Reflexiones sobre el «capitalismo político»
Lola Seaton
Publicamos una segunda entrada sobre el debate iniciado por el artículo de Dylan Riley y Robert Brenner que publicamos recientemente. La discusión fundamental es sobre el posible estancamiento secular del capitalismo, especialmente el estadounidense, y las respuestas políticas que generaría.
Las «Siete tesis sobre la política estadounidense» de Dylan Riley y Robert Brenner, publicadas después de las elecciones legislativas del invierno pasado, han sobrevivido a su ocasión inmediata de forma sorprendente. El artículo desencadenó un debate reflexivo, amplio y, en ocasiones, técnicamente intrincado que ha trascendido las páginas de New Left Review –ha suscitado respuestas en Jacobin y Brooklyn Rail, ha dado lugar a Substacks y podcasts– y ha abarcado varias generaciones. Los interlocutores de Riley y Brenner en la revista hasta ahora –Matthew Karp, Tim Barker y Aaron Benanav– forman parte de una cohorte de intelectuales radicales formados por las secuelas de la crisis de 2007-12; la riqueza y el rigor de la discusión actual supera con creces lo que el análisis de izquierda podía reunir hace una década.1 El objetivo inmediato de «Siete Tesis» era doble: en primer lugar, explicar los resultados inesperadamente sólidos de los demócratas en las elecciones de mitad de mandato y, en segundo lugar, evaluar la complexión ideológica y las consecuencias macroeconómicas del «Bidenismo», es decir, los estímulos fiscales y las políticas neoindustriales econacionalistas de la Administración: la Ley Bipartidista de Inversión en Infraestructuras y Empleo de 2021, y la Ley de Chipses y Ciencia y la Ley de Reducción de la Inflación, ambas aprobadas en el verano de 2022. Las variadas tesis de Riley y Brenner –«aproximadas», «inacabadas» y «propuestas con un espíritu experimental y provisional»– estaban «destinadas a provocar un debate más profundo». Antes de revisarlas en detalle, merece la pena reflexionar: ¿por qué tuvieron éxito?
En contra de la tendencia del comentario político estadounidense a descuidar la «historia económica que estructura los cambios en el sistema político»,2 las «Siete Tesis» intentaban comprender los acontecimientos coyunturales –resultados electorales, políticas gubernamentales– vinculándolos a una «profunda transformación estructural» dentro del capitalismo estadounidense, a saber, la aparición de un «nuevo régimen de acumulación: llamémoslo capitalismo político», bajo el cual «el poder político en bruto, más que la inversión productiva, es el determinante clave de la tasa de rendimiento». Al esbozar estos cambios estructurales a largo plazo en la dinámica de la acumulación, Riley y Brenner trataron de aclarar las condiciones y los parámetros de la política. Es la profundidad de su análisis lo que explica la intensidad y el calibre del compromiso que ha suscitado, así como, quizás, el carácter preponderantemente crítico de las respuestas. Una investigación sobre el sustrato material y las «estructuras» de la política estadounidense, inevitablemente algo esquemática y general, está destinada a eludir o distorsionar algunos de los aspectos más matizados de la coyuntura, especialmente una tan compleja y fluctuante como la de principios de la década de 2020.
Cualesquiera que sean los escollos de este enfoque, la mayoría coincide en que las desconcertantes características del periodo actual justifican una teorización nueva y ambiciosa como la que se expone en «Siete tesis». El debate es un intento de abordar una sucesión de crisis sin precedentes –y las reacciones políticas específicas que han provocado– en el corazón del sistema capitalista: la lenta y vacilante recuperación del sistema financiero que estuvo a punto de desmoronarse en 2008, la austeridad y las ejecuciones hipotecarias que afectaron a los trabajadores mientras la flexibilización cuantitativa y los tipos de interés cercanos a cero llevaron los precios de los activos a cotas vertiginosas; el auge de los nuevos gigantes tecnológicos con un monopolio privado sobre las comunicaciones digitales y la regulación algorítmica; la conmoción política que supuso la victoria de Trump para el sistema bipartidista y el establishment liberal; el deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y China, que comenzó en 2018 y se intensificó ominosamente con Biden; la avalancha de fenómenos meteorológicos extremos a medida que el mundo se calienta más rápido de lo previsto; el punto de inflexión de la pandemia, con el gobierno federal vertiendo dinero en efectivo en las cuentas bancarias de los trabajadores y las empresas, ya que grandes secciones de la economía mundial se bloquearon; el aumento de los precios al consumidor, con los alimentos y los picos de combustible impulsados por una feroz guerra de la tierra en Europa y las resacas de la cadena de suministro de Covid-19, junto con un mercado de trabajo ajustado –con el desempleo en los EE.UU., a partir de junio, todavía en el 3,6% a pesar de diez tipos sucesivos de interés.3 Por debajo de estos choques, persisten los síntomas de un malestar más profundo y duradero, derivado de la desaceleración secular de la economía mundial y agravado por la recuperación débil y desigual de la década de 2010: estancamiento de los salarios reales y empeoramiento de la precariedad, tasas de acumulación deprimidas incluso cuando los beneficios se han reactivado, un sector financiero hipertrofiado y frágil cada vez más dependiente de los estímulos monetarios y los rescates. Independientemente de que el capitalismo político, el concepto insignia de las «Siete Tesis», sea o no una forma adecuada de captar las novedades, por no decir morbosidades, de la época, pocos podrían cuestionar que hay, como dijo Barker, «algo de lo que hablar aquí».
El capitalismo político desempeñó un papel menos prominente, pero aún así animador, en análisis anteriores tanto de Riley como de Brenner, incluyendo «Escalating Plunder», la abrasadora auditoría de Brenner sobre los rescates de la Fed autorizados por la Ley de cuidados, aprobada por Trump en marzo de 2020, y «Faultlines» de Riley, publicado tras la elección de Biden ese mismo año. Pero el concepto también se inspira y amplía ideas formuladas en escritos más antiguos. Un antecedente importante del presente debate es el editorial de Brenner que lanzó la revista Catalyst en 2017, donde advertía los lineamientos del nuevo régimen. Pero el relato histórico clave, que prepara el escenario para su aparición, es el influyente estudio de Brenner sobre la trayectoria del capitalismo mundial en la posguerra, expuesto por primera vez en un número especial de nlr en 1998 y publicado posteriormente como The Economics of Global Turbulence (2006), varios de cuyos aspectos se han vuelto a examinar en el transcurso del debate.4 Las «Siete Tesis» no sólo reavivaron argumentos más amplios y antiguos sobre las vicisitudes del sistema capitalista, sino que el énfasis y los parámetros del debate posterior han cambiado a medida que éste avanzaba, y el «capitalismo político» se ha utilizado para explicar fenómenos locales bastante dispares, desde la ayuda en caso de pandemia hasta el colapso del Silicon Valley Bank.5
Tal vez no sorprenda, dado su carácter global y proteico –y la rápida evolución de sus referentes en el mundo real–, que el debate haya corrido a veces el riesgo de volverse a la vez involutivo y difuso. Lo que sigue, pues, tratará, en primer lugar, de acotar el debate y, en segundo lugar, de abrirlo: distinguir algunas de las cuestiones más destacadas y fundamentales que se plantean y reflexionar sobre lo que está en juego políticamente al plantearlas. Por el camino, el objetivo será, si no resolver, al menos reconocer y definir las áreas de confusión superficial y contradicción, ambigüedad e ironía, que salpican el concepto de «capitalismo político». Esperamos que la reformulación del debate en términos más sencillos y reflexivos facilite un intercambio más centrado, atento y productivo.
Las siete tesis
Dado que las elecciones de mitad de legislatura castigan tradicionalmente al partido en el poder, ¿por qué la tan cacareada «ola roja» no consiguió apagar el Congreso a pesar de los mediocres índices de aprobación de Biden en medio de las arraigadas presiones inflacionistas?6 El análisis convencional apuntaba a factores inmediatos y contingentes: la anulación por el Tribunal Supremo del derecho constitucional al aborto en el verano de 2022, el extremismo desagradable de los candidatos republicanos respaldados por Trump (y, en algunos casos, impulsados deliberadamente con fondos de donantes demócratas). Para Riley y Brenner, estas explicaciones «pasan por alto el panorama general»: la recomposición sociológica de las bases de los dos grandes partidos en las dos últimas décadas, que ha transformado el carácter de las elecciones. Mientras que en gran parte del siglo XX se produjeron «importantes cambios electorales y grandes mayorías en el Congreso», el siglo XXI se ha caracterizado por un febril estancamiento, con victorias por los pelos gracias a la participación de «un electorado profundamente dividido».
La «peculiar intensidad» de las recientes elecciones –el hiperpartidismo– ha producido una especie de inmovilidad agitada: dos olas simétricas que chocan entre sí»7 –es un efecto, afirman Riley y Brenner, del surgimiento de una nueva estructura electoral «centrada en los conflictos de intereses materiales dentro de la clase trabajadora», definida en sentido amplio como el 68-80% de los hogares estadounidenses «que no poseen bienes y, por lo tanto, deben subsistir con los ingresos salariales». La nueva estructura es el resultado de un cambio bidireccional ampliamente conocido por la abreviatura de «alineación de clases», que Matthew Karp resume como «el movimiento de los votantes más pobres y con menor nivel educativo hacia el Partido Republicano, y la migración paralela de los votantes más ricos y con mayor nivel educativo hacia los demócratas».8 Según Riley y Brenner, los buenos resultados de los demócratas en las elecciones de mitad de mandato son un reflejo del atractivo «neotecnocrático» del partido para su electorado principal entre la fracción «con credenciales» de los asalariados. En un panorama político muy polarizado, la participación es un factor determinante del éxito, y las personas con un buen nivel educativo que ahora se inclinan por los demócratas tienen más probabilidades de estar comprometidas políticamente, lo que supone una ventaja adicional en las encuestas fuera de año.
¿Cómo explican Riley y Brenner esta transición hacia unas elecciones reñidas y acaloradas que se ganan movilizando a una parte de una clase trabajadora fracturada y reorganizada ideológicamente? El «marco de alineación de clases» estándar –el argumento rival que pretenden desbancar– interpreta las nuevas fisuras sociales que remodelan la política electoral como un síntoma de que la «identidad» ha desplazado a la clase como principio determinante de la afiliación política. Esta explicación «idealista», sostienen Riley y Brenner, es «engañosa, o al menos muy parcial», porque pasa por alto la base «sólidamente material» (aunque «obviamente no clasista») de la política estadounidense contemporánea. Las actitudes y lealtades divergentes de los segmentos con mayor y menor educación de la clase asalariada «son comprensibles pragmáticamente sin tener que atribuir a [ninguno de los dos] grupos un fanatismo que no tienen».9
¿Qué explicación «pragmática» proponen? Vinculan estas nuevas dinámicas electorales al nuevo régimen político-capitalista, en sí mismo una especie de adaptación mórbida a la «larga recesión»: la desaceleración global de todo el sistema que se inició a principios de la década de 1970, catalizada por la disminución de la rentabilidad de la industria manufacturera a medida que la intensificación de la competencia internacional sumía a las sucesivas industrias nacionales en crisis crónicas de exceso de capacidad y débil demanda agregada de las que aún no han salido. La erosión de los salarios para subvencionar los beneficios no hizo sino exacerbar la escasez de gasto de los consumidores, mientras que las intervenciones estatales –desde el estímulo keynesiano hasta la política monetaria acomodaticia y la expansión masiva de la deuda pública y privada– estabilizaron el sistema, pero a costa de afianzar sus debilidades estructurales, impidiendo una sacudida reponedora del capital improductivo. Como explicó Brenner en Catalyst en 2017, ante las escasas salidas para la inversión rentable, los capitalistas «recurrieron a un programa de gran alcance de redistribución ascendente con fundamento político». Los beneficios se mantuvieron mediante la supresión del crecimiento salarial y la aceleración del trabajo, entre otras medidas tradicionales de reducción de costes, y, cada vez más, «saltándose la producción por completo», buscando mayores rendimientos en la especulación financiera y la depredación política, aprovechando un repertorio de «estafas políticamente constituidas», incluyendo elementos tan variados como los recortes fiscales regresivos, la desregulación, las infusiones monetarias, los tipos de interés cercanos a cero que inflan las burbujas de activos y la socialización de las pérdidas de un sector financiero excesivamente apalancado.10
En estas circunstancias tensas y sesgadas, la redistribución del capital al trabajo «se hace extremadamente difícil, si no imposible», produciendo una viciosa «política de redistribución de suma cero, principalmente entre diferentes grupos de trabajadores», en la que «los partidos se convierten fundamentalmente en coaliciones fiscales en lugar de productivistas». En lugar de perseguir sus intereses colectivos como clase, los trabajadores intentan proteger el valor de su fuerza de trabajo uniéndose en «grupos de estatus» –trabajadores con «credenciales» que promueven la «pericia» y la «ciencia»; trabajadores «nativos» que se oponen a la inmigración– como forma de «gestionar la competencia». La educación y la raza se convierten así en formas de «cierre social».11
El «experimento Biden» –el segundo tema principal de las «Siete Tesis»– es otro síntoma y víctima del capitalismo político, moldeado y finalmente socavado por la debilidad estructural de la economía estadounidense, así como por sus orígenes sui generis y «accidentales». La persecución de un programa fiscal cuasi-New Deal sin el crecimiento capitalista necesario ha contribuido previsiblemente al aumento de la inflación («lo que se obtiene cuando se persigue el gasto deficitario en ausencia de un capitalismo dinámico»). Mientras tanto, la política de suma cero a la que ha dado lugar el estancamiento impide una redistribución significativa. Mientras que los programas del New Deal y la Gran Sociedad se basaban en una «economía en auge» y la militancia de la clase trabajadora, la generosidad fiscal «neoprogresista» de la década de 2020 es «en gran medida una respuesta fortuita a la pandemia de Covid», el ejemplo populista de Trump (y «quizás» la rivalidad con China). Es más, los medios del éxito electoral de los demócratas –su «sorprendentemente eficaz» apuesta por las personas con un alto nivel educativo– reducen aún más las ambiciones legislativas del partido.12 En términos inmediatos, esto se debe al elenco ideológico de sus acaudalados partidarios, muchos de los cuales, como ha observado Karp, «se oponen enérgicamente» a las medidas redistributivas progresistas.13 A largo plazo, la marca neotecnocrática de «neoliberalismo multicultural» de los demócratas «se basa en la naturaleza fragmentada de la clase trabajadora estadounidense y es probable que la refuerce», impidiendo la unión de las fuerzas sociales de clase que históricamente han impulsado las reformas a favor de los trabajadores.
Respuestas
Yuxtaponiendo vívidamente las trayectorias políticas opuestas de dos ciudades de Minnesota –el elegante y exclusivo suburbio de North Oaks, una fortaleza del Partido Republicano que se volvió demócrata en 2022, y la deprimida ciudad de cuello azul de Hibbing, que optó por Trump en 2016 y 2020– la contribución de Karp constituye menos una refutación que un elegante refinamiento de las «Siete Tesis».14 En particular, Karp propone una periodización ligeramente diferente y más precisa. Mientras que Riley y Brenner sitúan los orígenes de la nueva estructura electoral en la década de 1990 («definitivamente desde 2000»), Karp sostiene que el «cambio verdaderamente fatídico en los patrones de voto» –el tráfico bidireccional de votantes de clase baja que se desplazan a la derecha y votantes de clase alta que se desplazan a la izquierda– «sólo se ha producido en la última década».15 Está de acuerdo en que el cambio se había estado gestando durante décadas –el «orden electoral comenzó a tambalearse por primera vez en la década de 1970»– a medida que «el estancamiento, la desindustrialización y el consiguiente retroceso del trabajo organizado» erosionaban el apoyo de los partidos de centro-izquierda. Pero, señalando que Obama perdió North Oaks y ganó Hibbing en 2008 a pesar de los llamamientos republicanos a un nacionalismo excluyente, sostiene que las lealtades políticas solo se invirtieron decisivamente «después de 2012», con la elección de Trump en 2016 como una especie de desenlace caricaturesco.
Tim Barker y Aaron Benanav, por el contrario, retoman principalmente la caracterización y crítica de Riley y Brenner de la «Bidenomía», así como el relato de Brenner de la larga recesión. Esto se ha convertido en la base de «afirmaciones extraordinariamente fuertes sobre el futuro del capitalismo y la viabilidad de diversos proyectos políticos», sostiene Barker, antes de plantear preguntas de búsqueda, empíricas y teóricas, sobre la importancia de la tasa de ganancia en la industria manufacturera.16 ¿Es la «redistribución ascendente políticamente diseñada» un instrument analítico suficientemente sutil con el que analizar las políticas fiscales y monetarias de la década de 2020, que abarcan no sólo los rescates de la Reserva Federal, sino el alivio para los trabajadores, no sólo el estímulo monetario, sino un endurecimiento dramático del crédito para contener la inflación? Incluso si la «inclinación general de la política estatal es regresiva», Barker insiste en que las consecuencias distributivas –tanto sobre los ingresos como sobre el poder– de, por ejemplo, los bajos tipos de interés, son más ambiguas de lo que sugiere el veredicto de Brenner: un «saqueo politizado» que canaliza la riqueza hacia los ricos inflando los precios de los activos y los mercados bursátiles. Las motivaciones instrumentales e ideológicas de la intervención fiscal también suelen ser complejas: habría que preguntarse «si el gobierno gasta dinero para legitimarse, o para comprar votos de personas no ricas, o para invertir en la versión más barata posible de la reproducción social».17
La contribución de Benanav, en parte una defensa de la explicación de Brenner sobre el exceso de capacidad, fue una respuesta a una vertiente subsidiaria del debate, lanzada por el breve artículo de Riley en Sidecar que glosó el colapso del Silicon Valley Bank a principios de este año como una «demostración hermosa y casi paradigmática del problema estructural fundamental del capitalismo contemporáneo», a saber, el declive secular de la rentabilidad y el consiguiente recurso a «mecanismos directamente políticos» para generar beneficios. La campaña de industrialización verde-nacionalista de Biden, inevitablemente recibida por proyectos de «deslocalización» de represalia en otros lugares, sólo agravará «los problemas de exceso de capacidad a escala mundial», necesitando un «apoyo estatal cada vez mayor»», ya sea «jugos monetarios» o «garantías directas de rentabilidad», que a su vez «exacerbarían el fenómeno del capitalismo político». 18 Una refutación de J. W. Mason apareció en Jacobin, donde defendía las perspectivas de los estímulos al estilo del New Deal y la estrategia industrial discrepando de la explicación de Brenner sobre el exceso de capacidad. Mason argumentaba que la noción de que el aumento de la inversión pública en un país «disminuirá las oportunidades de acumulación rentable en otros lugares» concibe erróneamente la demanda como finita –una restricción «absoluta o dada externamente»– frente a una variable flexible, determinada en parte por los cambios en la oferta efectuados por las decisiones de inversión colectiva de los productores19.
En respuesta, Benanav argumentó que la teoría del exceso de capacidad de Brenner es, de hecho, dinámica y no estática. El «juego de suma cero» no implica una «cantidad fija de demanda», sino un sistema mundial ferozmente competitivo en el que la continua ralentización de las tasas medias de crecimiento económico enfrenta a las empresas capitalistas y a los Estados entre sí, de tal forma que el auge o la recuperación de la industria manufacturera en un país, a menudo conseguido mediante la revaluación de la moneda, sólo puede lograrse «a expensas» de las industrias de otros países. Para explicar por qué el exceso de capacidad está tan arraigado y frena el crecimiento, Benanav amplía la teoría de Brenner con un esbozo de lo que denomina el «desplazamiento de la demanda de bienes a servicios». Dado que el crecimiento de la productividad es más difícil de conseguir en los servicios –menos susceptibles de mecanización que la industria manufacturera– se vuelven más caros en el curso del desarrollo económico, consumiendo proporcionalmente más de los ingresos de la gente, menos de lo cual se gasta en bienes manufacturados. Así pues, el desplazamiento de la demanda socava «la dinámica autorrefuerzo en la que la oferta industrial creaba su propia demanda», dando lugar a un exceso de capacidad productiva.
Mientras tanto, en Sidecar, Grey Anderson destacaba el olvido casi total de «la lógica relacional entre el aumento del gasto interno y una política del Pacífico cada vez más agresiva», no sólo en el debate de las «Siete Tesis», sino en las evaluaciones más amplias de la izquierda sobre el pivote industrial de Washington:
Visto desde los pasillos del poder, la orientación antichina de nuestra política industrial no es un subproducto desafortunado de la «transición» verde, sino su propósito motivador. Para sus creadores, la lógica que rige la nueva era del gasto en infraestructuras es fundamentalmente geopolítica; su precedente no hay que buscarlo en el New Deal, sino en el keynesianismo militar de la Guerra Fría.20
Una crítica mordaz del «regreso mundial» de la estrategia industrial –y de la miopía de la cálida acogida de la izquierda– apareció también en Brooklyn Rail, donde Jamie Merchant subrayó de forma similar los objetivos antichinos que galvanizan las políticas neomercantilistas de Biden, aunque haciendo hincapié en las relaciones económicas más que en la lógica de la seguridad nacional. En la medida en que la «redistribución ascendente políticamente diseñada» dentro de la política estadounidense escanea estas dinámicas geopolíticas más amplias, el «capitalismo político» podría parecer un marco parroquial. Como hemos visto, el telón de fondo crucial para el surgimiento del nuevo régimen es el desvanecimiento del dinamismo del capitalismo global desde la década de 1970; sin embargo, «Siete Tesis» sólo examina los efectos de esta desaceleración mundial en la política estadounidense, como si los sistemas políticos nacionales, aunque moldeados por las fuerzas económicas globales, operaran en un vacío insular. La competencia internacional era el factor fundamental en la explicación original de Brenner sobre el exceso de capacidad, pero ha desaparecido de la vista, observa Merchant. Bidenomics es un producto de la larga recesión en un sentido más profundo, no sólo indirectamente, como resultado de la dinámica política de suma cero a la que ha dado lugar el estancamiento secular, sino como la iteración estadounidense de vuna estrategia que los países capitalistas se ven obligados a adoptar para derrotarse unos a otros en el cambiante escenario de la competencia global», que implica la «huella en constante expansión de los Estados nacionales en las economías corporativas tanto nacionales como internacionales»:
Las diferentes formas nacionales que esto adopta -Bidenomics en los EE.UU., la Estrategia Industrial 2030 de Alemania, Made in China 2025 de China, la iniciativa mii (Make in India) de la India, etc.– son todas instancias particulares de una única transformación estructural de la economía mundial en un paisaje infernal fragmentado de capitalismo de Estado.21
Ambigüedades, contradicciones e ironías
¿Es realmente nuevo el «capitalismo político», en el sentido amplio de la dependencia de los beneficios capitalistas del poder político? ¿No están las economías capitalistas siempre «políticamente constituidas», con la obtención de beneficios dependiendo perennemente de la complicidad, cuando no de la intervención activa del Estado, que establece e impone las condiciones institucionales que permiten la extracción sostenible de plusvalía–consagrando fuertes derechos de propiedad privada, jugando con el valor de las monedas, regulando la actividad sindical? ¿Son los mecanismos políticos de transferencia ascendente de riqueza que identifican Riley y Brenner -como las exenciones fiscales y la privatización- tan «novedosos», y componen realmente un «régimen de acumulación» distinto? Riley y Brenner no definen el término -que deriva de la obra de Michel Aglietta Régulation et crises du capitalisme (1976)–, pero es de suponer que un régimen de este tipo fomenta la acumulación de capital, en el sentido de rendimientos de la inversión productiva, aunque una de las características que definen el periodo contemporáneo, especialmente evidente desde 2008, es la persistente depresión de las tasas de acumulación, a pesar de que los beneficios como tales han repuntado.22
El capitalismo político no sólo ha atraído este tipo de animado compromiso crítico, sino que también ha generado cierta confusión. La politización de la tasa de rentabilidad parece haber comenzado con el neoliberalismo, como explica Riley en «Faultlines»: «con el inicio de la larga recesión, se produjo una profunda mutación en la base material de nuestra política de partidos a partir de 1980. El poder político, en lugar de la inversión y la acumulación, empezó a desempeñar un papel cada vez más directo a la hora de asegurar tasas de rendimiento para el capital… esto podría tal vez denominarse «capitalismo político»». ¿Es el capitalismo político un régimen totalmente nuevo o el neoliberalismo en su forma más descarada?24
Tanto Karp como Barker caracterizan erróneamente el capitalismo político al pasar por referirse principalmente a las intervenciones estatales a gran escala de la era Covid. La caracterización errónea se debe en parte a la amplia aplicación del concepto, adaptado con flexibilidad para contextualizar tanto las elecciones de mitad de mandato como los estímulos fiscales, pero el propio término también podría considerarse engañoso: El «capitalismo político» evoca un Estado muy proactivo, que administra directamente las empresas productivas, en lugar de un Estado servil y maniatado, que enriquece a los capitalistas de formas que contradicen cada vez más flagrantemente las necesidades de la gente corriente a la que pretende representar.25
Recordemos que en «Escalada del saqueo», Brenner criticó la financiación de emergencia extendida por la Fed a las corporaciones –«poniendo dinero en sus manos sin condiciones sobre cómo deben gastarlo» (como retener a los empleados y abstenerse de recompras de acciones)– como «un enfoque de no intervención a los principales productores y financiadores de la economía por parte del establishment político-económico bipartidista».26
De hecho, este tipo de políticas expansivas keynesianas fueron explícitamente contrastadas y excluidas del capitalismo político en el editorial de Catalyst de 2017, donde Brenner describió el giro hacia la «redistribución ascendente políticamente fundada» precisamente como una respuesta a la disminución de la eficacia de los estímulos en la década de 1970. Y entre el repertorio de políticas clásicamente neoliberales que Brenner incluyó en su lista de «estafas» políticas –recortes de impuestos, privatización, financiarización– el gasto fiscal estaba llamativamente ausente. En «Escalada del saqueo», lamentaba la ausencia de una «nueva ola de intervención estatal en aras de una mayor productividad y competitividad». Pero en la época de «Siete tesis», como señala Barker, la serie de subvenciones de Biden diseñadas para impulsar la fabricación nacional se une a la lista de estafas, y se le culpa de avivar la inflación.
Descrito como «un gasto estatal masivo dirigido directamente a la industria privada, con efectos de goteo para la población en general», ¿se ajusta el conjunto de créditos fiscales, préstamos y subvenciones de Biden a la lógica del «capitalismo político»? No se discute su carácter ampliamente distributivo al alza, que Thomas Meaney ha descrito acertadamente como la «subvención pública de los rendimientos del capital privado», induciendo a las empresas a invertir en industrias ambiental y geopolíticamente estratégicas mediante la socialización de los riesgos de dicha inversión.27 Incluso The Economist admite que la suma del gasto de Biden es «notable en el sentido de que se destina principalmente a empresas privadas».28 Los subsidios ciertamente desembolsan dinero público al capital, cuyos beneficios pueden considerarse en ese sentido como políticamente asistidos, si no políticamente decretados. Sin embargo, ¿no es cierto que subsumir todas estas políticas bajo la rúbrica de «redistribución ascendente políticamente diseñada» «fusiona tipos de políticas muy diferentes», como dice Barker: exenciones fiscales sobre la renta con iniciativas «Made in America»? ¿Es sostenible el contraste entre lo político y lo productivo implícito en la definición de Riley y Brenner –que yuxtapone la inversión productiva a las «inversiones en política»– cuando se consideran la Ley de chips y la IRA, que sin duda están políticamente impulsadas y son redistributivas al alza, pero también, y de forma crucial, están diseñadas para atraer capital hacia el sector productivo?
Otra cuestión es si la inversión que estimulan resultará «productiva» o no: la «deslocalización» de, por ejemplo, la fabricación de chips, a un «destino de alto coste» como EE.UU., en combinación con la interrupción de las cadenas de suministro internacionales causada por los controles a la exportación, es probable que sea, a juicio de The Economist, «angustiosamente ineficiente», además de amenazar con un exceso de oferta mundial. Los efectos sobre el empleo de esta afluencia de capital a la industria nacional también pueden ser decepcionantes; el crecimiento del empleo en el sector manufacturero se ha ralentizado este año, y la Oficina de Estadísticas Laborales prevé que el empleo en el sector se reduzca entre 2021 y 2031, a pesar del «boom» supuestamente provocado por las iniciativas de Biden. 29 Sin embargo, no cabe duda de que estos proyectos de ley están diseñados para aumentar la capacidad productiva estadounidense y que los fabricantes de baterías y de vehículos eléctricos que se beneficien de las ayudas las utilizarán para comprar factores de producción –construir fábricas, contratar trabajadores– y que estas inversiones serán un «factor determinante» de sus beneficios finales.
¿Estancamiento?
El equívoco sobre el estímulo keynesiano es un síntoma, al parecer, de una incertidumbre mayor sobre las perspectivas de reactivación del crecimiento y la capacidad de los Estados para remodelar las economías de forma que superen las debilidades estructurales derivadas del exceso de capacidad y la caída de los salarios reales. Las perspectivas a largo plazo de que las economías avanzadas vuelvan a registrar tasas de crecimiento rápidas parecen sombrías. Las revoluciones de la productividad que transformaron la agricultura y la industria, trayendo consigo nuevas fases de acumulación, son, como observó Gopal Balakrishnan en 2009 –previendo una «deriva a largo plazo» hacia un «estado estacionario»–, improbables de repetir para las economías dominadas por los servicios que atienden a poblaciones envejecidas y en contracción.30 Riley y Brenner parecen igualmente escépticos sobre las perspectivas de revitalización del capitalismo estadounidense. Bidenomics, como hemos visto, es un «programa fiscal casi del New Deal sin el crecimiento capitalista necesario». Se plantean varias preguntas: ¿no podría describirse igualmente el New Deal original –en sus fases iniciales, una respuesta de emergencia a una depresión prolongada– como un «programa fiscal sin el crecimiento capitalista necesario»? Incluso si los preparativos de guerra fueron lo que finalmente sacó a la economía estadounidense de su estancamiento, ¿no era el crecimiento el objetivo más que un requisito previo? ¿Y puede describirse la Bidenomics como «gasto deficitario sin crecimiento» o su intento estratégico de reforzar la capacidad productiva se parece más a «un programa de reestructuración»? Las subvenciones de Biden están muy por debajo del gasto propuesto en el frustrado plan Build Back Better, por no hablar del Green New Deal de 16.000 millones de dólares de Sanders, y apenas llegan al 0,5% del PIB, en comparación con el aproximadamente 6% del PIB anual invertido en infraestructuras a mediados del siglo XX.31 ¿Impulsarían estos programas de inversión más extravagantes la economía allí donde el Bidenismo sólo puede sobrecalentarla? Y si no, ¿qué tipo de políticas podrían reactivar la rentabilidad y las tasas de crecimiento global?
En opinión de Riley y Brenner, la persistencia de «un entorno de crecimiento bajo o nulo» puede parecer prácticamente garantizada. Pero su escepticismo sobre la probabilidad de reavivar el crecimiento no sólo se basa en las tendencias seculares que afectan a las economías avanzadas de todo el mundo. También está arraigado en un pesimismo más profundo sobre la posibilidad política, en Estados Unidos, de superar el estancamiento, dada la dinámica electoral –conflicto de suma cero entre una clase trabajadora fracturada, la exclusión de «coaliciones de crecimiento hegemónicas»– que ha puesto en marcha. La política del periodo actual», afirman, «no ofrece ni siquiera la esperanza de crecimiento»; la campaña de Clinton en 2016, por ejemplo, «no propuso prácticamente nada en materia de crecimiento económico». Pero independientemente de que esta sea o no una descripción precisa de la política estadounidense, especialmente desde el punto de vista retórico,32 cabe preguntarse si la afirmación de Riley y Brenner es un reproche a un lapsus ideológico –un fracaso de la imaginación política– o una observación neutral de un hecho estructural, el resultado político lógico de una situación económica irresoluble. Como resultado del estancamiento, «los partidos ya no pueden funcionar sobre la base de programas de crecimiento». Este argumento un tanto contraintuitivo –se podría pensar que los partidos estarían dispuestos a desarrollar «programas para el crecimiento» durante las recesiones prolongadas– surge de una visión de la política electoral como fundamentalmente limitada por el deterioro del sistema que poco puede hacer para remediar: en lugar de proponer repuntes productivistas inverosímiles o inflacionistas, los partidos montan coaliciones fiscales de forma reactiva.
El significado más profundo de la crítica de Riley y Brenner al «experimento Biden» es, por tanto, que el alcance de la política electoral está circunscrito por el entorno macroeconómico y por las relaciones sociales y dinámicas políticas a las que éste da lugar. Si ésta es una idea general, su aplicación específica al periodo contemporáneo –transmitida con claridad polémica en el artículo de Riley en Sidecar– es que la era del capitalismo político excluye los programas reformistas de tipo «socialdemócrata clásico». Demostrar que una reedición del New Deal –«basado en las relaciones sociales de un capitalismo manufacturero altamente rentable »33– es «tanto irreal como insuficiente», como explicó Riley en una entrevista con la radio Jacobin, parece una de las motivaciones centrales de «Siete Tesis». «En un periodo como éste», añadió Brenner en la misma conversación, «va a haber límites políticos estrictos a lo que se puede hacer en términos redistributivos».34
Si estos son los límites políticos de las economías de bajo crecimiento, ¿qué perspectivas hay de ampliarlos o trascenderlos? La vuelta de tuerca que implica el retrato de la época que hacen Riley y Brenner es que el nuevo régimen –que enfrenta a los grupos de estatus fiscal entre sí para defender su parte de un pastel fijo o cada vez más pequeño– atomiza y desmoviliza a la clase trabajadora. Dado que, como argumentó Brenner en 1985, «en igualdad de condiciones, la disminución de la rentabilidad y las perspectivas generales de las empresas tienden, en sí mismas, a aumentar el poder del capital frente al trabajo», la renovación de los movimientos de clase con el peso social necesario para organizar una oposición eficaz al sistema parece a la vez más esencial y más remota que nunca.35 Es como si Riley y Brenner insinuaran que el «capitalismo político» produce un sistema político constitucionalmente incapaz de aliviar la crisis estructural del estancamiento crónico –sus partidos incapaces de «construir coaliciones de crecimiento hegemónicas», reducidos a formar gobiernos con mayorías delgadas y frágiles– y una estructura de clases, segmentada por nivel educativo entre otras formas de «cierre» identitario, que está mal equipada para detener o invertir las consecuencias sociales regresivas del estancamiento.
En otras palabras, el estancamiento secular se presenta como algo que reconfigura la política, pero que la política, así reconfigurada –tanto a nivel de las élites como de las masas– parece casi impotente para alterar. En este sentido, la cronología alternativa y más precisa de Karp de la alineación de clases es la expresión de una diferencia reveladora, de énfasis si no de perspectiva. Si la larga recesión y el pivote hacia el saqueo politizado prepararon el terreno, lo que aceleró el alejamiento de los «desposeídos» de los demócratas fue la transformación sustantiva del propio partido –en un partido «fundamentalmente tecnocrático», ardorosamente neoliberal con «predominio en la cima de las jerarquías sociales, culturales y económicas de Estados Unidos»– que, según Karp, derribó los desvencijados alineamientos en los que se había apoyado anteriormente. Aunque Riley y Brenner señalan que las sucesivas Administraciones demócratas han estado «fuertemente comprometidas con el neoliberalismo», el cambio ideológico parece más adaptativo que causal.36 Mientras que en su relato los partidos aparecen como oportunistas que «operan en» y «se acomodan» y «adaptan» a las condiciones económicas, el estado de ánimo ideológico y el equilibrio de fuerzas de clase, Karp hace más hincapié –y culpa– en la toma de decisiones políticas, concediendo más autonomía al campo político en su conjunto. Enfrentados a ciertas «corrientes sociales y económicas», escribió Karp en Jacobin en 2021, los partidos de centro-izquierda eligieron navegar por ellas de una manera fatídica: «priorizando los mercados globales, los valores cosmopolitas y los votantes de clase profesional en lugar de los sindicatos, los salarios y los obreros». «La muerte de la política de clases no es un resultado que temieran los líderes de estos partidos; es un objetivo que han perseguido celosamente»: «La alineación de clases es tanto un proceso histórico como una elección política». 37 Si Riley y Brenner quisieran desbancar las explicaciones idealistas del alineamiento de clases, Karp quizá argumentaría que su alternativa materialista, a pesar de su claridad y profundidad, corre el riesgo de corregir en exceso: no sólo eliminando las visiones del mundo de los votantes de nuestra política, sino subestimando la autonomía de los actores políticos, lo que conlleva la implicación incómoda de que la moribunda economía ha transformado mecánicamente el paisaje político de Estados Unidos de forma que impide su rejuvenecimiento.
¿Socialismo de suma cero?
Al diagnosticar este estancamiento, «Siete Tesis» plantea varias preguntas políticas difíciles que no responde por sí mismo: ¿qué es, como pregunta Riley en «Faultlines», un «socialismo apropiado para el régimen emergente del capitalismo político»? ¿Cómo podría lograrse una redistribución transformadora en una época de malestar económico y depredación política? Si las tasas de crecimiento rápido son cosa del pasado –a falta de una liquidación catártica del capital ineficiente o del descubrimiento de un nuevo «motor de crecimiento» autosostenido del tipo que proporcionó la industria manufacturera hace varias décadas–, ¿qué aspecto tiene una política realista, humana e igualitaria en una economía permanentemente sometida o estacionaria? ¿Cómo puede renovarse la solidaridad de clase y acumularse poder social en un entorno de conflicto fiscal de suma cero que tiende a dividir y desmovilizar a los trabajadores?
Estas complejas preguntas no pueden responderse aquí, ni quizás en ningún lugar de forma abstracta. Pero teóricamente hablando, es posible especular sobre algunas posibles grietas en el edificio político-capitalista que la izquierda podría explotar. Una apertura potencial reside en lo que quizá sea la característica más importante del periodo actual: la divergencia entre la tasa de rendimiento y la tasa de acumulación. Como ha explicado David Kotz, ambas suelen estar relacionadas, ya que unos beneficios elevados estimulan la inversión y aumentan los recursos disponibles para ello. Pero desde la crisis de 2008, las tasas de acumulación se han mantenido débiles incluso cuando los beneficios se han recuperado. Esta es la otra cara de la ecuación político-capitalista: al igual que los beneficios ya no impulsan la acumulación, la inversión productiva ya no es el «determinante clave» de la tasa de rentabilidad. Esto implica una crisis de legitimidad en ciernes, ya que la correlación entre beneficios y acumulación era la piedra angular de la noción de que «lo que es bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos», como explicó Brenner en 2017. En esa visión hegemónica:
A todo el mundo, incluida la clase obrera, le interesa ver primero los beneficios de los empresarios, porque sólo si éstos pueden obtener beneficios estarán dispuestos a acumular capital y, mientras prevalezcan las relaciones de propiedad capitalistas, sólo si acumulan capital (aumentan la inversión y el empleo) podrán los trabajadores aumentar su nivel de vida.38»
Pero la desvinculación de la «fabricación de dinero» de la «producción rentable», como Brenner dijo en «Escalada del saqueo», no sólo deslegitima a la clase capitalista, al atenuar la conexión estructural entre su autoenriquecimiento y el bienestar general, el beneficio y el valor de uso. ¿No podría también restar poder a las élites capitalistas, a medida que los beneficios –extraídos políticamente en lugar de obtenidos de forma competitiva– pierden relevancia social? ¿Y no es la propia dependencia de los beneficios capitalistas de las medidas gubernamentales un signo de debilidad estructural, así como de dominio temporal? Cédric Durand se preguntaba recientemente si la dependencia de las finanzas de la estabilización de los bancos centrales podría estar debilitando su hegemonía39 . ¿No podría la dependencia de los beneficios de la política tener un efecto similar, recalibrando el equilibrio de poder entre el capital y el Estado?
En 1993, Brenner argumentó que mientras perduren las relaciones de propiedad capitalistas, «el Estado no puede ser autónomo», no porque esté «siempre controlado directamente por los capitalistas», sino «porque quienquiera que controle el Estado está brutalmente limitado en lo que puede hacer por las necesidades de la rentabilidad capitalista», la condición previa para un alto nivel de empleo y servicios estatales, pero «difícil de conciliar con reformas en interés de los trabajadores» durante «cualquier período prolongado».40 Tras el inicio de la larga recesión, continuó Brenner, el Estado «desencadenó poderosas campañas de austeridad diseñadas para aumentar la tasa de beneficios recortando el Estado del bienestar y reduciendo el poder de los sindicatos» y así «no pudo sino revelarse como supinamente dependiente del capital». La deriva de la política federal bajo el capitalismo político –crecientes exenciones fiscales, donaciones masivas a la empresa privada, etc., por no mencionar «los vertiginosos niveles de gastos de campaña y la corrupción abierta a gran escala»– implica que el Estado estadounidense está cada vez más subordinado a los intereses de la élite, si no capturado en gran medida por ellos. Pero si las necesidades de rentabilidad capitalista y los intereses de los trabajadores se han desvinculado de forma flagrante, ¿no es posible que, al menos en principio, esto pueda ampliar en lugar de erosionar aún más la autonomía del Estado? La «dependencia supina» del Estado respecto al capital procede del hecho de que el mantenimiento de la acumulación parece necesario para elevar el nivel de vida. En la medida en que el capitalismo político implica un sistema en el que los capitalistas ya han jugado cada vez más la carta de la huelga del capital –absteniéndose de invertir y vertiendo capital en un sector financiero hipertrofiado o en la propia política para obtener beneficios–, ¿no disminuye esto su pertinencia política?
El capitalismo político implica una fusión amiguista entre el capital y el Estado –en Catalyst, en particular, Brenner apenas distingue entre élites económicas y políticas, aludiendo a «las clases capitalistas y sus gobiernos», y mezclando de forma algo imprecisa «los gobernantes económicos y políticos del mundo (el 1% de los mayores ingresos o más)»–.41 Cualquier relajación del control capitalista sobre el Estado dependería presumiblemente del equilibrio de las fuerzas de clase y del poder social fuera de él. ¿Cuáles son las perspectivas de un reequilibrio a favor de los trabajadores? Es prácticamente un axioma de Riley y Brenner que las economías lentas o en crisis perjudican a los trabajadores. Sin embargo, si el rápido crecimiento desactivara el conflicto de clases –no tanto facilitando la redistribución como obviando la necesidad de la misma–, ¿no podría haber potencial político en los antagonismos exacerbados que implica un entorno de suma cero? En un análisis crítico del trabajo de Benanav sobre la automatización y el futuro del empleo, Balakrishnan sugiere lo mismo: lejos de bloquear el camino hacia un «futuro más libre», «¿no es la lucha de clases de suma cero la más radical de todas, planteando la cuestión de quién gobierna?». En estas condiciones, conjetura Balakrishnan, ¿podría reconcebirse la clase en una forma más «abstracta», con las fisuras sociales más destacadas trazadas a lo largo de nuevos ejes que «trasciendan las divisiones culturales», liberando «las luchas anticapitalistas de la dinámica autodestructiva de la ideología identitaria»?42
Hacia el final de su artículo en Sidecar, en el que amonesta a la izquierda por su nostalgia «autodestructiva» del New Deal, Riley esboza enérgicamente su alternativa: «Lo que el planeta y la humanidad necesitan es una inversión masiva en actividades de baja rentabilidad y baja productividad: cuidados, educación y restauración medioambiental».43 Pero esta visión –que tiene afinidades con las plataformas de «decrecimiento» que hacen hincapié en la inversión en actividades económicas intensivas en mano de obra y ecológicamente inocuas como el trabajo de cuidados– implica sin duda una redistribución del poder que marcaría una época y algo parecido a la planificación democrática, que dependería de la renovación de la oposición de clase reprimida por las fuerzas del capitalismo político. El aumento de la productividad del trabajo alimentó el crecimiento que facilitó la expansión simultánea de los beneficios, los salarios y los estados del bienestar. Su declive significará que los beneficios sólo podrán mantenerse erosionando los ingresos de los trabajadores, debilitando la demanda y la inversión, y agravando así la dinámica de estancamiento. En otras palabras, el capitalismo político es precisamente un régimen que ha surgido del debilitamiento del crecimiento de la productividad; ¿qué haría falta para crear una economía sistemáticamente de baja productividad que sea más igualitaria y racional, por no mencionar menos destructiva ecológicamente?
La alternativa de Riley a la política industrial y a los Nuevos Acuerdos Verdes se enfrenta, por tanto, a cuestiones igualmente controvertidas de poder sobre la asignación de recursos. Una de las ironías de la definición de capitalismo político es que «político» –fortalecido por intensificadores como «crudo», «abierta y obviamente»– acumula las asociaciones negativas que podrían haberse reservado para «ascendente»: corre el riesgo de implicar que la interferencia política en la actividad económica de cualquier tipo es regresiva (o inútil), en lugar del telos específico y el carácter de esta interferencia bajo el capitalismo político. La «ingeniería política», después de todo, es quizás una forma de describir la planificación económica, y la «redistribución políticamente diseñada», de una variedad igualitaria y deliberativa, es una descripción de una demanda socialista, o proto-socialista. La visión de Riley de «inversión masiva en actividades de baja rentabilidad y baja productividad», por su parte, implica el uso del poder político para determinar la tasa de rentabilidad, sólo que en este caso no para mantenerla artificialmente, sino para suprimirla por la fuerza, es decir, para superar la compulsión sistémica de maximizar los beneficios con el fin de redirigir el capital hacia líneas de producción socialmente necesarias pero menos lucrativas, como la construcción de paneles solares más rápido de lo que dictan o justifican las señales de precios, por ejemplo.
El objetivo transformador de la «política de clase», como la definen Riley y Brenner, es ejercer el control político sobre cómo se invierte el excedente social producido por los trabajadores: «una democratización completa del proceso de inversión y su función», en palabras de Benanav; En otras palabras, no la eliminación del poder político del proceso de acumulación y obtención de beneficios, sino una mayor dispersión de este poder, de modo que las decisiones sobre cómo asignar el capital y distribuir los ingresos sean tomadas por fuerzas políticas que respondan a las presiones democrático-populares y estén orientadas a satisfacer las necesidades sociales sin sobrecargar la biosfera o, para el caso, sin afectar a la capacidad de otros países para hacer lo mismo. En este sentido, la situación puede parecerse a la que Wolfgang Streeck esbozó hace más de una década:
Hoy más que nunca, el poder económico parece haberse convertido en poder político, mientras que los ciudadanos parecen haber sido despojados casi por completo de sus defensas democráticas y de su capacidad para imprimir a la economía política intereses y demandas inconmensurables con los de los propietarios del capital. De hecho, volviendo la vista atrás a la secuencia de crisis democrático-capitalista desde la década de 1970, parece existir la posibilidad real de un nuevo, aunque temporal, arreglo del conflicto social en el capitalismo avanzado, esta vez totalmente a favor de las clases propietarias ahora firmemente atrincheradas en su bastión políticamente inexpugnable, la industria financiera internacional.44
La cuestión apremiante planteada por «Siete Tesis» es, por tanto, la que Kenta Tsuda expresó en una valoración del decrecimiento como solución al deterioro ecológico, aunque podría aplicarse igualmente al alarmante resurgimiento de las rivalidades interimperiales: «¿Cómo cambiará la humanidad quién ejerce el poder político, desplazando a las fuerzas que se inclinan hacia la destrucción de la civilización?»45 Si lo que está en juego no es la politización de la economía per se, sino la fusión del dominio económico y político, la respuesta al problema del «capitalismo político» puede ser, ante todo, política.
Notas
1 Dylan Riley y Robert Brenner, «Seven Theses on American Politics», nlr 138, nov-dic 2022 [traducción al español en Espai Marx]; Matthew Karp, «Party and Class in American Politics», nlr 139, ene-feb 2023; Tim Barker, «Some Questions about Political Capitalism», nlr 140/141, mar-jun 2023; Aaron Benanav, «A Dissipating Glut», nlr 140/141, mar-jun 2023; véase también, entre otros, J. W. Mason, «Yes, Socialists Should Support Industrial Policy and a Green New Deal», Jacobin, 6 de abril de 2023 y Jamie Merchant, «The Economic Consequences of Neo-Keynesianism», Brooklyn Rail, julio/agosto de 2023.
2 Perry Anderson, «Homeland’», nlr 81, mayo-junio de 2013, p. 31.
3 «Economic News Release: Employment Situation», Bureau of Labor Statistics, 7 de julio de 2023.
4 Robert Brenner, «Escalating Plunder», nlr 123, mayo-junio de 2020; Dylan Riley, «Faultlines: Political Logics of the us Party System», nlr 126, noviembre-diciembre de 2020; Robert Brenner, «‘Introducing Catalyst», Catalyst, vol. 1, n.º 1, primavera de 2017; Robert Brenner, «The Economics of Global Turbulence», nlr i/229, mayo-junio de 1998.
5 Este último fue el tema de «Drowning in Deposits» de Riley, un provocativo apéndice a «Seven Theses» publicado en Sidecar el 4 de abril de 2023.
6 En el mes anterior a las elecciones de mitad de mandato, los índices de aprobación de Biden se situaban en el 38%, por debajo de los 50 puntos de los meses posteriores a su toma de posesión. Clinton estaba en el 41% antes de las elecciones de 1994, en las que los republicanos barrieron ambas cámaras. Aunque la inflación había alcanzado su punto álgido en junio de 2022, con un 9,1%, en octubre se mantenía por encima del 7%, y los precios de los alimentos seguían subiendo casi un 11%. Véase Amina Dunn, «Biden’s Job Rating Is Similar to Trump’s But Lower Than That of Other Recent Presidents», Pew Research Center, 20 de octubre de 2022; las tasas de inflación, desglosadas por meses, se tabulan en us Inflation Calculator, utilizando el Índice de Precios al Consumo proporcionado por la Bureau of Labor Statistics.
7 Riley, «Faultlines», p. 49.
8 Karp, «Party and Class in American Politics», pp. 133-4.
9 Uno intuye que Riley y Brenner se oponen a las explicaciones basadas en la identidad no sólo porque son inadecuadas desde el punto de vista descriptivo, sino porque son inútiles desde el punto de vista político, ya que atrincheran las mismas dinámicas que pretenden explicar. Las explicaciones «idealistas», explicó Riley en una entrevista en Jacobin Radio, fomentan una «política de moralismo» en la que cada parte denuncia a la otra como irracional o prejuiciosa, ya sea la xenofobia de los «desposeídos» ignorantes o la hiperactitud de las élites liberales arrogantes. Demostrar que las lealtades políticas opuestas no surgen de diferencias insuperables de cultura o de valores defendidos fanáticamente, sino de los «intereses materiales» inherentes a la «situación objetiva» de cada fracción de clase, podría parecer un requisito previo para renovar la solidaridad entre clases: «Dealignment? w/ Robert Brenner and Dylan Riley», Jacobin Radio with Suzi Weissman, 15 de febrero de 2023.
10 Brenner, «Introducing Catalyst».
11 Riley y Brenner, «Siete tesis».
12 Al tratar de disipar una «idea equivocada: que el Partido Demócrata ha sido un fracaso electoral en los últimos años», ¿exageran Riley y Brenner la fuerza de la estrategia no clasista del partido de apelar a los «creídos»? Como señala un informe reciente para Jacobin, «en cuatro de los cinco estados que Biden volteó en 2020» –Michigan, Pensilvania, Wisconsin y Arizona, cruciales para mantener el control del Senado– «el electorado blanco sin estudios universitarios era mayor que los electorados blancos con estudios universitarios, negros e hispanos combinados». En la Cámara de Representantes, más del 86% de los «distritos competitivos son mayoritariamente no universitarios»: The Center for Working-Class Politics y YouGov, «Trump’s Kryptonite: How Progressives Can Win Back the Working Class», Jacobin, junio de 2023.
13 Matthew Karp, «The Politics of a Second Gilded Age», Jacobin, febrero de 2021.
14 Sin embargo, Karp también plantea algunas advertencias cruciales, señalando, por ejemplo, la forma en que un número cada vez mayor de trabajadores no blancos también se están inclinando hacia los republicanos, lo que como mínimo complica el argumento de Riley y Brenner de que la «natividad» y la blancura son los principales medios de «cierre social» del Partido Republicano. Riley y Brenner registran esta tendencia de pasada, pero no ajustan su esquema a la luz de la misma. Algunas estimaciones apuntan a un descenso de 33 puntos en la ventaja de los demócratas entre los trabajadores no blancos entre 2012 y 2022: «la criptonita de Trump».
15 La diferente cronología puede ser en parte un efecto de que Riley y Brenner no se centren en las pruebas inmediatas del trato de clases –como las trayectorias políticas opuestas de Hibbing y North Oaks– sino en su impacto más indirecto en la naturaleza de las elecciones: la rotación del gobierno en el «más estrecho de los márgenes».
16 Barker se pregunta «por qué deberían ser especialmente importantes los beneficios de la industria manufacturera, dado que en la actualidad sólo representa el 11% del valor añadido de la economía estadounidense». Nicholas Crafts, en un simposio sobre Las turbulencias económicas mundiales, planteó la misma cuestión: «me sorprende mucho que Brenner haga tanto hincapié en la rentabilidad de la industria manufacturera. . . La fabricación es un sector pequeño en las economías avanzadas actuales y su rentabilidad seguramente no determina el ritmo del progreso tecnológico en los servicios»: Nicholas Crafts, «Profits of Doom?», nlr 54, nov-dic 2008, p. 60. Una de las razones de la enorme y constante importancia de la industria manufacturera es que se presta a un rápido crecimiento de la productividad, lo que la convierte en lo que Benanav ha denominado un «importante motor del crecimiento general», tal vez insustituible.
17 Las enormes transferencias fiscales durante la pandemia, por ejemplo, no sólo enriquecieron aún más a los más ricos, sino que también ayudaron a los trabajadores más pobres a hacer frente a la subida de los precios, como ha señalado Cédric Durand: «a pesar de la disminución de los salarios reales, esto facilitó un cambio en la dinámica del empleo a favor de los trabajadores con salarios bajos»: Cédric Durand, «The End of Financial Hegemony?», nlr 138, nov-dic 2022. Salvo por afirmar que la Bidenomics, al alimentar la inflación, ha provocado la «profunda impopularidad» de la Administración, Riley y Brenner tampoco tienen en cuenta los efectos que las políticas pueden tener en el propio campo de la política, por inciertas que sean sus consecuencias macroeconómicas: construir o consolidar alineamientos electorales, alterar el equilibrio de las fuerzas de clase. Adam Tooze, por ejemplo, ha descrito el IRA, en su intento de «construir una nueva coalición de capital verde, ecologismo progresista y trabajo organizado», como una «auténtica ingeniería socio-político-económica»: Adam Tooze, «The ira (& the Fed) Debate-Bringing Hegemony Back In», Chartbook, 121, 17 de junio de 2023.
18 Riley, «Drowning in Deposits».
19 Mason, «Yes, Socialists Should Support Industrial Policy».
20 Grey Anderson, «‘Strategies of Denial», Sidecar, 15 de junio de 2023.
21 Merchant, «The Economic Consequences of Neo-Keynesianism».
22 En su análisis de las secuelas de la crisis de 2008, David Kotz define un régimen de acumulación como un conjunto de instituciones e «ideas dominantes» que promueven la acumulación de capital facilitando «una elevada tasa de beneficios, una creciente demanda total e inversiones productivas a largo plazo». El capitalismo político, desde este punto de vista, se parece más a una intensificación prolongada de la «crisis estructural» del neoliberalismo que diagnostica Kotz que a un nuevo régimen que lo ha trascendido («las contradicciones de cada régimen acaban provocando una crisis estructural y un periodo de lucha por la reestructuración de la economía política, que conduce a una nueva estructura social de acumulación»): David Kotz, «End of the Neoliberal Era? Crisis and Restructuring in American Capitalism», nlr 113, sept-oct 2018.
23 En el editorial Catalyst de Brenner, por ejemplo, la idea de «redistribución ascendente políticamente fundada», si no el propio término «capitalismo político», aparece en una sección titulada «¿Qué es el neoliberalismo?», y más tarde Brenner escribe que «En retrospectiva, el cambio al neoliberalismo ha tenido dos aspectos fundamentales: la austeridad, por un lado, y la redistribución ascendente directa políticamente impulsada, por otro»: Brenner, «Introducing Catalyst».
24 Incluso hay cierta vacilación en «Siete Tesis» –quizás más verbal que sustantiva– sobre si el capitalismo político constituye un «nuevo régimen de acumulación», o «una profunda transformación estructural en el régimen de acumulación», que podría implicar una mutación dentro del neoliberal existente.
25 La filiación epistemológica mixta del «capitalismo político» no ayuda. Branko Milanović lo utiliza en Capitalism, Alone (2019) para referirse a la economía china bajo el mando del PCCh, mientras que, como señala Barker, Gabriel Kolko lo definió como el «control empresarial sobre la política» de la belle époque en The Triumph of Conservatism (1963). La acuñación original de Weber, que describe la corrupción en la Antigua Roma, enturbia aún más las aguas.
26 Brenner, «Escalating Plunder»; énfasis añadido.
27 Thomas Meaney, «Fortunes of the Green New Deal’», nlr 138, nov-dic 2022.
28 «America’s Government Is Spending Lavishly to Revive Manufacturing», Economist, 2 de febrero de 2023.
29 «News Release: Employment Projections-2021-2031», Bureau of Labor Statistics, 8 de septiembre de 2022. Véase también Derek Brower, James Politi y Amanda Chu, «The New Era of Big Government: Biden Rewrites the Rules of Economic Policy», Financial Times, 12 de julio de 2023. Sobre el potencial de creación de empleo de la agenda prosperar original, un precursor más ambicioso del programa Reconstruir mejor que incluía importantes inversiones en la economía asistencial, destinadas a apoyar a las mujeres con salarios bajos y a las personas de color, véase Robert Pollin, Shouvik Chakraborty y Jeanette Wicks-Lim, «Employment Impacts of Proposed us Economic Stimulus Programmes: Job Creation, Job Quality and Demographic Distribution Measures», PERI, UMass-Amherst, 4 de marzo de 2021.
30 Gopal Balakrishnan, «Speculations on the Stationary State», nlr 59, Sept-Oct 2009, p. 6.
31 «America’s Government Is Spending Lavishly to Revive Manufacturing», Economist.
32 La reactivación de la competitividad de la industria manufacturera estadounidense como base para un tipo de crecimiento más sólido y equitativo ha sido un motivo clave de los discursos de Biden. En septiembre de 2022, Biden dijo a los fabricantes de automóviles de Detroit que «estamos reconstruyendo una economía, una economía de energía limpia, y lo estamos haciendo de abajo arriba y de la mitad hacia afuera. Estoy harto del ‘goteo’, no lo soporto. Mi programa económico ha desencadenado un auge histórico de la industria manufacturera en Estados Unidos. . . La industria americana ha vuelto». En diciembre, en el emplazamiento de la fábrica de chips taiwanesa TSMC en Arizona, Biden también habló de «la historia general de la economía que estamos construyendo y que funciona para todos…». una economía que crece desde abajo hacia arriba y desde el centro hacia fuera, que posiciona a los estadounidenses para ganar la competición económica del siglo XXI»: «Remarks by President Biden on the Electric Vehicle Manufacturing Boom in America», 14 de septiembre de 2022 y «Remarks by President Biden on American Manufacturing and Creating Good-Paying Jobs», 6 de diciembre de 2022, ambos disponibles en whitehouse.gov.
33 Riley, «Faultlines».
34 «Dealignment? w/ Robert Brenner and Dylan Riley», Jacobin Radio with Suzi Weissman.
35 Robert Brenner, «The Paradox of Social Democracy: The American Case», en Mike Davis, Fred Pfeil y Mike Sprinker, eds., The Year Left: An American Socialist Yearbook, vol. 1, Londres 1985, p. 42.
36 En «Estructura vs. Coyuntura», por ejemplo, Brenner sostiene que «la razón subyacente de la precipitada retirada de los demócratas de un programa de reformas» tras el colapso de la rentabilidad en los años 70, «fue que, con la economía en declive, las corporaciones alborotadas y los sindicatos debilitados por el fuego, se encontraron operando en un entorno sociopolítico transformado», añadiendo después: «Del mismo modo que las empresas y los republicanos se habían visto obligados a adaptarse a un contexto definido por el liberalismo del proyecto de los demócratas del New Deal y la Gran Sociedad y el poder residual del movimiento obrero durante la época de auge de la posguerra, a partir de mediados de los 70 los demócratas, en un periodo definido por el estancamiento económico y el poder cada vez mayor de las empresas, se acomodarían al empuje hacia la derecha impulsado por los republicanos»: Robert Brenner, «Structure vs Conjuncture: The 2006 Elections and the Rightward Shift», nlr 43, enero-febrero de 2007, pp. 43, 49.
37 Karp, «The Politics of a Second Gilded Age».
38 En 2017, Brenner sugirió que esta crisis de legitimidad «suponía una enorme apertura política» –«El capitalismo ya no puede garantizar la adhesión positiva de los trabajadores al sistema porque no satisface sus necesidades, y todo el mundo lo sabe»–, aunque también preveía que los Estados capitalistas aumentarían la represión frente a la resistencia popular, cambiando cada vez más la hegemonía por la dominación: Brenner, «Introducing Catalyst».
39 «Mientras que los Estados solían estar aterrorizados de que la liquidez del mercado se secara –una característica típica de las crisis a partir de la década de 1990–, la configuración se invierte ahora: la comunidad financiera está en una línea de vida pública permanente para garantizar la liquidez, la compensación del mercado sin problemas y la provisión de activos. Esta socialización del capital ficticio como nueva normalidad está empezando a alterar el equilibrio de poder entre el Estado y los mercados»: Cédric Durand, «¿El fin de la hegemonía financiera?».
40 Robert Brenner, «The Problem of Reformism», Against the Current, no. 43, marzo/abril de 1993. Wolfgang Streeck hizo una observación similar en 2011, señalando «un conflicto aparentemente irreprimible entre los dos principios contradictorios de asignación bajo el capitalismo democrático: los derechos sociales, por un lado, y la productividad marginal, evaluada por el mercado, por otro»; «una reconciliación duradera entre la estabilidad social y económica en las democracias capitalistas es un proyecto utópico»: Wolfgang Streeck, «The Crises of Democratic Capitalism», nlr 71, sept-oct 2011, p. 24.
41 Brenner «Introducing Catalyst».
42 Balakrishnan ve motivos para «cierto optimismo» en una nueva concepción «pikettyana» de la clase como «una categoría directamente política, incluso fiscal… con designaciones numéricas de los ricos –el 1% o el 10% más rico– y las correspondientes concepciones estadísticas de la clase trabajadora o el pueblo». Entre las ventajas de esta concepción «más abstracta» de la lucha de clases entre ricos y pobres, Balakrishnan argumenta que «no depende de puntos de apoyo sólidos en el sistema de producción» ni de «formas más antiguas de organización y agencia de la clase obrera industrial». Esto podría ser especialmente importante en la era del capitalismo político, en la que los beneficios se obtienen cada vez más a través de medios políticos en lugar de la «producción rentable», un cambio que, cabría suponer, debilita considerablemente el poder estructural de los trabajadores, arraigado en su capacidad para perturbar la producción y, con ella, los beneficios: Gopal Balakrishnan, «Swan Song of the Ultraleft», Sublation, 30 de mayo de 2022.
43 Riley, «Drowning in Deposits».
44 Streeck, «Crises of Democratic Capitalism», p. 29.
45 Kenta Tsuda, «Naïve Questions on Degrowth», nlr 128, mar-abr 2021, p. 130.
Fuente: New Left Review (https://newleftreview.org/issues/ii142/articles/lola-seaton-reflections-on-political-capitalism)