Carme Molinero y Pere Ysàs: «El objetivo de Juan Carlos en la transición era asegurar la monarquía de la manera que fuese»
Álvaro Corazón Rural
La transición no es solo un simple periodo histórico, desde hace años su interpretación tiene un valor político de primer orden. Simplificando, podríamos decir que por un lado hay una creencia en que el franquismo derivó en una democracia por su desarrollo económico y buen hacer de Juan Carlos, heredero designado por Franco, junto a unos hábiles políticos surgidos de la dictadura pero que habían evolucionado. Por otro, se difunde exactamente lo mismo, con el añadido de que la dictadura logró amnistiarse a sí misma y se impuso, mediante la violencia, una constitución que no fue más que un trágala. Tan parecidas, pero sirviendo a intereses tan distintos, estas dos versiones sobre lo ocurrido al final del franquismo y en la transición, si por algo se caracterizan, pese a estar tan extendidas, es por prescindir del hecho histórico.
Carme Molinero y Pere Ysàs son dos historiadores de la Universitat Autònoma de Barcelona especializados en este periodo y cuentan con una serie extraordinaria de obras publicadas en las que lo analizan. En 2004, cuando se había intentado colar que la dictadura fue ampliamente aceptada por los españoles y el famoso «Franco murió en la cama», había que leer su Disidencia y subversión (Crítica, 2004) para entender que el franquismo tuvo una fuerte contestación popular que hizo imposible su continuidad. Ahora, es necesario recurrir a La transición, historia y relatos(Siglo XXI, 2018) para no caer en el mito de que la transición estuvo pilotada y planeada por las elites de la dictadura como se intenta difundir desde dos sectores opuestos. La transición fue un proceso accidental, no exento de improvisaciones, donde el único hecho incontestable fue que se cumplieron las demandas y objetivos de la oposición democrática.
En La captación de las masas, se explicaba que el eslogan de «España una» del franquismo no hacía referencia a la unidad del territorio, sino que reivindicaba una comunidad nacional sin lucha de clases; una forma de anular las reivindicaciones de los trabajadores, al mismo tiempo que se establecían una serie de servicios aparentemente parecidos a los de un Estado asistencial.
Carme Molinero: Ese libro tenía como objetivo poner en cuestión algo que se afirmaba de manera poco rigurosa. Los primeros trabajos historiográficos sobre el franquismo venían a defender que el régimen había sido una dictadura tradicional, militar, se señalaba en algunos casos. Se convirtió en una tesis fuerte, y cuando se asienta una determinada línea, en aquel caso sin investigación detrás, luego cuesta modificarla. Nuestra tesis, en cambio, fue que el régimen franquista quería construir un nuevo Estado y hacer frente a los grandes retos de la sociedad de masas. España no era diferente al resto y no podían restablecer, que es lo que se pretendía, un orden antiliberal de estricto control social con las herramientas antiguas, que se reducían, si sintetizamos, a la represión, tal y como había ocurrido en décadas anteriores. Por eso, el franquismo, desde el 37, sienta las bases de un nuevo Estado y toma como referencia básica el modelo fascista, que, aunque sea bien diverso, resolvía, desde su punto de vista, los grandes problemas del momento.
En ese marco, la política social fue un elemento de identificación franquista de primer orden. No se puede entender el régimen franquista sin tener en cuenta la importancia que se dedicó a la retórica de las políticas sociales. No porque hicieran grandes realizaciones, porque no hubo una política fiscal que pudiera crear servicios y el alcance de sus políticas sociales fue escaso, pero el discurso social fue un elemento constitutivo del franquismo, que se presentaba como una tercera vía, algo muy propio de los fascismos. Ni liberalismo ni socialismo, querían superar la lucha de clases a través de la hermandad nacional-sindicalista.
Además, antes de ese libro, en 1998, publicamos Productores disciplinados y minorías subversivas, clase obrera en la España franquista, donde defendimos que se eliminó la lucha de clases por la vía de la eliminación de las organizaciones de los trabajadores. Pero una cosa es la realidad de la política y otra el discurso, y para el franquismo la cuestión social, retóricamente, fue fundamental.
¿Qué alcance tuvo ese estado asistencial franquista? En el libro se habla, de todos modos, de que para mucha gente en España fue la primera vez en su vida que veían al Estado preocuparse por sus necesidades.
C. M.: Con sus instrumentos, ya sea el Sindicato Vertical o la Sección Femenina, en muchos pueblos fue la primera vez que el Estado estuvo presente en la realidad de cada día, ya sea con algo de alimentos, con clases para aprender a bañar a los niños y no sufrir enfermedades, etc. El alcance de esa política asistencial, de todas formas, fue muy pequeño. Sin embargo, habría que distinguir. Los trabajadores industriales catalanes o vascos ya tenían sus seguros, pero para la mayoría de la población eso no existía. El franquismo se presentó como el régimen que se preocupaba por las condiciones de vida de los españoles. Eso tuvo efectos limitados, pero para el discurso oficial resultaba muy potente. Luego, en los sesenta, para el propio desarrollo del país, era imprescindible invertir en educación y sSanidad… la Seguridad Social. El estado del bienestar en España se construyó con la democracia, pero eso no quiere decir que antes no se aplicaran determinadas políticas sociales con un cierto impacto.
Sin embargo, y esta es la cuestión, el régimen no logró amplios apoyos sociales. Como mucho logró la apatía de sectores de la sociedad, pero no la adhesión.
C. M.: Creo que este es un elemento fundamental para entender la larga trayectoria del franquismo. Eso que se llamó franquismo sociológico en un tiempo de transformación social tan intensa como la que se desarrolla en los años sesenta era gente a la que su propia actividad le absorbía la mayor parte de sus energías. Sí que habría gente para la cual el franquismo era el régimen con el que se identificaban, pero para muchos era, simplemente, el régimen que existía. Evidentemente, también existían sectores no adictos que, sin embargo, no estaban dispuestos a asumir ningún riesgo.
Pere Ysàs: Explicar el franquismo a partir simplemente de unas oligarquías o elites que dominan militarmente a la población es absolutamente insuficiente. El franquismo tuvo apoyos sociales a lo largo de toda su trayectoria. No hay más que ver las elecciones de febrero del 36: el Frente Popular ganó, pero lo hizo por la mínima. Hay un bloque heterogéneo internamente, conservador, tradicionalista, fascistizado o fascista, que cubre casi la mitad del electorado. Son capas de la población que defienden una ideología y una identidad con cierta transversalidad, aunque el golpe de Estado viniera de una iniciativa muy minoritaria de una parte, no de todo, el ejército.
Cuando se establece el nuevo Estado, hay una continuidad notable a lo largo del tiempo en los apoyos. Aunque luego se fueran erosionando, es cierto que el crecimiento económico de los sesenta jugó un papel neutralizante del posible desgaste. Y al final de la dictadura la sociedad estaba mucho más movilizada, el cuestionamiento del régimen era mucho más amplio, pero este seguía conservando apoyos sociales que no son desdeñables. Eran más pasivos que activos, pero ahí estaban. Es un tema complejo, como casi todo, pero es indispensable para analizar el franquismo tanto en sus orígenes como en su etapa final.
En los aspectos sociales del régimen, ¿la Iglesia ocupó un espacio que quisiera haber ocupado Falange con sus políticas fascistas?
C. M.: No creo que se deban confundir los espacios. Las políticas asistenciales eran del Estado, fundamentalmente a través de la Falange. Toda la estructura que generó el Sindicato Vertical actuó a muchos niveles. Ahora bien, hay terrenos donde la Iglesia tuvo un espacio fundamental, como la educación. Precisamente, por la falta de inversiones. Las escuelas públicas, denominadas «nacionales», fueron escasas y de mala calidad durante prácticamente todo el franquismo. No se construyeron institutos de enseñanza media hasta los sesenta. El bachillerato, en una proporción muy significativa, estaba en manos de la Iglesia. Ahora, la Iglesia también intentó tener un espacio universitario y no lo consiguió nunca. Deusto y la Universidad de Navarra son casos particulares y excepcionales. Hasta la democracia la Iglesia no tuvo sus universidades. Sin embargo, pese a ese control de la enseñanza superior, el régimen desde los años cincuenta perdió el control de las universidades, más allá de la estructura, como era el nombramiento de las cátedras, lo cual no era poca cosa. En definitiva, la influencia de la Iglesia en la dictadura fue extraordinaria, porque logró mantener el control del ciclo vital, nacimiento, bautizo, comunión, matrimonio, etc. Algo básico en la vida de los ciudadanos, pero en las políticas sociales hay que distinguir los espacios.
P. Y.: Hay que tener en cuenta que Falange asumió el catolicismo a diferencia de otros movimientos fascistas. Hubo un amplio margen de acuerdo con la Iglesia en cuestiones fundamentales, pero una cosa es que Falange considerase que el Estado tenía que ser confesional, que la moral católica y el dogma tenían que estar presentes, y otra es que aceptaran otorgar a la Iglesia determinados espacios de poder. Falange quiso afirmar el papel del Estado y el del partido único. En este marco, un punto conflictivo fue la socialización de los jóvenes. Por ejemplo, Falange quiso que se hiciera en el Frente de Juventudes básicamente. Tenían sus asesores eclesiásticos y sus misas de campaña, pero tenía que ser todo en el Frente de Juventudes.
Ahí hubo elementos de tensión que no se resolvieron favorablemente a la Iglesia, la capacidad de Falange se mantuvo hasta el final. Aunque luego cambiaran los términos, la filosofía era la del Estado totalitario. La educación tenía que ser católica, pero controlada por el Estado, mientras que la Iglesia quería su propia red y expandirla. Esto al final derivó en una brecha clasista muy fuerte. La Iglesia acabó dando la formación a clases medias y burguesas; fuera de la España urbana no había apenas escuelas de la Iglesia. Los pueblos de Andalucía y Extremadura tenían la Escuela Nacional. Se ha dicho mucho que la educación estaba en manos de la Iglesia, pero no fue del todo así. Luego es cierto que, al final de la dictadura, determinadas órdenes religiosas jugaron un papel más progresista, pero aunque fue un fenómeno adaptado al caso español, pasaba a nivel general en todo el mundo católico.
C. M.: El fascismo español fue católico desde el primer día y así lo definían ellos mismos, que decían que el suyo era un fascismo de tipo católico. Por eso pensaban que el papel de la Iglesia quedaba asegurado con ellos. Lo que pasaba es que la Iglesia lo que siempre había defendido era tener un espacio propio desde el que ejercer influencia social, cultural, en definitiva, política. Tras el año 45, dado el escenario internacional, la posición de la Iglesia se reforzó muy notablemente. Después de la Segunda Guerra Mundial el único aval que tuvo el régimen fue la carta anticomunista y católica. La Iglesia, desde entonces, utilizó aún más esa necesidad que el régimen tenía de ella para defender sus espacios.
Sea como fuere, en los setenta los trabajadores urbanos le pusieron la proa al régimen, aunque me ha llamado la atención que mencionan en sus trabajos que las amas de casa y los albañiles eran el mayor apoyo del régimen.
P. Y.: Eso es una encuesta que citamos, pero no significa que sea la realidad.
Los estudiantes también se rebelaron. Martín Villa dijo en un momento «hemos perdido la juventud», la Iglesia postconciliar empezó a distanciarse y al final al régimen solo le quedó el aparato represivo.
P. Y.: Una forma muy esquemática y simplificada de presentar el franquismo es como un régimen que pretendía controlar la sociedad por la vía represiva y todo lo demás le importaba poco. Esto no tiene ninguna base, justamente la propaganda sobre la política social consideraba que, como los demás fascismos, había que dar una respuesta propia a los problemas de la sociedad de masas. Pero cuando la situación se hizo más difícil para asegurar el futuro de la dictadura, hubo intentos continuados de desactivar los factores de malestar social y mantener o, si era posible, ampliar apoyos.
Lo que pasó fue que todas las fórmulas que intentó el franquismo para esos objetivos acabaron fracasando y, en última instancia, no les quedó más remedio que apelar a la represión, que era la última línea de defensa; una represión que fue contraproducente para vender la imagen de que se estaban intentando solucionar los problemas o abrir formas de participación. El ejemplo paradigmático fue la Ley de Prensa que, junto a una mayor tolerancia, hizo más visible la represión y la actuación de la censura. Este fue el drama del franquismo, cuanto más se esforzaba por asegurarse la continuidad y veía que sus fórmulas no solucionaban los problemas, empezó a debatir internamente sobre los cambios a efectuar, siempre con muchas voces advirtiendo sobre el riesgo de desnaturalizarse. Llegó un momento en el que su continuismo tan pensado y preparado no es que fuera imposible, pero casi, y el escenario acabó desembocando en un proceso de transición.
Franco pronunció en cerro de Garabitas ante los alféreces provisionales eso del «Atado y bien atado». ¿Qué ha pasado con la historiografía que esta frase se utiliza hoy para reflejar algo que es lo contrario de lo que sucedió?
C. M.: La frase del 62 tomó significación desde el 69 una vez que ya había nombrado sucesor a Juan Carlos. Para nosotros, esa fecha está conectada al inicio de crisis del régimen que desemboca en la transición. Otra frase que se utiliza mucho hoy es que «Franco murió en la cama», que sería la continuación del «atado y bien atado» y evidentemente no se corresponden ninguna de las dos con la realidad. Cuando Franco muere, el régimen sufría una crisis profundísima. 1969 se inicia con un estado de excepción por las movilizaciones de los estudiantes. Entre el 62 y el 69 el régimen intenta hacer reformas porque era consciente de que la sociedad estaba cambiando y necesitaba nuevos instrumentos para asegurarse su control y su aceptación. Desde el año 66 crecían las movilizaciones, la oposición y sobre todo la disidencia. Había muchos sectores que, aunque no se movilizasen, reclamaban cambios. El régimen con el estado de excepción quiso mostrar que tenía el control de la situación y dar un aviso a navegantes, pero le salió muy mal. En pocos meses esa movilización se fue desarrollando de forma aún más creciente.
En la historiografía sobre la guerra civil hay un nivel de estudio yo diría que detallado y muy preciso, pero sobre el franquismo prevalecen estos mitos del «atado y bien atado» o «Franco murió en la cama» con sus connotaciones. ¿En qué estado está la historiografía sobre el franquismo«?
P. Y.: Creo que está en un punto en el que existen grandes acuerdos con discrepancias en los márgenes. La caracterización del franquismo como la variante española de los fascismos de la época está muy aceptada, o su versión como régimen fascistizado que no alcanzó la pureza de los otros, pero estaba impregnado del fascismo y no fue algo transitorio, sino que existió hasta el final.
La controversia llega por la ciencia política, cuando Linz plantea que el caso español es un «régimen autoritario» complementado con elementos tradicionalistas como la Iglesia. Ahora, la caracterización como régimen conservador creo que está absolutamente fuera de encuadre. También se emplea la expresión de dictadura militar, pero nunca lo fue. Nunca hubo una junta militar que tuviera el poder político. Donde hay un grado notable de acuerdo es en su desarrollo. La formulación la centralidad de la crisis de la dictadura para explicar su final creo que está muy aceptada. Habrá quien dude de que la movilización social fuese más importante o no, pero hay niveles de acuerdo bastante amplios. En la transición ya es otra cosa…
En este caso, el «atado y bien atado» se refería a la formulación de la monarquía del 18 de julio, que no es la monarquía del 78. Esa formulación franquista es un proyecto fracasado. Después, en lecturas con muy poca base histórica y muy ideologizadas desde el presente, dicen que hay una continuidad de la monarquía y de las elites económicas, pero eso no es el «atado y bien atado» que pretendía el franquismo. Antes, había historiadores que consideraban que la dictadura había sido muy fuerte y la oposición tuvo un papel insignificante, pero cuando se analizan las respuestas que dio la dictadura a la oposición, que están en mi libro Disidencia y subversión, queda demostrado que los grupos de oposición no eran el motor, pero tenían una onda expansiva muy relevante.
C. M.: Entre los historiadores que estudian estos temas no hay gran discusión. Ahora hay una tendencia a estudiar más otros movimientos sociales, porque las movilizaciones obreras ya están muy investigadas. El otro día me llegó un libro sobre el servicio doméstico en el franquismo. Estamos ya trabajando en temas muy específicos y en lo sustancial hay poca discrepancia. Otra cosa es cuando es un politólogo el que escribe un libro o un escritor se pone a hablar del franquismo y pone lo que él cree que fue, ahí ya no se puede hacer nada.
P. Y.: Pasa en todos los países. A veces en el discurso político está muy presente la historia reciente y al mismo tiempo hay una gran publicística que no se puede encuadrar dentro de la historiografía, pero que tiene una gran difusión, sobre todo en los grandes medios de comunicación, a veces con una notable simpleza, y hace que según qué formulaciones que la historiografía o no ha defendido nunca o ha superado hace tiempo, sigan presentes o se reproduzcan una y otra vez. Eso nos crea cierto problema a los historiadores. Te encuentras con gente discutiendo cosas que hace muchos años que están fuera de toda duda y tienes que volver sobre ello. Ahora las polémicas con hechos susceptibles de utilización política están cada vez más presentes.
En los treinta, la facción del PSOE de Largo Caballero y el anarquismo ya decían de la II República que había una continuidad con la dictadura de Primo de Rivera, que nada había cambiado. Básicamente, lo mismo que sucede ahora.
C. M.: Una cosa es la historia y otra las convicciones de algunos de sus protagonistas. También la izquierda radical tras el 78 ha defendido que había una continuidad con el franquismo. Eso es algo que responde a esquemas políticos, pero no solo de propaganda, sino también de íntimas convicciones.
P. Y.: Pero la historia siempre es cambio y continuidad, continuidad y cambio, no hay…
C. M.: Hay procesos rupturistas como la Revolución rusa… (risas)
P. Y.: ¡Pero hasta ahí hubo elementos de continuidad! Otro ejemplo, el cambio alemán. Alemania año cero, en el 45 ¿no hubo continuidad? Buena parte de la clase política… Claro que hubo desnazificación, pero hasta cierto punto. También hubo continuidades en la Italia postfascista…
La situación al final del franquismo era que la vía inmovilista se había quedado sin futuro y una familia del régimen hablaba de reforma, todo ello en el contexto de que muchos franquistas también consideraban que con el desarrollo económico no tendrían contestación…
C. M.: En los sesenta había necesidad de cambios y todos los franquistas eran conscientes de que tenían que adaptarse a la nueva realidad, cada uno a su manera. Los falangistas eran los que creían que, controlando siempre la situación, había que buscar medidas que ampliasen la participación. Por ejemplo, para eso necesitaban asimilar Comisiones Obreras, eso nuevo que estaba surgiendo, pero CCOO no se dejó asimilar. De hecho, fueron ilegalizadas. Mientras, Carrero Blanco y los tecnócratas van en una dirección diferente, lo que defendían era un gobierno fuerte como poder fundamental del régimen. Creían que el desarrollo económico traía un aumento del nivel de vida, pero querían mantener el control de la situación porque pensaban que si daban la mano les tomarían el brazo y después de eso sería imposiblemantener el control.
Todo esto creó contradicciones internas, especialmente a partir de los setenta. Los setenta fueron años muy difíciles para los dirigentes franquistas; surgieron grandes disidencias, y ya después de 1974, tras el asesinato de Carrero, la necesidad de reformas era apremiante, pero el régimen había perdido el control de la situación y la propia represión les impedía realizar esas mismas reformas. El gobierno de Arias Navarro preconiza un programa aperturista, «el espíritu del 12 de febrero», y en marzo es ejecutado Puig Antich…
P. Y.: Las dos facciones del régimen fracasaron. Los tecnócratas con su idea de que la clave estaba en el desarrollo económico, porque el bienestar económico no aseguraba la aceptación política. No tiene nada de especial, es algo bastante frecuente. Las movilizaciones sociales no suelen aparecer en las situaciones más críticas, sino cuando hay expectativas de que se puede mejorar sustancialmente. A la sociedad de los sesenta el régimen le estaba diciendo constantemente lo bien que iba todo, el España va bien de Aznar, sin embargo, la gente se lo planteaba al revés. Si todo iba tan bien, los salarios eran muy bajos. Las condiciones de vida en la periferia de las ciudades tras la emigración interior eran extremadamente desfavorables. El gran proyecto de los tecnócratas, asegurar la estabilidad política por esa vía del desarrollo, fracasó. Y los intentos de los falangistas de ampliar la participación dentro de las instituciones existentes, no desactivan la conflictividad o incluso la aumentan. Llegados a los setenta, las dos tendencias para asegurar el «atado y bien atado», aunque fuese por vías distintas, han fracasado ya. Ahí ya se puede especular sobre las dificultades que iba a tener cualquier política de continuidad. Al margen de esto, hay que tener una cosa clara y romper con los estereotipos. Los tecnócratas por muy liberales en la economía que fueran, no eran reformadores políticos. Los reformadores eran los falangistas, que no eran los inmovilistas instalados en los años cuarenta que la gente cree, aunque alguno hubiera, pero sus propuestas políticas fracasaron, entre el continuado recelo de los tecnócratas y el rechazo de la parte más movilizada de la sociedad.
Eso no quiere decir que los falangistas no quisieran el desarrollo económico o que no hubiese tecnócratas que no pensasen que había que flexibilizar el régimen, pero unos y otros pretendían lo mismo: asegurar la continuidad. El inmovilismo absoluto de Carrero Blanco no lo compartían todos. Javier Tusell decía que en el fondo todos eran inmovilistas y todos eran aperturistas. Eran inmovilistas porque no querían acabar con el franquismo y eran reformistas porque todos veían que había que hacer algo para asegurar su continuidad.
C. M.: Además, el escenario europeo e internacional a partir de 1974 empieza a cambiar. Con la crisis económica, se produce una radicalización del movimiento obrero. Las empresas eliminan las horas extras y eso es un golpe para el poder adquisitivo de los trabajadores de entonces. El gobierno empezó a tomar medidas antieconómicas para que no se notasen las consecuencias de la crisis, trató de retrasar sus efectos, pero en cualquier caso la situación económica empeoró. A la vez, la movilización social tenía como referentes la Revolución de los claveles, la caída de la dictadura en Grecia, al final solo quedaba la dictadura española, y el régimen intentó la «apertura» con el Espíritu del 12 de febrero, pero ya no tenían iniciativa para hacer cambios ni sabían cuáles hacer para que no se les descontrolase la situación. La crisis que es clara desde el año 70 se profundiza en el 74 y 75.
«No queremos estar solos, pero no le tenemos miedo al aislamiento», se llegó a decir.
C. M.: Tras el decreto ley antiterrorista de 1975 se vio que los gobernantes estaban desesperados y no sabían qué hacer, porque eran conscientes de las consecuencias que podía tener la represión desencadenada. Se podía volver al aislamiento.
P. Y.: La frase es de Arias Navarro. Después de las ejecuciones, tras la retirada de embajadores y el asalto de la embajada en Lisboa, Arias sale en televisión en una intervención absolutamente defensiva, se vuelve al año 46 con la concentración en la Plaza de Oriente, y pronuncia frases muy duras de queja, de que habían colaborado con todos los países y otra vez volvían a ser maltratados y que si tenían que volver a estar solos, lo estarían para defender su honor. Una visión trasnochada que, como las ejecuciones, lo que expresaba era pura desesperación con tintes de patetismo, con Franco en la Plaza de Oriente hablando del contubernio.
El régimen intentó atraer para sí a algunos miembros de la CNT para el Sindicato Vertical. ¿Funcionó? ¿En qué quedó?
P. Y.: En nada, es una anécdota. En esa política de ampliar las bases de participación en la política sindical, de eliminar filtros, que se eliminaron y por eso ganaron tantos candidatos de CCOO; en esa misma línea se buscó una interlocución con sectores cenetistas para integrarlos en un Sindicato Vertical que los falangistas pretendían que ganara autonomía del Estado y capacidad de actuación. Hubo conversaciones que no llegaron a ninguna parte, amparadas por Solís, pero el proyecto fracasa. Cuando en el Consejo de Ministros se conoce que se está hablando con CNT, le dan carpetazo en el acto. No hubiera llegado a nada, porque los interlocutores procedían de la CNT, pero no eran representativos. Algunos exmilitantes cenetistas sí que llegaron a ocupar cargos, en el sindicato del metal de Barcelona, por ejemplo, pero no lograron atraer a nadie detrás. No tuvo consecuencias. Por otra parte, la CNT estaba muy desmantelada y los del exilio estaban muy lejos. De hecho, cuando a veteranos militantes de la CNT se les acercaban jóvenes que querían hacer algo, en muchos casos los remitían a activistas de CCOO.
C. M.: En los sesenta, CCOO era bastante diversa. Actuaba como autor intelectual el PCE, pero su desarrollo fue muy espontáneo, había católicos de la HOAC, incluso gente de la CNT, aunque fueran muy pocos. La CNT se caracterizó en ese periodo por no tener un relevo generacional. La media de edad de los dirigentes va aumentando, es decir, eran los mismos.
La transición. Muere Franco, llega Juan Carlos y hereda a Arias Navarro. ¿Qué juicio de intenciones de su papel se puede hacer antes de que designe a Suárez?
P. Y.: Solo tiene una intención, consolidar la monarquía, la institución y la forma de gobierno del Estado español. A ese objetivo se subordina todo. Eso implica adoptar actitudes que van a ser cambiantes y que exigirá que lo que haga el gobierno sea acorde con las cuestiones fundamentales, lo que Juan Carlos avala. En principio, la monarquía tenía el cuestionamiento de la oposición, en la medida en que Juan Carlos es el heredero de Franco. Luego se ha dicho que si había mostrado actitudes reformistas, pero no fue nada que pasara de lo anecdótico. La sociedad española había tenido actitudes antimonárquicas muy claras en la historia contemporánea y la dictadura estaba en crisis. Asociar la monarquía a la dictadura hubiese sido hacerla partícipe de esa crisis. Esa es la cuestión fundamental y lo que hay que tener en cuenta, más allá de las actitudes y opiniones personales de Juan Carlos. La defensa de la institución pasaba por encima de todo. El objetivo de Juan Carlos en la transición era asegurar la monarquía de la manera que fuese.
C. M.: En ese marco, creo que se puede afirmar a estas alturas que la figura de Arias Navarro fue una imposición. Parece que quería nombrar a Torcuato Fernández Miranda, pero no se diferenciaban mucho ideológicamente…
Para Torcuato, Fraga era un antisistema…
C. M.: Sin entrar en eso, era una cuestión de confianza. Juan Carlos confiaba absolutamente en Torcuato, pensaba que era la opción más favorable para él y quería situarlo en la posición más preeminente. Lo que es cierto es que él llevaba desde 1948 preparándose para ser rey de España, plantearse si lo que quería traer era la democracia es estéril. Como historiadora, creo que no vale la pena entrar en hipótesis sobre cuál era su modelo. Lo que no parece es que pusiera en cuestión las intenciones del primer gobierno de la monarquía. ¿Qué pasó? Que durante esos meses se produjo una movilización extraordinaria que hizo que a partir de marzo de 1976 se viera la imposibilidad de continuar con el proyecto de reforma liderado por Manuel Fraga, que tenía una gran contestación social y política. Cuando se formó Coordinación Democrática, esta reunió a toda la oposición, incluso a Gil Robles, que no era importante en sí, pero sí simbólicamente.
Mientras se intenta desarrollar el franquismo sin Franco, las movilizaciones, como la de Madrid, que se tiene que militarizar el metro, son las que le ponen un muro de hormigón a cualquier tipo de continuidad.
C. M.: El continuismo es lo que se pretendía, eso representaba la monarquía del 18 de julio, lo intentaron pero no pudieron. El proyecto de Fraga no pudo romper el muro opositor y eso forzó a Juan Carlos a buscar un personaje que estuviera dispuesto a impulsar cambios mucho más rápido y salir de esa situación.
P. Y.: Es conocido que Juan Carlos tuvo una mala relación personal con Arias y este tenía una opinión muy poco favorable de Juan Carlos, lo consideraba un niñato. Ahí faltó de todo, física, química y geología. Pero el proyecto del gobierno no era el de Arias, era el de Fraga, y Juan Carlos tenía buena sintonía con Fraga. Sin embargo, el proyecto de Fraga era un modelo de democracia que no era lo que se entendía en el resto del mundo por democracia.
Muy restrictiva en participación y manteniendo estructuras no democráticas.
P. Y.: Introducir fórmulas más liberales dentro del marco institucional franquista. Las Cortes no serían orgánicas, como en el franquismo; serían elegidas por sufragio universal a partir de unas agrupaciones políticas que previamente el gobierno habría decidido cuáles podían existir y cuáles no; unas Cortes que serían una cámara representativa, pero no un parlamento con capacidad de designar al presidente del gobierno y controlarlo. Por otra parte, con la libertad de expresión muy restringida, etc. Ese era el modelo de su «democracia española».
C. M.: No se conoce que Juan Carlos pusiera en cuestión ese modelo.
Si cuela, cuela.
P. Y.: Si funciona… Además, desde Estados Unidos lo que se dice a los dirigentes del régimen es no vayan ustedes muy deprisa, no se dejen influir por los europeos estos. La frase de Kissinger de que «hay que mantener el fuerte», tiene ese sentido. Ese proyecto de «democracia española» de Fraga, con una sociedad desmovilizada que aceptara lo que se dijera desde el poder, habría funcionado, al menos un tiempo, no sabemos cuánto. En los setenta estaba en el debate político internacional el fracaso de las democracias y el auge de las tecnocracias, pero el proyecto del primer gobierno de la monarquía fracasa porque hay una movilización social que no es nueva, tiene antecedentes, pero en 1976 se encuentra en unas condiciones más favorables. De hecho, cuando la policía la reprime lo que demuestra es que no hay ningún proyecto de democratización. El fracaso es inapelable y Juan Carlos es consciente de que no puede asociar la monarquía a un sistema en crisis. Solo tiene claro que eso hay que cortarlo sin tener ni idea de los límites a los que quería llegar. Sabía que para estabilizar la situación política había que ir más más deprisa, pero a un lugar poco preciso. Por otra parte, hay testimonios que muestran sus dudas, como cuando Juan Carlos le dice a un embajador que no estaría mal que en el referéndum para la reforma política hubiera muchos votos negativos para que mostraran que había que ir más despacio. Eso indicaría que su previsión, todavía a finales de 1976, no era una democracia plenamente homologable con las europeas. Otro indicador significativo es el nombramiento de senadores de designación real, en junio del 77; casi todos tenían muy pocas credenciales democráticas.
C. M.: Algo que era normal por el ambiente en el que se había movido hasta ese tiempo. Lo que pasa es que después se ha construido un relato para alterar la realidad de los hechos.
P. Y.: Porque nada de esto quiere decir que, a la vista de los hechos, no se fueran modificando sus posiciones hacia actitudes que facilitasen un cambio real.
C. M.: Cuando Adolfo Suárez vio que para lograr su objetivo tenía que ir cada vez más lejos, ciertamente, contó con el apoyo de Juan Carlos. Sin su apoyo no hubiera podido hacer o no se hubiera ni atrevido a hacer muchas cosas, como la legalización del PCE. Juan Carlos en todo ese proceso ejerció un papel positivo. En el 77, en las conversaciones habituales con los mandos de los ejércitos, trata de tranquilizarlos.
P. Y.: En otoño del 76 hay sectores militares que empiezan a inquietarse, cuando dimite el general De Santiago. A partir de ahí, Juan Carlos apoya sistemáticamente al gobierno y tranquiliza a los militares. Hasta en la legalización del PCE consigue frenar la dimisión del ministro del Ejército, que sumada a la del de Marina, Pita da Veiga, le hubiera creado una situación muy complicada, que es lo que pretendían muchos militares, crear una crisis de gobierno.
Suárez es curioso también en este punto. Cuando era secretario general del Movimiento hizo un discurso criticando los cambios que pretendía introducir Fraga, le escandalizaba su intento de instaurar un sistema que, como hemos visto, era muy poco democrático. ¿Experimentó un cambio radical?
C. M.: Tuvo gran olfato político. No tenía un proyecto, pero sí un objetivo: la estabilización de la monarquía e impedir el proyecto de la oposición: la ruptura. Dicho esto, lo que hace Suárez desde el mes de julio del 76 no se puede entender sin el fracaso de la etapa de Arias y Fraga. Lo tiene absolutamente presente. Por otro lado, era muy consciente de la importancia política de los medios de comunicación porque tenía experiencia por su paso por la dirección de TVE. El discurso en el que dice «Si a los españoles les preocupa encontrar un trabajo adecuado o que aumente el paro, a mí también. Si les preocupa, a pesar de todas las explicaciones estadísticas, la subida de los precios, por ejemplo, a mí también»… No dice nada, pero a diferencia de lo que había pasado hasta entonces, rompe la imagen franquista. Logra que la gente le escuche. Sale en el salón de su casa, sonriendo, eso nunca se había visto antes en un político desde que existía la televisión.
Más allá de la imagen, establecido el objetivo, Suárez debía dar con el procedimiento. Políticamente, lo que más le influyó fue el Informe Ollero, de agosto del 76, donde se decía que había que desnaturalizar el concepto de reforma —que al fin y al cabo siempre implica mantener la esencia de lo anterior, en este caso de la dictadura—, e intentar que la oposición aceptase sus planteamientos. Luego, la cuestión procedimental fue aportada por Fernández Miranda, que planteó realizar todos los cambios en una sola ley para que los procuradores no tuviesen artillería para impedirlos, que es lo que habían hecho seis meses antes. Suárez no sabía hasta dónde se debería llegar, pero tenía ojos en la cara, veía el contexto, sabía que tenía que negociar o hablar con la oposición, algo que Fraga no estuvo dispuesto a hacer.
P. Y.: Suárez había sido contrario a los cambios, pero la sensación que había dejado el periodo Arias-Fraga fue de un impasse y no se podía seguir así con la movilización social tan importante que había en la calle. Luego, hay que tener en cuenta cómo se desarrollaron los acontecimientos. La primera amnistía, que no fue una amnistía propiamente dicha, se aprobó en el mismo mes de julio del 76. Ahí cree que el tema ya se ha acabado, que ya ha solucionado la demanda más importante y principal de la oposición a la dictadura. Las decisiones se fueron tomando al hilo de la propia situación, que fue muy dinámica. Quería estabilizar la situación política y eso le fue exigiendo ir cada vez más allá de todo lo que se había contemplado antes. Inicialmente no tenía un proyecto en concreto, pero está claro que su proyecto no eran las elecciones del 77 tal y como se celebraron. Pero si lo creía necesario, Suárez no dudaba en tomar decisiones que fueran contradictorias con lo que se le había dicho antes, por ejemplo, a la cúpula militar. De la necesidad hizo virtud, eso se debió a su olfato político, aunque los militares ahí cortaron con él.
C. M.: Hay que reconocer que fue una persona atrevida.
Quería ir anestesiando a la oposición…
P. Y.: Pero lo que hizo fue ir asumiendo sus demandas. En esta dinámica, llega un momento en que Suárez, al final, lo que hace es aplicar, bajo presión, buena parte del programa de la oposición.
El hecho histórico es que la oposición democrática puso las siete condiciones encima de la mesa y él, una por una, las cumplió todas.
P. Y.: Tiene que ceder y actuar conforme a las condiciones que le pone la oposición porque si no sus objetivos políticos irían al colapso. Tiene que ir cediendo y tomando decisiones hasta llegar finalmente a la decisión última de aceptar que no se van reformar las instituciones existentes, sino elaborar una constitución de nueva planta.
C. M.: Nuestra tesis en este punto, y el tema es importante, es que el gobierno, aunque siempre tiene el control de la situación procedimental, sin la presión de la oposición no hubiera actuado como lo hizo. Porque es la oposición la que impulsa continuadamente la acción del gobierno. No es desde el régimen franquista, ni desde personas salidas del régimen, que, como se ha dicho muchas veces en el discurso político, se trae la democracia a España. La democracia fue el resultado de un proceso muy dinámico en el que la oposición tuvo un papel fundamental exigiendo el mínimo imprescindible para otorgar legitimidad a la acción gubernamental.
La oposición no pudo tomar el poder en el primer trimestre de 1976, pero las condiciones que puso al gobierno se cumplieron todas. ¿No fue una victoria?
P. Y.: Fue una victoria, ciertamente. Lo que es difícil de comprender es que una victoria evidente se interprete con el paso del tiempo como una derrota. Si se tienen en cuenta los objetivos máximos de los partidos radicales, es cierto, en España no se creó una república socialista autogestionaria. Pero tampoco en Francia después del 68, ni en Italia, ni en ningún sitio. No obstante, incluso en los partidos radicales, aunque tuvieran un horizonte de revolución socialista, en aquel momento su objetivo inmediato era el establecimiento de un sistema democrático que asegurara las libertades, aunque solo fuera para organizarse y poder actuar en mejores condiciones para alcanzar los objetivos máximos de su programa. Esta posición no fue novedosa, es la que había sostenido la oposición durante toda la dictadura franquista, donde se pedía un gobierno provisional para convocar unas elecciones constituyentes. En este caso, tanto para unos como para otros, las elecciones de 1977 fueron las determinantes para lo que se podía hacer y lo que no.
Quedó un parlamento parecido al actual.
P. Y.: Uno en el que, o había acuerdos, o no había posibilidad de crear un nuevo marco normativo.
C. M.: Una cosa es lo que ocurrió y otra la relectura de los acontecimientos pasado un tiempo: el desencanto. Buena parte de la militancia antifranquista tenía claro que el objetivo del momento era asentar la democracia, pero deseaban que los cambios fueran más significativos de lo que fueron. Sin embargo, la coyuntura de finales de los setenta no fue el mejor escenario para la obtención de derechos sociales. Para la Constitución sí, porque como ahora nos recuerda Pablo Iglesias, el texto da mucho de sí. Pero justo antes de los ochenta se encadenaron dos graves crisis económicas y desde los ochenta se impuso el neoliberalismo en Europa y en todo el mundo occidental. Ahí, el modelo de democracia participativa que demandaban muchos de los que se movilizaban no pudo salir adelante.
P. Y.: El cambio político se produjo en un contexto de crisis económica que se tradujo en un aumento exponencial del paro después de quince años de crecimiento y pleno empleo. La percepción de mucha gente fue que la democracia no mejoraba sus condiciones de vida, frustrando las expectativas al respecto. La gente quería libertades, pero también desarrollo y se encontró con desempleo y un paro juvenil, que se convirtió en un fenómeno desarticulador. Cuando la extrema derecha empieza a decir eso de «con Franco vivíamos mejor» no lo dice en términos retóricos, lo dice en término sociales.
La república era una aspiración que queda desarticulada por el primer resultado electoral. En porcentaje de votos había un empate más o menos, pero en escaños ganaron las fuerzas monárquicas.
P. Y.: Las elecciones no se plantearon como un referéndum sobre monarquía o república. Además de la posición de UCD y AP, que sumaban la mayoría absoluta del Congreso, hay que tener en cuenta que las derechas nacionalistas subestatales no eran republicanas. El PNV y Convergencia no cuestionaban la forma de gobierno. En definitiva, en las Cortes elegidas había una amplia mayoría favorable a la democracia, pero no a la república. Según las encuestas, tampoco existía una mayoría republicana en la sociedad.
¿Y la famosa encuesta a la que se refería Suárez con Victoria Prego?
P. Y.: Es una encuesta que nadie ha visto. El mejor biógrafo de Suárez, Francisco Fuentes, dijo que era más fiable hablando del futuro que del pasado. En esa intervención o se inventa lo que está diciendo o hace una composición a partir de retales. Pero, por todo lo que conocemos, se puede afirmar que es absolutamente imposible que las cancillerías europeas le presionaran para que sometiera a referéndum la forma de gobierno y que lo hicieran porque se lo había pedido Felipe González, como afirmó en dicha conversación. Todos los datos que tenemos indican es que la apuesta de todas las cancillerías europeas fue por Juan Carlos y por un proceso de democratización que asegurara la estabilidad política. Giscard o Helmut Schmidt se pronunciaron en esa dirección. Por otra parte, no tiene sentido la afirmación que la inclusión de una mención a la monarquía en la ley para la reforma política la legitimaba. La forma de gobierno se discutió después, cuando se elaboró la Constitución, y se votaron varias enmiendas a favor de la república como forma de gobierno de la naciente democracia española, incluida la del PSOE. Por otra parte, todas las encuestas que se conocen mostraban lo contrario de lo que dijo ahí Suárez. Es más, las tendencias iban en sentido contrario. Era muy importante la corriente que pensaba que el rey tenía que tener algún poder. Hay un artículo de Julián Marías en El País muy significativo, en el que se queja de que para que la izquierda aceptase la monarquía la estaban vaciando de toda función y dejándola como algo meramente testimonial o simbólico.
Un florero.
P. Y.: Herrero de Miñón defiende en la ponencia constitucional que el rey tenga mayores poderes. Monarquía casi sin monarquía no le satisfacía, creía que lo que se necesitaba era un jefe de Estado con autoridad. Otros diputados y senadores compartían dicha posición. Pero las enmiendas en ese sentido fueron rechazadas en el debate constitucional.
Hablemos de la amnistía, que cuando se plantea en el parlamento es ya la tercera, había habido dos indultos pero ahora esos mismos indultados, elegidos diputados, quieren que la amnistía abarque todavía más.
C. M.: En contra de tantas cosas que se han dicho, la amnistía era una reivindicación del antifranquismo. Tenía un objetivo a corto plazo y otro de carácter general. El general es, si se quiere, simbólico. La amnistía supone demostrar que no es delito aquello por lo que tanta gente ha ido a la cárcel durante tanto tiempo. Por ejemplo, la amnistía laboral era importante para que muchos trabajadores reclamasen su readmisión en las empresas que les habían despedido por haber participado en huelgas. Y luego había un objetivo inmediato, que era acabar con la violencia de ETA. Presos condenados por delitos de sangre no habían podido acceder a los indultos anteriores y esa era la vía con la que se quería acabar con el terrorismo. Con todo lo que sabemos ahora sobre ETA, somos conscientes de que una facción había generado ya su propio mundo, pero eso no era patente en aquel momento. Las decisiones políticas se tomaron con los datos y los elementos que había en ese momento y con la amnistía se buscaba una legitimación de la democracia ante la población vasca.
En un paper suyo la conclusión era que se pretendía establecer una página en blanco para que a las siguientes generaciones nadie pudiese enmendarles la democracia.
P. Y.: En el debate parlamentario de la ley de amnistía se expresa muy claramente esa idea. Vamos a acabar con la serie de guerras civiles que ha vivido la sociedad española, incluida la última, la del 36, y empecemos de cero. Aunque tampoco es exactamente así, puestos a buscar matices, no hay que olvidar que los grupos de ultraderecha se quedaron fuera de la amnistía. Se hizo un auténtico encaje de bolillos para sacar a todos los miembros de ETA. La amnistía se aplicaba hasta las elecciones del 77 siempre que las acciones que habían comportado las condenas hubiesen sido para lograr el restablecimiento de las libertades públicas o de la autonomía de los pueblos de España. Es decir, dejaron fuera al terrorismo de extrema derecha, que siguió en la cárcel, pero es que no era aceptable que saliera gente como los autores de la matanza de Atocha.
La parte que se incluyó relativa a las fuerzas de seguridad del Estado, por la que ahora muchos discursos consideran que el régimen se indultó a sí mismo, en su momento nadie le dio importancia. Incluso los comunistas publicaron en Mundo Obrero que esa era un apartado redundante porque ya se sobreentendía que la amnistía era para todos. Así lo reivindicaba, de hecho, el PNV, que pedía literalmente «perdón de todos para todos».
P. Y.: Inicialmente, la ley de amnistía no la quería ningún grupo de derecha, ni siquiera UCD, que consideraba que con los indultos del mes de marzo habían cerrado el tema. AP no la apoyó.
C. M.: Pero una amnistía como tal era importante para la izquierda porque servía para deslegitimar el franquismo.
Ahora mismo es más norma que excepción pensar que los franquistas hicieron la amnistía para ellos. ¿Por qué?
C. M.: A finales del siglo XX y sobre todo en el siglo XXI toma fuerza la justicia transicional, sobre todo con Chile, Argentina… es un cambio de cultura política fundamental. Desde los noventa, toma relieve la figura de la víctima. En ese marco, hay nuevas lecturas de la historia en cada país. En España, apareció con fuerza la reivindicación de lo que se denominó la memoria histórica, una expresión poco ajustada, es mejor memoria democrática. Hasta entonces, no se habían hecho políticas públicas sobre esta cuestión. Los socialistas pusieron su mirada en la modernización, en el cambio social, pero no se actuó en el plano simbólico respecto al pasado dictatorial. En el año 86, la declaración del gobierno por el cincuenta aniversario de la guerra no podía ser más insulsa. No se quiso volver la vista atrás por diferentes causas.
A finales de los noventa, ya no fue así. Apareció esta reivindicación y coincidió con los precedentes de América Latina contra los aparatos represores del Estado. Ahí, el símil era muy fácil con el caso español. También había torturadores, etc., pero hay que tener presente que la mirada de la oposición en los setenta estaba fijada en el futuro, no en el pasado. En 1956, en su Declaración de Reconciliación Nacional, el PCE habla de agrupar las fuerzas de todos los que estén dispuestos a luchar por la democracia olvidando en qué lado estaban en la guerra civil. Ocurría también que muchos jóvenes que se incorporaban a las filas comunistas y de la oposición en general procedían de familias franquistas. El PCE afirmaba que, echando la vista atrás, ellos eran los que más víctimas tendrían que reivindicar, pero que había que mirar hacia delante.
Esa declaración del PCE tiene una frase significativa. El mejor homenaje que se puede hacer a los que han muerto por la libertad en España es que haya libertad en España.
P. Y.: Por eso en el 77 dijeron lo de la redundancia, subrayando que cuando se referían a amnistía era para todo el mundo. Es más, hay algo que se ignora hoy desde cierta sobrecarga ideológica y escasos conocimientos, que es que en la retaguardia republicana durante la guerra también hubo mucha violencia. Una violencia mayoritariamente impune.
C. M.: El franquismo organizó la Causa General…
P. Y.: Sí, pero la mayor parte de las acciones de violencia en la retaguardia republicana no fueron juzgadas por los tribunales franquistas aunque condenaran a todos los opositores y resistentes que atraparon. Se les acusaba de haber participado en la guerra, de «rebelión» etc., pero no necesariamente de haber matado a alguien en concreto.
Por otra parte, hay que tener en cuenta la mirada del antifranquismo de los setenta hacia los años treinta, hacia la guerra civil. En el PSOE hubo una ruptura generacional. Cuando el PSOE conmemoró sus cien años, fue con atención a la figura de Pablo Iglesias, no se quiso situar la memoria del partido en la república y la guerra.
Por su parte, el PCE tenía jóvenes dirigiendo el partido, pero también muchos veteranos y la memoria pesaba mucho. Durante la transición se pidió sin descanso desde determinados sectores derechistas que a Carrillo se le juzgase por Paracuellos y a Federica Montseny por los crímenes anarquistas. Al mismo tiempo, la extrema derecha denunció constantemente la «violencia roja» durante la guerra civil. Por todo ello, eso de que hubo silencio en este periodo sobre el pasado es otro mito, porque no lo hubo. Por eso, pasar la página venía de esa situación y el concepto de justicia transicional todavía no existía. Este concepto no estuvo presente en el final de ninguna dictadura de los setenta, aunque hubiera algún proceso o depuración, pero no era bajo esa teoría y, ni mucho menos, tan exhaustivo.
Al elaborar la Constitución, ¿qué era la mayoría mecánica?
P. Y.: La que se forma entre UCD y AP cuando el anteproyecto es revisado por la ponencia después de la presentación de enmiendas y que comportó que se modificara el texto en sentido conservador. Sin embargo, cuando esa mayoría puso en crisis acuerdos esenciales, el PSOE abandonó la ponencia. Entonces, ahí, en UCD se encendieron las alarmas ante el peligro de que la Constitución fuera aprobada por una mayoría parlamentaria, pero con apoyos políticos y sociales insuficientes. Pronto se vio que esa vía no funcionaba. Una cosa era colar artículos y otra cosa poner en peligro todo el proyecto. Entonces UCD tuvo que desandar lo andado con la «mayoría mecánica», volver a reunirse con el PSOE, todas aquellas cenas, encabezadas por Abril Martorell y Alfonso Guerra, y recomponer acuerdos que luego se ampliaron a los demás grupos, excepto AP que los rechaza.
Ese es un punto clave. A partir de ahí, para redactar la Constitución se decidió que hubiera consenso y, si no era posible, que fuera un consenso que dejase fuera a AP.
C. M.: Una parte significativa de UCD, pero particularmente Adolfo Suárez, a esas alturas y viendo los resultados electorales, opta por lo que se llaman políticas de consenso. Medidas con un amplio consentimiento en el conjunto de las fuerzas políticas. En la fase de configuración de la democracia y dados los grandes problemas que hay en el país, se habían aprobado los Pactos de la Moncloa. Suárez está convencido de que son necesarias políticas de estabilidad que necesitaban forzosamente el apoyo de la izquierda. Evidentemente, la izquierda exigía que se aceptaran algunas de sus reivindicaciones.
En ese escenario, AP era una pieza suelta. Era la cuarta fuerza parlamentaria, pero todavía se estaba produciendo una discusión interna muy importante en su seno después del fracaso en las elecciones. Los resultados electorales les habían sorprendido y mostrado que el país era muy distinto a lo que ellos pensaban. A partir de ese momento, la opción de Fraga era que no podían quedarse marginados, que tenían que participar, pero no todos entre los Siete Magníficos estaban de acuerdo.
P. Y.: Vamos a colaborar en la elaboración de una Constitución que no queremos, fue la decisión tomada.
C. M.: Se dio la paradoja de que muchos personajes de AP, como Fernández de la Mora, según iban aprobando artículos de la Constitución, ellos se iban manifestando en contra. Cuando se vota la Constitución en las Cortes solo lo hacen afirmativamente la mitad de los diputados de AP, el resto se abstiene o vota en contra. En la Junta Nacional de AP la votación quedó casi empatada, y eso que Fraga se esforzó en convencerles de que no podían quedar fuera del nuevo escenario político.
P. Y.: UCD se sigue presentando hoy como los herederos del franquismo y eso facilita la confusión. Desde la formación de la coalición convertida después en partido, hubo gente que venía de la dictadura, como Suárez, pero también pequeños grupos liberales, democratacristianos y socialdemócratas no marxistas, que eran pocos pero que tenían personajes políticos de gran relevancia, como Fernández Ordóñez, Álvarez de Miranda, que venía del Contubernio de Munich, es decir con antecedentes y actitudes inequívocamente democráticas. De hecho, muchos amigos de Suárez se habían quedado fuera de UCD porque se consideró que estaban demasiado vinculados a la dictadura y que su tiempo político había pasado, pese a que algunos eran relativamente jóvenes.
Todo ello lleva a que el acuerdo de UCD con AP sea imposible, tanto para la Constitución, como en los años siguientes. Fraga se pasó años pidiendo constantemente un acuerdo porque veía que incluso después del 79 tenían suficientes diputados para una mayoría conservadora y UCD no acepta, incluso con tensiones internas que luego les llevarían a la ruptura. Llegó un momento en que los únicos interlocutores válidos para UCD estaban a su izquierda, así que tanto para los Pactos de la Moncloa, que AP no firmo los de carácter político, como para la Constitución, UCD tuvo que ponerse de acuerdo con la izquierda.
Presiones a la hora de redactar la Constitución. La Casa Real, la primera, ya mencionada. Su duda inquietante, transmitida por Sabino Fernández Campo, de que les iban a dejar de florero. Dos, las Fuerzas Armadas. La introducción de la indisolubilidad de España como Estado, algo que en realidad solo se hace para poder meter lo importante, que eran las nacionalidades. Tres, la Iglesia. Y cuatro, la patronal, que denuncia que la Constitución española de 1978 consagra el intervencionismo…
P. Y.: Hay artículos de la Constitución que permiten una economía socializada. La parte económica de la Constitución permite un modelo más liberal tanto como un modelo más estatal o socializante, depende todo de las mayorías que existan. No hace falta cambiar la Constitución para nacionalizar o socializar, tampoco para tomar medidas neoliberales, aunque en este caso sí que hay límites. Por ejemplo, no se pueden privatizar las pensiones, como se hizo en Chile. Los empresarios quisieron consagrar la economía de mercado y les quedó una puerta abierta a medidas socializantes, eso les dejó muy insatisfechos y Fraga se quejó de que la Constitución permitía sovietizar la economía española. Sin embargo, la virtud con la que fue presentada la Constitución era que ahí cabían actuaciones de derecha y de izquierda según lo que votasen los españoles.
C. M.: La Iglesia, como es lógico, quiso un mayor papel. Los democratacristiano de la UCD querían que la Iglesia lo tuviera. Pero hubo negociaciones paralelas. Se negoció la cuestión de los centros educativos, que para la Iglesia era muy importante. Aparte, la Iglesia de aquel momento era consciente de los cambios sociales que se habían producido y no tuvieron una actitud beligerante como la que pudieron tener tiempo después. Al mismo tiempo, hay que tener en cuenta que el PNV en aquel momento se definía fundamentalmente como democratacristiano, al igual que Pujol. Por eso no hubo ningún problema para introducir en la Constitución una referencia explícita a la Iglesia católica.
P. Y.: Lo más duro fue lo de la enseñanza. El acuerdo al que se llegó fue suficiente para la izquierda y UCD, pero no para AP, que quería asegurar que la financiación de los centros privados no estuviera sujeta a control público, como establece la Constitución. No obstante, para la Constitución, la Iglesia, excepto los sectores más conservadores, no dio la batalla que dio después con otras leyes, como la primera de educación socialista.
C. M.: Nos quedan los militares. Tenían el poder de las armas, que es mucho, pero no tenían una posición política relevante, por lo que en todo este proceso estaban completamente desubicados. Hubo varios intentos de golpe de Estado, como la Operación Galaxia, etc. En los cuarteles se estaba en contra de la Constitución porque afectaba a una línea roja infranqueable, la unidad de España y la aceptación de las autonomías. La influencia militar se percibe en el artículo segundo que hace referencia a la unidad indisoluble del Estado, pero era absurdo, porque la unidad ya estaba consagrada al señalar que la soberanía reside en el pueblo español. Sin embargo, se introdujo la redundancia para facilitar la referencia a las nacionalidades. Esto no convenció a los militares y todas sus conspiraciones golpistas, hasta la del 23F, tuvieron como objetivo acabar con lo que significaba la Constitución.
P. Y.: La redacción del artículo segundo, tan retórica, fue utilizada como una fórmula de tranquilizar a los militares, que no querían ni ver la palabra nacionalidades. Hay que tener en cuenta quién influenciaba a los militares. En los cuarteles se leía la revista de Fuerza Nueva y esas cosas. También hubo parte de UCD que estuvo en contra del concepto nacionalidades, pero todo eso entró en los mínimos de acuerdo con la izquierda. Ese es el motivo por el que se añadieron partes redundantes que no aportan nada, aunque en la actualidad se hayan usado como prueba de que el Ejército tomó parte en la redacción de la Constitución. AP rechazó frontalmente el artículo 2.
El derecho de autodeterminación, entendido desde el punto de vista nacionalista primordialista, como en la actualidad, tampoco lo defendía nadie, ni siquiera el PNV o los partidos catalanes.
P. Y.: Lo cual no impidió que fuera objeto de debate, que se votase y que el resultado lo rechazase muy mayoritariamente.
C. M.: Se discutió todo.
P. Y.: Otro tópico es que se vetaron temas, pero se discutió todo y se resolvió con las votaciones de las fuerzas presentes. Francisco Letamendia, diputado entonces de Euskadiko Ezkerra, que después se fue a Batasuna, defendió una enmienda con un derecho de autodeterminación que, por otra parte, era muy exigente, establecía que para aprobarse una propuesta de separación era necesario el voto favorable de la mayoría absoluta del censo electoral de cada circunscripción. No de los votantes, sino del censo. Convergencia votó en contra, dijeron que ellos no estaban por eso. El PNV se abstuvo porque su sector más abertzale exigía según qué poses. Y el artículo de que la soberanía residía en el pueblo español no lo discutió casi nadie, sin embargo, era y es el que consagra la unidad.
¿Qué continuidad hubo entre la Constitución de 1931 y la de 1978? ¿De qué manera los del 78 estaban releyendo y continuando la del 31?
C. M.: Sobre la débil nacionalización española, el fracaso del Estado español, etcétera, hay numerosos estudios. Existe un acuerdo amplio en que ya durante la República quedó asentado que la diversidad de España y sus culturas implicaba que la democracia debía contemplarla autonomía política. Como experiencia, es posible remontarse incluso al Sexenio Democrático. Durante el franquismo, el binomio democracia-autonomía se reforzó entre otras cosas porque el discurso nacionalista de la dictadura era excluyente, y porque el antifranquismo catalán era, en términos relativos, fuerte, y jugó un papel destacado en el impulso a la acción unitaria en otras zonas de España. Además, evidentemente, los ponentes constitucionales tuvieron muy presente la Constitución del 31, tanto en lo que convenía conservar como y, sobre todo, lo que había que evitar de todas, todas. Hasta la UCD era muy consciente de que no se podía prescindir de las autonomías en la Constitución.
P. Y.: Hay que tener en cuenta que mientras se elabora la Constitución se están creando instituciones preautonómicas. Hay algunos casos todavía indefinidos, pero hay creadas juntas en Valencia, Andalucía, Murcia… Excepto la cuestión de Madrid, que quedó para el final y las Castillas, que no estaba claro cómo se iban a configurar, lo demás ya estaba definiéndose. Que el franquismo fuera una dictadura centralista en su máximo grado incrementó más que la democracia fuera acompañada de autonomías. No solo el País Vasco y Cataluña la reclamaban, también, reitero, Andalucía, Murcia, Valencia… aunque fuera en grados distintos. Esto prefiguraba que el sistema democrático comportaría que se estableciera una fórmula de ese estilo, aunque nadie tuviera pensado que saliese el modelo que salió. También hay que tener en cuenta que socialistas y comunistas defendían un modelo federal, con lo cual, la izquierda era tendente a un lenguaje que convergió con sectores nacionalistas y regionalistas. Al mismo tiempo, la Constitución volvía a dejar un modelo abierto. Los ponentes, según sus testimonios, tenían pensado un modelo autonómico fuerte para Cataluña, País Vasco y Galicia, y un modelo más cercano a la descentralización administrativa para el resto. Esas dos vías no impedían que si alguna de las comunidades quería alcanzar la máxima autonomía, tenía abierta la puerta. El marco competencial se fue desarrollando como lo conocemos hoy, pero la Constitución permitía distintas fórmulas. No había nada prefigurado. De hecho, las últimas transferencias de competencias se producen tras un pacto entre PP y PSOE en los noventa que deriva del marco constitucional, pero no del proceso constituyente.
C. M.: También es muy propio de la cultura española el no aparecer como menos que nadie. En Andalucía eso fue muy importante o en el estatuto valenciano de 2008, donde se puso que lo que tuvieran los demás, también lo tendrían ellos. Forma parte de la cultura política, o quizás de la cultura a secas.
Un momento clave de todo este proceso que trae una democracia plena a España. ¿Se debió al impulso que supuso que Suárez, tras las primeras elecciones, no le debiera legitimidad al dedazo del rey y sí al sufragio universal? ¿No tuvo esto que ver con las tramas conspirativas de golpe de Estado de segunda mitad de los setenta, esas de «hemos perdido el control, hay que hacer algo»?
C. M.: Las distancias entre Juan Carlos y Suárez fueron de otra naturaleza. Hubo quienes insistían ante el rey en que Suárez le había dejado sin papel, que se establecía una monarquía sin prerrogativas, pero en realidad Suárez había logrado constitucionalizar la monarquía, que era lo importante, aunque indudablemente Juan Carlos hubiera preferido tener un mayor papel. Una cosa era no tener los poderes de Franco, que los tenía todos, y otra un papel simbólico, con muy poco espacio, como le había dejado la Constitución. Ahora bien, entre Suárez y Juan Carlos hubo un proceso de distanciamiento desde las elecciones de marzo del 79, cuando desde dentro de UCD se presiona por cerrar la etapa de consenso con la izquierda e ir a políticas de un marchamo mucho más conservador. Suárez, tal vez por su pasado falangista, estaba convencido de que no lideraba una fuerza de derechas, sino realmente de centro. Por tanto muy transversal, y no podía aceptar el programa que trataba de imponerle la CEOE, que presionaba para que llegaran a acuerdos de una vez con AP.
Adolfo Suárez y sus apoyos más importantes dentro del partido no querían confundirse con AP y eran contrarios a esa alianza. Desde los sectores más conservadores se desarrolló una dura campaña contra Suárez. A Juan Carlos le decían que la situación era de catastrófica e insostenible y que Suárez debía abandonar la presidencia del gobierno. Por otra parte, Suárez perdió el control del partido, como se vio en el congreso de Mallorca, y en sus conversaciones con Juan Carlos percibe claramente que ya no tiene su apoyo. Eso le decide finalmente a dimitir, probablemente para detener una posible moción de censura. Hay que tener en cuenta que, desde las elecciones de 1977, hay conciliábulos en sectores muy conservadores para reconducir una situación que consideran cada vez más negativa.
P. Y.: Lo que sí es cierto es que Suárez ganando elecciones reforzó su posición y empezó a actuar como un gobierno de democracia parlamentaria, no tenía por qué consultar al rey. Hay una relación entre Suárez y Juan Carlos antes de las elecciones y luego otra. Antes, la dependencia del presidente del rey era absoluta, luego ya no.
¿Entre algunas conspiraciones militares estaban las encaminadas a devolverle poderes al rey?
P. Y.: No, la cuestión no era devolver poderes al rey sino, en los más radicales, acabar con la democracia, y en otros adoptar políticas nítidamente conservadoras y recentralizadoras, incluyendo si era preciso la reforma de la Constitución.
La posición de Armada se situaría en esa segunda opción, en el golpe de timón. Armada fue un liante, habló con mucha gente, a cada cual le dijo lo que quería oír y si obtuvo apoyos fue por lo que dijo, no por lo que quería hacer. Era un personaje que se aprovechó de que todo el mundo le veía como alguien muy cercano al rey. Habló con el alcalde de Lleida y le dijo cuatro vaguedades sobre lo mal que estaba la situación y luego con Milans del Bosch ya habla de otras cosas. Vendía que la situación era muy mala, había violencia terrorista, y hacía falta un gobierno de autoridad con apoyos parlamentarios amplios y que efectuara cambios a los cambios ya hechos. Pero posiblemente Armada era consciente de que no podía volver, por ejemplo, al proyecto de Fraga del 76, que ya era una involución excesiva. Se podía minimizar el papel del parlamento en la línea gaullista, meter al Ejército en el País Vasco si la situación no se controlaba, etc. Pero luego se demostró que Armada no tenía los apoyos de los que presumía. Cuando dimitió Suárez, habría bastado con designarlo a él candidato a la presidencia del gobierno en lugar de a Calvo Sotelo. En el golpe de estado del 81, cuando Armada llega con su plan al Congreso, Tejero lo rechaza porque lo que quería era una junta militar. Y Milans ahí estaba a medias. Pero es muy relevante que todos los capitanes generales dudaran, que su actitud inmediata no fuera la de defender la legalidad. Fue la de ver qué hacía el otro, hablar con la Zarzuela… Lo dijo claramente Quintana Lacaci, el capitán general de la Primera Región Militar: yo obedezco al rey porque me lo ha ordenado Franco, el rey me ordenó parar el golpe y lo paré, si me hubiera ordenado asaltar el Congreso, lo asalto.
Fuente: https://www.jotdown.es/2020/09/carme-molinero-y-pere-ysas-transicion/