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Disolviendo el Imperio: David Harvey, John Smith y el emigrante

Adam Mayer

Iniciamos hace unas semanas la reproducción del debate que se inició en enero de 2018 con la publicación en las páginas de la Review of African Political Economy (ROAPE) de un artículo de John Smith critico con la visión de David Harvey sobre el imperialismo en el siglo XXI. Tras esa crítica inicial a la posición de Harvey, y la respuesta de Harvey, publicamos la contraréplica de Smith. No hubo más intervenciones de ninguno de los dos, pero sí de otros autores que se incorporaron al debate. Publicamos hoy la primera de estas respuestas.

 

En enero y principios de febrero de 2018 asistimos en roape.net a un debate entre David Harvey (profesor distinguido de Antropología, Historia y Geografía en el Graduate Center de la City University of New York, padre de una serie de disciplinas en torno a la geografía radical, y quizá el nombre marxista más reconocible a nivel mundial, al lado de Slavoj Zizek) y John Smith (antiguo profesor de la Kingston University de Londres, ganador del primer Paul A. Baran-Paul M. Sweezy Memorial Award por una monografía original, Imperialism in the Twenty-First Century, y activista de la clase obrera).

Este no fue el primer gran debate de Harvey sobre el tema del imperialismo. Recientemente, los Patnaiks incluyeron la respuesta de Harvey a su propio trabajo sobre el imperialismo en su propio volumen: un intercambio fructífero y cortés que gira en torno a la cuestión de si las mercancías que proceden principalmente de países tropicales, sólo se pueden producir a un precio de oferta cada vez mayor, amenazando el valor del dinero y provocando una deflación de los ingresos en el Sur global. El núcleo geográfico y climático del capitalismo es un hecho para los Patnaiks y Harvey desafía su idea con comedido deleite.

Por desgracia, es difícil describir el tema de mi entrada, el debate entre Harvey y Smith, como un placer comedido y educado. Harvey habla del «rancio idealismo» de Smith, de su «burda y rígida teoría del imperialismo» y de una «polémica en lugar de una crítica razonada». Smith había irritado a Harvey al arrojar luz sobre uno de los aspectos menos defendibles del concepto de Harvey de «capital global desterritorializado, desarraigado y despersonalizado», al mando de un mundo donde la superexplotación imperialista del Este y del Sur ya había cesado y donde el papel del superexplotador imperialista había sido reasignado a las burguesías de China y de otros países del Este asiático. Donde «ya se han invertido los papeles» entre Oriente y Occidente, como dijo Harvey.

John Smith combate las problemáticas afirmaciones de Harvey con un conjunto de herramientas de economía política de su magnífico volumen, y de nuevo en su entrada de roape.net, y no repetiré aquí sus argumentos sobre la externalización, el arbitraje laboral global o cómo apareció la última crisis financiera global. En su lugar, me centraré en lo que entiendo que es el flujo fundamental del método de Harvey en su debate: la desaparición del tiempo, y por tanto, de la historicidad, del pensamiento de Harvey. Esto no es poca cosa si tenemos en cuenta que Lenin consideraba el imperialismo como una etapa del capitalismo.

Este hiato no apareció sólo con la opinión de Harvey sobre la teoría del imperialismo de Smith. Recientemente criticó a los Patnaiks diciendo que sus «conceptos de espacio, lugar, geografía, medio ambiente están todos equivocados». A Smith en una línea similar: «allí encontré la concepción tradicional del imperialismo derivada de Lenin (y posteriormente grabada en piedra por gente como John Smith) inadecuada para describir las complejas formas espaciales interterritoriales y espacio-específicas de producción, realización y distribución», en ambos casos omitiendo por completo el factor del tiempo, la historia y el materialismo histórico en su resumen.

Esto no es casual. La omisión de Harvey es estructural, consciente y peligrosa. Al principio de su carrera y de nuevo en el caso de su tomo sobre la Comuna de París, empleó un método histórico, y el problema no es su falta de dominio del tema, del que es un experto mundial. Smith también observa cómo para Harvey, «los países en desarrollo están drenando ahora la riqueza de los centros imperialistas. Esta afirmación (se hace) sin ninguna prueba de apoyo o estimación de magnitud» (énfasis de Adam Mayer). En otras palabras, incluso si China superexplota a los trabajadores a nivel nacional y hasta cierto punto a nivel internacional (en casos excepcionales), ¿significa esto que China en términos económicos, culturales, sociales o militares ha alcanzado el estatus de potencia imperialista, y que «las relaciones están ahora invertidas» entre Oriente y Occidente, como afirma Harvey?

Cuando Harvey analiza los paisajes cambiantes del capital global, se concentra en la producción, las finanzas, el urbanismo, los salarios y los tipos de interés, pero ignora por completo el papel del capital cultural y de otras muchas formas de capital, como el capital social, y algo más que se materializa cuando están ausentes: los deseos. Por supuesto, el capital social se asocia muy a menudo a la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores y suele utilizarse en un contexto reformista. El concepto de capital cultural, debido a su procedencia de Bourdieu, suele considerarse menos aplicable a las economías no europeas (ya que Bourdieu incluye patrones de habla y hábitos como disfrutar de representaciones de ópera, como parte del capital cultural de la burguesía y de sus miembros individuales). Propongo aquí centrarme más bien en la otra cara del capital social y cultural: la propia convertibilidad monetaria del capital social y cultural, el destino de los subalternos y los excluidos, la figura del emigrante que desea capital legal, social y cultural, para demostrar lo absurda que es realmente la noción de Harvey de los núcleos cambiantes del imperialismo global. La figura del emigrante africano (desde el refugiado que pierde la vida en un barco camino de Italia, hasta el burgués ausente que compró su ciudadanía del primer mundo después de desangrar su hogar tropical de recursos para poder hacerlo), es fundamental para nuestra investigación de dónde reside el imperialismo, y dónde se encuentran realmente los imperios.

Si pensamos aunque sólo sea por un momento dónde nacen y se nutren la investigación, las patentes, las modas, las nuevas ideas e ideologías, veremos inmediatamente lo ofensivamente improbable que resulta el argumento de Harvey. ¿Dónde están los millones de estudiantes extranjeros que pagan el equivalente a cientos de años de salarios locales, por un semestre en una universidad de la República Popular China, o incluso de Japón? Incluso Japón y Corea del Sur cortejan a estudiantes con talento con becas de países menos afortunados, por no hablar de China o los demás (China acaba de empezar a contratar a profesores extranjeros y está en un frenesí por conseguir estudiantes extranjeros ofreciendo becas). ¿Son los títulos chinos inversiones de capital en el sentido en que lo son los títulos estadounidenses o incluso neozelandeses? La RPC es una absoluta recién llegada al juego de cómo funciona el capital cultural en el mundo moderno: en la innovación laboral, la I+D, la función de la moda global y cómo crear deseo a escala mundial.

Harvey afirma que, debido en parte a la superexplotación originada en Oriente, la difícil situación del trabajador occidental se encuentra ahora en un curso de convergencia con el trabajador oriental y meridional. El trabajador o desempleado occidental no vive en el reino del lujo, como nos recuerda Harvey en su refutación de la obra de Smith. Sin embargo, muchos trabajadores desempleados occidentales tienen acceso a la alimentación (en forma de vales de comida o subsidios de desempleo), y muchos tienen cobertura sanitaria. Compárese con Hungría (una economía semiperiférica), donde no hay subsidio de desempleo, y con las economías periféricas de Asia y África, donde los pobres viven con el miedo constante al hambre. En cuanto a los «nuevos imperialistas» de Harvey: Singapur, por ejemplo, no tiene ningún subsidio de desempleo (y trata este problema como parte integrante de su promoción de los valores familiares y la «responsabilidad»). Estoy hablando de la propia seguridad alimentaria de un individuo: la gente se alimenta incluso en las prisiones explotadoras y de propiedad privada de Estados Unidos, mientras que no se alimenta ni siquiera en las prisiones estatales de muchos países del Sur y del Este, donde se espera que los familiares traigan comida para los reclusos o, de lo contrario, el convicto muere de hambre. (Las poblaciones carcelarias estadounidenses, y especialmente los presos negros, son obviamente un grupo superexplotado en el capitalismo estadounidense, y no se trata de negar su superexplotación, sino de ilustrar cómo en Occidente la privación relativa significa cosas diferentes de lo que significa fuera de Occidente).

Es más que absurdo comparar la situación del proletariado occidental (y del precariado, y del lumpenproletariado, y del campesinado, y de las madres trabajadoras solteras, y de los ancianos) en los países occidentales centrales y fuera de esos países. Aunque un desempleado occidental sea materialmente más pobre que un desempleado del Sur o del Este, el primero posee (en un sentido muy inmediato) un pasaporte por el que vale la pena literalmente morir (como demuestran día a día, trágicamente, los emigrantes africanos y asiáticos). Así pues, no es Smith, sino David Harvey, quien piensa de forma idealista al confundir los flujos de dinero y de producción con la posición imperial. Es cierto que las migajas que caen sobre las clases subalternas dentro de las economías occidentales son posibles gracias a la superexplotación imperial en el capitalismo tardío: negar esto es negar lo obvio. Cuando los desdichados de la Tierra mueran para llegar por mar a las costas de la República Popular China, y no a las de Australia, como ocurre actualmente, será precisamente entonces cuando estaré dispuesto a seguir la opinión de Harvey sobre el imperialismo hasta el punto de que «invertir los papeles quizá acabe de avanzar más allá de su propio inicio». Pero cuando las protecciones legales, la simple seguridad alimentaria, así como el acceso al conocimiento y a la innovación están tan desigualmente distribuidos como hoy –y la desigualdad va en aumento–, es muy posible que haya que esperar décadas o un siglo para hablar de papeles «ya invertidos» (¿y si China opta por coexistir en un papel secundario respecto al Occidente corporativo como hace Japón?) A esto me refiero cuando digo que Harvey ignora el factor tiempo y que su enfoque en el espacio es rígido. Y lo que es más importante, en el momento en que «los papeles se han invertido», este mismo debate tendría lugar en mandarín, y no en inglés (el autor de este blogpost es húngaro).

Yo iría más lejos. Más allá del capital cultural, social y jurídico, está la falta de acceso, la falta de derechos, la falta de oportunidades, la falta de sueños. En África, desde que los programas de ajuste estructural y los aún más hipócritamente llamados programas de reducción de la pobreza privaron de derechos al Estado poscolonial y desindustrializaron el continente, el proletariado africano y los desempleados empezaron a buscar pasaportes occidentales sólo para asegurarse la supervivencia. Paralelamente, la burguesía se ha vuelto igualmente móvil, sólo para asegurar sus posesiones y la supervivencia de sus familias en medio de una situación de seguridad que se deteriora rápidamente en sus países de origen. En 2018, segmentos significativos tanto de la burguesía compradora como de la clase profesional han emigrado de países como Nigeria, constituyendo de hecho una nueva clase global emergente de burguesía ausente del Sur en el Norte. Esta misma clase, con una pierna en el viejo país y otra en Estados Unidos o el Reino Unido, está representada por los escritores emigrados que representan las cumbres mundiales de la alta literatura, como Chimamanda Adichie y otros.

Los pobres, sin embargo, cruzan el Mediterráneo jugándose la vida para llegar a los campos de refugiados de Italia (un viaje que, aunque suele costar varios miles de dólares, también es extremadamente arriesgado). Los más acomodados intentan concertar falsos matrimonios con parejas europeas. Los realmente ricos pueden, por supuesto, adquirir la ciudadanía en las naciones imperialistas, como España, por unos 500.000 euros por familia (totalmente libre de riesgos, realizados en inversiones inmobiliarias). Tal es el significado de –la falta de– capital social y legal: para vincularte a una sociedad funcional y a sus beneficios (al imperialismo, si se quiere), puedes invertir tanto como tu vida, tu bienestar emocional, o una cantidad muy seria de dinero, sólo para asegurar tu acceso a los efectos y afectos mejoradores, de vivir en un país imperialista central.

Pasemos ahora a la otra cara del concepto de capital cultural. Para las élites de la burguesía mundial, el componente educativo de su capital cultural está casi totalmente cubierto por el dinero: pueden pagarse los estudios en las mejores escuelas de los mejores países. La clase media global puede necesitar becas, trucos tales como echar un vistazo a las pautas de empleo de los cónyuges en, digamos, Cambridge. Los pobres están excluidos de la mayor parte de la producción de conocimientos e incluso del acceso a ellos en la mayoría de los países.

Los imperios modernos tienen sus raíces en el intercambio de mercado y deben ser entendidos principalmente como mecanismos de economía política global, pero los imperios también tienen sus raíces en la fuerza bruta, que se manifiesta en el número de cabezas nucleares, bases militares en el extranjero, países atacados, mundos vitales destruidos. Esta es precisamente la conexión que Lenin y Rosa Luxemburgo habían advertido. ¿Muestran China, Singapur o Corea del Sur capacidades en estos aspectos que los igualen a Estados Unidos o incluso al Reino Unido o Alemania, más allá de la exageración periodística sensacionalista y el belicismo de la prensa occidental dominante? Un simple recuento de los países extranjeros atacados por los países de Asia Oriental y Estados Unidos y sus aliados en los últimos cincuenta años elimina cualquier sensación de parcialidad y hace que el concepto de «papeles ya invertidos» parezca positivamente ridículo.

Los imperios también tienen sus raíces en el deseo y en la sumisión voluntaria y masiva, una verdadera enfermedad en lo que respecta al sujeto colonial individual, como nos enseña Fanon y como demuestran Deleuze y Guattari. ¿Compiten los estilos de vida chinos con los estilos de vida suburbanos estadounidenses como sueños aspiracionales verdaderamente globales? ¿La gente de todo el mundo suele ver documentales sobre el pensamiento teórico de Zhou Enlai o ven a Billy Graham y los de su calaña por cable y en la red? ¿Se meten en problemas las hijas de la clase política zambiana por expresar sus sexualidades de formas que copian a las celebridades estadounidenses (me refiero a Iris Kaingu, Paris Hilton y Kim Kardashian), o emulan la cultura china en sus aspiraciones estéticas y sexuales de alguna forma discernible? El absurdo autoconsciente de mis yuxtaposiciones es obvio. Las normas estadounidenses de expansión urbana, las normas del imperio, están invadiendo la propia China.

Volvamos a la cuestión del tiempo. Convertirse en un centro imperial le llevó dos siglos al Reino Unido, y a Estados Unidos, uno y medio. Para Gran Bretaña, hubo un siglo y medio entre la destrucción de la industria textil de Bengala y convertirse en un centro mundial de I+D (la primera revolución industrial tuvo menos raíces en la ciencia dura que en los inventos artesanales del Reino Unido). La destrucción de la industria textil del norte de Nigeria redujo la cronología aproximadamente a la mitad. En el caso de Estados Unidos, sólo la Segunda Guerra Mundial creó las condiciones previas para llevar su educación superior a una competencia real con las universidades europeas: algo que ocurrió más de dos siglos después del inicio de su limpieza étnica genocida de los nativos norteamericanos (la historia profunda de su imperio doméstico). Incluso si afirmamos que los flujos de dinero y los cambios en la tecnología son hoy incomparablemente más rápidos que hace setenta años, no es razonable imaginar que proporciones significativas incluso de la élite mundial lleguen a hablar mandarín en las próximas décadas (dada la inversión en tiempo que tal esfuerzo requiere, en relación con los beneficios), por no hablar de aspirar a estilos de vida chinos, emular normas chinas y optar por convertirse en masa a religiones, cosmovisiones o filosofías chinas o de otras regiones de Asia Oriental, o seguir sus modas. Exhibir estatuillas de porcelana maoístas en las repisas de las chimeneas es en gran medida un fenómeno subcultural neoyorquino que apenas alcanza siquiera a la vanguardia artística europea occidental. China incluso se esfuerza en demostrar a Occidente que no compite con otros en términos de ideología. ¿Es ésta la postura de un imperio mundial, fuente de superexplotación como en la descripción de Harvey?

Pasemos ahora a la cuestión del leninismo, el ataque ideológico de Harvey contra Smith, y su relación con los conceptos de núcleos y periferias imperiales. No es una coincidencia que los escritores y pensadores poscoloniales, junto con los representantes de la Teoría de Sistema-Mundo no marxista, incluidos Wallerstein y Grosfoguel, se ciñan a los conceptos clásicos de quiénes son las potencias imperialistas (los historiadores militares occidentales también lo hacen, simplemente siguiendo el precedente histórico). Ramón Grosfoguel, de la escuela de la dependencia, que se ocupa de los vínculos filosóficos entre el concepto de lo universal y la oscura historia del exterminio y el epistemicidio en el Sur, nos ilustra sobre los orígenes colonialistas de la «visión de Dios» cartesiana que, aunque pretende tener validez universal, de hecho está restringida a los pensadores masculinos de sólo cinco países: Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania e Italia. La filosofía, una disciplina que tiene fama de ser la más excluyente y la más racialista en cuanto a su canon clásico, es una prueba para la universidad occidentalizada de todo el mundo, pero también de hasta qué punto la historia del pensamiento ha seguido de cerca la historia del poderío económico y el saqueo. El propio Grosfoguel no es marxista, de hecho llama «idolatría» a la filosofía universalista de la Ilustración (el antecedente histórico del marxismo secular y el leninismo), pero aun así reconoce las fuerzas materialistas básicas que subyacen a la historia de las ideas, y la constelación global desigualmente estable del imperialismo.

Lo que parece molestar a Harvey es también el radicalismo político de Smith. Smith ensalza en su libro la experiencia del comercio de Cuba con la URSS como el mejor ejemplo de comercio justo de la historia, califica la ruptura sino-soviética de «tragedia», ataca tanto la teoría de la dependencia como el euro-marxismo por su falta de verdadero compromiso con el radicalismo en el Sur, así como a Ellen M. Wood por su famosa afirmación de los orígenes europeos (domésticos) del capitalismo en contraposición a uno enraizado en la empresa colonial. Smith no es keynesiano. Recordando que Grecia es un lugar donde los coroneles habían ganado y donde Syriza no pudo llevar a cabo su valiente programa, llama al país, trágica pero correctamente, una potencia imperialista menor dentro de un club imperialista (la UE). Smith es un radical revolucionario intransigente. Esto es lo que molesta a Harvey, que busca agradar.

No voy a entrar en la discusión de si Harvey es secretamente keynesiano o no: él, por supuesto, afirma lo contrario y suele ser aconsejable tomarse en serio la autodefinición de un pensador. Sin embargo, cuando reflexiona sobre la conveniencia táctica de las soluciones keynesianas, olvida un componente crucial de cualquier historia keynesiana: el amenazador Otro estado socialista, que acecha tras las fronteras capitalistas socialdemócratas. No ha habido ningún gran experimento keynesiano exitoso en el núcleo capitalista desde el colapso del socialismo de Estado fuera de él. Exigir soluciones keynesianas sin abogar por revoluciones que proporcionen espacio para que aparezca cualquier keynesianismo, es verdadero idealismo descarado salpicado con una pizca de nostalgia: de nuevo apuntando al desaparecido sentido teórico de Harvey del tiempo y de la historia.

El protagonista de hoy, el emigrante, sabe exactamente la verdad sobre dónde está el imperio. Ya sea un miembro de la élite global que adquiere una participación legal en el imperio, o un pobre refugiado que embarca hacia Queensland (Australia), sabe perfectamente que su destino forma parte del núcleo imperial corporativo occidental, y por eso sus posibilidades de supervivencia física, seguridad y autorrealización son mucho mayores allí que en su país de origen. Esto también nos dice que, con la excepción parcial de China y un pequeño número de otros países, gran parte de la masa terrestre no occidental del planeta se está volviendo más inhabitable, así como más injusta, para los subalternos e incluso para la burguesía.

En lugar de una convergencia significativa, vemos al imperialismo vagando por la tierra, buscando nuevas presas, como en África y sus nuevos «puntos calientes de seguridad». Los estudios ahistóricos de David Harvey sobre los flujos inestables y la disolución del imperio y el capitalismo sin centro nos adormecen para que nos sintamos mejor con nosotros mismos y con nuestro papel en la máquina (estemos donde estemos), y así contribuyen a matar nuestros instintos revolucionarios. Aquí radica el peligro real del adorable David Harvey de hoy, y esta es también la razón por la que la habitual cortesía del sabio desaparece cuando se burla de John Smith, el radical intransigente.

Adam Mayer es autor de Naija Marxisms: Revolutionary Thought in Nigeria, publicado por Pluto Press en 2016. Imparte clases en el Departamento de Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de Kurdistán Hewlêr.

Fuente: ROAPE (https://roape.net/2018/04/10/dissolving-empire-david-harvey-john-smith-and-the-migrant/)

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