El mundo de ayer y de hoy
Rafael Poch de Feliu
Rafael Poch de Feliu
Sobre la actualidad de Karl Polanyi (*)
«Ya sea en la antigua ciudad-estado, imperio despótico, feudalismo, vida urbana del siglo XIII, régimen mercantil del siglo XVI o regulación del siglo XVIII, invariablemente el sistema económico se encuentra inserto en lo social (…) En ningún momento antes del segundo cuarto del siglo XIX eran los mercados más que una característica subordinada en la sociedad», escribió en un clarificador y breve artículo de 1947 titulado, Our Obsolete Market Mentality que me parece la mejor introducción a su obra.
Esa Gran Transformación le llevó al estudio no solo de la génesis del capitalismo y de la revolución industrial en Inglaterra, con el proceso de privatización de las tierras comunales y la desposesión de los ex campesinos convertidos en parias por ella, la historia económica propiamente dicha, sino también a la antropología, a la observación del funcionamiento de las sociedades precapitalistas de la mano de Bronislaw Malinowski y Richard Thurnwald. Fue así como concluyó que, «el habito de mirar los últimos 10.000 años y al conjunto de las sociedades primitivas como un mero preludio de la verdadera historia de nuestra civilización, iniciado aproximadamente con la publicación de La riqueza de las naciones en 1776, es por lo menos anticuado». Como el cineasta Werner Herzog (en La cueva de los sueños olvidados) o el pintor Miquel Barceló a la vista de las maravillosas pinturas rupestres de la cueva de Chauvet, el estudio de las sociedades primitivas le deja a Polanyi ante la evidencia de la «inmutabilidad del hombre como ser social».
El capitalismo corroe a la sociedad introduciendo su lógica del beneficio en ámbitos que fueron humanos precisamente por estar regidos por otras lógicas, pero -y aquí la gran anticipación de Polanyi que tanto inspiró e inspira al ecologismo- también corroe el medio ambiente físico, al considerar la naturaleza como mercancía.
«Si no se quiere que el industrialismo extinga a la humanidad, deberá subordinarse a los requerimientos de la naturaleza del hombre. La verdadera crítica de la sociedad de mercado no consiste en el hecho de que se base en la economía -en cierto sentido, toda sociedad debe tener tal base- sino que su economía se basa en el interés propio. Tal organización es enteramente antinatural, en el sentido estrictamente empírico de lo excepcional.»
La Gran Transformación se publicó en 1944, el mismo año en que Friedrich Hayek, el famoso promotor del liberalismo de mercado publicaba el suyo (The Road to Serfdom) que cuatro décadas más tarde tanto inspiraría las concepciones de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y posteriormente a ilusos fanáticos de mercado polacos y rusos como Leszek Balcerowicz y Yegor Gaidar. Por aquel entonces Polanyi expresaba esperanzas en el New Deal de Roosvelt, por lo que tenía de recuperación de las riendas económicas por parte del poder público en detrimento de los mercados. Hayek, por su parte, auguraba que el New Deal era la vía segura hacia la ruina económica y el establecimiento de un «régimen totalitario» en Estados Unidos. Casi ochenta años después, el pujante y exitoso ascenso de China, cuya clave es, precisamente, el firme control estatal del proceso, y la conversión de Estados Unidos en un régimen duro que estrangula la república en el orden interno e impone militarmente su voluntad imperial en el orden externo bajo la bandera de la libertad de mercado, ha resuelto con creces la polémica.
En una nota privada que escribió en 1960, cuatro años antes de su muerte, nuestro crítico del capitalismo dejó escrito a su hija una sentencia de una impresionante profundidad que recuerda a las reflexiones de mi buen amigo y maestro Aurelio Martins (1939-2009), autor de un desconocido libro-monumento que lleva por título Siete madrugadas inmersas en el oficio de vivir humanamente (Estrella editorial, 2021). Decía así, «el hombre debe aprender tres realidades: convivir con la realidad de la muerte llenando el vacío con la persistencia del logro; vivir con la realidad del yo interior a fin de conquistar el mundo del espíritu para hacer de él su domicilio y adquirir la plenitud de la vida; y aprender la realidad revelada de la sociedad, instrumento tanto de la restricción como de la libertad».
Polanyi fue un hombre de izquierdas y socialista, pero sus presupuestos estaban sorprendentemente liberados de los determinismos políticos y doctrinarios corrientes en su época. Ahí está su definición de socialismo como, «la tendencia inherente en una civilización industrial a trascender al mercado autorregulado subordinándolo conscientemente a una sociedad democrática». Esa definición, completamente actual y cuyo segundo aspecto es la asignatura pendiente del sistema chino, hay que cotejarla con ese rancio concepto neoliberal de la Marktkonforme Demokratie, que en tan mal lugar deja a su autora, la ex canciller alemana Angela Merkel, y que quiere decir exactamente lo contrario: la democracia debe amoldarse al mercado. No hay concepto que resuma mejor la miseria actual de la Unión Europea.
Tras diagnosticar la génesis y naturaleza del capitalismo, Karl Polanyi radiografió la situación del mundo. Ese es el segundo aspecto del librito ahora publicado por la editorial Virus y titulado Europa en Descomposición.
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En 1937 disertar sobre «Europa hoy» era hacerlo sobre el mundo. En su exhaustivo repaso a las relaciones internacionales Polanyi apenas menciona, más allá de Japón y Abisinia, el mundo no occidental. La razón es obvia: en vísperas de la Segunda Guerra Mundial casi todo se cocía en las tensiones entre potencias europeas. Qué diferente el panorama de hoy, cuando la tensión internacional tiene que ver no tanto, como suele decirse, con el «ascenso de nuevos actores», entre los que China es el primero de la fila, sino con la reacción occidental a ese ascenso.
El universo que llamamos «globalización» era, entre otras cosas, el sinónimo del dominio occidental/anglosajón del mundo, y en primer lugar de Estados Unidos y sus empresas. Cuando en 2001, tras quince años de negociaciones, China decidió integrarse oficialmente y a todos los efectos en aquella globalización con su ingreso en la Organización Mundial de Comercio (OMC), el escenario implícito en el sentido común occidental era la conversión del país en un espacio subordinado más.
A medio plazo se pronosticaba la transformación de su régimen político y su sustitución por algo mucho menos soberano y autónomo en su comportamiento que el actual gobierno del Partido Comunista. No estaba previsto que, actuando en un terreno de juego ajeno diseñado para su sometimiento, China lograra fortalecerse, sacar de la pobreza a su población, casi doblar su esperanza media de vida (de 43 a 76 años entre 1960 y 2018), alcanzar la casi plena alfabetización (65% en 1982, 96% en 2018), consolidar su régimen político y generar como resultado una potencia que introduce dudas y ansiedades sobre el futuro del dominio occidental/norteamericano.
En un comentario de diciembre de 2001, ya advertimos que la situación estaba mucho menos clara de lo que sugería aquel Comming collapse of China pregonado por Gordon G. Chang en su celebrado best seller de 2001. «El ingreso en la OMC», decíamos, «no significa que China vaya a ser abandonada a la mano invisible y a las fluctuaciones del libre comercio. La propia entidad de China y de su economía dará mucho juego para traducir al chino este ingreso y no convertir al país en un esclavo de la OMC y de sus normas. De alguna forma, la OMC ingresó anteayer en China, o por lo menos podría haber un movimiento en dos direcciones».
Veinte años después de aquello, tras toda una serie de crisis del capitalismo financiero -seguidas luego de una pandemia- que China supo gobernar mejor que Occidente, un conocido comentarista americano, Fareed Zakaria, de la CNN, expresaba así el general desconcierto: «La estrategia (léase, la estrategia para convertir a China en vasallo) produjo complicaciones y complejidades que desembocaron en una China más poderosa que no respondía a las expectativas occidentales».
Sea como fuere, y más allá de la laboriosidad de la población china y de la calidad de su dirección política, ¿cual ha sido la clave del éxito chino? Sin duda todo parte del control estatal de lo económico. Tras varias décadas de reforma de mercado, el 30% de la economía china está en manos del Estado (¡y subiendo!, frente al 10% de las potencias occidentales). Una hábil gestión de ese control impidió la prevista conquista de China por parte del capital financiero internacional, enfocado a un beneficio privado extra rápido que se basa en la generación de deuda y en la destrucción de economía real, precisamente lo que ocurrió en Rusia y de lo que ésta aún no ha sabido librarse.
La estricta subordinación al poder público del sector financiero chino, mucho más enfocado a la economía productiva, y el sometimiento de los magnates y supermillonarios a la autoridad del Partido Comunista, ha permitido a China mantenerse en lo que en Occidente se conocía como capitalismo industrial y permitió en su día la prosperidad y el desarrollo: inversiones productivas. Como ha dicho Michael Hudson , «los bancos chinos no prestan dinero por las mismas razones que los bancos americanos». Los unos están enfocados hacia la economía productiva, a construir fábricas y centros de investigación y desarrollo, infraestructuras, etc., los otros hacia el beneficio del rentista y la economía del casino. Al mismo tiempo, todo ello ofrece al sistema chino una capacidad de planificación a veinte y treinta años vista desconocida en Occidente Esa capacidad es fundamental para los retos del siglo XXI (calentamiento global, control demográfico, desarme y desigualdad social y territorial), irresolubles sin una acción internacional concertada y planificada. Si a todo ello le sumamos la inexistencia en China de un complejo militar-industrial como el de Estados Unidos, que está plenamente asentado en las instituciones, contra el cual no se puede gobernar y que alimenta criminales guerras imperiales que comportan gastos extraordinarios (3 billones de dólares en los últimos años, en palabras del ex presidente Jimmy Carter, de 2019), el asunto tiene pocos secretos.
En cualquier caso, las tensiones de hoy son la respuesta a esa sorpresa y la reacción recuerda a la de un truhan que constata que puede perder la partida, pese a jugar en su terreno y con las cartas marcadas: da una patada a la mesa y desenfunda la pistola. La actual reacción de Estados Unidos es inequívocamente belicista, como guerreros eran los pasos y tanteos previos a la Segunda Guerra Mundial de aquella Alemania hitleriana en 1937 descritos por Polanyi.
Tras el desastroso y criminal paréntesis que se bautizó como «guerra contra el terror», el llamado Pivot to Asia del Presidente Obama (el traslado a los contornos de China del grueso de la capacidad militar aeronaval de Estados Unidos), la artificial exacerbación de las tensiones en Taiwán y el Mar de la China meridional, así como las nuevas sanciones y barreras comerciales de sus sucesores en la Casa Blanca, resumen esa respuesta. En el plano de las ideas se generan nuevas demenciales doctrinas académicas, encaminadas a justificar ese belicismo como la denominada «trampa de Tucídides».
Tucídides fue un escritor griego del siglo V antes de Cristo que escribió Las guerras del Peloponeso. En ese texto explica que tras la victoria de Atenas sobre los persas en Salamina, Esparta sintió que le podían arrebatar su dominio hegemónico en la región, lo que desembocó en una guerra de casi treinta años que agotó a los dos contendientes. Graham Allison, un profesor de la Kennedy School de Harvard popularizó la tesis de esa «trampa de Tucídides», es decir, de la inevitabilidad de la guerra cuando aparece una potencia emergente que hace sentir insegura a la potencia hegemónica.
Históricamente la guerra fue el procedimiento para dirimir los pulsos por el poderío y los recursos, así como para solucionar los grandes retos entre potencias. El problema es que la diferencia del siglo XXI con el V antes de Cristo es la actual capacidad humana de destruir toda vida en el planeta merced a los avances y extraordinaria proliferación de las armas de destrucción masiva.
Tenemos unas 13.000 cabezas nucleares, actualmente y una guerra nuclear aunque fuera limitada a dos potencias pequeñas como India y Pakistán, crearía tal número de víctimas y tal bloqueo de la agricultura y hambruna global (hay estudios específicos al respecto ) que solo el término «demencia» nos permite abordar el asunto.
La mentalidad del dominio europeo y norteamericano del mundo, grabada en la conciencia occidental desde la Revolución Industrial y el colonialismo, es la de que poderío mundial equivale a sometimiento del otro. Esta primitiva mentalidad, hoy completamente inservible, es la que convierte en aterradora para quien la suscribe cualquier perspectiva de ascenso de potencias emergentes que antes no contaban nada.
La «trampa de Tucídides» es un paradigma necio e inviable, porque el mundo de hoy precisa como nunca de una acción concertada para afrontar los problemas globales, pero la mentalidad sigue ahí anclada. Mi percepción -y la experiencia de las catastróficas violencias bélicas de los últimos años, desde Afganistán hasta Libia, lo confirma- es que ese problema, el problema de la contradicción entre la situación objetiva del mundo y las mentalidades que lo gobiernan, es particularmente acusado en Occidente y de forma especial en Estados Unidos.
La combinación del militarismo estructural de su economía, la ausencia de derrotas militares en su territorio, una reputada predisposición a la violencia desde su misma formación como estado y la completa falta de experiencias directas y en carne propia del sufrimiento humano de la guerra, convierten hoy en particularmente peligrosa la reacción de Estados Unidos a su relativo declive como potencia hegemónica. Es en el marco de ese riesgo belicista donde hay que preguntarse por el papel de la Unión Europea.
Europa perdió su tren tras el fin de la guerra fría. No fue capaz entonces de hacer suyo el esquema de seguridad continental integrada propuesto por Mijail Gorbachov como alternativa a la división del continente en dos bloques y de Alemania en dos estados, esquema que fue suscrito por las potencias (incluido Estados Unidos) en la Conferencia de París de la OSCE de noviembre de 1990. La vieja idea de una Europa integrada «de Lisboa a los Urales» del General De Gaulle recibía una ocasión dorada con Gorbachov, que la amplió hasta Vladivostok. Entonces el potencial económico de la U.E. representaba el 30% del PIB global, hoy pesa el 16,7%. Mientras tanto, China ha cambiado su 2,3% de los años ochenta por su actual 17,8%. Como dijo Mijail Gorbachov a los dirigentes de Alemania del Este en 1989, «la vida castiga a los que llegan tarde».
En el lugar de aquel tren que se dejó escapar, Estados Unidos impuso la continuidad de la división continental, manteniendo su bloque militar y ampliándolo provocativamente sin complejos en los territorios de la ex URSS fronterizos con Rusia a fin de preservar su objetivo estratégico de impedir la formación de un polo europeo soberano y autónomo en las relaciones internacionales.
El estado alemán oriental, la RDA, síntesis de socialismo y dictadura, no se unificó en una nueva Alemania, sino que fue anexionado a la vieja República Federal, la síntesis de democracia y capitalismo creada por los ex nazis y sus padrinos ocupantes aliados en la posguerra. La nueva generación política de la Alemania resultante se desprendió del antibelicismo, el complejo de culpa y la voluntad de unas buenas relaciones con Rusia, que eran la mejor herencia de la socialdemocracia de Willy Brandt y del sesenta y ocho alemán. Algunos nuevos socios europeos del Este resentidos contra el antiguo dominio soviético, como Polonia y las repúblicas bálticas, encontraron en el alineamiento con la estrategia europea de Washington su mejor instrumento para influir en Bruselas. Apartado de la escena Mijaíl Gorbachov por dos golpes de estado, el de agosto de 1991 y el de la conspirativa disolución de la URSS de diciembre del mismo año, los espectáculos que la élite rusa ofreció en los noventa al abrir la puerta al capital financiero para enriquecerse y tomar por asalto el patrimonio nacional al precio de la ruina general del país, tampoco ayudaron, ciertamente, a su percepción en el extranjero como socio de futuro. Pero, pasados aquellos años, lo que realmente determinó la impotencia de la Unión Europea fueron sus propias contradicciones internas.
Como sucediera en el pasado con la Sociedad de Naciones, la naturaleza de sus relaciones internas malogran el propósito. Por más clara que fuera entonces la necesidad y utilidad de la existencia de un foro mundial de las naciones para impedir catástrofes -o por más conveniente que sea hoy el entendimiento e integración entre las venidas a menos potencias del continente más guerrero del mundo para moderarlo y contar algo en la esfera internacional- los propósitos deben disponer de determinadas condiciones para ser viables. Como la Sociedad de Naciones en su día, un club de naciones europeas en el que sus miembros no tienen una posición igual -independientemente del diferente y mayor peso y tamaño que obviamente tienen los países más grandes- conduce al tutelaje de unos sobre otros y a la desigualdad de facto en derechos y rentas, y por tanto aleja toda perspectiva de cohesión y nivelación.
Entre 2009 y 2018 la economía de los países del norte de la eurozona creció en conjunto un 37,2% mientras que las del sur solo un 14,6%. Si a eso se suma la pauta neoliberal de su diseño interno y su organización, sometida a los designios del capital financiero, en la que organismos no electos como el Banco Central Europeo, el Eurogrupo o la Comisión Europea, por no hablar de la OTAN, mandan más que cualquier institución electa, el resultado para la poca soberanía popular que contienen los diferentes estados es desolador. El mayúsculo enredo de un club europeo desigual con una moneda común que es un corsé para cualquier soberanía económica, condena a la Unión Europea a la división interna y a la agudización de sus tendencias desintegradoras.
Es en el seno de esta Unión Europea realmente existente en la que el capital financiero, los lobbies de las grandes empresas, la OTAN o el sector exportador alemán mandan mucho mas que cualquier estado en materias fundamentales de la economía y las políticas exteriores y de seguridad, donde se decidirá la actual invitación a sumarse al conflicto contra China y el mundo emergente que pregona Estados Unidos en busca de apoyos. No sería un asunto complicado para Washington si China no se hubiera convertido, desde 2020, en el primer socio económico de la U.E. que, de momento resuelve sus contradicciones en política exterior con franca esquizofrenia: se suma a la artificial «nueva guerra fría» con Rusia, sin llegar a romper el vínculo energético con Moscú, tan importante para Alemania, mientras que declara a China «socio, competidor y rival sistémico». Por el efecto de su hipoteca en política exterior y seguridad, es obvio que cuanto más quiera Bruselas avanzar en su relación con Pekín, tanto más se resentirá su relación con Washington y se agudizarán las divisiones al respecto en el interior de la U.E. donde Estados Unidos dispone de activos caballos de Troya.
Como a la Sociedad de Naciones de los años treinta del siglo pasado en su papel ante la invasión italiana de Abisinia, la guerra civil española o la ocupación japonesa de China, la irrelevancia en la esfera internacional alternada con el papel de «ayudante del sheriff» en lo militar, es el escenario más plausible para la Unión Europea. Irrelevancia en la génesis de un conflicto mundial de Occidente contra las potencias emergentes y en un mundo que, incluso sin tensiones bélicas ya tiene suficientes emergencias existenciales en las que ocuparse para evitar el desastre global. Son, sin duda, palabras mayores.
Cuando Polanyi radiografió la situación del mundo, Europa se encontraba encarrilada hacia la Segunda Guerra Mundial. Aquella guerra fue tan destructiva y letal que la única conclusión razonable que podía extraerse de ella era algo tan básico como el trabajar para la abolición pura y simple de la guerra. El propio autor evoca las preguntas del referéndum británico de 1934 / 1935 (el Peace Ballot) que hoy suenan como música celestial por su buen sentido: ¿Está usted a favor de una abolición general del ejército y la marina nacionales mediante acuerdo internacional? (Si,9,5 millones, No 1,6 millones) y, ¿Debería prohibirse mediante acuerdo internacional la fabricación y venta de armas para beneficio particular? ( Si 10,4 millones, No 0,7 millones).
En lugar de recuperar aquel sentido común tan claro para la mayoría de la humanidad, después de la Segunda Guerra Mundial los gobernantes de las grandes potencias siguieron la senda iniciada por Estados Unidos con la disuasión nuclear. Siguieron la bomba H, el bombardero y el submarino nuclear estratégicos, el misil intercontinental, su sofisticación con múltiples cabezas, las armas nucleares tácticas, la militarización del espacio, el avión invisible, los arsenales químicos y bacteriológicos y otros demenciales inventos. Lo que debía ser garantía contra la guerra -y de paso garantía de la hegemonía militar absoluta de Washington- se convirtió en un riesgo de amplio consumo que pone en peligro la vida en el planeta.
La puesta en cuestión de esta lógica, en la clave del referéndum británico de 1934 / 1935, fue, precisamente, lo que explicó la inmensa popularidad de Gorbachov al proponer a finales de los ochenta el desarme nuclear total. Como escribió Polanyi en 1937 en vísperas de la catástrofe, «un sistema de seguridad colectivo se mantiene como la única esperanza». El sentido común y el instinto de supervivencia de la humanidad siguen ahí. Solo falta convertirlos en acción.
(*) Prólogo a Europa en descomposición, de Karl Polanyi. Virus Editorial, 2021.
Fuente: Blog del autor (https://rafaelpoch.com/2021/10/19/el-mundo-de-ayer-y-de-hoy/#more-729)(Publicado en Ctxt)