Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Ideas para un mundo nuevo

Aldo Tortorella

Terminamos nuestra serie de publicaciones como pequeño homenaje a Enrico Berlinguer en el centenario de su nacimiento con el artículo de presentación aparecido en un número dedicado a su figura en la revista Critica marxista, antaño ligada orgánicamente al Partido Comunista Italiano. Aldo Tortorella (nacido en 1926) es un periodista, partisano durante la II Guerra Mundial y diputado durante varias legisladuras del PCI.

 

Era otro mundo el de 1984, cuando Berlinguer murió mientras se dirigía a su pueblo en un mitin por la renovación del Parlamento Europeo, la segunda elección por sufragio universal. La Unión Soviética seguía existiendo, aunque en creciente decadencia debido a viejos errores y también a la ya perdedora invasión de Afganistán. La Guerra Fría experimentaba un recrudecimiento debido a la «crisis de los misiles» (la instalación de misiles soviéticos de alcance medio en Alemania Oriental, entonces República Democrática Alemana, y de misiles estadounidenses similares en Europa Occidental, incluida Italia). La revolución electrónica acababa de empezar y la digital estaba en pañales. En nuestro país, los partidos autores de la Constitución republicana seguían existiendo y, tras el interludio de los gobiernos llamados de «unidad nacional» –que eran enteramente democristianos– y después del asesinato de Moro, la alianza entre centristas y socialistas se había reafirmado y el PCI había vuelto a la oposición.

El número de 1984 de esta nuestra revista (que entonces formaba parte de la redacción del PCI) abría con una entrevista a Berlinguer realizada por Aldo Zanardo, entonces y ahora director. «Europa, Paz, Desarrollo» era el título. El tema era la necesidad de fortalecer, renovar, de hecho, «rehacer» la Unión con el propósito de su autonomía frente a la excesiva dependencia de la potencia hegemónica estadounidense. Una autonomía necesaria frente a las dificultades económicas, los riesgos de guerra debidos a las tensiones internacionales, la persistencia de desacuerdos y el peligro de retrocesos nacionalistas, a pesar de tratarse entonces de una Unión Europea Occidental, pero que incluía al Reino Unido.

«La necesidad de una Europa unida y más autónoma en aras de la paz» le parecía a Berlinguer «totalmente evidente». Y añadió: «Necesitamos refundar la Comunidad también y precisamente para garantizar la preeminencia en la escena internacional de un gran sujeto que trabaja por la paz». En respuesta a la pregunta de Zanardo sobre la «teorización de la posibilidad de guerras que no sean totalmente destructivas también para Europa», respondió: «No se trata sólo de teorías. También se están preparando herramientas y armas. La miniaturización del armamento nuclear, una tecnología y unas estrategias militares que permitirían un uso limitado de la disuasión nuclear manteniendo en un segundo plano el armamento total […]. Pero lo que es imposible es precisamente esta distinción entre lo total y lo parcial, entre lo controlable y lo incontrolable. La propia naturaleza de las armas […], al excluir a los hombres de las decisiones últimas, convierte este juego en una locura».

Han pasado cuarenta años, la Guerra Fría la han ganado los Estados Unidos, la URSS ha desaparecido, se nos prometió un mundo de prosperidad y paz, pero esas antiguas palabras hablan de nosotros, de nuestro tiempo, de los dramas de hoy, de los riesgos de la guerra en Ucrania, de la falta de autonomía de Europa. No se trata de habilidades adivinatorias. Era la consecuencia de una cultura crítica que se esforzaba por leer la realidad más allá de lo aparente y lo inmediato, una cultura que se había convertido en él en una forma de ser y de pensar. Una lealtad que no tenía nada de repetitivo ni de nostálgico porque había tenido que desprenderse de muchas ataduras y que, por tanto, tenía el carácter de una conquista contra los mitos, contra el triunfalismo del «socialismo realizado», contra la vulgaridad de impronta soviética, contra todo tipo de creencias dogmáticas. La reconquista, en realidad, del pensamiento crítico en el que se inscribe Marx, en buena y amplia compañía.

La historia humana y política de Berlinguer es la historia de esta reconquista. Incluso después de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, otros, ante la represión y las tragedias continuas en el mundo soviético, pensaron, unos antes, otros después, en deshacerse de toda parte de la pesada carga del pasado en el que hubo tantos errores y tantas fealdades, pero no sólo eso. No había sido un error haber buscado y deseado la transformación de una forma de civilización basada en la lucha de todos contra todos, en la violencia, en la guerra perpetua, y que había llegado a tal punto de ruina medioambiental que nuestra especie estaba en peligro.

Pero entonces fue necesario preguntar cómo y por qué quienes deberían haber sido los principales impulsores de la construcción de nuevas relaciones humanas no habían encontrado otro camino que el de la imposición violenta, el de matar a los disidentes, es decir, la tiranía. El propio Togliatti, que había vivido en ese sistema participando en él para salvar su propia vida, había dicho, pero sólo después de la denuncia de Jruschov, que el «culto a la personalidad» no podía ser la única explicación, sino el signo revelador de errores más profundos. Y había añadido, en lo que debió de ser su último escrito, que los comunistas italianos siempre habían pensado en el socialismo como la máxima expresión de la democracia. Pero seguían siendo, tal vez inevitablemente dada la historia de esa generación, indicaciones metodológicas prudentes.

Berlinguer abordó la cuestión de los principios cuando afirmó que «la democracia es un valor universal» ante el público de un congreso soviético al que había asistido a regañadientes por decisión de la dirección del PCI. Pero si, en el modelo soviético, se trataba de la promoción de un valor universal, ya no era posible discutir sólo los errores políticos inmediatos. Era necesario profundizar en las costosas ideas, no sólo rusas y soviéticas, de aquella experiencia. Y aquí en casa, sin despreciar los defectos de los gobernantes extranjeros, teníamos que cuestionar nuestros propios fundamentos culturales si no queríamos perder las razones que habían visto surgir un movimiento socialista dentro del capitalismo.

Incluso para la solución de los viejos y nuevos problemas del país y para la aplicación del programa constitucional de justicia social e igualdad sustantiva, ya no bastaba pensar en la yuxtaposición de fuerzas diferentes como había ocurrido con los gobiernos de solidaridad nacional en nombre de una necesidad de salvación pública. Es cierto que esos gobiernos no representaban el «compromiso histórico» que habría supuesto la unión de las principales fuerzas políticas en torno a un programa para cambiar el rumbo económico y social. Un programa para el que Berlinguer pensó que la «austeridad» podía ser un instrumento, en el sentido de reequilibrar la distribución de la riqueza y la prevalencia de los fondos públicos (educación, sanidad, reorganización espacial, etc.) sobre el consumo privado, lo que fue inmediatamente atacado y escarnecido como pauperismo premoderno. Pero también era cierto que el asesinato de Moro había demostrado lo frágil que era la esperanza única depositada en un nuevo rumbo de un partido que representara a las fuerzas moderadas y conservadoras y, por tanto, en un entendimiento estable con ellas.

Era necesario repensar una cultura que pudiese aspirar a presentarse como capaz de leer la sociedad con mayor profundidad si quería afirmar una tendencia a la transformación social, en que consistía y consiste la idea de «izquierda». Como ya he mencionado en otras ocasiones (pido disculpas por la repetición), el historicismo no era suficiente y, de hecho, había obstaculizado la comprensión y el uso de las ciencias humanas. Es más, su burda semisimplificación había llevado a justificar a los vencedores no como el resultado de opciones humanas determinadas y discutibles, sino como un desenlace fatal de la historia que había que vivir sin examinarla críticamente (y aunque al principio los soviéticos también parecían vencedores, más tarde sólo lo fueron los estadounidenses). La restricción economicista, a pesar de la alabada pero poco seguida lección gramsciana, había oscurecido la comprensión de las nuevas corrientes de pensamiento –el nuevo feminismo, el ecologismo– surgidas al margen y a menudo contra la sordera de la izquierda. Y un análisis que prestaba poca atención a los cambios continuos en el modelo de liderazgo o bien no veía o aceptaba pasivamente los cambios radicales no sólo en el sistema de comunicación, sino también en el propio sistema de producción, provocados por la nueva revolución científica y tecnológica. Debido a estas reflexiones, Berlinguer, tras la ruptura del llamado gobierno de solidaridad nacional, fue componiendo, aunque no orgánicamente, un nuevo programa fundamental para su partido –o para el futuro de una posible izquierda– partiendo de la necesidad imperiosa de la paz, para lo cual abrazó y apoyó la justeza de la lucha por la idea pacifista del desarme gradual y controlado, de la comprensión del nuevo feminismo, de la ecología, de las asombrosas posibilidades pero también de los peligros de la revolución electrónica.

Sin embargo, incluso este último Berlinguer, tan contemporáneo, fue y es acusado de pasividad. La ruptura con los soviéticos fue demasiado tardía, la presencia en una disputa perdida a las puertas de la FIAT fue absurda, la lucha contra el corte de la escala móvil fue errónea, la adhesión al pacifismo para el desarme fue poco realista, y fue peligroso plantear la «cuestión moral», que, según se dice, allanó el camino para el fin de los partidos políticos. Pero la utilidad del esfuerzo por mantener un discurso abierto hasta el extremo con los soviéticos se vio cuando Gorbachov llegó a recordar a Berlinguer como el inspirador de la obra de renovación democrática en el mundo soviético. Y se descubrió muchos años después cuánta razón tenía la necesidad de estar al lado de los trabajadores en sus éxitos o derrotas cuando una «venganza de clase» (expresión utilizada por Bruno Trentin, secretario de la CGIL) se manifestaba contra ellos con la anulación progresiva de toda conquista normativa y salarial, ante la indiferencia o con el consentimiento activo de la izquierda que se había vuelto centrista. En cuanto a la «cuestión moral», se recuerda más adelante en este mismo número (en los artículos de Barbagallo y Nappi) lo mucho que se discutía también este tema en aquella época entre los socialdemócratas, Willy Brandt, Olof Palme y Bruno Kreisky, con quienes Berlinguer había buscado y tejido una relación. Era la llamada a la regeneración del partido, la llamada a volver a los propios principios. ¿Qué clase de partido cristiano es el que utiliza ese nombre y viola a cada paso la lección evangélica? ¿Y qué clase de izquierda es la que antepone su propia participación en el poder a las razones por las que nació?

La crítica a la «cuestión moral» procede de un maquiavelismo barato, que ignora la motivación ética de Maquiavelo (la fundación y defensa del Estado) y la cambia por una licencia para todo crimen y toda inmundicia. Es cierto que el uso de cualquier medio facilita la victoria de esos grupos privilegiados y de sus Estados fundados en la injusticia que saben bien cómo ocultar sus crímenes (quizás revelándolos unos cincuenta años más tarde, cuando ya no suponga nada para nadie). Pero no es cierto, es más, es un error mayúsculo, que las fuerzas que aspiran a unas relaciones humanas menos incivilizadas puedan utilizar el mismo rasero. Éstos tienen como única arma la coherencia entre las palabras y los hechos, entre los principios que declaran y la acción política que llevan a cabo. Porque es también el único medio que tienen para desenmascarar el engaño en el que se basa el mundo capitalista, en el que, a pesar de la conquista inalienable de la igualdad formal, la libertad se entiende en última instancia como el imperio de la ley del más fuerte y violento. Los partidos políticos italianos desaparecieron no por el llamamiento a su regeneración sino, al contrario, porque ese llamamiento fue rechazado. Una política moralmente corrupta está en perfecta consonancia con el poder abrumador de las minorías económicamente dominantes. La izquierda desapareció no por fatalidad, sino porque no quiso repensarse en el nuevo mundo sin perder su tarea.

Quería titular este artículo como la traducción italiana del título de una hermosa película de Wim Wenders, Così lontano, così vicino (Tan lejos, tan cerca), pero desistí enseguida, porque es la historia de un ángel que quiere convertirse en hombre (bueno), acaba asesinado, vuelve ángel y vela por sus amigos. Berlinguer no era un ángel y no puede velar por nosotros. Era un hombre de su tiempo que intentaba comprender y mirar lejos. Ciertamente, quienes, como yo, estaban cerca de él se han sentido derrotados (si ser derrotado significa no tener ni querer lugares de poder), pero tal vez no estaban equivocados. Pero los vencedores, que han ocupado lugares de poder, no fueron muy lejos, porque quizá no tenían razón.

Corresponde ahora a los jóvenes de hoy encontrar su propio camino si quieren cambiar este mundo, en el que regresan los espectros (nacionalismo feroz, como el ruso, racismo, fascismo y guerra) que creíamos haber exorcizado. Creo que las ideas de Berlinguer pueden ayudarles.

Fuente: Critica marxista (https://criticamarxistaonline.files.wordpress.com/2022/07/aldo-tortorella-berlinguer_cm_2-3_2022_web-2.pdf)

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