Sobre inmigración. Tres aproximaciones y un anexo
Francisco Fernández Buey
El 25 de agosto de 2022 se cumplieron diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se organizaron diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 estamos publicando como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.
1. Inmigración y extranjería (2005). 2. Propuestas constructivas. 3. Papel para Jornada PSUC-viu sobre Inmigración. Anexo: Ayer y hoy de los derechos humanos.
I. Inmigración y extranjería
Hasta hace poco, la mayor parte de la emigración portuguesa tenía carácter ilegal. Las fronteras de España y Francia se cruzaban clandestinamente. En Lisboa había contrabandistas que organizaban los cruces ilegales. Muchos aspirantes a emigrar se veían burlados. Los llevaban a la zona montañosa situada al otro lado de la frontera de España y allí les abandonaban. Completamente desorientados, algunos morían víctimas del hambre y de la insolación; otros conseguían regresar a su lugar de origen después de haber perdido los 350 dólares pagados. Hasta que al fin los emigrantes idearon una forma de defenderse de tales maniobras. Antes de emprender el viaje se hacían una foto. La rompían en dos mitades dando una al guía y quedándose ellos con la otra. Una vez que llegaban a Francia mandaban su mitad de la foto a Portugal para que su familia comprobara que efectivamente les habían ayudado a cruzar la frontera sin novedad; el «guía» se dirigía por su parte a la familia mostrándoles su mitad de la foto para demostrar que era él quien había ayudado al emigrante a cruzar, y únicamente entonces recibía de manos de los familiares del emigrante los 350 dólares acordados.
JOHN BERGER y JEAN MOHR, Un séptimo hombre (1974)
Las llamadas leyes de extranjería, empezando por la vigente en nuestro país, son equívocas, parten de una mentira. No son leyes que pretendan regular la situación de los extranjeros en España o en Europa. No son leyes de extranjería propiamente dicha. Son leyes de emigración. Son leyes que han sido pensadas para discriminar la situación de los inmigrantes que vienen a trabajar. No son leyes que afecten a los extranjeros ricos o privilegiados.
Esto que acabo de decir no es puntillismo nominalista. Tiene importancia en la práctica porque revela una mala actitud política. Se juega con un equívoco que luego, en la vida cotidiana, tiene efectos negativos, perversos e inesperados para el legislador y para ciudadanía. Me explico. La palabra inmigrante debería tener connotaciones relativamente positivas para la mayoría de la población de este país porque muchos, seguramente la mayoría de las personas en nuestra sociedad actual, hemos sido inmigrantes o hijos de inmigrantes o hijos de matrimonios mixtos. Millones de personas, españoles, portugueses, italianos, griegos, podrían reconocerse todavía en ese precioso álbum de familia de la emigración que es Un séptimo hombre, publicado por John Berger y Jean Mohr en 1974 y reeditado hace poco.
En cambio, la palabra extranjero sigue connotando distancia, distanciamiento respecto del otro, sobre todo cuando se trata de extranjeros pobres, como es el caso de la mayoría de los inmigrantes procedentes de África, de América Latina y del Este de Europa. Como le ocurre al protagonista del relato del escritor sudanés Tayeb Saleh, no es nada fácil comunicar a quién pregunta sobre otra cultura, desde el supuesto de la diferencia radical, lo que se piensa desde la experiencia de la emigración, desde la vivencia del encuentro cultural: que, en el fondo, ellos son «exactamente como nosotros» en la mayor parte de las cosas que importan para una vida humana sensible y digna. Es más fácil mecerse en la selva de los tópicos y de los estereotipos.
Ya esto último tiene el efecto sociocultural de provocar los instintos atávicos, xenófobos, incluso en muchas personas que han sido inmigrantes, hijos o nietos de inmigrantes, pero que han dejado de considerarse extranjeros en el país en que viven. Teun van Dijk viene escribiendo cosas muy interesantes, desde el punto de vista del análisis del discurso, sobre el uso de las palabras que tienen que ver con la inmigración. Vale la pena prestarle atención.
Pues este es el verdadero «efecto llamada» de las leyes de emigración generalmente denominadas leyes de extranjería. Una llamada subliminar a los miedos atávicos y desordenados, y, con ella, a la discriminación entre los nacionales o autóctonos y los inmigrantes pobres. Y por ahí, por la reflexión sobre este equívoco, me parece a mí, es por donde, una vez hecha la denuncia y la crítica de la legislación vigente en la mayoría de los países de la Unión europea, debe empezar su corrección en un sentido positivo. Porque la legislación actual miente respecto de lo que dice que pretende legislar.
El legislador, y con él la sociedad de acogida, particularmente a través de los medios de comunicación, deriva la cuestión inmigración, que en primera instancia es un asunto socio-económico (directamente relacionado con las expectativas laborales y el mercado de trabajo) hacia otro asunto, el de las diferencias de nacionalidad, cultura o religión implicadas en la noción de extranjería.
A este respecto ya es sintomático que cuando se trata de técnicos, profesionales vinculados o altos cargos de la dirección de empresas transnacionales o residentes ricos el legislador no vea la necesidad de regular la entrada ni de preguntar a los que llegan por sus identidades o pertenencias ni suela tampoco preocuparse mayormente por sus culturas o por sus prácticas religiosas. En este caso se tiende a poner el acento simplemente en la inserción de las personas en el proceso productivo o en su personalidad y se da por supuesto que la religión (o falta de religiosidad) y la cultura del otro son asuntos personales, privados, en los que no hay que entrar. Se entiende que estas personas han venido aquí para negociar, comerciar, descansar o mandar. Y punto. No se hace cuestión de su extranjería.
A partir de ahí, y a la hora de abordar una política positiva de inmigración, tiene interés pensar acerca de dónde hay que poner los acentos: si en la consideración del inmigrante como fuerza de trabajo incorporada al proceso productivo de los países de acogida o en la consideración del inmigrante como extranjero, cultural y religiosamente diferenciado respecto de la población de acogida. O si conviene ponerlo en las dos cosas a la vez. Lo que suele ocurrir, por el momento, es que las clases dominantes de los países receptores usan la mano de obra inmigrante con criterios exclusivamente economicistas referidos al mercado de trabajo y luego en cambio, sus ideólogos priorizan en sus discursos la diferencia cultural-religiosa de los inmigrantes, con lo cual contribuyen a hacer aumentar las desconfianzas de los de abajo sobre «lo extranjero». Así se da alas a la xenofobia.
Obviamente, una de las novedades de las migraciones recientes en el marco de la Unión Europea es ahora la diferencia cultural-religiosa. Pero habría que reflexionar acerca de si no se está exagerando esta diferencia en detrimento de la consideración del inmigrante como trabajador. En esto los sindicatos tienen mucho que decir (y no siempre lo dicen; o no siempre lo dicen bien). Hace ya años que Michel Wieviorka, al estudiar el caso de Francia, vio ahí, en la perplejidad y en la dejadez de los sindicatos mayoritarios, una de las razones del nuevo espacio que se estaba abriendo el racismo después del eclipse del llamado «racismo biológico». Las investigaciones que vienen realizando Antonio Izquierdo Escribano y Ubaldo Martínez Veiga sobre inmigración y mercado de trabajo en España pueden ser un punto de partida para la crítica de la hipocresía dominante y para poner las cosas en su sitio.
Es equívoco, pues, llamar «ley de extranjería» a disposiciones legales promulgadas ad hoc para regular la situación de los inmigrantes en tal o cual país y a continuación establecer reglamentos, también ad hoc, promulgados puntualmente para corregir, en función de otras circunstancias, lo que se sabe que es inaplicable en la práctica, puesto que: a) una parte importante de los inmigrantes hoy en situación regular han estado antes en situación irregular; b) las causas de los grandes movimientos migratorios (desde países pobres o empobrecidos a países ricos o relativamente ricos) se mantienen en lo sustancial.
Todos los estudios realizados al respecto muestran que, con independencia de las leyes de extranjería actualmente vigentes en los países de la Unión europea, no es previsible a medio plazo que descienda sustancialmente el flujo de inmigrantes desde el sur al norte del Mediterráneo, desde el centro de África a Europa, desde el este al oeste de Europa y desde las antiguas colonias a las antiguas metrópolis colonizadoras. Ni siquiera es seguro que la llamada «ayuda al desarrollo», aun en el hipotético caso de que fuera potenciada por los gobiernos de los países más ricos, vaya a frenar los movimientos migratorios en curso. Hay causas persistentes que favorecen hoy en día estos flujos migratorios y en la dirección en que se dan: desequilibrios demográficos, desequilibrios económicos, desequilibrios medioambientales, huidas por guerras civiles, por problemas políticos y desplazamientos por proximidad lingüístico-cultural. Estos motivos quedan reforzados por el aumento en flecha de las posibilidades técnicas de movilidad de las personas y por la relativa permeabilidad de las fronteras existentes.
En general, las leyes restrictivas de los flujos migratorios promulgadas en la Unión europea desde la década de los noventa del siglo pasado empezaron poniendo el acento en este último factor, el de la permeabilidad de las fronteras. Se decidió entonces cerrar fronteras y/o poner obstáculos a las personas procedentes de fuera de la comunidad europea que intentaban cruzarlas. Esto suscita una contradicción entre la tendencia a abrir fronteras para los ciudadanos de la Unión y la tendencia a cerrarlas para los extracomunitarios. Pero, más allá de esta contradicción y de los problemas que plantea desde el punto de vista jurídico, pronto se vio que la idea de una «Europa fortaleza» ante lo que empezó a llamarse «invasión» es inmantenible en la práctica. Pues algunas personas entran legalmente en los territorios de los estados europeos con visados turísticos o como estudiantes y se quedan en ellos una vez terminado el plazo del visado; otras muchas entran clandestinamente con la ayuda de organizaciones profesionalizadas; y otras lo hacen, también clandestinamente, por cuenta propia.
En este punto se plantean dos problemas distintos que el legislador no puede dejar de abordar. Uno, de orden teórico-jurídico, es el de los riesgos de la ley ad hoc: proliferación legislativa, adecuación de los reglamentos para su aplicación, rectificación frecuente de la legislación atendiendo mayormente a nuevas circunstancias inmediatas, consecuencias indeseadas de la legislación, etc. El otro problema, al que viene refiriéndose desde hace años Javier de Lucas, es, precisamente, el de las consecuencias negativas que, para la universalización de los derechos humanos y para la noción de ciudadanía, tiene una legislación que pone casi exclusivamente el acento en el acceso, en la entrada y en las fronteras, o sea, en la seguridad y en los controles de policía.
Aunque desde hace una década se han alzado voces en la UE a favor de la convergencia legislativa en cuanto a inmigración y extranjería, todavía ahora las leyes de los distintos estados nacionales siguen estando condicionadas por enfoques diferentes en la consideración del inmigrante. La comparación de los casos de Alemania, Francia, Reino Unido, Suiza, Bélgica, Holanda, etc., pone de manifiesto esa diferencia de enfoque, que se suele concretar en consideraciones distintas sobre el carácter provisional o, por así decirlo, más o menos permanente, de los inmigrantes en los países de acogida.
Estos casos difieren, a su vez, del enfoque adoptado en países del área mediterránea (Italia, España, Portugal, Grecia) que fueron tradicionalmente exportadores de emigrantes hasta de la década de los setenta del siglo pasado y que se han convertido últimamente en receptores de inmigrantes no sólo del sur del Mediterráneo sino de otras regiones de África.
Una diferencia patente entre países tradicionalmente receptores de inmigrantes (Alemania, Reino Unido, Francia, Suiza, Holanda, Bélgica, etc.) y países en los que la inmigración es un hecho relativamente reciente (Italia, España, Portugal, Grecia) es la siguiente: por la falta de experiencia en estos últimos, las disposiciones legales y las prácticas administrativas que pretenden regular la vida del inmigrado en el correspondiente país de acogida están mucho más atrasadas. Y hay que tener en cuenta que esas disposiciones y prácticas se refieren a todo lo que tiene que ver con la inserción social de los inmigrantes: nada menos que a contratos de trabajo, seguridad social, vivienda, educación, participación social y política, vida cultural, etc.
Visto eso, conviene distinguir, por tanto, entre políticas de recepción de inmigrantes y políticas de inserción de los inmigrantes. Si tomamos en consideración no sólo las medidas que tratan de regular los flujos migratorios (o sea, la entrada) sino también las medidas para la inserción social de los inmigrantes en la sociedad de acogida, se puede decir que en gran parte de la Europa mediterránea no hay todavía políticas de inmigración e integración propiamente dichas o, a lo sumo, que éstas están en mantillas.
Lo que resulta patente en la mayoría de los casos es un doble juego de intereses (económicos, demográficos y xenófobos) cuyo resultado es siempre la discriminación de los inmigrantes más pobres, en peor situación, de los llamados «sin papeles» o «irregulares». De una parte, se dice que hay razones demográficas y económicas a favor de potenciar la acogida de inmigrantes; de otra parte, se aduce que la inmigración quita puestos de trabajo a los autóctonos y pone en peligro la identidad de los estados-nación europeos o incluso de las naciones sin estado. Con algunos matices, eso mismo se dice en los países del área mediterránea, en Bélgica, Francia, Alemania y otros países de la UE, en cuales también se viene regulando ad hoc cada x años la situación de los inmigrantes considerados ilegales o «irregulares». En este punto se hace indispensable el estudio comparativo de las políticas de inmigración puestas en práctica hasta ahora en el marco de la UE y la evaluación de sus resultados.
El equívoco anterior se convierte en tragedia, en la práctica, porque al llamar ley a lo que son en realidad normas de contención y fragmentación al hoc de la mano de obra inmigrante que llega a nuestros países se entra incluso en conflicto con lo que dicen los textos constitucionales de estos países sobre los derechos de los ciudadanos: derecho al trabajo, derecho a la salud, derecho a la vivienda, derecho a expresarse libremente, derecho a manifestarse, etc. Todo el proceso inmigratorio, desde el principio mismo, se hace así irregular: desde la intervención de las mafias y traficantes (exteriores e interiores) hasta el trabajo sin contrato (facilitado por empresarios sin escrúpulos) pasando por las detenciones, retenciones y expulsiones de los sin papeles.
Así se ha ido creando una categoría de súbditos, no-ciudadanos, privados de derechos, a los que se llama «irregulares», etc., pero a los que se puede explotar regularmente en el trabajo y expoliar fuera del trabajo porque viven, ellos sí, con el miedo en el cuerpo. No con el miedo al otro, a la otra cultura, a la diferencia, sino con el miedo a la ley, a la denuncia, a la criminalización, a la arbitrariedad de quienes tienen que aplicar la ley.
Esto es lo que hemos visto y vivido durante los últimos años. Y esto es lo que está en el origen de los encierros y de las huelgas de hambre de los inmigrantes llamados «irregulares», cuyo eco en los medios de comunicación ha sido sintomáticamente mucho menor que el que suele tener la oposición a tal o cual demanda de mezquita u oratorio.
Según los datos más recientes, hace un año, cuando se promulgó el actual Reglamento de Extranjería, había en España algo más de un millón de inmigrantes sin papeles (algunos estudios elevan esta cifra a 1.300.000). Después del último proceso de regularización, en 2005, se han echado las campanas al vuelo. Pero conviene saber que, según los estudios de los sociólogos, un porcentaje muy alto de los inmigrantes hoy regulares (regularizados ad hoc por las varias leyes y reglamentos promulgados durante los últimos años) fueron antes «irregulares». De ahí que pueda hablarse, con razón, del carácter estructural de la inmigración denominada «irregular». Y es que esa es una situación que se ha producido en casi todos los grandes procesos migratorios de este siglo. Se normalizan y regularizan situaciones no tanto en función del tiempo que el inmigrante lleva trabajando en el país de acogida cuanto en función de los intereses en juego entre trabajo legal y economía subterránea o sumergida. Lo que quiere decir que, sin cambio en las políticas de inmigración y sin una reconsideración de lo que se entiende por ciudadano, el problema seguirá existiendo a pesar de las últimas regularizaciones.
En este punto lo que habría que hacer es tan sencillo como poco practicado por los gobiernos: escuchar las demandas de los principales afectados. He aquí lo que exigía la Asamblea por la regularización sin condiciones con motivo de los encierros y huelgas de hambre que han tenido lugar durante el mes de mayo en Barcelona y otras ciudades: un proceso de regularización para todas las personas que residen en España; que ninguna persona pierda sus derechos por la ineficiencia de la Administración; la anulación de las órdenes de expulsión no ejecutadas y el fin de toda expulsión; el fin del acoso policial; el cierre de los centros de internamiento; la derogación de la ley de extranjería; y el cambio de política migratoria para garantizar la plenitud de derechos civiles, políticos y sociales.
II. Propuestas constructivas
Preferí no decir lo que se me estaba ocurriendo: «Son exactamente como nosotros. Nacen y mueren y, en su viaje desde la cuna a la tumba, persiguen algunos sueños que se hacen realidad y otros que nunca se logran. Tienen miedo a lo desconocido, buscan el amor y aspiran a conseguir la felicidad a través del matrimonio y de los hijos. Unos son fuertes y a otros se les considera débiles. A algunos la vida les ha dado más de lo que se merecen y otros carecen de lo más elemental. Pero las distancias se acortan y hay cada vez menos débiles».
TAYEB SALEH, Época de migración al Norte (1969)
Si, como estoy proponiendo, al tratar de la inmigración el acento se desplaza desde el temor inducido a la diferencia cultural, a la «extranjería», y a la supuesta pérdida de la identidad propia, hacia el análisis de lo que representa el fenómeno desde el punto de vista económico-social (y desplazar no quiere decir aquí obviar y/o olvidar el otro asunto), entonces quedará más claro otro aspecto de la realidad existente: los inmigrantes sufren doblemente la contradicción básica del llamado «neoliberalismo», a saber: la contradicción entre libre circulación de mercancías y restricción de la circulación de las personas a las que, por otra parte, dentro ya de las fronteras, se trata como a mercancías. Saskia Sassen, de la Universidad de Chicago, ha llamado la atención con mucha eficacia sobre esta contradicción.
No se puede tratar a los inmigrantes como mercancía para la producción de mercancías, abrir las fronteras a la circulación de mercancías y cerrarlas luego indiscriminadamente a la circulación de las personas a las que se usa como mercancías. Eso va contra lo que tradicionalmente viene llamándose derecho de gentes. O dicho más precisamente: significa un uso instrumental del viejo derecho de gentes que reproduce antiguos hábitos del primer colonialismo europeo. Es un escándalo moral que, en estos tiempos de mercantilización acelerada de todo lo divino y lo humano, obliga a recordar lo obvio: el inmigrante es también persona.
Pero es, además, una contradicción doctrinal que va contra la consideración elemental de la persona y de la familia. Tratar así a los inmigrantes es como poner puertas al campo, a la naturaleza, a la condición humana. Lo único que se consigue, al acentuar esa contradicción, es que los inmigrantes se desplacen espontáneamente a aquellos lugares en los cuales creen que hay más posibilidades de encontrar trabajo y, por tanto, más posibilidades también de ser tratados como seres humanos, como ciudadanos. En la situación actual suelen encontrar lo primero pero no lo segundo. Por eso, como viene proponiendo en su investigación sobre derechos sociales y conciliación de la vida laboral y familiar la profesora y jurista Julia López un requisito previo para una política proactiva de inmigración es un cambio de sensibilidad del legislador.
A partir de lo dicho hasta aquí una conclusión debería ser obvia. En vez del rigorismo administrativo y centralizado de las falsamente llamadas «leyes de extranjería», lo que debería haber son políticas de inmigración coordinadas en la Unión europea y políticas de inserción descentralizadas, con atención preferente a lo local, a las ciudades y a sus barrios. También en esto hay que pensar globalmente (puesto que la globalización económica lo exige) y actual localmente. Pues es en ese ámbito, y señaladamente en relación con los problemas cotidianos de convivencia (de la vivienda, la asistencia sanitaria, la educación, el descanso y el ocio) donde se producen los conflictos reales, no los inventados para suscitar miedos contrarios y captar votos de aquellos en los que previamente se ha suscitado el miedo al otro.
Existe un acuerdo bastante generalizado en que no hay todavía políticas de inmigración propiamente dichas en el marco de la UE. Hay políticas de regulación de «ilegales», distintas según los países de la Unión. En el marco socio-económico actual parece sensato aspirar a una política de inmigración coordinada en la UE que rompa con la práctica de las regulaciones ad hoc y deje de tratar el asunto como un problema casi exclusivamente de policía, fronteras y seguridad para tratarlo como un asunto de derechos y ciudadanía.
También hay proyectos de políticas de inserción diferentes, según los países y según lo que han sido sus tradiciones nacionales en cuestión de inmigración. Estas diferencias se deben a motivos varios y, sin duda, hay que tenerlos en cuenta. Unos países (como Francia, Bélgica, Alemania, Inglaterra) han sido tradicionalmente receptores; otros (como Italia, España, Portugal) han sido tradicionalmente países de emigrantes. Hay países que tradicionalmente han exportado emigrantes pero algunas de cuyas nacionalidades y regiones han sido, al mismo tiempo, receptoras de inmigrantes por su mayor desarrollo industrial (la Italia del Norte, Cataluña, Euskadi). Unos países han puesto tradicionalmente como condición para la adquisición la necesidad de aceptación, por parte de los inmigrantes, de los valores laicos establecidos (Francia), mientras que otros países han tendido a dar un cierto reconocimiento a la representación parcial de las culturas diferentes (Reino Unido) y otros países han puesto el acento en la nacionalidad, la sangre y el suelo (Alemania).
Naturalmente, estas diferencias tienen que ser tenidas en cuenta al abordar el tema de la inserción de los inmigrantes en la sociedad de acogida. Comparar y valorar los resultados históricos de los distintos procesos de inserción es una clave para encontrar una política de inmigración común. Pero hay algo que no se puede obviar y que está por debajo de las diferencias mencionadas: la tendencia, en todos los casos, a confundir inserción (o integración, como suele decirse) con asimilación. Superar esa tendencia, que impone al otro dejar de ser lo que fue y que afirme la nueva identidad, es hoy tan importante como atender a las diferencias históricas.
Al ocuparse de esta cuestión y tratar sobre los estados de ánimo de los emigrantes, Amin Maalouf ha puesto el énfasis en la importancia de la reciprocidad, o sea, en el reconocimiento recíproco. Reciprocidad significaría, en este contexto, decirles a los unos, a los inmigrantes, que cuanto más se impregnen de la cultura del país de acogida más podrán impregnarse de la propia; y decirles a los otros, a los que insisten precipitadamente en la asimilación o en la integración, que cuanto más perciba un inmigrado que se respeta su cultura de origen, más posibilidades hay de que se abra a la cultura del país de acogida.
Esta idea de la reciprocidad es prepolítica, o sea, previa a cualquier discusión sobre políticas de inserción o sobre un nuevo concepto de ciudadanía. Se puede formular en términos de contrato moral: el reconocimiento de la reciprocidad es lo que da a aquel que acepta su país de adopción el derecho a criticar todos sus aspectos; y a aquel que acepta la singularidad cultural del otro, el derecho de rechazar algunos aspectos de la cultura de acogida que podrían ser incompatibles con su modo de vivir o con el espíritu de sus instituciones. El derecho (moral) a criticar al otro, a criticar hábitos o costumbres del otro, se basaría precisamente en esta reciprocidad que permite ir en busca del otro con los brazos abiertos y la cabeza alta. El paso siguiente es dar curso jurídico-político al reconocimiento recíproco.
Lo que hay que discutir a partir de ahí son los criterios para una política de inmigración coordinada. Hasta ahora el criterio principal que ha dominado tanto las políticas de acceso como las políticas de regularización e integración ha sido un criterio restrictivo, meramente mercantil o mercantilista, derivado de la ideología neoliberal. De lo que se trataría es de reformular las políticas de inmigración en términos de derechos, en consonancia con la Carta Europea de los Derechos Fundamentales y reformulando la noción clásica de ciudadanía.
La discusión de los criterios para el paso de una política sólo mercantil de inmigración a una política que ponga el acento en los derechos podría empezar por la enumeración y evaluación de algunos de los principales problemas actuales que hay que tener en cuenta. Se puede seguir en esto la propuesta de Marco Martinello, formulada a partir de varios interrogantes:
A la pregunta acerca de qué actitud adoptar ante la legislación vigente (Ley 8/2000, modificada en diciembre de 2003) y ante las normas actuales de regulación de los clandestinos y sin papeles, habría que responder, de acuerdo con las organizaciones de inmigrantes, las asociaciones de ayuda a los inmigrantes, SOS-Racismo y los juristas sensibles, que lo mejor es abolirla ya, completar con generosidad una regularización que se había hecho inevitable y agilizar y facilitar la legalización de todos los inmigrantes para no tener que volver a las regularizaciones ad hoc.
Toda operación de regularización es una respuesta parcial y a posteriori a situaciones anómalas creadas por leyes restrictivas. Es el carácter restrictivo y discriminatorio de la ley lo que crea la anomalía. Si se mantiene este carácter discriminatorio y restrictivo, lo lógico es que haya que repetir los procesos de regularización, como viene ocurriendo en la mayoría de los países de la Unión europea.
Por tanto, y alternativamente, lo que hay que hacer es suprimir las discriminaciones que crean anomalías, flexibilizar las normas, agilizar los trámites para que los inmigrantes puedan obtener la residencia y la ciudadanía y puedan ejercer cuando antes sus derechos como ciudadanos. Esta flexibilización de las normas debería atender de forma inmediata y prioritaria a los inmigrantes que solicitan asilo, a los refugiados y a los que lo son por motivo de reagrupamiento familiar. Aquí está en juego la tradición humanitaria e ilustrada del derecho de asilo, que se ha visto afectada primero por el carácter discriminatorio de las leyes de extranjería y acentuada después por las medidas restrictivas adoptadas por los gobiernos a partir del 11 de septiembre de 2001. Ya esto parece aconsejar la propuesta de disociar (por el momento, y a sabiendas de la dificultad que comporta separar los motivos de la emigración) la política de asilo (por razones humanitarias) de las políticas de inmigración propiamente dichas.
Establecido ese criterio, parece posible abordar con menos dramatismo del habitual una cuestión que ha dividido en los últimos tiempos a las organizaciones y personas que trabajan en favor de los inmigrantes e incluso a las mismas organizaciones de inmigrantes, a saber: si es aceptable y operativa una política de «papeles para todos» o es necesaria una política de flujos migratorios.
Si acepta el carácter prioritario (por razones morales humanitarias) del reconocimiento de la ciudadanía plena a asilados, refugiados y a las personas que llegan a nuestros países por reintegración familiar y se acepta también el carácter necesario del reconocimiento de la ciudadanía a los inmigrantes con trabajo (para combatir la economía sumergida y la irregularidad laboral), entonces la dimensión cuantitativa del resto al que se alude cuando se habla de «papeles para todos» se reduce mucho y seguramente puede ser contemplada y resuelta a la luz de otras leyes o prácticas (sobre estancias turísticas, por estudios, etc.) que hacen innecesaria una legislación restrictiva y discriminatoria, específica, sobre inmigración. En este punto lo fundamental es el paso del permiso de residencia a la obtención de la ciudadanía plena.
Una política proactiva de inmigración quedaría así liberada de la carga emocional negativa que conllevan las leyes de extranjería y las «regularizaciones» ad hoc, de manera que la discusión posterior sobre flujos y contingentes podría limitarse a: 1) la organización de la inserción socio-cultural de la inmigración presente; y 2) la sensata ordenación de los inmigrantes por venir (en la medida, por discutir, en que esto último es calculable y ordenable).
No es que esto sea tarea fácil, desde luego. La inserción socio-cultural de los inmigrantes en condiciones dignas, con justicia y equidad, tiene un coste económico que no hay que ocultar. Basta con pensar en lo que eso supone en materia de educación, un ámbito clave, como viene recordando, entre nosotros, Miquel Siguán. Y, por otra parte, la sensata ordenación de los inmigrantes por venir, la planificación de lo que se puede planificar, implica un debate sobre criterios que no puede hacerse precipitadamente. Pero ambas cosas pueden hacerse racionalmente, prescindiendo de palabras y expresiones («invasiones», «oleadas», «efecto llamada», etc.) que parecen haber sido inventadas para suscitar la xenofobia; o sea, midiendo, contando bien y decidiendo luego sobre el mejor sistema impositivo para abordar la cuestión.
Corregir el punto de vista meramente economicista o mercantilista implica tener en cuenta no sólo las necesidades del mercado laboral y/o la demografía, sino también la situación presente (y previsible) de la seguridad social y de los principales servicios públicos de salud, vivienda y educación. Las consecuencias que haya que sacar del análisis y la discusión seria de estos datos básicos, implica, a su vez, democratizar el proceso deliberativo y decisorio acerca de la política de flujos, política que no puede quedar al albur de los intereses empresariales en colaboración con el ejecutivo, como está ocurriendo.
Es importante que, en el caso de que esta deliberación concluya en la necesidad de una política de flujos (conclusión a la que suele llegar la mayoría de los expertos de los países receptores de inmigrantes), la ciudadanía sepa quién decide sobre ella, a qué niveles, con qué criterios se establece la selección y con qué tiempos. Y si se establece una selección, como viene ocurriendo en EE.UU, Canadá, Australia, etc., es imprescindible que los criterios de la misma (sorteo al azar, sistema de lotería, edad, nivel de educación, formación profesional, competencias lingüísticas, etc.), además de haber sido discutidos con las asociaciones de inmigrantes, sean transparentes. Todo lo cual deja todavía abierta otra espinosa cuestión, que se presenta reiteradamente en los países con amplia experiencia es esto: la de cómo garantizar, en ese caso, la libertad de movimientos (y de cruzar las fronteras) de los individuos no incluidos en la selección
Por lo general todavía se sigue partiendo de la base de que la inmigración tiene mayormente carácter temporal, no permanente. Esto choca con los datos que se tiene acerca de la historia de las migraciones y con las informaciones disponibles sobre las migraciones en curso, que no pueden ser reducidas a la declaración de intenciones de tales o cuales personas o colectivos de inmigrantes cuando llegan al país de acogida. Estas declaraciones de intenciones (por ejemplo, acerca del retorno de los emigrantes a los países de origen) se tienen que comparar con los datos disponibles acerca de los retornos efectivos.
Parece, pues, para resumir, que una propuesta constructiva en el marco de la UE, atenta a la vez a los flujos migratorios y a la inserción social, debería partir de la aceptación, como norma general, de la permanencia de los inmigrantes (o de un porcentaje alto de los mismos) en el país de acogida. Y, en consecuencia, incluir consideraciones como las que siguen:
1. Atención a los inmigrantes en el momento de la llegada: información para evitar abusos y concienciación ético-política de la población que acoge para frenar el racismo y la xenofobia;
2. Conocer y comparar la situación del mercado de trabajo por países;
3. Comparar y valorar las formas tradicionales de abordar la inserción social;
4. Reconocer el papel que en la inserción social juegan la familia y la reagrupación familiar de los inmigrantes;
5. Atender a la situación de la seguridad social;
6. Atender preferentemente al cuidado de los niños inmigrantes, a su escolarización y a su inserción en la educación pública;
7. Reconocer la importancia de las competencias locales y regionales en materia de inmigración.
Una propuesta interesante, que atiende a varias de estas consideraciones a la vez, es la que ha hecho recientemente Javier de Lucas al reflexionar acerca de la necesidad de un replanteamiento de la noción de ciudadanía. Se trataría de vincular el acceso a la ciudadanía con la residencia estable (desde tres años), en el ámbito local; es decir, de entender la ciudadanía, para empezar, como vecindad, lo que implica el reconocimiento de derechos políticos plenos en el ámbito municipal (que es ya algo más que el derecho a sufragio activo y pasivo, el derecho a voto).
Esta noción de ciudadanía incluiría el carácter multilateral, o sea, la posibilidad legal de la doble ciudadanía, y se podría implementar de un modo gradual: desde la vecindad al ámbito autonómico primero, estatal y europeo después. De Lucas concluye su propuesta así. «Una ciudadanía basada en la condición de residencia estable (a partir de 3 años) y sin exigencias adicionales como las propuestas en la idea de «contrato de adhesión» lanzada en Francia por el Presidente Chirac y común a buena parte de las reformas realizadas en diferentes países de la UE a lo largo de 2003 y 2004, que consisten básicamente en la supeditación a la superación de una suerte de «test de ciudadanía» junto a unas pruebas de lengua».
La propuesta de Javier de Lucas es sugestiva por la valentía con que afronta la distinción tradicional entre ellos y nosotros cuando se trata de la inserción social o socio-cultural de los inmigrantes. Pero no sólo por eso. También lo es por su recuperación de la noción original de ciudadano como habitante de la ciudad, lo que implica que la ciudadanía no quedaría vinculada en primera instancia a la nacionalidad ni al lugar de nacimiento, ni siquiera al permiso de trabajo, o sea, al hecho de estar trabajando en la ciudad, sino a la residencia, aunque ésta no sea definitiva o permanente. Y, por último, es sugestiva, porque, al abordar el proyecto de integración o inserción social de los inmigrantes en el marco de la Unión europea, esta propuesta amplía el reconocimiento de los derechos civiles y sociales al reconocimiento de los derechos políticos: sufragio activo y pasivo, pero también derecho de reunión, asociación, manifestación y participación.
Desde una perspectiva así se puede hablar con propiedad de ciudadanía cívica y participativa: los inmigrantes dejan de ser los otros o, a lo sumo, de ser considerados como meros colaboradores sobrevenidos en la creación de riqueza, para ser reconocidos, en condiciones de igualdad, como agentes socio-políticos activos, igual que los autóctonos, de la construcción del espacio público, del ágora pública, que es lo que vienen siendo ya de hecho (¿hay que recordar, a este respecto, los nombres y apellidos de varios de los protagonistas de los movimientos sociales en Francia y en Reino Unido desde 1968?)
Desde una perspectiva así se puede, además de ser justos, ser realistas y generosos. Realistas, en el sentido de no exigir a los inmigrantes, como se pretende a veces, «test de ciudadanía» que, además de suponer una desconfianza previa respecto del otro, muy probablemente no podrían pasar la mayoría de los autóctonos. Y generosos, en el sentido de no imponer al inmigrante la lengua de la sociedad de acogida como obligación o requisito previo para el reconocimiento jurídico, sino considerar el acceso a ésta como un derecho, a cuyo cumplimiento la sociedad de acogida tiene que dedicar esfuerzos concretos.
III. Papel para Jornada PSUC-viu sobre inmigración
1. Las llamadas leyes de extranjería, empezando por la que tenemos en nuestro país, son equívocas, parten de una mentira. No son leyes que pretendan regular la situación de los extranjeros en España o en Europa. No son leyes de extranjería propiamente dicha. Son leyes de emigración. Son leyes que han sido pensadas para discriminar la situación de los inmigrantes que vienen a trabajar. No son leyes que afecten a los extranjeros ricos o privilegiados.
2. Esto que acabo de decir tiene mucha importancia porque revela una mala actitud política que luego, en la práctica cotidiana, tiene efectos negativos, perversos. Me explico. La palabra «inmigrante» tiene connotaciones positivas para la mayoría de la población porque muchos, seguramente la mayoría de las personas en nuestra sociedad, hemos sido inmigrantes o hijos de inmigrantes o hijos de matrimonios mixtos. En cambio, la palabra «extranjero» sigue connotando distancia, distanciamiento respecto del otro, sobe todo cuando se trata de extranjeros pobres. Y eso tiene el efecto sociocultural de provocar los instintos atávicos, incluso en los que han sido inmigrantes pero ya no se consideran extranjeros.
3. Este es el verdadero «efecto llamada» de las leyes de emigración denominadas leyes de extranjería. Una llamada subliminar a los miedos atávicos y, con ella, a la discriminación entre los nacionales o autóctonos y los inmigrantes pobres. Y por ahí, me parece a mí, es por donde debe empezar la denuncia y la crítica de la legislación vigente. Porque miente respecto de lo que dice que pretende legislar. El legislador deriva la cuestión inmigración hacia otro asunto, el de las diferencias de nacionalidad, cultura o religión implicadas en la extranjería.
Cuando se trata de técnicos, profesionales vinculados o altos cargos de la dirección de empresas transnacionales el legislador no ve la necesidad de regular nada ni pregunta por sus identidades o pertenencias ni dedica una línea a sus culturas o a sus prácticas religiosas. Se da por supuesto que han venido aquí para mandar y punto. No se hace cuestión de su extranjería.
4. Es ridículo llamar «ley de extranjería» a disposiciones legales promulgadas ad hoc para regular la situación de los inmigrantes y a continuación establecer reglamentos también ad hoc, promulgados puntualmente para corregir, en función de otras circunstancias, lo que se sabe que es inaplicable en la práctica. Lo que esto revela es que en España no hay políticas de inmigración e integración propiamente dichas. Hay un doble juego de intereses (económicos, demográficos) y xenófobos cuyo resultado es siempre la discriminación de los inmigrantes más pobres, en peor situación. Y con algunos matices eso mismo ocurre en Bélgica, Italia, Francia, Alemania y otros países de la Unión Europea, en los que se regula ad hoc cada x años la situación de los inmigrantes considerados ilegales.
5. Y esta ridiculez se convierte en tragedia, en la práctica, porque al llamar ley a lo que son realidad normas de contención y fragmentación de la mano de obra inmigrante que llega a nuestros países se entra incluso en contradicción con lo que dicen los textos constitucionales sobre los derechos de los ciudadanos. Así se crea una categoría de súbditos, privados de derechos, a los que se llama «irregulares», «sin papeles», etc., pero a los que se puede explotar en el trabajo porque viven, ellos sí, con el miedo en el cuerpo. No con el miedo al otro, a la otra cultura, sino con el miedo a la ley, a la denuncia, a la criminalización, a la arbitrariedad de quienes tienen que aplicar la ley.
Esto es lo que hemos visto y vivido durante los últimos meses. Y esto es lo que está en origen de las huelgas de hambre y de los encierros de los inmigrantes llamados «irregulares».
6. Conviene saber que, según los estudios de los sociólogos, un porcentaje muy alto de los inmigrantes hoy regulares fueron antes «irregulares». Y que esa es una situación que se ha producido en casi todos los grandes procesos migratorios de este siglo. Se normalizan y regularizan situaciones no en función del tiempo que el inmigrante lleve trabajando en el país de acogida, sino en función de los intereses en juego entre trabajo legal y economía subterránea o sumergida.
La crítica tiene que poner el acento en que no se puede tratar a los inmigrantes como mercancía para la producción de mercancías, abrir las fronteras a la circulación de mercancías y cerrarlas luego indiscriminadamente a la circulación de las personas a las que se usa como mercancías. Eso es una contradicción. Es como poner puertas al campo, a la naturaleza. Una contradicción básica del llamado «neoliberalismo».
7. Lo único que se consigue con esa mentira es que los inmigrantes se desplacen espontáneamente a aquellos lugares en los cuales creen que hay más posibilidades de encontrar trabajo y, por tanto, más posibilidades también de ser tratados como seres humanos, como ciudadanos.
Por lo tanto, la conclusión debería ser obvia. En vez del rigorismo administrativo y centralizado de las llamadas falsamente «leyes de extranjería» lo que debería haber son políticas de inmigración coordinadas en la Unión europea y políticas de integración descentralizadas, con atención preferente a lo local, a las ciudades y a sus barrios. Pues es en ese ámbito donde se producen los problemas reales, no lo inventados para suscitar miedos contrarios y captar votos de aquellos en los que se ha suscitado el miedo previamente.
8. Existe un acuerdo generalizado en que no hay todavía políticas de inmigración propiamente dichas en el marco de la Unión europea. Hay políticas de regulación de «ilegales», distintas según los países de la Unión. Y proyectos de políticas también diferentes, según los países y según lo que han sido sus tradiciones nacionales en cuestión de inmigración. Pues unos países (como Francia, Bélgica, Alemania, Inglaterra) han sido tradicionalmente receptores, otros (como Italia, España, Portugal) han sido tradicionalmente países de emigrantes, y en algunos casos receptores de inmigrantes en algunas nacionalidades y regiones (la Italia del Norte, Cataluña, Euskadi…).
En el marco socioeconómico actual parece sensato aspirar a una política de inmigración coordinada en el Unión europea que rompa con la práctica de las regulaciones ad hoc y deje de tratar el asunto como un problema casi exclusivamente de policía, fronteras y seguridad. Lo que hay que discutir a partir de ahí son los criterios de una política de inmigración coordinada.
9. Una enumeración de los problemas por discutir en este apartado podría incluir los temas siguientes:
9.1. Qué actitud adoptar ante las políticas de regulación de los clandestinos y sin papeles;
9.2. Si hay que disociar o no la política de inmigración de la política de asilo (por razones humanitarias);
9.3. Si es necesaria una política de flujos migratorios y, en el caso de que lo sea, quién decide, a qué niveles y con qué criterios establecer la selección;
9.4. Si se establece una selección, cómo garantizar en ese caso la libertad de movimientos (y de cruzar las fronteras) de todos los individuos no incluidos en la selección;
9.5. Si las políticas de ayuda al desarrollo pueden ser un sustitutivo de las políticas de inmigración o si deben estar vinculadas o desvinculadas de éstas;
9.6. Qué política o políticas (en plural) de integración social y dónde poner los acentos: si en el ámbito económico-social, en el ámbito socio-cultural (competencias lingüísticas), en el ámbito socio-religioso (dada la importancia de las diferencias de cultura y religión) o en el ámbito de los derechos políticos,
9.7. Decidido dónde hay que poner los acentos, qué derechos de ciudadanía y con qué ritmos.
Anexo: Ayer y hoy de los derechos humanos
Intervención del autor en una mesa redonda conmemorativa de la declaración de los Derechos del Hombre en la casa Revilla de Valladolid. Sin fecha.
Para Eloy
Sólo pueden establecerse unas relaciones internacionales sanas entre pueblos formados por personas sanas que gocen de una cierta independencia: sobre la base de esta convicción las NNUU han elaborado una Declaración Universal de los Derechos del Hombre (…). Reconocer formalmente ciertos principios y adoptarlos como líneas de acción a despecho de todas las adversidades de una situación cambiante son dos cosas bien diferentes. La Declaración, pues, ejercerá una verdadera influencia única y exclusivamente cuando las NNUU demuestren con sus decisiones y sus hechos que encaman de facto el espíritu de este documento.
ALBERT EINSTEIN, El Correo de la Unesco, diciembre de 1951
En la mayor parte de los países del mundo, por no decir en todos, los derechos humanos son a la vez una gran palabra y una gran aspiración. Una gran palabra recogida ocasionalmente en los textos constitucionales con referencia explícita a la Declaración de las NNUU que hoy conmemoramos; pero una gran palabra casi siempre vulnerada en las relaciones económicas, sociales y políticas, internacionales e interpersonales, de cada día. Y justo por eso, los derechos humanos siguen siendo una aspiración, siempre renovada de tantas y tantas personas que viven en países donde el único derecho en verdad reconocido es el viejo derecho del más fuerte: el derecho del amo, del cacique, del hechicero del patriarca, del general o del estado.
El realismo pragmático que, en el marco de la cultura euroamericana, domina hoy casi todas las manifestaciones políticas que vienen de lo alto ha vuelto a poner de moda el llamar utopía a todo aquello que no existe ya ahora en nuestras sociedades. Así: la paz es utopía, el desarme es utopía, la corrección de la desigualdad social es utopía la solidaridad entre hombres es utopía, la limitación de la división sexual del trabajo es utopía… Naturalmente, en esta acepción que la moda da a la vieja palabra también los derechos humanos son una utopía. Sobre todo si tales derechos incluyen la satisfacción de necesidades no recogidas hoy en los textos constitucionales. En tal sentido utopía puede ser tanto la reivindicación del viejo pero siempre renovado derecho de los pueblos a la autodeterminación como el cumplimiento del siempre prometido y pocas veces realizado derecho de los hombres y mujeres al trabajo.
Para el pensamiento político conservador de las relaciones de producción (y destructor de buena parte del patrimonio de la humanidad) utopía es por lo general toda reivindicación que rebasa el marco de los privilegios establecidos y sancionados por los textos legales correspondientes. Los cuales textos legales, como es obvio, suelen ser redactados por bienintencionados juristas y políticos bajo la mirada vigilante de los ejércitos y de las policías, bajo la presión discreta de las oligarquías económicas o, en el mejor de los casos, en función de la correlación de fuerzas existente en un momento dado. El pensamiento político conservador de las relaciones básicas de producción establece que una vez redactado el texto constitucional correspondiente todo derecho al margen de los establecidos es un derecho espúreo. No es difícil explicar por qué ocurre esto. Más difícil es explicar por qué, siendo así, los hombres gastan (gastamos) tantos cientos de miles de palabras en tantos idiomas diferentes sobre tal o cual artículo supuestamente ambiguo de los textos constitucionales básicos con la esperanza de que precisamente esta ambigüedad llegue a cubrir algún día aquel derecho que no fue recogido explícitamente en el texto.
Es posible que la explicación del enorme gasto verbal al que dan lugar los textos constitucionales se halle en la sospecha, compartida por muchos ciudadanos, de que una cosa es lo que se dice en los textos constitucionales y otra cosa lo que se practica. Repasemos una vez más el articulado del texto de las Naciones Unidas sobre los Derechos Humanos. Las preguntas brotan solas: ¿Qué propiedad tienen la mayoría de los habitantes de la tierra? ¿Dónde existe ya seguridad social para todos? ¿Dónde se cumple el derecho de todos al trabajo? ¿En qué lugar se garantiza el derecho de todos los hombres y mujeres a una alimentación vestido, asistencia médica y, en general, servicios sociales adecuados? ¿Dónde existe ya una educación que favorezca la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones, grupos étnicos y religiones?
Los redactores del texto de las Naciones Unidas sabían que la nuestra es una especie tan excepcional como contradictoria, tan dispuesta a dar la vida por la reivindicación de un derecho fundamental como particularmente dotada para convertir en porquería las grandes declaraciones de principios que ella misma sabe hacer y para asesinar en nombre de las grandes palabras. Fuera porque sabían eso o porque sabían que los intereses de las clases sociales se superponen a las declaraciones de derechos hasta el punto de llegar a ahogar éstas en momentos de excepción, lo cierto es que lo redactores del texto escribieron con más prudencia y menos optimismo que aquellos otros colega suyos que fabricaron en Francia la primera declaración de los derechos humanos.
Este saber sobre la desmesura y la soberbia humanas sin duda tiene mucho que ver con la conciencia histórica, en particular con la durísima experiencia de dos guerras mundiales. Y, en cualquier caso, ese saber explica que la Declaración más reciente tenga un artículo, el 30, cuyo redactado tiene que resultar al menos llamativo al lector que se acerca por primera vez al texto: «Nada en la presente Declaración» -dice su artículo 30- «podrá interpretarse en el sentido de que confiera derecho alguno al Estado, o a un grupo o a una persona para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendentes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración».
Os propongo una traducción libre de esto a un lenguaje menos jurídico, al lenguaje de una tradición igualitarista tan apasionada en la defensa de los derechos humanos como la jurídica pero un poco más desconfiada que esta última en lo que respecta a los grandes principios jurídicos. En tal versión libre el artículo 30 rezaría así: «Estad atentos: los derechos y las libertades no se otorgan, se conquistan. Y hay que luchar, una y otra vez, para conquistarlos y para conservarlos, a sabiendas de que en su conservación anida ya el conflicto con los nuevos estratos sociales ascendentes, con aquella parte de la sociedad que empieza a tener algo nuevo que decir. Sólo los privilegios se otorgan».
Quisiera volver ahora, para terminar mi turno, sobre la consideración de los derechos humanos como utopía, o, para decirlo con un poco más de precisión, sobre el uso indiscriminado de la palabra utopía para calificar derechos que todavía no tienen concreción en las leyes existentes. Pues esa práctica está dando lugar -por reacción- a otra, tan bienintencionada como ingenua, consistente en aceptar sin crítica la utopía definida de una forma muy genérica. Con tal aceptación se entra, en mi opinión, en un jardín más bien laberíntico, en el que los de abajo, los que luchan por la extensión de los derechos existentes, hacen suyos, sin apenas reflexionar sobre ello, los usos de las palabras que de hecho les están imponiendo los de arriba, quienes quieren conservar sin más el listón ya establecido para los derechos.
El punto de vista jurídico-formal no suele dar importancia a esto. Se limita a comparar declaraciones y constituciones. Pero tratándose, como se trata, de un asunto político-moral, la discusión sobre los usos lingüísticos tiene cierta importancia. El hecho de que tales o cuales derechos humanos recogidos en el texto de las NNUU no hayan entrado en la Constitución de muchos países, o la constatación de que, pese a haber entrado en ellas, no son respetados, es algo que, siendo verdad, no permite denominarlos utópicos sin forzar el lenguaje. La afirmación de principios jurídicos generales por los cuales habría de regirse una sociedad razonable no es sin más utopía. Conviene distinguir entre ideas reguladoras o ideales y utopías propiamente dichas. Y sobre todo hay que darse cuenta de esto: llamar utópico a lo que no existe ya ahora, particularmente cuando el derecho reivindicado es incómodo, cuando va contra los privilegios establecidos y contra los intereses creados, constituye un viejo truco verbal (con efectos político-sociales materiales no despreciables) de los privilegiados y de los dominadores, una de las formas tradicionales de argumentar la conservación de los privilegios. Porque sabían esto quienes hace ciento cincuenta años luchaban en favor de los derechos humanos rechazaban muy apasionadamente el epíteto de «utópicos» o «utopistas» que les endosaban los privilegiados. Ese fue el caso de Fourier, de Garrido, de Marx y de tantos otros.
A mí me parece que aquellas gentes tenían toda la razón al protestar, pues es de personas sensatas distinguir entre la simpatía moral que puede despertar la Insula Barataria o el ya muy viejo País de Nunca Jamás y la real satisfacción de las necesidades materiales de los tristes mortales a las que apuntan cada vez más las Declaraciones de los derechos humanos en la época en que estamos. Una de las características de la moderna lucha en favor de la extensión de los derechos humanos es el haber sabido distinguir con claridad entre la utopía literaria, tan apreciable, y la fundamentación radical de la ciudad otra, de la ciudad alternativa a las existentes.
Tanta era la pasión de aquellas gentes -sensatas, insisto- a la hora de protestar contra el epíteto de «utópicos» que hasta hubo quien se pasó por el lado contrario. Y así se llegó a identificar la defensa de los derechos humanos, de la libertad y de la igualdad social con un proyecto «científico», con una tarea «científica», como si la construcción de la ciudad otra, de la ciudad alternativa, fuera algo que se siguiera lógica y matemáticamente de unas premisas establecidas. Desde esta otra exageración «utopía» se identificó con ideal moral. Ni qué decir tiene que la exageración cientificista ha hecho mucho daño, pues las gentes sensatas empezaron a pensar entonces que la libertad, la igualdad y los derechos básicos se los traerían en bandeja la ciencia y el progreso técnico, y se adormilaron esperando que tales personajes trabajaran por ellos. El resultado de este adormilarse es conocido: la ciencia y el progreso siguieron su camino hacia las cumbres excelsas del País de Nunca Jamás y, mientras tanto, en este mundo de aquí abajo, se seguía conculcando derechos.
Como es cosa de hombres el ir de un extremo a otro, ahora nos toca, al parecer, volver con el péndulo un poco más allá del lugar en que arrancó la modernidad. Todo el mundo dice que la utopía es buena cosa; los de arriba porque saben apreciar su valor moral en tanto que utopía precisamente (o sea, mientras la cosa se mantenga en el plano de lo valioso inalcanzable) y lo de abajo porque ven en esa señora una buena Dulcinea con la que soñar por las noches oscuras en este mundo de desigualdades en que vivimos. Los de arriba por ilustrado despotismo, los de abajo por resignación, pues. En esas condiciones se siente mucha nostalgia de las News from Nowhere, de las Noticias de ninguna parte de William Morris, escrita en 1891 pronto hará un siglo, con el equilibrio y la ironía del hombre que distingue sueños de realidades. Se siente nostalgia no sólo al observar el nuevo uso acrítico de la palabra utopía que se ha hecho dominante, si no sobre todo al comparar la ciudad alternativa en que pensaba Morris con lo que hoy suelen considerar utópico la mayoría de los conciudadanos europeos. Tan notable es que la utopía vuelva a ponerse en el lugar que en otros tiempo ocupó la ciencia como el achatamiento de la utopía misma: la ciudad alternativa ni siquiera es ya lo otro, lo radicalmente otro; es simplemente, lo que está un poquitín más allá de lo que ya conocemos… ¿Será porque el nivel científico alcanzado en nuestras sociedades del Norte pone al alcance de la mano, como posibilidad, la realización de los principales principios jurídico alternativos imaginados por los grandes luchadores en favor de los derechos humanos de hace uno o dos siglos? ¿Será por eso por lo que en nuestra época lo radicalmente otro lo alternativo, toma la forma de contrautopía?
No hay tiempo ahora para entrar en este asunto. De manera que quisiera terminar diciendo, en este contexto, que el uso actual de la palabra utopía acaba favoreciendo a los pragmáticos defensores de lo que hay, en la medida en que parece darse por supuesto que lo que es siempre ha sido así, y siempre será así. El discurso que llega a los de abajo en nuestras sociedades cuando se les dice que también los derechos humanos son una utopía, suena de un modo ligeramente diferente: a pesar de que haya leyes y constituciones en las cuales lo derechos quedan reconocidos, a pesar de que exista una declaración universal generalmente admitida, seguirá dominando en el mundo el ruido y la furia, la fuerza del poder de los que mandan; la utopía de los derechos realizados es tu otro mundo, el mundo de los ensueños. Pero este discurso, cuando se convierte en creencia generalizada, deja indefensas a muchas personas; tan indefensas que ni siquiera se preocupan en informarse acerca de sus derechos (de sus deberes se les informa siempre, aunque no quieran). La resignación es la madre adoptiva de la ignorancia. Y ésta, cuando no es docta (caso que a veces se da y que ha servido más de una vez para justificar con argumentos serios la resignación), suele acabar conduciendo a la servidumbre voluntaria, que es uno de los principales enemigos de la extensión de los derechos humanos en nuestros países, en los países que han aceptado la Declaración que hoy conmemoramos.
El otro gran enemigo de los derechos humanos es la intolerancia. Pues como todas las grandes palabras de nuestra cultura -libertad, igualdad, fraternidad- también tolerancia se dice y se recita de muchas maneras. Ocurre con los derechos humanos lo que ocurría con el ser, al decir de Aristóteles. En principio y en abstracto, todo hombre está a favor de los derechos humanos, como está a favor de la paz, de la libertad, de la igualdad y de la justicia; todos nos declaramos partidarios de los derechos postulados por las NNUU en 1948. Pero, como decía el coro de las Tranquinias, nada se sabe realmente acerca del hombre en particular hasta que se le ve experimentar en el poder y en las leyes. Entonces, en muchos casos, empezamos a limitar el sujeto humano de estos derechos y nos regimos más bien por categorías ético-políticas muy anteriores no sólo a la Declaración de las NNUU sino a la Declaración de la Asamblea nacional francesa de 1789; nos regimos por categorías como la ley del talión o en base a distinciones dicotómicas de amor/odio que poco tienen que ver con el reconocimiento formal de los derechos de los hombres.
Se ha dicho con razón que todavía hoy los derechos del hombre son, de hecho, derechos del varón adulto, blanco y euroamericano. Son muchas las pruebas que pueden aducirse a este respecto: la desproporción existente en la práctica norteamericana sobre la aplicación de la pena de muerte cuando se trata de blancos o de negros; el tratamiento legal de las mujeres en caso de violación; la despreocupación social por las torturas y malos tratos a los niños y adolescentes en el marco de la familia y fuera de ella; la repelida necesidad de que haya un cámara anglosajón para que el mundo se dé por enterado de la violación constante de derechos humanos cuando se !rata de gentes de otras culturas. Siguen existiendo dos pesos y dos medidas para apreciar el cumplimiento de la Declaración de las NNUU. Pero hay algo así como una prueba del nueve para distinguir entre el respeto real de los derechos del hombre y la reinstauración de la ley del talión o el regirse exclusivamente por la vieja dicotomía del amor/odio aplicada a la vida pública. Es una prueba en realidad muy simple. Basta con escuchar. Basta con atender a la forma en que el ciudadano experimenta con el poder y con las leyes, para decirlo en el lenguaje de Sófocles. Cuando alguien, refiriéndose a adversarios políticos, religiosos, étnicos o ideológicos, habla, como se hace tantas veces, de «perros», «alimañas», «cerdos», «víboras», «serpientes» u otros reptiles del conocido zoo, suele ocurrir que a continuación venga la negación de los derechos humanos del aludido. En estos tiempos de ahora, cuando el racismo y la xenofobia crecen también en Europa, es conveniente hacer la prueba del nueve con uno mismo y preguntarse, despacio y con espíritu de enmienda, si verdaderamente se es partidario de que los derechos reconocidos en las leyes del propio país se hagan extensivos a gentes de distintas etnias, lenguas, religiones, clases y sexos. Y si la respuesta es positiva todavía debería preguntarse uno qué ha hecho o está haciendo para que los derechos humanos puedan ser ya hoy no sólo derechos de varones adultos, blancos, euronorteamericanos.