Religión e instituciones religiosas versus ciencia
Salvador López Arnal
Antonio Beltrán, Galileo, ciencia y religión, Paidós, Barcelona 2001. 320 páginas.
Permanecerá, sin duda, en lugar destacado de la historia universal de la infamia. Galileo, viejo y casi ciego, obligado a abjurar de su copernicanismo y a convertirse en un delator, arrodillado, frente a los miembros de la Santísima Inquisición, y leyendo un texto que merece ser reproducido una y mil veces:
“Yo, Galileo Galilei, hijo del difunto Vincenzo Galileo de Florencia, a los setenta años de mi edad, constituido personalmente en juicio y arrodillado ante vos, eminentísimos y reverendísimos cardenales, Inquisidores generales en toda la República Cristiana contra la herética maldad; teniendo ante mis ojos los sacrosantos Evangelios, los cuales toco con mis propias manos, juro que siempre he creído, creo ahora y con la ayuda de Dios, creeré en el futuro todo aquello que sostiene, predica y enseña la Santa Católica y Apostólica Iglesia. Pero como por este Santo Oficio, luego de haberme sido jurídicamente intimado con precepto del mismo que debía abandonar totalmente la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no sostuviera, defendiera ni enseñara de ninguna manera, ni de viva voz ni por escrito, dicha falsa doctrina, y tras haberme notificado que dicha doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, he escrito y dado a la estampa un libro en el cual trato la misma doctrina ya condenada y aporto razones con mucha eficacia en favor de ella, sin aportar ninguna solución, he sido juzgado como vehemente sospechoso de herejía, es decir, de haber sostenido y creído que el Sol es el centro del mundo e inmóvil, y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve.
Por tanto, queriendo yo quitar de la mente de Vuestras Eminencias y de todo fiel cristiano esa vehemente sospecha, justamente concebida sobre mí, con corazón sincero y fe no fingida abjuro y maldigo y detesto dichos errores y herejías, y en general cualquier otro error, herejía o secta contra la Santa Iglesia; y juro que en el futuro no diré nunca más ni afirmaré de viva voz o por escrito cosas tales por las cuales se puede tener de mí semejante sospecha; y si conociera algún hereje o sospechoso de herejía lo denunciaré a este Santo Oficio, o al Inquisidor u Ordinario del lugar en que me encuentre
Yo, Galileo Galilei, antedicho, he abjurado, jurado, prometido y me he obligado como queda dicho; y en fe de la verdad, con mi propia mano he firmado la presente cédula de abjuración y la he recitado palabra por palabra en Roma, en el convento de la Minerva, este día 22 de junio de 1633. Yo, Galileo Galilei, he abjurado como queda dicho, de mi propia mano.”
A él, a su figura y a su obra, está dedicado este Galileo, ciencia y religión (GCR). Su autor, Antonio Beltrán Marí, no sólo es un docto verdiano con exquisitas veleidades mozartianas, sino que es, además, un excelente profesor de historia de la ciencia de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona, cuyos intereses básicos se sitúan, por una parte, en su destacada faceta de historiador, en las épocas de la revolución científica y de la Ilustración y, en el ámbito de la filosofía de la ciencia, en el estudio detallado de la obra del historiador Thomas S. Kuhn. Beltrán prepara, en la actualidad, una larga monografía sobre las relaciones entre Galileo y la Iglesia.
GCR está formado por siete artículos que, como el autor señala en el prefacio, “se pueden leer con independencia unos de otros”. El primero de los trabajos reunidos (“La física aristotélica”), el único que no está directamente dedicado a la obra galileana, podría considerarse como una base desde la cual captar mejor el cambio conceptual que significó la revolución conceptual de la física galileana. “Aborda explícitamente una cuestión casi constante a lo largo del libro: la imbricación entre la historia o la tarea de historiar y el historiador, entre lo sucedido y lo contado, entre lo que hay y lo que se ve y dice” (p.11). De esta forma, sabremos que el libro titulado Fisica y atribuido normalmente a Aristóteles no existía antes del siglo XV y que, además, el manuscrito aristotélico no sólo no ha llegado hasta nosotros, sino que hace ya muchos siglos que tal manuscrito original no existe: “se dispone de varias familias de copias totales o parciales del texto de la Física, el más antiguo de los cuales nos retrotrae sólo hasta el siglo X d.C”, copias de los textos de Aristóteles entre las que, obviamente, hay netas diferencias.
No sólo eso. Los asuntos tratados en la Física del Filósofo son muy diversos de los que contendría un manual de física en la actualidad. Aristóteles discute asuntos centrales que habían surgido en la filosofía de la naturaleza. En Parménies, por ejemplo, o con Zenón y sus aporías. ¿Por qué entonces hablamos de física aristotélica? Porque las leyes del movimiento, que ocuparon especialmente a Galileo y a Newton, “fueron cobrando una autonomía que nos permiten hablar de la física de Aristóteles también en este sentido”. Beltrán apunta entonces una inquietud didáctica, en el mejor de los sentidos del término, que recorre las páginas de GCR: “Los estudiosos conocen bien estas cosas, pero ahora sé que a mí, cuando era estudiante, me hubiera gustado que alguien me las explicara y por eso yo intento hacerlo en este texto mediante una triple aproximación a la Física de Aristóteles” (p.12).
El segundo capítulo de GCR (“Galileo. Un diálogo para la historia”) fue escrito en 1997 y constituye la introducción a la cuidada y ejemplar edición castellana, a cargo de Beltrán, del Diálogo sobre dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano. Este trabajo ”proporciona una panorámica suficiente de la biografía intelectual de Galileo para ubicar los temas más puntuales de la obra y vida de Galileo que se abordan en los siguientes artículos” (p. 12). Aquí, el lector puede encontrar, por ejemplo, una excelente discusión en torno al uso de la experiencia en la argumentación científica (p.70 ss) y a la tesis de que “la mera observación no incluye todo lo relevante”, a propósito de la polémica sobre la estaticidad de la Tierra.
El tercero de los ensayos recogidos (“¿Flujo y reflujo conceptual? Galileo y los paradigmas”) fue presentado, como comunicación, en el 18º Congreso Internacional de Historia de las ciencias, celebrado en Montreal en 1995. Se compone de dos partes: la primera es un resumen de un apartado de la Introducción a su edición del Diálogo sobre los dos máximos sistemas, y, en una segunda parte, de contenido más historiográfico y metodológico, Beltrán argumenta y sitúa la curiosa fluctuación científica de Galileo entre las antiguas tesis de la filosofía de la naturaleza y las nuevas posiciones que él mismo ha introducido y defendido en su propia obra. De este modo, Galileo siguió atrapado por la fascinación que el movimiento circular ejerció sobre los cosmólogos y astrónomos hasta que Kepler, tras titánica y admirable lucha, lo sustituyó por la trayectoria elíptica de los planetas. De hecho, como apunta el propio Beltrán, “la distancia entre Galileo y Newton en muchos puntos permite plantear el problema de la aplicabilidad del concepto de paradigma de Kuhn a la obra de Galileo en particular y a la revolución científica en general” (p. 15).
En este capítulo podrá también hallarse una interesante discusión sobre la noción kuhniana de paradigma (pp.116-128) y las críticas vertidas contra esta categoría dada su innegable polisemia. Beltrán resume así su posición: “creo que los filósofos de la ciencia, en especial los formalistas han tendido a dar por sentadas las identificaciones univocidad-claridad y polisemia-confusión en sus críticas al concepto de paradigma. Pero desde el punto de vista del historiador esa polisemia puede ser vista como riqueza de significado” (p. 126).
El resto de los trabajos que componen GCR mantienen una unidad innegable y están escritos en el marco de una investigación más general del autor sobre el “caso Galileo”, sobre las relaciones entre Galileo y la Iglesia.
El primero de estos trabajos, el capítulo cuarto del libro (“El problema del precepto del 26 de febrero de 1616. Documentos, reconstrucciones y apología”) se centra en un punto central de la acusación de la Iglesia contra Galileo: tal acusación no tiene relación directa con el Diálogo publicado en 1630, sino con su desobediencia al precepto, promulgado por la Inquisición en 1616, según el cual Galileo “ni podía sostener, enseñar o defender de ningún modo, verbalmente o por escrito” el copernicanismo. Empero, él publicó el Diálogo y con eso desobedeció la orden.
La cuestión histórica en debate se sitúa en el punto siguiente: el documento que da fe de este precepto contra Galileo presenta numerosos problemas, “tanto internos como de coherencia, con los otros documentos que hacen referencia al asunto” (p.14). Lo sucedido en casa del cardenal Bellarmino aquel 26 de febrero de 1616 ha sido discutido incesantemente. En 1984, en el ámbito del trabajo de la comisión de estudio nombrada por el inefable Juan Pablo II en julio de 1981, se publicó un documento, hasta entonces inédito, que ha sido presentado como decisivo para aclarar lo sucedido. Beltrán apunta buenas razones para defender que el asunto no pueda quedar zanjado “y más bien tenemos razones para pensar que esta polémica se da a pesar de los documentos y no sólo sobre la base a lo documentos, por lo que no parece que vaya a acabarse la discusión” (p.15). La propia posición del autor queda explicitada en la parte final de su trabajo: “(…) parece, por tanto bastante razonable considerar de nuevo la hipótesis de que la intimación del precepto a Galileo en 1616 no tuvo lugar nunca y que el documento se creó fraudulentamente no en 1616 sino más tarde, en 1632-1633, cuando venía a solucionar los problemas más espinosos a los que se enfrentaban el papa y la Iglesia en el proceso a Galileo” (p.170). En definitiva, que la Santísima Iglesia, no siempre santa, no se anduvo con chiquitas y elaboró un documento ad hoc para la condena.
El quinto trabajo (“El diálogo sobre los máximos sistemas del mundo de Galileo. Génesis y problemas”) permite ver, por un parte, los avatares a los que se vio sometida la redacción de esta obra central de la historia de la ciencia y, por otra, la permanencia y estabilidad de sus tesis centrales. En opinión de Beltrán, “en el caso de Galileo, las ideas científicas y los argumentos eran lo fundamental. Éste no es el caso de los enemigos que consiguieron su condena y la de su obra” (p.16).
El sexto artículo (“‘Una reflexión serena objetiva’. Galileo y el intento de autorrehabilitación de la Iglesia católica”) es producto, según manifiesta el autor, de la reacción a la lectura de dos textos de Walter Brandmüller, “el apologista más fanático de la actualidad” (p.16). La lectura de sus trabajos puede producir, en opinión de Beltrán, un sarpullido moral e intelectual. En el marco de la comisión de estudios galileanos nombrada por el papado, Brandmüller fue encargado, junto con Greipl, de la edición de los documentos inquisitoriales de 1820-1823. La opinión de Beltrán sobre el hacer intelectual del apologista queda señalada del modo siguiente. “Pero, en sus textos, Brandmüller no analiza nunca mínimamente ni un solo argumento teórico. Da o quita la razón con rotundidad, pero las razones no parecen importarle mucho” (p. 224), especialmente en su ensayo Galileo y la Iglesia. En cuanto a la manipulación historiográfica Beltrán señala que “(…) a estas alturas, la manipulación ha alcanzado tal nivel que los decretos inquisitoriales de 1616 y 1633, condenando el copernicanismo y a Galileo, han adquirido el mismo estatus polisémico y político que los textos de las Sagradas Escrituras. Es decir, dicen simple y llanamente lo que la Iglesia católica quiere que digan; independientemente de lo que digan, naturalmente” (p.237). De este modo, Brandmüller concluye en uno de sus trabajos que el héroe de esta historia, el padre Olivieri, comisario del Santo Oficio, partidario de autorizar el copernicanismo en las primeras décadas del siglo XIX, había mostrado una gran erudición y sagacidad, consiguiendo demostrar (¡demostrar!) que la Santa Sede censuró el heliocentrismo en 1616 por motivos tan válidos como los usados para aceptarlo en 1820. Beltrán señala, con fino humor, que éste es, sin duda, “el tipo de logro que sólo la Iglesia es capaz de conseguir” (p. 271).
En el último trabajo, tal vez el central de GCR (“Ciencia y religión. Una conversación entre creyentes”), se examina histórica y analíticamente la opinión sobre el conflicto y el diálogo entre ciencia y religión. La posición del autor sobre este espinoso y delicado tema puede resumirse así:
1. La tesis de que existe diálogo entre ciencia y religión tiene hoy excelente prensa, afirmándose casi como un lugar común.
2. Es, sin duda, un desideratum expresado entusiásticamente por numerosos religiosos (no por todos) y por algunos miembros de las comunidades científicas.
3.Tal proclama reiterada se acaba convirtiendo en ilustración o concreción del supuesto diálogo que se defiende.
4. Pero, aquí Beltrán, “es difícil encontrar otro tipo de ejemplo de este diálogo en cualquiera de los sentidos usuales del término. Naturalmente, también el sentido en que se entiende “ciencia” y “religión” resulta crucial en este tema. Pero no se trata simplemente de una cuestión de semántica. Una de las conclusiones básicas del texto es que lo que se da en realidad es un diálogo entre creyentes, pero no entre ciencia y religión” (p.17). (la cursiva es mía).Tanto el análisis lógico como el estudio histórico del tema le llevan al autor a defender la “impopular” e ilustrada tesis de que ha existido, existe y existirá un inevitable conflicto entre la ciencia y la religión.
La edición de Paidós, como las otras publicaciones de Paidós Studio, es muy cuidadosa y sin erratas. Tal sólo he sido capaz de detectar una en la p.20: se habla aquí de la Fisiké Acroasis, para más tarde titular “La Física de Aristóteles o Fusiké Acroasis”.
A las varias virtudes del texto, se le puede sumar el detalle que ha tenido Beltrán de abrir cada capítulo con un breve, pero sustancial y significativo poema de Palabra sobre palabra, de Ángel González.
No hay duda pues que este GCR, dicho sea en reconocimiento del trabajo de su autor, además de sus virtudes intrínsecas, tiene el interés de llevarnos a la lectura de la obra de Galileo (alguien del que Asimov dijo en alguna ocasión que, junto con Einstein y Darwin, había sido el segundo mayor científico de toda la historia, después de Sir Isaac Newton) y aproximarnos con detalle y argumentación cuidada a uno de los temas eternos de la discusión filosófica: las relaciones entre la creencia religiosa, y las instituciones que la encarnan, y las teorías científicas.