Sobre historia: cuatro aproximaciones y un anexo
Francisco Fernández Buey
El 25 de agosto de 2022 se cumplieron diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se organizaron diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 estamos publicando como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.
Contenido: 1. «Democracia y memoria histórica» (1998). 2. «El tiempo en la historia» (1999). 3. «Sobre el papel del historiador en la sociedad» (2008) 4. «El derecho a la memoria y el pasado como afrenta presente» (2010). Anexo: «1966».
I. Democracia y memoria histórica
Publicado en Ayer 32, 1998
1. Varias y diversas, pero igualmente potentes, son las voces que se han elevado en Europa durante estos dos últimos años para recordarnos que lo que llamamos democracia no es el país de las hadas felizmente descubierto ni es tampoco un don graciosamente concedido a los humanos por los dioses benefactores de Occidente, sino más bien un estado de equilibrio social, siempre precario, que se conquista con esfuerzo y cuya consolidación, desarrollo y ampliación obliga a luchar sin tregua, de generación en generación, contra los demonios familiares. Se da la particular circunstancia de que la democracia sólo puede existir como un proceso en crecimiento. Si no crece y echa raíces profundas en el tejido social, la democracia acaba por agostarse, se convierte en oligarquía y empieza a peligrar para todos.
Por desgracia, algo así está ocurriendo, una vez más, en Europa. El grado de consciencia que los humanos pueden llegar a tener de esta verdad que es la democracia como proceso histórico en construcción continuada suele ser alto cuando la participación de las gentes en este proceso y el autogobierno del pueblo son impedidos directamente por un tirano. Pero este nivel de consciencia cae de forma sensible cuando, por las razones que fuere, se crea socialmente el espejismo de que la democracia ya ha sido lograda de una vez por todas. Esta disminución del nivel de consciencia se convierte en pérdida de toda noción seria de la democracia en aquellas circunstancias históricas en que las mayorías se pliegan a la creencia eufórica de que el tirano o la minoría autoritaria han sido definitivamente derrotados y los valores de la democracia se expanden ya universalmente. Se trata de una ingenuidad muy repetida en distintos tiempos y lugares, de una ingenuidad que no hay que confundir con el idealismo moral. Albert Einstein, el gran científico y filósofo moral de nuestra época, nos enseñó esta distinción a propósito de Walter Rathenau, economista y político judío asesinado por ultraderechistas en la Alemania de Weimar: Ser idealista, cuando se vive en Babia, no tiene ningún mérito. Lo tiene, en cambio, seguir siéndolo cuando se ha percibido el hedor de este mundo1.
2. En tiempos como estos la buena gente tiende a olvidar la enorme potencialidad para el sometimiento y para la servidumbre voluntaria que ha sido dada a nuestra especie, sobre todo cuando se subdivide sin saberlo en grupos sociales desagregados, desarticulados. La memoria histórica de lo que fue la resistencia frente a la tiranía y la barbarie, en Europa y fuera de Europa, se ofusca con facilidad. Olvido y ofuscación de la memoria son estados muy naturales del ser humano, tal vez porque la continuada intervención social en la construcción de la democracia no es un asunto lúdico, sino una tarea que, como todo trabajo, cansa, por lo general, a los más. Pero esta aparente naturalidad tiene como consecuencia un debilitamiento de la tensión moral que acompaña al talante democrático en las sociedades contemporáneas. El coraje busca entonces refugio en otros andurriales. Esto es algo que en Europa se conoce bien desde la primera guerra mundial.
La ofuscación de la memoria de los más facilita el revisionismo historiográfico de las minorías nostálgicas cuando éste coincide con el interés de los que mandan en el presente. Y de este modo parece como si la barbarie recobrara el rostro humano. Cae el muro de Berlín, uno de los dirigentes de la patronal alemana declara acto seguido que ha terminado la tercera guerra mundial con el triunfo de los perdedores de la segunda, Hitler vuelve a ser presentado como uno de los nuestros y pronto se levantan nuevos muros electrónicos en nombre del privilegio adquirido. El temor vuelve a anidar en el corazón de las pobres gentes.
Es cierto que, como escribió Musil, en la historia de la Humanidad no hay retrocesos voluntarios2; pero este debilitamiento de la memoria histórica, esta ofuscación de la memoria popular que suele ir acompañada de una pérdida de identidad en lo cultural, equivale a un retroceso, que no por involuntario dejará de ser tal.
¿Por qué una cosa así puede llegar a ocurrir, y hasta a repetirse en la época de la universalización de la instrucción pública? En primera instancia se puede contestar: porque la imagen del rostro de la Bestia (del racismo, de la xenofobia, de la intolerancia entre culturas, de la explotación social) es indistinguible de nuestro propio rostro, del rostro de los nuestros, en aquellos momentos iniciales en que el monstruo solo está incubándose3. Entonces no puede parecer todavía lo que un día acabará siendo. Nada tan repetido como el asombro y la perplejidad de las gentes ante la enésima comprobación de que donde ayer hubo un remanso hoy puede haber un infierno. Yugoslavia enseña.
Pero dicho eso hay que seguir preguntando: ¿por qué estas cosas nos parecen siempre «irracionales» e «incomprensibles» en el momento en que pasan y se explican tan bien al cabo del tiempo, cuando los muertos ya no están a la vista? Porque comprender el pasado, cuando ese pasado raya precisamente en lo «incomprensible», no es lo mismo que adoctrinar. El adoctrinamiento, que habitualmente acompaña a la universalización de la instrucción pública en nuestra sociedades, es casi siempre una racionalización ideologizadora de la conducta de los vencedores y de los supervivientes para uso de las nuevas generaciones. Esto lo vio muy bien Hannah Arendt, quien consideraba el adoctrinamiento como una especie de atajo negativo, como una vía rápida hacia el olvido que niega de hecho la posibilidad misma de la comprensión4. Dicho con palabras de Juan de Mairena: en esta cosa quien quiere atajar, rodea. El ordenador central que trata de regular la vida de las democracias realmente existentes en nuestras sociedades no deja de advertirnos una y otra vez: low memory! Falta memoria, efectivamente, en el sistema de relaciones vigente. Y falta memoria porque hay en este sistema una sobrecarga de documentos desinformadores, desorientadores, y un absoluto desorden como consecuencia de la constante fragmentación del discurso lógico que practican hoy en día la mayoría de los medios de comunicación de masas y de incomunicación entre las personas. También en este caso para ampliar la memoria, o para recuperar la memoria perdida en la selva de la desinformación, hay que ganar un espacio, hay que hacer un sitio. Hacer sitio a un discurso coherente que pueda ser transmitido de unas generaciones a otras.
3. Una de las pocas formas que los humanos han inventado hasta ahora para solventar el gran problema de la incomprensión o incomunicación entre generaciones, de la cual brota la debilidad o la ofuscación de la memoria es la transmisión, como en una carrera de relevos, de las experiencias vividas por los de más edad. Las experiencias tienden a independizarse de los hombres que las vivieron. Por ello, para ser compartidas, estas experiencias, que, sin su vivencia, siempre serán consideradas como cosas abstractas por los más jóvenes, están pidiendo a voces creencias comunes, convicciones también compartidas. Para conquistar y fortalecer la democracia se necesita, por tanto, un delicado equilibrio entre tradición y renovación, entre memoria histórica e invención socialmente productiva.
Hubo un tiempo en que este delicado equilibrio sólo podía lograrse a través de la palabra, puesto que la escritura era cosa de minorías selectas. Hoy en día, en cambio, la nostalgia de la buena palabra tiende a veces a asimilar el predominio de la cultura de la imagen con el malestar cultural, con el desasosiego de la cultura. Se dice incluso que la cultura de la imagen ha contribuido a la pérdida de la memoria histórica de los más jóvenes. Esto es inexacto. En nuestro tiempo las imágenes compiten denodadamente con la palabra dicha y con la palabra escrita en la ofuscación de la memoria de las mayorías, cierto es, pero también en la siempre renovada tentativa por configurar una nueva cultura para una inmensa minoría. No en balde el cine tiene ya sus clásicos contemporáneos apreciados intergeneracionalmente.
La tendencia a echar la culpa del desasosiego cultural a la última y más potente de las nuevas tecnologías producidas por la especie humana es casi tan vieja como la historia de la tecnología y, con toda seguridad, simultánea a las boberías del optimismo tecnocrático. Pero esa tendencia es también tan unilateral como el bobalicón quedarse con la boca abierta ante los nuevos inventos que transforman el mundo de la producción simbólica. No nos conviene, por tanto, encerrarnos en controversias con los más jóvenes que reproduzcan dinámicas unilaterales conocidas. Lo que hace falta en nuestras circunstancias es conocer mejor los motivos por los cuales la pérdida de memoria histórica sigue siendo tan pertinaz a pesar de los medios tecnológicos que tenemos a nuestro alcance.
En este sentido hay que pensar que el tipo de reflexión sobre democracia y memoria histórica que hace falta en esta Cataluña del final de siglo no es político, o no sólo político, ni tampoco apolítico, sino más bien prepolítico: una reflexión previa a la consideración política propiamente dicha, y, por tanto, más básica, más fundamental. La reducción politicista de los problemas que nos agobian, que son psicosociales y culturales, a la simpleza de la encuesta sociológica o al instrumental cálculo electoralista es, me parece, la vía más rápida para seguir ignorando los motivos del disgusto y del malestar cultural que azotan a las sociedades europeas. Estos, el disgusto y el malestar cultural, aumentan en nuestras sociedades, y minan la confianza de las gentes en el tipo de democracia establecida, no sólo (como se cree a veces) por la corrupción de unos cuantos políticos profesionales, sino porque, junto a ésta, se va haciendo cada vez más patente una contradicción que de momento parece insuperable.
Esta contradicción podría formularse así: la necesidad de una conciencia de especie implicada en la crisis económico-ecológica global de nuestro planeta, en este vivir en un régimen de permanente «trampa adelante» (si se me permite traer a colación la expresión del gran historiador don Ramón Carande para caracterizar las dificultades de otro Imperio), choca fuertemente con la no-contemporaneidad de las vivencias de las pseudoespecies excluyentes en que continúa dividida la Humanidad en la época de la plétora miserable. La cultura de la imagen, y en primer lugar la presencia prepotente de «la bicha» (como, con razón, ha llamado Rafael Sánchez Ferlosio a la televisión) hacen especialmente agudo este conflicto, porque resaltan hasta límites psicológicamente insoportables la no-contemporaneidad de las situaciones y de las respuestas que, sin embargo, se dan simultáneamente en el mundo, en un mundo de cuyos sufrimientos y alegrías en las cuatro esquinas podríamos saberlo todo ya casi al instante.
Precisamente por el carácter tan fundamental de esta contraposición entre simultaneidad de los acontecimientos y no-contemporaneidad de las respuestas subjetivas en el marco de una plétora miserable, lo más atractivo, tal vez, del análisis sociopolítico en Europa sea en este momento la aproximación crítica al sentido del tiempo subjetivo, humanizado, o sea, al sentido de los tiempos vividos por las personas con conciencia; una reflexión, ésta, que tiene su origen en la vindicación feminista (pero no sólo feminista) de cambiar los tiempos del trabajo y del ocio, los tiempos que dedicamos actualmente al cuidado de los otros, sobre todo, de nuestros mayores, y a la educación sentimental de uno mismo, los tiempos de lo público y de lo privado5. Pues sólo una consideración crítica de este tipo puede hacernos caer en la cuenta de los sustanciales cambios que está experimentando en nuestras sociedades la comunicación intergeneracional.
Lo que se ha dado en llamar «melancolía democrática»6 es en buena parte efecto de la ampliación de esta conciencia de la no-contemporaneidad en un mundo de contemporáneos, consecuencia, por tanto, de una acumulación de conocimientos que han podido ser generalizados, universalizados, gracias a las nuevas tecnologías de la imagen, sin que al mismo tiempo haya podido desarrollarse una nueva sensibilidad a la altura de las necesidades de la conciencia de especie. Pues la sensibilidad propia de la moral mesopotámica (y de sus variantes euronorteamericanas) sigue perdurando en nosotros junto al inigualable saber que ya proporciona, en el ámbito de la individualidad, el alargamiento de la vida media de las personas. Sabe más el diablo por viejo que por diablo, se decía hasta hace poco. Y sufre por ello, habrá que añadir pronto.
En el plano psicosocial los cuernos del conflicto son: de un lado, la inigualable acumulación de saber sobre el mundo que sólo da la edad, y, de otro, la persistencia de la vieja sensibilidad fragmentadora de los sentimientos de la especie. El mundo se empequeñece ante la capacidad de conocer que dan las nuevas tecnologías y el alargamiento de la vida, pero al mismo tiempo se hace grande, y terrible, por la no-contemporaneidad, por la inadaptación de la sensibilidad al conocimiento, sobre todo en las zonas económicamente desarrolladas del planeta. Esta inadecuación se paga con un profundo desasosiego: son muchas las personas que, al verse sin capacidad de actuación para cambiar el mundo de base, oscilan entre la justificación encubierta del racismo (que es siempre la reacción contra el prójimo más débil) y la anomia depresiva.
Para salir de la encrucijada la memoria histórica es, repito, esencial. Y para recuperar la memoria histórica hace falta encontrar un lenguaje común, un lenguaje que permita comunicar intersubjetivamente las vivencias de este desasosiego intergeneracional que, en nuestro caso, produce la reducción de todo al displicente pasa tío y a la nostálgica feria del 68 (o del 66) contada por el profesor prematuramente envejecido. La universidad, nuestras universidades de hoy, tienen que tener, qué duda cabe, algo nuevo que decir sobre estos problemas. En vez de limitarnos a los viejos tópicos –al tal como éramos o al cuéntala otra vez, Cohn–, las fechas en que estamos, en esta conmemoración del trigésimo aniversario de la asamblea constituyente del SDEUB, podrían ser un buen estímulo para pensar de forma crítica en los motivos del malestar cultural de ahora.
II. El tiempo en la historia
Conferencia impartida en Lérida, 4/XI/99 (no completamente desarrollada)
I. El tiempo devorador y regurgitador: Cronos.
Krónos, uno de los hijos que Urano, el Cielo, tuvo con Gea, la Tierra. Cronos es uno de los Titanes, el más joven y el que les dirige en la lucha contra su padre. Va armado con una hoz, devora a los vástagos que iba teniendo con Rea. Engañado por Rea cuando dio a luz a su tercer hijo, Zeus; éste fue copero de Cronos e hizo que su padre tomara una dulce bebida mezclada con mostaza y sal para que Cronos vomitara a sus hermanos aún vivos. Se le considera en el mundo clásico griego como la personificación del tiempo y se le representa implacable, con una hoz. En Roma fue identificado con Saturno.
El tiempo es muerte, es devoración, que actúa, implacable, con la hoz de las horas; pero también es vida: regurgitación de lo devorado (recuerdo, memoria de los próximos) y vómito. La historia es, por tanto, como la naturaleza misma, tiempo cíclico: eterno retorno.
II. Pero es eterno retorno intersubjetivamente interpretado.
Para los hombres hay un tiempo cíclico, pero también tiempos (en plural) diversamente percibidos porque diversamente vividos.
El tiempo vuela (Cicerón). Huye irremediablemente (Virgilio). Su velocidad es infinita (Séneca). Pasa insensiblemente y sólo quedan los recuerdos (Ovidio). Todo se lo lleva, hasta el ánimo (Virgilio). Nada perdura, todo fluye y de todo se forma una imagen fugitiva (Ovidio). Los tiempos cambian y nosotros con ellos (Propercio). El mañana es discípulo del ayer (Publilio Siro). Pero el tiempo también cura lo que la razón no ha podido curar (Séneca). Sólo el tiempo es nuestro (Séneca). Por eso hay que obedecer al tiempo, ahorrar el tiempo (Séneca), plegarse a las circunstancias (Cicerón).
Pero hacia dónde van los tiempos históricos. ¿Hay acaso una dirección definida? ¿Sabemos acaso cuál es la dirección de la flecha del tiempo histórico? Ante estas preguntas la cultura romana clásica se divide. Unos piensan que los tiempos siempre degeneran, que la historia va a peor, que la generación de nuestros padres ha sido peor que la de nuestros abuelos y la nuestra aún más malvada que la de nuestros padres (Horacio). Que la historia se derrumba y vuelve atrás (Virgilio). Que cada día que pasa es peor que el anterior (Publilio Siro). Pero otros piensan que alabar siempre las cosas antiguas y aborrecer las presentes es un vicio propio de la mezquindad humana (Tácito); que hay que alegrarse de haber nacido ahora, porque aunque alabamos el pasado gozamos el presente (Ovidio). Que hay que aprovechar las ocasiones (Ovidio).
III. Todo tiene su tiempo: Eclesiastés.
Todo tiene su tiempo y todo lo que se quiere bajo el cielo tiene su hora. Tiempo de nacer y tiempo de morir: tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar y tiempo de curar: tiempo de destruir y tiempo de edificar; tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de endechar y tiempo de bailar; tiempo de esparcir piedras y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar y tiempo de perder; tiempo de guardar y tiempo de desechar; tiempo de romper y tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar; tiempo de amar y tiempo de aborrece; tiempo de guerra y tiempo de paz (Eclesiastés, 3, 2-8)
Porque el hombre tampoco conoce su tiempo; como los peces que son presos en la mala red, y como las aves que se enredan en lazo, así son enlazados los hijos de los hombres en el tiempo malo, cuando cae de repente sobre ellos.
El Eclesiastés comienza con la idea de que «generación va, generación viene, mas la tierra siempre permanece; sale el sol y se pone el sol y se apresura a volver al lugar de donde se levanta», y que parece insistir en la idea de retorno continuo (el viento, el ciclo del agua) y que en seguida afirma (1,9): «¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será ¿Qué es lo ha sido hecho? Lo mismo que se hará. Y nada nuevo hay bajo el sol». «No hay memoria de lo que precedió ni tampoco de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después». El tiempo de los hombres, por muchos que sean sus conocimientos, es vanidad.
IV. El tiempo profético. Apocalipsis. Fin de los tiempos.
Lo que particulariza el cómputo cristiano del tiempo es que cuenta y mide el mismo desde un acontecimiento central que ocurrió cuando el tiempo había sido consumado. Ese acontecimiento central se encuentra todavía en el futuro y la esperanza en la venida del Mesías divide el tiempo en un eón presente y otro futuro; o bien en un perfertum presens, la venida -ya realizada de Jesucristo. El tiempo es contado lo mismo hacia adelante que hacia atrás en relación con este acontecimiento. La historia es historia de la salvación, tiempo que progresa desde la promesa a la consumación de la misma. El acontecer histórico es un movimiento que progresa y retorna, desde el descarrío a la reconciliación: la historia es un tiempo de prueba. Hay un tiempo de la historia profana y un no-tiempo de la historia sagrada, de la revelación y de la salvación. Doble versión (judaica y cristiana): fe confiada y paciente en la venida de un Mesías (judaísmo), fe en un hecho ya o preliminarmente cumplido y que volverá a cumplirse.
La idea de apocalipsis es central en esta concepción. «Apocalipsis» en griego significa «revelación», en el sentido de poner de manifiesto lo escondido, lo encubierto. Pero no como «explicación» del acontecimiento sino como aparición visible de un misterio que no deja por ello de ser misterio.
La redacción del texto del «Apocalipsis» es un hecho histórico, realmente ocurrido en el tiempo, atribuido a Juan Evangelista, y con un fecha concreta, entre el año 80 y el 90 de nuestra era. Ese texto se puede leer como expresión de la preocupación de los cristianos perseguidos de la época de Nerón y en relación con la leyenda de la resurrección de Cristo, de la destrucción de la Jerusalén histórica por los romanos y de las persecuciones de los cristianos en el Imperio romano. Pero la contextualización, la lectura del «Apocalipsis» en su tiempo, no tiene ninguna importancia para el cristiano. Lo importante es realmente la «revelación» profética, según la cual habrá un «fin de los tiempos» y un «juicio final», un acabamiento y consumación de la historia.
Historia real e historia sagrada tienen, según esto, dos tiempos que se interpolan y se interrelacionan, el de las edades del hombre y el de la ciudad de Dios.
Puesto que la ciudad de Dios manda sobre la ciudad del hombre, se puede decir que esta concepción niega el tiempo histórico; pero como el hombre vive en la ciudad de abajo esta negación tiene que ser vivida aquí también trágicamente. Y ese ha sido el destino del Cristo histórico y de la mayoría de los profetas que vivieron en la tierra después de él y que se inspiraron en el texto del «Apocalipsis» de Juan: el de los seguidores de Joaquin di Fiore [1131-1202], que tuvo la osadía de negar la interpretación tradicional según la cual la Iglesia existente, como representación legítima de la voluntad de Dios, duraría hasta el fin de los tiempos, contraponiendo a esta idea la de que, en la última época de la Historia, la Iglesia se convertiría en una comunidad monacal de santos, y, lo que es más importante, que la época del fin de la historia había comenzado ya.
Esta es una idea que se reitera en la cultura cristiana y que compite con la versión oficial desde el siglo XII. Una idea que vuelve a encontrarse en Girolamo Savonarola, en la Italia de finales del siglo XV y en Thomas Münzer, en la Alemania dividida del primer tercio del siglo XVI.
V. Del tiempo profético al tiempo profano.
La flecha del tiempo profético parte del presente y apunta hacia el porvenir inmediato. Pero tiene que competir con una concepción profana del tiempo, igualmente muy extendida: «Que cualquiera tiempo pasado fue mejor».
De Ausiàs Marc:
Temps de venir en negun bé m pot caure; /el porvenir ningún bien me puede traer/
aquell passat en mi és lo millor. /aquel pasado para mí es lo mejor/
Del temps present no.m trobe amador, /Del tiempo presente no me encuentro amador/
mas del passat, qu.és no-res e finit; /sino del pasado, que no es nada y finito/
d´aquest pensar me sojorn e.m delit, /Con este pensamiento me sosiego y deleito/
mas quan lo pert, s’esforça ma dolor /mas cuando lo pierdo aumenta mi dolor/
A lo que Jorge Manrique hace eco en las «Coplas a la muerte de su padre».
Cómo a nuestro parescer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor
Y pues vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
Los comentaristas de Ausiàs Marc y de Jorge Manrique suelen decir que la idea de que el tiempo pasado fue mejor que el presente viene rodando desde el Eclesiastés, 7,10 («Ne dicas: Quid putas causae est quod priora tempora meliora fuere quam nunc sunt? Stulta enim est huiusiemodi interrogatio», o sea: «Nunca digas: ¿Cuál es la causa de que los tiempos pasados fueron mejores que estos? Porque nunca de esto preguntarás con sabiduría». Esta idea se encuentra también en autores latinos como Quintiliano y abunda en los coetáneos de Manrique (Juan de Mena, Diego López de Haro o Guevara), así como, en general, en la poesía sapiencial de la Edad Media.
Pero aquí conviene distinguir: de un lado, la valoración de los tiempos desde una perspectiva que es personal e intransferible, que está determinada por las relaciones interpersonales, en las que el amor pasado (A. Marc) y la muerte reciente de un ser querido (Jorge Manrique) juegan un papel esencial; y, de otro lado, la conversión de esa vivencia en filosofía colectiva de la historia o concepción del mundo. Pues una cosa es el «cualquier tiempo pasado fue mejor» relacionado con nuestros propios recuerdos subjetivos y nuestras particulares idealizaciones del pasado (que por haber sido mejor para nosotros tendemos a creer que lo fue también para los demás) y otra cosa es la constante historiográfica según la cual hubo un tiempo, una edad, una era (y tal vez un lugar) en el que las cosas en general eran mejores, algo así como una «edad dorada» o un topos del pasado particularmente armónico, idea, ésta, que ha siempre una constante en la historia de la humanidad y que se encuentra muy bien expresa en El Quijote.
Se podría decir incluso que la idea misma de que hubo un Paraíso, presente con matices en la mayoría de las religiones, no sólo en la cristiana, es una expresión de esta tendencia a la idealización de un pasado que ni siquiera llegamos a conocer, una expresión de culturas campesinas para las cuales el futuro es una completa incógnita, un misterio o una revelación.
VI. Los tiempos renacen: sobre la idea de reiteración histórica.
Antiguos y modernos: renacimiento de los tiempos antiguos. Continuidad y discontinuidad en la historia. Todo «renacimiento» es siempre y a la vez: novedad, retorno al pasado (a otro pasado, a un pasado anterior al inmediato pasado) y reformulación del ideal de acuerdo con el signo de los tiempos. Eso fue también el Renacimiento histórico. Leon Batistta Alberti, Leonardo da Vinci, el arquitecto Filarete, los teóricos italianos perspectivistas y teóricos de la Città ideale, Guicciardini, Maquiavelo no son sólo renacentistas que combaten contra las nieblas y supersticiones de un pasado medieval del que todavía tienen ante los ojos muchas manifestaciones, sino que son también restauradores de una determinada antigüedad clásica (griega y romana), constructores de un pasado más antiguo que quieren hacer enlazar con su presente pensando en su futuro.
Para darse cuenta de esto no hay más contemplar con calma el inquietante cuadro renacentista titulado La città ideale, pintado hacia 1470 en un ambiente en el que se entrecruzan tendencias florentinas, romanas y de Urbino: pasado clásico y medieval y presente urbitano, romano y florentino se entrelazan en las tablas conservadas en Urbino, Baltimore y Berlín. Continuidad y discontinuidad, por tanto. El tiempo histórico es reiteración y diferencia, repetición y particularidad. Pero también idealización: del pasado, del presente y del futuro. Los teóricos del Renacimiento, entre los que ha nacido la historiografía moderna, no están de acuerdo entre ellos sobre lo que haya que entender por reiteración histórica y cómo valorarla. Guicciardini y Maquiavelo discuten ya sobre esto. Hay varias formas de entender qué es renacer y, por consiguiente, qué es lo moderno.
La lección de la historiografía moderna en su origen empieza con un contradicho: «Todo lo que fue en el pasado y es en el presente será también en el futuro. Sólo que, al cambiar los nombres y las superficies de las cosas, quien no tiene buen ojo no las reconoce».
Por eso hay que tener mucho cuidado con las reiteraciones de los tiempos que conduce a la reiteración de las palabras: «Mucho se engaña quien [Maquiavelo, en este caso] a cada palabra trae a colación a los romanos. Habría que tener una ciudad configurada como era la suya y, además, gobernarse según aquel ejemplo. Pero, siendo diferentes las cualidades [de la Roma republicana y de las ciudades italianas del Cinquecento] el ejemplo es tan desproporcionado como lo sería querer que un asno trotara como un caballo».
Y de ahí: «Es gran error hablar de las cosas del mundo por regla, indistinta y absolutamente». «No es obra perdida o sin precio considerar la variedad de los tiempos y de las cosas del mundo». La historia es sólo una guía para considerar las cosas con ánimo filosófico. Escribir la historia sirve, en última instancia, para defender la dignidad humana. Tal vez la historia no tiene significado alguno, ni meta ni fin. Tal vez sea sólo una variación sobre los grandes temas de la lucha del hombre contra el azar y de la miseria de la condición humana. Queda la fuerza de a razón. La fuerza de entender y comprender.La historia induce al hombre a adquirir conciencia del propio valor intrínseco.
Conservar la memoria de las cosas. He ahí la meta de la historiografía: «Me parece que todos los historiadores, sin excepción, yerran en esto, a saber: que han dejado de escribir muchas cosas que en su tiempo eran conocidas presuponiéndolas como conocidas […]. Si hubieran considerado que, con el paso de los tiempos, las ciudades se extinguen y se pierde la memoria de las cosas, y que las historias no se escriben sino para conservar esa memoria a perpetuidad, habrían sido más diligentes a la hora de escribirlas, de manera que, así, todas las cosas aparecieran ante los ojos de quien nace en una edad lejana como si fueran presentes. Ese es precisamente el fin [el objetivo, la meta] de la historia [de la historiografía]».
VII. No contemporaneidad: tiempos y culturas de los humanos.
La percepción directa del contraste agudo entre culturas y costumbres tan diferentes como las de los europeos del Mediterráneo y las de los amerindios del continente al que éstos llegan en el siglo XVI plantea el problema singular: el de la simultaneidad en el tiempo y la no-contemporaneidad de las culturas (en sentido antropológico).
Desde esa percepción se puede hablar de diferentes tempos o ritmos históricos: hay un tiempo histórico universal y tempos particulares de las culturas. Y este hablar, diferenciando, es un rasgo característico de la modernidad europea. En comparación con la propia, se tiene la impresión de que en aquellas otras culturas el tiempo (nuestro tiempo universalizado) se haya detenido. El ritmo es otro. «El tiempo aquí corre lento, como con una pereza majestuosa», dice todavía Serguei Eisenstein, cuando filma los restos de aquellas culturas amerindias en su documental ¡Que viva México!.
De la reflexión sobre este contraste entre los distintos tempos o ritmos de las culturas han salido dos ideas contrapuestas: de un lado la idea renacentista de utopía; de otro lado la idea, ya ilustrada, de la existencia de pueblos sin historia.
La idea de utopía da nueva forma a la vieja concepción de la «edad dorada» y precisa a la vez la más moderna concepción de la ciudad ideal. El europeo moderno renacentista trata de enlazar en la utopía el retorno a la antigüedad clásica con la imagen cristiana del Paraíso. Y encuentra la materialización de esto precisamente en un ritmo histórico completamente diferente del que conoce ya en las ciudades europeas (en Londres, en Florencia, en Amsterdam, en Valladolid). Lo que idealiza ahora no son los tiempos pasados, sino aquellas de las culturas presentes en las que, habiéndose detenido parcialmente el tiempo, se conservan las virtudes principales del pasado, sus valores. Esa es la idea principal de la Utopía de Thomas More, la respuesta al «qué tiempos éstos en los que parece que estemos navegando en la nave de los locos» (Erasmo, Sabastian Brandt).
VIII. Teoría de los cuatro estadios: transposición de las edades del hombre a la historia de las culturas.
La reflexión sobre los distintos tempos de las culturas que existen en el mundo simultáneamente pero que de hecho no son contemporáneas ha conducido a la teoría de los cuatro estadios. De la misma manera que el ser humano pasa en su vida por cuatro estadios: infancia, juventud, madurez y vejez, así también los pueblos y culturas que existen en el mundo. Hay pueblos y culturas «sin historia» que parecen vivir en permanente infancia; pueblos y culturas que no han rebasado la etapa juvenil y culturas «superiores» que están su madurez. Estas últimas indican la dirección de la historia universal. Es una concepción del tiempo histórico funcional a la expansión colonial europea en América, África y Asia. Una concepción que justificará durante mucho tiempo, y desde un punto de vista laico, ilustrado, no particularmente religioso, la persistencia de la esclavitud y/o del paternalismo. Las gentes de los pueblos y culturas africanas, «infantiles», pueden ser esclavizadas; las gentes de los pueblos y culturas que no han rebasado la fase «juvenil», en América, en Asia en África tienen que ser «tuteladas» por el Occidente europeo para que lleguen a alcanzar su madurez. Esto vale para los descendientes de los mexica en América Latina en comparación con los descendientes de los anglos (California). Y vale para la India colonial. En esto la idea de «progreso» técnico-económico es clave. La historia se hace universal y el progreso lineal. El progreso de los pueblos es cultura, formación, bildung; pero no cualquier tipo de «cultura», sino cultura madura: civilización. La civilización tutela las culturas. Y la hija directa de esta idea es la noción de «protectorado».
IX. Un aviso literario: Detener el tiempo, pactar con Mefistófeles: la ciencia y el mito moderno de Fausto.
El instante en que el viejo científico pueda decir: «Detente, eres tan hermoso». La versión goethiana del viejo mito de Fausto está poniendo al hombre moderno, civilizado y científico, ante sus contradicciones. Que son las de siempre, pero en una forma nueva. Por eso Goethe arranca y termina el Fausto con una interpretación propia del mito del «Génesis» en la que contrapone nuevamente la simbología del árbol de la ciencia y del árbol de la vida.
X. Así se llega al concepto de tiempo como progreso dialéctico, no lineal, concebido en tres momentos: evolución, crisis (autocontradicción) y reconciliación.
La idea de progreso dialéctico es teleología laica. Y, en cierto modo, secularización de la teología cristiana. De la teoría de los cuatro estadios se pasa a la teoría de los modos de producción sucesivos y de ésta a la laicización de la reconciliación en este mundo: comunismo (o comunitarismo) primitivo, feudalismo, capitalismo, comunismo moderno. Aquí la idea de «aufhebung», que quiere decir «superación» o «sobrealzamiento» tanto del espíritu como de las civilizaciones es clave. El tiempo histórico tiene un sentido, aunque avanza contradictoriamente; a veces, casi siempre, la historia avanza por su lado malo, pero avanza. Y avanza incluso cuando chocan culturas de pueblos «sin historia» con culturas de pueblos que se han puesto a la altura de la historia. Las metamorfosis regresivas existen también en la historia, pero son anomalías, como lo son en la historia de la evolución natural. La evolución histórico-cultural es paralela a la evolución natural darwiniana: tiene otro ritmo de desarrollo pero sigue la misma dirección hacia arriba y hacia adelante. Historia y naturaleza coinciden. Tanto que pudo decirse que, con el tiempo, no habría más que una ciencia: la ciencia de la historia. Las revoluciones son para las sociedades y para las culturas como las mutaciones o los saltos en la historia de la evolución de las especies. Tiempo histórico y tiempo biológico se aproximan en esta reconciliación revolucionaria.
XI. Pero en la práctica las revoluciones tienden a negar el concepto de «Aufhebung».
El subrealzamiento histórico era en la teoría superación «con resto», es decir, paso a una nueva fase histórica conservando lo mejor de la anterior. Y, sin embargo, la era de las revoluciones se ve así misma, en la práctica como un «volver a empezar desde el principio», como una superación casi sin resto de las fases anteriores de la historia de la humanidad. De ahí la pasión por cambiar las fechas y los calendarios, por romper o detener los relojes: así es el tiempo en el espíritu revolucionario, como haciendo eco al fáustico «detente, el instante es tan hermoso». Las dos más importantes revoluciones que han existido en nuestro marco cultural, la francesa de 1789-1793 y la rusa de 1917, se han planteado en seguida y casi espontáneamente cambiar los tiempos, romper los relojes, reducir drásticamente en tiempo de trabajo, cambiar el calendario. Disparar contra los relojes es emblemáticamente detener el tiempo, parar el viejo tiempo, el viejo orden. Cambiar el calendario expresa el deseo y la expectativa de un mundo nuevo y de un orden nuevo, radicalmente otros, volver a empezar desde el principio.
XII. El ángel de la historia. Klee y Walter Benjamin:
«Hay un ángel pintado por Klee que se titula Angelus novus. Está en lo alto. Parece alejarse de algo sobre lo que fija la mirada. Tiene los ojos abiertos de par en par, la boca abierta y las alas extendidas. Ese es el aspecto que debe de tener el ángel de la historia. Tiene el rostro vuelto hacia el pasado. Y donde nosotros creemos ver una cadena de acontecimientos, él ve una sola catástrofe que acumula sin tregua ruina sobre ruina. El ángel querría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo roto. Pero una tempestad que sopla del paraíso, le traba las alas y la tempestad es tan fuerte que el ángel tiene que cerrarlas. Esta tempestad le empuja irremisiblemente hacia el futuro, al que el ángel vuelve la espalda. Lo que llamamos progreso es esta tempestad».
Es el tiempo histórico en el mundo desencantado. En la historia no hay retrocesos voluntarios, las revoluciones ya no son locomotoras que conducen el tren de la humanidad hacia un progreso seguro, son más bien el freno de alarma de un tren que con toda probabilidad corre hacia el abismo.
Implicaciones del segundo principio de la termodinámica: entropía en la naturaleza y organización en la sociedad.
Dos flechas del tiempo, probablemente contrapuestas: tiempo histórico y tiempo biológico. La flecha que apunta hacia la entropía, el desorden, la desorganización del universo y la flecha de la evolución humana que apunta hacia una mayor organización y complejidad.
XIII. El tiempo es un perro que muerde a las mujeres.
Tiempo y género: tiempo de trabajo, tiempo de cuidar. Cambiar los tiempos en una sociedad envejecida.
III. Sobre el papel del historiador en la sociedad
Conferencia dictada en IUHJVV (Instituto Universitario de Historia Jaume Vicens Vives)/UPF: 24/IV/2008. En «Cuatro notas sobre el papel del historiador en la sociedad», Mauricio Janué i Miret (editor), Pensar històricament. Ètica, ensenyament i usos de la història, Valencia, PUV, 2009, pp. 39-56.
Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo «tal como realmente ha sido»; significa apoderarse de un recuerdo tal como refulge en el instante de un peligro. Para el materialismo histórico se trata de eso, de aprehender una imagen del pasado tal como inesperadamente se le presenta al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a sus destinatarios; para ambos es uno y el mismo: prestarse a ser el instrumento de la clase dominante. En cada época ha de intentarse, de nuevo, arrebatarle la transmisión al conformismo que tiene el propósito de apoderarse de ella. El Mesías no viene sólo como redentor; viene como vencedor del Anticristo. El don de prender en lo pasado la chispa de la esperanza reside sólo en aquel historiador que está penetrado de lo siguiente: ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer.
Walter Benjamin
I. No creo que a estas alturas de la historia podamos aspirar a una sola respuesta a la pregunta sobre el papel del historiador en la sociedad. Son muchas, seguramente demasiadas, y desde luego no todas acertadas, las respuestas que se han dado a esa pregunta. Hay quien ha pensado que el historiador debe ser el restaurador de una verdad perdida para los más en los avatares de la cotidianeidad. Pero aspirar a restaurar algo tan grave como eso que se ha llamado verdad histórica, además de no estar de moda, parece tarea o misión demasiado titánica para dejarla en manos de un conjunto de especialistas.
La idea de que la tarea o la misión del historiador sea reconstruir lo que de verdad ocurrió en tal o cual momento histórico suele asociarse a la instauración o construcción previa de un gran relato histórico. Y es sabido que los «grandes relatos» ponen de los nervios a los filósofos posmodernos y a sus epígonos. De manera que, según eso, a lo más que podrían aspirar los historiadores en sus diferentes especialidades es a narrar verdades parciales y fragmentarias que, a lo sumo, expresarían sus propias y diferentes subjetividades.
Una de las consecuencias del punto de vista posmoderno sobre la historiografía ha sido diluir la línea de demarcación entre la reconstrucción historiográfica seria y la narración más o menos novelada de acontecimientos del pasado. Lo ha hecho hasta tal punto que hoy casi parece que el historiador tenga que pedir perdón cuando no se conforma con el chafardeo convenientemente edulcorado o con lo que podríamos llamar visión periodística de la historia en la que lo que se busca es el titular o el aplauso de la propia cofradía. No creo, por tanto, que la tarea del historiador en la sociedad actual sea adaptarse a las circunstancias para hacer periodismo retrospectivo o poner salsa rosa a los dramas del pasado.
Pero tampoco creo que el historiador con conciencia civil, o sea el historiador que además de dedicarse profesionalmente a la historiografía se siente ciudadano en su propia época, tenga que volver hoy a la filosofía especulativa de la historia y a los grandes relatos de otos tiempo. En este punto me gustaría matizar.
Lo que empezó siendo hace unas décadas distanciamiento razonable respecto de las grandes filosofías especulativas de la historia y respecto de los catecismos metodológicos entendidos como ganzúas o pasaportes que supuestamente iban a permitir restaurar la verdad histórica, sin el esfuerzo, dicho sea de paso, que supone el análisis concreto de la realidad concreta, ha acabado dando, en los últimos tiempos, en mera identificación de la historia con la opinión personal sin más o con el cuento bien contado. En el ámbito de la historiografía han arraigado en estos últimos años un par de tópicos populares que rayan en la ridiculez.
Uno de esos tópicos, al que acabo de referirme, viene a decir que hay que sustituir el antiguo «gran relato» de la historia razonada por el nuevo «gran cuento» narrativo o periodístico. Y de acuerdo con él, lo que tendría que hacer hoy el historiador es –para decirlo como lo ha dicho uno recientemente– aprender a escribir, o, para decirlo un poco mejor, aprender a narrar para así captar la benevolencia del lector que supuestamente se aburre con las plomizas historias tradicionales.
Este tópico conduce en la práctica a sacrificar la rigurosidad metodológica y expositiva por la forma narrativa. Y eso es algo que estamos viendo cada día. No se trata ya de que la anécdota de la que se suele partir, o a la que tal o cual autor considera relevante, se convierta en categoría. Se trata más bien de que la historia se va convirtiendo así en una sucesión de anécdotas, a través de la cual se sugiere al lector contemporáneo la construcción subjetiva de su propia categoría. Muchas de las memorias y biografías que hoy se publican tienen ese sentido: «Yo estuve allí, lo vi y sé lo que fue aquella historia; de manera que debéis creerme»; o: «Él estuvo allí, lo vivió y, por tanto, sabe lo que fue aquella historia».
Claro que es muy buena cosa que el historiador domine la lengua en la que escribe, escriba bien y sepa narrar además de analizar, diseccionar y distinguir entre lo que llamamos hechos, pero tampoco creo que el papel del historiador actual haya de consistir en convertirse en narrador. Para el historiador, de ahora y de siempre, escribir bien debería darse por supuesto, como el valor en el servicio militar. Y además la historiografía de los grandes relatos también ha dado excelentes escritores cuyos nombres estarán en la mente de todos.
El otro tópico al que quisiera referirme aquí tiene que ver con la deconstrucción del gran relato historiográfico del pasado, con la crítica a la historiografía tradicional, antigua y moderna. Se ha criticado tanto y tantas veces, con razón, la debilidad de una historia que sólo se ocupaba de los de arriba, de los que mandaban en tal o cual época histórica, que no siempre caemos en la cuenta de que la noria de la historia de las ideas ha empezado a girar en la dirección contraria. Ha llegado un momento en el que parece que cuenta más la historia de los que no hicieron nada (o casi nada) en la historia que la de aquellos otros de los que antes se decía que hicieron historia.
Como esto que digo ahora puede sonar un poco fuerte o exagerado intentaré explicarlo lo más rápidamente posible. Primero fue la historia de los dioses y de los titanes; luego la historia de los reyes y de los tiranos; más tarde la historia de las aristocracias y de los nobles. Llegó un momento, después de las revoluciones europeas, en el que finalmente parecía que se iba a poder hacer la historia de los de abajo, de aquellos a los que se había dado voz en las historias anteriores. Y, efectivamente, empezó a hacerse entonces la historia de las clases sociales subalternas. Pero últimamente, a partir de la crítica posmoderna de los grandes relatos de la historia, y en particular de la crítica al gran relato de la historia de las clases subalternas, se observa algo así como un desplazamiento de la atención hacia la historia pasada de las minorías silenciosas. Algo ha tenido que ver con ese desplazamiento el auge de la llamada historia de las mentalidades.
Espero que se me entienda bien: no estoy pensando en las recuperaciones de la historia de los pueblos y comunidades de los que un día se dijo con criterios eurocéntricos (y lo dijeron también historiadores que daban voz a los subalternos europeos) que no tenían historia; estoy pensando en la tendencia a despreocuparse no sólo de lo que un día fueron las vanguardias de las clases subalternas o de los movimientos sociales que esas vanguardias crearon sino también de los anónimos con conciencia de clase que hicieron algo por cambiar el mundo de base para ocuparse preferentemente de narrar los sentimientos y vivencias de aquellos otros que en su momento no tuvieron voz propia porque aceptaban la ideología dominante como suya o sencillamente porque no tenían nada (crítico) que decir. Sospecho que es a esa tendencia a lo que habría que llamar propiamente populismo.
Y querría concluir este punto diciendo que tampoco creo que el papel del historiador en las sociedades actuales sea ponerse al servicio del populismo que sólo se fija en las mayorías silenciosas.
II. Dicen que no se sabe bien si hay un sujeto de la historia, si la historia la hacen los hombres o es la Historia la que hace a los hombres que creen estar haciendo historia. De eso se ha discutido mucho entre teólogos y filósofos y, más recientemente, entre filósofos estructuralistas y filósofos humanistas o historicistas. Dicen que tampoco se sabe bien si la historia tiene un sentido, varios o ninguno. También eso es una cuestión disputada. No voy a adelantar ahora mi opinión al respecto porque creo que de esas disputadas cuestiones filosóficas es mejor hablar dialogando, contrastando opiniones a la manera platónica.
Para suscitar el diálogo, en vez de tratar de contestar a esas preguntas por la vía rápida o de repasar las controversias metodológicas y epistemológicas que han enfrentado y enfrentan a historiadores y filósofos, me ha parecido preferible arrancar de una observación más modesta, de uno de esos lugares comunes que suscitan pocas controversias hoy en día.
Es ya un lugar común, muy revisitado en los últimos tiempos por historiadores y turistas de la historia, afirmar que, independientemente de quienes la hagan, la historia la escriben, y por tanto la construyen, los vencedores. Siempre fue así, por supuesto, puesto que los muertos no escriben y los amigos de los muertos en los combates de la historia material, no de la historia de papel, bastante tienen con sobrevivir.
No es casual el que la percepción de que la historia la escriben los vencedores esté ya en el que fue considerado (entre otros por el gran Jean Bodin) padre de la historiografía moderna: Francesco Guicciardini (1483-1540). Esta percepción está en un libro significativamente titulado Ricordi. Digo significativamente porque Ricordi no es un libro de historia (Guicciardini había escrito antes una Historia de Florencia y estaba escribiendo contemporáneamente, entre 1530 y 1535, una monumental Historia de Italia), sino un libro de memorias en el que aquel diplomático, político e historiador italiano reflexiona, en la Florencia del primer tercio del siglo XVI, y al hilo de lo que él mismo había vivido, sobre la condición humana y sobre las relaciones que, desde ella, pueden establecerse entre pasado y presente. Los Ricordi son, pues, una especie de zibaldone en cuyas páginas el político y diplomático pasa de la anécdota a la categoría, filosofa sobre el arte de historiar y saca sus moralejas en forma de máximas, proverbios y sentencias.
En una de ellas Francesco Guicciardini no se limitó a tomar nota de que la historia la inventan o construyen los vencedores, sino que introdujo una valoración al hilo de tal reconocimiento. Lo dijo así: «Pregate Dio sempre di trovarvi dove si vince, perché vi è data laude di quelle cose ancora di che non avete parte alcuna, come per il contrario che si trova dove si perde, è imputato di infinite cose delle quali è inculpabilisimo.»
Exactamente cuatro siglos después, entre 1930 y 1935, otro italiano, también él protagonista de la historia, político y amante de la historiografía, Antonio Gramsci, quiso hacer de estas palabras de Guicciardini el motto principal para una rúbrica que estaba redactando, en la cárcel de Turi de Bari, bajo el fascismo musoliniano, en sus cuadernos de la cárcel. Sintomáticamente esta rúbrica llevaba por título «Pasado y presente» y tenía la pretensión de ser historia pensada, historia razonada, reflexión sobre el vínculo existente entre acontecimientos pasados (una parte de los cuales Gramsci había conocido directamente) y un presente sobre el que, a pesar de las circunstancias, tan adversas, pretendía seguir actuando.
¿Qué es lo que atrae a Gramsci de los Ricordi del padre de la historiografía moderna? No sólo el lugar común tantas veces repetido desde entonces. Se sabe que en la selva de los tópicos no todo es prejuicio. Hay también en ella árboles que son como verdades adquiridas por una larga experiencia colectivamente vivida. Que la historia la escriben los vencedores y que a aquel que se encuentra donde se pierde le imputarán infinitas cosas de las no tuvo culpa alguna es una de esas verdades adquiridas en la selva de los tópicos. Como lo es aquella otra, tantas veces repetida desde abajo, de que «el poder corrompe» (por supuesto, a todos menos a mí y a mis amigos). Pero al historiador que filosofa o al filósofo amante de la historiografía no le interesa gran cosa la repetición mecánica de las verdades adquiridas que se han hecho tradición, aunque admita que éstas son serias candidatas a verdades permanentes, como las verdades de don Perogrullo. Le interesa más dar una forma nueva a la vieja verdad tantas veces repetida. Le interesa partir de la tradición para innovar en ella.
Si Gramsci hubiera sido sólo un historiador o un aficionado a la historia tal vez habría redactado un ensayo sobre pasado y presente en el que las palabras de Guicciardini habrían figurado, irónicamente, como cita inicial. Pero como le interesaba igualmente el compromiso cívico del filósofo democrático en la época que le había tocado vivir nos propone ir más allá de la mera cita para prospectar si desde ahí se puede crear un estilo, una forma nueva de meter en una misma reflexión historia, filosofía y política. Y se le ocurre que esa forma nueva tendrá que debatirse, en diálogo con la tradición historiográfica de la modernidad, entre la ironía y el sarcasmo. Si uno no cree en Dios no puede rogar a Dios encontrarse allí donde se vence, pero aún puede secularizar la frase de Guicciardini y dar a su realismo un nuevo sentido ético-político sin caer en la resignación o en el fatalismo. Y si uno sabe que al escribir sobre la historia está ayudando, directa o indirectamente, a algún señor del presente, y está además en la parte de los perdedores (como, obviamente, era el caso de Gramsci en 1930), aún le queda otro recurso estilístico ante la reiterada presentación de la historia como presunta sucesión de hechos que necesariamente tenían que conducir al presente que vivimos.
Ese recurso estilístico, para el historiador-filósofo que escribe desde la parte de los perdedores, no es la queja encadenada, no es la jeremíada del profeta que se pasa la vida protestando porque las cosas no han sido como deberían haber sido. Ni es tampoco la generalización ideológica de las añorantes palabras del poeta que dice que «cualquier tiempo pasado fue mejor». Pues aunque realmente aquel pasado hubiera sido mejor que el presente para el historiador-filósofo, parece más adecuado asumir la advertencia de otro poeta contemporáneo: «Lo peor es creer que se tiene razón por haberla tenido». Desde el punto de vista artístico-literario, el recurso estilístico habitual ante los tópicos y los mitos colectivamente compartidos ha sido, en la modernidad, la ironía, o sea, la distancia que el sujeto introduce entre lo que en lo que, en el relato, hace decir u opinar a sus propias criaturas y lo que él piensa realmente. Desde Cervantes al romanticismo este recurso ha dado muy buenos resultados. Pero hay otro recurso estilístico con el que probablemente se inaugura lo que podríamos llamar la crítica a la modernidad que acabaría conduciendo al posmodernismo crítico. Ese recurso es la sátira, que la historia razonada hereda de Jonathan Swift, del Swift que escribe Los viajes de Gulliver, pero sobre todo del Swift de la «Modesta proposición para evitar que los hijos de los pobres en Irlanda constituyan una carga para sus padres o para su país».
Al argumentar en favor del sarcasmo como forma estilística del historiador-filósofo que sabe que lo que escribe sobre el pasado incide en el presente, Antonio Gramsci especifica que no se trata de un sarcasmo cualquiera y menos de la repetición mecánica del sarcasmo contra el presente que puede llegar a ser sin más la otra cara de la jeremíada, sino de un sarcasmo apasionado, mediante el cual la razón ilustrada se distancia de las meras ilusiones, de las ensoñaciones de los de abajo, de los perdedores de la historia, sin herir sus sentimientos, sin destruir la base sana de sus esperanzas.
El sarcasmo apasionado sería el estilo del historiador-filósofo que tiene ilusiones compartidas con los que no tienen voz en la historia pero que no se hace ilusiones. Sería, además, un estilo de transición: el estilo del historiador-filósofo que vive entre dos civilizaciones, por así decirlo, cuando el viejo mundo no acaba de morir y el nuevo mundo no acaba de nacer. El sarcasmo apasionado aparece, en ese contexto, como una forma estilística alternativa a la forma apodíctica y declamatoria de cualquier vulgarización contemporánea del marxismo. Conserva la pretensión pedagógica del materialismo histórico y su orientación holista, globalista o totalizadora (la aspiración a la historia total), pero niega que la reflexión que ha de enlazar pasado y presente haya de tener la forma de un nuevo adoctrinamiento de los de abajo, de los perdedores de la historia.
La lección que puede extraerse de tales consideraciones es, naturalmente, sólo metodológica o, para decirlo con más cautela todavía, metodológico preventiva. Pues por mucho que se distinga entre método de investigación y método de exposición de los resultados de la misma, el historiador no podría, obviamente, mantener el tono sarcástico, aun en su acepción positiva y apasionada, a todo lo largo de su discurso. Ya esta observación limita el alcance de la reflexión de Gramsci a una función heurística. Que podía ejemplificarse como sigue.
El historiador de los perdedores puede, comparativamente, sacar mayor provecho de la visión del mundo que se desprende del Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, si lo que está investigando es el siglo XVI, o del Criticón de Baltasar Gracián si lo que está investigando es el siglo XVII en España, o de la Modesta proposición de Swift si en lo que está es en el siglo XVIII, o de las caricaturas de Daumier, si su objeto de investigación es el mundo colonial del siglo XIX, o de las «cumbres abismales» de Alexandr Zinoviev si lo que le interesa es la construcción del socialismo en el siglo XX, pongamos por caso, que de los correspondientes filósofos que trataron abstractamente el tema de su tiempo, sean estos Descartes (y su moral provisional) o Leibniz (y su idea del mejor de los mundos posibles) o Kant (y su concepto de ilustración) o Stuart Mill (y su concepto de liberalismo) u Ortega y Gasset (y su idea de la rebelión de las masas) o Lenin y Trotsky (y su idea de la revolución permanente), para poner unos cuantos ejemplos excelsos.
Y si el historiador de los perdedores se dedica al estudio de la España contemporánea en la economía-mundo probablemente puede, ampliando aquella sugerencia de Gramsci, sacar mayor provecho heurístico de los sarcasmos de El Roto que de la mayoría de los discursos filosóficos del momento, tan unilateralmente complacientes, por lo general, con los poderes existentes, derivados de lo que fue la transición. Pues cuando el humorista pinta a su mono diciendo «Para qué viajar si ya todo es Occidente»; o a su cardenal afirmando que «Fue un error permitir que el sol dejase de girar alrededor de la tierra»; o cuando hace dialogar a sus personajes diciendo uno «Abandona tus prejuicios y pásate a los nuestros» y poniendo en boca del otro: «Vale, pero conservando la antigüedad»; o cuando el pobre hombre de turno pregunta «¿Sobre qué país es el debate?» y el otro contesta: «Sobre el suyo, naturalmente»; o cuando, en homenaje al gran cineasta muerto, dibuja a Stanley Kubrick aseverando: «La posmodernidad consiste en más cámaras y nuevos encuadres para la misma vieja mierda»… se está captando, mejor, desde luego, que en la mayoría de los discursos sobre la primera y la segunda transición, el sentir del valeroso soldado Švejk de nuestro tiempo, aquel que siempre cumplía las órdenes recibidas marchando, como por casualidad, en la dirección contraria de la que le habían indicado sus superiores.
III. En la crisis de la historia, de la que empezó a hablarse cada vez con más énfasis desde la década pasada, hay un autor que parece estar suscitando la unanimidad de los historiadores que aún creen que a la historiografía le conviene tener buenas relaciones con la filosofía. Ese autor es Walter Benjamin. Sus reflexiones sobre la historia encabezan libros, producen monográficos de revistas y se citan ahora una y otra vez como fuente de inspiración. Se podía decir que hay un acuerdo a la hora de considerar que las tesis de filosofía de la historia de Benjamin es el mínimo de filosofía que están hoy dispuestos a tomar en consideración los historiadores que no aprecian la filosofía de la historia y que preferirían hablar, en todo caso, de teoría de la historia. Este mínimo se refiere al ángel de la historia en la interpretación benjaminiana del Angelus novus de Paul Klee. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, el ángel ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina. El ángel de la historia quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado, pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que nuestro ángel no puede ya cerrarlas, por lo que el huracán le empuja irremisiblemente hacia el futuro, al que el ángel da la espalda mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es –dice Benjamin– lo que nosotros llamamos progreso.
En cierto modo la filosofía benjaminiana de la historia es una retorsión radical de la inversión que Marx hiciera de la filosofía de la historia de Hegel. No sólo porque ella abandona la idea de la superación consumada de la evolución del espíritu, sino también y sobre todo porque complica enormemente el concepto dialéctico de progreso. Benjamin reflexionaba sobre la historia casi al mismo tiempo en que moría Gramsci, pero su tono ya no es el sarcástico sino el trágico. Su pesimismo trágico ya no es simplemente optimismo de la voluntad que contraponer el pesimismo de la inteligencia. Y se comprende porque Benjamin ha conocido dos cosas de las que Gramsci sólo tuvo noticia lejana: el comienzo de la barbarie nazi y las derivaciones, también bárbaras, de aquel «pez cornudo» que, según él, fue la Rusia estaliniana.
En Benjamin hay una serie de iluminaciones que el historiador que investiga después de esas barbaries no puede ignorar. La primera de esas iluminaciones –y la única a la que me referiré aquí– se expresa en la afirmación de que jamás se ha dado un documento cultural que no lo haya sido al mismo tiempo de la barbarie. Esa afirmación está en un ensayo de Benjamin sobre historia y coleccionismo dedicado a Eduard Fuchs. Desde entonces es imposible que el historiador-filósofo visite un museo o se ponga a estudiar cualquiera de las más altas manifestaciones culturales de la historia sin pensar en la interacción dialéctica entre civilización y barbarie. Esta dialéctica estará ya siempre presente en el historiador de las ideas, en el historiador del arte o en el historiador sin más. Cuando vamos al Vaticano o al Louvre, al Calouste Gulbenkian en Lisboa o al museo antropológico de la ciudad de México, al British Museum, al Prado o al Vaticano es difícil dejar de pensar en la interrelación que habido entre la belleza concentrada que contemplamos y la barbarie que hay tras ella o junto a ella.
Tal vez no sepamos si la historia tiene sentido ni si, en el caso de que lo tenga, éste puede ser captado con las herramientas de la historiografía. Pero lo que sí sabemos es que la historia construida hasta ahora por los vencedores no tiene sentido del humor. La otra historia, la del mundo visto desde abajo, la historia que tratan de construir los perdedores, por lo general tampoco lo tiene: ni la que se inspira en Gramsci (que tanto ha influido en el desarrollo reciente de los estudios culturales), ni la que se inspira en Benjamin (ya sea en el Benjamin marxista, ya sea en el Benjamin mesiánico). Pero esto último tal vez tenga su disculpa, puesto que es más difícil conservar el humor cuando al hombre que se pone a historiar se le están imputando ya «infinitas cosas» de las que, como dijo el otro, es «inculpabilísimo».
Creo saber otra cosa, ésta contra mi mismo: en el debate acerca de si la historia tiene sentido y si es mejor la macrohistoria o la microhistoria, el gran relato o el microrrelato, la historia económica o la historia de las mentalidades, la filosofía de la historia o la historia sin filosofía, no se puede esperar demasiado de los filósofos de profesión. Pues estos, aun en el caso de que se dediquen a la epistemología o a la metodología, sólo suelen dar orientaciones muy genéricas, del tipo de las que un lógico ruso, muy sarcástico también él, atribuía a ciertos especialistas en metodología de la ciencia: »Se cuenta al respecto la siguiente anécdota: si hay que determinar el sexo de un conejo, el científico caza al conejo y lo examina; el metodólogo lo mira por encima, si es blanco dictamina que es conejo, y si blanca, coneja.»
Comprendo, por tanto, bastante bien el tono general y las precauciones que ha adoptado Gérard Noiriel en su ensayo sobre la crisis de la historia, que es sustancialmente un intento de repensar la historia al margen y fuera de la filosofía, desde dentro del oficio de historiador que se dedica a la investigación concreta de objetivos también muy concretos y particulares. No en todo, pero sí en lo que tiene de protesta contra las filosofías de la historia de inspiración hegeliana ese intento está bien fundamentado. A pesar de lo cual queda, sin embargo, el viejo asunto –y esto sería objeción también a Noiriel– de si la protesta contra las filosofía de la historia no desemboca demasiado rápidamente en declaraciones excesivas contra la teoría en la historia empírica. Pues no es tan fácil decidir donde acaba la filosofía de la historia, a la que se acusa de especulativa, y donde empieza la teoría (que, hecha la crítica, se considera inescindible de la observación y de la investigación de los hechos históricos).
Lo que sí se sigue de ahí razonablemente es la importancia del «disciplinamiento profesional». Siempre heredamos una situación disciplinar en el marco de profesiones concretas e históricamente determinadas. En historiografía no hay posición epistemológica inocente, ni hay, por así decirlo, perspectiva privilegiada. Hay que asumir la propia parcialidad. La objetividad no es aquí cuestión de imparcialidad o de neutralidad apasionada (Weber, Popper y Kuhn), sino que es un proceso dialógico y material sobre el que no tenemos el control último (Donna Haraway).
La conclusión a la que he llegado sobre el trabajo historiográfico a partir de estas pocas experiencias no difiere gran cosa, a efectos metodológicos, de lo que aconsejaba hace ya muchos años Mario Bunge en su ensayo sobre la investigación científica. Lo que hay que hacer es enunciar con precisión el problema que uno quiere resolver; arbitrar conjeturas fundadas y contrastables con la experiencia para contestar a las preguntas; tratar de derivar consecuencias lógicas de las conjeturas; inventar técnicas para someter las conjeturas a contrastación; someter a contrastación estas técnicas para comprobar su relevancia y la confianza que merecen; llevar a cabo la contrastación e interpretación de los resultados; discutir la pretensión de verdad de las conjeturas; determinar en qué dominios valen las conjeturas y las técnicas; y volver a empezar en función de los resultados obtenidos.
Eso lleva tiempo, requiere paciencia y ni siquiera garantiza que nuestra construcción de la historia sea la buena. Pero pensando sobre el tiempo y la paciencia y en que no somos dioses, me dije: es mejor que los perdedores de la historia lo sepan a dejarse acunar con la reiteración de los cuentos y los mitos de siempre, contra los que protestaba, con razón, el gran León Felipe.
IV. El derecho a la memoria y el pasado como afrenta presente
Esquema de una conferencia impartida el 10/XI/2010. Tal vez en la UPF-Facultad de Humanidades.
1. Acabo de regresar de Ciudad de México, donde el recuerdo de la Independencia ha estado presente hasta en el Día de los Muertos: en la UNAM, en el Zócalo en todas partes.
Y, por otra parte, representación, en el teatro de la UNAM, de «La controversia de Valladolid» con guión de J.C. Carrière.
Desde luego, como decís en el papel que habéis redactado: mucho que recordar y poco que celebrar.
Allí y aquí.
Y lo que está ocurriendo estos días en El Aiún, en la antigua colonia española del Sahara occidental, muestra, una vez más, hasta qué punto es verdad lo de que el pasado se convierte en afrenta en el presente.
2. Os preguntáis en el papel que nos habéis mandado: ¿tienen los pueblos derecho a aspirar a una memoria cada vez más íntegra, honesta y responsable? ¿No es la memoria parte constitutiva de la dignidad de individuos y sociedades?
La respuesta es: por supuesto, sí.
Y el gran problema, hoy como ayer, uno de los asuntos más difíciles de entender desde la racionalidad ilustrada, es precisamente la fragilidad de la memoria de individuos y sociedades, y, por consiguiente, la facilidad con que se pasa, con el tiempo y en condiciones cambiadas, de la visión del ayer oprimido y vencido a la visión del hoy opresor y dominador.
El caso más trágico de esto en el mundo actual es lo que está ocurriendo en Palestina.
Pero, aunque en otra dimensión, esto mismo se ve muy bien en el cambio de comportamiento de pueblos y sociedades que ayer fueron mayormente emigrantes y hoy son mayormente receptores de inmigrantes.
3. Contribuir a hacer frente a la barbarie del neo-racismo tratando de explicar, alternativamente, qué pueda ser hoy una consciencia de especie ante el choque entre culturas.
La autocrítica del eurocentrismo y la consideración del racismo cultural, racismo culturalista y diferencialista, como ideología funcional al capitalismo tardío.
Recuperar la visión que los vencidos.
4. Ocurrió en el siglo XVI con la versión de términos expresivos de las culturas maya, inca o mexica y está ocurriendo hoy en día con la retraducción apresurada al inglés de términos de culturas colonizadas que no son vertibles sin más a la forma inglesa de la cultura del capitalismo tardío. Cierto es que la etnología comparada y la antropología permiten hoy en día llamar la atención de los gobiernos y de las poblaciones acerca de tales excesos, pero esas llamadas de atención, casi siempre muy limitadas y minoritarias, no pueden tapar el hecho de que el problema se sigue ampliando a todo el mundo.
Tal es la razón de que hoy se sientan nepantla muchos europeos cuyos antepasados mostraban sin reticencias su prepotencia hace cinco siglos.
La idea de nepantlismo, tal como la formuló León Portilla, se relaciona con la conservación de las antiguas creencias y con el comienzo de la asimilación cultural; va de la mano con el concepto de ecosis (relación grupo/medio, adaptaciones e interrelaciones).
5. Criterios positivos en el encuentro y el choque entre culturas.
5.1. Tratar de ver la identidad, la proximidad, donde generalmente se ven sólo diferencias culturales; tratar de ver las diferencias donde generalmente sólo se ve identidad.
5.2. Pensar acerca de dónde hay que poner los acentos: si en la consideración del inmigrante como fuerza de trabajo incorporada al proceso productivo de los países de acogida o en la consideración del inmigrante como extranjero, cultural y religiosamente diferenciado respecto de la población de acogida. O si conviene ponerlo en las dos cosas a la vez.
Lo que suele ocurrir, por el momento, es que las clases dominantes de los países receptores usan la mano de obra inmigrante con criterios exclusivamente economicistas referidos al mercado de trabajo y luego en cambio, sus ideólogos priorizan en sus discursos la diferencia cultural-religiosa de los inmigrantes, con lo cual contribuyen a hacer aumentar las desconfianzas de los de abajo sobre «lo extranjero».
Así se da alas a la xenofobia.
5.3 Si, como estoy proponiendo, al tratar de la inmigración el acento se desplaza desde el temor inducido a la diferencia cultural, a la «extranjería», y a la supuesta pérdida de la identidad propia, hacia el análisis de lo que representa el fenómeno desde el punto de vista económico-social (y desplazar no quiere decir aquí obviar y/o olvidar el otro asunto), entonces quedará más claro otro aspecto de la realidad existente: los inmigrantes sufren doblemente la contradicción básica del llamado «neoliberalismo», a saber: la contradicción entre libre circulación de mercancías y restricción de la circulación de las personas a las que, por otra parte, dentro ya de las fronteras, se trata como a mercancías. Saskia Sassen, de la Universidad de Chicago, ha llamado la atención con mucha eficacia sobre esta contradicción.
5.4. Una propuesta interesante, que atiende a varias de estas consideraciones a la vez, es la que ha hecho recientemente Javier de Lucas al reflexionar acerca de la necesidad de un replanteamiento de la noción de ciudadanía. Se trataría de vincular el acceso a la ciudadanía con la residencia estable (desde tres años), en el ámbito local; es decir, de entender la ciudadanía, para empezar, como vecindad, lo que implica el reconocimiento de derechos políticos plenos en el ámbito municipal (que es ya algo más que el derecho a sufragio activo y pasivo, el derecho a voto).
Esta noción de ciudadanía incluiría el carácter multilateral, o sea, la posibilidad legal de la doble ciudadanía, y se podría implementar de un modo gradual: desde la vecindad al ámbito autonómico primero, estatal y europeo después.
Anexo: 1966
Yo tenía que haber terminado los estudios de filosofía aquel año. Durante el verano del 65 me había puesto a redactar la tesina de licenciatura. Me interesaban entonces la historia y la crítica del gusto del marxista italiano Galvano della Volpe. Etica y estética me parecían dos rostros del mismo dios; buscaba cómo volver a juntar clasicismo ilustrado y romanticismo.
Me ayudaban y me aconsejaban entonces Manuel Sacristán y José María Valverde. El primero acababa de ser expulsado de la Universidad de Barcelona por comunista. En aquella época los rectores no necesitaban mentir sobre esas cosas. Así es que Francisco García Valdecasas, el rector de entonces, podía estar convencido de que Sacristán era una autoridad en el campo de la lógica formal y al mismo tiempo echarle de la Universidad, sin escrúpulos, por rojo. Valverde era ya un cristiano de otra galaxia. De la galaxia William Morris: sensible, social, solidario, socialista de los de verdad.
Para mí el curso 65-66 empezaba así: con Sacristán en la calle y Valverde yéndose por lo de la compañía solidaria. Sin ética ni estética el curso universitario del 66 sólo podía ser monotonía o rebelión. Fue rebelión. Y eso que todavía no habían llegado al país noticias de otras rebeliones estudiantiles en marcha o en preparación.
Nunca he vuelto a vivir una experiencia comunitaria y democrática como aquélla del año 66. Y no lo digo por nostalgia de los años jóvenes. Ni tampoco por falta de experiencias sociopolíticas posteriores. Luego he visto nacer el movimiento de los profesores parias universitarios. He visto nacer el movimiento ecologista en Cataluña. Me ha tocado de cerca el nuevo movimiento feminista. He tenido algo que ver con el movimiento pacifista de los 80. Pero nada de esto se puede comparar a la experiencia del 66.
Había tantas mentiras oficiales en el país y se respiraba un ambiente de remurimiento tan metido hasta el tuétano en los que mandaban por entonces que quizás tampoco tuvo tanto mérito aquella rebelión. Decir la verdad y comunicársela a otros que tienen ante los ojos el remurimiento es más fácil que contar verdades a medias. La política en situación así suele hacerse ética colectiva. Es luego, en la construcción de las democracias imperfectas y hasta demediadas, cuando todo se hace complejo, complejo, complejo y todo depende, depende, depende. Que se dice ahora.
Por suerte, ignorábamos las palabras «complejo», «depende». Y sabíamos que el «si, pero» tampoco dice mucho en boca de alguien a quien le piden comprometerse.
Así que dejé de ser una joven promesa de la filosofía licenciada barcelonesa y contesté que sí a lo de arrimar el hombro a la creación del Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona. Todavía recuerdo bien el cuchitril del viejo patio de la Facultad de Letras donde ocurrió eso. Alguien me dijo luego, a un paso de allí, en los mingitorios de la Facultad de Letras, a un paso del viejo bar: «La has parido». Efectivamente, la parí: ya no iba a ser el pingo almidonado que pude ser cuando tenía veintitrés años.
La experiencia comunitaria y democrática, entre enero y octubre del 66, fue buena no sólo porque teníamos la razón de nuestra parte, sino porque la gente que se metió en ella era buena, generosa y casi siempre inteligente.
Aquella experiencia comunitaria fue para mí al mismo tiempo la vivencia del amor. En ella conocí a Neus Porta, sin cuya sensibilidad e inteligencia yo hubiera sido otra cosa distinta de lo que soy ahora. Los del remurimiento decían que fuimos a la Capuchinada para dormir juntos las chicas con los chicos. Si no hubieran sido unos obsesos podríamos haberles dicho, sin problema, que algo de eso hubo también. Y creo que ahora, con el paso del tiempo, se puede decir ya. Por lo demás, Marsé lo había escrito antes en Últimas tardes con Teresa. Y que me perdonen los combatientes que decían no tener vida privada por aquellos tiempos.
Como toda experiencia social interesante, aquella del 66 fue cosa de muchos y de gentes diferentes. Importa poco dónde esté cada uno ahora. Las cosas sanas no se hacen escribiendo recuerdos deformados por la memoria y por lo que cada cual ha llegado a ser cuando se escribe. Luchando contra Franco y buscando una fórmula de organización autónoma de los estudiantes en Barcelona se inventó algo que hubiera encantado a uno de los nuestros héroes de entonces: el viejo Lukács, el que nos había enseñado con sus libros que Mann tenía razón frente a Kafka y con su vida que Kafka tenía razón frente a Mann.
Aquel algo nuevo fue juntar viejos delegados estudiantiles con experiencia en la lucha contra el SEU con jóvenes delegados estudiantiles convencidos de que había que crear una organización propia y nueva. No era mucha la diferencia de edad, pero los veteranos nos enseñaron mucho a los más jóvenes. Hay que nombrarles porque casi nunca se les nombra al hablar de aquel año: Enric Argullol, Joan Clavera, Albert Corominas, Javier Paniagua, Andreu Mas Colell, Albert Ortega, Quim Vilaplana…
De ahí salieron, entre enero y octubre del 66, algunas de las cosas que tal vez quedarán para la historia de la democracia reciente en Cataluña, cuando, por imperativo legal, las Neus eran todavía Nieves y los Jordis, Jorges. Por ejemplo, el aprendizaje de la tolerancia mutua, empezando por la tolerancia entre las lenguas, en las asambleas. O, por ejemplo, el invento de la Capuchinada, donde se produjo el encuentro de los estudiantes universitarios con la generación de la República y de la autonomía (¡qué descubrimiento la personalidad de Jordi Rubió durante aquellas horas!). O, por ejemplo, la posibilidad de la comparación entre la vivencia universitaria y la vivencia en los barrios obreros y en las fábricas (¡cuánta misteriosa espera y cuánta idealización recíproca en los primeros contactos barceloneses entre el SDEUB y CCOO!).
No todos aprendimos ni vivimos todas estas cosas ni todos queríamos exactamente lo mismo. Entonces ya lo sospechábamos. Luego lo hemos sabido. Y hemos sabido por qué. Pero un movimiento comunitario y democrático, como fue aquel, está siempre hecho de cosas así: de diferencias, de azares dominados en el último momento y de generosidades que rebaten intereses.
Total: que en vez de terminar la carrera de filosofía terminé el año 66 en la vieja cárcel Modelo, de galería en galería. He estado a punto de escribir, «como era de esperar». Pero no es verdad: esperábamos cosas mejores, aunque lo que vimos durante el referéndum del 66 nos puso pesimistas a algunos. En octubre del 66 perdí la beca con la que había estudiado toda la carrera. Me abrieron un expediente que se cerró con la prohibición de estudiar en cualquiera de las universidades españolas durante tres años. Me detuvieron cuatro veces entre abril y diciembre y me abrieron cuatro sumarios en el Tribunal de Orden Público. El Día de los Santos Inocentes de 1966 me detuvieron por última vez. En esta ocasión en Palencia, donde pasaba las Navidades con mis padres y hermanas. Me condujeron en tren hasta Barcelona dos policías de allá. Uno decía ser poeta. El otro, un enamorado de los castillos contemplados desde el tren. La realidad empezaba a ser compleja. Era la primera vez que aquellos policías venían a Barcelona. Les engañó, ya en la Estación de Francia, nada más llegar, el más listo, el más simpático, el más rojo de los abogados que hemos tenido: Josep Solé Barberà. (¿Para cuándo el homenaje que se merece su memoria?).
Siempre me produce mucha risa el recuerdo de aquel fin de año del 66. Estaba en la Modelo, pensaba en lo que iba a ser de Neus y de mí y venía venir que no saldría de allí si no era para hacer el servicio militar obligatorio. Sabía ya que me iban a enviar al Sahara. Allí estuve, en efecto, muchos meses del 67 y del 68 barriendo el desierto. Pero, mientras tanto, en la celda de la Modelo, o en el Virgen de Africa, mientras navegábamos hacia El Aiún, entre vómito y vómito, no podía dejar de reírme recordando la monumental bronca que los Creix echaron en Vía Layetana a aquellos dos policías principiantes, el poeta y el de los castillos, por haberse dejado acompañar en coche desde la Estación de Francia por un tal Josep Solé Barberà, que durante el viaje iba dando instrucciones, en catalán, al joven estudiante que yo era sobre lo que había de contestar a la Brigada Político Social.
Más tiempo tardé en cambio en aprender aquello otro de que: Lo peor es creer que se tiene razón/ por haberla tenido.
Notas
1 En Neue Rundschau, núm. 33, 815 (1922), citado por Abraham Pais en El Señor es sutil… La ciencia y la vida de Albert Einstein, Barcelona, Ariel, 1984, p. 27.
3 He desarrollado este punto en La barbarie: de ellos y de los nuestros. Barcelona, Paidós, 1995, pp. 175-271.
5 VVAA, «Las mujeres cambian los tiempos», en mientras tanto, núm. 42 (septiembre-octubre), 1990, pp. 43-64.
6 P. Bruckner, La mélancolie démocratique, París, Editions du Seuil, 1992.