Corrupción en una democracia realmente existente
Francisco Fernández Buey
El 25 de agosto de 2022 hizo diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se han organizado diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 estamos publicando como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.
Publicado en Jueces para la democracia, n.º. 20, 3/1993, pp. 3-6.
Anexo 1: «Democracia» (2003)
Anexo 2. «La Europa de Fontana».
Hay un intento desesperado por presentar los numerosos casos de corrupción declarados durante los últimos meses en España como si se tratara de un asunto limitado, delimitado y controlado, que no afecta –se dice– al tipo de gobierno ni a la esencia del sistema democrático existente. El partido gubernamental [PSOE] y el sistema imperante –se sigue diciendo– son honrados; lo único que pasa, como en todas las familias, es que al partido y al sistema les han salido ranas unos pocos hijos o amigos. Ni siquiera vale la pena repetir los nombres de aquellos que con su conducta abochornan hoy en día al dios padre en esta democracia. Pero sí conviene decir que ésta es la versión oficial que tiene de la corrupción el partido gobernante.
Hay variantes de esa versión, naturalmente. El señor presidente [Felipe González], pese a sentirse abochornado, tiende a quitar importancia en sus comparecencias públicas al comportamiento de los corruptos, mientras que otros miembros de su partido prefieren soltar ahora contra esos mismos corruptos toda la bilis y toda la caballería que no soltaron cuando los «traidores» eran, según decían ellos mismos, «honrados compañeros».
¿División técnica del trabajo o división del alma?
En cualquier caso, las varias variantes de esta versión gubernamental de las cosas que están pasando en el país tienen también, como es obvio, sus varios teóricos.
A ellas responden (sin apenas ocultar el objetivo de que hay que dorar la amarga píldora de la corrupción de los propios, o sea, de los conocidos en el poder) algunos de nuestros profesores e intelectuales, los cuales actúan en los principales medios de comunicación como si se les hubiera encargado de la intoxicación y descerebramiento de la opinión pública.
Es penoso pero hay de decirlo, porque es verdad. ¡Y para que no se diga luego que se acabó lo del compromiso de los intelectuales! No nos engañemos: siempre hubo dos tipos de compromiso de los intelectuales: con el poder y los de arriba/con la disidencia y los de abajo. Sé que hay un abanico de casos intermedios. Pero también sé que en los momentos malos, y éste es uno de ellos, las varillas del abanico acaban reduciéndose a dos.
¡A los hechos!
Primero fue Javier Pérez Royo según venía de Johannesburgo; después Fernando Savater, que lleva camino de convertirse en el martillo de herejes de la España fin de siglo; casi al mismo tiempo Enrique Gil Calvo, quien, de vuelta ya de sus soflamas antisindicales de ayer sobre el «enriqueceos todos», es lógico que acabe salvando el sistema del enriquecimiento; luego Jordi Solé Tura, el armonizador, para quien últimamente toda crítica que no coincida con su propio punto de vista está, por definición, mal planteada; y, por último, aunque no en importancia, naturalmente, llegó Miquel Porta Perales para descubrir el nuevo mediterráneo donde todo crítico del poder establecido es necesariamente un fundamentalista recalcitrante.
Los nombrados no son, desde luego, los únicos; pero sí son los más conocidos. Llevan semanas y semanas arrojando agua, arena y polvo al incendio de las pasiones populares que les parecen «desmesuradas»,«ignorantes», «sesgadas»,«ininteligibles» o «peligrosas», según la casos. Y, de paso, porque no se defiende al poder en balde, ninguneando a los amigos de otros tiempos por el procedimiento de identificarnos sin contemplaciones con la herencia de Dolores Ibárruri o con Herri Batasuna, y hasta con Aznar.
Lo más chocante del comportamiento del intelectual-bombero fin de siglo es algo que ha visto muy bien hace unas semanas Antonio Elorza: el dogmatismo ejercido supuestamente en nombre de la tolerancia. Están hablando y escribiendo como si lucharan a brazo partido contra la Inquisición renovada, como si aquellos a los que critican fueran el poder realmente existente; como si los disidentes del poder (que hoy son, casi todos –aquí y en todas partes–, escépticos, perplejos, irónicos y equilibrados, o resistentes insumisos con buen humor) fueran de hecho extremistas o terroristas.
Dicen hablar y escribir en nombre de la tolerancia y de la ilustración históricas y se comportan sencillamente como déspotas fundamentalistas del liberalismo en su parcela de poder.
Y lo que es más importante: repiten, repiten y repiten en cien formas distintas un único argumento, aquél elaborado en el 84-85 por Pradera, Paramio y el difunto Claudín para mantenernos en la OTAN a toda costa: quien no quiera el menos malo de los mundos posibles está queriendo el peor de los mundos por venir. Aquel argumento, adaptado a los nuevos tiempos, reza: o tapamos a los que tapan a los pocos corruptos porque son de los nuestros (nueva versión de la vieja cantinela: «la izquierda real, no utópica», «el socialismo real, el único posible») o nos cargamos la democracia y ayudamos a que venga la reacción.
Los que tratan de quitar importancia a la magnitud de la corrupción, como si la corrupción apenas tuviera que ver con esta democracia, todavía no han caído en la cuenta –y esto es lo peor de todo– de que Berlusconi, y Craxi y Fini no son la consecuencia de la crítica seria y leal de la «democracia» realmente existente, no son la consecuencia –como se está diciendo– del intento, tan respetable, de los jueces de Manos Limpias por atenerse a la legalidad en serio, sino al contrario: Berlusconi, y Craxi y Fini son el efecto perverso de una democracia demediada, de la imposición al pueblo, precisamente, de un concepto muy pobre de democracia, del fundamentalismo liberal, en suma.
El intelectual-bombero del fin de siglo ha perdido la memoria. No recuerda ya que hay antecedentes de situaciones psicosociológicas así. No ha visto, o no quiere ver, que algo parecido a esto que estamos viviendo (y esperemos que la cosa se quede sólo en parecido) ocurrió ya en Italia durante la crisis de los años veinte, como intuyó Antonio Gramsci en L’Ordine Nuovo; y en la Alemania de Weimar en la crisis de los años veinte/treinta, como apuntó Hans Kelsen en su propuesta de reforma del parlamentarismo contenida en un célebre ensayo sobre la ampliación de la democracia participativa.
También este olvido tiene una explicación material, que no es responsabilidad, obviamente, de las personas aquí nombradas: primero fue la frivolización de la resistencia antifascista en Italia, en Francia, en Alemania, aquí mismo («no hubo héroes, todos fuimos iguales»: mentira); luego la trivialización del ascenso histórico del fascismo y del nazismo («estética y juventud, nada de lucha entre clases, nada de crisis de la democracia liberal, nada de crisis cultural»: mentira otra vez); y, por último, como suele suceder, la pérdida de identidad sociopolítica de quienes más la necesitan («estos son aquéllos», le hizo decir un día, no hace mucho, El Roto a su mono: verdad).
Hay un ejercicio para jóvenes historiadores en formación que ayudaría mucho a la hora de dilucidar de dónde salen estos lodos de ahora. Sólo pondré un ejemplo: estudiar exhaustivamente las loas a Bettino Craxi aparecidas en los medios de comunicación autorizados (aquí y en Italia) desde 1979 hasta 1993 en nombre del «verdadero socialismo», del socialismo «liberal» y «antiautoritario»; loas, como se podrá comprobar, paralelas y simultáneas a la trivialización de la resistencia antifascista y al descrédito del único liberalismo digno de tal nombre, el de la «herejía liberal» (el de Berlinguer y los suyos por lo que hace a Italia) que hubo en esos años, cuando casi nadie creía lo de «que viene el lobo». Hay muchas perlas de esas para historiadores jóvenes en las hemerotecas. En Italia y aquí. Tal vez se podría comprobar incluso que los autores de las loas a Craxi, el «verdadero socialista» de ayer, son los mismos que hoy llaman fundamentalistas a todos los críticos del poder. Lo cual nos ayudaría a explicar muchas más cosas.
Aunque sea ir contra la corriente conviene decirlo. Creo que la verdad es lo contrario de lo que está pregonando la general coincidencia que se respira en los principales medios de comunicación de este país: la corrupción es parte sustancial de esta cuasidemocracia nuestra, y ocultarlo es precisamente lo que está poniendo en peligro la democracia [anexo I] que podría ser (en Italia, por cierto, estaba en peligro antes de que llegara Berlusconi: la pusieron en peligro los corruptos pseudocristianos y pseudosocialistas que gobernaban en comandita).
En realidad hay en el país por lo menos dos tipos de corrupción igualmente importantes: la de siempre y la nueva. La de siempre es la de [Mario] Conde y los suyos; la nueva es la de la «clase política ascendente». Sé que, también en esto, el abanico tiene más varillas, pero las otras cuentas poco ahora. La batalla política que se libra actualmente en los medios de comunicación es, sin duda, un efecto calculado de la decisión simultánea, tomada en los cuarteles generales de unos y otros, para sacar a la luz pública los trapos sucios del adversario. Sólo así se explica que lo que ayer se vendía a la ciudadanía como la normalidad del «enriquecerse» (la conducta de Conde alabada por todos los medios) o del gobernar democrático (la bondad de los fondos reservados para luchar contra el Mal) se haya convertido de repente en comportamiento anormal, desviado, sobre el que han de decidir los jueces. Sólo así se explica que la tradicional moderación política de la mayoría de los jueces empiece a verse también, en Italia y aquí, como «extremismo» por parte de los responsables de Interior y de Justicia.
Saber esto, decirlo y, sobre todo, obrar en consecuencia no es abrir camino a Berlusconi y los suyos. Lo que de verdad lleva al pantano es el ambiente psicosocial que se crea cuando, desde arriba, los unos tratan de tapar las corrupciones de los amigos y los otros empiezan a fijarse en la «corrupción generalizada»: el malestar cultural, la sensación de desorden permanente. Porque es seguro que, además de la vieja corrupción de los multimillonarios que se enriquecen en dos días y de la nueva corrupción de los políticos que se quedan con el dinero de las pobres gentes, hay otras corrupciones por abajo, también tradicionales, cómo no. Entre ellas la del pícaro. Pero una de las cosas que más confusión está creando en la situación actual es el papel de los «despistadores» de tantas tertulias radiofónicas en las que supuestos expertos lo amontonan todo sin orden ni concierto ni distinción. Se crea, se está creando así, ese estado de ánimo característico del «vivir-en-un-charco-de-ranas» en el que se supone, siempre se supone, que todo bicho viviente está enlodado, y en el que sólo reina una filosofía: la del «depende, depende, todo depende».
Para evitar que el pantano crezca hay que distinguir: hay que saber qué es lo importante y con quién se está. Esto puede parecer cosa de antiguos, pero tampoco está escrito en el libro de los libros que las moderneces sean siempre mejores que las tradiciones. Así que hay que intentarlo.
La corrupción que estamos conociendo viene, sobre todo, de la financiación irregular de los partidos políticos; la financiación irregular de los partidos políticos se ha juntado por algún tiempo con las operaciones financieras irregulares de los grandes del dinero; de esta alianza (hoy parcialmente rota) viene la oligarquización de la democracia, la concentración del poder real (que incluye la circulación de información y conocimiento de las operaciones irregulares de unos y de otros) en unas pocas manos; y la oligarquización de la democracia viene de la mercantilización constante de la política, del haber convertido la política en mercado, en espectáculo y en técnica de marketing.
Para salir de este pantano se necesita otro concepto de democracia.
Hace falta suponer que democracia, o sea, gobierno del pueblo, no ha habido todavía nunca bajo las estrellas al menos en el planeta llamado Tierra. La griega, que todos admiramos, se construyó sobre los hombros de esclavos (el historiador Josep Fontana acaba de escribir una página luminosa sobre esto en Europa ante el espejo [anexo 2]). Sabemos, sí, que el pueblo es soberano, y que, según la constitución, aquí manda el pueblo; pero hay que tener la valentía de preguntar una vez más, como lo hizo en su día el poeta Erich Fried, quién manda aquí realmente. Preguntar, a veces, ofende. Pero al final del siglo XX, y en Europa, y hablando de política, conviene preguntar dos veces. Por lo demás, tampoco distinguir es una novedad: ya Aristóteles, en el libro sexto de la Política, diferenciaba varias formas de democracia en función (¡precisamente!) de los pueblos y de los elementos que dan carta de naturaleza a esta forma política.
Supongamos, pues, que la nuestra, esta democracia «realmente existente», es sólo una aproximación al gobierno del pueblo. Y no de las mejores que en el mundo han sido, puesto que la libertad y la equidad están limitadas por cosas tales como: 1º el Jefe del Estado y del Ejército quedan fuera del circuito democrático y sus actuaciones, de hecho, fuera de toda crítica pública; 2º se reservan secretamente fondos del Estado al margen de cualquier control democrático; 3º hay torturas que se tapan, policías supuestamente incontroladas y servicios de información al margen (o contra) la ciudadanía; 4º los principales partidos políticos no sólo se financian irregularmente, sino que funden de manera constante, y con consentimiento mutuo, lo que es público con lo que es privado en función de sus propios intereses; 5º el Ministerio de Hacienda actúa discriminando conductas e invirtiendo de hecho el signo de la redistribución; 6º se encarcela a los insumisos y objetores que se atreven a decir en voz alta lo que todos pensamos (¡basta de guerras y de ejércitos!); 7º se impide la discusión racional acerca del derecho a la autodeterminación de las naciones que componen el estado plurinacional (en el que todos reconocemos que vivimos en las páginas de cultura de los periódicos para negarlo en seguida en las páginas de opinión política); 8º se recortan en la legislación laboral aquellos derechos de los trabajadores que habían sido admitidos constitucionalmente para corregir desigualdades derivadas de las diferencias de fortuna; 9º se convierte de hecho la libertad de prensa y pensamiento en insulto casi monocorde y cotidiano a los trabajadores críticos que protestan en favor de sus derechos; 10º se completa la oligarquización de lo político con el cuasimonopolio de los medios de información, lo que junta oligarquía y demagogia.
Lo que en día se llamó «cuarto poder» se está convirtiendo en España en ejemplo de demagogia oligárquica. En los media siempre se critica (hasta ahora impunemente) a los trabajadores sindicados en nombre de los parados (sin hacer nada por ellos ni proponer nada para que dejen de estarlo); a los parados en nombre de los que tienen trabajo (siempre que éstos no estén sindicados o quieran sindicarse); a los sindicatos, por el bajo nivel de afiliación existente en España; y a los trabajadores que se sindican, por no tener que ver con la mayoría de los trabajadores que no están sindicados. Tal es el discurso generalizado del oscurantismo prefascista.
Supongamos ahora por un momento, lo cual no es mucho suponer (puesto que también hay respetables profesores universitarios, nada extremistas ni fundamentalistas, ni siquiera italianos, que lo han supuesto así) que las elecciones sólo, sin más, no son aún la democracia. En este caso, si la democracia es un ideal (como otros), y parece justificado llamarlo de este modo teniendo en cuenta lo mal que huele en las «democracias» existentes, entonces el discurso, enfriador de pasiones, de Pérez Royo, de Savater, de Solé Tura, de Gil Calvo y los demás no parece ya tan atendible, ni siquiera desde el punto de vista de la defensa de la democracia. Pues bien podríamos decir que nuestro ideal de democracia es más alto que el suyo, limitado, como se ve, a la democracia realmente existente por comparación con la «democracia» berlusconiana que se ve venir.
Para ser más precisos y hacer justicia a todos los citados habría que decir: nuestro ideal de democracia es su ideal de democracia antes de que se decidieran a hacer de bomberos de la democracia realmente existente. Pues también Pérez Royo cuando escribía en Materiales, Savater cuando escribía el Panfleto contra el todo, Gil Calvo cuando escribía la Lógica de la Libertad y Solé Tura cuando traducía a Gramsci y a Althusser tenían un ideal de democracia muy parecido a este nuestro de ahora.
Desde este otro concepto de la democracia como ideal la corrupción actualmente existente en España no se ve ya un asunto limitado y al que haya que quitar importancia, sino como un problema gravísimo cuya génesis conviene conocer si no se quiere que el clamor actual contra la democracia realmente existente se convierta mañana o pasado mañana en desprecio absoluto de la democracia en general.
Lo que ha ocurrido en la Europa de los últimos años con el otro gran ideal de nuestra ilustración, el socialismo, debería dar que pensar a los defensores a ultranza de la democracia realmente existente y a los que arrojan agua fría contra las justas pasiones de los de abajo. El ideal de la sociedad socialista de libres e iguales se ha venido abajo desde el momento en que todo el mundo ha caído en la identificación del socialismo con el «socialismo real» o con el mero estado del malestar realmente existente.
Desde este otro concepto de la democracia (republicana, naturalmente) por profundizar, o tal vez por hacer, la corrupción actual se ve como el efecto de otros procesos temporales que conviene recordar ahora que se habla de comisiones para investigar la financiación irregular de todos los partidos políticos.
Si nos pusiéramos de acuerdo en que democracia no es todavía esto que hay ahora; en que se puede hacer mucho todavía en favor del establecimiento de unas reglas del juego que nos permitieran acercanos más a eso que se ha llamado gobierno del pueblo; si perdiéramos, por tanto, el miedo a decir la verdad, porque más allá de la verdad puede estar Berlusconi, y Fini, y los otros, entonces tendríamos que empezar a pensar en contestar con franqueza a preguntas como éstas: ¿de dónde vino y a dónde fue a parar el dinero que amamantó entre el 75 y el 77 al sindicato y partido socialistas? ¿era«blanco» o era «negro»? ¿dónde se fue y para qué sirvió el dinero que se despistó en Banca Catalana? ¿cómo se financió la UCD en la transición? ¿de dónde salieron los millones para la fracasada operación Roca? ¿de dónde los millones para financiar la campaña del PSOE favorable a la OTAN? ¿por qué se cerró el caso Naseiro? ¿por qué seguimos sin saber los datos esenciales del caso Filesa? ¿con qué objeto y a cambio de qué se han favorecido desde el poder operaciones financieras y negocios empresariales irregulares?
Se puede adelantar una hipótesis para tratar de contestar tales preguntas: mercantilización de la democracia, oligarquización de la política. Que la mercantilización y la oligarquización estén afectando también a lo que un día se llamó izquierda se debe sencillamente a esto: querer hacer como ellos, como los otros, como la derecha. Primero en política; después en lo demás.
En el fondo lo sabíamos desde hace tiempo: el poder corrompe. Lo que nunca queremos acabar de aceptar es esto otro: también corrompe a los que han sido nuestros amigos.
Anexo I. Democracia
Probablemente el esquema de una conferencia impartida en Terrassa (Barcelona), 28/XI/2003.
1.1. La democracia no es, como se enseña habitualmente en las escuelas, un sistema o un régimen; es un proyecto en construcción y una forma de resistencia que han ido cambiando continuamente a lo largo de la historia.
1.2. La democracia siempre está en crisis. La crisis es parte de la sustancia de la democracia. Y cuando los que mandan en el mundo dicen eufóricamente que no lo está, entonces la democracia corre peligro realmente.
1.3. Hablando con propiedad, democracia, en el sentido literal de la palabra, o sea, «gobierno del pueblo», no ha habido nunca en el mundo. Como gobierno del pueblo la democracia es un ideal. Al que conviene aspirar siempre, pero a sabiendas de que es eso: una idea reguladora por la que deben regirse nuestros comportamientos en la polis.
1.4. Toda democracia realmente existente, desde Atenas hasta el momento actual, ha sido imperfecta. De ahí los múltiples adjetivos que, a lo largo de la historia, ha habido que inventar para calificar a las democracias realmente existentes: esclavista, municipalista, comunitarista, estamental, teocrática, censitaria, formal, indirecta, representativa, parlamentaria, plebiscitaria, autoritaria, orgánica, corporativa, popular, material, directa, radical, económica, social, deliberativa, participativa, inclusiva, etc.
Solo que hay grados de imperfección. Y si el mal menor (o minorizado) resulta ser un bien, el bien menor (o minorizado) resulta ser un mal (Leibniz, Lessing).
1.5. La democracia es una construcción histórica. Y, como tal, su existencia, mantenimiento, enriquecimiento y profundización tiene mucho que ver con la memoria histórica de los ciudadanos. Sin memoria histórica la democracia se debilita.
1.6. No hay democracia, sino democracias (en plural). Todo intento de reducir a la unidad el concepto de democracia conduce al procedimentalismo, a la consideración de la democracia como mero conjunto de reglas procedimentales o de funcionamiento.
1.7. Las reglas o procedimientos de la democracia llamada liberal o representativa son: sufragio universal, división de poderes, existencia de partidos políticos organizados, existencia de un parlamento, existencia de una carta constitucional mayoritariamente aprobada y alternancia en la gobernación.
Pero también estas reglas o procedimientos son la consecuencia de diferentes (y largas) batallas históricas, en el marco del pensamiento liberal y discutiendo con él.
1.8. El cumplimiento de tales reglas o procedimientos es conditio sine qua non para hablar de democracia política en serio, pero ni siquiera hoy es garantía de la justicia y de la igualdad entre los ciudadanos. Puesto que:
1.9. La universalización del sufragio está en función del concepto imperante de ciudadanía e incluso en las sociedades europeas actuales la concesión de la ciudadanía depende de requisitos o exigencias que no todas las personas cumplen, como se ve actualmente en el caso de los inmigrantes no-comunitarios.
1.10. La división o separación de poderes (gubernamental o ejecutivo, legislativo y judicial) es un principio básico de la democracia. Se formuló precisamente para evitar las derivaciones autoritarias (cesarismo, napoleonismo, etc). Ya cuando fue formulado el principio (Montesquieu) se reconocía que entre los tres poderes clásicos habrá siempre tensión o conflicto y que, en la práctica, la independencia del poder legislativo y del judicial respecto del ejecutivo es muy difícil de alcanzar.
También, pues, la separación de poderes tienes carácter normativo. Hay que aspirar a ella sabiendo de su dificultad. Reconocimiento que refuerza la idea de la democracia en construcción.
1.11. En el reconocimiento de esta dificultad que representa la separación de los poderes clásicos hay que enclavar el surgimiento de lo que se llamó «el cuarto poder», o sea, inicialmente, la prensa escrita, independiente de los otros tres poderes. Pero del «cuarto poder» se puede decir lo mismo que de los otros: la independencia o separación formal no garantiza su independencia real.
Por eso algunos teóricos de la democracia han insistido recientemente en la idea de que la ampliación o profundización de la democracia en nuestras sociedades implica la democratización de los medios de comunicación.
1.12. La existencia de partidos políticos organizados es consustancial a la democracia moderna, al menos en su forma europea-occidental. Aunque se viene hablando desde hace mucho tiempo de la crisis de la forma partido, aún no se ha encontrado otra forma mejor para garantizar la representación política de los ciudadanos. Todos los intentos conocidos hasta ahora de limitar, suprimir o abolir los partidos políticos han conducido a fórmulas autoritarias.
Anexo 2: La Europa de Fontana
Reseña de Europa ante el espejo, Barcelona: Crítica, 2000.
Durante mucho tiempo los europeos hemos pensado que Europa era el mundo y la historia de Europa la historia universal sin más. En ese tiempo hacer la síntesis de lo que ha sido la evolución de nuestro continente a lo largo de los siglos fue una tarea ímproba, de titanes casi siempre dispuestos a cargar con el fardo de una filosofía de la historia. Ahora que empezamos a pensar que Europa es sólo una parte del mundo, y que éste ha sido y es más grande que lo que ha cabido y puede caber en nuestras filosofías etnocéntricas, aquella tarea de escribir una síntesis de la historia de Europa se ha hecho aún más difícil. Pues ello requiere no sólo consciencia de las limitaciones de nuestra historiografía y grandes conocimientos de las otras culturas sino también comprensión para con muchas de aquellas cosas (ciencias y técnicas desvirtuadas, costumbres e ideas despreciadas) de los otros (africanos, asiáticos, americanos) que durante generaciones y generaciones se nos ha enseñado que no nos deberían gustar o que son inferiores a las nuestras.
Si se tiene en cuenta esta dificultad sobreañadida a la dificultad que ya tenían las antiguas síntesis historiográficas, Europa ante el espejo, la última obra de Josep Fontana, habrá de ser considerada como un hito, como un trabajo indispensable, tan apasionante como excelente.
Para escribir una síntesis plausible de la historia de Europa a estas alturas de la autoconciencia europea hay que sortear al mismo tiempo dos grandes obstáculos: la repetición de los viejos tópicos en una forma adecuada a la sensibilidad de la época en que se escribe (o sea: el volver a decir lo mismo pero de otra manera) y la originalidad pretenciosa del profesional que decide romper todos los espejos para hacerse un lugar bajo un sol sin espejos. Fontana ha sabido sortear bien estos dos riesgos. Ha cumplido el objetivo que propone Jacques Le Goff en el prólogo a la obra: ser distinto en la fidelidad y nuevo en el progreso.
En ciento cincuenta páginas Fontana ha construido su síntesis con un estilo ágil y directo, claro y preciso siempre, contundente en ocasiones. El resultado, Europa ante el espejo, tiene las virtudes de las grandes panorámicas historiográficas, de la historia razonada: afirma argumentando, enseña discutiendo tópicos, dialogando con otros sin pedantería y deleitando a los más con numerosos ejemplos tan singulares como poco conocidos.
Desde el primer capítulo del libro Fontana ha decidido bucear en los tópicos con que los europeos hemos construido nuestra propia historia para así diferenciarnos de las demás culturas. El historiador ha emprendido esta tarea de desmitificación situando a Europa ante nueve espejos deformantes que ella misma ha ido creando para, al mirarse en ellos, afirmar su superioridad a lo largo de los siglos: el bárbaro, el cristiano, el feudal, el del diablo, el rústico, el espejo cortés, el espejo del progreso y el espejo del vulgo.
No todos los capítulos están igual de bien construidos. Se tiene la impresión de que los espejismos que producen los dos últimos espejos no han podido ser analizados con el mismo detenimiento que los anteriores, tal vez porque el espacio de las 150 páginas apremiaba o porque la preocupación y la perplejidad que produce lo que se dice que somos hoy los europeos se hacían insoslayables al historiador. Pero el resultado final, fuera ya de la galería de los espejos, es una soberbia visión desmitificadora de lo que ha sido la historia de Europa desde los griegos hasta nuestros días: una visión crítica, equilibrada, en la que, sobre todas las cosas buenas, que son muchas, llama la atención la decisión con que se argumenta el propio punto de vista y se reflexiona acerca de la importancia que el etnocentrismo ha tenido a lo largo de los siglos.
El recorrido por la galería de los espejos deformadores sugiere tres cosas que importarán a muchos: 1º que Europa en su génesis y evolución es una historia de mestizaje; 2º que la legitimación de la superioridad de los europeos no se ha hecho sólo a través del etnocentrismo sino también (sobre todo en estos últimos siglos) arrebatando su historia y su conciencia a las clases populares para reducirlas al papel de salvajes interiores; y 3º que a juzgar por las deformaciones en la valoración de las otras culturas, y por la cantidad de cabos sueltos que quedan en nuestra propia historia, nos conviene tomar cum grano salis eso que habitualmente llamamos enseñanzas de la Historia (no digamos ya las filosofías generales para uso de los hombres por venir deducidas de tales enseñanzas). Fontana sólo concede cierta validez universal a una de las «lecciones de la historia». Y esta es negativa: «no hay muralla que proteja permanentemente a una colectividad de los invasores que la amenazan sin el establecimiento de alguna forma de pacto» (pág. 155).
Además de punto de vista hay muchas verdades de historiador sabio en los diez capitulillos de Europa ante el espejo. Por eso hay que leer el libro. Pero en una presentación de urgencia yo empezaría destacando precisamente aquellos pasos que nos sugieren romper con los tópicos más acendrados sin por ello derivar hacia tópicos contrarios (que ya se están construyendo también). Por ejemplo: el tratamiento que se hace en el libro del contraste griego/bárbaro como enmascaramiento de una realidad de orígenes mestizos (pág. 14). O la pertinente advertencia para que se distinga entre oficialización del cristianismo y cristianización del Imperio (pág. 31). O el tratamiento que se da al caso tremendo de los cátaros (págs. 67-71). O la llamada de atención, en el capítulo dedicado al «espejo salvaje», sobre el auge de la esclavitud en la época de la Ilustración y cómo los primeros teóricos del racismo partieron de la tradición ilustrada de Montesquieu, Buffon y Voltaire. O la precisión del tópico, tantas veces repetido, según el cual, los hombres de la escuela escocesa inventaron «el progreso»: sería más exacto decir –afirma Fontana– que «inventaron el atraso» de los demás para definir, mirándose en este espejo, su propio progreso (pág 122). O, por poner otro ejemplo, el análisis de la invención del concepto de Oriente y la desmitificación particularizada de los beneficios obtenidos por el colonialismo y el imperialismo (130-131). O la página polémica acerca del proceso que llevó a la constitución del estado moderno contra el tópico de su surgimiento de súbito (p. 136) y atendiendo al factor consenso, a la importancia concedida a la «opinión». O, por último, la discusión que se entabla sobre lo que llamamos «despotismo oriental» en el marco del estudio de las razones del éxito europeo en el concierto internacional de las naciones (págs. 149 y ss.).
Una de las ideas más interesantes de esta síntesis de Fontana es la de que pudo haber habido otras historias de Europa porque hubo hombres y mujeres europeos que se vieron a sí mismos y a los otros de una manera distinta a como quieren los tópicos que nos veamos. La cultura crítica y las acciones de resistencia de los de abajo en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna era de hecho una alternativa a la vía de evolución que se ha seguido. Recuperar esa historia no es inventar otro mito sino salvar del menosprecio a «la pequeña tradición» de los iletrados, de las pobres gentes de Europa, sin la cual tampoco podríamos comprender de verdad a algunos de los grandes de la gran tradición, de la tradición letrada, a Maquiavelo, a Pieter Bruegel, a Rabelais entre ellos.
Un ensayo, éste de Fontana, que da qué pensar y que sin duda contribuirá a cambiar muchos esquemas establecidos.