Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La improbabilidad de Dios

Richard Dawkins

La Improbabilidad de Dios Richard Dawkins. Traducción de Gabriel Rodríguez Alberich. La gente hace muchas cosas en nombre de Dios. Los irlandeses se vuelan los unos a los otros en su nombre. Los árabes se vuelan en su nombre. Los imanes y los ayatolás oprimen a la mujer en su nombre. Los papas y sacerdotes en celibato trastornan la vida sexual de la gente en su nombre. Los shohets judíos le rajan la garganta a los animales en su nombre. Los logros de la religión en la historia (las sangrientas cruzadas, los inquisidores torturadores, los conquistadores genocidas, los misioneros destructores de culturas, la resistencia impuesta legalmente a toda verdad científica hasta el último momento) son aun más impresionantes. ¿Y a qué ha ayudado todo esto? Creo que está quedando cada vez más claro que la respuesta es absolutamente a nada. No hay razón para creer en la existencia de ningún tipo de dios, y buenas razones para creer que no existen y nunca han existido. Todo ha sido una enorme pérdida de tiempo y de vidas. Sería un chiste de proporciones cósmicas si no fuera tan trágico. ¿Por qué cree la gente en Dios? Para la mayoría de la gente, la respuesta es todavía una versión del antiguo Argumento del Diseño. Contemplamos la belleza y la complejidad del mundo: el aerodinámico batir del ala de una golondrina, la delicadeza de las flores y de las mariposas que las fertilizan, la hormigueante vida existente en una gota de agua de estanque a través de un microscopio, la copa de una secuoya gigante a través de un telescopio. Nos reflejamos en la complejidad electrónica y la perfección óptica de nuestros propios ojos, que son los que miran. Si tenemos algo de imaginación, estas cosas nos llevan a un sentimiento de respeto y reverencia. Por otra parte, no podemos dejar de impresionarnos por la obvia semejanza entre los organismos vivientes y los diseños cuidadosamente planificados de los ingenieros humanos. Este argumento fue expresado en la famosa analogía del relojero del sacerdote del siglo XVIII William Paley. Aunque no supieras lo que es un reloj, el carácter obviamente diseñado de sus ruedas dentadas y muelles, y de cómo se engranan para un propósito, te forzarían a concluir "que el reloj debe tener un hacedor: que tiene que haber existido, alguna vez, y en algún lugar, un inventor o inventores que lo construyeron para el propósito que le encontramos; que comprendían su construcción, y diseñaron su uso." Si esto es cierto para un reloj relativamente simple, ¿cuánto más lo será para el ojo, el oído, el riñón, el codo y el cerebro? Estas estructuras bellas, complejas, intrincadas y con un propósito obvio tienen que tener su propio diseñador, su propio relojero (Dios). Así decía el argumento de Paley, y es un argumento que casi todas las personas pensativas y susceptibles acaban por descubrir en algún momento de su infancia. A lo largo de casi toda la historia, debe haber sido una verdad completamente convincente y autoevidente. Y ahora, como resultado de una de las revoluciones intelectuales más sorprendentes de la historia, sabemos que es falso, o al menos superfluo. Sabemos que el orden y el aparente propósito del mundo viviente ha aparecido mediante un proceso completemente distinto, un proceso que trabaja sin necesidad de ningún diseñador y que básicamente es consecuencia de unas leyes físicas muy simples. Es el proceso de la evolución por selección natural, descubierto por Charles Darwin e, independientemente, por Alfred Russel Wallace. ¿Qué tienen en común todos los objetos que parecen haber tenido un diseñador? La respuesta es su improbabilidad estadística. Si encontramos una piedra transparente pulida en forma de lente por el mar, no concluímos que debe haberla diseñado un óptico: las leyes físicas pueden lograr este resultado sin ayuda; no es tan improbable que simplemente "haya ocurrido". Pero si encontramos una lente compuesta, corregida cuidadosamente contra la aberración esférica y cromática, con un filtro para la luz brillante, y con las palabras "Carl Zeiss" grabadas en la montura, sabemos que no puede haber aparecido por casualidad. Si coges todos los átomos de la lente compuesta y los juntas al azar bajo la influencia de las leyes de la física, es teóricamente posible que, por pura casualidad, los átomos formen el patrón de una lente compuesta de Zeiss, e incluso que los átomos de alrededor de la montura queden de manera que aparezca grabado el nombre de Carl Zeiss. Pero el número de otras posibilidades en las que podrían quedar los átomos es tan enorme, vasto e inconmensurablemente grande que podemos despreciar completamente la hipótesis de la casualidad. La casualidad no cuenta como explicación. Por cierto, esto no es un argumento circular. Puede parecer circular porque se podría decir que cualquier disposición de los átomos es muy improbable. Como se ha dicho con anterioridad, cuando una bola cae sobre una hoja de césped particular en un campo de golf, sería absurdo exclamar: "De todos los miles de millones de hojas de césped en los que podría haber caído, la bola ha caído justamente sobre ésta. ¡Qué asombrosa y milagrosamente improbable!" Aquí la falacia es, por supuesto, que la bola tenía que caer en alguna parte. Sólo podemos asombrarnos de la improbabilidad del suceso si lo especificamos a priori: por ejemplo, si un hombre con los ojos vendados gira sobre sí mismo en el tee, golpea la bola al azar, y logra un hoyo en uno. Eso sería realmente asombroso, porque el objetivo de la bola se especifica de antemano. De los trillones de formas que hay de juntar los átomos de un telescopio, sólo una minoría funcionaría realmente de manera útil. Sólo una pequeña minoría tendría el nombre de Carl Zeiss grabado, o, de hecho, cualquier palabra de cualquier lenguaje humano. Ocurre lo mismo con las piezas de un reloj: de todos los miles de millones de formas que hay de juntarlas, sólo una pequeña minoría dará la hora o hará algo útil. Y, por supuesto, lo mismo ocurre, a posteriori, con las partes de un cuerpo viviente. De las trillones de trillones de maneras que hay de juntar las partes de un cuerpo, sólo una minoría infinitesimal podría vivir, buscar comida, comer y reproducirse. Cierto, hay muchas formas de estar vivo (al menos diez millones de formas si contamos el número de especies distintas que hay en la actualidad) pero, haya las formas que haya de estar vivo, ¡es seguro que hay muchísimas más formas de estar muerto! Podemos concluir con seguridad que los seres vivos son demasiado complicados (demasiado improbables estadísticamente) para que hayan aparecido por pura casualidad. ¿Cómo, pues, han aparecido? La respuesta es que la casualidad tiene que ver en esta historia, pero no un acto individual y monolítico de casualidad. En cambio, se ha dado uno tras otro en secuencia, una larga sucesión de pequeños pasos casuales, cada uno lo suficientemente pequeño para que sea un producto creíble de su predecesor. Estos pequeños pasos de casualidad están causados por las mutaciones genéticas, cambios al azar (errores de hecho) en el material genético. Estos cambios producen alteraciones en la estructura del cuerpo. La mayoría de estos cambios son letales y llevan a la muerte. Una minoría de ellos resultan ser ligeras mejoras, que llevan a un aumento de la supervivencia y la reproducción. A través de este proceso de selección natural, esos cambios azarosos que resultan ser beneficiosos acaban por extenderse en la especie y se convierte en la norma. La escena queda ahora a la espera de otro pequeño cambio en el proceso evolutivo. Después de, digamos, un millar de estos pequeños cambios, cada uno de los cuales proporciona la base para el siguiente, el resultado final se ha hecho, por proceso de acumulación, demasiado complejo para que haya aparecido en un acto individual de casualidad. Por ejemplo, es teóricamente posible que aparezca, de un simple golpe de suerte, un ojo de la nada: digamos de la piel desnuda. Es teóricamente posible en ese sentido que la receta se haya escrito en la forma de un gran número de mutaciones. Si todas estas mutaciones ocurrieran simultáneamente, podría aparecer un ojo de la nada. Pero, aunque es teóricamente posible, es inconcebible en la práctica. La cantidad de suerte implicada es demasiado grande. La receta "correcta" implica cambios en un número enorme de genes simultánemente. La receta correcta es una combinación particular de cambios entre trillones de combinaciones de cambios igualmente probables. Podemos descartar con seguridad una coincidencia tan milagrosa. Pero es perfectamente plausible que el ojo moderno haya aparecido a partir de algo casi igual al ojo moderno pero no del todo: un ojo un poquito menos elaborado. Con el mismo argumento, este ojo un poquito menos elaborado apareció a partir de un ojo un poquito menos elaborado aún, etcétera. Si suponemos un número suficientemente grande de diferencias suficientemente pequeñas entre cada etapa evolutiva y su predecesora, podemos derivar un ojo complejo a partir de la piel desnuda. ¿Cuántas etapas intermedias podemos postular? Eso depende de con cuánto tiempo podemos tratar. ¿Ha habido suficiente tiempo para que se desarrollen ojos de la nada mediante pequeños pasos? Los fósiles nos dicen que la vida se ha desarrollado en la Tierra desde hace más de 3.000 millones de años. Es casi imposible para un hombre imaginar una cantidad de tiempo tan inmensa. Natural y afortunadamente, tendemos a percibir nuestra propia vida como un periodo de tiempo bastante largo, aunque raramente vivamos un siglo. Hace 2.000 años que vivió Jesucristo, un periodo de tiempo suficientemente largo para confundir la diferencia entre historia y mito. ¿Puedes imaginar un millón de veces ese periodo? Supón que queremos escribir toda la historia en un largo rollo de papel. Si metiéramos toda la Historia en un metro de rollo, ¿cuánto ocuparía la parte del rollo destinada a la Prehistoria, desde el principio de la evolución? La respuesta es que la parte del rollo dedicada a la Prehistoria se extendería desde Milán a Moscú. Piensa en las implicaciones que esto tiene en la cantidad de cambio evolutivo que cabría en todo ese tiempo. Todas las razas domésticas de perro (pekineses, perros de lanas, perros de aguas, San Bernardos y Chihuahuas) han surgido a partir de lobos en un periodo de tiempo que se mide en cientos o como mucho miles de años: no más de dos metros en el trayecto de Milán a Moscú. Piensa en la cantidad de cambio implicado en el tránsito de un lobo a un pekinés; ahora multiplica esa cantidad de cambio por un millón. Si lo miras de esa manera, parece más fácil creer que un ojo puede desarrollarse de la nada poco a poco. Se hace necesario para satisfacer nuestra existencia que todas las partes intermedias en la ruta evolutiva, digamos desde la piel desnuda hasta el ojo moderno, tienen que haberse favorecido por la selección natural; haber sido una mejora con respecto a su predecesor en la secuencia o al menos haber sobrevivido. No tiene sentido pensar que teóricamente existe una cadena de partes intermedias casi imperceptiblemente diferentes, si muchos de esos individuos intermedios han muerto. A veces se arguye que las partes de un ojo tienen que estar todas presentes o el ojo no funcionaría en absoluto. Medio ojo, dice el argumento, no es mejor que ningún ojo. No puedes volar con medio ala; no puedes oír con medio oído. Por tanto no puede haber existido una serie de partes intermedias hasta el ojo, ala u oído modernos. Este tipo de argumento es tan ingenuo que uno sólo puede preguntarse cuáles son los motivos subconscientes para querer creer en él. Es obviamente falso que medio ojo sea inútil. Los que padecen de cataratas cuyos cristalinos han sito extirpados quirúrjicamente no ven bien sin gafas, pero están mucho mejor que la gente que no puede ver nada. Sin cristalino no puedes enfocar detalladamente una imagen, pero puedes evitar chocar con obstáculos y detectar la sombra amenanzante de un depredador. Con respecto al argumento de que no se puede volar con medio ala, es refutado por un gran número de animales planeadores, incluyendo a mamíferos de muchos tipos, lagartos, ranas, serpientes y calamares. Muchos tipos distintos de animales arbóreos tienen membranas de piel entre sus articulaciones que son realmente medio alas. Si te caes de un árbol, cualquier membrana de piel o aplanamiento del cuerpo que aumente el área de tu superficie puede salvarte la vida. Y, sean como sean de grandes tus membranas, siempre tiene que haber una altura crítica tal que, si te caes de un árbol desde esa altura, habrías salvado la vida con sólo un poquito más de superficie. Entonces, cuando tus descendientes hayan desarrollado esa superficie extra, podrán salvar sus vidas con sólo un poquito más de superficie, si se caen de un árbol a una altura ligeramente superior. Y así, mediante una sucesión imperceptiblemente gradual de pasos, cientos de generaciones después, aparecen alas completas. Los ojos y las alas no pueden aparecer de una vez. Eso sería como tener la casi infinita suerte de dar con la combinación que abre la caja fuerte de un gran banco. Pero si giras las ruedas de la cerradura al azar, y cada vez que te acercas un poco al número afortunado la puerta de la caja fuerte hace un crujido, ¡no tardarías en abrir la puerta! Esencialmente, ése es el secreto de cómo la evolución por selección natural logra lo que antes parecía imposible. Las cosas que no pueden derivarse plausiblemente de predecesores muy diferentes pueden derivarse plausiblemente de predecesores sólo ligeramente diferentes. Teniendo una serie suficientemente larga de predecesores ligeramente diferentes, podemos derivar cualquier cosa a partir de cualquier otra cosa. La evolución, pues, es teóricamente capaz de hacer el trabajo que, érase una vez, parecía ser una prerrogativa de Dios. Pero ¿existe alguna prueba de que la evolución haya existido realmente? La respuesta es sí; las pruebas son abrumadoras. Se encuentran millones de fósiles exactamente en el sitio y exactamente a la profundidad que deberíamos esperar si la evolución fuese cierta. No se ha encontrado ni un solo fósil en un lugar donde la evolución no sea capaz de explicarlo, aunque esto podría haber pasado fácilmente. Un fósil de mamífero en rocas tan antiguas que los peces aún no habían aparecido, por ejemplo, sería suficiente para refutar la teoría de la evolución. Los patrones de distribución de los animales y plantas en los continentes e islas del mundo es exactamente lo que esperaríamos si se hubieran desarrollado a partir de ancestros comunes mediante un proceso lento y gradual. Los patrones de semejanza entre los animales y plantas es exactamente lo que deberíamos esperar si algunos fueran primos entre ellos, y otros fueran primos más distantes. El hecho de que el código genético sea el mismo en todas las criaturas vivientes sugiere abrumadoramente que todas son descendientes de un único ancestro. La evidencia de evolución es tan convincente que la única manera de salvar la teoría de la creación es suponer que Dios colocó deliberadamente enormes cantidades de pruebas para hacer que pareciese que la evolución fuese real. En otras palabras, los fósiles, la distribución geográfica de los animales, etcétera, son todos un gigante truco de timador. ¿Alguien quiere adorar a un Dios capaz de tal fraude? Es seguro mucho más reverente, y más sensato científicamente , aceptar el significado literal de la evidencia. Todos los seres vivos son primos unos de otros, descendientes de un ancestro remoto que vivió hace más de 3.000 millones de años. El Argumento del Diseño ha sido pues destruido como razón para creer en Dios. ¿Hay muchos más argumentos? Algunos creen en Dios por lo que dicen es una revelación interior. Tales revelaciones no son siempre edificantes pero parecen sin duda reales al individuo implicado. Muchos habitantes de manicomios tienen la fe interior de que son Napoleón o Dios mismo. El poder de esas convicciones es indudable para los que las tienen, pero esto no es razón para que el resto de nosotros les creamos. De hecho, ya que esas creencias son mutuamente contradictorias, no las creemos en absoluto. Hay algo más que debe decirse. La evolución por selección natural explica muchas cosas, pero no pudo empezar de la nada. No podría haber empezado hasta que apareciese algún tipo de reproducción y herencia. La herencia moderna está basada en el código del ADN, que es de por sí demasiado complicado para que apareciese espontáneamente mediante una casualidad individual. Esto parece significar que tuvo que haber existido un sistema hereditario anterior, ahora desaparecido, que era lo suficientemente simple para que apareciese por casualidad por las leyes de la química, y que proporcionó el medio en el que pudo dar comienzo una forma primitiva de selección natural acumulativa. El ADN fue un producto posterior de esta selección acumulativa. Antes de esta original forma de selección natural, hubo un periodo en el que los compuestos químicos se formaron a partir de elementos más simples, siguiendo las conocidas leyes de la física. Antes de eso, todo fue construido a partir del hidrógeno puro como consecuencia inmediata del big bang, el suceso que inició el universo. Existe la tentación de argumentar que, aunque Dios puede no ser necesario para explicar la evolución de orden complejo una vez que el universo comenzó con sus leyes fundamentales de la física, sí necesitamos a Dios para explicar el origen de todas las cosas. Esta idea no le deja mucho trabajo a Dios: sólo hizo estallar el big bang, se sentó y esperó a que pasara todo. El físico-químico Peter Atkins, en su libro maravillosamente escrito La Creación, postula un Dios perezoso que se esforzó por hacer lo menos posible para iniciarlo todo. Atkins explica cómo todo suceso en la historia del universo resulta, por simple ley física, de su predecesor. Así reduce el trabajo que el perezoso creador necesitaría realizar y finalmente concluye que, de hecho, ¡no habría necesitado hacer nada en absoluto! Los detalles de la etapa primordial del universo pertenecen al reino de la física, mientras que yo soy un biólogo, más relacionado con las etapas posteriores de la evolución de la complejidad. Para mí, la cuestión importante es que aunque el físico necesite postular un mínimo irreductible que tuvo que estar presente en el inicio, para que el universo pudiera comenzar, ese mínimo irreductible es ciertamente extremadamente simple. Por definición, las explicaciones que surgen de premisas simples son más plausibles y más satisfactorias que las explicaciones que tienen que postular comienzos complejos y estadísticamente improbables. ¡Y es difícil conseguir algo más complejo que un Dios Todopoderoso!

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Nicholas Georgescu-Roegen, Ensayos bioeconómicos. Antología.

Salvador López Arnal

De alguien que fue grande y lo compartió generosamente

Nicholas Georgescu-Roegen, Ensayos bioeconómicos. Antología. Los libros de la Catarata, Madrid, 2007, 156 páginas. Colección: clásicos del pensamiento crítico. Edición de Óscar Carpintero.

Salvador López Arnal

“Clásicos del Pensamiento crítico” es una cuidada colección de Los Libros de la Catarata dirigida por Francisco Fernández Buey y Jorge Riechmann. Los títulos que la integran, señalan sus responsables, tienen una finalidad fundamentalmente pedagógica. Su objetivo es “acercar al lector actual la obra y el pensamiento de aquellos autores y autoras que han destacado en la elaboración de un pensamiento crítico a lo largo de la historia: enseñar qué dimensión histórica tuvieron y qué dimensión política, social y cultural tienen; enseñar cómo se leyeron y cómo se leen hoy”.

Si estas son las finalidades, no es entonces de extrañar la incorporación de una selección de escritos de Nicholas Georgescu-Roegen a esta colección. Una muestra del pensamiento crítico del científico rumano: “La estrategia de llevar el tiempo lo más lejos posible implica una estricta conservación y ahorro de los recursos, tanto como sea posible. Esta política significa dos acciones paralelas. En primer lugar, debemos eliminar el despilfarro causado por los armamentos de todo tipo. Para decirlo alto y claro: no querer hacer la guerra mientras se continúa fabricando armamentos en la retaguardia es una actitud totalmente hipócrita” (pp. 103-104). Se puede decir más veces, pero no mejor.

La elección de la persona encargada de llevar a cabo la antología no podía ofrecer duda alguna. Óscar Carpintero, autor de la frase que encabeza esta reseña, es doctor en Economía, con una reconocida tesis sobre El metabolismo de la economía española: Recursos naturales y huella ecológica (1955-2000), publicada por la Fundación César Manrique en 2005, y profesor de Economía Aplicada en la Universidad de Valladolid. Mejor Virgilio para aproximarnos a la obra del autor de La ley de la entropía y el proceso económico era impensable, absolutamente impensable. Por lo demás, Carpintero no sólo ha presentado magníficamente esta antología de Ensayos bioeconómicos, sino que ha traducido una buena parte de los textos seleccionados, uno de ellos -“Bioeconomía y ética”- inédito hasta la fecha, ha anotado magníficamente aquello que debe ser anotado para ayuda o información del lector y nos ha regalado un anexo bibliográfico inmejorable para facilitar una mayor aproximación a la obra de Georgescu.

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Entrevista a Antonio Beltrán sobre Talento y poder

Salvador López Arnal

Antonio Beltrán Marí es profesor titular del Departamento de Lógica, Historia y Filosofía de la Ciencia de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona y uno de los más grandes especialistas mundiales en la obra de Galileo. Entre sus publicaciones cabe destacar, además del volumen comentado, Galileo, el autor y su obra (Barcanova, 1983), Revolución científica, Renacimiento e historia de la ciencia (Siglo XXI, 1995) y Galileo, ciencia y religión (Piados, 2001). En 1994, Beltrán Marí publicó su traducción castellana del Diálogo sobre los máximos sistemas del mundo. Su larga y precisa introducción y las documentadas notas de su edición fueron incorporadas en la edición italiana del gran clásico de Galileo.

Talento y poder se lee como una novela. No es, desde luego, una novela histórica sino un libro de historia de la ciencia escrito con pulso y talento narrativo. ¿Ha sido esta una de tus finalidades como escritor?

Dando por sentado que el primer requisito que uno intenta satisfacer es el rigor histórico y la precisión conceptual, creo que siempre hay que tratar de hacer una exposición lo más comprensible, agradable e interesante que sea posible. Pero no se ha tratado sólo de un problema de voluntad o decisión. Una fuente documental básica es la amplísima correspondencia de los protagonistas del caso, sobre todo de Galileo. Conservamos nueve gruesos volúmenes de cartas, que permiten seguir, en muchas ocasiones día a día, el desarrollo de los acontecimientos. Posiblemente esto induce a un cierto estilo narrativo y en cierto modo sugiere un determinado modo de entreverar la información pertinente al contar la historia. En todo caso, creo que ahora entiendo un poco mejor las afirmaciones de algunos escritores en el sentido de que, en ocasiones, las historias parecen tener cierta dinámica autónoma que, en cierto modo, se les impone.

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Mujeres de ciencia

Salvador López Arnal

Mujeres de ciencia

María José Casado Ruiz de Lóizaga, Las damas del laboratorio. Mujeres científicas en la historia. Debate, Madrid, 2006, 293 páginas. Prólogo de Margarita Salas.

Dava Sobel, Los planetas. Anagrama, Barcelona, 2006, traducción de Jaime Zulaika, 221 páginas.

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En honor del espíritu humano y al servicio de otros asuntos

Salvador López Arnal

Antonio Martinón (editor-coordinador), Las matemáticas del siglo XX. Una mirada en 101 artículos (M XX). Nivola libros y ediciones y Sociedad canaria Isaac Newton de profesores de matemáticas, Madrid 2000, 524 páginas.

            En 1947, en un célebre artículo tituladoEl futuro de las matemáticas, André Weil, hermano de Simone Weil, probablemente en un platónico día de huida celeste, apuntaba lo siguiente en torno al hacer matemático:

            “El matemático seguirá su camino en la seguridad de que podrá saciar su sed en las mismas fuentes del conocimiento, convencido de que éstas no cesarán de fluir, puras y abundantes, mientras que los demás habrán de recurrir a las aguas cenagosas de una sórdida realidad. Si se le reprochase al matemático la soberbia de su actitud, si se le reclamase su colaboración, si se le demandase porqué se recluye en los altos glaciares a los que nadie salvo los de su clase le puede seguir, él contestaría, con Jacobi: Por el honor del espíritu humano”.

            Sin duda, Weil, André, tenía sus buenas razones para esta afirmación netamente espiritualista, pero no hay duda de que la matemática del siglo XX (o, si se prefiere, algunos matemáticos y sus quehaceres) ha descendido en frecuentes ocasiones del inmutable tercer y celeste mundo platónico-popperiano al terrenal mundo de los fenómenos cambiantes y humanizados. M XX da cuenta de muchos de los momentos básicos, o no tan básicos, de la historia de la matemática de este pasado, cercano y neoliberal siglo. Lo hace a partir de 101 artículos de una extensión media de cinco páginas, escritos por 106 autores: desde matemáticos e historiadores de la talla de Jesús Hernández hasta filósofos o lógicos tan sólidos y competentes como Luis Vega Reñón.

            Antonio Martinón, editor y colaborador del volumen, resume el contenido de M XX en su breve prólogo (pp.9-10): ”No se trata de una historia de las matemáticas y de su educación durante el siglo XX, pues no se ha pretendido describir el nacimiento y evolución de sus numerosas ramas, ni hacer la crónica de la evolución de su enseñanza, como tampoco referir de modo exhaustivo sus aplicaciones. Sí se ha querido mostrar lo que han sido a través de una amplia variedad de títulos y autores. Es decir, en estas páginas hay de todo aunque, desde luego, no está todo”.

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Ideas y opiniones de un Nobel de física

Salvador López Arnal

Ideas y opiniones de un Nobel de física

Salvador López Arnal

Steven Weinberg,Plantar cara. La ciencia y sus adversarios culturales. Paidós, Barcelona 2003. Traducción de Juan Vicente Mayoral, 280 páginas.

No está en absoluto claro que las verdades objetivas no produzcan jamás esfuerzo moral: Copérnico y Galileo no han muerto, como Bruno, en la hoguera, pero han luchado y sufrido por verdades así. Y es que, al no haber demostrabilidad absoluta, también es necesaria una decisión para imponerse el modo de pensar -y aún más el de vivir- racional.

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Religión e instituciones religiosas versus ciencia

Salvador López Arnal

Antonio Beltrán, Galileo, ciencia y religión, Paidós, Barcelona 2001. 320 páginas.

Permanecerá, sin duda, en lugar destacado de la historia universal de la infamia. Galileo, viejo y casi ciego, obligado a abjurar de su copernicanismo y a convertirse en un delator, arrodillado, frente a los miembros de la Santísima Inquisición, y leyendo un texto que merece ser reproducido una y mil veces:

“Yo, Galileo Galilei, hijo del difunto Vincenzo Galileo de Florencia, a los setenta años de mi edad, constituido personalmente en juicio y arrodillado ante vos, eminentísimos y reverendísimos cardenales, Inquisidores generales en toda la República Cristiana contra la herética maldad; teniendo ante mis ojos los sacrosantos Evangelios, los cuales toco con mis propias manos, juro que siempre he creído, creo ahora y con la ayuda de Dios, creeré en el futuro todo aquello que sostiene, predica y enseña la Santa Católica y Apostólica Iglesia. Pero como por este Santo Oficio, luego de haberme sido jurídicamente intimado con precepto del mismo que debía abandonar totalmente la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no sostuviera, defendiera ni enseñara de ninguna manera, ni de viva voz ni por escrito, dicha falsa doctrina, y tras haberme notificado que dicha doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, he escrito y dado a la estampa un libro en el cual trato la misma doctrina ya condenada y aporto razones con mucha eficacia en favor de ella, sin aportar ninguna solución, he sido juzgado como vehemente sospechoso de herejía, es decir, de haber sostenido y creído que el Sol es el centro del mundo e inmóvil, y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve.

Por tanto, queriendo yo quitar de la mente de Vuestras Eminencias y de todo fiel cristiano esa vehemente sospecha, justamente concebida sobre mí, con corazón sincero y fe no fingida abjuro y maldigo y detesto dichos errores y herejías, y en general cualquier otro error, herejía o secta contra la Santa Iglesia; y juro que en el futuro no diré nunca más ni afirmaré de viva voz o por escrito cosas tales por las cuales se puede tener de mí semejante sospecha; y si conociera algún hereje o sospechoso de herejía lo denunciaré a este Santo Oficio, o al Inquisidor u Ordinario del lugar en que me encuentre

Yo, Galileo Galilei, antedicho, he abjurado, jurado, prometido y me he obligado como queda dicho; y en fe de la verdad, con mi propia mano he firmado la presente cédula de abjuración y la he recitado palabra por palabra en Roma, en el convento de la Minerva, este día 22 de junio de 1633. Yo, Galileo Galilei, he abjurado como queda dicho, de mi propia mano.”

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Historia de un trascendental descubrimiento científico

Salvador López Arnal

Spencer Weart, El calentamiento global. Editorial Laetoli, Pamplona, 2006. Traducción de José Luis Gil Aristu; revisión técnica de Alfredo Rueda y Bosco Imbert, 262 páginas.

            Uno de los datos científicos más significativos es el reconocimiento creciente de que el cambio climático no se debe exclusivamente al CO2. (aunque, por supuesto, se deba también al CO2). La actividad humana está aportando -además de otros gases de efecto invernadero como el metano- una cuarta parte, al menos, de polvo, niebla química y otras partículas en aerosol presentes en la atmósfera terrestre. “Todos estos agentes tienen múltiples efectos sobre la radiación de entrada y salida, directamente o mediante su influencia en las nubes” (p. 202). La principal fuerte de incertidumbre actual no se halla en la ciencia. “Para predecir el cambio climático habrá que prever antes los cambios en el nivel de CO2 metano y otros gases de efecto invernadero, además de las emisiones de humo y otros aerosoles, por no mencionar los cambios en cultivos y bosques. Estos cambios dependen menos de geoquímica y la biología de las acciones humanas. La cuestión de si el mundo experimentará un calentamiento suave o drástico depende, sobre todo, de las futuras tendencias sociales y económicas (p. 226). Hay más probabilidades de que suframos un calentamiento global que lo contrario: “Debemos esperar que el comportamiento del clima siga cambiando y que los mares continúen subiendo de nivel ateniéndose a unas pautas cada vez peores que conoceremos a lo largo de nuestras vidas y que se prolongará hasta las de nuestros nietos” (p. 235).         

Spencer Weart, director desde 1974 del Centro de Historia de la Física del American Institut of Physics en College Park, Maryland, advierte en el prólogo de su ensayo (págs 7-10), con algún que otro presupuesto eurocéntrico, que tenemos que tomar decisiones difíciles, que nuestra respuesta a la amenaza del calentamiento global afectará a nuestro bienestar, a la evolución de las sociedades humanas y, de hecho, “a todas las formas de vida de nuestro planeta”. Uno de los objetivos de su ensayo es ayudar a los lectores a entender el atolladero en el que nos encontramos, explicando cómo se ha llegado a él. No es, pues, tema central de El calentamiento global las acciones que podamos y debamos acometer en el futuro y en nuestro inmediato presente. Se narra en él, “cómo hemos llegado a la situación actual y cómo hemos llegado a comprenderla. La larga lucha para concebir cómo la humanidad podía estar alterando las condiciones atmosféricas fue un esfuerzo poco visible” (p. 7). Algunos eslabones de este descubrimiento, mayoritariamente aceptado por las comunidades científicas, serían los siguientes: 1. En 1896, un solitario científico sueco –Svante Arrhenius- descubrió el calentamiento global como concepto teórico, tesis que en aquel entonces la mayoría de los especialistas declararon como muy improbable, y aún más: la mayoría  de los científicos pensaban en 1910 que los cálculos de Arrhenius eran completamente erróneos. El argumento de Arrhenius fue el siguiente: si una racha de erupciones volcánicas expulsara gran cantidad de CO2, elevaría con ello la temperatura y este pequeño incremento tendría como consecuencia que el aire caliente retendría más humedad; como el valor de agua es el gas de efecto invernadero más importante, la humedad adicional aumentaría el calentamiento de forma considerable al bloquear más la radiación infrarroja; a la inversa si se interrumpieran todas las erupciones volcánicas: el CO2 acabaría siendo absorbido por el suelo y el agua de los océanos, y el aire, al enfriarse, retendría menos vapor de agua y por consiguiente, se bloquearía en mucha menor media la radiación infrarroja: este proceso conduciría a una gladiación. 2. En la década de los cincuenta del siglo XX, unos científicos californianos descubrieron el calentamiento global como mera posibilidad, como un riesgo que podía tener lugar en un futuro muy remoto. 3. En 2001, apenas 50 años más tarde, una organización que movilizó a miles de científicos de todo el mundo descubrió el calentamiento global como fenómeno que había comenzado ya a influir de manera cuantificable en las condiciones atmosféricas y que podía agravarse mucho más.

            El lector no encontrará en este estudio denuncias políticas globales contra el demenciado sistema de producción regido por el beneficio maximizado como norma esencial; sin embargo, hay apuntes, reflexiones, notas puntuales que no parecen transitar por sendero opuesto (quizás pueda afirmarse, eso sí, que el estudio de Weart esté demasiado centrado en aportaciones de los científicos norteamericanos y que acaso no tenga suficientemente en cuenta contribuciones de científicos de otras áreas geográficas). Por ejemplo, el autor no tiene ningún reparo en recordar que Reagan asumió la presidencia de USA con una administración que despreciaba “abiertamente las preocupaciones por el medio ambiente, incluido el calentamiento global. Muchos conservadores metían en un mismo saco todos esos asuntos considerándolos peroratas de progresistas hostiles al mundo empresarial, un caballo de Troya para favorecer el desarrollo de la regulación gubernamental y los valores profanos” (p. 172). Igualmente señala que, después de la confirmación del descubrimiento, los estudiosos que criticaban de manera mas categórica las previsiones del calentamiento global, generalmente, no editaban sus trabajos en publicaciones científicas clásicas sino en “escenarios financiados por grupos industriales y fundaciones conservadoras, o en medios de orientación empresarial, como The Wall Street Journal” (p. 198), o también que “El problema desaparecería de la atención pública en medio de los distintos episodios de la polémica. Los políticos no creían poder ganar mucho agitándolo. El propio Gore se limitó a mencionar brevemente el calentamiento global durante su campaña para la presidencia de EEUU el año 2000” (p. 215) (Ello no es obstáculo, claro está, para discrepar de algunas afirmaciones políticas –laterales- del autor. Por ejemplo, su optimista balance sobre el avance de los gobiernos democráticos en el mundo a lo largo del siglo XX (p. 189), su consideración de la influencia creciente de las instituciones con fundamentos democráticos en los asuntos mundiales, o sobre su misma acepción de la categoría democracia).

            Como un buen libro no estrictamente académico de historia de la ciencia, que es lo que en definitiva es El calentamiento global, podemos encontrar en él excelentes apuntes sobre cuestiones epistemológicas anexas. Así, entre otros asuntos, sobre la complejidad: “Miles de personas realizan estudios afanosos que sólo casualmente nos dirán algo sobre el cambio del clima. Muchos científicos son apenas conscientes de la existencia de otros como ellos (…) Este tipo de ciencia cuyas especialidades sólo establecen contactos parciales se ha extendido conforme los científicos se esforzaban por entender asuntos cada vez más complejos” (p. 9); sobre los inevitables límites del conocimiento humano: “El carácter enmarañado de los estudios climáticos es un reflejo de la propia naturaleza. El sistema climático de la Tierra es de una complicación tan poco simplificable que nunca lo entenderemos por completo como podemos entender una ley física. Esas incertidumbres contaminan la relación entre climatología y política” (p. 9); sobre las presuposiciones metacientíficas: “Según esta concepción, el aumento o la reducción de la nubosidad para estabilizar la temperatura o a manera como los océanos mantendrían un nivel fijo de gases en la atmósfera eran ejemplos de un principio universal: el equilibrio de la naturaleza. Casi nadie imaginaba que las acciones humanas, tan insignificantes en medio de la vastedad de las fuerzas naturales, pudieran trastocar el equilibrio que gobernaba el conjunto del planeta. Esa visión de la Naturaleza –como algo sobrehumano, benevolente e intrínsecamente estable- se hallaba profundamente asentada en la mayoría de las culturas humanas” (p. 19); sobre la politización de la ciencia: “En 1945, conforme remitía el esfuerzo bélico, los científicos se preguntaban qué sería de aquellas empresas. La Armada de Estados Unidos decidió tomar cartas en el asunto y financiar estudios de base a través de un nuevo Departamento de Investigación Naval…La disponibilidad sin trabajas de unos cerebros preparados podía ser esencial en futuras situaciones de emergencia. Entre tanto, los científicos que hicieran descubrimientos célebres darían prestigio a la nación en la competición mundial con la Unión Soviética en marcha ya para entonces: la Guerra Fría. Había, pues, motivos para apoyar a los buenos científicos, sin que importara qué problemas decidieran resolver” (p. 35) o “En 1981, por ejemplo, Hansen envió a Sullivan un informe científico que estaba a punto de publicar y en el que anunciaba que el planeta se estaba calentando perceptiblemente. El efecto invernadero fue por primera vez noticia de primera página en The New York Times. Sullivan amenazó al mundo con un calentamiento sin precedentes que podía provocar una subida desastrosa del nivel del mar…El Departamento de Energía respondió incumpliendo la promesa de financiación dada a Hansen, quien tuvo que despedir a cinco personas de su Instituto” (p. 173); o sobre las normas científicas y el contexto social: “El mantenimiento de la confianza es más difícil cuando la estructura social no tiene cohesión. Un grupo especializado no puede comprobar a fondo el trabajo de investigadores de otra rama científica, sino que debe aceptar su palabra en el terreno en que es válida. El estudio del cambio climático es un ejemplo extremo. Los investigadores no pueden aislar la meteorología de la física solar; los estudios sobre contaminación de la informática; la oceanografía de la química glacial; etcétera. La gama de revistas que citan en sus notas a pie de página es muy amplia. Esta amplitud resulta inevitable, al ser tantos los factores diferentes que influyen realmente en el cima” (p. 229).

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