Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La cuestión anarquista en la revolución española

Pepe Gutiérrez-Àlvarez

(*)

Como es bien sabido, el anarquismo mundial tuvo en España su máxima representación e influencia. Esto ha llevado a decir a algunos especialistas que la presencia libertarla ha sido el trazo más original de su historia contemporánea. Lo que es más seguro es que este hecho fue el más singular de la guerra y la revolución de 1936-1939, fechas absolutamente cruciales en la historia de la anarquía. Después de numerosas derrotas, el movimiento libertarlo internacional creyó encontrar en la contienda española su ocasión de oro para demostrar al mundo, y muy particularmente a los marxistas, cómo se hacia una revolución, o sea de una manera antiestatal y autogestionaria, siguiendo otras pautas de las del modelo bolchevique de 1917 que coincidían casi unánimemente en descalificar (1).

En el momento en que estallaron las “jornadas de julio”, la Asociación In­ternacional de Trabajadores (AIT), creada en 1922 en Berlín en oposición a la II y a la III Internacional, puede di­vidirse claramente entre su principal sección, la española, con más de medio millón de afiliados -que se ampliarán considerablemente a continuación-, y el resto, en su mayor parte secciones diezmadas por el avance fascista -Portugal, Alemania, Italia- o en decadencia -Francia, Argentina-, todas francamente minoritarias o instaladas en el exilio, como será también el caso de los anarquista rusos (2).

Después de un efímero fulgor con la Internacional Antiautoritaria o Negra, animada por el propio Bakunin, el anarquismo había sido desplazado de los principales centros industriales por la Internacional Socialista que había rechazado tempranamente la filiación anarquista por antipartidista y antiparlamentaria. A principios de siglo XX conocerá otro gran momento con el auge del sindicalismo revolu­cionario -encarnado por Ferdinand Pelloutier y por los principios expuestos en la Carta de Amiens-, pero en el momento del estallido Primera Guerra Mundial, pero sobre todo, con el triunfo de los bolcheviques en Ia revo­lución rusa de Octubre de 1917, conocerán sucesivas crisis que se saldan en provecho de la Internacional Comunista en los países semiindus­trializados; donde muchos de sus cuadros serán atraídos por el bolchevismo ascendente (3). España será aquí también la gran excepción. Así será incluso durante la resistencia contra la dictadura de Primo de Rivera, y así se llega cuando se implanta la II República, y prosigue cuando estallan la guerra y la revolución. En este momento el anarquismo mundial hará suya las esperanzas de la CNT-FAl y los militantes anarquistas de todo el mundo vivirán intensamente su guerra de España, algunos lo harán viajando para engrosar unas siglas que ya eran míticas.

La excepción española

Esta excepción española que ha fascinado singularmente a toda una horna­da de historiadores e hispanistas que han tratado de dar una explicación “científica” al fenómeno en base a un esquema socioeconómico -la existencia de un océano de pequeñas industrias y de los latifundios que radicalizan a millones de campesinos sin tierra-, a un trasfondo religioso -el anarquismo se explica como una variante de la herejía religiosa históricamente frus­trada en una España aferrada a la Iglesia de Trento-, sin olvidar la variante racial, tan cara a los propios anarquistas que han consagrado la singular idea de que “el español” de a pie -además arbitrariamente uniforma­do- lleva en su “idiosincrasia” unas dosis menores o mayores de anarquis­mo. Para estos historiadores se tra­ta de asimilar lo que en buena medida consideran una anomalía –como sí la historia en general y el movimiento obrero en particular se pudiera explicar con unos molde de “normalidad” o paradigmas uni­versales-. y para algunos anarquistas se trata de acentuar una gesta “racial” cuyo horizonte les parece eterno. Hay no poco de patriotismo” militante en esta última concepción -que ha sido teorizado también por cierta derecha y por autores como Heleno Saña-, y que hace del fenómeno anarquista español algo metafísico, intemporal.

Estos factores tienden por lo demás a ocultar los más importantes: los políticos. Algunos de ellos han sido subrayados por un maduro Joaquín Maurín, que ofrece una versión mucho más política y matizada del “arraigo del anar­quismo en España” (4), afirmando que los anarquistas comprendieron mucho mejor que los “marxistas” el carácter radical de la cuestión agraria en el Sur, la naturaleza de vanguardia obrera de Barcelona frente al Madrid burocrático, fueron propagandistas mucho más capacitados (5), tuvieron una actitud más receptiva hacia los intelectuales radicales y hacia ciertas características del pueblo español, supieron responder a la violencia institucional (Durruti) y actuar en la clandestinidad, poseyeron también más brío e imaginación que los socialistas liderados por el “estrecho” Pablo Iglesias.

El sindicalismo revolucionario hizo mucho más que las tibias presiones parlamentarias por las mejoras en las condiciones de vida concretas y por la dignificación del trabajo; es más, serían las luchas obreras animadas primordialmente por los anarcosindicalistas las que alentaron las escasas reformas legales conseguidas. Su apoliticismo revolucionario no aparecía entonces como una posición sectaria dada la liviandad moral de los políticos libe­rales y cuando presentaban su. proyecto revolucionario parecía la consecución lógica de un proyecto demo­crático radical que habla sido secularmente traicionado por la burguesía. Por otro lado, el anarcosindicalismo supo combinar diversas formas de lucha e integrar en su seno un amplio abanico de tendencias libertarias, desde las gradualistas-pedagógicas y pacifistas hasta las insurreccionales y justicie­ras, y finalmente logró capear la crisis creada en torno al polo tercerointer­nacionalista, apoyando al principio una línea de convergencia táctica -sin olvidar los principios de Baku­nin-, para desvincularse a consecuencia de una suma de acontecimientos como los de Ucrania y de Kronstadt, amén del peculiar informe de Angel Pestaña, cuando ya el PCE iniciaba su crisis. Solamente en Cataluña y Sevilla hubo “problema” comunista (6).

En su larga historia, el anarquismo español se habla fortalecido superan­do las “pruebas de fuego” de una represión constante, muy superior a la que sufrió el PSOE. Sobrevivió al fracaso de la revuelta cantonal de 1873 –donde su responsabilidad sería mucho menor que la que le atribuyó Engels en su famoso folleto Los bakununistas en acción (7)-; al “pronunciamiento” del general Pavía en 1874; a las oscuras maniobras policíacas entorno a la “Mano Negra” y a la represión que siguió al atentado del Corpus: La primera descabezó el amplio movimiento jerezano y la segunda trató de destruir el núcleo barcelonés e hizo célebre las torturas del castillo de Montjuich (8); al fracaso de la huelga general que representó. el capítulo más profundo de la “Setmana Trágica”; al pistolerismo patronal de principios de los años veinte que acabó con un buen número de sus cuadros más capacitados (9), y finalmente a la dictadura de Primo de Rivera que trató de yugular a la CNT en tanto que permitió la legalidad, aunque mermada, del PSOE.

Todo esto ocurrió en un periodo en el que los baches aparecen como antesala de un poderoso resurgimien­to, y en el que los conflictos internos no torcieron su desarrollo como había ocurrido en otros países. Las controversias y enfrentamientos -personales mayormente- entre colectivistas -a la manera de Bakunin- y comunistas -a la de Kropotkin-, fueron bastante amargos, no menos que lo fueron los existentes entre los individualistas -Urales y Mañe, Mella- y los sindicalistas -Lorenzo, Seguí, etc-; pero todas estas tendencias acabaron coexistien­do aunque las diferencias resurgieron con otros problemas de fondo y se acentuaron al final de la Dictadura, cuando un sector -la FAI constituida siguiendo la línea argentina de “trabazón” o “marcaje” a la posible influencia comunista o posibilista- abogaba por una línea de ruptura e insurrección y otro sector –el “trentista” o sindicalista- se inclinaban hacia acuerdos puntuales con la izquierda republicana y autonomista.

Estas contradicciones van a atrave­sar todo el periodo republicano hasta la reunificación que consagrará el Congreso de Zaragoza de enero de 1936, para reproducirse con otras va­riantes durante la contienda e Insta­larse como algo crónico en el exilio hasta la ruptura final durante la “transición”. En este sentido se puede hablar de “dos almas” del anarquismo y José Peirats, nos la presenta así durante la República: “Entre los anarquistas había dos concepciones revolucionarias: la que podríamos llamar jacobina y la que pudiéramos tildar de oportunista. Los primeros jugaban todo al golpe de au­dacia; los otros creían que la revolu­ción tiene sus plazos. Se hace (o no se hace) todos los días. El máximo. historiador de la anarquía (Max Nettlau, PG-A) llamaba a esto último la continuidad de la historia. Frente a la concepción conspirativa estaba la oportunista. Los movimientos insu­rreccionales conspirativos de 1933 pusieron en evidencia a ambas ten­dencias. Falló repetidamente la revo­lución conspirativa. Los movimientos fueron fácilmente aplastados por el gobierno”.

Empero, en su crítica, Peirats no se olvida de sus preferencias, y añade: ”Falló por falta de clima. Para unos la revolución se forja en frío. A costa de machacar el hierro este se caldea y se pone al rojo vivo. La revolución sería hechura de unas minorías audaces dispuestas a ofrecer el ejemplo de su sacrificio. Caldeado por el ejemplo, el pueblo seguirla. Para los oportunistas esto es jugar a la ruleta rusa. Si sale con barba… Ambas corrientes creen que la revolución no es posible sin la intervención del pueblo. Pero mientras aquéllos creen que esta intervención es voluntaria­mente provocable, éstos estiman que sólo un acontecimiento emocional im­ponderable puede crispar las multitu­des. Nuestra misión consiste en estar preparados para soplar en el fuego y llevar la revolución siempre adelante. La conspiración jacobina puede abo­car a la dictadura, que ambas tenden­cias repugnan” (10).

A esto habría añadir que la existencia de militantes que comulgaban –al menos parcialmente- con ambas expresiones, no eran ninguna excepción, como no lo fue el hecho de que algunos de los líderes “oportunistas” provinieran del sector más extremo como la propia Federica, García Oliver, “Marianet” o Prieto.

Tan poco tiempo

Con la revolución política del 14 de abril de 1931, el dilema jacobinismo u oportunismo atravesará de extrema a extremo el poderoso desarrollo de la CNT. Para la corriente “moderada” agrupada en torno al célebre Manifiesto de los Treinta (Angel Pestaña, Joan Peiró, Juan López, etc), no están creadas todas las condiciones para la revolu­ción y se impone un trabajo de acumu­lación de fuerzas, de avance sindical y de concienciación cultural. Por tanto no se trata de buscar el enfrentamien­to directo contra el Estado y la burguesía sino de aprovechar posibles acuerdos con sus sectores más avan­zados, como los catalanistas de izquierdas con los que los “trentis­tas” tienen bastantes puentes. El modelo social de esta corriente -en la que se insertan numerosas variantes menores como la municipalista, la pacifista tolstoiana, etc.-. será una traducción de las teorías de Pierre Besnard y. Christian Cornelissen que abogan por una fórmula de “todo el poder” para las federaciones sindica­les, una idea muy en boga dentro de la corriente histórica sindicalista revolucionaria (IWW).

Los “trentistas”, a pesar del inmenso prestigio de algunos de ellos, fueron muy duramente tratados por la mayoría (Ricardo Sanz llega a escribir un panfleto llamado Los treinta Judas), y expulsados. Durante un tiempo permanecen marginados fuera de la CNT, aunque acabarán reintegrándose, con la excepción de la fracción que representa incuestionablemente Angel Pestaña construye -sin éxito- el ínfimo Partido Sindicalista que toma parte en la Alianza Obrera, y que tratará de convencer a los confederales de la importancia de tener una formación política así como de tender puentes con cierto marxismo. Durante la guerra civil, el pestañismo (en el que toman parte personalidades tan notales como Marín Civera, Eduardo Pons Prades y un bisoño Ángel Mª de Lera) coincidirá ampliamente con la de un sector cenetista de procedencia faista ­encabezado por Horacio Prieto, principal animador del Partido Libertario (11).

La mayoría que se Impone prácti­camente en todo el Estado se articula a través del Irregular esquema orgánico de la FAI en base a la premisa de que la CNT está perdida sin una hegemonía anarquista. El ascenso del movimiento de masas en general y en particular de su expresión anarcosindicalista plantea para los teóricos de la “gimnasia revoluciona­ría” que ha llegado el momento de avanzar en el camino de la revolución mediante un vasto movimiento de in­surrecciones locales -a la manera de Bakunin en Italia-, que serán definidas por los “trentistas” como una forma de actuación anarco­bolchevique (término acuñado de una lectura del bolchevismo como exponente de una técnica de golpe de Estado a la ma­nera expuesta por Curzio Malaparte en su libro homónimo), y que se debe caracterizar más correc­tamente como una variante anarquista de putschismo. Este movimiento, iniciado en Figols, tendrá su capítulo más célebre y trascendente en Casas Viejas donde las fuerzas de orden público hicieron una demostración de cómo cabía tratar este tipo de ac­ciones que nunca duraron más que unas horas o unos días, aunque sus protagonistas estaban convencidos de que no eran unos ensayos sino días de “ensayo” de la revolución.

Sus razones teóricas más elaboradas fueron hechas por el Dr. Isaac Puente, principal intelectual cenetista de la época y que las expuso como sigue: “Una revolución política puede ha­cerse en el frente urbano… La revolución social necesita tener el más amplio frente, haciendo de cada villorrio un baluarte…Un puñado de camaradas audaces o un pequeño sindicato rural, pueden proceder fácilmente al desarme de los enemigos y al armamento de los revolucionarios. En un pueblo es fácil resistir muchos días un bloqueo, porque hay medios abundan­tes de subsistencia… Los compañe­ros de la ciudad tienen algo más importante que hacer. Traer en jaque a la fuerza armada para que no pueda acudir a someter a sus hermanos, los campesinos sublevados. Distraer las fuerzas del enemigo. Mantener la huelga revolucionaria y la lucha violenta. Hacer que la experiencia del campo dure el mayor tiempo posible para que nadie pueda negar la evidencia: lo realizable del comunismo libertario (12).

Esta línea de “acciones ejemplares” que suscitan el entusiasmo de personalidades tan especiales como Federica Montseny, desdeña los programas -concebidos como una artimaña marxista que obstaculiza la libre iniciativa-, se justifican como una táctica en la que el campo cerca a las corruptas ciudades y sobre la inmediatez -en línea recta, sin pro­cesos de transición- de un comunis­mo libertario que no transige con he­gemonías sindicales ni con ninguna forma de Estado. Su objetivo es el re­greso a la vida natural, precapitalista, en la que (no se precisa muy bien cómo) se restablecerá el equilibrio en­tre el individualismo y el colectivismo. No hay lugar por lo tanto para ninguna forma de colaboración con otras ex­presiones del movimiento obrero y su primordial dilema es o Estado o Revolución. Un dilema que se plantea en una fase histórica en la que la derecha ya se había pertrechado contra la confianza y las “buenas intenciones” representadas por Kerenski y el gobierno provisional ruso, cuando las clases dominantes ya han adoptado la carta de la “contrarrevolución preventiva” o sea de la “revolución fascista” (14).

El papel de la hegemonía faista

Desde la historia, se ha presentado habitualmente esta experiencia como el producto de la hegemonía faista, olvidándose a menudo que ésta respondía a un sentimiento muy extendido entre los cuadros medios confederales -el corazón de la CNT ­y entre los afiliados, y que se comprendía como una alternativa re­volucionaria frente la mediocridad ins­titucionalista y profesoral de la coali­ción republicano-socialista que se mostró mucho más dura con el anarco­sindicalismo que con la nueva extrema derecha (hubo guante blanco para Sanjurjo y Juan March). Tenía la virtualidad de plantear la actualidad de la revolución de una manera infan­til y sectaria, pero no hay dudas de que la revolución se estaba gestando más lenta y ampliamente. Cuando esta revolución vuelve a llamar a las puertas de la CNT-FAI, ésta se encuentra en una grave crisis en la que inciden además el fiasco de la campana de apoliticismo revolucionario que contribuirá (a los ojos de los trabajadores) a la victoria de las derechas que tra­tarán mucho más duramente que el gobierno anterior a los anarquistas. y la emergencia de un peligro fascista internacional que será (aisladamente) comprendido por un testigo del ascenso nazi; Orobón Fernández (15). La mayoría “faísta” aunque en retro­ceso todavía seguirá mostrando su sectarismo ante la Alianza Obrera.

La Alianza Obrera responderá a tres exigencias básicas: a) la unificación proletaria frente al ascenso fascista; b) la revolución contemplada como la destrucción del Estado burgués, y c) la democracia proletaria como fórmula magistral postrevolucionaria…

Animada en un principio de la izquier­da comunista, la Alianza se extiende con otros grupos disidentes del PSOE y de la CNT -Pestaña-, y alcanza a la izquierda socialista cuyo proceso de radicalización es repudiado por la ma­yoría libertaria. La entrada de la CNT en ella hubiera sido históricamente decisiva, podría haber sido una alter­nativa determinante frente a la nueva coalición de izquierdas en la que los republicanos ponían el programa y los personajes rectores y el movimiento obrero, la mano de obra.

Pero como lo demuestran los debates del Congreso de Zaragoza, la CNT no consideraba la eminencia del peli­gro fascista, tampoco se planteaba la destrucción del Estado con las demás formaciones revolucionarias y por tanto, tampoco la necesidad de un pluralismo revolucionario (16). La CNT asturiana permanecerá trá­gicamente sola en aquel ano del ¡UHP!, y mientras Federica Montseny clamaba contra los marxistas sin ningún esfuerzo de distinción, el astur José Mª Martínez proclamaba que dos anarquistas y dos marxistas eran cuatro revolucionarios, o dicho de otra manera, si bien los marxistas no pueden prescindir de los anarquistas si quieren hacer una revolución –aunque sea a la defensiva como pretendía la izquierda socialista-, tampoco lo anarquistas pueden pensar en la suya sin contar con los marxistas, sobre todo con los más abiertos .

El tema del frente único es analiza­do como una mera maniobra política de los diferentes marxismos, y lo que se impone es la mano de hierro contra los que se “infiltran” dentro de la CNT, lo que no es obstáculo para que notorios libertarios como Cipriano Mera trabajen en la UGT en algunos centros industriales -como Madrid ­en donde los confederales no tienen suficiente influencia. Por lo demás, el planteamien­to unificador y unitario se encuentra en el espíritu de la primera CNT y alcanzó momentos brillantes como el de la huelga general de agosto de 1917. Sigue siendo una vocación dentro de no pocas federaciones y tiene teóricos como el veterano Eleuterio Ouintanilla y sobre todo el joven Orobón Fernández, fallecido prematuramente.

La unidad no es el tema central del Congreso de Zaragoza, se plantea colateralmente. Tampoco lo será el “clima” de golpe militar que se adivina incluso en el ambiente, ni el nubarrón fascista que ha cobrado un sesgo alarmante desde la victoria de Hitler, y mucho menos la situación en la URSS donde Stalin ha efectuado su especta­cular giro hacia la derecha, ni siquiera el impulso del Frente Popular que va a contar con el apoyo abierto de notorios “trentistas” y tácito de muchos “faístas”. El Congreso se consagra a la determinación de cómo va a construirse el comunismo liberta­rio e Isaac Puente impone su potente vena lírica; el comunismo libertario no teme ni a la contrarrevolución ni al cerco internacional. Pero parece evidente que su logro no podrá hacerse al margen de las condiciones concretas (que se menosprecian y que cuando se citan en otros casos históricos -como el soviético- se describen como meros pretextos de “autoritarios”). En Zaragoza la voluntad lo es todo, las condiciones no son nada. Será en esta época cuando en pleno apogeo de los llamados “procesos de Moscú”, la prensa liber­taria trata el hecho con indiferencia y lo explica como un ajuste de cuentas entre “camarillas” marxistas.

Anarquismo y revolución

La revolución, por supuesto, no va a desarrollarse siguiendo las pautas del IDEAL sino en medio de una línea quebrada por unas condiciones históricas muy complejas y dramáticas, y su consecución no va a ser el producto de una huelga general o de un conjunto de insurrecciones sino que, una vez derrotada la sublevación en las principales capitales, va a tener que superar una doble muralla que se le opone con métodos muy diferentes:

-1) la de la contrarrevolución militar-­fascista vertebrada desde el sector más reaccionario del ejército que se ha constituido como un “partido” y que no duda ante la aniquilación total del movimiento obrero y de todas las li­bertades, incluso de las bases cultu­rales progresistas más moderadas.

-2) la de una antirrevolución en la zona republicana que tiene en el Frente Popular la expresión, pretendidamente legítima, de la “unidad antifascista”, concretada en un Estado republicano que, animado por el PCE-PSUC se sitúa en la onda del pacto que la URSS busca con las “democracias occidentales” y que por ende, rechaza -tal como se expresión claramente en su documento constituyente- las reivindicaciones que sobrepasan el marco republicano.

En relación al primer problema se constata claramente una abierta subestimación por parte del movimiento obrero en general y del anarco­sindicalista en particular, a pesar de que existen los conocidos antecedentes represivos de 1909, 1917, 1923 y 1934, la intentona golpista de Sanjurjo en 1932, y por supuesto, la represión contra la “Comuna” asturiana, frente a la cual se utilizan las tropas coloniales. Esta vocación contrarrevolucionaria del ejército se refuerza cuando la clase dominante considera cerrada su experiencia “reformista” en la II República, y cuando el ascenso nazi-fascista la alienta hacia una “contrarrevolución preventi­va”. La oposición dentro del ejército será amplia pero desarticulada; no encuentra en su contra los nudos de un trabajo antimilitarista consecuen­te. Empero, Mola y Franco estaban preparados para aplastar una previsible huelga ge­neral; pero el hecho de que la respuesta sea mucho más amplia y profunda revela que existían las condiciones elementales para una revolución.

En cuanto a la zona republicana, conviene recordar que el Frente Popular se justificaba, desde la derecha azañista, como un medio para neutralizar con su moderación la posibilidad de un golpe de Estado. Pero era evidente que la reacción no sólo consideraba las in­tenciones de Azaña y Prieto sino también la voluntad y la mirada de los obreros y campesinos. Cuando el golpe militar se destapó -después de ser un secreto de Polichinela que el ministro Casares Ouiroga menospreció con una patochada de declaraciones-, la derecha republi­cana fue totalmente desbordada, primero porque, su actitud ante el ejército era ambivalente -temía sus tentaciones golpistas pero lo necesitaba frente a una revolución- y segundo porque no era, en lo más mínimo, consciente de lo que signifi­caba un peligro como el fascista. Su actuación entonces fue grotesca, osciló entre la indiferencia (Quiroga), el pactismo (Martínez Barrios), la pasividad (negando las armas a los trabajadores), cuando no la claudicación o la complicidad. La confianza de los trabajadores en los gobernantes republicanos fue fatal en muchas capitales.

No habla nada preparado, pero cuando llegó la hora el heroísmo de las muchedumbres- sobre todo de los más jóvenes- hizo el milagro de contrarrestar el golpe en la mayor parte del Estado, y aquí los anarcosindicalistas mostraron su valor en donde mejor se sabían batir; en las ba­rricadas. Nada se podía hacer sin la CNT, aunque la ingenuidad tuvo con­creciones trágicas en Sevilla Zaragoza y Oviedo, sin olvida; Mallorca y Canarias, todas ellas situaciones claves para la guerra que venía. El resultado de todo ello fue un punto de partida victorioso con algunas derrotas. Pero la situación se iba a resolver progresivamente a favor de los que tenían mejores armas y una comprensión más clara de los medios necesarios para vencer. La contrarre­volución tenía la terrible certitud de la consecuencia, la unidad de propósitos, la ayuda y la contribución internacional amén de la más absoluta falta de escrúpulos y de piedad.

Las grandes opciones del anarquismo

Nadie dentro del movimiento obrero español se había preparado tanto para una revolución como los anarquistas. Hablan comenzado su odisea en los tiempos de la I Internacional, y se hablan forjado en una batalla continua contra los poderes establecidos. La CNT condensaba en sus federaciones a una mayoría militante con una reconocida capacidad de lucha y una decidida voluntad de transformar el mundo. Su programa había sido la Anarquía como “la más alta expresión del orden” (Eliseo Reclús). Por ello habían rechazado cualquier transacción con la clase dominante. Hablan rechazado el juego parlamentario y la “política” tradicional en aras de la acción directa, de la lucha por la revolución.

Cuando durante las “jornadas de julio” lograron un protagonismo indiscutible en la derrota de los sublevados, todo parecía posible. Barcelona, diría Durruti, se habla convertido “en la capital espiritual del mundo”, y la palabra libertad se concretizó en un movimiento liberador que alcanzó a todos los oprimidos. El nexo entre la contrainsurrección y la revolución fue perfectamente natural; los burgueses supieron sin dificultad en donde estaban sus barricadas y sus posesiones le fueron colectivizadas en medio de una fiesta igualitaria. Por su capacidad de organización, la revolución española se mostró mucho más profunda que lo soviética, todo funcionó desde el primer día. Sin embargo había un punto débil; el del poder. La revolución había dado la “vuelta a la tortilla”, pero ¿quién tenía que mandar ahora?.

Con la revolución en las manos, a la cúspide de la CNT se le plantearon al menos tres grandes opciones fundamentales: 1. La del Congreso de Zaragoza, a sea la proclamación del comunismo li­bertario, o dicho de otra manera; la Re­volución contra el Estado o “el todo” como diría García Oliver; 2. Otra en la onda de la Alianza Obre­ra, o sea, la unidad de la izquierda re­volucionaria (confederales, caballeris­tas y poumistas), defensa de la revo­lución, democracia proletaria… 3. Llegar a un acuerdo con las auto­ridades republicanas, manteniendo las conquistas revolucionarias dentro de un frente antifascista que no cuestiona­ba la legitimidad del régimen del Frente Popular, que fue la que se impuso…hasta mayo de 1937

En el histórico Pleno desarrollado en Barcelona después de los hechos revolucio­narios, el dilema se resumió en dos. Los defensores del primero no estuvie­ron muy convincentes, lo siguieron planteando desde la misma óptica de antaño, nosotros solos yen línea recta hacia “el todo social”. Su defensor más conocido fue García Oliver que pasaría a ser a continuación el defen­sor más consecuente de una tercera opción -según él mismo, no quiso hacer de Trotsky-, que se justificaba en base al reconocimiento de las “con­diciones objetivas”; había un enemigo terrible que era el fascismo y existían otras fuerzas políticas y sindicales que eran predominantes en otras zo­nas del Estado. La primera opción, se dijo, implicaba -había que decir que les descubría- una dictadura anar­quista en la que nadie hasta entonces había pensado, y eso era una contradicción con sus principios. El interrogante que se nos ocurre es, ¿pensaban antes que su programa de comunismo libertario se iba a imponer por consentimiento?. Es evidente que no. Los anarcosindi­calistas nunca habían dudado que la revolución no se hacía por “consenso” sino mediante la violencia revoluciona­ria -la forma autoritaria que diría Engels- y la aplicaron rotundamente en sus insurrecciones, y no fue otra cosa lo que hicieron donde se impusieron las colectivizaciones (contra patronos, autoridades y obreros y campesinos renuentes) .

Pero además de las incuestionables “condiciones objetivas” estaban las “subjetivas” que eran mucho más determinantes porque para los anar­quistas era un principio que el poder “estaba maldito” (Louise Michel), y que al ocuparlo el más santo se podía convertir en un sanguinario (Proudhom). sin embargo, el principio tenía otro lado: había que abolir la maldición. Pero llegada la “hora de la verdad”; resultaba que no solamente subsistía sino que se reforzaba desde el momento en que los anarcosindica­listas le reconocían una legitimidad y consentían en integrar en el poder republicano sus milicias y sus colectividades. Enton­ces fue cuando el diario Solidaridad Obrera escribió que se trataba de otra clase de poder, evidentemente, era un poder en tiempos de crisis, obligado a enfrentarse a su propio ejército, pero su lógica era la restauración del orden, de la propiedad privada, del “estatus” colonial…

Durante las “jornadas de julio” ellos habían heredado la ciudad de las barricadas, y así se lo reconoció Companys cuando en un alarde de inteligencia política liberal burguesa, fue a ponerse al servicio de la revolución siguiendo al frente de la Generalitat. Companys tenía ya en mente toda una maniobra política de largo alcance. Primero ponían una “colchoneta” a los pies de la CNT-FAI para que estos se acomodaran, luego coexistiría con ellos, recuperando progresivamente la inicia­tiva en todos los terrenos, apoyándose en su legitimidad, su dominio sobre los recursos financieros y sobre todo, en el desgaste de la revolución; en este plan lo más inteligente era inte­grar las conquistas revolucionarias que pasaban a depender de las instituciones. Para ello contó con un aliado militante y radical, el PSUC, que de acuerdo con la política del PCE en el resto del Estado, no tardó en tomar una iniciativa más dura que no tardaría en hacer. imposible dicha coexistencia (14).

Fueron los propios anarcosindicalistas los que rechazaron como descabellada la primera opción -sin cuestionar toda su trayectoria-, y optaron por una “intermedia”. Ahora cabe preguntarse las razones de por qué no lo hicieron por la segunda opción que habría contado con la connivencia de la izquierda socialista ;–que fue más lejos que la CNT en su oposición a Giral- y del POUM (15). Esta opción tenía detrás la referencia del UHP y respondía al sentimiento de la mayoría de la población que había rechazado al fascismo. La respuesta a esta pregunta nos lleva a la cuestión de la naturaleza de la CNT. Era una organización muy po­derosa que se había educado en com­petencia con los marxismos, y que había planeado un proyecto revolu­cionario solitario y al margen del tiem­po y del lugar. Miraba a las otras ten­dencias obreras con más desconfian­za que al ERC con el cual habla tenido enfrentamientos muy graves años atrás. Temía que los marxistas le pisaran su terreno, y no concebía por tanto un frente revolucionario bajo su iniciativa. Al rechazar la posibilidad de un poder revolucionario, se orienta­ba hacia una posición aparentemente más en consonancia con su rechazo del poder. Pensaban que colaborando en diferentes instituciones, o en di­versos órganos de gobierno -a los que patéticamente quisieron cambiar­le el nombre- podrían tener las manos libres para lo que consideraban prioritario para sus convicciones: la consolidación de las colectividades. En aras de este planteamiento el Consejo de Aragón buscó sus aliados en la ERC de Companys y entre los “caballeristas”, descuidando otros problemas. También pensaban que esta cohabitación “perfecta” -según Santillán- no iba a deteriorarse. Esto explica, por ejemplo, su alegría cuando el gobierno de la Generalitat se desprendió de un partido (el POUM) y dio entrada a tres sindicalistas de la UGT, ¡que eran dirigentes del PSUC!.

También es cierto que esta opción no tuvo otra vanguardia que la impu­siera. La izquierda socialista podría haberla suscrito desde una posición más de derecha, y muy preocupad por su papel en el aparato del Estada y el POUM no tenía el potencial suficiente para hacer que sus propuestas fueran acompañadas por la fuerza de los movimientos. Ni la CNT ni nadie -al margen de los “trotskistas” que eran un factor externo- imaginaban siquiera lo que iba a significar un PCE-PSUC fruto de una combinación extraña en la que la mistificación de la revolución de Octubre coexistía con sectores sociales de republicanos tradicionales, y convertido en la vanguardia más implantada, más consecuente, y mejor abastecida de la derecha republicana. Iban a asistir a lo nunca visto, al as­censo irresistible de un partido que utilizaba los símbolos y determinados métodos del bolchevismo -la disciplina, la eficacia, la unidad del’ ejecutivo, la agitación y la propaganda a gran escala, etc- para derrotar a la revolución e implantar un gobierno en consonancia con la política de Stalin de alianza con las “democracias occi­dentales”.

Esta incomprensión no justifica una actitud de complicidad. Los dirigentes de la CNT pensaron que podrían con­seguir un mejor trato en la cuestión del armamento, lanzando loas a Stalin ya la URSS, y practicando una política de buena vecindad con el PCE-PSUC…

El “circunstancialismo” gubernamental

La revolución española, animada principalmente por los anarcosindi­calistas, no acabó nunca de concre­tarse. Fue profunda en el ámbito de las industrias y del agro, tuvo desarrollos muy importantes en el ámbito de las costumbres y conoció una importante participación de Ia mujer, a través sobre todo de la avanzada de las Mujeres libres. Su potencial fue tan indiscutible que sus más irreductibles adversarios, los co­munistas oficiales no la atacaron abiertamente sino por sus flancos.

Planteaban estos que era mucho mejor dejarla para después de la guerra, y cifraban su inoportunidad en . el hecho de que obstaculizaba el esfuerzo de guerra, asustaba a los mode­rados, y last not but least; ahuyenta­ba a los aliados internacionales, a unas “democracias” que, como era de esperar, temían mucho más al “comunismo” (o a la anarquía) que a Franco, que les garantizaba además sus beneficios. Los comunistas tampoco atacaron directamente a la CNT, cifraron su presión hacia los ­llamados “incontrolados”, saco muy amplio donde metían a los poderes locales y regionales “rebeldes” -el más importante de los cuales era nada menos que el Consejo de Aragón-, a los sectores de izquierdas presentes en las milicias o en la retaguardia, jus­to con los que se dejaban llevar por la tradiciones anticlericales más instintivas y primarias, quemaban templos y perseguían al fascismo detrás de cualquier manifestación arcaica de religiosidad.

La fuerza del PCE y de la derecha republicana era por tanto también la debilidad del sector revolucionario y de su componente mayoritario, la CNT. FAI. Estos no tenían una estrategia política y sus dirigentes, como Horacio M. Prieto primero y el gitano Mariano Vázquez “Marianet” después reflejaron la inclinación de sus cuadros dirigentes hacia la política pragmática, o sea a través de unas instituciones que eran las de un Estado en reconstrucción. Estos dirigentes llegaron a enfrentarse abiertamente contra las colectivizaciones y contra los que criticaban la política republicana oficial. Se habían convertido, a su manera, al credo de primero la guerra, como sí guerra y revolución fueran términos contradictorios, como sí la revolución fuese algo que no pudiera aplicarse en una guerra en la que los antagonismos de clase resultaba lo más obvio.

La culminación de este proceso hacia la política institucional sería la integración de cuatro cabezas del anarquismo en el gobierno de Largo Caballero, un gobierno de “transición” en el que como en Cataluña, el equilibrio se fue torciendo irreversiblemen­te a favor de una derecha republicana que iba reconstruyendo las instituciones “legítimas” frente a una revolu­ción inconclusa y descabezada.

No todos aceptaron el cargo con el mismo entusiasmo. Joan Peiró y Juan López, que habían sido dos cualificados “trentistas”, no tuvieron ninguna duda (aunque Peiró hizo luego un balance muy autocrítico), pero García Oliver no quiso dar el paso sin contar también con Federica Montseny que encarnaba mejor que nadie la tradi­ción purista. Montseny se planteó lo que habla sido una -sino la princi­pal- de las señas de identidad de su corriente como una cuestión de honor personal, pero en la medida en que se encontraba inserta en las posiciones “circunstancialistas” acabó aceptando, no antes de haber recibido la bendición de su padre, Federico Urales, que estimaba. que habla que apoyar la democracia contra el fascis­mo.

Integrada gubernamentalmente, la CNT sufría el embate entre sus dos almas, y mientras la posibilista llegaba a “teorizar con entusiasmo la participación gubernamental, la espontaneísta, sumergida sobre todo en la base militante, contemplaba con estupor cómo eran destruidas una a una todas las conquistas revoluciona­rías. Ambas posiciones Iban a aflorar cuando el proceso de “normalización” republicana se encontró con que habla llegado el momento de acabar con las ambivalencias y que habla que llegar hasta el fin. Esos obstáculos en este sentido eran varios, pero primordial­mente pueden resumirse en dos: en el peso todavía determinante de la revo­lución en Cataluña y en Aragón, y en la actitud ambivalente, “centrista”, de Largo Caballero y de la Ezquerra. En medio de todo esto se encontraba el POUM dentro del cual el PCE-PSUC encontraban dos problemas suple­mentarios; representaba una opción revolucionaria más consecuente, y por lo tanto era el peligro potencial de haber un cambio de situación, y además era lo suficientemente anties­talinista para ser catalogado como “trotskista”…

Desde finales de 1936 el “clima” político se había ido tensando por la actitud cada vez más audaz del comu­nismo oficial. Las contradicciones estaban a flor de piel y el estallido surgió durante los acontecimientos de mayo de 1937, dentro de las cuales se pueden diferenciar cuanto menos tres fases; a) la pro­vocación de Telefónica da lugar a una situación revolucionaria, externamen­te muy parecida a la de julio pero inter­namente situada a la defensiva; b) la llegada de los ministros anarquistas -en particular Federica Montseny, más escuchada por su pasado revolucionario-, y la actitud vergonzante de los dirigentes de la CNT barcelo­nesa, da lugar a un repliegue del mo­vimiento que no construye ninguna salvaguarda; c) el movimiento retroce­de y comienza una nueva ofensiva de la derecha republicana, dentro de la cual el estalinismo ha conseguido introducirse como un “poder fáctico”.

Sus conse­cuencias son harto conocidas, por el mismo boquete de la derrota del mayo del 37 caen Nin y muchos otros militantes (Berneri, Wolf, Landau, etc). El círculo se cierra. Es ilegalizado el POUM, se acentúa el declive de la CNT, cae manu militari el Consejo de Aragón, se desmontan nu­merosas colectividades, cae Largo Caballero y Cataluña pierde su amplia autonomía. La CNT, que se habla es­forzado sobre todo en desautorizar sus “enrâges” de Los Amigos de Durruti que han llevado su propio cuyo análisis del “circunstancialismo” y que expresan la respuesta airad, el expresar el malestar y la voluntad de resistencia de una amplia masa militante, carente por otro, lado de uno programa político que no fuese recuperar lo que se había perdido. La CNT también llega tarde a la hora de comprender que la persecu­ción del POUM también va con ellos. Curiosamente, Emma Goldman, la más esforzada teórica de la idea de que bolchevismo (trotskismo) y estalinismo eran si­métricos, defiende finalmente a los ‘verdaderos bolcheviques” como Nin, y Federico recupera su voz crítica y airada (16).

El desconcierto de la CNT-FAI en la etapa final de la guerra civil se traslu­ce por ejemplo en su voluntad de con­trarrestar la hegemonía comunista a través de diversas maniobras -visitan a Azaña para que éste, débil y agónico, destituya a Negrín- y acciones de­sesperadas como la última y más sig­nificativa, la del apoyo a la Junta de Casado que se enfrentó con el más que dudoso numantinismo del Negrín y el PCE -que limitaron su resistencia a la Junta de Defensa casadista a algunos grupos aislados-, con la que se trató, inútil­mente, de conseguir un final un tanto digno de una guerra que, en el interior del campo republicano, se había combinado primero con una “guerra” contra la revolución con el consenso de toda la derecha republicana y fi­nalmente, con otra “guerra”, esta vez entre comunistas oficiales y la tenden­cia de Negrín en el PSOE de un lado, y del resto -republicanos, socialistas derechas seguidores de Prieto y Besteiro, nacionalistas y anarquistas- por el otro.

Esta última “guerra” también tuvo sus diferentes traducciones en el cam­po libertario. Ni que decir tiene que obsesivamente, la legendaria his­toria colectiva y/o particular del anarcosindicalismo durante la guerra civil española, con sus prolongaciones en los “caquis” y en las resistencias francesa y española, pasaría a ser la cuestión de las cuestiones de todos los grandes debates anarquistas ulte­riores. Es difícil encontrar un sólo teórico del movimiento de cualquier parte del mundo que sus escritores y teóricos no hayan producido uno o varios textos sobre las lecciones de la revolución española, algunos tan brillantes como los de Vernon Richards, André Prudhommeaux, Rudolf de Jong, Noam Chomsky, Hans Magnus Enzensberger, y un largo etcétera, atizando una controversia siempre inconclusa, siempre abierta a nuevos enfoques y aportaciones.

Colofón

Grosso modo puede hablarse de una posición más o menos oficial y de una posición constructiva de la revolución -autogestión-, y justifica su actua­ción política como inevitable dadas las condiciones históricas, incluso se llega a afirmar (Federica Montseny) que no hay una ruptura en la conti­nuidad sino una reafirmación de los principios. Ésta reconoce como formidable la experiencia de autoges­tión sin Estado -lo cual no es total­mente justo-, pero hace notar que el “circunstancialismo” provocó la ruina de la revolución, aunque desconozco a algún autor que haya hecho alguna va­loración alternativa. Una tercera posición, la más “revisionista”, es la pestañista-horacioprietista que teoriza que el error estuvo en no haber llevado el cir­cunstancialismo y la acción política con más coherencia al tiempo que tiende a confundir su causa con la de la República en oposición a la versión estalinista (19).

Este debate, incesante y extrema­damente variado, se inserta ya en otra coyuntura histórica para el anarcosin­dicalismo. Radicalmente dividido en la resistencia, desvinculado de las nuevas generaciones desde los anos cincuenta, el anarcosindicalismo so­brevivió en el exilio en la firme confianza de que con el marco de las libertades democráticas -se llegó a teorizar de que ya no era apropiado para la ilegalidad, olvidando que lo había sido en otros tiempos- iban a resurgir gloriosamente por ser “inhe­rentes” a la naturaleza individualista del “español”, y durante un momento alguien pudo creer que podía ser así, saltando desde la generación de la guerra a la inexperta que encarnaba por ejemplo un Puig Antich, con sus lecturas de la Nueva Izquierda (Reich, Guevara, Sartre). El curso conservador de la Transición dio al traste con este sueño. El movimiento obrero y popular ya estaba básicamente ocupado por los diversos comunistas. Las relaciones industriales y sociales eran ya muy diferentes a las de antes de la guerra. El peso de la “vieja guardia” ahogaba a las nuevas promociones y el choque entre el anarquismo clásico -AIT- y el marcado por los nuevos tiempos, dio lugar a una historia de crisis y depuraciones realmente chocante, sobre todo cuando se establece desde la apología de la libertad ilimitada.

Ciertamente, el anarcosindicalismo no habla desaparecido, su memorias era demasiado potente, su ejemplo aleccionador y su continuidad militante por abajo, digna del mayor respeto, pero se habla convertido en una pálida sombra de las glorias de antaño y su militancia, voluntariamente marginalizada salvo excepciones, contempla tanto más la música del pasado cuanto más dificultades encuentra en comprender la del presente y la del futuro.

Con esto no quiero decir que la del anarcosindicalismo sea una historia muerta, una pieza de arqueología. El pasado nunca muere definitivamente y el anarquista es lo suficientemente rico y esplendoroso para que podamos encontrar en su historial constantes lecciones de gran valor y efectuar lectura del mayor interés, porque el principal error del socialis­mo no ha sido querer demasiada libertad sino el haber renunciado con excesiva frecuencia a ella. Por eso, en muchos sentidos, hay que reivindicar lo libertario aunque para hacerla haya que lavarse la boca muchas veces.

NOTAS:

(1) Esta descalificación es inicial en el caso de los más doctrinarios, comienza a crecer con la firma del tratado de paz de Brest-Listovk y será de­finitiva con Kronstadt. Aunque este hecho no puede ser asimilado seriamente como un acto anarquista -la tercera revolu­ción-, sí es revelador de la creciente he­gemonía del aparato represivo dentro del Estado soviético. Sobre este punto hay un abundante material (en el que es justo destacar la aportación de Paul Avrich, Kronstadt 1921, editada en Proyección, Buenos Aires: hay una reedición reciente), y ha sido una controversia que ha acompañado las relaciones entre anarquistas y comunistas antiestalinistas.

(2} El anarcosindicalismo habla protagoni­zado numerosas derrotas políticas -sin ir muy lejos la de la CGT en 1914-, pero nunca habla tenido un papel tan descollan­te como en la guerra de España. Un caso muy poco conocido es el de la CGT portu­guesa, muy potente en víspera del golpe de Estado encabezado por Salazar, ante el cual preconizó una línea abiertamente suicida, llamada de “neutralidad prole­taria”. No he encontrado nunca ningún estudio crítico sobre dicha experiencia en la literatura anarquista.

(3) En todos los países donde el anarquis­mo era importante, los partidos comunistas se constru­yeron con un fuerte componente -en oca­siones decisorio- de dicha extracción, y fue concebida como preferente frente a la socialdemócrata en los primeros congresos de la Internacional comunista. No deja de ser significativo que algunos de los prin­cipales dirigentes del POUM -Nin, Maurín, Bonet, etc- provinieran de la CNT y esto es extensi­ble a toda la Oposición de Izquierda Inter­nacional.

(4) Se puede decir, sin miedo a exagerar, que todo el anarquismo internacional tuvo “su guerra de España”. Un ejemplo senci­llo y dramático de lo que significó la derrota se puede encontrar en un “apunte” en películas como La historia oficial, de Luis Puenzo (Argentina, 1985), o Salvador, de Manuel Huerga (2006).

(5) Federica Montseny llegaba a encontrar “huellas” de anarquismo hasta en la extre­ma derecha y un autor como Heleno Saña relaciona esta naturaleza anárquica con la. fuerte presencia de una sociedad precapitalista en España; John dos Passos efectúa una reflexión parecida su Rocinante…

(6) Maurín (en confrontación con Joan Peiró), Nin y Jordi Arquer tomaron parte desde el lado marxista en un amplio debate sobre este tema, ver El arraigo del anar­quismo en España. Textos de 1926/1932, edición de Albert Balcells (A. Redondo, Barcelona, 1973). Vuelve sobre el problema en Revolución ‘y contrarrevolu­ción en España (Ruedo Ibérico, Paris, 1966). También Juan Andrade le dedica una gran atención al anarquismo en su Notas sobre la guerra civil (Ed. Libertarias, Madrid, 1986)

(7) Puede ayudar a comprender la diferen­cia el análisis de Ernest Bloch sobre el len­guaje “caliente” y el lenguaje “frío”. La literatura anarquista quizás no tuvo una gran calidad, pero tuvo la incuestionable virtud de “llegar” hasta a los más trabajadores más analfabe­tos que escuchaban Iluminados -en el mejor sentido de la palabra- la lectura de obras como La conquista del pan, tal como describe Juan Díaz del Moral en su insustituible historia de las agitaciones campesinas en Andalucía (Alianza, Madrid, con múltiples ediciones). Para un estudio de esta Importante cuestión, ver A. Tirana Ferrer, Educación libertaria y revo­lución social, Univ. Nacional a Distancia.. Madrid 1987.

(8) Es interesante constatar las diferencias entre las posiciones de la Izquierda comu­nista -BOC, OIC- y el PCE estalinizado sobre la cuestión del trabajo en el interior de la CNT. Mientras los últimos sólo lo concebían desde una posición instrumental -crearon una CNT “propia”- y consideraban a los anar­quistas como enemigos -anarcofascistas o “incontrolados”-, los primeros defen­dieron -la democracia sindical, la unidad con la UGT, y criticaron la concepción que convertía a la CNT patrimonio exclusivo de los anarquistas, que no admitían a trabajadores que tuvieran otras opciones políticas a las suyas, que no dejaba de ser por más que fuese “diferente”.

(9) Sobre este aspecto ver el prólogo de Manuel Sacristán a los escritos de Marx y Engels sobre España, Ed. Ariel, Barcelona. 1966.

(10) Este tipo de provocaciones fueron bastante usuales. Se aprovechaba la exis­tencia de algún desesperado, o a veces, ni siquiera eso. Como en Chicago en 1885. hay alguien que provoca una matanza o una serie de crímenes “vengativos”. No hay ninguna prueba, y las que hay, como en Jerez, no se sostienen. Pero la maniobra sirve para descabezar el movimiento. Aunque a menor nivel, parece evidente que algo por el estilo intentó llevar a cabo en su época de ministro del Interior Martín Villa con el “caso Scala”.

(11). Eduardo Mendoza interpreta muy bien estos hechos en su mejor obra La verdad sobre eI caso Savolta, presentándolos como un .’ensa­yo” de metodología fascista.

(12) Prol. a Los de Barcelona de H. E. Kaminski (Ed. del Cotal, Barcelona, 1977).

(13) Cit., por Antonio Elorza, La utopía anarquista durante la II República (Ed. Ayuso, Madrid, 1973}. Obra Indispensable, con el defecto de autonomizar del contexto histórico general el enfoque de los debates ácratas.

(14) Ver en este sentido la obra de Elorza. Este dilema fue efímeramente relucido por un sector de las JJLL durante los hechos de mayo de 1937, pero a pesar de su carácter categórico no volvió a plantearse seria­mente desde 1936.

(15) Ver Imprecor extra dedicado a 1934 (diciembre, 1984).

(16) Desde mucho antes de mayo de 1937, Comorera tiene claro esto: mientras que para la ERC el problema no radica en que piense de una manera diferente. lo que ocurre es que sus planes pasan por una integración más a largo plazo -Companys estaba persuadido de que la CNT acabarla por claudicar- y tiene la precaución de no perder autonomía frente al gobierno central. Empero, durante los acontecimientos de mayo, ERC olvidó esta precaución y reclamó ayuda policíaca a Valencia.

(17) En su importante obra sobre el PCE de la postguerra, Gregorio Morán ironiza sobre la idea expresada por el Fernando Claudín de La crisis del movimiento comunista, en su capítulo sobre España sobre el hecho de que la derechización del PCE de 1935-36 dislocó el frente revolucionarlo. A nosotros la reflexión no nos parece tan descabe­llada tanto y cuanto su línea de actuación respondía a exigencias externas a la revolución española y no a la propia evolución del movimiento o del propio PCE que se habla acercado en 1934 a trancas y barrancas, a posiciones de frente único más nobles que las que mantu­vo durante el “tercer periodo”.

(18). Emma Goldman fue una de las pocas voces del anarquismo internacional -junto con Camillo Berneri- que criticaron las posiciones “circunstancialistas”, sobre todo la acci6n ministerialista, sin embargo las excuso con el argumento de que los cenetistas eran honrados y actuaban de buena fe. Durante los “procesos de Moscú” la CNT .se hizo eco de sus posiciones, expresadas en múltiples escritos suyos y sobre los cuales ilustra bien el titulo de uno de ellos: Trotsky habla demasiado. Venia a decir que aquello no era más que la mera continuidad de la represión antianarquista de Kronstadt o Ucrania. Después de mayo de 1937 defendió al POUM.

(19). Estas posiciones se encuentran bastante bien expresadas en el libro de César M. Lorenzo -hijo de Horacio Prieto- Los anarquistas españoles y el poder (Ruedo ibérico, París, 1972).

)*) Este artículo apareció en la revista Imprecor, y fue traducido para el Cahiers Léon Trotsky nº 10 (junio 1987).

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