equidad y la inclusión, que tiene el beneficio colateral de proporcionar puestos de trabajo bien remunerados para los miembros de la propia clase obrera educada. Las consignas de este proyecto son «equidad» y «justicia»: términos que no describen en absoluto un ideal social, sino un estado de cosas entre individuos.

Todo esto está realmente muy lejos de la noción de control democrático del excedente social. Necesitamos un lenguaje para describir el nuevo proyecto bidenista, siendo «neoprogresismo» quizá el mejor término para hacerlo. En contenido e intención sigue estando tan lejos del socialismo como lo están sus socios socialdemócratas y neoliberales. Se trata, sin embargo, de una formación histórica específica, que debe teorizarse y estudiarse en sus propios términos.

15

Una nota final. Ofrecemos estas tesis con un espíritu experimental y provisorio. Aunque toscas e inacabadas, esperamos que indiquen al menos algunas de las cuestiones esenciales que debemos abordar frontalmente, si deseamos comprender la actual fase política, que se antoja sumamente extraña. Los viejos tópicos y modelos de pensamiento, desgastados por el tiempo, serán inadecuados para navegar por los escenarios inéditos que se avecinan.

 

Notas

1«Exit Polls 2022», nbc News, fuente: National Election Pool, consultado el 7 de diciembre de 2022.

2 Robert Brenner, «Introducing Catalyst», Catalyst, primavera de 2017, p. 11.

3 Luigi Zingales, A Capitalism for the People: Recapturing the Lost Genius of American Prosperity, Nueva York, 2012, pp. 44, 79, 45, contiene un excelente material descriptivo sobre el fenómeno: el 43 por 100 de los beneficios del gigante agrícola Archer-Daniels-Midland estaba vinculado a productos subvencionados por el Estado, como el jarabe de maíz y el etanol, mientras que el número de asignaciones específicas contenidas en proyectos de ley federales pasó de 10 en 1982 a 4.128 en 2005. Zingales también ofrece un vívido relato del funcionamiento de los gigantes hipotecarios Fannie Mae y Freddie Mac, descritos como enormes monopolios privados, que «utilizan sus conexiones políticas para ganar dinero a costa de los contribuyentes».

4La enorme intensificación de los grupos de presión podría entenderse como una forma de «acumulación política», diferente, por supuesto, de su antepasado feudal, pero no por ello menos distintiva.

5 Thomas Piketty, Capital in the Twenty-First Century, Cambridge (ma), 2014, pp. 449-450 [ed. orig.: Le capital au xxie siècle, París, 2013; ed. cast.: El capital en el siglo xxi, Madrid, 2014]. Piketty muestra que la tasa de rentabilidad del capital supera, sustancialmente la tasa de crecimiento desde 2012, pero no explica muy bien el significado de esta inversión.

6 Para una excelente exposición de la diferencia que media entre la clase entendida como «oportunidades vitales» y la clase comprendida en el sentido marxiano, véase Erik Olin Wright, «The Shadow of Exploitation in Weber’s Class Analysis», American Sociological Review, vol. 67, núm. 6, 2002. No es sorprendente que dividir a la población por ocupación en lugar de por clase ofrezca una visión mucho más precisa de las «oportunidades vitales», véase, por ejemplo, Kim Weeden y David Grusky, «The Case for a New Class Map», American Journal of Sociology, vol. 111, núm. 1, julio de 2005.

7 En palabras de Mike Davis, refiriéndose a finales del siglo xix: «La creciente proletarización de la estructura social estadounidense no ha ido acompañada de una tendencia similar hacia la homogeneización de la clase obrera como colectividad cultural o política. Las estratificaciones generadas por las posiciones diferenciales ocupadas en el proceso de trabajo social se han fortalecido por mor de antagonismos étnicos, religiosos, raciales y sexuales profundamente arraigados en el seno de la clase obrera». Davis ofrece un análisis que podría leerse como una versión materialista del excepcionalismo estadounidense, véase Mike Davis, «Why the us Working Class Is Different» nlr i/123, septiembre-octubre de 1980, p. 15; ed. cast.: «Por qué la clase obrera estadounidense es diferente», nlr 31, marzo-abril de 2005, pp. 97-99.

8 Robert Brenner, «The Paradox of Social Democracy: The American Case», en Mike Davis, Fred Pfeil y Michael Sprinker (eds.), The Year Left: An American Socialist Yearbook, Nueva York, 1985, p. 39.

9Rosa Luxemburg, «The Mass Strike, the Political Party and the Trade Unions» [1906], en Peter Hudis y Kevin B. Anderson (eds.), The Rosa Luxemburg Reader, Nueva York, 2004, p. 182; ed. cast.: Huelga de masas, partido y sindicato, Madrid, 2015.

10 R. Brenner, «The Paradox of Social Democracy: The American Case», cit., p. 85.

11 Dylan Riley, «Líneas de fractura», nlr 126, enero-febrero de 2021.

12 Esta constatación también se corresponde con la investigación de Piketty, que muestra que el 50 por 100 inferior de la distribución de ingresos no posee casi nada. Sobre Estados Unidos, Piketty escribe: «El decil superior posee el 72 por 100 de la riqueza estadounidense, mientras que la mitad inferior solo posee el 2 por 100», Capital in the Twenty-First Century, cit., p. 322.

13 Para una descripción vívida de las desigualdades producidas por el sistema de educación superior estadounidense, véase David Grusky, Peter Hall y Hazel RoseMarkus, «The Rise of Opportunity Markets: How Did It Happen and What Can We Do?», Daedalus, vol. 148, núm. 3, verano de 2019, pp. 19-45. Los autores describen los ingentes recursos que las familias de «clase media» gastan en educación privada. Lo que no subrayan adecuadamente es que las familias que más asiduamente persiguen estas estrategias siguen siendo asalariadas, como probablemente lo serán sus hijos.

14 «Podría ser así, pero la política económica de Biden podría considerarse también como un intento de remodelar el régimen capitalista impulsado por la deuda y monetizado centralmente hacia una forma más compensatoria: una tercera vía de nuevo cuño, impulsada tanto por la conmoción populista como, sobre todo, por la fricción competitiva con una China en auge», Susan Watkins, «Cambios de paradigma», nlr 128, mayo-junio de 2021.

15 Jill Colvin, «Trump reveals he got covid-19 booster shot; crowd boos him», Associated Press, 20 de diciembre de 2021.

16 Véase la serie tripartita de Richard Duncan, «2008 vs 2020», Macro Watch, Third Quarter 2022.

17 Amina Dunn, «Biden’s job rating is similar to Trump’s but lower than that of other recent presidents», Pew Research Center, 20 de octubre de 2022.

18 Véase Matt Karp, «The Politics of a Second Gilded Age», Jacobin, núm. 40, 2021. Karp escribe: «Los trabajadores de cuello azul siguieron estando profundamente divididos por la geografía, la raza, la religión, la etnicidad o, en una palabra, por la identidad y la cultura a tenor de cuyo patrón los sureños y los católicos blancos votan por los Demócratas, mientras los protestantes y los afroamericanos (en los casos y ubicaciones en las que pueden votar), votan por el Partido Republicano», p. 99. No disputaremos que estas divisiones fueron cruciales, pero pondríamos reparos ante la idea de que estas implicaban la identidad como opuesta a los intereses materiales. De hecho, las diferencias de identidad activas en el seno de la clase obrera estadounidense son profundamente materiales.

19 Thomas Piketty tiene razón cuando escribe: «Si el Partido Demócrata se han convertido en el partido de quienes poseen elevadas credenciales educativas, mientras que quienes poseen menos se han refugiado en el Partido Republicano, ello se debe a que este último grupo cree que las políticas respaldadas por los Demócratas cada vez satisfacen menos sus aspiraciones», Capital and Ideology, Boston (ma), 2020, p. 834; ed. orig.: Capital e idéologíe, París, 2019; ed. cast.: Capital e ideología, Barcelona, 2019.

20 El programa del republicanismo de clase obrera característico del Partido Republicano se halla bien conceptualizado en Nicholas Lemann, «The Republican Identity Crisis after Trump», The New Yorker, 23 de octubre de 2020. Lehmann bosqueja un escenario de «reversalismo» a tenor del cual el Partido Republicano, bajo la dirección quizá de Marco Rubio o Josh Hawley, se convierte en el hogar natural de la clase obrera estadounidense.

21 Ambos no son equivalentes. Es probable que el «nativismo» adquiera más protagonismo que el «racismo», si los Republicanos consiguen explotar su atractivo para el conjunto de la fracción de trabajadores que no poseen un título universitario.

22 Por el contrario, como ha observado Matt Karp, para los Demócratas «la migración a un electorado de más alto nivel significa que es más probable que ese electorado vote en elecciones no pautadas convencionalmente [off-year elections]». Véase la entrevista con Seth Ackerman, «Democrats May Have Won More Suburban Votes in the Midterms. That Doesn’t Bode Well», Jacobin, 11 de noviembre de 2022.

Fuente: New Left Review 138, ene-feb 2023

Un comentario en «Siete tesis sobre la política estadounidense»

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