EE UU, Huntington y el ISIS. Los nuevos fascismos en el sistema mundo
Eddy Sánchez Iglesias
El escenario de “guerra entre culturas” ha adquirido especial importancia entre los sectores dirigentes de las clases dominantes que aspiran a reconstruir un discurso justificador de un nuevo imperialismo, posiciones que han adquirido popularidad entre los que pretenden, dentro de Occidente, a recuperar ciertos discursos propios de la geopolítica ideológica de la Guerra Fría en las condiciones actuales.
Este nuevo imperialismo toma el enfoque del politólogo norteamericano Samuel Huntington, como exponente teórico más importante del concepto de “choque de civilizaciones”. Para Huntington las guerras futuras se producirán entre naciones y grupos de “diferentes civilizaciones”: la occidental, la confuciana, la japonesa, la islámica, la hindú, la cristiana ortodoxa y la latinoamericana.
Las fallas entre estas culturas definirán las guerras políticas del futuro, al ser la cultura y las identidades culturales las que están configurando las pautas de cohesión, desintegración y conflicto en el mundo actual. Huntington escribe:
La hipótesis de este artículo es que la principal fuente de conflicto en un nuevo mundo no será fundamentalmente ideológica ni económica. El carácter tanto de las grandes divisiones de la humanidad como de la fuente dominante de conflicto será cultural. Las naciones-estado seguirán siendo los agentes más poderosos en los asuntos mundiales, pero en los principales conflictos políticos internacionales se enfrentarán naciones o grupos de civilizaciones distintas; el choque de civilizaciones dominará la política mundial. Las líneas de ruptura entre las civilizaciones serán los frentes de batalla del futuro.
Huntington propone una reactivación del imaginario geopolítico “occidental” a través de la clasificación de distintos grupos territoriales en el mundo en los que el factor religioso de diferenciación es el principal. Como señala el profesor Jaime Pastor, seis de las ocho civilizaciones descritas serían reticentes a los valores “occidentales” pero, desde el punto de vista de Huntington, la civilización de religión islamista se convertía en el principal peligro: “Mientras el islam siga siendo islam (como así será) y Occidente siga siendo Occidente (cosa que es más dudosa), este conflicto fundamental entre dos grandes civilizaciones y formas de vida continuará definiendo sus relaciones en el futuro lo mismo que las ha definido durante los últimos catorce siglos”. Curiosamente, Israel no aparecía mencionado en esa clasificación como un caso diferenciado y, en cambio, América Latina, pese a ser considerada católica, se convertía a partir de 1990 en un espacio aparte, excluyendo, eso sí, las Islas Malvinas, pertenecientes al mundo occidental.
De esta forma se tiende a dejar de lado el plano económico y las divisiones de clase y se menosprecia los efectos contradictorios de una globalización, entre una dinámica homogeneizadora y el mestizaje cultural que las migraciones producen. Todo es devaluado en beneficio de la religión como clave cultural principal poniendo así en el centro de las preocupaciones del mundo occidentalla necesidad de defenderse frente a todo lo que es percibido como una amenaza a su cohesión interna. Para hacerle frente, el papel de Estados Unidos es clave: “La supervivencia de Occidente depende de que los estadounidenses reafirmen su identidad occidental y los occidentales acepten su civilización como única y no universal, así como de que se unan para renovarla y preservarla frente a los ataques procedentes de las sociedades no occidentales”.
No obstante, la sobrevaloración del papel de las religiones no impide a Huntington reconocer la relevancia de otros factores de poder en el nuevo equilibrio entre “civilizaciones” a medida que nos adentremos en el siglo XXI: “En resumen, Occidente seguirá siendo en conjunto la civilización más poderosa hasta bien entradas las primeras décadas del siglo XXI. Después, es probable que continúe teniendo una ventaja importante en talento, investigación y progreso científicos, así como en innovación tecnológica civil y militar. Sin embargo, el control sobre los demás recursos generadores de poder se está difundiendo cada vez más entre los Estados centrales y los países principales de las civilizaciones no occidentales”.
En ese contexto, la importancia del factor militar queda reflejada en la función que este politólogo atribuye a la OTAN: “En el mundo de la posguerra fría, la OTAN es la organización de seguridad de la civilización occidental. Terminada la Guerra Fría, la OTAN tiene un solo propósito fundamental y apremiante: asegurarse de que las cosas sigan así, impidiendo que se vuelva a imponer el control político y militar ruso en Europa Central”.
Huntington describe un mundo dividido entre “Occidente” y “el resto”, principalmente presidido por la amenaza islamista y el ascenso de otros Estados, y el temor al futuro identitario de la única gran potencia, EE UU, que con su nacionalismo cosmopolita sería la única capaz de garantizar la supervivencia de “Occidente”. No es, por tanto, casual que la audiencia encontrada por esa visión haya coincidido con la relativa crisis de legitimidad que estaba sufriendo la globalización “made in US”, tal como reconocería, a raíz sobre todo de las consecuencias de la invasión de Iraq, Zbigniew Brzezinski.
Pese a las contradicciones del discurso del “choque de civilizaciones” no sólo con la realidad sino también con la estrategia global estadounidense (siendo quizás su ejemplo más viejo el de las buenas relaciones con el régimen despótico de Arabia Saudí, por no hablar de las mantenidas en la actualidad con los islamistas turcos dentro de la OTAN en una región geoestratégica clave o con Pakistán y su apoyo indispensable en el momento de la invasión de Afganistán, junto al apoyo tácito actual al DAESH), es previsible que ese “paradigma” (tal como Huntington lo define en su introducción a la obra citada) siga funcionando precisamente porque contribuye a generar una sensación de “amenaza” en las sociedades del “Centro” y a justificar la tendencia a extender el “sentimiento de asedio” de la política exterior estadounidense a otras grandes potencias occidentales y, en particular, a la UE.
Pero como señala Jaime Pastor, es evidente también que esa percepción está generando a su vez riesgos desestabilizadores crecientes debido a que su generalización a las poblaciones procedentes del “mundo musulmán” -y de América Latina, al menos en el caso estadounidense con la comunidad de origen mexicano- residentes en sus países no haría más que favorecer respuestas fundamentalistas opuestas (aumentando, por tanto, su apoyo a opciones “terroristas”) o, simplemente, la creación de “apartheid” conflictivos en las grandes ciudades y sus periferias urbanas. Imponer una condición de “insiders” en la economía pero, al mismo tiempo, prescindir de ellos considerándolos “outsiders” en el plano político, cultural o de la vida cotidiana sería una situación a largo plazo insostenible en nuestras sociedades. Fundamentos todos que describen condiciones materiales y de discurso favorables a la construcción de nuevos fascismos.
Una vez expuestos los argumentos para un rearme cultural e ideológico de Occidente en torno a un nuevo imperialismo, para el geógrafo inglés John Agnew, el escenario de “choque de civilizaciones ha sido recogido en parte de la sociedad de los países árabes tras los ataques del 11 de septiembre de 2001”. La aceptación por Al Qaeda de la lógica de “choque de civilizaciones” era clara en Bin Laden, discurso heredado por el ISIS. Al igual que Huntington, tanto Al Qaeda como el Estado Islámico consideran que el mundo islámico es superior y debe ser protegido para no ser “contaminado” por Occidente. Como en el caso de las clases dominantes occidentales, se desprecia la realidad intercultural, la laicidad, la igualdad de géneros y la debilidad. Como ellos, el radicalismo islámico descarta que el mundo de los Estados sea el modelo del futuro de la política mundial, y da prioridad a la tarea de asegurar un espacio-propio de la “civilización islámica” que se define en contraposición al Occidente colonial.
Como bien señala el profesor Rubén Ruíz Ramas, “la doctrina de Huntington ha sido la predominante en Occidente desde los atentados del 11-S y se ha alimentado de la persistencia del terrorismo yihadista. Sin embargo es un espejismo. Huntington habló de choque de civilizaciones y los choques que hay en el mundo musulmán se dan dentro de él”.
Como bien señala Ruiz Ramas, “más del 80% de los atentados producidos por el terrorismo yihadista se producen contra musulmanes”, producto de una ofensiva del fundamentalismo islámico para someter a las propias sociedades musulmanas, en especial aquellas en las que los valores anticoloniales, laicos y panarabistas propios del socialismo árabe han arraigado más, lo que explica el apoyo claro que gran parte de los gobiernos occidentales brindan al ISIS y antes a Al Qaeda.
La consolidación y expansión del Estado Islámico y Al Qaeda y su aspiración de establecer un califato a nivel mundial, no es más que la máxima expresión del fascismo salafista, de la misma forma que las doctrinas huntingtonianas inspiran los nuevos imperialismos y nuevos fascismos jaleados desde las clases dominantes de EE UU y del centro capitalista.