Alma, formas, democracia
Alberto Scarponi
Traducción del prólogo a la edición italiana, preparada por el propio Scarponi, del libro de Lukács L’uomo e la democrazia, el texto con el que vamos a trabajar en nuestro seminario Lukács, empezando con dicho prólogo.
En 1968 György Lukács tenía ochenta y tres años pero, lejos de retirarse, trabajaba activamente en una obra, en un libro: la Ontología del ser social, es decir, en los dos mil folios mecanografiados que consideraba debían contribuir decisivamente a inaugurar una nueva época: la del renacimiento del marxiano. Con esa intención intelectual —corroborada psicológicamente por el hecho de haber sido por fin readmitido, el año anterior, en el Partido (el Partido Comunista Húngaro), tras una antesala que duraba desde hacía más de diez años— Lukács reflexionaba sobre cuanto estaba ocurriendo en el mundo.
Doce años antes, en los dramáticos días entre octubre y noviembre de 1956, tras la insurrección popular, la semana de vida del gobierno Nagy —del que Lukács había formado parte—, la represión de los carros de combate soviéticos y el restablecimiento del orden, el partido comunista húngaro (que desde 1948 se llamaba Partido de los Trabajadores Húngaros) fue nuevamente refundado con el nombre de Partido Socialista Obrero Húngaro. Sin embargo, el traspaso de los afiliados de un partido al otro no se consideró automático: había que presentar solicitud expresa. Lukács, que en ese momento se hallaba deportado en Rumanía precisamente por su participación en el derrocado gobierno de Nagy, entregó sin falta dicha solicitud a su regreso a Budapest en 1957. Ninguna respuesta, de ningún tipo, durante una década, hasta 1967, cuando el Partido, estimando alcanzada la “consolidación” política del país, finalmente la aceptó.
En el reducido grupo de sus discípulos-amigos circuló entonces un chascarrillo: el Partido se había afiliado a Lukács. Era la percepción irónica de la constancia con que, durante décadas —y precisamente desde antes incluso de la publicación, en 1911, de los ensayos titulados El alma y las formas, donde había investigado la vida intelectual europea como un «intento», un tantear el terreno; pero luego, con la composición afanosa de Sobre la pobreza del espíritu, en la que había combatido dramáticamente contra el fracaso del intelectual enteramente volcado en la «obra» y por ello sordo a la «vida» —y por tanto incapaz de responder a la necesidad de revolución que tenía el mundo—, Lukács había buscado desde siempre el nexo ontológico, real —en suma, ético— entre pensamiento y acción, entre intelectualidad y revolución precisamente; en lo concreto de lo cotidiano, entre conciencia y política. Y ahora sabía que había encontrado ese eslabón perdido en el descubrimiento marxiano del trabajo (un complejo antrópico constituido por la cadena: necesidad–conciencia–realidad–deseo–conocimiento–finalidad–acción–valor–medida): el trabajo como categoría fundante del ser humano, de su historia impregnada de posible —y, por tanto, de incertidumbre— y de autoteleología, es decir, de voluntad de sí, individual y colectiva. En 1918, el sentido de aquella necesidad de revolución le había inducido a la elección «ética» del comunismo, acto moral, subjetivo, voluntarista, visible solo desde la parte del sujeto; ahora, cincuenta años después, sabía en cambio que estaba ante un umbral objetivo —solo posible, sí, pero objetivo—, frente al eventual tránsito de la prehistoria a la historia del hombre. Aquí la palabra comunismo ya no tenía el matiz de bella bandera, de acontecimiento-acción que confía a una racionalidad invisible su propia intención de futuro: ya no era revolución, sino obra revolucionante, trabajo.
He aquí a Lukács entonces en un estado de ánimo activo y, con tal disposición espiritual, mirando a la gran crisis cultural del sistema capitalista, la que después sería encasillada bajo la etiqueta sintética precisamente de «el Sesenta y Ocho». Simultáneamente estaba —y no podía no estar— una crisis cultural igualmente grande del sistema socialista. Esta última, sin embargo, tenía ya su propia historia a cuestas, centrada como estaba en el shock del XX Congreso del PCUS en 1956, con la denuncia del estalinismo contenida en el «informe secreto» de N. Jrushchov y las novedades teóricas enunciadas en esa misma circunstancia: a saber, que la paz era posible o, como se prefirió decir, que la guerra no era inevitable y que, por el contrario, podía iniciarse una coexistencia entre ambos sistemas, todavía en antagonismo entre sí, pero mediante una competición pacífica.
Con todo, la situación, para Lukács en 1968, no se presentaba ni clara ni buena en cuanto a orientaciones generales. A su juicio, el movimiento de contestación de los valores consolidados que en Occidente venía creciendo entre los jóvenes —y no solo entre los jóvenes— debería haber encontrado un punto de referencia positivo en las realizaciones del socialismo; sin embargo, este no lograba en absoluto salir del estado de shock en que había entrado en 1956 y, paradójicamente, las corrientes de reforma dentro de los países socialistas tomaban en gran parte como modelo precisamente los valores del mercado, es decir, la economización de la vida, aquella misma que las jóvenes generaciones occidentales querían poner en crisis difundiendo su ideología del derecho al consumo (aunque, en cuanto ideología débil y abstracta, amenazaba luego, en la dialéctica de las cosas, con volcarse en una cultura del consumismo, o sea, de nuevo, en economización, en mercantilización de la vida).
Había, pues, que intervenir para poner a foco —ante todo en el plano teórico— qué no podía ser el socialismo, en qué debía autocriticarse y hacia dónde, por su propia naturaleza, se encaminaba históricamente. De ahí que Lukács estuviera dispuesto a aprovechar una ocasión cotidiana banal: la petición de una revista occidental de una colaboración que le permitía detenerse específicamente en estos temas. En la primera mitad de 1968 aceptó, pues, escribir un ensayo sobre la democracia en la sociedad burguesa. Fueron luego los propios acontecimientos —con la Primavera de Praga y su represión, de nuevo a cargo de carros de combate, soviéticos y no solo soviéticos— los que impulsaron una ampliación del discurso; pero —como veremos— a Lukács, en cualquier caso, por razones teóricas, no le habría sido posible excluir de su razonamiento el tema de la democracia en el socialismo.
El ensayo que de ese modo empezaba a perfilarse fue efectivamente redactado a lo largo de aquel año, pero no llegó nunca a publicarse. Desaparece. Y durante mucho tiempo se lo mencionó, entre los especialistas, como un misterioso “escrito sobre la democracia”, del que nadie conocía ni el contenido ni el título exacto. Al menos uno de los corresponsales del autor, en realidad, había tenido noticia directa de él, por carta, precisamente durante su redacción. Fue de hecho Frank Benseler, el curador de las obras completas de Lukács en alemán (es decir, en la lengua original en la que redactaba sus escritos filosóficos y teóricos) —y que, por tanto, debía ser el primero en enterarse del asunto— quien recibió el aviso.
En realidad, Benseler aguardaba buenas noticias sobre el texto de la Ontología del ser social, que quería publicar. Lukács le previno entonces con cautela, una primera vez el 2 de septiembre de 1968, de que había un retraso; venía acariciando «la idea de escribir un amplio ensayo sobre los problemas socio-ontológicos de una democratización actual (en ambos sistemas)». Una veintena de días después, el 23 de septiembre, se vuelve más explícito: «Por el momento no estoy todavía trabajando en la revisión de la Ontología porque quiero comprender con claridad si soy capaz de formular la cuestión de la democratización para una publicación menor».
Como aclarará al inicio de esa «publicación menor», una vez concluida, prefiere usar el término democratización, porque lo que este designa es un proceso, no un estado. Además, debió de tratarse de un desarrollo conceptual interno al propio trabajo de escritura —desarrollo, por lo demás, conectado, como veremos, con el gran trabajo de reflexión llevado a cabo en la Ontología del ser social—, porque, mientras en el manuscrito inicial de esta «publicación menor» escribe siempre «democracia», en un segundo momento, donde puede, corrige sistemáticamente por: «democratización». Por ahora, en todo caso, nos interesa subrayar hasta qué punto esa «publicación menor» parece importarle a Lukács, tanto como para hacerle posponer el trabajo sobre la obra ontológica, que sin embargo considera fundamental.
Hay, en efecto, urgencias políticas que empujan a adelantos y desarrollos. En el agosto checoslovaco, recién ocurrido, ve algo más que la simple represión, por parte soviética, de un intento de liberalizar el régimen. Para Lukács, una parte y la otra —más allá de los derechos conculcados, de los intereses y de las intenciones— carecen de perspectiva histórica; en su lenguaje, carecen de perspectiva ontológica: permanecen encerradas dentro del horizonte bloqueado, político, del estalinismo, la una como reacción (occidentalizante) frente a él, la otra como continuidad con él. Es urgente, por tanto, afrontar el tema antiestalinista por excelencia: el de la democratización, entendida, sin embargo, como proceso histórico de formación del hombre.
El leve acento de duda en la carta a Benseler sobre sus propias capacidades para sacarlo adelante no es en absoluto un rasgo de estilo: indica más bien la conciencia de tener entre manos una idea nueva que, como todas las ideas nuevas, requiere un trabajo esmerado para llegar a poseer la fuerza persuasiva de la plenitud conceptual.
Lukács, no obstante, siguió adelante con optimismo. Hasta el punto de poner en marcha ya acuerdos para la publicación; pero no con Benseler —es decir, no con su editor habitual en la Alemania occidental—, sino que entabló acuerdos en Roma con Editori Riuniti, la editorial del Partido Comunista Italiano. El cambio de editor está manifiestamente ligado a motivos que trascienden las consideraciones comerciales. De hecho, Frank Benseler recibe al respecto una comunicación el 25 de noviembre de 1968 según la cual él, ciertamente, podrá sacar la edición alemana, pero «solo después de la italiana». Y aun Lukács precisa expresamente: «Es muy importante que esta valga como edición original». Con todo, como se ha dicho, el volumen no llegó a publicarse. El autor no firmó contrato alguno con nadie y el «escrito sobre la democracia» desapareció de la circulación. Las razones fueron políticas.
Intermedio político italiano
Lukács sabía, obviamente, que había dado un nuevo planteamiento al discurso sobre la democracia, con fuertes implicaciones de «crítica de lo existente» en ambos sistemas, y en cierto modo debió de compartir la idea de una inoportunidad (o falta de actualidad) temporal de su escrito, hasta el punto de no querer forzar en lo más mínimo la cuestión de la publicación (que, por lo demás, estaba al alcance de la mano). Tal vez se tratara únicamente de una inoportunidad política en el sentido ordinario. Años después, hacia un quince aniversario de la desaparición del filósofo en 1971, quien escribe tuvo ocasión de conversar con las autoridades político-culturales húngaras acerca del ya maduro fin de aquella hipotética inoportunidad. La respuesta fue que, para Budapest, no era oportuno perturbar las relaciones con Moscú.
El misterio que rodeaba el «escrito sobre la democracia» seguía, a mediados de los años ochenta, despertando demasiada curiosidad. Por consiguiente: ¿no se podía conseguir el mecanografiado y, fingiendo una sustracción, publicarlo en Italia? No, no.
Sin embargo, podía haber una solución. Puesto que Demokratisierung heute und morgen —este es el verdadero título del texto— consistía en un original alemán de 112 páginas manuscritas por el propio Lukács, un mecanografiado tomado al dictado con correcciones manuscritas del autor y algunos papelitos con añadidos autógrafos introducidos durante la primera relectura del manuscrito, podía hacerse una edición crítica. Sí, y… ¿entonces? Sucede que, si un editor extranjero pedía traducir un título en circulación en Hungría, no se podía negar el beneplácito. Ya, pero entonces… ¡se publicaba! Bueno, formalmente… ¿Por qué «formalmente»?… Bah… ¿quién va a comprar una edición crítica en alemán con todas las correcciones, los paréntesis redondos, cuadrados, angulares, las variantes, las notas…? Además, esa edición crítica, una vez aparecida, en 1985, según se dijo, permaneció en librería solo una semana.
Con todo, cabe preguntarse de dónde nacía el interés de Lukács por Italia, un interés que parece haber producido —aunando aspectos intrínsecos y ocasionales— un sorprendente destino italiano para la Democratización.
En realidad, la referencia a Italia parece dilatarse más allá de la simple publicación de este libro. Conviene quizá recordar, al respecto, que el regreso de Lukács a la escena política después de 1956 se produce con una entrevista en l’Unità (28 de agosto de 1966) sobre la reforma económica húngara, entonces aún en fase de discusión teórica. Y es interesante observar cómo en esa entrevista aparecen ya algunos motivos de fondo de Democratización hoy y mañana. A saber: 1) la búsqueda de «un tertium datur tanto frente al atraso sectario y dogmático como ante la capitulación incondicionada ante la economía capitalista»; 2) la convicción de que ese tertium significa «renacimiento de la teoría y del método de trabajo de Marx», como él mismo está demostrando por entonces en la Ontología del ser social (en particular, por lo que se refiere a la economía, es preciso, según Lukács, en primer lugar aportar probables «correcciones» o «integraciones» a la teoría marxiana de la reproducción ampliada contenida en el segundo volumen de El capital; en segundo lugar, dar una interpretación teórica del cambio «sustancial» ocurrido en el sistema económico del capitalismo; en tercer lugar, fijar las eventuales «categorías diversas» de nueva formación en los sistemas capitalista y socialista, respectivamente); 3) el establecimiento de un nexo estrecho entre la realizabilidad de la reforma económica y el restablecimiento de la democracia proletaria; 4) la puntualización de que, a tal fin, es necesario derrotar «realmente en la práctica» la indiferencia y la apatía de la gente y formar «una opinión pública que actúe abiertamente»; 5) por último, la afirmación —teóricamente muy densa— de que la reforma económica debe conducir a una «reforma del modo de vida de las masas» (véase Gy. Lukács, Marxismo y política cultural, Einaudi, Turín 1968, pp. 213-217).
Pero, entonces, ¿de dónde nacía esta atención hacia Italia? El hecho es que en la reflexión de Lukács la orientación ontológica tenía una salida política obligadamente antiestalinista. Ahora bien, en el panorama general del “movimiento” —como él solía llamar al conjunto de fuerzas intelectuales y políticas orientadas por el pensamiento de Marx—, un punto de apoyo en el campo específicamente comunista era, en este sentido, únicamente el inicio de análisis proporcionado por Palmiro Togliatti en 1956, a raíz del XX Congreso, con su Entrevista a «Nuovi Argomenti». (Alberto Carocci, director en Roma del trimestral “Nuovi Argomenti”, en conexión con esa entrevista, había propuesto a algunas personalidades de la cultura y de la política 9 preguntas sobre el estalinismo. Lukács respondió con una Carta al señor Carocci, luego publicada en Gy. Lukács, Marxismo y política cultural, cit., pp. 115-135). Y, de hecho, es precisamente del planteamiento togliattiano del problema de donde arranca aquí, en Democratización hoy y mañana, el razonamiento sobre qué ha sido, en realidad, el estalinismo.
Lukács, además, constata polémicamente, en los doce años transcurridos entre 1956 y 1968, la ausencia de ese análisis histórico-social en profundidad del período de Stalin que Togliatti había reivindicado para evitar el efecto de encubrimiento derivado de la fórmula del culto a la personalidad cuando se usa como explicación de todo. Está tan convencido de la corrección metodológica de tal reivindicación que, explícitamente, presenta como una respuesta a ella la parte de Democratización hoy y mañana que versa sobre el asunto. Una respuesta, sin duda, no completa, pero que, en la intención del autor, servirá para arrojar luz sobre los «principios directivos de un segmento tan importante del desarrollo del socialismo», es decir, sobre lo esencial.
El análisis político ofrecido por Togliatti es, para Lukács, un dato adquirido. En sustancia, comparte el juicio según el cual «Stalin fue a la vez expresión y autor de una situación, y lo fue tanto por haberse mostrado el organizador y dirigente más experto de un aparato de tipo burocrático en el momento en que este se impuso sobre las formas de vida democrática, como por haber dado una justificación doctrinal a lo que en realidad era una orientación errónea y sobre la cual luego se sostuvo, hasta asumir formas degenerativas, su poder personal» (P. Togliatti, Opere scelte, Editori Riuniti, Roma 1974, p. 719).
Del mismo modo, Lukács acoge con prontitud el recordatorio de Togliatti al soviet, al consejo, como forma institucional mucho más democrática y avanzada que cualquier sistema de representación política tradicional; forma que, sin embargo, quedó vaciada —incluso desmantelada— por la irrupción del burocratismo estalinista. Y de ello se sigue, para ambos, que en los países socialistas se opte, en el plano institucional, precisamente por los consejos y no por las «formas de organización de las sociedades capitalistas» (ibíd., p. 708) como vía de salida del estalinismo.
En particular, conviene subrayar la concordancia en el punto del pluripartidismo: para uno y otro se trata de una forma política históricamente conectada con la específica sustancia social de los países capitalistas y, por tanto, no idónea para resolver el problema de la democracia en las sociedades socialistas posestalinistas. Con todo, Togliatti había precisado que «la pluralidad o unicidad de los partidos no puede considerarse, por sí misma, un elemento distintivo entre las sociedades burguesas y las sociedades socialistas, como tampoco marca, por sí misma, la línea de distinción entre una sociedad democrática y una sociedad no democrática». Por otra parte, «en los países todavía capitalistas donde el movimiento obrero y popular sea muy fuerte y desarrollado no puede excluirse la hipótesis de profundas transformaciones socialistas realizables en presencia de una pluralidad de partidos y por iniciativa de algunos de ellos» (ibíd., pp. 708-709).
Llegados a este punto, sin embargo, Lukács había tomado ya un camino propio que —nos parece— lo conduce por completo más allá de los límites de la cultura política tercer-internacionalista, también la togliattiana. Acepta la distinción tradicional entre democracia política (burguesa) y democracia social (socialista), al menos como punto de partida; pero luego funde ambas en una tercera cosa: la democracia de la vida cotidiana, que no asume simplemente como sinónimo del socialismo, sino, digamos, como su nombre propio. De ahí el salto.
Que en su razonamiento se encierre algo distinto lo anuncia ya el hecho de que, mientras a Togliatti le bastaba «restablecer la normalidad soviética, con la mera adición de garantías contra la repetición de los errores del estalinismo», aquí el discurso se problematiza y se complica: los soviets —más aún, los «grandes movimientos de consejos impetuosamente espontáneos»— habrían podido —analiza Lukács— transformarse en componente orgánico de la sociedad socialista, pero nunca llegaron a serlo (los propios esfuerzos de Lenin contra la burocratización avanzada fueron inútiles: fracasaron); de modo que hoy «no poseemos ninguna experiencia real que sea, ni siquiera dentro de ciertos límites, generalizable para nuestro presente y futuro». Debemos arreglárnoslas por nosotros mismos, como tuvo que hacerlo el propio Lenin, quien no encontró en Marx ninguna receta preparada para resolver los problemas histórica y concretamente nuevos de la construcción del socialismo.
Al final del razonamiento, cuando se dispone a concluir su exposición, Lukács emplea expresiones inequívocas: es preciso abrir «un nuevo período», en cuyo inicio esté algo alternativo tanto a la burocratización estaliniana del socialismo como a la democracia burguesa de hoy, igualmente burocrática y además basada en la manipulación de las ideas y de los comportamientos; y ese algo alternativo es «una forma nueva de democratización, todavía inexistente en ningún lugar».
La posición es radical, porque ha cambiado el punto de vista —que ya no es el teórico del intelectual, del filósofo, de las «formas» (imposibilitadas de entrar en contacto positivo con el «alma»), sino el práctico, el del hombre cotidiano, el del mundo (el terreno del «alma», justamente)—, de modo que del pasado solo pueden heredarse algunos elementos, críticamente seleccionados.
Entre esos elementos heredables están, en primer lugar, el método de Marx (con el cual elaborar nuevas teorías adecuadas a las nuevas realidades). En segundo lugar, las intenciones más profundas de los revolucionarios, pese al naufragio de tales intenciones en el escollo estalinista (un escollo que, por tanto, constituye una cesura histórica en el «movimiento»). Por lo demás, es decir, en el plano objetivo, el socialismo no es otra cosa, realistamente, que lo que queda: «ese complejo de instituciones sociales, de tendencias, de teorías, de tácticas, etc., que han emergido de la crisis del período estalinista», crisis que «tuvo su primera expresión teórico-práctica en el XX Congreso» y que ahora, en 1968, se muestra como un volcán en plena actividad. En el pensamiento de Lukács no hay fugas ni hacia atrás ni hacia adelante, ni al pasado ni al futuro (el método ontológico, que es lo más auténticamente realista, se funda en la prioridad del presente y ve siempre y únicamente como decisivo el ser-así-mismo [essere-proprio-così] de las cosas). Y, sin embargo, gracias a ese método y a aquellas intenciones, puede afirmar la novedad históricamente absoluta de una democratización socialista aún inexistente.
Este juicio extremo nace de un concepto específico de democracia o democratización, sobre el que conviene detenerse. Para Lukács, la palabra democracia no denota, como suele ocurrir en la cultura política hoy dominante, un conjunto de instituciones y prácticas destinadas, de diversas maneras, a garantizar el poder de intervención de los ciudadanos en los asuntos políticos de una sociedad que se dice democrática precisamente porque integra en sí tales instituciones y prácticas. Aquí en Italia podemos recordar, al respecto, que, según Norberto Bobbio, el «significado preponderante» entre los muchos del término democracia es hoy el que la define como «un conjunto de reglas (las llamadas reglas del juego) que permiten la participación más amplia y más segura de la mayor parte de los ciudadanos, tanto de forma directa como de forma indirecta, a las decisiones políticas, es decir, a las decisiones que atañen a toda la colectividad» (N. Bobbio, Quale socialismo? Discussione di un’alternativa, Einaudi, Turín 1976, p. 42).
Para Lukács, en cambio, democracia es el nombre que toma la relación activa del individuo con la sociedad entera en la que vive, sea cual sea esa sociedad. Se trata sin duda de una relación política, pero no siempre igual a sí misma, pues presenta diferencias históricas; y tales diferencias (de ámbito, de fines, de valores) derivan cada vez del contenido «humano» de la respectiva formación socioeconómica y del correlato individuo producido por ella (un ser humano, o ser social, como se prefiera), el cual continuamente deviene lo que es dentro de las condiciones de posibilidad históricamente dadas y por él mismo realizadas.
Tenemos así un primer punto: la democracia no es una categoría «sociológica abstracta», sino —como todas las categorías, que son «formas de ser, determinaciones de existencia» de algo (Marx)—, dice Lukács, la «fuerza ordenadora política concreta de aquella particular formación económica en cuyo terreno nace, actúa, se vuelve problemática y desaparece».
Su absoluta historicidad, que a primera vista podría parecer que atenúa la consistencia teórica de la democracia —casi haciéndole perder fuerza ideológica en el conflicto entre grupos sociales diversamente, a veces inversamente, interesados en el afianzamiento de instituciones y prácticas democráticas—, termina en realidad por atribuir a la democracia una centralidad inédita en la historia pasada y, en la actualidad, una dimensión que, en cierto modo, va más allá o, si se quiere, enriquece con no pocos elementos nuevos el concepto de socialismo como sistema social.
Puesto que acabamos de citarlo, viene espontáneamente a cuento recordar cómo, en cierto momento, N. Bobbio, al observar que en el debate de la izquierda histórica la relación entre democracia y socialismo se «configuraba como una relación entre medio y fin, donde la democracia desempeña el papel de medio y el socialismo el de fin», se preguntó si no sería posible «sostener lo contrario, es decir, que el socialismo sea el medio y la democracia el fin, como quien dijera que la democracia real o integral solo puede realizarse mediante una reforma socialista de la sociedad» (op. cit., p. 104). De algún modo Bobbio, haciendo eco a Bernstein, proponía la inversión, pero se daba cuenta de que, en tal caso, era preciso ampliar el campo de competencia de la democracia, volverla «integral».
Un segundo punto —ya lo hemos insinuado— es que la diferenciación histórica entre los distintos procesos democráticos, entre las diversas democratizaciones, viene dada por el contenido «humano» de cada sociedad. Para aclarar este punto hay que remitirse a la concepción «ontológico-social» lukácsiana, donde la categoría central es la de género humano.
Estudiando el ser social (el hombre como especie o, justamente, género) en su génesis a partir del ser natural y analizando su desarrollo posterior, Lukács constata que, al inicio de su experiencia histórica, el hombre es solo potencialmente humano; deviene hombre después, a medida que la economía, la técnica y la cultura producen socialmente —es decir, objetiva y normalmente— aquellas relaciones materiales y espirituales entre los seres (los individuos humanos) que actualizan las potencialidades de la especie. En este recorrido histórico, sin embargo, no solo el itinerario es a veces ambiguo, dudoso, incierto —de modo que resultan decisivas las elecciones de los propios hombres (en cuanto sociedades singulares e individuos singulares)—, sino que además no existe garantía alguna de progreso espontáneo: nada excluye que se elijan metas superfluas o callejones sin salida, llegando quizá al agotamiento o al derrumbe de una sociedad dada; como tampoco hay destino o providencia que salve al hombre de posibles regresiones, hasta la barbarie.
Menos aún puede hacerlo la teoría del filósofo, la construcción abstracta del intelectual intérprete de una realidad dada. Aquí también el intelectual está al final del camino, donde encuentra escrito para sí un irónico hic salta, y debe hacerse consciente elaborador cotidiano de cultura, de comprensión-construcción de la realidad en cada uno de sus grados. Y solo la costumbre, moldeando el comportamiento cotidiano de los individuos según valores cada vez más civiles, podrá obstaculizar las regresiones.
Así pues, puesta de manifiesto la ineficacia histórica de toda filosofía de la historia idealista, emerge, por el contrario, la funcionalidad de una ética basada en la congruencia entre posibilidad y realización.
(Principio que deriva objetivamente de la ontología del trabajo, del fenómeno fundante del ser social, que desde su propio cuerpo vivo produce estructuralmente un principio ético, antimanipulador: el del «trabajo bien hecho».)
Así, por autodesarrollo de ese principio, por ejemplo la esclavitud es, ciertamente, en sus circunstancias históricas, un progreso ético respecto al hábito de matar a los enemigos vencidos (que a su vez fue un progreso respecto al canibalismo, es decir, al hábito de comerse a los enemigos vencidos), un progreso en cuanto conducta más aproximada al autorreconocimiento operativo de la especie en cuanto tal. El otro (el extranjero) es hombre porque pertenece al género humano, y este último es más amplio que la polis. Pero la esclavitud es también la barrera donde van a encallar los impulsos evolutivos de la Antigüedad grecorromana. Su economía tiene como premisa el trabajo servil y, por tanto, produce de hecho un género humano demasiado limitado respecto a los logros de su cultura artística, filosófica y práctico-científica (en términos marxianos: respecto al desarrollo de las fuerzas productivas), una contradicción cultural que es ontológica y que se revela por ello como un callejón sin salida para esa sociedad.
Y, sin embargo, en tal contexto toma forma una democracia, una democratización, que en la época de la Revolución francesa será juzgada como modelo a imitar. La imitación no será posible, precisamente por la especificidad y la contradictoriedad de sus respectivos contenidos socioeconómicos, pero la referencia intelectual podrá, aun así, funcionar, puesto que es en ese momento histórico cuando se genera, como hecho social, el contenido primero de toda democracia: la relación directa y consciente, activa, del individuo con el género humano (aunque se trate de un género humano que se configura en la forma históricamente determinada de civilización de la polis, con la consiguiente exclusión de esclavos, mujeres y «bárbaros»).
Así, la democratización —que podrá convertirse en el «órgano» de la autoeducación del hombre «para ser realmente hombre» solo como democratización socialista pasada por autocrítica, es decir, como democratización de la vida cotidiana— ha llegado hoy a ser, en la forma de la democratización burguesa, la democratización del capitalismo manipulativo (así denomina Lukács la fase capitalista actual), con una específica afirmación–negación ontológica, fáctica, de la relación entre individuo-personalidad y el género humano ya mundializado. Y eso ha sucedido tras un desarrollo secular que, obviamente, no ha sido lineal, sino todo lo contrario. En cualquier caso, incluso la Edad Media conoció su propia democratización. Fue, según la fórmula del joven Marx —que Lukács retoma de pasada—, una «democracia de la no-libertad», fundada en el carácter inmediatamente político de las instituciones o instancias de la vida social, puesto que la propiedad, la familia, el tipo de trabajo determinaban, en cuanto tales, «la relación del individuo singular con la totalidad estatal».
Las formas de la democratización, como se ve, pueden ser muy variadas una vez adoptada esta perspectiva; con todo, la diversidad de cada una de ellas —es decir, del proceso democrático en cuanto tal, en cada una de sus variantes— puede describirse claramente examinando el grado y el modo de humanización que en cada caso se exige y promueve. Es este criterio de contenido el que permite identificar las diferencias o las homogeneidades. De ahí que resulte evidente que lo que separa la democratización burguesa de la socialista no son las eventuales diferencias institucionales representativas en cuanto tales, sino más bien un salto de época (el paso de la prehistoria del hombre a su historia, había apuntado Marx), aunque naturalmente la forma estatal deba adecuarse a sus respectivos contenidos. Pero resulta igualmente evidente, a la luz del análisis, la continuidad estructural interna de la democratización burguesa —cualesquiera que sean las diferencias institucionales constatables— desde el momento en que se presentó en su forma política clásica, durante la Revolución francesa, hasta hoy.
Es sabido que en el movimiento obrero se ha debatido durante mucho tiempo la relación entre forma estatal y poder de clase. Aquí Lukács parece postergar a una segunda etapa de reflexión la cuestión institucional en sí, aunque en cierto modo abre el problema. En efecto, la recuperación de la «autoactividad de las masas», que él propugna, ha de encontrar sus lugares y instrumentos institucionales. En cualquier caso —sostiene— la superación de la «manipulación burocrática» estalinista, manipulación que no desaparece aun cuando se respeten «todas las reglas de la democracia formal (voto secreto, sufragio universal, etc.)», tal superación no puede verificarse en los términos de Lenin; no es un discurso que pueda reanudarse en el punto en que se interrumpió, como si nada hubiera sucedido.
La actitud de Lenin «hoy no puede ser tomada como modelo directo, como indicación concreta, en cuanto él se refiere siempre a situaciones cualitativamente distintas de las actuales», a situaciones en las que las masas estaban espontáneamente en actividad, mientras que hoy, en las sociedades del tardocapitalismo, reina entre ellas una difundida apatía política.
Da la impresión, sin embargo, de que no se trata solo de circunstancias históricas diferentes, sino de que Lukács considera la aportación de Lenin como un primer intento en un camino en absoluto predeterminado (en Marx apenas se halla «la fundamentación teórica de este complejo de problemas» —observa y subraya— «pero solo esto»), un intento del cual, habiendo ido las cosas como han ido, no tenemos verificación práctica. Por lo tanto, es inútil preguntarse cómo habría sido si la enfermedad y la muerte no hubieran impedido al único hombre en condiciones de pensar correctamente los problemas (¡tanto cuentan los hombres y las condiciones!) seguir trabajando. Conocemos, en cambio, su método, que era el del «experimento ideal en circunstancias cuyo carácter teórico-normativo todavía no ha salido a la luz suficientemente». On s’engage et puis on voit: era la línea de conducta que este Lenin, puesto en relieve por Lukács, aprende del activismo napoleónico.
Si el camino no está predeterminado, la «fundamentación teórica» la tenemos en todo caso. Y —junto con las duras lecciones de la experiencia— ella conduce sí a territorios entrevistos por Lenin, pero sin duda más allá del punto al que él pudo llegar en lo concreto. Es ciertamente verdad, en efecto, que era preciso «quebrar» la «máquina militar y burocrática» del Estado burgués; pero el problema concreto (esto es, omnilateral), el de la construcción de una democratización socialista, se presentaba teórica y prácticamente más allá de ese punto discriminante en torno al cual entonces se dividían reformistas y revolucionarios. Una frase de Marx, «la clase obrera no puede simplemente poner la mano sobre la máquina del Estado ya hecha y lista, y ponerla en marcha para sus propios fines», escrita a propósito de la Comuna de París y retomada después en un prefacio al Manifiesto, se convirtió en los debates de fin de siglo en la piedra de toque para distinguir a unos de otros.
Lenin, en El Estado y la revolución, al analizar el significado de esa tesis, la conectaba con otras expresiones de Marx centradas en la idea de que el problema de la revolución proletaria consistía, preliminarmente, en quebrar la máquina militar y burocrática del Estado burgués; y, por otro lado, polemizaba con Eduard Bernstein, adalid del revisionismo, según el cual «Marx habría puesto con ello en guardia a la clase obrera contra un ardor demasiado revolucionario en el momento de la toma del poder» (V. I. Lenin, Opere scelte, Editori Riuniti, Roma 1968, p. 935). Pero, más en general, es precisamente en torno al problema del Estado donde se constituyen las diferentes tradiciones socialistas. El propio Lenin resumía así las cosas: «Los utopistas se han esforzado siempre por “descubrir” las formas políticas en las que debía producirse la transformación socialista de la sociedad. Los anarquistas se han desentendido de la cuestión de las formas políticas en general. Los oportunistas de la socialdemocracia contemporánea han aceptado las formas políticas burguesas del Estado democrático parlamentario como un límite más allá del cual es imposible ir». Marx, en cambio —que no pretendía descubrir ni inventar nada—, se puso a estudiar la historia y constató que se caminaba «hacia la destrucción de la máquina del Estado burgués» (ibíd., p. 893).
Uno de los pilares de la revisión teórica propuesta por Bernstein era, en efecto, el supuesto de que la dictadura del proletariado era un «peso muerto» y que la constitución democrática, con el sufragio universal sobre todo y con sus garantías formales de igualdad y libertad de los ciudadanos, no era simplemente el terreno que ofrecía las mayores oportunidades en la lucha por el socialismo, sino la forma política que por sí misma contrarrestaba al capitalismo. «Vemos», afirmaba, «que los privilegios de la burguesía capitalista, en todos los países adelantados, ceden gradualmente el paso a instituciones democráticas» (E. Bernstein, I presupposti del socialismo e i compiti della socialdemocrazia, Laterza, Bari 1974, p. 4). De modo que la socialdemocracia, el partido que luchaba por el socialismo, debía «ponerse sin reticencia, también en el plano doctrinal, en el terreno del sufragio universal y de la democracia, con todas las consecuencias que de ello se derivan para su táctica» (ibíd., p. 188).
El punto sustantivo en que esto se aparta del análisis de Marx lo pone de relieve, en el plano político-constitucional, Lucio Colletti en el ensayo que antecede a la traducción italiana de este texto base del revisionismo: «Mientras que para la socialdemocracia la contradicción es solo entre Constitución y capitalismo; para Marx la contradicción, que está dentro de la sociedad, pasa también dentro de la Constitución. En el sentido de que, si por un lado ella convoca, con el sufragio universal, a todos a la vida política y, por primera vez, reconoce así la existencia de un interés común o público […], por otro lado, no puede dejar de hacer de ese interés común solo un interés formal» (ibíd., p. LXXXI).
Lukács cree ver en el origen de esta divergencia respecto de Marx un concepto meramente económico de socialismo. Para él, el predominio de la táctica, la asfixia teórica y estratégica que golpea al movimiento comunista después de Lenin —como antes había golpeado al movimiento socialista—, están cosidos a doble hilo con tal concepto de socialismo. En cuanto al revisionismo de Bernstein, basta recordar su tesis según la cual el socialismo, mientras se opone al capitalismo, mantiene en cambio una relación de continuidad con la sociedad “civil” (o sociedad “burguesa”, interpretadas como una sola cosa), que se presenta como horizonte ético-político tanto del capitalismo como del socialismo. Para Bernstein, «la conquista del poder político por parte de la clase obrera y la expropiación de los capitalistas (como hemos visto arriba, remitiendo al pensamiento de Norberto Bobbio) no son sino medios para realizar “principios socialistas”, que no se apartan en lo más mínimo de los liberales. Es cierto —dice— que en la historia los partidos liberales se han convertido de hecho en “puros y simples guardias del cuerpo del capitalismo”, y que, por tanto, entre esos partidos y el movimiento socialista solo puede haber antagonismo; pero, por lo que respecta al liberalismo como movimiento histórico universal, el socialismo es su heredero legítimo no solo desde el punto de vista cronológico, sino también desde el del contenido ideal».
Por otra parte —recuerda el propio Bernstein, citando a Ferdinand Lassalle—, en el movimiento socialista existía ya una larga tradición de autores que reprochaban al liberalismo político, sencillamente, no ser fiel a sus teorías y a sus orígenes.
Frente a esta tradición socialdemócrata, Lukács vuelve a poner en juego al Marx crítico de la sociedad burguesa: el Marx que juzga ineptos a aquellos socialistas «que pretenden señalar el socialismo como realización de las ideas de la sociedad burguesa expresadas por la Revolución francesa» (K. Marx, Lineamenti fondamentali della critica dell’economia politica, I, La Nuova Italia, Florencia 1968, p. 229), y que no advierten que esa sociedad burguesa necesita precisamente desdoblarse en una esfera «ideal» o formal y en una esfera «material», práctica.
En el socialismo, por el contrario, ambas esferas deben finalmente reunirse para dar lugar al hombre activo en cuanto hombre entero, ya no escindido en homme (egoísta privado y real) y citoyen (idealista público o formal). Así, mientras que es constitutivo de la sociedad burguesa la transgresión privada de la moral pública —o, dicho al revés, es constitutivo del mundo burgués un cotidiano que se basa en el principio homo homini lupus, aunque se idealice en la democracia como «forma política» y en la tolerancia como su ética—, el socialismo, en cambio, es la democratización de la vida cotidiana misma.
Aquí cada individuo es persona, es decir, realiza empíricamente al género humano entero tal como existe, en su totalidad de especie, sobre la tierra. Tanto más cuanto que el mundo está ya unificado por la técnica y la economía. «Sociedad quiere decir obrar juntos los hombres, y nunca como ahora se había encontrado, desde el punto de vista técnico-práctico, al nivel de realización alcanzado en el capitalismo de hoy», observa Lukács. A tal estado de cosas ya no corresponde el principio —característico de toda la prehistoria de la humanidad, y que encontró su expresión más acabada en la sociedad burguesa— según el cual el otro hombre es el límite de mi libertad; la nueva situación del mundo encuentra, en cambio, su «forma social», colectiva, en la democratización socialista, esto es, en una vida cotidiana construida (por la costumbre) sobre el principio nuevo —característico no de la prehistoria de la humanidad, sino de su verdadera historia, ahora en sus inicios— según el cual el otro hombre es la realización de mi libertad.
Pero el estalinismo queda por completo a este lado del salto de valor, del salto ético, del salto de época necesario para poder hablar de autoeducación del hombre para ser realmente hombre. Y lo está porque la democratización socialista, el «órgano» de esa autoeducación «hacia el reino de la libertad», por su propia naturaleza no puede surgir ni utópicamente, como aplicación de un modelo ideal inventado por algunos intelectuales iluminados e impuesto o enseñado a los hombres de la vida cotidiana, ni mecanicistamente, como producto espontáneo del desarrollo técnico y económico. La democratización debe ser, por el contrario, obra política, trabajo consciente de los hombres en cuanto personalidades.
Stalin, en cambio, y todos sus «rivales» —de Trotski a Bujarin y otros— consideraron que edificar el socialismo era exclusivamente una empresa económica; así produjeron, de modo análogo a la socialdemocracia de la Segunda Internacional, aunque con intenciones opuestas, una cultura política vulgar-materialista que se agotaba en maniobras tácticas (el espíritu burocratizante no podía ser sino el efecto visible de ese predominio de la táctica y de un materialismo banal).
El propio Lenin captó, «en el plano práctico-intuitivo», empíricamente, el carácter específico de la formación social socialista, es decir, su necesidad, para existir, de individuos conscientemente activos, o sea, de personalidades; pero no llegó a formular el problema en términos teóricos generales. Tampoco formuló nunca —señala Lukács— el problema teórico de fondo de la edificación concreta de una sociedad socialista en las condiciones no clásicas en que tuvo lugar la Revolución de Octubre: el problema de las “proporciones” que había que asignar, por un lado, a la práctica económica de recuperación del atraso respecto del capitalismo desarrollado y, por otro, a las prácticas, instituciones y a la cultura de la democratización socialista. Se limitó a esbozar las «desnudas perspectivas»: la electrificación del país y los soviets. Y, sin embargo —a diferencia de Stalin y de la Tercera Internacional, que podemos llamar estalinista—, en Lenin se perciben intenciones profundas que lo empujan a mirar hacia adelante y, a la vez, a preocuparse ante el burocratismo rampante.
Lukács va a buscar con insistencia aquellos momentos en que se percibe el impulso a superar los datos y los métodos de la cultura política vigente. Se detiene, pues, en un Lenin que reflexiona en torno a la extinción del Estado porque, con su categoría de la costumbre, es capaz de encauzar el discurso hacia el terreno —esto es, la vida y la cultura de lo cotidiano—, de donde surge la posibilidad real de una teoría socialista no atrofiada por el dilema viciado: o Bernstein o Stalin. El socialismo entendido como democratización de la vida cotidiana, al que Lukács llegará siguiendo también esta pista, es ciertamente una versión ética de la propuesta socialista, pero no conserva en absoluto la escisión entre «material» e «ideal» dentro de la cual se mueven ambos cuernos de aquel dilema político. En efecto, ni registra como simples valores-modelo la libertad y la igualdad formales burguesas, ni deja en manos de la moralidad ideal de la Causa la tarea de dar sentido y contenido a acciones por sí mismas ligadas a la lógica pragmática —desprovista de idea— del resultado inmediato.
Lukács rompe también —vale la pena señalarlo de pasada— la escisión entre hoy y mañana, entre presente como sacrificio y futuro como felicidad, sobre la que se construyó la militancia comunista desde el inicio (tal vez como un eco weberiano de cultura protestante del trabajo, más que gnóstico-religiosa, como se la quiso entender para devaluar su contenido psicológico). El presente, el aquí y ahora, tiene ya dos polos en el análisis de Lukács: el hombre como especie (materialmente constituida en la tierra por el mercado mundial capitalista y por la potencia o potencialidad de la técnica) y el hombre como personalidad (que existe si y cuando el individuo ve en el otro a la especie, la realización de sí). Estos dos polos componen un campo de realidad social cuya forma adecuada es, precisamente, la democratización de la vida cotidiana. Se trata, en suma, de una concepción filosófico-política muy compacta, que quiere mantener unido el sentido de la historia del mundo con la atención a las cosas concretas de cada día.
Ahora bien, no por eso la herencia histórica del socialismo pierde riqueza. Se lo impediría, como hemos dicho, el realismo mismo de la concepción. Conviene más bien subrayar aquí lo que nos parece un desplazamiento importantísimo del acento: del hecho revolucionario, como gesto inicial, a los problemas constructivos del paso revolucionario al socialismo. Así, en vez de seguir mirando a un Lenin estratega inflexible de Octubre, Lukács se interesa, sin vacilar, mucho más y mucho más a fondo por la introducción de la NEP (medida nada en absoluto solo económica, en la interpretación que aquí se da) y, sobre todo, revalora en la discusión de 1921 sobre el sindicato la intención profunda —una vez más— contenida en la fórmula leniniana de la correa de transmisión (si bien de accionamiento recíproco). En ambos casos, Lukács estima que Lenin tocaba el nudo del problema: la actividad de las masas (el trabajo, no su protagonismo gratuito). Desatado ese nudo, podía tener lugar un desarrollo democrático inédito en la historia.
No fue así. En la nueva situación, consecuencia de la (larguísima) crisis del estalinismo, Lukács recupera precisamente la idea de una dialéctica político-social articulada centrada en la insustituible función democrática (en el sentido innovador que aquí adquiere el término) del sindicato; pero añade algo que en Lenin —y con mayor razón en la tradición comunista estaliniana— no estaba: reivindica la movilización de la opinión pública como primer paso hacia la democratización socialista. Sin la cual, sin los individuos como sujetos de la sociedad y, en particular, de la economía, que se mueven tendiendo a la personalidad, esta última —la economía—, por muy estatalizada que esté, sigue siendo un callejón sin salida: por sí sola no consigue adecuarse a la dignidad humana, que es la categoría base de la historia, ahora en sus inicios.
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