Un punto de encuentro para las alternativas sociales

El Yo nonato

Miguel Candel

Filosofa, que algo queda

Las constantes y sectarias apelaciones rituales a la llamada «memoria histórica» en un país que cada vez se parece más al «monte del olvido» (con sus correspondientes «cruces» por los «amores que han muerto») le llevan a uno a pensar que se trata más bien de una «memoria histérica» llena de ruido y de furia, como todas las historias contadas por idiotas (pero desprovista, desde luego, de cualquier atisbo de la maestría literaria de William alguno, sea su apellido Shakespeare o Faulkner).

Y es que la memoria está hecha de partículas disueltas o en suspensión en el fluido de la experiencia, partículas que necesitan tiempo para precipitar y sedimentarse en el fondo de la conciencia. Cosa imposible si ésta se ve continuamente agitada por corrientes de (des)información cuyo carácter efímero no debilita, sino que refuerza el efecto perturbador del pensamiento y el borrado de sus contenidos. La memoria colectiva es un disco duro sometido a constante formateo. De ahí la importancia de estar también constantemente creando «copias de seguridad» individuales.

Pues bien, una de las últimas andanadas de agitación (des)informativa parece haber sido la siguiente iniciativa surgida de ciertos sectores de la galaxia mal llamada «feminismos» (en plural, faltaría más, para evitar supuestos dogmatismos excluyentes): la exigencia de inscripción en el registro civil de los nacidos no vivos o nonatos.

Como era de esperar, dicha iniciativa ha desatado la consabida galerna de reacciones a favor y en contra tan del gusto de los medios de (des)información y de los gestores de redes sociales.

Pero uno, fiel a su principio de no quedarse en la espuma de las olas «mediáticas», sino explorar el fondo sobre el que se generan, eso que siempre está ahí, sople el viento que sople, piensa que iniciativas como ésa no hacen sino poner en evidencia la existencia de serios problemas filosóficos no resueltos (y probablemente irresolubles y, sin embargo, necesariamente planteables) en relación con la naturaleza humana.

De entrada, y como repaso de la génesis y evolución del mentado pluriconcepto «feminismos», debo recomendar encarecidamente la lectura del instructivo artículo de José Manuel Pérez García «Del rosa al amarillo», recientemente publicado en la revista digital Crónica Política (https://www.cronica-politica.es/del-rosa-al-amarillo/). Hitos clave en la evolución que ha llevado al feminismo, desde la ya clásica lucha por la igualdad y la no discriminación entre varones y mujeres como seres humanos de igual dignidad, a la disolución del concepto mismo de mujer (y, correlativamente, del de varón) son las figuras de dos filósofas medianamente notables: Simone de Beauvoir, fuerte personalidad capaz de proyectar luz propia sin despegarse de la sombra de Jean-Paul Sartre, y Judith Butler, organismo gestante intelectual de la teoría queer. De la lectura del mencionado artículo y de la bibliografía en él citada alguien que se dejara llevar por inveterados prejuicios conservadores podría concluir y exclamar, en tono malicioso, que en las más recientes teorías negacionistas del sexo ha encontrado el feminismo radical la horma de su zapato… Pero vade retro: retomemos el más aséptico planteamiento filosófico, único del que cabe esperar que, como dice el título mismo de esta sección de El Viejo Topo, quede algo que aprender.

Veamos: que todo lo que existe es algo ¿quién lo podría negar? Si usted puede concebir una existencia sin contenido ninguno, una manera de existir que consista en no ser nada, avise, por favor: es posible que en el mundo anglosajón exista, para quien logre presentar un ejemplo convincente de ese tipo de existencia, algún premio (financiado seguramente por algún excéntrico lord venido a más gracias al comercio de armas con Ucrania o de vacunas anti-Covid con América Latina). Al fin y al cabo, en la más gloriosa literatura inglesa se presenta la disyuntiva entre ser y no ser como una elección entre dos posibilidades igualmente reales (o eso parece desprenderse del famoso monólogo de Hamlet). Y hasta hay quien en esta esfera idiomática nuestra, aprovechando con su pequeña dosis de oportunismo la conocida frase hamletiana, se ha permitido titular uno de sus últimos libros así: Ser y no ser;i mudando, eso sí, la disyuntiva en copulativa, pues el autor no cree que, nos pongamos como nos pongamos, podamos «escapar del ser», por muy insoportable que nos resulte su levedad (levedad que, al fin y al cabo, según la mecánica aristotélica, no sería ausencia de peso, sino peso de sentido contrario a la gravedad).

En definitiva, todo lo que existe es algo. Todos los nacidos, vivos o no vivos, existen (estar vivo no es la única manera de existir, aunque el fenomenismo-narcisismo imperante tienda a sostener lo contrario). Luego todos los nacidos son algo. Muy bien. Entonces ¿por qué no registrarlos con un nombre y con los apellidos de sus progenitores? Pues por varias razones.

Primera: que todo lo existente sea algo no excluye la diferencia entre unos existentes y otros. Decir, como dijo Heráclito, πάντα ἕν («todo es uno») es, mutatis mutandis, como afirmar que existen bosques, cosa que no excluye en absoluto, sino que implica, la complementaria afirmación de que los bosques están formados por múltiples árboles distintos unos de otros. O sea que equiparar sin más un cuerpo humano inanimado con otro dotado de vida, por más semejanzas morfológicas y anatómicas que haya entre ellos, es un error conceptual de peso (y grave, no leve).

Segunda: el registro civil no es un cuaderno de notas donde cada uno apunta lo que le pasa por la cabeza. Es un archivo de documentos oficiales (es decir, reconocidos por el poder político establecido y de obligado reconocimiento para la sociedad en su conjunto) cuyas anotaciones, por tanto, no son anécdotas sin trascendencia cuya entidad se reduce a una serie de manchas de tinta sobre un papel o a una pauta de circulación de electrones en una serie de circuitos impresos. Por el contrario, su ser consiste en tener ciertos efectos jurídicos, es decir, generar diversos derechos y obligaciones.

Entonces, en el caso que nos ocupa: ¿qué derechos ―y qué correlativas obligaciones sociales― cabe atribuir a un cuerpo sin vida que, para colmo, y a diferencia de los difuntos propiamente dichos, no ha llegado nunca a vivir en sociedad? Otra cosa es que se le trate con respeto y no se le utilice como «materia prima» de nada, al «modo Auschwitz», por ejemplo.

Pero claro, como el sujeto moderno medio, troquelado por decenios de liberalismo negador de casi todas las libertades positivas (en el sentido que le da Isaiah Berlin a ese término), ha acabado interiorizando que es más fácil volar con la fantasía en compañía de los pájaros azules que habitan «en algún lugar por encima del arco iris» que disponer realmente del suelo que uno pisa, necesita consolarse con todo tipo de ensueños. (Y que conste que me encanta El mago de Oz ―que tiene más miga moral y social de lo que parece― y que adoro a Judy Garland, quien además de cantar como los ángeles era una demócrata de pies a cabeza.)

Así, pues, resulta que mientras se restringen los derechos sociales de los vivos (y enterrar o incinerar a los muertos cuesta un ojo de la cara), hay quien pretende dar derechos a los nonatos. Mientras la sanidad pública sigue sin cubrir la mayoría de los cuidados dentales (de los que precisa el 90% de la población), va a cubrir los cambios de sexo. Y así sucesivamente…

Pero, como se dice más arriba, subyace a toda esa confusión un grave déficit de racionalidad en la visión del mundo, de la sociedad y del individuo que los agentes culturales públicos y privados difunden y fomentan. Y ese déficit no se cubre con cuatro citas de sabios, de ésas que solían hallarse al pie o al dorso de las hojas de los antiguos calendarios de «taco». La anterior referencia a Ser y no ser no era mero oportunismo (ni mera promoción de la empresa editora de esta revista). Venía a cuento porque, como reza el subtítulo de ese libro, es necesario combatir el narcisismo de la cultura dominante si esta sociedad no quiere ahogarse, como el Narciso del mito, en la charca de la autocomplacencia que el «espíritu del capitalismo» ha convertido en océano universal.

Puede parecer que la ilación entre la negación de la verdadera naturaleza de nuestro Yo (que en eso consiste, como aclararé enseguida, el narcisismo) y la rampante crisis civilizatoria (es decir, moral, intelectual, social, política, económica, ecológica…) es demasiado indirecta o larga como para que valga la pena seguir esos pasos desde el principio. ¿No sería mejor tomar algún atajo? Bien, lo uno no quita lo otro. Las alteraciones que están en trance de producirse en el sistema político-económico vigente a escala mundial como consecuencia de la guerra de Ucrania (o mejor, de las tensiones que se han manifestado a través de dicha guerra pero que venían acumulándose desde hace años) son probablemente uno de esos atajos.

Pero alguien tiene que hacer el otro trabajo, lento y oscuro, alejado de los focos de la sociedad del espectáculo. El trabajo de ir a las raíces de esta cultura y ver qué sustancias tóxicas está absorbiendo, que irregularidades del terreno la desvían y tuercen y cómo se podría corregir todo eso. Trabajo, en último término, de filósofos, pero llevado hasta las últimas consecuencias, pues más perniciosa que la ignorancia es la reflexión a medias.

Y ya que el detonante de esta reflexión ha sido la esperpéntica propuesta de registrar oficialmente a los nonatos, concluiré el texto con la siguiente tesis, a modo de planteamiento de una cuestión que habremos de desarrollar en entregas posteriores:

Nuestro verdadero Yo es un principio de nuestro ser que sólo indirectamente se manifiesta en el mundo (no sólo para los demás, sino sobre todo para nosotros mismos). Es, por así decir, un Yo «nonato» (en sentido estricto de «no nacido», no como «nacido muerto»). El funesto error de Narciso antes aludido consiste, ni más ni menos, en confundir la propia imagen con ese auténtico Yo; independientemente de si, como Narciso, se enamora uno de esa imagen o si, como ocurre aún más a menudo, acaba uno odiándola y ―en virtud de una errónea inferencia― odiándose a sí mismo.

i Miguel Candel, Ser y no ser. Crítica de la razón narcisista, Vilassar de Dalt, Montesinos, 2018.

Publicado en El Viejo Topo, octubre de 2023.

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