Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Francisco Fernández Buey y la perestroika (IV)

Salvador López Arnal (editor)

Rusia, el golpe de estado del 4 de octubre y la democracia” es el título de una intervención de Francisco Fernández Buey en un encuentro en el que también participaron Alexander Buzzgalin y Miquel Caminal (1952-2014), compañero suyo en la Facultad de Económicas de la UB y militante del PSUC, como él, en los años del antifranquismo.

La mesa fue organizada por el Centre de Treball i Documentació (CTD) (disuelto en 2017; véase la nota de Josep M. Fradera: “CTD, 1976-2017” http://www.mientrastanto.org/boletin-154/notas/ctd-1976-2017) en el Pati Manning de Barcelona el 16 de noviembre de 1993.

El texto fue publicado en mientras tanto, n.º 56, diciembre 1993-enero de 1994, pp. 19-22.
El autor de Conocer a Lenin y su obra abría con estas palabras:
Estamos hoy aquí, con Alexander Buzzgalin, y convocados una vez más por el CTD, para apoyar a los demócratas rusos que ayer se resistían a aceptar la identificación oficial del régimen de ordeno y mando con la idea de socialismo y que hoy se resisten a aceptar la justificación del golpe de estado dado por Boris Yeltsin el 4 de octubre [1993] con el argumento de que eso era necesario para continuar la reforma y construir la democracia.

Muchos de esos demócratas habían sufrido, con unos pocos años de distancia, la agresión violenta del poder de la antigua Unión Soviética y del de Rusia en aquellos años. Uno de ellos, Boris Kagarlinski, “suficientemente conocido hace ya años, en Europa y en EEUU, por sus críticas a aquel régimen de ordeno y mando que el poder de entonces llamaba ‘socialismo real” (pueden verse algunos de sus trabajos en http://www.rebelion.org/mostrar.php?tipo=5&id=Boris%20Kagarlitsky&inicio=0), había declarado en una entrevista concedida al corresponsal de La Vanguardia en Moscú, a los pocos días de los hechos, que la brutalidad de la policía rusa de 1993 no tenía nada que envidiar a la brutalidad de la policía del pasado. De hecho, “en algunos aspectos la barbarie de los gorilas de hoy es peor que la de los de ayer.” Añadía Fernández Buey: “Nuestro Octavi Pellissa [1], que tantas veces nos convocó en el pasado para protestar contra las injusticias, tal vez habría dicho ahora: ‘Conocemos eso”.

También aquí, en España, recordaba el autor de La gran perturbación, hubo unos años, entre 1975 y 1982, en los que luchar contra la dictadura y continuar luchando contra un híbrido que conservaba en lo esencial el aparato del viejo estado -y se llamaba a sí mismo “democracia”- fue particularmente duro. Y no sólo moralmente.
Hubo entonces un ministro, que había sido ya ministro con Franco y que, siéndolo, insultó gravemente a las mujeres de los mineros asturianos que en 1962 se manifestaban contra el régimen y calumnió a los intelectuales y a los estudiantes demócratas que mostraron su solidaridad con aquellas mujeres, y que luego, al morir el Dictador, en nombre de lo que él mismo empezó a llamar “democracia” se hizo célebre por justificar la represión contra los demócratas de verdad al grito policíaco de la “calle es mía”, un hombre que, sin embargo, ha conseguido el acuerdo de casi todos los medios de comunicación y de casi todos los partidos políticos de este país para que se corriera un tupido telón de acero sobre su pasado de antidemócrata y de represor.

Ese hombre, Fernández Buey se está refiriendo a Manuel Fraga, era en aquellos años presidente electo de Galicia, “una de las comunidades autónomas del estado plurinacional que es España” [2], y los medios de comunicación solían presentarlo como uno de los artífices de la democracia, cuando no le reían las gracias que nunca tuvo.

Nosotros teníamos un rey designado por el dictador y ratificado por un referéndum, el del 6 de diciembre de 1978, en el que algunos (no fue su caso, el coautor de Ni tribunos se abstuvo) votaron “por la monarquía sin que les hubieran preguntado explícitamente si querían eso o una república”. No se solía recordar pero la verdad era que todo aquello se había hecho “bajo la mirada atenta y el arbitraje decidido del ejército español”. Al callar sobre todo esto se le había llamado entonces prudencia política.
Al resultado de aquella votación en la que no se preguntaba lo esencial lo llamaron democracia. Y a la melancolía de quienes siguieron recordando lo que había sido la larga lucha contra la dictadura de Franco lo llamaron desencanto [3]. Con el tiempo se juntaron los desencantados de verdad y los que no se habían encantado nunca y aquí estamos: en la crisis de la crisis.

No sabía si Agamenón estaría de acuerdo, pero sí sabía que esa era y seguía siendo la verdad del porquero de Agamenón. También la suya.

No la traía aquí a colación para dar lecciones o consejos a los amigos demócratas rusos que estaban viviendo una transición parecida en algunos aspectos. No era eso, no era su intención. Era para ofrecerles una explicación de la enorme (y paradójica) comprensión que había encontrado en la mayoría de los partidos políticos españoles, y en la casi totalidad de los medios de comunicación, la idea de que Yeltsin había dado “un golpe de estado, y estableció el estado de excepción, y prohibió partidos políticos para garantizar la reforma y la democracia”.

Todos los medios de comunicación que se llamaban a sí mismos liberales habían justificado la restauración autoritaria en Rusia con el argumento de que, al fin y al cabo, “Yeltsin sólo mandaba disparar contra un Parlamento que no era democrático, contra el Parlamento del antiguo régimen”.

Era asombroso para el autor de Marx (sin ismos) que día tras día se siguiera diciendo una cosa así y casi sin réplica. Por eso mismo había que agradecer a la excelente revista que era Cuatro Semanas el que hubiera publicado, en su número de noviembre, un artículo de Rafael Poch de Feliu titulado “Rusia cruza el Rubicón” [4]. En este trabajo se recordaba un dato esencial, ignorado o tapado sistemáticamente durante aquellos días:
que todos los diputados del Congreso y del Soviet Supremo (Parlamento) de Rusia fueron elegidos en marzo de 1990 por sufragio universal; que en las elecciones a diputados rusos no hubo escaños corporativos ni comisiones especiales controladas por el PCUS como había ocurrido en el Congreso de la URSS un año antes; y que, por tanto, la legitimidad democrática del Parlamento era la misma que la del primer presidente electo.

La concepción liberal de la política europea, recordaba el entonces profesor de Metodología de la ciencia, había establecido que cuando se producía una situación de doble poder y esta situación era resuelta por una de las partes mediante el uso de la fuerza militar estábamos ante un golpe de estado antidemocrático. Así había calificado siempre el pensamiento liberal europeo lo ocurrido en octubre de 1917, cuando en Rusia se impusieron los bolcheviques. Pero, apuntaba críticamente,
hete aquí que este principio (y el otro principio honorable: el fin no justifica los medios) deja de valer, al parecer, cuando ganan los nuestros con los mismos medios aborrecidos (que no hay fin que los justifique, como se sigue enseñando en los institutos y en las universidades).

Dos criterios, pues, señalaba el compañero de Miguel Candel, y un solo fin: “que ganen los nuestros, nuestros amigos, los amigos de nuestros intereses económicos. Así en Rusia como en Argelia [5]”. Pero pensar y actuar así suponía la sustitución de la teoría liberal democrática de lo político por la teoría de lo político en términos de amigo/enemigo [6]. La conciencia de que el pensamiento liberal tenía dos criterios distintos y contrapuestos para juzgar las actuaciones políticas -“uno para juzgar las actuaciones de los adversarios y otro para justificar las actuaciones del hijo-de-puta-amigo”- había estado en el origen de la primera crisis del liberalismo europeo en 1871, cuando la Comuna de París. La consciencia de que la teoría de lo político en términos de amigo/enemigo explicaba mejor las actuaciones de hecho de quienes se llamaban liberales había estado en el origen de la crisis del estado liberal de Weimar.

No quería concluir con una analogía para llamar al mal tiempo. Fernández Buey había querido simplemente recordar las cosas señaladas porque, tal vez, “intercambiar experiencias y reflexiones así con los amigos demócratas rusos puede servir esta vez para encontrar vías comunes de salida a la encrucijada en que estamos”. También porque pensaba que, en aquellas circunstancias, hacer algo por la democracia en Rusia pasaba por volver a crear redes de comunicación entre las personas que seguían creyendo “en la democracia como participación de las gentes en la cosa pública y que sospechan que tal como están las cosas, para ser demócratas hoy en día hay que ser algo más que liberales” [7].

En un añadido de 13 de diciembre, señalaba Fernández Buey:
Kiva Maidánik, viejo luchador por la democracia y el socialismo en Rusia -un hombre que ya en los años cincuenta cuando tantos callaban, denunció como historiador la manipulación que el estalinismo hizo de la historia de la III Internacional [8]- ha escrito desde Moscú, el pasado noviembre, un conmovedor alegato que, por desgracia, no pude conocer al pronunciar las anteriores palabras. Afirma Maidánik que, de todas las provocaciones e infamias sufridas por los rusos demócratas en aquellos días de octubre, la peor, por inesperada, por “constituir una sorpresa incomprensible y monstruosa”, ha sido la reacción de Occidente, y muy particularmente, el silencio culpable ante el golpe de Yeltsin de la “izquierda social” de este lado del Rin.

Ahora, proseguía, al comenzar 1994, el “mal tiempo”, al que no se quería llamar, estaba ya ahí: el resultado de las elecciones de diciembre era algo más que un mal presagio. Se veía venir, las encuestas lo preveían. Pero “los intereses mercantiles de los inquisidores del siglo XXI taparon, una vez más, lo elemental: la gente digna está harta de que la traten mal, como a siervos otra vez”.

Los poderosos del mundo rico creían de nuevo que la culpa era de los incultos rusos cegados de vodka. Volvía la infinita zafiedad racista sobre el tártaro que salía al rascar al ruso. El lector de Tolstoi, Platónov y Zamiatin finalizaba esta nota complementaria con las siguientes palabras:
¿Por qué será que, una y otra vez, los prepotentes mandamases del capitalismo, cuando hay conflicto en Rusia, eligen siempre lo que los rusos llaman el pantano? ¿Tal vez porque no se han dado cuenta todavía de que, en ocasiones, al rascar a un liberal sale un nazi? No entienden nada. Quizás porque los banqueros y controladores que son sólo liberales no leen a Dostoiewski. Lo pagarán. También ellos.

Notas.

1) Octavi Pellissa fue uno de los fundadores del CTD, amigo del autor, uno de los primeros militantes universitarios del PSUC-PCE tras la guerra civil (ingresó en el partido en 1955), falleció en 1992, a los 56 años de edad. Puede verse S. López Arnal: “Entrevista con Josep Torrell sobre Octavi Pellissa”. http://www.sinpermiso.info/textos/sobre-octavi-pellisa-1935-1992-entrevista

2) La formulación no debería dar pie a confusiones. Francisco Fernández Buey fue un filósofo y militante profundamente antinacionalista. Véase por ejemplo Sobre federalismo, autodeterminación y republicanismo, Vilassar de Mar: El Viejo Topo, 2015.

3) Véase “Fin del desencanto, ¿final del encantamiento?”, mientras tanto, nº 1, noviembre-diciembre de 1979, pp. 9-11.

4) Fernández Buey escribió un amplia y detallada reseña de La gran transición. Véase 1917. Variaciones sobre la Revolución de Octubre, su historia y sus consecuencias, Vilassar de Mar: El Viejo Topo, 2017, pp. 211-220.

5) El autor hace referencia a los sucesos de enero de 1992. Bajo la presión del ejército argelino, dimitió el presidente Chadli y se anuló la segunda vuelta de las elecciones. El ejército, con el apoyo del FLN, instauró el «Alto Consejo de Estado». Se disolvió el FIS, sus líderes fueron arrestados, asesinados en algunos casos, y se declaró el estado de emergencia en el país.

6) Para la revista Sistema (desconozco si llegó a publicarse), Fernández Buey escribió “Carl Schmitt en el barco negreros” (marzo de 1989), una muy elogiosa reseña del libro de José Antonio Estévez Araujo Schmitt en Weimar. Puede consultarse ahora en la documentación del autor depositada en la Biblioteca Central de la UPF. Finalizaba su escrito con estas palabras:
En suma, una contextualización inteligente y una capacidad para el análisis de lo concreto poco habitual hacen de Schmitt en Weimar una aportación interesantísima en el campo de la filosofía política. Una aportación en la que me permito destacar, por último, el talante equilibrado con el que se valora en el libro tanto la crítica a la concepción positivista de lo jurídico como aquellos otros rasgos del pensamiento de Schmitt que nuestro autor considera más discutibles o negativos: su excesiva naturalización del conflicto y del antagonismo social, su esquematismo en el diagnóstico sobre la democracia representativa, su reducción de las discrepancias sociales que se manifiestan en conflictos de intereses a la siempre recurrente discrepancia entre convicciones en sentido fuerte, su falta de atención respecto de aquellos mecanismos de formación y configuración de la hegemonía (que no es sólo fuerza o violencia, sino también consentimiento y lucha de ideas, trabajo cultural), etc. El fruto principal de estos aciertos metodológicos e historiográficos es una explicación muy plausible de la intencionalidad política y de la función precisa de conceptos y categorías schmittianos que contrasta con el carácter acrítico de la mayor parte de aquellas interpretaciones que subrayan la neitral “fecundidad” en abstracto de un pensamiento político-jurídico tan realista y atrayente como discutible.
Hace tiempo que nos estaba haciendo falta una reconstrucción racional y crítica del pensamiento de Carl Schmitt como la que en su caso llevó a cabo el joven Sacristán en Las ideas gnoseológicas de Heidegger. A eso viene, creo, La crisis del estado de derecho liberal.

7) Véase F. Fernández Buey, “Algo más que liberales” https://elpais.com/diario/1992/01/03/opinion/694393208_850215.html

8) Kiva Maidánik criticó también la aniquilación de la Primavera de Praga por las tropas del Pacto de Varsovia. Salvo error de nuestra parte, Maidánik, expulsado del PCUS, y Fernández Buey se conocieron personalmente durante unas jornadas organizadas por el PCC a principios de los años noventa en Barcelona con el título: “Les raons del socialisme”. Ambos intervinieron en las jornadas. La intervención de Maidánik, recogida posteriormente en un libro del mismo título, sigue conmoviendo por su lucidez y coraje políticos. Este gran intelectual soviético falleció en 2006.
Algunas de las cartas cruzadas entre ambos (Poch de Feliu hizo en ocasiones de mensajero) pueden consultarse en el archivo FFB de la Biblioteca Central de la Pompeu Fabra.

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