Sobre la trivialidad del mal y el problema de la culpa. A propósito de Hannah Arendt
Francisco Fernández Buey
El 25 de agosto de 2022 se cumplieron diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se organizaron diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 estamos publicando como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.
Riff-Raff, nº 20, 2ª época, otoño 2002, pp. 69-83. Escrito fechado en agosto de 2002
I. Aunque no esté dedicado específicamente al asunto, donde más a fondo ha entrado Hannah Arendt en el abismo del totalitarismo del siglo XX ha sido en su libro Eichmann en Jerusalén, surgido de un reportaje que escribió entre 1961 y 1962. El libro fue publicado en inglés en 1963 (traducción castellana, Barcelona, Lumen, 1967 y 1999).
Hannah Arendt había asistido al proceso de Adolf Eichmann como enviada especial de New Yorker. Este proceso fue un acontecimiento mundial. El criminal nazi Adolf Eichmann había sido detenido en Argentina, en un barrio de Buenos Aires, el 11 de mayo de 1960. Trasladado a Israel, el gobierno de este país, presidido entonces por David Ben-Gurion, anunció la intención de juzgarle por su «contribución a la solución final del problema judío». El anuncio del proceso fue interpretado en los medios políticos como una reedición de los juicios de Nuremberg. El juicio se celebró en 1961. De la importancia, no sólo judicial, sino también moral y política, de aquel proceso da cuenta el hecho de que se hayan ocupado de él personalidades tan relevantes como Karl Jaspers, Martin Buber, Gershom Scholem, Günther Anders y Léon Poliakov1.
Varios psiquiatras y psicólogos del estado de Israel, que examinaron a Eichmann, testimoniaron en el juicio que éste era «un hombre normal». En su escrito Arendt centró su atención analítica sobre la naturaleza de esta «normalidad». Pero lo que para psiquiatras y psicólogos era tal vez una forma de sugerir que Eichmann no tenía que ser ingresado en un sanatorio, para Arendt se convirtió en un motivo de mayor de preocupación aún, pues el que muchas de las personas que participaron en el Holocausto no hayan sido seres particularmente perversos ni sádicos, sino «espantosamente normales», es, desde el punto de vista de la ética, «más aterrador que todas las atrocidades reunidas», ya que eso supone que el nuevo tipo de criminal comete los crímenes en circunstancias tales que le es imposible saber o sentir que ha hecho el mal. De ahí que luego estos criminales no se sientan por lo general culpables, sino sólo vencidos. De hecho, el propio Eichmann se declaró varias veces durante el juicio «no culpable en el sentido entendido por la acusación» (haber asesinado y ordenado asesinar a judíos). Como es sabido, Eichmann fue condenado a muerte y ejecutado.
El análisis que Arendt hizo del caso Eichmann fue considerado en su momento inapropiado y la enajenó el apoyo de la comunidad liberal judía de EE.UU. Su libro motivó una agria polémica con Scholem y otros autores judíos. Esta polémica se debió principalmente a tres cosas. En primer lugar, a la caracterización que Arendt hizo de la figura de Eichmann, sobre todo al escribir que «era evidente para todos que éste no era un monstruo, sino más bien un clown incapaz de pensar». En segundo lugar, a la alusión que hay en el libro a la falta de resistencia (e incluso a la colaboración) de los judíos a su propio exterminio. Y en tercer lugar, a la idea arendtiana de la «trivialización del mal» como rasgo sustancial del Holocausto.
Este último punto es esencial. Inspirándose en la visión kantiana de la religión dentro de los límites de la simple razón, según la cual el hombre no es diabólico, Arendt entiende que Eichmann, uno de los protagonistas representativos del Holocausto, no es una figura demoníaca, sino más bien la encarnación de la «ausencia de pensamiento» en el ser humano. Generalizando a partir de ahí resultaría que los funcionarios nazis de los campos de exterminio no fueron demonios sino burócratas, funcionarios de la inmensa máquina de la muerte.
Dado que Arendt funda el arranque de su reflexión filosófico-moral en la propia interpretación de la ética kantiana es natural que haya dedicado cierto espacio, en Eichmann en Jerusalén, a analizar las repetidas declaraciones de éste, durante los interrogatorios ante la policía y durante el juicio, según las cuales él «vivió durante toda su vida de acuerdo con los preceptos morales de Kant», señaladamente siguiendo la definición que Kant da del deber. En efecto, Eichmann declaró en el juicio que había leído la Crítica de la razón práctica y adujo que su conducta se ajustaba al imperativo categórico kantiano. Esta declaración plantea a Arendt un problema, pues la filosofía moral de Kant está íntimamente vinculada a la facultad de juzgar que posee el hombre y excluye la obediencia ciega. ¿Cómo hacer concordar entonces la idea de la «ausencia de pensamiento» con aquella declaración de Eichmann?
Tiene interés hacer notar que, todavía durante el juicio, acosado por el juez Raveh, Eichmann explicó que, a partir del momento en que aceptó llevar a cabo «la solución final», dejó de vivir según los principios de Kant porque ya «no era dueño de sus actos». El comentario de Arendt sobre ese momento del proceso arroja mucha luz sobre su interpretación del totalitarismo. Para ella, lo que Eichmann hizo no fue simplemente «abandonar» la fórmula kantiana del imperativo categórico sino deformarla, tergiversarla hasta convertirla en esta otra: «Obra como si el principio de tus actos fuera el mismo que el de los legisladores o el de las leyes de tu país», lo que, en última instancia, se corresponde con la reformulación que hizo Hans Franz del imperativo categórico para el Tercer Reich: »Obra en forma tal que el Führer, si tuviera conocimiento de tus actos, los aprobara». Una adaptación-tergiversación de la idea kantiana del respeto a la ley (moral) para uso doméstico del «hombrecillo»: de la razón práctica kantiana a la voluntad del Führer, por tanto.
Esa tergiversación, dirá Hannah Arendt, no es típicamente alemana, sino típicamente burocrática, y en ella se habría basado precisamente la perfección de la «solución final». En otros textos Arendt ha establecido una comparación entre esto y lo ocurrido en el otro totalitarismo, el del gulag estalinista, donde habría predominado la ley de la «confesión», la delación hecha también en nombre de los más altos principios morales. Arendt no admite, sin embargo, la generalización de la culpa en nombre de la generalización de las conductas y de la generalización del silencio de los más en Alemania. La lección es esta: «Ha podido ocurrir en la mayor parte de los países, pero no ha ocurrido en todas partes. Humanamente hablando no necesitamos más, ni es razonable pedir más para que este planeta siga siendo habitable».
Ahí se plantean tres problemas distintos que, de momento, sólo voy a enunciar. El primer problema se refiere al papel de la burocracia en la tergiversación de los principios morales, más allá de la dimensión específicamente alemana del asunto. Lo que se está planteando en ese contexto es la forma moderna del conflicto entre conciencia moral y obediencia a las leyes y normas mediada, en las sociedades modernas, por el proceso de burocratización. El Holocausto y el Gulag serían, desde esta perspectiva, casos extremos de un proceso más general analizado por Kafka en términos literarios.
El segundo problema es la distinción que haya que establecer entre la culpa de una sociedad (la mayoría de la población alemana) y la responsabilidad por el silencio de otros países e instituciones (dirigentes políticos de las otras potencias del momento, Vaticano, Cruz Roja internacional, etc.), que remite, de nuevo, al tema, más general, del antisemitismo contemporáneo, pero mediado en este caso por la presencia de otros intereses (nacionales, geopolíticos, restringidamente políticos, etc.).
El tercer problema, este sí típicamente alemán, es la importancia que se da a la comparación entre los principios de la ética kantiana y la actuación práctica de Eichmann y de otros dirigentes nacional-socialistas. Se puede decir que esa comparación es típicamente alemán porque, en otro contexto cultural, las declaraciones de Eichmann sobre Kant, la crítica de la razón práctica y el imperativo categórico kantiano habrían sido consideradas seguramente como completamente irrelevantes para el tratamiento y discusión del asunto principal, lo que probablemente habría hecho inútil, de entrada, la discusión posterior sobre «mal radical» y «trivialidad del mal».
II. La reflexión sobre la trivialidad del mal ha sido desarrollada luego en otros ensayos y artículos de Arendt, particularmente en La vida del espíritu y en «El pensar y las reflexiones morales». Con esta expresión ella dice no referirse a una tesis o a una hipótesis propia, sino aludir a un hecho de nuestro tiempo, a saber: el fenómeno de los actos criminales, cometidos a gran escala, que no pueden ser imputados a ningún tipo particular de maldad, patología o convicción ideológica del agente, y cuya única nota distintiva personal es una extraordinaria superficialidad o incapacidad para tener pensamiento propio. Eichmann no era un monstruo ni un demonio, ni siquiera un estúpido, sino que lo que le caracterizaba era «una curiosa y absolutamente auténtica incapacidad para pensar». Arendt percibe esta incapacidad incluso en las últimas e incoherentes palabras que Eichmann pronunció en el momento anterior a la ejecución.
Pero hay que aclarar que, en una discusión sobre la interpretación de ese paso dedicado a la normalidad y vulgaridad de quien hizo el mal durante el Holocausto, Arendt precisa también acerca de una trivialización de lo que ella misma había escrito en Eichmann en Jerusalén. Frente a la frase, muy difundida, que pretende resumir la idea principal de su libro: «Hay un Eichmann en cada uno de nosotros», Arendt, replica: «No, no es eso. He odiado siempre esta idea, sencillamente porque no es verdad. Es tan poco verdadera como la idea opuesta, la de que Eichmann no está en nadie». Por otra parte, la incapacidad de pensar no equivale para ella a estupidez o a idiotismo. La podemos hallar también en gente muy inteligente. Hannah Arendt distingue entre «pensar», como búsqueda de sentido [«el pensar esencial» heideggeriano], y la sed de conocimiento del científico.
Esta distinción en forma de polaridad entre un «pensar esencial» y la «sed de conocimiento científico», que es también típicamente alemana (o dicho con más propiedad, típica de la cultura alemana de la crisis nacida en el marco de la fenomenología y de la filosofía de la existencia), puede ser relevante en una discusión filosófica general sobre los modos de conocimiento humano, pero se presta a extrapolaciones inconvenientes cuando el marco de la discusión es sobre «pensar» y «estupidez» (o idiotismo, etc.) en relación con las actuaciones relevantes para entender lo que fueron el antisemitismo y el Holocausto. Pues no hay ninguna garantía ni de que el «pensar esencial» heideggeriano ni de que «la sed de conocimiento científico» hayan iluminado moralmente a las personas a la hora de tomar decisiones sobre los horrores provocados por la barbarie. Y es que las mediaciones concretas entre el «pensar» (en cualquiera de sus acepciones, filosófico-esencial o científico) y el «actuar» (o el callar) son demasiadas como para que puedan derivarse de cualquier distinción de ese tipo: hubo científicos alemanes sensibles o críticos (como Einstein) y científicos que prefirieron el silencio o la colaboración (como Heisenberg) y filósofos con un alto concepto del «pensar» en un lado y en el otro (Anders, Jaspers, Jonas y Heidegger son algunos de los casos más relevantes).
Arendt deriva de su consideración sobre el caso Eichmann una pregunta interesante sobre la relación entre maldad, falta de conciencia y falta de pensamiento ¿No es la maldad una condición necesaria para hacer el mal? ¿Es posible hacer el mal sin el más mínimo destello de interés o volición? ¿Hay coincidencia entre la incapacidad de pensar y la ruina de la conciencia? ¿Por qué sólo la buena gente es capaz de tener mala conciencia mientras que ésta es un fenómeno muy extraño en los auténticos criminales? La maldad difícilmente es la causa de hacer el mal. Para causar un gran mal no es necesario un mal corazón, fenómeno relativamente raro. Para prevenir el mal, en términos kantianos, se necesitaría la filosofía, el ejercicio de la razón como facultad de pensamiento.
III. Al llegar aquí conviene distinguir bien entre los temas y problemas en discusión planteados a partir de la obra de Arendt desde Los orígenes del totalitarismo a Eichmann en Jerusalén para no caer en la confusión.
El primer tema que se plantea en la obra de Hannah Arendt es el de comprensión del fenómeno del totalitarismo en el siglo XX, y más concretamente en los años que van de 1930 a 1945. Este es un tema histórico-filosófico. A partir del planteamiento del asunto por Arendt quedan abiertas varias cuestiones. La primera es una cuestión de historiografía sustantiva, de caracterización o definición del momento histórico. La pregunta que hay que hacerse en este plano es: ¿los términos «totalitarismo» y «totalitario» empleados por Hannah Arendt definen bien lo ocurrido en Alemania durante los años del nacional-socialismo? La segunda cuestión, íntimamente relacionada con la primera, es si con ese mismo término, «totalitarismo», se pueden comprender dos fenómenos tan diferentes y, en algún sentido, tan opuestos, como el nacional-socialismo en Alemania y el comunismo estalinista en la Unión Soviética. La tercera cuestión es si realmente la existencia de la Alemania nazi y de la Rusia estalinista, con independencia de cómo se conteste a la segunda pregunta, nos obliga, como pretende Arendt, a cambiar la consideración de la historia, o, mejor aún, de la historiografía, esto es, a pasar de la idea de explicación causal a la idea de comprensión. Esta es una cuestión de metodología histórica, de metodología en sentido amplio, o si se quiere de filosofía o teoría de la historia, que se puede formular así: ¿es mejor la noción de «narratividad» que la noción de «explicación causal»?; o así: ¿del reconocimiento del hecho de que las ciencias sociales o sociohistóricas fallan en sus predicciones tiene que derivarse el abandono del análisis causal o multicausal?
La cuarta cuestión que queda abierta se podría formular así: ¿es aceptable la idea de Hannah Arendt, según la cual con la aparición del totalitarismo «la tradición se ha roto», en el sentido de que no podemos inspirarnos ya en lo que ha sido la tradición filosófica occidental (de Platón y Aristóteles a Kant y Hegel) y, por tanto, se necesita refundar de arriba abajo la noción misma de «política»?
En cuanto a la comprensión específica de lo que fue el Holocausto a partir del libro de Arendt sobre el caso Eichmann conviene distinguir también entre dos temas: el de la trivialidad del mal y el de la responsabilidad.
Una primera cuestión, que se ha planteado muchas veces desde la publicación de Eichmann en Jerusalén es la de si hay contradicción o no entre una de la conclusiones del análisis del totalitarismo según la cual éste es o representa «el mal radical» y la conclusión del análisis del caso Eichmann en la que domina la idea de la «trivialidad del mal». ¿No es la trivialidad precisamente lo contrario del mal radical? A esta pregunta ha contestado con mucho detalle Richard J. Bernstein en su ensayo titulado «¿Cambió Hannah Arendt de opinión?: del mal radical a la banalidad del mal».
Para introducir el asunto vale la pena recordar en su literalidad las notas finales de la segunda edición, revisada en 1958, de Los orígenes del totalitarismo. Allí Arendt escribió: «Es inherente a toda nuestra tradición filosófica el hecho de que no podemos imaginar un mal radical. Y esto es cierto tanto para la teología cristiana, que llega al punto de adjudicarle un origen celestial al Demonio, como para Kant, el único filósofo que, habiendo acuñado el término, por lo menos debió haber sospechado la existencia de ese mal, aunque lo racionalizara de inmediato en el concepto de «animadversión pervertida»[?] que se podía explicar por motivos comprensibles. Por tanto, no tenemos nada que nos ayude a entender un fenómeno que, sin embargo, nos enfrenta con su realidad abrumadora y rompe todos los criterios que conocemos. Solamente hay una cosa que parece discernible: podemos decir que el mal radical ha surgido en relación con un sistema en donde todos los hombres se han vuelto igualmente superfluos».
Contextualizando los dos textos (Los orígenes del totalitarismo y Eichmann en Jerusalén) y aduciendo la correspondencia de Hannah Arendt con Karl Jaspers y con Gershom Scholem, Richard J. Bernstein aclara ambas nociones para llegar a la conclusión de que, efectivamente, hay un cambio de opinión sobre el uso de ambos conceptos, aunque esto no puede interpretarse como una contradicción. La tesis de Bernstein, que vale la pena considerar, es llamativa puesto que todo indica que la propia Arendt admitió que, en efecto, hay contradicción entre su idea de «mal radical» y su idea de «trivialidad del mal». Hay al menos un par de escritos Hannah Arendt que documentan esto último.
El primero es una carta a Mary McCarthy, escrita en el momento en que se había iniciado en EE.UU. la polémica sobre Eichmann en Jerusalén. Lleva la fecha de 20 de septiembre de 1963. En ella Arendt dice a Mary McCarthy que no va contestar a las que críticas que han aparecido en Partisan Review (revista en la que ella misma había publicado habitualmente hasta entonces) porque esas críticas forman parte de una campaña política y en el libro ella no hizo política («ni judía ni ninguna otra»), sino simplemente un informe. Pero a continuación apunta, para conocimiento de la amiga, «algunas cuestiones planteadas en el informe que están en contradicción con lo que dije en mi libro sobre el totalitarismo» y que, sin embargo, no han sido advertidas en la crítica de Partisan Review. Una de esas cuestiones es que en Los orígenes habló de los «pozos de olvido» mientras que en el libro de Eichmann afirma que «no hay pozos de olvido». La justificación que da para el cambio es esta: «Hay demasiado gente en el mundo como para que el olvido sea posible; siempre quedará un hombre para contar la historia». La segunda cuestión sobre la que admite que ha cambiado de opinión se refiere a la influencia de la ideología en el comportamiento de Eichmann. Ahora cree que sobrevaloró el papel de la ideología. Explica que en el momento del exterminio, del Holocausto, incluso el antisemitismo pierde su contenido: el exterminio per se es más importante que el antisemitismo o el racismo. La tercera cuestión, dice Hannah Arendt en la carta, es «acaso la más importante». Y la enuncia así: »La trivialidad del mal contradice la frase que empleé en el libro sobre el totalitarismo: el mal radical». En este caso no explica el por qué de la contradicción. Sugiere que ese es un tema que rebasa la posibilidad de ser tratado en una carta breve: «El tema es demasiado difícil como para que yo pueda tratarlo aquí». Pero repite: «Es importante».
Al año siguiente, en 1964, Scholem critica el libro sobre Eichmann y le dice a H. Arendt que la tesis de la trivialidad del mal le parece un simple eslogan y que, además, ese eslogan entra en contradicción con lo que Arendt dijo en el libro sobre el totalitarismo: »En aquel momento usted, por lo visto, no había descubierto que el mal era algo trivial. De la sabiduría de aquel libro [Los orígenes] sobre «el mal radical» no queda ahora más que este eslogan sobre la trivialidad del mal. Siento mucho no poder tomar en serio la tesis de este libro suyo». Scholem resume en esas líneas lo que otros muchos pensaban al respecto: en el nuevo libro se trivializa lo que había hecho Eichmann y todo el horror de la Shoah.
Arendt replica a esto: «Tiene usted mucha razón: he cambiado de opinión y ya no hablo de mal «radical» […] Ahora estoy convencida de que el mal no puede ser «radical», sino únicamente extremo y que no posee profundidad ni tampoco ninguna dimensión demoníaca. Puede extenderse sobre el mundo entero y echarlo a perder precisamente porque es como un hongo que invade las superficies. Y desafía el pensamiento porque el pensamiento intenta alcanzar cierta profundidad, ir a la raíz, pero cuando trata con la cuestión del mal esa intención se ve frustrada porque no hay nada. Esa es su «trivialidad». Solamente el bien tiene profundidad y puede ser radical. […] Eichmann podría ser muy bien el modelo concreto de lo que quiero decir.»
Bernstein mantiene, creo que bastante razonablemente en el fondo, que, a pesar de todo, hay compatibilidad entre las dos nociones del mal. Trata de probarlo filológicamente recurriendo a la correspondencia de Hannah Arendt con Jaspers y al texto de éste Die Schuldfrage [1946]. Aduce que, discutiendo con Arendt, sobre la particularidad de la «culpa criminal» en el caso de los crímenes nazis, Jaspers escribió el 19 de octubre de 1946: «Usted dice que lo que hicieron los nazis no se puede entender como crimen. No me siento muy cómodo con este punto de vista, porque una culpa que transcienda toda culpa criminal inevitablemente tiene una veta de «grandeza», de grandeza satánica, que es para mí tan inapropiada como toda la charla sobre el elemento demoniaco de Hitler y esas cosas. Me parece que tenemos que entender esos fenómenos en su total banalidad, en su trivialidad prosaica, porque eso es lo que les caracteriza realmente. Las bacterias pueden causar epidemias que devasten naciones enteras, pero siguen siendo simples bacterias. Veo con horror cualquier atisbo de mito o leyenda».
Pero Bernstein subraya que aproximadamente esto mismo es lo que contestaría Arendt a Scholem años más tarde, cuando éste le acusa de haber caído en una contradicción. Bernstein insiste en ese contexto en que el equívoco está en creer que Arendt haya identificado antes el mal radical con la grandeza satánica y pone de manifiesto que ella toma también de la correspondencia con Jaspers algunas de las cosas que escribe en Eichmann en Jerusalén valiéndose de Shakespeare. Y para precisar su conclusión aduce, por extenso, el texto antes citado de La vida del espíritu: «En el informe que hice del juicio hablé de trivialidad del mal. Detrás de esa frase yo no tenía una tesis o una doctrina, aunque me daba cuenta vagamente de que estaba yendo en contra de nuestra tradición de pensamiento (literario, teológico o filosófico) acerca del fenómeno del mal, el mal como algo demoníaco […] Lo que yo afrontaba era algo totalmente distinto y sin embargo un hecho innegable. Llamó mi atención una superficialidad manifiesta en el artífice [del mal] que hacía imposible rastrear la maldad incontestable de sus acciones hasta un nivel más profundo de motivaciones u orígenes. Las acciones eran monstruosas, pero su artífice era bastante ordinario, vulgar y no resultaba monstruoso ni demoníaco. No había en él ninguna señal de convicciones ideológicas firmes ni de motivos malvados específicos, y la única característica notable que se podía detectar en su conducta pasada, así como en su conducta durante el juicio y a lo largo del examen policial previo al juicio, era algo totalmente negativo; no era estupidez sino irreflexividad».
La conclusión final de Bernstein es que el concepto de mal radical que hay en Los orígenes del totalitarismo no contradice la noción de trivialidad del mal que hay en Eichmann en Jerusalén, pues Arendt habría entendido que el mal radical es volver a los seres humanos superfluos, erradicar las condiciones requeridas para vivir una vida humana, y esto es compatible con lo que ella dice de la trivialidad del mal. Lo que hay es un cambio de enfoque, un cambio de enfoque relevante: Hannah Arendt pasa del análisis de lo superfluo como mal radical hacia la idea de irreflexividad como rasgo principal de la trivialidad del mal.
IV. ¿Queda con esto cerrada la cuestión? Creo que se puede añadir algo más. La confusión a que ha dado lugar la aproximación de los términos «mal radical» y «trivialidad del mal» se debe a dos razones. En primer lugar a la oscilación del concepto «mal radical» respecto de su uso en Kant. Y en segundo lugar a que no siempre queda suficientemente claro en Hannah Arendt a qué mal se refiere: si al mal que hicieron las personas responsables directas del nacional-socialismo y del Holocausto o al mal colectivo de ahí resultante y atribuible, indirectamente, al conjunto de la sociedad. Pues Eichmann aparece en su obra unas veces retratado como persona de carne y hueso (con rasgos biográficos específicos y definidos) y otras veces como tipo general, como arquetipo de una sociedad totalitaria o de un momento histórico en su conjunto.
Lo que Kant dice en Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft [La Religión dentro de los límites de la mera razón] es que en todo hombre existe una tendencia natural al mal y que como esta tendencia, en última instancia, tiene que ser buscada en el libre arbitrio, es decir, puede ser imputada, es moralmente mala. Kant añade que este mal es radical «porque corrompe la base de todas las máximas; al mismo tiempo también, como tendencia natural, no puede ser extirpado por las fuerzas humanas ya que ello podría hacerse sólo a través de buenas máximas, algo que no puede llevarse a cabo cuando se da por supuesto que la base subjetiva suprema de todas las máximas está corrompida; pero, al mismo tiempo, tiene que ser posible superarla porque se encuentra en el hombre en tanto ser que actúa libremente».
Karl Jaspers se había referido a este mal radical de Kant en sus cursos de 1935. Es un mal humano, que no tiene nada de diabólico. Y, efectivamente, en ese sentido recoge Hannah Arendt la expresión años después. En 1935 Jaspers no excluía la posibilidad de que lo diabólico se hubiera encarnado en algunos líderes nazis y sus cómplices inmediatos. Lo diabólico, o sea, el «mal absoluto». Estamos en 1935, en los orígenes del horror. Pero cuando Jaspers vuelve sobre esta cuestión diez años después, en 1945-1946, el Holocausto ha ocurrido y se sabe mucho más al respecto. El tema de la culpa ha pasado a primer plano. Precisa entonces que, al emplear la expresión kantiana «mal radical», él mismo no se refería a los líderes nazis y a sus cómplices inmediatos sino a quienes se les sometieron y pervirtieron su voluntad al invertir la jerarquía entre máxima moral e impulso natural de satisfacción de los propios deseos de una supuesta felicidad (que es, tal cual, el concepto kantiano).
Que la diferencia entre «mal absoluto» (tal vez aplicable a los líderes nazis) y «mal radical» (aplicable a quienes se sometieron) no acaba de estar clara lo prueba la correspondencia entre Jaspers y Arendt entre 1946 y 1952. Volvamos a lo que Arendt escribe a Jaspers cuando recibe Die Schuldfrage, en agosto de 1946: «La definición que usted hace de la política nazi como crimen (o culpa criminal) me parece cuestionable. Los crímenes nazis, en mi opinión, hacen estallar los límites de la ley. Y ahí precisamente radica su monstruosidad. Para estos crímenes no hay un castigo que sea lo bastante severo […] Es decir, que su culpa, a diferencia de todas las culpas criminales, rebasa y hace añicos cualquier sistema de leyes».
Si yo leo bien, la ley de que aquí se habla no es la ley moral (las máximas morales en el sentido kantiano) sino la ley penal, la ley en sentido jurídico. Quizás por ese deslizamiento Jaspers contesta unos meses después: «Usted dice que lo que hicieron los nazis no se puede entender como un «crimen». No me siento muy cómodo con ese punto de vista porque una culpa que transcienda toda culpa criminal [penal] inevitablemente tiene una veta de «grandeza», de grandeza satánica, que es para mí tan inapropiada como toda la charla sobre el elemento «demoníaco» de Hitler y esas cosas». Jaspers está discutiendo con Arendt y probablemente consigo mismo (con su posición de 1935). Pero aún más interesante es lo que sigue: «Me parece que tenemos que entender esos fenómenos en su trivialidad, en su trivialidad prosaica, porque eso es lo que los caracteriza realmente».
Ahí está el origen del paso del «mal radical» a la «trivialidad del mal».
Pero la prueba definitiva de que Hannah Arendt no ha estado empleando la expresión «mal radical» propiamente en el sentido kantiano está en una carta que escribe a Jaspers en 1951, justo cuando estaba terminando Los orígenes del totalitarismo. Allí dice lo siguiente: «El mal ha demostrado ser más radical de lo que se esperaba. En términos objetivos, los crímenes modernos no están previstos en los Diez Mandamientos. Dicho de otro modo: la tradición occidental sufre la idea preconcebida de que las cosas más malvadas que los seres humanos pueden cometer nacen del vicio del egoísmo (tradición que seguramente incluye al Kant del «mal radical»). Y sin embargo sabemos que las mayores maldades, o el mal radical, ya no tienen nada que ver con esas motivaciones pecaminosas y humanamente comprensibles. No sé qué es realmente el mal radical, pero me parece que tiene que ver de alguna manera con el siguiente fenómeno: hacer que los seres humanos sean superfluos como seres humanos (no usarlos como un medio para conseguir algo, lo cual deja intacta su esencia como seres humanos y solamente incide en su dignidad humana, sino hacerlos superfluos como seres humanos). Esto sucede tan pronto como toda impredecibilidad -que en los seres humanos es equivalente de la espontaneidad- queda eliminada. Todo esto deriva de, o acompaña a, la ilusión de omnipotencia (y no solamente al ansia de poder) de un individuo en concreto […] La omnipotencia de un individuo concreto haría que los hombres fueran superfluos».
V. Ya esto lleva al otro tema, el de la culpa y la responsabilidad. Para abordarlo hay que distinguir entre el plano moral, el plano jurídico o legal y el plano metafísico. Como ya he dicho, Hannah Arendt ha seguido de cerca en esto el punto de vista de Jaspers, aunque no siempre ha distinguido con claridad entre estos planos. Para precisar más al respecto hay que tener en cuenta que Jaspers, además de considerar la culpa penal, moral y política ha dado mucha importancia a lo que llama «culpa metafísica».
La noción jasperiana de culpa metafísica se puede interpretar como una consecuencia radical de la noción agustiniana de la caritas. Puesto que el ser humano está obligado a ayudar al otro, a los otros, por el principio de solidaridad universal según el cual hay que amar al prójimo como a uno mismo, cuando, aunque sea por omisión, niega esta ayuda, se hace cómplice o corresponsable de los crímenes e injusticias del mundo. Esta derivación radical del principio de solidaridad viene de la conciencia de dos hechos nuevos, ambos relacionados con el Holocausto. En primer lugar, el mal (el crimen) se ha hecho extremo: la generalización de las deportaciones y del exterminio. El segundo lugar, el prójimo no es ya sólo el ser humano próximo (familiares, parientes, amigos), sino que es un prójimo lejano (o relativamente lejano). El primero de esos hechos obligaría a jugarse la propia vida en la ayuda aun a sabiendas de la más que probable inutilidad de las consecuencias del acto. El segundo de esos hechos amplía y hasta casi universaliza nuestra obligación de solidaridad con el prójimo.
La «culpa metafísica» inherente a la omisión o pasividad ante los crímenes es más radical, más de base, que la culpa moral por lo siguiente: «La moral es siempre determinada por fines intramundanos. Moralmente no existe ninguna obligación de sacrificar la vida cuando se sabe con certeza que con ello no se logra nada. Moralmente existe la obligación de arriesgarse pero no la obligación de elegir un fracaso cierto». A pesar de lo cual, Jaspers mantiene que «la culpa metafísica sigue siendo una exigencia inextinguible que se da cuando ya ha cesado la obligación moralmente sensata».
Comparto en este punto la opinión de Garzón Valdés: aceptado el principio de solidaridad universal, resulta difícil aceptar también que exista algo así como una culpa metafísica derivada de una exigencia inextinguible que estaría por debajo de la obligación moral propiamente dicha. Se podría añadir, tal vez, que la universalización del principio de la solidaridad universal, en situaciones extremas como las que aquí se tratan, enaltece conductas como, por ejemplo, la de Simone Weil dejándose morir en Londres por solidaridad con prójimos lejanos, pero que la omisión, en esas mismas circunstancias, no genera culpa propiamente dicha, en la medida misma en que, como reconoce el propio Jaspers, «ha cesado la obligación moralmente sensata». Dicho con otras palabras: puede haber algo así como «una exigencia inextinguible» propia de los «bien nacidos» que esté por debajo de la obligación moral, pero eso no implicaría la ampliación de la noción de «culpa» hasta incluir en ella al «buen samaritano» que sabe con certeza que con arriesgar la vida en esas circunstancias no se logra nada.
Es verdad, sin embargo, que en el tratamiento por Jaspers de la «culpa metafísica» hay dos expresiones que habría que discutir más pormenorizadamente. Una es: saber con certeza que con mi acción lo lograré nada. La otra es: cese de la obligación moralmente sensata. No veo que en situaciones como las aludidas aquí el ser humano pueda llegar a saber con certeza si su acción será completamente inútil. Es posible que esa creencia, que no saber, haya estado precisamente en el origen de mucha pasividad. Como es posible que un cálculo demasiado rápido de probabilidades conduzca a declarar «sensata» la creencia de que, en este caso, la obligación moral ha cesado.
Aunque institucionalmente los otros ámbitos se mantienen separados, en la vida práctica de las sociedades modernas los ámbitos moral, penal y político están siempre íntimamente interrelacionados, de manera que cada uno de ellos remite siempre a los otros. Este es un punto al que apuntaba también Simone Weil en sus últimos escritos. Basta con pensar, por ejemplo, en las controversias actuales sobre el aborto, o sobre la eutanasia, o sobre la clonación, o sobre los alimentos transgénicos, o sobre la desobediencia civil, o sobre la insumisión, etc. En todos esos temas se pasa casi darnos cuenta de la pregunta ética (¿es moralmente lícito?) a la pregunta legal (¿se debe despenalizar o penalizar?). Y de éstas a la pregunta política (¿tiene que ser el Estado, el gobierno, el parlamento, etc., quien decida sobre estas cuestiones? ).
Pero aunque esto es así y aunque es y será difícil ponerse de acuerdo sobre a cuál de estos planos (si al plano ético, al plano jurídico o al plano político) hay que conceder la primacía o hay que considerar más importante, más fundamental, parece intelectualmente sano al menos distinguirlos para saber de qué estamos hablando, qué es lo que realmente estamos discutiendo: si de culpa (moral) o de delito (criminal, penable).
En el asunto que nos ocupa, el del Holocausto, no siempre se distingue bien entre los planos. Convendría profundizar un poco más en esto.
En lo que sigue me voy a quedar en el plano estrictamente moral. Y en éste parece, en principio, que hay poco que discutir. Independientemente de cuál sea la ética personal que se defienda, el Holocausto, la solución final, tiene que ser considerado como una aberración. No hay ética humana que pueda justificar actuaciones así. Pero hay niveles de responsabilidad moral: no es lo mismo la responsabilidad moral de la persona o personas que dan la orden que la responsabilidad moral de la persona o personas que actúa o actúan, como suele decirse, por «obediencia debida». Ni es lo mismo la responsabilidad moral de la persona que actúa por obediencia debida que la responsabilidad moral de la persona que, sabiendo lo que está ocurriendo, se inhibe por pasividad, por miedo a actuar o porque ha llegado al convencimiento de que en ese caso «no hay nada que hacer».
En este plano es en el que hay que discutir dos cuestiones que aparecen en la argumentación de Hannah Arendt.
La primera cuestión es la relacionada con la declaración de Eichmann en el sentido de que siempre actuó de acuerdo con el imperativo moral kantiano. En el plano ético esto tiene que sonar a aberración absoluta porque siempre se ha considerado que el imperativo moral kantiano es el punto más elevado alcanzado por la conciencia moral europea. Tanto que ya en el momento mismo en que tal imperativo fue formulado se adujo que este principio moral era demasiado alto para el hombre normal en su práctica cotidiana (véase, por ejemplo, la broma poética de Schiller titulada «El escrúpulo»). Lo aberrante, por tanto, es que uno de los responsables de uno de los mayores crímenes contra la humanidad diga que lo ha hecho en nombre del más alto de los principios morales elaborado por la ética occidental. Esto saca de quicio a cualquiera. Pero Hannah Arendt intenta comprender, intenta entender por qué alguien puede llegar a una aberración así en un país en el que, efectivamente, la ética kantiana se enseña en las escuelas2.
La segunda cuestión, en este mismo plano, pero íntimamente relacionada con la primera, es la de la culpa colectiva. Para empezar podemos preguntarnos: ¿Hay responsabilidades morales colectivas? ¿No es la responsabilidad moral siempre personal e intransferible? ¿No se está cambiando ya de plano, pasando, esto es, al plano político, cuando hablamos de culpa o responsabilidad colectiva? Son muchos los autores que niegan que pueda hablarse con propiedad de culpa colectiva. Pero sobre este punto quisiera hacer todavía dos aclaraciones:
1ª. El tema de la culpa colectiva tiene una importancia distinta en el marco de una ética cristiana (o judeo-cristiana) que el marco de una ética laica agnóstica, no religiosa. Es un tema que está ya en el origen mismo del judaísmo: el carácter colectivo de la culpa es algo que está ya en la idea misma del pecado original y en la idea del pueblo elegido. Y reaparece en momentos de crisis histórica incluso en el caso de una ética laica, agnóstica, no-religiosa pero culturalmente cristiana (es decir, culturalmente formada en el cristianismo). Además, es un tema que enlaza bien con el planteamiento inicial de la otra tradición conformadora de las éticas occidentales, la platónica. Hay que recordar a este respecto que, en la Apología de Sócrates, cuando plantea el tema de la responsabilidad o de la culpa por la condena y muerte de Sócrates, Platón no se ha referido sólo a las personas responsables directas de la acusación y muerte de Sócrates, sino a la ciudad de Atenas. Y eso está en el origen mismo de la ética y de la filosofía política occidental. Como está en el origen mismo del cristianismo la acusación por la responsabilidad colectiva de la muerte de Cristo: Jerusalén (hasta el punto de que la autoridad del momento y del lugar, Poncio Pilatos, según los Evangelios, se limita a lavarse las manos en el asunto).
En el primer caso, el de la responsabilidad colectiva por la muerte de Sócrates (un crimen legal, una injusticia) la responsabilidad colectiva, según Platón, es ético-política; en el segundo caso, el de la responsabilidad colectiva por la muerte de Cristo, la culpa es preferentemente moral (tanto que casi se exculpa o exime de responsabilidad a la autoridad política romana).
Desde este perspectiva (y no hay que olvidar que Hannah Arendt es una judía que, además, ha sido sionista en algún momento de su vida) se comprende bien que el tema de la culpa o responsabilidad moral colectiva haya tenido tanta importancia al tratar del tema del Holocausto, pues en él, además, la víctima no es uno (Sócrates o Cristo) sino toda una colectividad (aunque no sólo ni exclusivamente judía).
2ª. Cuando, a propósito del Holocausto, se habla de «culpa colectiva» se están juntando, por tanto, una vez más dos tradiciones culturales: la judeo-cristiana y la platónica. Una ética laica que no se sienta vinculada a ninguna de estas dos corrientes culturales tiene que tratar, sin embargo, de seguir distinguiendo. Responsabilidad moral «colectiva» no puede querer decir para ella responsabilidad moral de todo un pueblo (como en el caso del judaísmo-cristianismo) o responsabilidad moral de toda una ciudad (como en el caso de la Atenas de la época de Sócrates). La «culpa» moral, desde este punto de vista laico, no se puede atribuir sin distinción a todo un pueblo, a «los alemanes» en general. Entre otras razones porque muchas de las propias víctimas se consideraban más alemanes que judíos o más cosmopolitas que judíos y porque, además, hubo una minoría de alemanes que denunciaron lo que estaba ocurriendo y una parte de la población alemana que nunca llegó a saber realmente lo que estaba ocurriendo.
Una primera especificación, pues, de «culpa colectiva» sería atribuirla a gran parte del pueblo alemán o a su mayoría. Pero hay una segunda especificación que conviene hacer y que es muy importante para entender por qué este asunto de la «culpa colectiva» ha tomado la dimensión que tiene. Esa especificación no se refiere ya a la acusación moral, sino al sentimiento moral de culpa como colectividad, es decir, al sentimiento de culpa individual pero compartido con otros muchos, por formar parte de una sociedad, de una comunidad en la que ha podido ocurrir tal cosa, aunque uno no llegara a actuar o ni siquiera a saber lo que estaba ocurriendo. Este sentimiento de culpa colectiva puede ser incluso retrospectivo, intergeneracional, afecta incluso a quienes no vivieron los hechos. Y se explica tal vez por el mismo mecanismo psicológico que, en el plano individual, nos hace sentirnos moralmente culpables cuando un pariente, amigo o amante próximo se suicida. Nadie le está pidiendo a uno responsabilidades legales en este caso, pero queda el hecho de lo que llamamos «mala conciencia», el hecho, esto es, de que muchas personas se atormentan con el pensamiento de que tal cosa no habría llegado a ocurrir si los próximos nos hubiéramos comportado de otra manera. La pregunta es: ¿es tan mala como se dice a veces la «mala conciencia»?
Referencias
- Arendt, Los orígenes del totalitarismo (1951). Alianza, Madrid, 1987.
- Arendt, Eichmann en Jerusalén (1963). Lumen, Barcelona, 1967 [2ª edición, 1999].
- Arendt, De la historia a la acción (artículos de 1953-1971). Paidós, Barcelona, 1995.
- Arendt, La vida del espíritu [póstuma]. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid, 1984.
- Arendt a Mary McCarthy en Correspondencia. Editorial Lumen, Barcelona, 1998.
- Arendt a G. Scholem, en H.A. Ebraismo e modernità. Feltrinelli, Milán, 1998.
- J. Bernstein, «¿Cambió Hannah Arendt de opinión? Del mal radical a la banalidad del mal», en F. Birulés (Comp.), Hannah Arendt. El orgullo de pensar. Gedisa, Barcelona, 2000.
Karl Jaspers, El problema de la culpa [1945-1946]. Introducción de Ernesto Garzón Valdés. Paidós, Barcelona, 1998.
Léon Poliakov, Le procès de Jérusalem. Juger Adof Eichmann. Calmann-Levy, París, 1963.
Notas
1 Léon Poliakov aporta mucha documentación sobre los antecedentes y el juicio mismo en Le procès de Jérusalem. Juger Adof Eichmann. Calmann-Levy, París, 1963 (reedición 1999), un libro que fue escrito casi al mismo tiempo que el de Arendt. La comparación entre los dos libros es interesante.
2 Por cierto no es la primera vez que se aborda en alemán la contradicción entre las declaraciones formales en favor de la ética kantiana y el horror de la realidad. Karl Kraus lo hizo sarcásticamente, refiriéndose a las declaraciones de los dirigentes alemanes durante la primera guerra mundial, en Los últimos días de la humanidad.
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