«Globalización» = Capitalismo + Neoliberalismo
Leonardo Boff
Para desmitificar la «globalización» se ha escrito que comenzó en 1519/22, cuando la expedición de Fernando Magallanes completó por primer vez la vuelta al mundo. No obstante, aun si admitimos que la «globalización» es un fenómeno nuevo, caracterizado por unas crecientes y muy intensas relaciones económica de todos los países, no existen, sobre el papel, razones para que este nuevo estado de cosas, cuyo impulso último viene dado por el desarrollo de las fuerzas productivas, afectara negativamente al objetivo de promover un mundo donde el conjunto de los habitantes del Planeta se beneficiara de las conquistas que el hombre ha logrado a lo largo de su historia.
Antes muy al contrario. El desarrollo de las comunicaciones y el transporte, la aparición de nuevos productos, la modernización de los procesos productivos, las técnicas de preservación de las mercancías, estos y otros avances, ciertamente maravillosos, podrían dar lugar a un intercambio creciente y a una dependencia cada vez mayor entre todos los países, que podrían resultar beneficiosos para el conjunto de todos ellos, permitiendo que las posibilidades que otorga la ciencia y la tecnología hicieran más fácil, plena y, si cabe la palabra, más feliz, la existencia de toda la humanidad.
El problema surge porque, para empezar, la «globalización» es una nueva fase del desarrollo del capitalismo, y hablando de un sistema que descansa en la división de clases y en la desigualdad no cabe pensar en la neutralidad del fenómeno. Y, para seguir, porque la globalización es en gran medida un producto del neoliberalismo, bajo cuya hegemonía está hoy concebido el orden económico mundial, el cual exacerba y amplifica los aspectos más aberrantes del sistema.
Recuerda este asunto el viejo debate y los conflictos que se dieron entre el maquinismo y el empleo a lo largo del siglo XIX en los primeros países industrializados. Nada objetivamente negativo aportaban las máquinas para crear riqueza y para liberar al hombre de los trabajos más penosos y embrutecedores, sino todo lo contrario, salvo que en manos de los patronos y con los criterios de la gestión capitalista las máquinas arrojaban a la miseria y al desempleo a masas ingentes de trabajadores.
De la misma manera, la «globalización» podría rendir beneficios espléndidos a la humanidad, los cuales podrían esparcirse por todos los confines de la Tierra si no fuera porque no está concebida para ello, sino para servir los intereses de las clases dominantes y para la perpetuación del propio sistema a través del mecanismo de aumentar la explotación de los trabajadores en cada país y la explotación de los países del Tercer Mundo por las potencias económicas mundiales.
En efecto, la «globalización» no es un fenómeno abstracto, sino la concreción de una nueva fase del desarrollo del capitalismo. Es la expresión actual de la tendencia permanente, predicha por Marx, a la concentración y la centralización del capital. En el estadio alcanzado el capitalismo, esa tendencia ha desbordado de forma turbulenta los limites de los espacios económicos que representan los Estados.
Como es sabido, hay un cierto debate sobre si la globalización económica es ahora incomparablemente más intensa que en otras etapas del pasado, si nos atenemos a las relaciones o los intercambios de bienes y servicios entre países. Sin entrar en este debate, parece fuera de toda duda que en estos momentos la «globalización» es una es una realidad cualitativamente distinta a como lo fue en cualquiera otra fase del capitalismo en el pasado.
Por un lado, bastaría considerar que el cambio sustantivo introducido por el proceso actual de «globalización» no es que el desarrollo económico y los avances técnicos permitan unos mayores intercambios de mercancías y servicios entre países en el contexto de la liberalización y la abolición de las barreras comerciales, sino que la propia producción puede llevarse a cabo con un grado de internacionalización impensable hasta ahora.
Por otro, basta tener en cuenta el desarrollo de la esfera financiera que ha tenido lugar para dejar sentado que el capitalismo ha entrado en una nueva era. La movilidad absoluta de los capitales, combinada con las tecnologías de la informática y las comunicaciones, han convertido al mundo en un centro financiero único, con masas enormes de capitales desplazándose, y especulando, como si fueran estrellas errantes en el firmamento financiero que envuelve la economía real.
Es pertinente, pues, hablar de la «globalización» como de un nuevo estadio del capitalismo, siendo uno de sus rasgos mas destacados el relevante papel que han adquirido las corporaciones multinacionales. Estas constituyen la base de la estructura de la economía mundial, son depositarias de resortes fundamentales para su control (la investigación y tecnología) y concentran gran parte del poder real que rige los destinos del Planeta.
El peso de las multinacionales está fuera de discusión y es aplastante en cuanto al porcentaje que aparan de la producción, las inversiones y el comercio mundial, si bien por el vertiginoso proceso de fusiones, alianzas y absorciones que esta teniendo lugar en todos los sectores a escala mundial -bancos, seguros, comunicaciones, informática, automóvil, industria química, farmacéutica, energía, aeronáutica…- realmente nada escapa a este proceso de concentración, es difícil hacer un retrato fijo de su importancia abrumadora. Las cifras quedan rápidamente obsoletas y las que reflejaban la realidad de ayer parecen irrelevantes hoy. No obstante, tomando incluso como referencia datos de cualquiera de los últimos años, el cuadro que resultante es de sobra contundente.
En el mundo existen más de 35.000 empresas multinacionales, entendiendo por tales a aquellas que operan en varios países. Su participación en el comercio mundial es del 70% del total. Más del 40% de las transacciones internacionales de mercancías y servicios se realiza entre multinacionales o entre las casas matrices de estas y sus filiales. Controlan el 75% de las inversiones mundiales.
Entre ellas, a su vez, se da un extraordinario grado de concentración, cada vez mas acentuado si cabe. Los 100 grupos industriales mayores del mundo (se subraya, sólo los 100 y sólo los industriales, no de servicios ni financieros), ocupan a unos 14 millones de personas, una cifra equivalente al 32% del empleo industrial de la Unión Europea y a 6,5 veces los asalariados de la industria española. En algunos sectores alcanzan posiciones de monopolio u oligopolio a escala mundial y, por supuesto, atendiendo a su origen, sus “patrias” se sitúan en la Unión Europea, Estados Unidos y Japón.
Pero la importancia de las multinacionales rebasa con creces los aspectos cuantitativos derivados de su actividad y de la mayor o menor penetración de sus mercancías en los mercados internacionales.
Tienen una gran influencia en las relaciones económicas y políticas internacionales. Han desempeñado un papel decisivo en el proceso de integración europea y en los que tienen lugar en otras partes del mundo. Dentro de algunos estados pequeños, y no tan pequeños, tienen un poder casi definitivo, al punto de dirigir la política económica e imponer a los gobiernos sus decisiones.
Por otra parte, concentran la investigación y la inmensa mayoría de los avances tecnológicos parte de ellas. Son las depositarias y dueñas de la tecnología. La mejora de los productos y de los procesos de producción casi siempre tienen su origen en una multinacional o, para que tengan éxito, ha de acabar siendo absorbidos por una de ellas.
En fin, las multinacionales son el centro de una red de empresas proveedoras, de comercialización de sus productos, de asistencia técnica posventa y de servicios relacionados con sus productos o su actividad, de modo que su influencia y poder económicos superan ampliamente las cifras directas de su volumen de negocios o los enormes recursos financieros que manejan o son capaces de mover.
Cabe afirmar, por tanto, que las multinacionales son la fórmula, el modo en que se canaliza el proceso actual de concentración del capital. Desempeñan un papel crucial y representan la forma organizativa por medio de la cual el gran capital ejerce su hegemonía en el momento presente. Un producto inevitable del nuevo estadio del capitalismo y de ese rasgo particular de la hegemonía de las multinacionales es la «globalización».
Ahora bien, sería un error pensar que la «globalización» es sólo o fundamentalmente fruto del desarrollo económico y de las leyes de evolución del capital. La «globalización» esta impulsada porque responde a un proyecto político de los sectores dominantes de al burguesía y porque se ha convertido en un arma ideológica de gran eficacia en la lucha de clases. Por ello, la «globalización» es también un producto de la doctrina neoliberal.
En cuanto parte de un proyecto político, se trata de construir con la «globalización» una organización económica internacional en la que la libre circulación de mercancías y los flujos financieros no encuentre el más mínimo obstáculo para rentabilizar el capital. Se trata también de impedir que los gobiernos puedan realizar cualquier política social contradictoria con las exigencias del mercado y se pretende arrastrar a dificultades insuperables a los países o sociedades que desafíen sus leyes.
En cuanto arma ideológica, facilita la imposición de las políticas que el capital necesita para recuperar su rentabilidad y salir de la onda larga depresiva que esta viviendo el capitalismo desde el comienzo de los años setenta. Con la «globalización» se exalta la competitividad como valor o necesidad supremos, lo que justifica las políticas restrictivas, las agresiones al estado del bienestar, la «flexibilización» del mercado de trabajo, la desregulación económica, el retroceso del poder económico del Estado, etc., todo ello, tan caro y coherente con los intereses del capital.
Hasta tal punto se emplea como arma la «globalización» que, por un lado, es menor que la que exageran sus apólogos. Los países no compiten en todo y todos entre sí indiscriminadamente. Los defensores del sistema ponen ahínco y énfasis en resaltar la importancia del fenómeno de la globalización, para abrumar, para aniquilar toda esperanza, para subrayar que no hay escape a la situación y que no caben alternativas distintas de las que impone en orden neoliberal, con el mercado como supremo regulador de las relaciones sociales dentro de que de cada país y a escala internacional.
Por otro lado, la «globalización» es mayor que lo que justificaría el desarrollo de las fuerzas productivas y el avance tecnológico. Tiene poco sentido el vaivén, él trafico inmenso al que están sometidas las mercancías y los procesos productivos. Las comunidades, las economías estatales, podían estar en condiciones de producir lo fundamental que necesitan, limitándose a intercambiar en el grado necesario para cubrir las carencias naturales por recursos, clima y desfases tecnológicos, a cambio de los excedentes derivados de las propias condiciones naturales y económicas, pero ello choca con los intereses de los grandes núcleos de poder que se han conformado a escala mundial.
El neoliberalismo ha conseguido así, y de un modo coherente con sus dogmas, no sólo implantar el libre mercado en el interior de los países, suprimiendo la regulación y las intervenciones estatales, sino que las relaciones entre países, el mundo en su totalidad, tiende a funcionar básicamente con las leyes del libre mercado, sin interferencias de ningún tipo.
La «globalización» queda definida y se caracteriza por tanto: por el predominio del comercio libre; por unos intercambios de bienes y servicios muy intensos entre los países; en particular entre los que componen una área económica (el mundo tripolar, con Estado Unidos, la Unión Europea y Japón como centros); por una gran dependencia y fuertes relaciones entre ellos –tecnológica, materias primas, nuevos productos, financiera, servicios -; y, en fin, por una libertad plena de los movimientos de capital que, apoyada en los avances de al informática y las comunicaciones, permiten hablar de una «globalización» financiera prácticamente total.
Las consecuencias de este nuevo orden se conocen suficientemente, aunque es necesario resaltar su carácter inexorable. Teniendo en cuenta las condiciones de partida y las reglas de funcionamiento establecidas no podían ser otras.
El auge de libre cambio y la expansión del comercio mundial no podían ser neutrales, por la razón obvia de la muy diferente posición competitiva de los países en el mercado mundial, determinada por factores económicos profundos difíciles de modificar.
El libre comercio es una carrera continua en la que no todos los países participan en igualdad de condiciones y como no podía ser de otro modo, los países industrializados han acabado por arrasar a muchas de las economías del Tercer Mundo, destruyendo o desarticulando sus estructuras productivas, supeditando los procesos productivos al control y dominio de las multinacionales, imponiendo pautas de consumo y haciéndose el capital extranjero con las empresas importantes y los sectores rentables.
En líneas generales, con la excepción destacada de los Estados Unidos, que por su privilegiada posición de emisor de la más importante moneda de reserva internacional ha podido permitirse un prolongado e intenso déficit de la balanza de pagos, los países industrializados (Japón, la Unión Europea en su conjunto) se han beneficiado de la exaltación del libre cambio. Han registrado excedentes e invadido los marcados de los países atrasados, que, por su parte, han acumulado, en la mayoría de los casos, importantes déficits comerciales y déficits corrientes, incurriendo en un creciente endeudamiento.
De este modo, uno de los rasgos fundamentales de la situación económica surgida con el predominio del neoliberalismo y la «globalización» son los agudos desequilibrios que se dan entre los países del Norte y del Sur, lo que ha introducido una gran inestabilidad en el sistema financiero internacional. Por su intensidad, son insostenibles en el tiempo, y expresan elocuentemente el modo desigual en que el modelo neoliberal repercute en los países dominantes y en los subordinados: en provecho de los primeros y perjuicio de los segundos.
Las últimas grandes convulsiones económicas –la que se originó en el sudeste asiático en el verano de 1997 y la que se viene desarrollando en América Latina desde 1998-, tuvieron como sustrato estos acusados desequilibrios de las cuentas exteriores de la mayoría de los países. Unos, los fuertes y avanzados, acumulan superávits, fuentes de fondos para especulación, las exportaciones de capital y la extensión de sus multinacionales, y otros incurren en sistemáticos déficits, que en algún momento del tiempo los mercados califican de insostenibles.
En una primera fase, las facilidades de financiación otorgadas por la «desregualación» y la hiperactividad de los mercados ocultaban el problema, al tiempo que permitían la colocación de los excedentes de los países con superávits de la balanza de pagos.
Con el tiempo, la situación ha llegado a ser fuente de graves desequilibrios, generándose para esos países un volumen de deuda externa y unos compromisos de pago -intereses y amortizaciones- imposibles de cumplir. En un momento dado, aparecidas las dificultades, se originan cambios acelerados del sentido de los flujos financieros – la huida de capitales -, obligándolos a drásticas devaluaciones (como las que tuvieron que asumir los países del sudeste asiático o Brasil) y colocándolos al borde de la bancarrota.
Los Estados, atrapados por una deuda externa tan extorsionadora como impagable, Han perdido toda autonomía y están supeditados a las directrices del FMI – el guardián del “desorden” económico mundial-, cuyos planes de ajuste estructural los mantiene estrangulados.
Las dramáticas consecuencias políticas y sociales de la «globalización» capitalista son tan escandalosas como inocultables. Las desigualdades se han recrudecido en todos los ordenes, dentro de cada uno los países, y en particular entre el Norte y el Sur. La proporción entre la renta por habitante de los países más ricos y los más pobres era en 1960 de 30 a 1. Ahora ya es de 75 a 1, y la brecha tiende a aumentar.
Por lo demás, por si no fuera suficiente este dominio real, las multinacionales pretenden darle naturaleza legal a su hegemonía y capacidad de avasallar. Tal fue el objetivo del AMI, el cual empezó a negociar en septiembre de 1995 en el más absoluto secreto en el seno de la de la OCDE (los 29 países más ricos del mundo), para colocar a la comunidad internacional ante hechos consumados. Fue propuesto e impulsado por 477 empresas de las 500 empresas mayores del mundo, que componen la lista de oro de la revista FORTUNE. Descubierto, difundidos y denunciados sus propósitos, fue guardado en el cajón en el segundo semestre 1998, pero amenaza con reaparecer con otra piel en cualquier momento. Las multinacionales no han cejado en su intento de que su poder acabe consagrado como Derecho Internacional, pretendiendo nada menos que hacer ilegales las luchas legitimas de los pueblos.
De todo lo anterior surgen algunas conclusiones políticas bastante terminantes, tan fáciles de exponer como difíciles de concretar y llevar a la practica ante el dominio que ha logrado el capital y el dogal que ha impuesto con la «globalización». Los objetivos esenciales de poner los recursos materiales y humanos al servicio de las necesidades de la humanidad y de aprovechar los avances tecnológicos para mejorar y extender el bienestar choca frontalmente con la «globalización» derivada del neoliberalismo. A este hay que combatirlo en todas sus expresiones y en todos los ámbitos. Ahora bien, liquidar la rabia no significa acabar con la bestia que la engendra, es decir, el capitalismo.