Contra la naturaleza humana
Tim Ingold
¿Están superpuestas las diferencias culturales humanas sobre una naturaleza universal humana? La apelación a un concepto esencialista de la naturaleza humana es una reacción defensiva al legado de una ciencia racista dejado por la defensa de Darwin en El origen del hombre según la cual se hace aparecer a los humanos como diferentes en función de sus antecedentes evolutivos al atribuir el movimiento de la historia a un proceso de cultura que difiere por tipo del proceso biológico de evolución. Las especificaciones de la naturaleza humana evolucionada se supone que se encuentran en los genes. Sin embargo, las capacidades humanas no están genéticamente especificadas sino que surgen dentro de un proceso de desarrollo ontogénico. Además, las circunstancias del desarrollo se conforman continuamente mediante la actividad humana. En consecuencia, no hay una naturaleza humana que haya escapado de la corriente de la historia.
Introducción
Hay una contradicción fundamental en el núcleo del actual pensamiento evolutivo. Las ciencias naturales, incluida la ciencia de la biología evolutiva, se han desarrollado en Occidente como una investigación sobre las propiedades objetivas de las entidades físicas. Así, la aplicabilidad de la biología evolutiva a los humanos depende de aceptar que estos son, también, objetos de naturaleza. Pero ellos son nosotros¸ y si solo fuésemos objetos, ¿cómo podríamos saber para qué somos? Paradójicamente, si los organismos son entidades vivas, para reconocernos como organismos debemos ser más que organismos. Debemos ser tanto objetos dentro del mundo de la naturaleza como sujetos fuera de ella al mismo tiempo. Así, aunque la ciencia insista en que la humana no es más que otra especie biológica, la institución misma de la ciencia –y su afirmación de que ofrece un relato autorizado de cómo funciona realmente la naturaleza- descansa sobre la idea de que los humanos han sido elevados por un proceso de cultura o civilización, sin paralelo en la historia de la vida, a un nivel de existencia por encima y más allá de lo puramente biofísico. Es por esto por lo que la ciencia sigue apelando a una idea de humanidad esencial en nombre de una teoría –de variación bajo selección natural- que niega su misma existencia. Para resolver la contradicción necesitamos nada menos que una nueva forma de pensar sobre la evolución humana: una que nos permita comprender el proceso evolutivo desde dentro, reconociendo que no somos más capaces de observar desde los lados que otras criaturas de cualquier otro tipo y que, como ellas, participamos con la totalidad de nuestro ser en el continuum de vida orgánica. Y el primer paso para establecer este modo de pensar es revisitar la vieja cuestión de la naturaleza humana. Esta será aquí mi tarea.
Una cola de seres humanos
La gente es diferente en todo el mundo y el estudio de estas diferencias ha sido siempre el terreno especial de la antropología. Pero esta diferencia, ¿está superpuesta sobre una base de características que todos los seres humanos tienen en común? ¿Existe una cosa llamada naturaleza universal humana? Se puede pensar que es obvio que la naturaleza humana existe. Yo voy a sugerir que no. Esto puede parecer una conclusión extraña a la que llegar; después de todo, con toda seguridad reconocemos a otro ser humano cuando lo vemos.
La gente puede diferir mucho, pero no tanto como para que hoy en día se tenga alguna dificultad práctica para trazar la línea entre humanos y no humanos. Pero hace menos de tres siglos el asunto era mucho menos seguro. Así que empecemos por ir hacia atrás en el tiempo –un tiempo en el que la gente en Europa todavía no estaba segura del rango completo de variación humana-.
A principios del siglo XVIII, los mercaderes y exploradores europeos estaban empezando a alcanzar regiones del globo que nunca habían visitado antes, como partes de África y de las Indias Orientales.
Llegaban informes, no solo de tribus extrañas y exóticas, sino también de criaturas que, si bien completamente peludas y a veces incluso con cola, y aunque aparentemente les faltase el don del lenguaje, tenían no obstante una semejanza con los seres humanos mucho mayor que cualquier otro ser visto anteriormente. Entonces, ¿estas criaturas eran humanas o no? Reproducimos más abajo una imagen, fechada en 1760, que se dibujó sobre la base de la información derivada de tales informes. La imagen tiene una historia interesante. Procede de un tratado del gran naturalista sueco Carlos Linneo. Fue Linneo, por supuesto, el responsable de crear el sistema de clasificación de plantas y animales, por género y especie, que todavía es de uso general hoy. Y fue también él quien dio el paso, audaz y crucial –considerado indignante por muchos de sus contemporáneos- de colocar a los seres humanos dentro del mismo esquema general de clasificación, bajo el genero Homo, junto a otros miembros del reino animal. Esto no significa que Linneo pensase que el hombre fuese un ‘mero animal’, porque de hecho iba a ser distinguido de una forma muy diferente de aquella con la que otros animales se distinguen entre sí. Volveré a este punto en un momento. De momento miremos con más detenimiento a esta imagen. En realidad fue dibujada por uno de los discípulos de Linneo, de nombre Hoppius, y lleva el título de Anthropomorpha (literalmente, ‘formas humanas’) y muestra cuatro personajes con los nombres de Troglodytes, Lucifer, Satyrus y Pygmaeus. La cuestión a la que se enfrentaban Linneo y sus contemporáneos era esta: ¿Cuál de ellos, si lo era alguno, era humano o podía ser agrupado bajo el genero Homo?
Uno de los que leyó la explicación de Linneo fue el juez escocés James Burnett, también conocido como Lord Monboddo. Intelectual de considerable reputación, Monboddo publicó entre 1773 y 1792 una enorme obra en seis volúmenes titulada Sobre el origen y el progreso del lenguaje, y en el primer volumen se refirió a nuestra imagen. Estaba especialmente interesado en Lucifer, el que tiene cola. ¿Podría un ser humano, se preguntaba Monboddo, tener tal vez una cola? Anticipándose a que sus lectores creerían tal cosa increíble, les recordó que no deberían estar atados por sus propias ideas, fijas, sobre cómo eran los humanos. Solo porque no hubiesen conocido nunca a humanos con cola no significa que tal cosa no fuese posible. Si algunos humanos tienen la piel blanca y otros negra, ¿no sería también posible que algunos tuviesen cola mientras otros no? No es válido decir simplemente ‘los humanos no son así’, argumentaba Monboddo, porque eso sería imponer nuestras ideas preconcebidas sobre qué tipo de cosa es un ser humano. Está en la naturaleza de todos los tipos de animales, pensaba él, no ser uniformes e inmutables sino geográfica e históricamente variables, y en esto los humanos no deberían ser una excepción. Habiendo sopesado cuidadosamente las pruebas, Monboddo llegó a la conclusión de que Lucifer era ciertamente un ser humano (Reynolds, 1981: 40-2).
Por supuesto, a posteriori, sabemos que Monboddo estaba equivocado. Podemos ahora reconocer las figuras en la imagen como descripciones más bien fantasiosas de los grandes simios, aunque como los simios no tienen cola, Lucifer parece ser un tipo de híbrido entre un simio y un mono. ¿No podría ser, no obstante, que Monboddo estuviese equivocado por las razones correctas? Mi argumento será que las advertencias de Monboddo contra la proyección de una construcción eurocéntrica de la naturaleza humana sobre el infinitamente moldeado y siempre cambiante terreno de la variación humana son tan relevantes para nosotros hoy como lo fueron en su tiempo. Seguimos buscando algún fundamento universal e inmutable para nuestra común humanidad, pero en términos que celebren abiertamente los valores e ideales de la modernidad. Lo más destacable es que lo hacemos en nombre de una biología remodelada sobre la idea darwiniana de que las características de las especies evolucionan a través de un proceso de variación bajo selección natural, aunque –como veremos muy pronto- esta biología nos enseña que ninguna especie tiene una esencia de este tipo. Para encontrar las razones por las que estamos tan compulsivamente impulsados a buscar la esencia de la humanidad debemos cavar más profundamente en nuestra tradición de pensamiento, una tradición mucho más antigua que Darwin y que sigue influenciando el pensamiento actual hasta un punto que estamos raramente preparados para reconocer. Así que para retomar la historia, permítaseme volver a Linneo y a los problemas que tuvo en sus intentos de ajustar el género que había bautizado como Homo dentro de su sistema total de clasificación.
El ascenso de la razón
Recordemos que en el momento en que Linneo estaba escribiendo, a mediados del siglo XVIII, la información sobre los simios consistía principalmente en relatos de viajeros, no todos ellos completamente fiables. Con las limitadas pruebas factuales disponibles, a Linneo le resultó bastante difícil descubrir alguna característica anatómica que separase de manera fiable a los humanos de los simios. La distinción, suponía él era de un orden diferente, que debería ser captada por introspección más que por observación: Nosce te ipsum, ‘conócete a ti mismo’. ¿Preguntas en qué se diferencia un ser humano de un simio? La respuesta, dice Linneo, se encuentra en el mismo hecho de que hagas la pregunta. No es algo que hagan los simios. Los simios y los humanos pueden parecer semejantes, pero solo los humanos son capaces de reflexionar sobre el tipo de ser que son. Esto, pensaba Linneo, es así porque han sido dotados por su Creador, no solo de un cuerpo funcional sino también con el don del intelecto o razón, esto es, con una mente, gracias a la cual la humanidad está equipada para ejercer el control y el dominio sobre el resto de la naturaleza. No hay científicos entre los simios.
Como cualquier otro gran pensador europeo de ese periodo, Linneo creía firmemente que toda especie ha llegado a la existencia para todos los tiempos a través de un acto de creación divina. Y él pensaba que para cada especie hay una forma esencial, una arquitectura básica o plano de planta al que todos los individuos de la especie se conformaban en mayor o menor medida. Es a menudo a este tipo de arquitectura básica al que nos referimos cuando hablamos de la ‘naturaleza’ de una cosa, o clase de cosas. Así, cada especie se suponía que tenía su naturaleza particular, independientemente de las diferencias idiosincrásicas entre los individuos que la constituyen. Y en esto los humanos no eran una excepción. La idea de naturaleza humana tiene sus raíces en esta antigua forma de pensamiento. Los filósofos la llaman ‘esencialismo’: esto es, la doctrina de que para cada clase de cosas existe una forma esencial, fija, o constitución.
Hoy la ideología moderna ha rechazado –al menos en teoría- el esencialismo, junto con la idea de la creación divina de especies. En la historia de la ciencia, la figura a la que generalmente se le concede el crédito de haber traído esta revolución del pensamiento es, por supuesto, Charles Darwin. En su trabajo, uno de aquellos que hacen época, El origen de las especies, publicado en 1859, Darwin había defendido que toda especie es solo una colección de individuos, cada uno de ellos minuciosamente diferente de cualquier otro. Como las variaciones que subyacen bajo estas diferencias se transmiten a la prole, las que son favorables para la reproducción de los portadores, bajo las condiciones ambientales predominantes, se acumulan a lo largo de ciertas líneas de descendencia, mientras las que son menos favorables desaparecen gradualmente. Esto es lo que Darwin llamaba selección natural. A través de la selección natural las especies evolucionan continuamente. Una línea de descendencia puede dividirse en dos o más líneas divergentes, dando lugar a varias especies distintas (como, por ejemplo, las líneas que llevaron a los chimpancés y a los humanos). La gran mayoría de líneas, sin embargo, han llegado finalmente al callejón sin salida de la extinción.
Desde Darwin, la base para la clasificación biológica en especies, géneros y demás ha sido genealógica. Es decir, los individuos se agrupan en la misma clase sobre la base no de su aproximación formal a un patrón básico de diseño, sino por su descendencia de un ancestro común. Es característico de los seres vivos, a diferencia –digamos- de los cristales inorgánicos, que cada uno de ellos es único, diferentede cualquier otro, bien que sea en los detalles, a lo largo de múltiples ejes de variación (Medawar 1957). Los granos de sal tienen todos la misma composición molecular, de cloruro sódico, y en este sentido comprenden lo que es llamado técnicamente un ‘tipo natural’ –una clase de objetos unidos por el hecho de que todos tienen algún atributo esencial en su constitución genética-. Pero excepto los gemelos idénticos y los clones naturales o artificiales, ningún organismo vivo, en su constitución genética, es exactamente igual a cualquier otro. Los individuos de una especie pueden compartir una apariencia familiar, pero no hay una sola cosa común a todos ellos. Si no fuese por esta variabilidad intrínseca, la selección natural no podría ocurrir. No hay ningún plano formal, específico para una especie planeando en el trasfondo, inmune al tiempo y al cambio.
Ahora bien, si esto es cierto para las especies en general, entonces debe serlo también para la especie humana en particular. En consecuencia, lo que nos conecta como miembros de una especie singular (Homo sapiens) no es nuestra posesión de una naturaleza común, sino nuestra descendencia de una población ancestral singular. En El origen de las especies, sin embargo, Darwin no tenía virtualmente nada que decir sobre la evolución humana. De hecho, no tenía en realidad nada que decir sobre la evolución en general, porque la palabra aparece solo una vez en todo el libro: ¡en la última frase! En cambio, habla de ‘descendencia con modificación’. Solo posteriormente, en gran parte como resultado de un error colosal perpetrado por el fiósofo Herbert Spencer y agravado por generaciones de biólogos desde entonces, el concepto de evolución sustituyó el de descendencia con modificación (Ingold 1998: 80-1). A lo largo del Origen, Darwin se presenta como un espectador que observa el panorama de la naturaleza desplegado ante sus ojos. Y fue en este sentido original de desplegamiento lo que él justificaba como un proceso de evolución. “Hay grandeza en esta visión de la vida”, escribió Darwin en la frase final de su libro –en el entendimiento de que “mientras este planeta ha ido girando de acuerdo con las leyes fijas de la gravedad, desde un inicio tan sencillo infinitas formas, maravillosas y bellísimas, han estado y están evolucionando” (Darwin 1872: 403).
Pero esta no es una visión de la vida de la que dispongan los animales no humanos. Están condenados a vivir más o menos dentro del mundo de la naturaleza, mientras Darwin podía escribir como si él estuviese por encima de ella, y pudiese observarla como si fuese un espectáculo. Pero Darwin era un ser humano. ¿Cómo podía ser, entonces, que los seres humanos –o al menos los más civilizados entre ellos- pudiesen alcanzar una posición tan exaltada o trascendente frente al resto de la naturaleza? Fue en un libro posterior, El origen del hombre, publicado en 1871, donde Darwin se dispone a contestar a esta pregunta. Mientras El origen de las especies era como si fuese una visión desde la cumbre, El origen del hombre era una explicación del ascenso (Ingold 1986: 49). Pero era un tipo de libro muy diferente del del Origen de las especies. En un estilo de expresión impregnado de las actitudes morales de su tiempo, Darwin intentó aquí establecer una escala única, haciendo todo el recorrido desde el más primitivo de los animales al más avanzado de los humanos, junto al cual se podría registrar el ascenso de la razón o intelecto y su triunfo gradual sobre las cadenas del instinto. En lo que Darwin difería de muchos (pero en absoluto en todo) de sus predecesores era tanto en atribuir poderes de razonamiento a los animales subhumanos como en reconocer el poderoso influjo del instinto incluso sobre la conducta de los seres humanos. Los inicios de la razón, argumentaba, podían ser encontrados mucho más abajo en la escala de la naturaleza, pero solo con el surgimiento de la humanidad empezó esta a ponerse por delante. En resumen, para Darwin y sus muchos seguidores, la evolución de las especies en la naturaleza era también una evolución hacia fuera de ella, en tanto en cuanto liberaba progresivamente la mente de las incitaciones de una disposición innata. Desde entonces, la ciencia se ha aferrado con fuerza a la visión de que los humanos difieren de otros animales en grado más que en tipo. Darwin, se dice, finalmente nos mostró que la idea de un Rubicón absoluto separando a la especie humana del resto del reino animal es un mito. No se deshizo, sin embargo, de la dicotomía entre razón y naturaleza, o entre naturaleza e instinto. Más bién todo su argumentación estaba expresada en estos términos. Recordemos que para Linneo era la posesión del hombre de la facultad de la razón lo que le permitía elevarse por encima y ejercer dominio sobre el mundo de la naturaleza. Darwin estaba de acuerdo: “No puede haber duda de la gran importancia de las facultades intelectuales, porque el hombre les debe a ellas su posición predominante en el mundo” (1874: 196). Su punto de vista, sin embargo, era simplemente que la posesión de la razón –o la falta de ella- no es un tema de todo o nada que distinga a los humanos de los no humanos. En términos evolutivos, pensaba Darwin, la razón avanzaba mediante un ascenso gradual, si bien en aceleración, y no por un salto espectacular. “Debemos admitir”, observaba, “que hay una distancia mucho más amplia en poder mental entre uno de los peces más bajos … y uno de los simios superiores, que entre un simio y un hombre; pero esta distancia está repleta de innumerables gradaciones” (1874: 99).
El científico y el salvaje
Pero la idea de que no hay una ruptura radical que separe a la especie humana del resto del reino animal es, de hecho, bastante antigua, remontándose a la doctrina clásica de que todas las criaturas pueden ser colocadas en una única escala de la naturaleza, o lo que se llamaba la “Gran Cadena del Ser”, que conectaba a las formas más bajas con las más altas en una secuencia ininterrumpida (Lovejoy 1936). Cada paso a lo largo de la cadena era concebido como gradual, porque, como se solía decir, “la naturaleza nunca da saltos”. Inicialmente, la idea era que cada especie estaba inmutablemente fija en un sitio desde el momento de la Creación, en una posición particular de la cadena, de forma que ninguna posición quedase vacía. Fue el naturalista francés y creador del término ‘biología’, Jean Baptiste Lamarck, escribiendo en las primeras décadas del siglo XIX, quien puso la cadena en movimiento. Él pensaba en ella como en una especie de escalera mecánica, en la que los organismos están continuamente trabajando para ascender por la escala de la naturaleza, mientras algunos nuevos van apareciendo desde la base para seguir a su vez su camino ascendente. Así, el mono estaba en camino de convertirse en simio; el simio en su camino para convertirse en humano. Darwin, en su teoría de la evolución por selección natural, reemplazó la imagen de una única cadena por la de un árbol con ramas, pero la idea de cambio gradual permaneció (Ingold 1986: 5-9). Según la visión sobre la evolución de nuestra especie que se puede encontrar en cualquier libro de texto moderno, nuestros ancestros llegaron a ser humanos gradualmente, a lo largo de incontables generaciones. Una secuencia ininterrumpida de formas se supone que vincula a los simios de hace aproximadamente cinco millones de años, de los que tanto los seres humanos como los chimpancés somos descendientes, a través de las primeras criaturas homínidas de hace dos millones de años, con las personas como tú y yo –humanos certificados de la especie Homo sapiens-.
Como explicación de la evolución biológica humana puede estar muy bien, pero, ¿qué pasa con la historia humana? Los teóricos de la Ilustración tendían a pensar en la historia humana como el relato del ascenso del hombre del salvajismo primitivo a la ciencia moderna y la civilización, y la idea de que la razón humana se alzaría y finalmente triunfaría sobre la fuerza bruta de la naturaleza era el punto fuerte de su filosofía. Pero también estaban comprometidos con la doctrina de que todos los seres humanos, en todo lugar y tiempo, comparten un conjunto común de capacidades intelectuales básicas y en ese sentido pueden ser considerados iguales. Esta doctrina era conocida como la de la “unidad psíquica de la humanidad’. Las diferencias en los niveles de civilización se atribuían al desarrollo desigual de estas capacidades comunes. Era como si los pueblos supuestamente primitivos estuviesen en una etapa anterior en la persecución de un currículum central común a la humanidad como totalidad. En pocas palabras, para estos pensadores del siglo XVIII los seres humanos diferían en grado de otras criaturas en relación a su forma anatómica, pero sin embargo se distinguían en tipo del resto del reino animal en tanto en cuanto habían sido dotados de mentes –esto es, con las capacidades de razón, imaginación y lenguaje- con las que podían llevar a cabo su propio desarrollo histórico dentro del marco de una forma corporal constante (Bock 1980: 169; Ingold 1986: 58).
El impacto inmediato de la teoría de Darwin de la evolución humana, tal como se exponía en El origen del hombre, fue trastocar esta distinción. El científico y el salvaje, insistía Darwin, están separados no por un desarrollo diferencial de capacidades intelectuales comunes a ambos, sino por una diferencia de capacidad comparable a la que separa al salvaje del simio. “Las diferencias de este tipo entre los hombres supremos de las razas supremas y los salvajes más bajos están conectadas por las más sofisticadas gradaciones” (Darwin 1874: 99). Y estas diferencias eran, a su vez, una función de la mejora gradual de un órgano corporal, el cerebro (ibid: 81-2). A lo largo de la historia humana el avance de la civilización se suponía que marchaba mano a mano con la evolución del cerebro, y con ella la de las facultades intelectuales y morales, mediante un proceso de selección natural en el que “unas tribus han suplantado a otras tribus” –de la misma manera que ahora “las naciones civilizadas están en todas partes suplantando a las naciones bárbaras”- en la que los grupos victoriosos incluyen siempre la mayor proporción de “hombres bien dotados” (ibid.: 197). En este proceso el desafortunado salvaje al que le corresponde el papel de vencido en la lucha por la existencia estaba destinado tarde o temprano a la extinción.
El compromiso de Darwin, en El origen del hombre, con una doctrina imperialista del progeso según la cual los bien dotados moral e intelectualmente están obligados a suplantar a sus inferiores, no solo iba contra toda la argumentación de El origen de las especies sino que también era profundamente racista. Mientras en El origen de las especies Darwin había mostrado que el mecanismo de la selección natural opera siempre de forma que hace que las especies estén mejor adaptadas a las condiciones de vida de su medio ambiente particular, en El origen del hombre argumentaba que esto haría inevitable un avance absoluto a lo largo de una única escala universal –desde los animales más bajos al más alto de los hombres (1874: 194) – independientemente de las condiciones ambientales, llevando del instinto a la inteligencia y alcanzando su conclusión última en la moderna civilización europea. Y al traer el ascenso de la ciencia y la civilización dentro de los límites del mismo proceso evolutivo que había llevado a los hombres a partir de los simios y a los simios a partir de criaturas inferiores en la escala, Darwin estaba forzado a atribuir lo que veía como la ascendencia de la razón a un legado hereditario. Para que la teoría funcionase, tenía que haber importantes diferencias en tal legado entre ‘tribus’ o ‘naciones’ –o entre lo que hoy llamaríamos poblaciones-.
A la inversa, sin embargo, si no hubiese tales diferencias entonces la teoría no podría funcionar, como Alfred Russell Wallace, el codescubridor de la selección natural, descubrió a su costa. Con la ventaja de una mucho mayor familiaridad y simpatía por las vías de los pueblos ‘primitivos’ que la que Darwin nunca tuvo, Wallace estaba totalmente impresionado por la riqueza y diversidad de sus logros culturales. Estos logros, estaba seguro, eran el producto de cerebros superiores. Pero, ¿cómo podía la selección natural haber producido cerebros aparentemente capaces de mucho más de lo que en realidad era necesario bajo las simples condiciones de la vida primitiva? “La selección natural”, escribió Wallace, “podría haber dotado solo al hombre salvaje con un cerebro un poco superior al de un simio, cuando en realidad posee uno muy poco inferior al de un filósofo” (1870: 356). Su tristemente célebre conclusión, para consternación de Darwin, era que solo un Creador podía haber pensado en preparar al salvaje para la civilización antes de haberla conseguido. Por esta aparente capitulación al creacionismo, las siguientes generaciones de evolucionistas desterrarían injustamente a Wallace a los márgenes de la historia de su ciencia.
Pero en su estimación de las capacidades intelectuales de los así llamados ‘salvajes’, Wallace tenía razón y Darwin estaba equivocado. El término ‘salvaje’ era aplicado generalmente por los antropólogos del siglo XIX y sus predecesores a gente que vivía de la caza y la recolección. Hoy reconocemos que los cerebros de los cazadores-recolectores son igual de buenos y tan capaces de manejar ideas complejas y sofisticadas como los cerebros de los científicos y filósofos occidentales. No obstante, las ideas racistas sobre la superioridad mental innata de los colonizadores europeos blancos sobre los pueblos indígenas persistieron claramente en la antropología biológica. No deberíamos olvidar que la idea de la eugenesia –esto es, provocar una mejora total de las capacidades humanas mediante una política deliberada de cría- disfrutó de una cierta respetabilidad en los círculos científicos hasta la Segunda Guerra Mundial. Fue la guerra, y sobre todo las atrocidades del Holocausto, lo que finalmente puso fin a esta idea. Lo que era obvio para Darwin y la mayor parte de sus contemporáneos –es decir, que las poblaciones humanas se diferenciaban por sus capacidades intelectuales innatas en una escala desde el primitivo al civilizado- ya no es aceptable hoy. La visión de Darwin de que la diferencia entre el hombre salvaje y el civilizado lo era de poder cerebral ha dado paso en la ciencia estándar a un fuerte compromiso moral y ético con la idea de que todos los humanos –pasados, presentes y futuros- están igualmente dotados, al menos por lo que se refiere a sus facultades morales e intelectuales. “Todos los seres humanos”, como declara el Artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, “están dotados de razón y conciencia”.
Naturaleza humana e historia
Pero esto dejaba a los darwinistas con un problema en sus manos. ¿Cómo se podía reconciliar la doctrina de la continuidad evolutiva con el nuevo compromiso con los derechos humanos universales? Si todos los humanos son iguales en su posesión de razón y conciencia moral –si, en otras palabras, todos los humanos son el tipo de seres que, según los preceptos jurídicos occidentales, pueden ejercer derechos y responsabilidades- entonces deben diferenciarse por tipo de todos los otros seres que no pueden. Y en algún lugar a lo largo de la línea, nuestros ancestros tuvieron que hacer una ruptura desde una condición a la otra, de la naturaleza a la humanidad.
Enfrentados con este problema, la ciencia moderna solo tenía una forma de seguir –esto es, volver al siglo XVIII-. De hecho, la mayor parte de los comentaristas contemporáneos sobre la evolución humana parecen estar reproduciendo vigorosamente, si bien inconscientemente, el paradigma del siglo XVIII en todo lo esencial. Un proceso, de evolución, lleva de ancestros parecidos a simios a seres humanos que se pueden reconocer como del mismo tipo que nosotros; otro proceso, de cultura o historia, lleva del pasado primitivo de la humanidad a las modernas ciencia y civilización. Tomados conjuntamente, estos dos ejes de cambio –uno evolutivo, el otro histórico- establecen por su intersección un único punto de origen, sin precedente en la evolución de la vida, en el que nuestros ancestros se considera que han cruzado el umbral de la verdadera humanidad y se han embarcado en el curso de la historia. Y de pie en el umbral, en el punto de origen en el que la historia diverge de la evolución, y la cultura de la biología, está la figura del primitivo cazador-recolector, el equivalente de hoy al salvaje del siglo XVIII.
Es un hecho remarcable que siempre que los científicos se preocupan por destacar la continuidad evolutiva entre simios y humanos, los humanos son casi siempre retratados como antiguos cazadores-recolectores (o si se toman como ejemplo los cazadores-recolectores contemporáneos, son vistos normalmente como fósiles culturales, congelados en el tiempo en el punto de inicio de la historia). Según un nuevo escenario ampliamente aceptado, fue bajo las condiciones de vida como cazadores-recolectores, hace cientos de miles de años en la era que geólogos y paleontólogos denominan Pleistoceno, cuando evolucionaron las capacidades biológicas y psicológicas –el lenguaje, la inteligencia simbólica, el bipedalismo, la fabricación de herramientas, el vínculo como pareja macho-hembra, y demás- que se supone que nos hicieron humanos. Una vez establecidas han permanecido con nosotros, como un legado de nuestro pasado evolutivo.
Así se dice que cada uno de nosotros acarrea, como parte fundamental de nuestra constitución biopsicológica, un conjunto de capacidades y disposiciones que surgieron originalmente como adaptaciones a los requerimientos de caza y recolección en los medios ambientes del Pleistoceno. Como señaló el distinguido arqueólogo J. Desmond Clark en una charla pronunciada en 1990, “los complejos conductuales de los cazadores ancestrales subyacen profundamente en el modelado psicosocial del sistema nervioso de todos los humanos y cuanto esto se entienda mejor, puede ayudar a mostrar cómo hemos llegado a ser lo que somos hoy” (Clark 1990: 13). La doctrina de la unidad psíquica, parece, era cierta después de todo, o como declaran John Tooby y Leda Cosmides en su manifiesto para una nueva ciencia de la psicología evolutiva, “la unidad psíquica de la humanidad es genuína y no solo una ficción ideológica” (1992: 79). Esta unidad, creen ellos, subyace en la “arquitectura evolucionada de la mente humana”, en otras palabras, en la naturaleza humana.
Siguiendo esta línea argumental, en lo que a sus capacidades evolutivas se refiere, debería haber poco o nada que distinga a los científicos e ingenieros de hoy de los cazadores-recolectores de hace 50.000 o incluso 100.000 años. Lo que los hace diferentes, aparentemente, es un proceso histórico separado, o lo que muchos han dado en llamar evolución cultural (como opuesta a biológica). Pero el movimiento de la cultura se dice que ha dejado nuestra constitución biológica básica virtualmente intacta, apenas cambiada de la que existía en la Edad de Piedra. “La historia”, declaran David y Ann James Premack, “es una secuencia de cambios por los que pasa una especie mientras permanece biológicamente estable” –y solo los humanos la tienen- (Premack y Premack 1994: 350-1). Pero esta misma distinción implica que en algún punto del pasado, la historia debe haber “despegado” desde un punto de partida de capacidades humanas evolucionadas. A menos que se suponga algún tipo de salto espectacular inconmensurable o –con Wallace- se invoque la milagrosa intervención de un Creador, no parece haber otra alternativa que imaginar una trayectoria histórica que surge inexorablemente de un punto de aparición, cogiendo ritmo a medida que lo hace, dejando la constitución biológica del organismo, confinada al carril lento del cambio evolutivo, muy atrás. De hecho este tipo de imagen, elaborada por primera vez en un célebre estudio por el antropólogo Alfred Kroeber y publicado en 1917 con el título de Lo superorgánico (Kroeber 1952), ha sido invocada en incontables ocasiones desde entonces. Pero suscita toda una serie de incómodas preguntas. Si la historia humana tiene un punto de origen, ¿qué podía significar haber estado viviendo cerca de ese punto, o incluso en el momento crucial de la transición? Eran esa gente semiculturales, preparándose para la historia? ¿Cómo puede uno distinguir tal vez aquellas acciones y eventos que impulsaron hacia adelante el movimiento de la historia humana de aquellos que la pusieron en marcha en primer lugar? De hecho, es difícil no ver, en la imagen de nuestros ancestros cazadores-recolectores mirando hacia afuera sobre el amanecer de la historia, el reflejo de una retórica política decididamente moderna. Y ha puesto a los prehistoriadores en una búsqueda frenética y muy publicitada del momento y lugar de la emergencia de lo que eufemísticamente son llamados “los humanos anatómicamente modernos” –esto es, gente que son biológicamente indistinguibles de nosotros aunque culturalment todavía en la parrilla de salida-. Su aparición se dice que marca nada menos que la ‘revolución humana’: una revolución, sin embargo, que misteriosamente parece haber sido en varias veces mucho más larga que la nueva era que se supone que habría inaugurado (Mellars y Stringer 1989).
Así que, después de todo, la paradoja permanece. A menos que se vuelva al escenario racialmente estratificado de Darwin, con sus poblaciones de hombres más o menos dotados, ¡la única forma en que se puede hacer aparecer a los humanos diferentes en grado, no en tipo, de sus antecedentes evolutivos es atribuyéndo el movimiento de la historia a un proceso de cultura que difiere en tipo, no en grado, del proceso de la evolución biológica! La división entre naturaleza y razón sigue ahí, pero se ha desplazado ahora a la que existe entre el exótico cazador-recolector y el científico occidental, el primero encarnando una visión de la humanidad en estado de naturaleza y el último encarnando el triunfo de la razón humana sobre la naturaleza. Incluso hoy, hay expertos –muchos de los cuales se llamarían a sí mismos científicos- que afirman que mediante el estudio de los cazadores-recolectores, ya sean antiguos o modernos, deberíamos conseguir una ventana sobre la naturaleza humana evolucionada que está oculta, en el estudio de sociedades de otro tipo, por las ulteriores acumulaciones de cultura e historia (Clark 1990).
¿Dónde se encuentra entonces esta naturaleza humana? ¿Cómo es posible que estas capacidades con las que se supone que todos estamos dotados de manera innata hayan sido fielmente legadas, durante decenas de miles de años, aparentemente inmunes a los caprichos de la historia? Para la mayor parte de los estudiantes contemporáneos de la evolución humana la respuesta es simple: porque están en los genes.
Genes y desarrollo
Pero esta respuesta se evade del tema y en realidad no es una respuesta en absoluto. Permítaseme explicar por qué. Los genes consisten en secciones de una molécula inmensamente larga llamada ADN, que se encuentra en el núcleo de todas las células del cuerpo. De este material genético, alrededor del 80 por ciento –el así llamado ‘ADN basura’- es completamente intrascendente. Los genes que comprenden el 20 por ciento restante, sin embargo, interpretan un papel crucial en la regulación de la producción de proteínas, que son los principales materiales de los que están hechos los organismos. Lo que estos genes no hacen, sin embargo, es contener un programa o mapa para la construcción de un organismo de un cierto tipo. La idea del mapa genético es básicamente engañosa, por la simple razón que los organismos no están construidos como máquinas, sobre la base de especificaciones de diseño preexistentes. Más bien crecen, un proceso conocido técnicamente como desarrollo ontogenético. Esto se aplica tanto a los seres humanos como a los organismos de cualquier otra especie. Así que no se puede señalar simplemente a un punto en el ADN del núcleo de la célula y decir: “Ahí está la capacidad para esto-y-lo-otro”. Es una fantasía pensar que fragmentos de ADN se pueden convertir por sí mismos en“capacidades innatas”, ya sea del cuerpo o de la mente, antes incluso de que este proceso se haya puesto en marcha.
Cualesquiera que sean las capacidades que la gente pueda tener, bajo la forma de habilidades, motivaciones, disposiciones y sensibilidades, se generan en el curso del desarrollo. Y en cualquier etapa del ciclo de la vida en la que podamos escoger identificar una capacidad particular –incluso en el nacimiento- tiene detrás una historia de desarrollo (Dent 1990:694).
Lo que es más importante, la gente no vive sus vidas en un vacío sino en un mundo en el que están rodeados de otras personas, objetos y lugares, formando conjuntamente lo que se conoce usualmente como el medio ambiente. Crecidos en un medio ambiente al que en gran parte han dado forma las actividades de sus predecesores, los seres humanos interpretan su papel, mediante actividades intencionales, en la creación de las condiciones de desarrollo de sus sucesores. Esto es lo que llamamos historia. Mi opinión es que no hay una naturaleza humana latente en nuestro interior que se ha escapado de alguna manera de la corriente de la historia. Por supuesto, todos somos portadores de nuestra dotación genética, pero esta no nos arma con una constitución completamente a punto, lista para interactuar con el mundo exterior. Todos los biólogos sensatos han reconocido desde hace mucho que la dicotomía entre naturaleza y cultura [nature and nurture] está obsoleta. Pero no basta con decir, en cambio, que somos producto de la naturaleza y del aprendizaje, como si fuesen cosas separadas –los genes por un lado, el medio ambiente por otro- que luego interactúan para formar el organismo. Porque los genes no interactúan con el medio ambiente (Keller 2001). Como señaló hace muchos años Daniel Lehrman, las interacciones de las que procede el desarrollo de un organismo no son entre genes y medio ambiente sino entre organismo y medio ambiente, y el organismo no es una constante sino la encarnación continuamente cambiante de toda una historia de interacciones previas que han dado forma al curso de su vida hasta ese punto (Lehrman 1953:345) Ni tampoco el medio ambiente es una constante, puesto que este, también, existe solo en relación a los organismos que lo habitan y encarna una historia de interacciones con ellos.
Si los genes interactúan con algo es con otros constituyentes de la célula, que interactúan con otras células en el organismo, que interactúan con otros organismos en el mundo. Es de este proceso de muchas capas de donde surgen las capacidades de los seres vivos. En otras palabras, estas capacidades son producto del sistema de desarrollo en su conjunto compuesto por el genoma en las células del organismo en su ambiente (Lewontin 1983; Oyama 1985). No hay una buena razón por las que deberíamos dirigirnos a nuestros genes como el lugar en el que se encuentra la naturaleza del organismo, más que en cualquiera otro de la miríada de componentes del sistema (Griffiths y Gray, 1994). El hecho de que aún así lo sigamos haciendo, aparentemente con el pleno respaldo y la autoridad de la ciencia, se debe a un malentendido fundamental sobre la naturaleza de la información. Este punto es tan crucial que merece una breve digresión.
El genotipo imaginario
En sentido estricto, como hemos visto, los genes son simplemente un segmento particular de la molécula de ADN. Sin embargo los biólogos evolutivos se refieren frecuentemente a los genes con otro sentido, como si transportasen la información que codifica un rasgo o carácter particular. Es el llamado ‘gen mendeliano’ (Dunbar 1994: 762). Tomados conjuntamente, estos genes mendelianos dan como resultado un tipo de especificación de un carácter del organismo en su conjunto, conocido técnicamente como su genotipo. ¿Cómo hemos llegado, entonces, a que pedazos de ADN en el genoma llegasen a ser identificados, bajo el mismo concepto de gen, con la información que codifica rasgos particulares que constituyen el genotipo? Tal como se entiende normalmente, en el sentido coloquial, la información se refiere al contenido semántico de los mensajes transmitidos desde los emisores a los receptores. Es el significado vinculado por el emisor al mensaje, dirigido a su receptor. Pero no fue por extensión de este uso coloquial como el concepto de información entró en la biología. Más bien su fuente se encuentra en la teoría de la información tal como había sido desarrollada en los años 40 por Norbert Wiener, John von Neumann y Claude Shannon.
En el sentido especializado utilizado por los teóricos de la información, ‘información’ no tiene ningún valor semántico, no significa nada. Información, para ellos significaba simplemente aquellas diferencias, en la entrada a un sistema, que producen una diferencia desde el punto de vista del resultado.
Este punto lo perdieron completamente los biólogos moleculares quienes, habiendo comprendido que la molécula del ADN podía ser vista como una forma de información digital en el sentido técnico, teórico, de la información, saltaron inmediatamente a la conclusión de que por tanto cumplía los requisitos como código con un contenido semántico específico. Sin embargo, los teóricos de la información no perdieron el punto y advirtieron repetidamente contra la fusión del sentido técnico de información con su contraparte coloquial y veían con consternación cómo las metáforas de la escritura de mensaje, lenguaje, texto y demás arraigaban en una biología cada vez más intoxicada con la idea del ADN como ‘libro de la vida’. Desde entonces, y especialmente con todo el despliegue publicitario del proyecto genoma humano, estas metáforas se han vuelto más predominantes que nunca, y la confusión original sobre la que descansan virtualmente ha desaparecido de la vista (Kay 1998).
En verdad, el ADN del genoma no codifica nada: no hay ningún ‘mensaje’. Situado en un contexto celular, el ADN lleva a cabo un proceso de replicación, pero es una ilusión suponer que la replicación de este material genético es equivalente a una replicación de la especificación de un carácter para el organismo. La única ‘lectura’ del ADN es el proceso de desarrollo ontogénico en si, cuyo resultado es la forma manifiesta del organismo –también conocida como su fenotipo-. O por decirlo de otra forma, el genoma puede ser visto como el portador de información codificada solo si el resultado del proceso de desarrollo está presupuesto. ¿En qué se convierte entonces el genotipo?¿Dónde está?¿Existe realmente?
Por definción, y opuestos al fenotipo, los rasgos que incluye el genotipo se supone que son totalmente independientes del contexto de desarrollo y ya están situados en el punto de inicio de un nuevo ciclo de vida. ¿Pero cómo llegan a estar allí situados? No, evidentemente, pr el mecanismo de la replicación genética. Lo que ha sucedido, parece ser, es que en su esfuerzo por probar que las propiedades de los organismos han evolucionado por selección natural los biólogos han buscado redescribir las características de estos organismos de una forma que excluye toda variación claramente debida a la experiencia medioambiental. Esto es, han buscado producir para cada una de ellas, una especificación abstracta, independiente del contexto. Esta abstracción es entonces ‘leída’ en el genoma –como si tuviese una presencia concreta allí- de manera que el desarrollo puede ser visto como una ‘relectura’, bajos condiciones medioambientales particulares, de una especificación preexistente. La circularidad de este argumento no necesita una elaboración posterior y es una razón, por supuesto, de por qué ha resultado tan difícil de refutar.
Nada ilustra mejor esta tendencia a transponer a organismos vivos un conjunto de especificaciones abstractas derivadas de nuestra observación externa de ellas que el destino del concepto de biología en sí mismo. Referido inicialmente a los procedimientos implicados en el estudio científico de las formas orgánicas, la ‘biología’ ha llegado a ser vista como un conjunto de directivas –literalmente un bio-logos– supuestamente existentes en los organismos y que orquestan su construcción. Para cualquier organismo particular este bio-logos es, por supuesto, su genotipo. Aquí se encuentra la explicación de ese lugar común, por engañoso que sea, de la identificación de la‘biología’ como genética. La misma noción de biología ha llegado a ser reemplazada por la creencia de que en el núcleo de todo organismo reside una especificación esencial –una naturaleza- que está fijada desde el principio y que permanece inmutable a lo largo de toda su vida. Por supuesto, esta especificación se considera de final abierto, permitiendo un abanico de productos del desarrollo condicionados por las circunstancias medioambientales. Pero entendido en este sentido –como componentes de una especificación condicional- los genes son, como he mostrado, completamente ficticios.
Lo que se aplica a los organismos en general se debe aplicar con toda seguridad a esos organismos particulares que llamamos ‘humanos’. El genotipo humano, para abreviar, es una invención de la imaginación científica moderna. Esto no significa, por supuesto, que un ser humano pueda ser cualquier cosa que se te ocurra. Pero sí significa que no hay forma de describir lo que los seres humanos son independientemente de las innumerables circunstancias históricas y ambientales en las que han llegado a ser –en las que crecen y viven sus vidas-. Como sabemos, estas son extremadamente variables. Pero, ¿cuáles son las implicaciones de este punto de vista para nuestra comprensión de la cultura y la historia?
De caminar a tocar el violonchelo
Para responder a esta pregunta, quizás ayude explicar primero con detalle lo que creo es una visión bastante ortodoxa de la relación entre naturaleza humana y cultura. Según este punto de vista hay dos tipos de herencias en las poblaciones humanas que discurren paralelamente. Una se dice que es ‘biológica’, la otra ‘cultural’. La herencia biológica funciona mediante la transmisión de información genética codificada en el ADN; la herencia cultural es más o menos independiente de la transmisión genética y tiene lugar mediante un proceso de aprendizaje. La primera nos proporciona lo esencial de la naturaleza humana; la segunda añade un componente superorgánico o ‘no biológico’.
Consideremos un par de ejemplos aparentemente incontrovertibles. Yo puedo andar y puedo tocar el violonchelo. La locomoción bípeda se ve generalmente como un atributo de la especie Homo sapiens¸ una parte integral de nuestra naturaleza humana evolucionada. Tocar el violonchelo, por el contrario, es con seguridad una habilidad cultural con un trasfondo muy específico en la tradición musical europea.
Pero los seres humanos no nacen caminando, ni caminan todos de la misma forma. No hay, como observó el antropólogo Marcel Mauss en su famoso ensayo de 1938 sobre las Técnicas del cuerpo, una forma natural de caminar (Mauss 1979: 102). En Japón, al menos tradicionalmente, era convencional caminar ‘desde las rodillas’, en lo que a nosotros nos parece un paso en el que se arrastran bastante los pies, pero que tiene mucho sentido cuando tu calzado son sandalias y cuando tienes que caminar por un terreno muy empinado, como es común en el campo japonés, especialmente cuando acarreas pesadas cargas colgadas de una de las dos puntas de una vara larga y flexible equilibrada atravesada en un hombro. A los europeos, sin embargo, esto les parece muy desgarbado. A ellos se les enseña desde una edad muy temprana las virtudes de una postura recta y se usan caminadores para bebés para tener a tu hijo en pie tan pronto como sea posible (como instrumento, el caminador no es nuevo sino que ha estado presente durante siglos). Se nos enseña a caminar desde las caderas y no desde las rodillas, manteniendo las piernas tan rectas como sea posible. Y nuestros artilugios para acarrear, de mochilas a maletas, están diseñados con esta postura en mente (Kawada, n.d.).
¿Son estas inflexiones del caminar suplementos no genéticos o superorgánicos añadidos a una capacidad universal para la locomoción bípeda que haya sido dada al cuerpo humano por los genes? Con seguridad no. Porque caminar no es una mezcla de componentes preexistentes y añadidos, sino una habilidad que se adquiere gradualmente pero no exclusivamente en los primeros años de vida y se incorpora al modus vivendi del organismo humano mediante la práctica y el entrenamiento dentro de un ambiente que incluye cuidadores cualificados, junto a toda una variedad de objetos de apoyo y un determinado terreno (Ingold 2000:375). Es, en este respecto, el resultado de un proceso de desarrollo. Y como la gente se encuentra con diferentes circunstancias de desarrollo, caminan de forma diferente. Como han demostrado Esther Thelen y sus colegas en una serie de estudios sobre el desarrollo motor del niño, no hay una “esencia de caminar que pueda ser aislada de la ejecución en tiempo real de la acción misma” (Thelen 1995 : 83). ¿Pero es esto diferente de mi capacidad para tocar el violonchelo? Esta es también una habilidad corporal y de igual forma se establece con la práctica. Por supuesto tengo un profesor y podemos decir de manera coloquial que mi profesor me pasa sus habilidades a mí. Lo que no hace, sin embargo, es transmitírmelas, como los defensores del punto de vista ortodoxo dirían, por medios no genéticos. Esto es, no me envía mensajes abstractos, descontextualizados, codificados en medios simbólicos, especificando reglas de interpretación que luego tengo que ejecutar yo en mi interpretación. Más bien coloca mis manos alrededor del arco y mis dedos en el diapasón de manera que pueda experimentar por mí mismo la relación entre el movimiento de mi brazo derecho y las vibraciones de la cuerda y entre las tensiones musculares en la mano izquierda y los intervalos resultantes de tono. Mi capacidad de interpretar el violonchelo no me fue transmitida más que mi capacidad para caminar. Más bien desarrollé esa habilidad. De hecho, la metáfora de la transmisión, ya sea atribuida a los genes o a la cultura, es profundamente errónea. Porque el crecimiento del conocimiento práctico en la historia de la vida de una persona no es el resultado de transmisión de información sino de un redescubrimiento guiado. Con esto quiero decir que en cada sucesiva generación lo novatos aprenden cuando son colocados en situaciones en las que, enfrentados a determinadas tareas, se les muestra qué hacer y qué ver o escuchar, bajo la tutela de manos más expertas. En este proceso con lo que cada generación contribuye a la siguiente no es con reglas y representaciones para la producción de la conducta apropiada, sino más bien las circunstancias específicas bajo las que los sucesores, al crecer en un mundo social, puedan desarrollar sus propias habilidades y disposiciones, y sus poderes de conciencia y respuesta (Ingold 2001:141-2).
Ahora bien, las implicaciones de este punto de vista son bastante radicales. Si, como he sugerido, aquellas formas específicas de actuar, percibir y conocer que nos hemos acostumbrado a llamar culturales están implicadas, en el curso del desarrollo ontogenético, en la constitución del organismo humano, entonces son igualmente hechos biológicos. Una habilidad como tocar el violonchelo, siendo una propiedad del organismo establecida mediante la experiencia práctica en un medio ambiente, es completamente tan ‘biológica’ como caminar sobre dos pies. Las diferencias culturales, para resumir, no se añaden a un sustrato de universales biológicos. Más bien son ellas mismas biológicas. No hace mucho, una conclusión así hubiera sido inconcebible. En 1930, nada menos que una autoridad como Franz Boas, el padre fundador de la moderna antropología estadounidense, había declarado que “cualquier intento de explicar una forma cultural sobre una base puramente biológica está condenado al fracaso” (Boas 1940:165). A partir de entonces la independencia absoluta de la variación cultural respecto a las limitaciones biológicas se convirtió en un principio fundamental de la integridad de la disciplina, una de las pocas cosas en las que virtualmente todos los antropólogos sociales y culturales estaban de acuerdo. De hecho, ha sido muy útil en nuestros esfuerzos por resistir ante algunas de las formas más extremas de determinismo, por ejemplo en los debates sobre la supuesta base hereditaria de la inteligencia, o sobre la influencia del sexo sobre el género. Pero ha llegado la hora de poner este principio en cuestión. Volviendo al ejemplo de una habilidad culturalmente específica como tocar el violonchelo: como una propiedad del organismo, el resultado de un proceso de desarrollo, ¿no es esto completamente admisible como una característica biológica? A pesar de las restricciones de Boas, no hay nada erróneo en explicar este o cualquier otro aspecto de una forma cultural sobre una “base puramente biológica”, siempre que la biología en cuestión sea de desarrollo, no genética.
Biología no es genética
Evidentemente, la fuente del problema no es la fusión de lo cultural con lo biológico, sino la reducción de lo biológico a la genética. Y esta reducción, sostengo, sigue todavía básicamente sin ser puesta en cuestión en el núcleo de la moderna teoría evolutiva en su actual encarnación neodarwiniana. Es cierto, la mayor parte de los biólogos evolutivos negarán rápidamente cualquier cargo de reduccionismo genético. Por supuesto, dirán, el organismo humano, como cualquier otro, es el resultado de un proceso de desarrollo. Pero sin tiempo para respirar atribuirán este desarrollo a una interacción compleja de factores ‘biológicos’ y ‘culturales’ operando en un medio dado. Y si preguntas cómo se distinguen los factores biológicos y los culturales te dirán que los primeros se transmiten genéticamente mientras los últimos se transmiten por medios no genéticos como imitación o aprendizaje social. Así, a pesar de su negativa inicial, la biología se ata a los genes después de todo, como de hecho requiere la lógica del neodarwinismo. La esencialización implícita de la biología como una constante del ser humano, y de la cultura como su variable y complemento interactivo, no es solo torpemente imprecisa. Es el mayor obstáculo que hasta ahora nos ha impedido movernos hacia una comprensión de nuestra identidad humana y de nuestro lugar en el mundo vivo, que no solo recicle sin cesar las polaridades, paradojas y prejuicios del pensamiento moderno.
Permítaseme insistir en que mis objeciones no van dirigidas a la ciencia de la genética, sino a la forma en que esta ciencia ha sido reclutada en interes de una psicobiología evolutiva que intenta utilizar los genes como una concepción esencialista de la naturaleza humana. Gracias a una enorme inversión de recursos y esfuerzos en investigación genética, ahora sabemos una enormidad sobre el genoma y cómo trabaja. Cuanto más aprendemos sobre él sin embargo, menos probable parece que pueda hacer el trabajo que la teoría evolutiva exige de él. ¿Cómo puede un genoma que es estructuralmente fluido, dado a presentarse él mismo unido en nudos, susceptible de incorporar pedazos de ADN de otros organismos que habitan el cuerpo en un momento u otro, y que consisten principalmente en ‘basura’, proporcionar las bases para una arquitectura estable bajo la forma de un conjunto más o menos inmutable de especificaciones de caracteres? Yo sostento que las formas y capacidades de todos los organismos, incluidos los humanos, no están prefiguradas por ningún tipo de especificaciones, genéticas o culturales, sino que son propiedades emergentes de sistemas de desarrollo. Podemos entender su estabilidad a lo largo de generaciones solamente investigando las propiedades de la dinámica de autoorganización de tales sistemas. Que sepamos tan poco sobre estas propiedades no es reflejo de su importancia real. Es, por el contrario, un reflejo de la extendida idea -sobre todo entre aquellos con influencia o control sobre la financiación de la investigación- de que los procesos de desarrollo no son más que la ‘escritura’ o realización, de potenciales genéticos preestablecidos. Para decirlo sin rodeos, la importancia que atribuimos a los genes es una función de cuánto sabemos sobre ellos; cuánto sabemos sobre genes es una función de la financiación de la investigación, y cuánta financiación hay en la investigación es una función de la importancia atribuida a los genes. No es fácil romper este círculo vicioso, especialmente cuando las ruedas giran con impulso y están bien aceitadas con la financiación con la que lo están hoy. Se han gastado sumas astronómicas en el proyecto del genoma humano para secuenciar los genes de un ser humano idealizado -un tipo de ‘persona universal’ (Brown 1991) -que nunca existió en el pasado ni nunca existirá en el futuro.
Darwin, como ya he señalado, rechazaba categóricamente la idea de que cualquier especie, y menos la humana, se pudiese caracterizar por algún tipo de esencia inmutable. Pero es precisamente la creencia en tal esencia -una creencia que antecede en mucho el auge de la moderna teoría evolutiva- lo que sigue dominando nuestras ideas sobre el progreso científico. A pesar de todo el despliegue publicitario, los resultados del proyecto genoma humano no han cambiado en lo más mínimo la forma en que pensamos sobre nosotros mismos, porque está imbuido en el proyecto una forma de pensar que ya ha estado rondando durante siglos, y cuyos resultados simplemente ayuda a perpetuar. Y la razón de esta persistencia es simple: está profundamente incrustada en la institución de la ciencia.
Regreso al futuro
Me gustaría terminar volviendo al tema de la naturaleza humana. La búsqueda de atributos definidores absolutos comunes a toda la humanidad parece de hecho una empresa sin esperanza, puesto que cualquiera que sea el atributo que se escoja, estará limitado por alguna criatura nacida de hombre y mujer en la que falta (Hull 1984:35). Recordemos que para la biología moderna, reconstruida siguiendo líneas darwinistas, el criterio para pertenecer a una especie es genealógico. Básicamente, esto significa que eres un ser humano si tus padres lo son. Si forma parte de la naturaleza humana caminar sobre dos pies, ¿qué pasa con un discapacitado congénito? ¿No es humano? Si forma parte de la naturaleza humana comunicarse mediante el lenguaje, ¿qué pasa con la niña que es sorda y muda? ¿No es humana? Si forma parte de la naturaleza humana unirse bajo formas de vida social basadas en la conciencia mutua del sí y del otro, qué pasa con aquellos individuos que sufren de autismo? ¿No son humanos?
Al argumento también se le puede dar la vuelta. Sea cual sea el atributo que se escoja, existe la posibilidad de que alguna criatura de ancestro no humano puede resultar que lo posee -si no ahora, en algún tiempo futuro-. La forma en que una especie evoluciona no es predecible por anticipado. Es perfectamente posible que los descendientes de los chimpancés, dentro de un millón de años (quizá una vez los humanos ya hayan conseguido extinguirse por sí mismos) desarrollen una capacidad plenamente lingüística y caminen sobre dos pies. Ya han demostrado ser capaces de tales cosas hasta cierto punto, así como otras cosas que alguna vez se pensaron eran distintivamente humanas, como fabricar herramientas. ¿Se habrían entonces convertido en humanos? En términos genealógicos esto no es posible, pero si forma parte de la naturaleza humana caminar y hablar, entonces estos chimpancés del futuro habría que contarlos entre los humanos también.
He mostrado que la apelación contemporánea a una naturaleza humana universal, en nombre de la biología evolutiva, es una reacción defensiva al legado de la ciencia racista dejado por la explicación de Darwin de la evolución de las facultades morales e intelectuales en El origen del hombre. Pero es una apelación llena de contradicciones. Mientras insiste en la continuidad del proceso evolutivo también reintegra las distinciones gemelas entre biología y cultura y entre evolución e historia, estableciendo un límite superior al mundo de la naturaleza que solo los humanos parecen haber roto. Más que eso, afirma que la naturaleza humana es fija y universal mientras atribuye su evolución a una teoría –de variación bajo selección natural- que solo funciona porque los individuos de una especie son infinitamente variables. Es por ello por lo que los evolucionistas se encuentran en la curiosa posición de tener que admitir que mientras en el mundo no humano la biología es la fuente de toda variabilidad y diferencia en el mundo humano ¡esto es lo que hace que todo el mundo sea lo mismo!
Además, el racismo que la moderna biología reclama haber dejado atrás no está nunca demasiado lejos bajo la superficie. La combinación potencialmente explosiva de categorización genealógica y pensamiento esencialista sigue ahí. Lejos de dejar de lado el concepto de raza, la ciencia ha definido la idea de que todos los humanos existentes comprenden una sola raza o subespecie, Homo sapiens sapiens. Según la actualmente favorecida hipótesis de Fuera de África, esta raza, la de los así llamados ‘humanos modernos’ se dispersó desde su cuna africana y finalmente colonizó el mundo. Es llamativo lo exactamente que esta imagen refleja la historia de la conquista global colonial por parte de los europeos blancos tan favorecida por Darwin y sus contemporáneos. Se le puede haber dado la vuelta a a la historia, pero la estructura es la misma: una raza dominante, equipada con una inteligencia superior sustituye al resto. Y es escasamente sorprendente que versiones de afrocentrismo, por ejemplo, que buscan contar la misma historia pero de forma que destaquen las diferencias entre africanos y blancos tienden a asumir una forma explícitamente raciológica.
Porque el caso es en realidad que mientras se afirma la unidad humana bajo la rúbrica de una única subespecie, lo hacemos con términos que celebran el triunfo histórico de la civilización moderna. No es difícil reconocer, en el conjunto de capacidades con la que se dice que todos los humanos están dotados de manera innata, los valores y aspiraciones centrales de nuestra propia sociedad y de nuestro propio tiempo. Así, estamos inclinados a proyectar una imagen idealizada de nuestra identidad actual sobre nuestros ancestros prehistóricos, reconociendo en ellos las capacidades para hacer todo lo que podemos hacer y hemos hecho siempre en el pasado, de manera que toda la historia de la humanidad parece un ascenso naturalmente preordenado hacia la cumbre de la modernidad lograda. La atribución esquizocrónica de humanidad a ambos extremos de la historia no es un accidente, porque está imbuida en la lógica del método comparativo por el que pueblos de otras culturas son comparados a versiones anteriores de nosotros mismos (Fabian 1983). En consonancia con esto, donde nosotros podemos hacer cosas que ellos no pueden, se atribuye a un mayor desarrollo, en nosotros, de capacidades humanas universales. Pero donde ellos pueden hacer cosas que nosotros no podemos, se rebaja a la particularidad de su tradición cultural. Este tipo de razonamiento descansa precisamente en el tipo de doble estándar que ha servido durante mucho tiempo para reforzar el sentido moderno occidental de su propia superioridad sobre ‘el resto’ y su sentido de la historia como el cumplimiento progresivo de su propia visión, marcadamente etnocéntrica, de los potenciales humanos.
Conclusión
He argumentado que no hay una forma estándar o universal de ser humano bajo las variaciones que son tan obvias para todos nosotros. En sus disposiciones y capacidades, y hasta cierto grado incluso en su morfología, los humanos de hoy son diferentes no solo entre sí, sino también de sus predecesores prehistóricos. Esto es así porque las características no están fijadas genéticamente, sino que surgen dentro de procesos de desarrollo y porque las circunstancias de desarrollo hoy, a las que se ha dado forma acumulativamente mediante la actividad de los humanos anteriores, son muy diferentes de las del pasado. En este sentido la historia de la evolución humana sigue hoy en marcha, incluso en el curso de nuestra vida cotidiana. Pero no es una historia de movimiento hacia arriba, a lo largo de una escala de lo más bajo a lo más alto, ni es una ruptura a un nivel superior de ser, más allá y por encima de lo orgánico. No tiene absolutamente ningún sentido proclamar, como se hace tan frecuentemente, que los humanos han ‘trascendido la biología’. No hemos ido más allá de nuestra biología ni nunca lo haremos. Nunca hubo ningún momento poderoso en el pasado en el que los límites superiores de la naturaleza fueron rotos y nuestros ancestros aparecieron en el estadio de la cultura, porque la misma idea de una división entre naturaleza y cultura es, como he mostrado, un arrogante concepto modernista.
Desde mi punto de vista, es un gran error poblar el pasado con gente como nosotros, equipados con todas las capacidades o potenciales subyacentes para hacer todo lo que hacemos hoy. De hecho, la misma idea de orígenes humanos –la idea de que en algún punto de la evolución se establecieron estas capacidades, esperando su cumplimiento histórico- es parte de una justificación ideológicamente elaborada del actual orden de cosas y como tal solo un aspecto del intenso presentismo del pensamiento moderno. Ha llegado la hora de reconocer que nuestra humanidad, lejos de haber sido establecida para todo tiempo como un legado evolutivo de nuestro pasado cazador-recolector, es algo que trabajamos continuamente y con lo que solo nosotros debemos cargar con la responsabilidad.
Nota
Esto es una versión revisada de un capítulo con el mismo título publicado en Evolutionary epistemology, language and culture: a non-adaptationist, systems theoretical approach, editado por Nathalie Gontier, Jean-Paul van Bendegem y Diederick Aerts (Dordrecht: Springer, 2006), pp. 259-281.
Traducción: Carlos Valmaseda
Artículo original: http://www.mecon.nomadit.co.uk/pub/conference_epaper_download.php5?PaperID=23652&MIMEType=application
Fuente: https://derrotaynavegacion.wordpress.com/2016/11/25/contra-la-naturaleza-humana/
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