Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Hechos y valores

Francisco Fernández Buey

El 25 de agosto de 2022 hizo diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se han organizado diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 estamos publicando como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.

Escrito no fechado.

Anexo 1: Albert Einstein sobre hechos y valores.

Anexo 2: Objetividad

 

1. En las Facultades universitarias de ciencias sociales se enseña habitualmente que la posibilidad de hacer ciencia de la sociedad depende de la posibilidad de separar el análisis positivo del normativo. Y se relaciona esta afirmación con la constatación del éxito de las ciencias naturales en los tres últimos siglos. Dicho éxito vendría dado precisamente –se dice– por la capacidad de distinguir entre lo positivo y lo normativo.

Se enseña luego que proposiciones positivas son aquéllas que versan sobre lo que es, era o será, mientras que las proposiciones normativas se refieren a lo que debe ser. Las proposiciones o teorías positivas, independientemente de su complejidad, versan sobre lo que es, sobre lo que hay o ha habido, de modo que cualquier discrepancia teórica en este campo podría ser resuelta por comprobación empírica, haciendo a la realidad juez de la afirmación o de la teoría. En cambio, las proposiciones o teorías normativas versan sobre lo que debe o debería ser y están, por tanto, expuestas a la influencia de nuestra ideología religiosa o filosófica en la medida en que tales proposiciones dependen de nuestros juicios (o prejuicios) acerca de lo que es bueno y de lo que es malo; dependen, finalmente, de nuestras valoraciones o juicios de valor. Y en ese campo la dilucidación de las discrepancias parece imposible (o casi).

La importancia de la distinción entre positivo y normativo, entre proposiciones sobre hechos y proposiciones valorativas, se basa en la consideración razonable de que es lógicamente incorrecto deducir proposiciones normativas o valorativas de juicios de hecho y viceversa. El paso deductivo del «es» al «debe» es lo que habitualmente se considera una falacia naturalista. Una cosa es lo que hay; otra lo que me parece o nos parece deseable. Por ejemplo, es una incorrección lógica tratar de deducir del hecho empíricamente comprobable de la diversidad étnica o genética afirmaciones sobre la desigualdad entre los humanos, o del principio darwiniano de la lucha de las especies por la existencia afirmaciones sobre la imposibilidad del altruísmo. Y viceversa: es lógicamente incorrecto pasar de la defensa moral del altruísmo a proposiones fácticas sobre el comportamiento de los miembros de las especies.

De todo lo anterior se hace seguir en no pocos textos académicos que las proposiciones propias de las disciplinas sociales han de mantenerse en el plano de lo positivo, de lo que es o hay, absteniéndose de introducir juicios valorativos. Académicamente esta distinción ha llevado a la separación de la economía en dos disciplinas: la teoría económica y la política económica; o, en el campo del derecho, a dos tipos de disciplinas, la del jurista y la del abogado.

Pero el asunto se complica un poco cuando se intenta ejemplificar en cada uno de los campos científicos.

Así, un teórico muy conocido de la economía positiva considera que la proposición «el déficit estatal reducirá el paro y causará una elevación en el nivel de precios» es positiva, se refiere a lo que hay o habrá, mientras que la proposición «al programar una política se deberá prestar más atención al paro que a la inflación» es normativa y no puede, por tanto, sustentarse únicamente recurriendo a la observación.

Pero ese mismo teórico de la economía positiva añade un poco después, ya en letra pequeña, que si se examinan cuidadosamente muchas proposiciones aparentemente normativas se ve que llevan implícitas una base positiva. Volviendo al ejemplo sobre si hay que prestar más atención al paro o a la inflación podríamos escribir ahora: «El desempleo es peor que la inflación porque los efectos –mensurables– del desempleo en los seres humanos son considerados por la mayoría de los humanos adultos mucho más graves que los efectos –también mensurables– de la inflación».

A pesar, sin embargo, de que el citado teórico de la economía reconoce que, en el límite, la distinción entre positivo y normativo se obscurece bastante (al menos para el caso de sus ejemplos), acaba afirmando lo siguiente: «Estoy convencido de que a este nivel de desarrollo de la ciencia económica la distinción entre positivo y normativo es una regla necesaria para la investigación y el estudio, y que su abandono favorecería más bien el error que la claridad. La justificación de este punto de vista es que, aun cuando no sepamos qué hacer cuando nos encontremos con una proposición aparentemente normativa (ya que puede tener una base positiva), en cambio ello [el mantenimiento de la distinción] nos permitirá reconocer proposiciones puramente positivas cuando nos encontremos con ellas» [Richard G. Lipsey, Introducción a la Economía Positiva. Barcelona, Vicens Vives, 1973, capítulo 1, pág. 5].

Creo que ese punto de vista, repito, todavía muy extendido en los ambientes académicos, es muy insuficiente. Sólo sirve para poner de manifiesto que la presencia de juicios de valor en las ciencias sociales es un problema. Y en algunos casos favorece el dogmatismo.

2. El problema de los juicios de valor en relación con el conocimiento científico-social se lo planteó por vez primera, al parecer, el economista inglés Sidgwik, en sus Principles of Political Economy (1883) al diferenciar entre el razonamiento acerca de «lo que hay» y el razonamiento acerca de lo «que debería ser». Sidgwik, muchas veces recordado a este respecto (por Schumpeter y por A. Sen entre otros) escribió: «He tenido en general cuidado en evitar afirmaciones dogmáticas sobre cuestiones prácticas. Es muy raro, supuesto que alguna vez ocurra, el que las cuestiones económicas prácticas con que se enfrenta el estadista se puedan decidir sin vacilación por medio de un razonamiento abstracto que proceda de principios elementales. Para resolver correctamente esas cuestiones se requiere comunmente un conocimiento completo y exacto de los hechos del caso; y la dificultad que presenta la averiguación de estos hechos es a menudo tan grande que impide conseguir conclusiones positivas por un procedimiento estrictamente científico» [citado por J.A. Schumpeter, Historia, nota 11 pág. 883 de la traducción castellana de Manuel Sacristán Luzón].

De hecho, Sigwick, que compartía la tradicional confianza inglesa en el consenso sobre los valores últimos que predominaban en su país y en su época, era menos extremista que algunos teóricos actuales de la economía cuando prescriben a los economistas que se abstengan de entrar en el campo de las valoraciones. Creía que el economista positivo no se extralimita al meterse en discusiones normativas sobre las implicaciones del proteccionismo y del librecambismo.

El propio Schumpeter, que sigue en esto a Sigwick, formula así la diferencia entre juicios de hecho y juicios de valor: «El «debe”, o sea, el precepto o el consejo se puede reducir para nuestros fines a un enunciado que afirma preferencia o deseabilidad. La diferencia importante entre un enunciado de esa naturaleza (por ejemplo: «es deseable conseguir mayor igualdad económica”) y el enunciado de una relación (por ejemplo: «dada una determinada renta nacional, la cantidad de individuos que intentan ahorrar depende, entre otras cosas, del modo como se distribuya dicha renta”) se manifiesta en el hecho de que la aceptación de este último depende exclusivamente de las reglas lógicas de la observación y de la inferencia, mientras que la aceptación del primero (los “juicios de valor”) requiere siempre, además, la aceptación de otros juicios de valor» (ibid. 833).

Esta problemática es la que recoge M. Weber para reformularla en los términos ya conocidos de la «desvinculación axiológica». Hay una idea de MW que me parece clave y que conviene reproducir aquí: «El destino de una época cultural que ha comido del árbol de la ciencia es el de tener que saber que no podemos deducir el sentido de los acontecimientos mundiales del resultado de su estudio, por muy completo que éste sea. Por el contrario, debemos ser capaces de crearlo por nosotros mismos. También hemos de saber que los “ideales” nunca pueden ser producto de un saber empírico progresivo. Y, por lo tanto, que los ideales supremos o últimos que más nos conmueven sólo se manifiestan en todo tiempo gracias a la lucha con otros ideales, los cuales son tan sagrados como los nuestros».

Esta consideración plantea varios temas que conviene abordar: 1º que la afirmación de valores últimos o ideales no se sigue ni puede seguirse deductivamente de proposiciones de hecho; 2º que los juicios de valor y en particular los ideales no son despreciables sino que tienen gran importancia para los hombres y, por consiguiente, también para los científicos sociales como hombres; 3º que, puesto que estos no son producto del saber saber empírico hemos de resolver acerca de ellos en otro campo, el normativo, el de la batalla respetuosa entre ideales; 4º que siendo los ideales de los otros tan «sagrados» como los nuestros, cabe preguntarse si la controversia normativa acerca de ellos es sólo metacientífica (en el sentido de que la ciencia no puede decidir nunca sobre valoraciones) o es también irracional o arracional (en el sentido de que sobre los ideales, precisamente por ser «sagrados», ni hay ni habrá nunca nada escrito).

Me inspiro en esta consideración para las reflexiones que siguen:

3. No todos los juicios de valor o valoraciones tienen el carácter de «últimos» o «supremos» en el sentido weberiano de ideales «sagrados».

Hay valoraciones, en el sentido de preferencias y expectativas de los humanos, menos irreductibles, por así decirlo.Y puede ocurrir también que los juicios de valor «últimos» a los que nos remontamos al preguntar por determinada preferencia del individuo sean comunes o relativamente comunes a todos los hombres «normales» de un determinado ambiente histórico (valores o prejuicios ampliamente compartidos por el conjunto de la especie o por los miembros de una determinada cultura). En tal caso aquella diferencia de valoración no acarreará muchas consecuencias y a casi nadie se le ocurre preguntar cómo se ha pasado de un juicio de hecho a un consejo valorativo.

Es interesante observar a este respecto que así como existe gran preocupación por el paso de juicios de hecho a juicios de valor en el campo de la economía, de la sociología o de la historiografía (el científico social –se dice en estos casos– no da consejos; eso es cosa de los políticos), en cambio casi nadie se preocupa por el procedimiento que ha seguido el médico cuando nos dice «deje usted de fumar». ¿Por qué ocurre esto? Porque damos por supuesto que el consejo extracientífico del médico en este sentido se sigue de premisas científicas, de la observación positiva de que el fumar produce cáncer (además de otras enfermedades). Estamos entonces ante un caso en que el juicio de valor implicado en el consejo dado (es mejor para la salud no fumar que fumar) es común a todos, o por lo menos a la mayoría, de los hombres «normales» de nuestro medio cultural: casi todos queremos decir lo mismo cuando hablamos de salud y casi todos consideramos deseable disfrutar de ella.

Aunque hay personas que, a pesar de esto, siguen fumando parece que podemos ponernos de acuerdo en que, con independencia de que existan otras valoraciones e ideales y con independencia de las diferencias culturales, es más racional no hacerlo. ¿Por qué decimos que es más racional no hacerlo? Porque la base científica que da pie al consejo médico parece suficiente para cambiar el hábito incluso en el caso de que estemos convencidos de que momentáneamente el fumar produce un determinado efecto placentero al que habrá que renunciar. En esta línea tenderemos a considerar «irracionales» o «poco racionales» las contrarréplicas (ajenas o propias) que niegan la base científica del consejo médico.

El ejemplo de la medicina para el tratamiento de la relación entre «es» y «debe» merece ser comentado. Pues, en efecto, es en el caso de la medicina donde por lo general el paso de los juicios de hechos a los juicios de valor suele presentar menos dificultades: tanto el médico como el paciente están acostumbrados a considerar como algo normal el paso inmediato del diagnóstico (un juicio de hecho) al consejo, a la prescripción, que, además, va generalmente vinculada al pronóstico: «x tiene gripe», luego «x deberá tomar el medicamento y», puesto que «en caso de no hacerlo la gripe puede complicarse con una bronquitis o una neumonía».

Este es un encadenamiento de juicios que consideramos completamente normal y que no suele plantear mayores problemas a pesar de que, como digo, el médico está pasando de un juicio de hecho («x tiene gripe») a una recomendación o a un consejo («se recomienda que x tome el medicamento y») vinculado a la evolución futura de la enfermedad y, por consiguiente, al pronóstico.

4. Cabe preguntarse por qué en el caso de la medicina nos parece normal lo que plantea problemas en el caso de la economía, o de la sociología o de la historiografía, esto es, el paso de enunciados sobre lo que es a enunciados que se refieren al deber. ¿No choca esto con la prevención acerca de la falacia naturalista, o sea, con la afirmación de que lógicamente no es posible el paso del «es» al «debe», de que hay un impedimento lógico en pasar de enunciados sobre hechos a enunciados que expresan preferencias, consejos, deseos o deberes? ¿No choca esto con la afirmación anterior de que la ciencia no da consejos?

Se puede contestar a esta pregunta desde un punto de vista pragmático: en el caso de los ejemplos citados, relacionados con la medicina, no tenemos diferencias preferenciales, o juicios de valor últimos o jerarquización de valores, demasiado diferentes.

En cambio parece haber motivos para la duda racional o para la insatisfacción cuando los rectores de las universidades de Cataluña dan a conocer un documento conclusivo de las Jornadas de homenaje a Ferran Soldevila en el que, basándose en el estado actual de la historiografía, aconsejan a los profesores de historia un determinado tipo de consideración de la historia de Cataluña, en el marco español y europeo, en consonancia con el proceso de normalización lingüística y cultural de estos últimos años.

Aquí, en este caso, el paso de afirmaciones basadas en «el estado de la cuestión» historiográfica a la política universitaria y secundaria en materia de enseñanza de la historia de Cataluña es ya más problemático. Y de hecho algunos historiadores han criticado el documento con la consideración de que se pasa indebidamente de la ciencia (o conocimiento histórico) a la política. ¿Por qué? Porque las diferencias de interpretación sobre el «estado de la cuestión» historiográfica (sobre los juicios de hecho acerca de la transición y acerca del proceso de normalización lingüística y cultural) son de peso, precisamente en la medida en que estas interpretaciones están mediadas (condicionadas) por juicios valorativos sobre la situación pasada, presente y futura de Cataluña en España y en Europa que son notablemente diferentes. Y porque se entiende que el consejo dado no puede satisfacer las preferencias valorativas y las expectativas de historiadores que disienten, también notablemente, sobre el futuro de Cataluña en relación con España y Europa. En efecto, en este caso no parece posible que por el momento el consejo, la propuesta valorativa, pueda satisfacer por igual ideales que, en lo político-social y cultural, van desde la propuesta de independencia a la profundización de la autonomía pasando por varios tipos de federalismo y de propuestas confederales.

Partiendo de la comparación entre los ejemplos puestos para el caso de la medicina y para el caso la historia podría llegarse la conclusión de que el tipo de relación entre juicios de hecho y juicios de valor es, en general, distinto en historiografía (tal vez en otras ciencias sociohistóricas) que en medicina. Pero esa conclusión sería precipitada. También en el campo de la medicina hay discrepancias serias cuando se intenta pasar de los juicios de hecho a los juicios de valor. Basta con pensar en las controversias actuales acerca del aborto y de la eutanasia. Los consejos y los juicios prescriptivos de los médicos en estos casos son divergentes, hasta llegar al enfrentamiento irreductible, porque hay muy diferentes valores morales en juego. Entran aquí concepciones enfrentadas sobre el derecho a la vida, el concepto de muerte y el concepto de dignidad humana que son claramente del tipo de los juicios de valor «últimos» o «sagrados» a los que se refería Weber. Y no es previsible a corto plazo que los avances científicos vayan a ser suficientes para decidir acerca de qué consejo dar. Podría decirse, por tanto, que al menos en los casos del aborto y de la eutanasia (pero tampoco son los únicos) la lucha entre «ideales» se sigue manifestando y se manifestará en el próximo futuro más allá de los resultados obtenidos en el campo de las ciencias.

Y viceversa: el uso metafórico de términos médicos en economía y sociología se ha hecho muy habitual en los últimos tiempos: el enunciado sobre lo que es o sobre lo que hay económicamente o sociológicamente se asimila al diagnóstico y, junto al pronóstico, el economista o el sociólogo formula recomendaciones, da consejos (a los gobiernos, al público en general) con el carácter de la prescripción facultativa. Esto sugiere que la controversia metodológica sobre hechos y valores podría relativarse si, con un criterio pragmático, nos pusiéramos de acuerdo acerca de las preferencias básicas de las gentes, esto es, cuando existe un amplio consenso social o la misma visión cultura sobre «el bien común», «el bienestar», «lo valioso socialmente», «las necesidades básicas», etc.

Lo cierto es que, cuando existe este tipo de consenso amplio, las recomendaciones basadas en el diagnóstico económico o sociológico suelen ser consideradas por la mayoría como razonables, e incluso los consejos derivados (demográficos, por ejemplo, o relativos al ahorro) parecen saludables. En ese caso no suelen alzarse voces criticando el paso de lo positivo a lo normativo como si se tratara de una aberración lógica. A lo sumo se discute acerca de la plausibilidad o realizabilidad de las recomendaciones, acerca de la relación de éstas con el diagnóstico, sobre la oportunidad de las medidas recomendadas o sobre la forma de presentarlas. Pero eso no da lugar a ninguna «lucha de ideales» de weberiana memoria.

Todo lo cual me lleva a la siguiente conclusión: algunos de los problemas que han surgido en torno a la relación entre «es» y «debe», juicios de hecho y juicios de valor podrían aclararse mejor si en vez de partir de la dicotomía genérica (positivo/normativo) que conduce a la afirmación de que la ciencia no da consejos, o del separatismo metodológico que enfrenta el proceder de unas ciencias con otras, pasaramos a una utilización más estricta de los términos «juicio de valor», «preferencias», «deseabilidad», «expectativas», «consejo», «recomendación» e «ideales éticos».

Esta última es una línea de aproximación analítica al problema que puede dar mejores resultados.

El supuesto de partida podría ser el siguiente: aunque la prudencia acerca de la falacia naturalista tiene que mantenerse y hay que aceptar, por tanto, que las valoraciones no se siguen inferencialmente de los juicios de hecho (o sea, de proposiciones científicamente establecidas), éstos, los juicios de hecho, contribuyen a modificar las valoraciones establecidas en la medida en que hacen más plausibles (en el sentido de más argüibles racionalmente) unas valoraciones que otras.

El mundo de las valoraciones no es completamente independiente del mundo de los juicios de hecho científicamente fundamentados. Sin negar la validez actual de la falacia naturalista (como ha hecho recientemente, por ejemplo, Hans Jonas en El principio de responsabilidad) sí se puede argumentar que el tratamiento de las relaciones entre el mundo de las proposiciones fácticas y el mundo de las valoraciones, siendo como son muy complejas, admite la posibilidad de una discusión normativa en térmimos de racionalidad que no prescinda del «estado de la cuestión» aportado en cada caso por el discurso positivo de las distintas ciencias.

Dicho de otra manera: los juicios positivos sobre hechos, sobre lo que es y sobre lo que hay, permiten establecer algunos límites a las «expectativas», «preferencias», «valores» e «ideales» en la medida en que contribuyen a poner de manifiesto que algunas de estas creencias han pasado ser racionalmente inmantenibles.

Pondré ahora un ejemplo actual de cómo me parece que se puede proceder para aclarar relaciones y mediaciones entre juicios de hecho, valoraciones y decisiones prácticas. El ejemplo se basa en una reflexión acerca de las relaciones entre una ciencia, la ecología, y un punto de vista valorativo que toma la forma de movimiento social, el ecologismo.

5. Entre el saber científicamente adquirido de algo bastante complejo como son las relaciones ecológicas, o el entorno medioambiental del hombre, y la definición ético-política, pongamos por caso, ecosocialista hay muchas y distintas mediaciones. Un saber positivo como el ecológico nos obliga a ser críticos respecto de determinadas políticas (por ejemplo, desarrollistas, industrialistas, características de una civilización expansivamente dominadora de la naturaleza), sin que de esto se siga inexorablemente, por otra parte, una determinada alternativa.

Primera mediación aclarada: el conocimiento positivo procedente de la ecología hace en la actualidad más plausibles unas políticas económicas (medioambientalistas, que armonicen naturaleza y sociedad) que otras (industrialistas, productivistas, ignorantes del coste ecológico de las operaciones económicas).

Ahora bien, también aquí entre la muy plausible negación de toda política económica industrialista que no tenga en cuenta el coste ecológico y la plausible afirmación, en positivo, de una política económica ecológicamente respetuosa hay, por así decirlo, asimetría lógica: la ecología hace plausible la negación de todas las políticas económicas industrialistas de tipo tradicional, pero, en positivo, sólo sugiere que habría que rectificar tales políticas con una orientación medioambientalista. Deja, por tanto, completamente abierto el campo de las expectativas en lo alternativo.

Dicho de otra manera: el estado actual de la ecología hace más razonable un programa socioeconómico respetuoso de la naturaleza y atento al principio de la distribución intergeneracional de determinados recursos que un programa clásico que apueste exclusivamente por el crecimiento económico cuantitativo. Pero del estado actual del saber ecológico no se sigue: ni una (y sólo una) elaboración sintética posible de los datos ecológicos con los económico-sociales, ni (mucho menos) una (y solo una) alternativa ecologista. Creerse lo primero, o sea, que la ecología funda una (y sólo una) nueva síntesis teórica (el paradigma ecologista, como dicen algunos) es un error conceptual que está llevando a muchos ecologistas a decir tonterías (irracionalistas, además). Y creerse lo segundo es otro error, por precipitación e indistinción entre mediaciones, que acaba llevando antes o después al oportunismo político.

Segunda mediación: cómo pasar, sin caer en la falacia naturalista, del saber positivo que proporciona la ecología a «hipótesis generales», «síntesis», «programas de investigación» o «paradigmas» razonables en el sentido de: a) hechos plausibles por la ecología, b) internamente coherentes y c) concordantes con los resultados de otros saberes científicos ineludibles para la «síntesis», «programa» o lo que sea.

Esta segunda mediación es, tal como yo lo veo, previa a la discusión sobre las posibles formas del ecologismo en tanto que teoría político-moral. Puesto que, con independencia de cómo lo llamemos, este trabajo teórico exige la ordenación, sistematización, estructuración y articulación sintética de datos procedentes de muy diferentes ciencias (ecología, ecología humana, etología, biología, demografía, psicología, socioeconomía, etc.) parece razonable concluir aquí que caben, plausiblemente también, varias síntesis o programas en competición. Propongo, provisionalmente, aceptar la caracterización de este trabajo como «problemática global» (en el sentido que han dado al término los autores vinculados al Club de Roma). Llamaré dogmatismo no a la afirmación de una de estas síntesis en función de la declaración previa de las prioridades teóricas (lo cual me parece razonablemente respetable en principio), sino a la ignorancia de otras síntesis que, por priorizar otros datos científicos, compiten con la nuestra (= ignorancia que no es docta). En este ámbito uno tiene todo el derecho a llevar su «hipótesis previa» hasta el final lógico de sus posibilidades; pero se convierte en un «dogmático» si (por desconocimiento o por enamoramiento de la propia síntesis) se niega a la comparación con otras síntesis posibles o en acto.

Tercera mediación: cómo pasar de la síntesis reflexiva (o reelaboración de los resultados científicos sintéticamente formulada) a la propuesta de teorías político-morales coherente con ella, racionalmente practicables y expresables en términos de política económico-ecológica alternativa.

6. En este plano las dificultades aumentan enormemente.

Primero, porque las variables en juego se multiplican al tener que contar necesariamente con intereses y voluntades individuales y colectivas no sólo muy diferentes sino contrapuestos.

Segundo, porque a pesar de que en el sistema-mundo actual coinciden en el tiempo varias y muy diferentes culturas, éstas no son contemporáneas en sentido estricto, lo cual es una complicación adicional en la estimación de intereses y voluntades en principio próximas.

Tercero, porque toda teoría político-moral respetuosa de los resultados científicos y elaborada en el marco de una determinada síntesis reflexiva aspira a hacerse práctica sociopolítica (y en algunos casos, como el del marxismo, no sólo aspira sino que predica la necesidad de ello), lo cual obliga a que nos aclaremos paralelamente sobre: a) la relación medios/fines, b) el tipo de praxis apropiada para cambiar el mundo, c) los sujetos potencialmente interesados en ello, d) la pedagogía más apropiada para neutralizar alienaciones y obnubilaciones temporales de la consciencia de los más, etc. etc.

Cuarto, porque las teorías político-morales establecidas con anterioridad a la «nueva problemática» se rigen por la ley de la inercia cultural y elaboran en seguida explicaciones ad hoc para seguir manteniendo su vigencia (de forma tal que en períodos históricos como el que vivimos se hace habitual la adopción defensiva incluso de argumentos de teorías ideológicamente contrarias).

Ya una enumeración tan simple como ésta sugiere que las teorías político-morales respetuosas de los resultados de la ecología y conectadas a las síntesis de la «problemática global» tendrán que contar también con la aportación de otros saberes (psicología, sociobiología, pedagogía, teoría política, teoría de la comunicación y de la información, etc, etc.).

Y se comprende que, interviniendo tantas y tan diferentes variables al llegar a este plano, el arco de las teorías político-morales declaradamente ecologistas se abra tanto como el arco político existente. De hecho, ha habido y hay ecologistas y ecologismos de todos los colores. La explicación más plausible de esta proliferación de ecologismos ahora es que ha producido un cruce entre la aceptación generalizada de que hay que integrar en una nueva síntesis los resultados de la ecología (de ahí la coincidencia en lo verde) y la reafirmación de que hay diferentes maneras de entender la sociedad buena o los viejos ideales de democracia, igualdad, solidaridad, fraternidad, armonía con la naturaleza, etc. (de ahí los econacionalismos, los ecosocialismos, los ecocomunismos, los ecoliberalismos y los ecofascismos).

Las formas de llegar al ecologismo son, en efecto, varias y variopintas. Cada cual puede hacer mentalmente su enumeración. Lo interesante en este plano no es una discusión acerca de los motivos (aducidos, atribuidos o reales) por los que las gentes se hacen ecologistas en nuestro mundo. Y menos aún promover esa discusión en nombre de alguna supuesta coherencia ecologista por definir. Sobre este punto (al que desgraciadamente se dedica aún mucho tiempo) no me parece que se pueda ir más allá del viejo consejo: paciencia con los motivos aducidos por los demás y mesura en la expresión de las convicciones propias.

¿Por qué tan poco?

Porque la formulación de teorías político-morales globales o globalizadoras que incluyen creencias y propugnan cláusulas de coherencia teoría/práctica son siempre asuntos abismales en los que pasarse un pelín puede suponer el propiciar que otros, menos acostumbrados al cálculo racional y a la distinción entre planos, se arrojen al abismo (irracionalista: aquí Lukács enseña), bien sea por no atreverse a pensar con coherencia todas las implicaciones prácticas de la teoría concreta en el momento dado, bien porque el confuso pensamiento de tales problemas desespera y pone negros a muchos. (Por cierto, algo así debe de estar pasando para que aumente tanto el número de sacerdotes, nigromantes, sectarios, fundamentalistas, astrólogos, echadores de cartas, sanadores y demás ralea que coinciden, eso sí, en una vaporosa, vaga y equívoca afirmación del «paradigma» ecologista).

 

Anexo 1: Albert Einstein sobre hechos y valores

Texto no fechado. Escrito tal vez en 2005, cuando el autor publicó su Albert Einstein. Ciencia y conciencia, Vilassar de Dalt: El Viejo Topo, 2005[1].

 

Einstein se ocupó en varias ocasiones de otro tema que en sus años de madurez parece haber considerado central: el de los límites del análisis reductivo y del formalismo propio del conocimiento científico positivo. De un físico teórico como Einstein no se puede esperar precisamente desprecio del formalismo en ciencia. Al contrario: para él era obvio que si se quiere evitar la imprecisión del lenguaje ordinario no hay más remedio que dedicarse a la matemática. Pero, dicho eso, como añade en una carta a Born, reconocía que el objetivo de la precisión sólo se logra a costa de una claridad completamente abstracta, de manera que el contenido vivo y la claridad pueden acabar haciéndose incompatibles, se rechazan mutuamente. Durante algún tiempo Einstein pensó que este rechazo o esta incompatibilidad se estaba viviendo de un modo completamente dramático en el campo de la física. Por lo general, tendió a explicar la limitación del análisis reductivo y de los formalismos de dos maneras.

En primer lugar, aludiendo a las dificultades del proceder científico para dar cuenta de complejos fenomenológicos en los que interviene un número de factores demasiado grande. En ese caso –argumentaba Einstein– el método científico, limitado por su propia naturaleza al análisis, no puede captar conexiones que son de generalidad profunda. Tal afirmación está implicando la necesidad de mantener un punto de vista generalizador, globalizador, junto al análisis reductivo del proceder científico positivo. Por otra parte, Einstein acepta la distinción básica según la cual la ciencia trata de lo que es, mientras que, en cambio, acerca del deber ser no tiene nada que decir. Pero en este punto sus esfuerzos por encontrar mediaciones entre ambos planos revelan una oscilación que va desde la mutua tolerancia entre ciencia y sentimiento religioso hasta el reconocimiento de la posibilidad de fundamentar racionalmente ciertas concepciones del mundo.

Algunos pasos de sus escritos parecen estar sustentando, en efecto, la idea de que se trata de dos mundos irreductibles, irremisiblemente separados, por lo que el ámbito del deber ser, de los valores, del sentido y de la finalidad de la existencia apenas es susceptible de tratamiento racional. En cualquier caso, en las declaraciones que hizo sobre sus propias actividades esta separación entre el plano científico y el ámbito de los valores es muy radical. Por ejemplo, en una carta escrita el 20 de agosto de 1949, decía: «Mi trabajo científico tiene como motor una pasión ardiente e irresistible dirigida a comprender los secretos de la naturaleza, y ningún otro sentimiento. Mi amor a la justicia y la lucha por contribuir a mejorar las condiciones de vida de los hombres son completamente independientes de mis intereses científicos. Según esto, desde un punto de vista objetivo resultaría absurdo buscar el sentido de nuestra existencia individual». Einstein se ha referido varias veces a una opinión ajena según la cual tal vez la especie humana no tenga por qué seguir existiendo sobre la Tierra, siempre para añadir que tal opinión no puede refutarse por procedimiento racionales[2].

Ahora bien, la falta de fundamento científico-racional del sentido de la existencia humana individual y colectiva tampoco tiene por qué conducir necesariamente al pesimismo acerca de la vida del hombre en la Tierra. Optimismo y pesimismo son para Einstein estados de ánimo que cuando intentan convertirse en concepto global o en pensamiento filosófico resultan dar en vulgaridades. Como escribió en cierta ocasión a Born, el sentido o la finalidad de la existencia es algo que se capta inmediatamente o no se capta, el resultado, una vez más, de una especie de intuición previa: el sentido de la existencia se intuye, no se explica. De ahí que haya dos tipos de desesperación o de existencia desdichada: la que convierte un estado de ánimo en generalización antropológica acerca de la falta de sentido de la propia vida y de la de los demás, y la que es consecuencia del intento de argumentar en forma probatoria un significado progresivo o positivo de la vida humana.

El límite del racionalismo clásico frente a la problemática existencial es, para Einstein, su actitud de retroceso ante el misterio y el asombro, aquel miedo «enfermizo» a la metafísica que, en su opinión, se había adueñado del filosofar contemporáneo precisamente en las manifestaciones más próximas al saber científico; y la desembocadura del pesimismo generalizado es el nihilismo. Pero ante tales limitaciones contrapuestas cabe también –y ésta tendría que ser la actitud del científico que conoce los límites de su saber y se atreve a reflexionar acerca de los presupuestos y de las finalidades de la ciencia– establecer una distinción clara entre los planos científico-racional y moral-existencial con sus respectivos universos de discurso; distinción ésta que, en opinión de Einstein, permite asumir con distanciada modestia, docta ignorancia y sentido del humor, dentro de lo que cabe, la perenne contradicción de la vida humana.

En una de sus exposiciones sobre los límites de la concepción puramente racional de la existencia Einstein introduce, sin embargo, ciertos matices que son de interés en este contexto, porque precisan hasta qué punto es posible fundamentar racionalmente objetivos y finalidades propios de la concepción del mundo y que, por su naturaleza, escapan a la argumentación probatoria o demostrativa que es propia del análisis reductivo. En esa exposición repite Einstein su anterior razonamiento acerca de la limitación de este tipo de análisis practicado por la ciencia, aduciendo ahora que el método científico sólo puede mostrar cómo se relacionan los hechos entre sí y cómo están mutuamente condicionados; pero, a continuación, al referirse a la relación entre medios o instrumentos y finalidades u objetivos, aclara que el conocimiento científico de lo que es «no abre la puerta directamente a lo que debería ser». Distingue luego Einstein entre «ciertos fines», para lograr los cuales el análisis reductivo proporciona instrumentos poderosos, y «el objetivo último en sí», el cual está vinculado al anhelo de alcanzarlo y procede de otra fuente distinta de la ciencia.

El matiz que introduce el adverbio directamente y la distinción entre «ciertos fines» y «objetivo último» parecen estar sugiriendo ahí que son posibles mediaciones o intermediaciones entre la captación intuitiva de objetivos y finalidades últimas humanas y el conocimiento científico-instrumental de la realidad. Esta sugerencia resulta reforzada en el mismo texto por el uso que se hace en él de las expresiones método científico, conocimiento objetivo y pensamiento inteligente. El primero de ellos se emplea para hacer referencia a la explicación de hechos mutuamente interrelacionados; el segundo –conocimiento objetivo– para aludir a los instrumentos que ayudan a lograr ciertos fines; y el tercero para nombrar un tipo de captación cognitiva que entra también, indirectamente, en la configuración de objetivos y juicios éticos.

Se sigue de ahí que el pensamiento inteligente del que habla Einstein puede jugar cierto papel en la delimitación de aquellos objetivos y finalidades que escapan a la metodología científica, puesto que en determinadas circunstancias, según su opinión, dicho pensamiento arroja luz acerca de la relación entre medios y fines. Aún más explícito en el reconocimiento de la posibilidad de racionalizar la elección de fines –por así decirlo– intermedios entre el objetivo último y los hechos susceptibles de explicación científica es este otro paso: «La ciencia, en la medida en que capta conexiones causales, puede llegar a conclusiones importantes sobre la compatibilidad o incompatibilidad de objetivos y valoraciones».

¿Equivale esto a decir que podemos decidir sobre finalidades y valores mediante una argumentación razonable e inteligente basada en última instancia en el conocimiento científico? No es seguro que la respuesta de Einstein sobre la plausibilidad racional de las valoraciones con base científica haya sido positiva. Es seguro, en cambio, que en lo que respecta a las finalidades últimas, esto es, a lo que en cierto momento llama las definiciones fundamentales en cuanto a objetivos y valores, siempre pensó que quedaban fuera del alcance de la ciencia. En la medida en que tales definiciones fundamentales son parte esencial del entramado de la vida humana, se comprende que Einstein haya postulado la dependencia y subordinación, no lógica sino existencial, de la ciencia respecto de la afirmación de valores en el plano moral.

Hay momentos y contextos en los que Einstein no alude a otras formas de afirmación de valores, objetivos o finalidades fundamentales que no se hallen directa o indirectamente relacionadas con el sentimiento religioso (en sentido amplio) y en los que, por tanto, no distingue entre fe religiosa y creencia laica que intenta fundamentar un concepto inmanentista del mundo en los datos básicos del conocimiento científico positivo. Pero en otros casos y contextos Einstein distingue con mucha radicalidad entre religión y moral, diferenciado lo que es el sentimiento que se experimenta ante la belleza, simplicidad y estructura del universo y la moralidad, que es cosa de los humanos, pero que puede no tener que ver con la idea de Dios, y el sentimiento religioso propiamente dicho. Al llegar a este punto, y después de afirmar la superioridad social-existencial del conocimiento moral sobre el conocimiento científico, Einstein solía remitirse a la sabiduría clásica (occidental y oriental). En septiembre de 1937 escribía a este respecto que el conocimiento y la habilidad no pueden conducir por sí solos a la humanidad hacia un orden feliz y digno, porque ésta, la humanidad, tiene toda la razón al colocar a quienes proclaman ideas morales y valores elevados por encima de los que descubren verdades objetivas. Cita Einstein, en ese contexto, a Buda, a Moisés y a Jesús de Nazaret. Y en diciembre de 1950, respondiendo a una larga carta de un estudiante de la universidad de Rutgers, que le preguntaba por la razón de ser del hombre en la tierra y que mencionaba explícitamente a Pascal para desmarcarse claramente de la apuesta religiosa, Einstein contesta matizando: «Cuando hablamos del motivo y de la meta de una acción, lo único que nos preguntamos es esto: ¿qué tipo de deseo se puede satisfacer, qué acciones permiten realizar estos deseos y qué consecuencias, indeseables o no, pueden tener tales acciones? También podemos, desde luego, hablar claramente de la meta de una acción cuando se sitúa uno desde el punto de vista de la comunidad a que el individuo pertenece. En este caso el fin de la acción debe satisfacer también, al menos indirectamente, los deseos de los individuos que constituyen la sociedad. Pues bien, si me pregunta usted sobre la razón o el fin de la sociedad considerada globalmente, la pregunta no tiene sentido. Tiene más sentido, desde luego, interrogarse sobre la razón o la significación de la naturaleza en general […] Sin embargo, todos tenemos la sensación de que es muy razonable e importante preguntarnos cómo deberíamos intentar conducir nuestras existencias. En mi opinión, la respuesta es: satisfacer los deseos y las necesidades de todos en la medida de lo posible y lograr la armonía y la belleza en las relaciones humanas. Esto presupone una buena dosis de discernimiento, educación y dominio de uno mismo. Es innegable que los griegos instruidos y los viejos sabios orientales tuvieron un nivel mucho más elevado en este campo, de importancia capital, que lo que es corriente hoy en nuestras escuelas y universidades.»

Notas: 1. Carta de Einstein a Born, del 15 de enero de 1927. 2. Sobre el tema de la relación entre hechos y valores: A. Einstein, Mis ideas y opiniones cit., págs. 27, 32 y ss. Y 42-43. La carta ha sido incluida por H. Dukas y B. Hoffmann en la recopilación citada que lleva por título Albert Einstein, The human side, New glimpses from his Archives.

Anexo 2: Sobre objetividad

Texto, no fechado; el título no es del autor.

De principios de los 2000 probablemente, relacionado probablemente con alguna conferencia del autor .

 

I. La idea de que no hay ni puede haber conocimiento objetivo se ha expresado a lo largo de la historia en alguna de estas tres proposiciones:

1º. No hay ni puede haber ningún conocimiento objetivo de lo real porque todo conocimiento es representación y toda representación es producto de la subjetividad de los humanos;

2º. No hay ni puede haber objetividad ni siquiera en las ciencias naturales porque los científicos, incluso cuando tratan de hechos o fenómenos naturales, están determinados por situaciones e intereses ajenos a la ciencia y por las ideologías dominantes en el momento en que investigan.

3º. No hay ni puede haber conocimiento objetivo en el ámbito de las humanidades y de las ciencias sociales porque quienes las hacen o las practican viven dentro de sociedades (su objetivo de estudio) y, por consiguiente, tienen intereses sociales, participan en los movimientos sociales y aceptan ciertos modos de vida.

II. Lo que se dice en la proposición 1) es trivial y no afecta a la afirmación de que haya o pueda haber representaciones objetivas de lo que pasa en la realidad, representaciones elaboradas, obviamente, a partir de la subjetividad. Esta tesis sólo tiene un sentido polémico aceptable en el caso de que el interlocutor defendiera que las representaciones son copias o espejos simbólicos de lo que hay o pasa en la realidad exterior. Pero esta es una concepción abandonada hace mucho tiempo en el ámbito filosófico y en el ámbito científico. Por tanto, se puede concluir que la proposición 1) combate contra molinos de viento.

Lo que se dice en la proposición 2) confunde los ámbitos en que puede y no puede hablarse de objetividad: el ámbito del descubrimiento de tales o cuales teorías o representaciones y el ámbito de la justificación o validación de dichas teorías.

Lo que se dice en la proposición 3) es una tesis separatista, la cual supone que hay diferencia esencial entre las ciencias sociales y las ciencias naturales. Conviene discutirla aparte.

III. El punto de vista que algunos autores llaman anticientífico (y que podríamos llamar separatista) no sólo afirma la dificultad de ser objetivos; niega incluso la posibilidad misma de la objetividad en ciencias sociales. La idea de que las ciencias sociales no pueden ser objetivas está muy extendida.

Un primer paso para refutar esta crítica a la objetividad de las ciencias sociales sería declarar que es irrelevante para aquel que centra su atención en la lógica de la investigación social. Pues no es lo mismo preguntar cómo ha llegado una persona a formar una creencia que preguntar si existe evidencia suficiente para fundamentarla. Se puede decir que se trata de preguntas que se contestan en dos ámbitos o contextos diferentes: el ámbito o contexto del descubrimiento científico y el ámbito o contexto de la validación o justificación racional.

Una forma posible de aclarar el problema es decir que, más allá o más acá de los caminos y determinaciones que los científicos sociales hayan seguido en cada caso, la objetividad o falta de objetividad sólo será tomada en consideración en el ámbito de la validación o justificación racional de los resultados o del producto de la investigación.

El proceso para llegar a tal resultado o producto no interesa aquí. Cabría decir que tal o cual teoría producida es objetiva en el campo de las ciencias sociales siempre y cuando su resultado haya sido suficientemente contrastado. Lo cual, en cierto modo, equipara «objetividad» a «verdad», con independencia de los vericuetos que el investigador o grupo de investigadores haya(n) seguido para su elaboración. Estos últimos, los vericuetos por los que se ha llegado a tal o cual teoría, serán objeto de la historia y de la sociología de las ciencias sociales o de la sociología del conocimiento en general.

IV. Todavía podemos seguir preguntándonos si los problemas referentes a las causas de las creencias del investigador son, como se dice, irrelevantes desde el punto de vista lógico. La respuesta a eso, como admite, por ejemplo, un tratadista de la lógica de la investigación social, Q. Gibson[3], es que no lo son. Pero el que haya que admitir la importancia del examen de la formación de las creencias sustentadas por los investigadores sociales no quiere decir que haya que dar por sentada la acusación sobre la falta de objetividad. Lo que hay que hacer, a partir de ahí, es examinar las influencias que afectan a las creencias.

Una forma posible de abordar este asunto sería afirmar lo siguiente: ser objetivo en la investigación quiere decir que uno no permite que sus creencias se vean influidas de un modo adverso por motivos o intereses personales, por la costumbre o por la situación social. Esa es una buena intención. Marx, como investigador social, empieza declarando su propio punto de vista, que es un punto de vista de clase, no lo oculta, pero luego añade: «Llamo canalla al investigador que acomoda su ciencia a los intereses partidistas». Algo parecido, aunque con otro lenguaje, escribió Max Weber. Y algo similar han afirmado, más recientemente, teóricas del feminismo, como Virginia Held, después de reivindicar la aproximación de las mujeres al conocimiento científico.

V. Ahora bien, declaraciones de ese tipo, o la crítica del incumplimiento, es todavía una respuesta insuficiente a la objeción de la falta de objetividad en el ámbito de las ciencias sociales. Conviene analizar los factores que interfieren en la objetividad de las ciencias sociales, que serían: a) la influencia de los motivos personales (a lo que se opone la petición de evidencia); b) la influencia de la costumbre o el temor a la desaprobación de la sociedad; c) la influencia de la situación social.

En los tres casos se puede admitir que hay diferencia de grado respecto de las ciencias naturales, pero no de sustancia, puesto que el físico, el químico o el biólogo están igualmente expuestos a los prejuicios e ideologías derivados (de hecho Francis Bacon ya había llamado la atención acerca de los idola y de los prejuicios en general en el marco de la filosofía (ciencia) de la naturaleza).

La observación de que hay diferencia de grado, pero no de sustancia, obliga a una estimación distinta de lo que se entiende por objetividad.

El simple hecho de que el investigador social sea él mismo un participante en la actividad pública no es razón suficiente para admitir la imposibilidad de objetividad: nadie es causalmente independiente del objeto de su investigación. Una cosa es decir que el investigador social está expuesto a peligros especiales y otra muy distinta demostrar que los investigadores sociales sucumben siempre ante ellos.

Uno de los caminos más apropiados para examinar la valoración de la objetividad consiste en someter los casos particulares a diversas pruebas. Pero por ese camino no se obtienen pruebas concluyentes. Hay otro camino: averiguar si la teoría es sostenible o no desde el punto de vista de la razón. Pero este tipo de prueba parte del supuesto de que somos capaces de apreciar la evidencia por nosotros mismos y de que nuestras propias conclusiones no se verán desviadas por los motivos que criticamos en otros.

De ahí que lo más sensato sea concluir dos cosas. Primera: que el verdadero remedio consiste en tener conciencia de esas influencias. Segundo: recurrir constantemente a la polémica y la crítica abierta de las teorías, que son siempre conjeturas o hipótesis en proceso, en construcción.

VI. Así, pues, la objetividad, en relación con el conocimiento, se puede defender en uno de estos sentidos:

1) En términos generales, como un ideal, como una idea reguladora, como una aspiración a la verdad en el ámbito individual o colectivo. Como un ideal que acompaña al deseo de conocer, que es una búsqueda sin término.

2) En el ámbito de la validación de los resultados de las teorías, como contrastación intersubjetiva, es decir, como intersubjetividad, en el sentido de que todos y cada uno de los humanos pueden repetir los pasos lógicos dados para alcanzar tal conclusión o resultado dentro de los límites de la argumentación (probatoria o demostrativa, probabilitaria, plausible, etc.)

3) En el ámbito de la investigación en marcha o en el proceso de descubrimiento como ecuanimidad, es decir, como conciencia de las influencias sufridas, distanciamiento respecto de las propias hipótesis y apertura a la crítica y a la polémica.

Notas

[1] NE. Ensayo cuya presentación, fechada el 23/1/2005, cerraba el autor con estas palabras: «Cuando en 1984 empecé a trabajar en este ensayo sobre Einstein pensaba dedicárselo a Manuel Sacristán para celebrar sus sesenta años. Siendo yo un joven estudiante de filosofía, Sacristán me hizo ver la importancia de Einstein no solo como científico sino también como pensador influyente en el filosofar no-licenciado del siglo XX. Por desgracia, fui muy lento en la redacción del texto, o tal vez quise mirar demasiado el diente del caballo antes de regalarlo, como aconseja Juan Ramón Jiménez, y Sacristán murió antes de lo que esperábamos quienes le queríamos. Ahora, mejorado el texto, o al menos eso espero, lo dedico a su memoria.»
[2] NE. La frase original de Einstein –«Freedom and Science», editado por Ruth Nanda Anshem en Freedom, its meaning, Nueva York: Harcourt, Brace, and Company, 1940– dice así: «Sé que es empresa inútil discutir sobre juicios de valor fundamentales. Si alguien aprueba, por ejemplo, como objetivo, la erradicación del género humano de la Tierra, nadie puede refutar tal punto de vista sobre bases racionales. Pero si hay acuerdo sobre ciertos objetivos y valores, uno puede discutir racionalmente sobre los medios por los que pueden alcanzarse estos objetivos» (Albert Einstein, Mis ideas y opiniones, Barcelona: Antoni Bosch editor, p. 27).
[3] NE. Quentin Gibson, La lógica de la investigación social, Madrid: Tecnos, 1968.

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