Crisis irresoluble
Christoph N. Vogel
Mientras el mundo está preocupado por Gaza y Ucrania, las guerras en el este de la RDC están entrando en su cuarta y quizás más peligrosa década, con el riesgo de una importante escalada regional. El conflicto, en el que actualmente participan un centenar de grupos armados diferentes, ha matado y desplazado a millones de personas a lo largo de los años. Desde 2021 ha entrado en una nueva fase, marcada por el resurgimiento de una organización rebelde conocida como el movimiento del 23 de marzo. Empresas de seguridad privadas y Estados vecinos se han unido a la refriega, y el difuso abanico de beligerantes se ha galvanizado en torno a dos frentes claros: uno alineado con el gobierno congoleño, el otro con el M23. La situación se deteriora día a día, y las perspectivas de paz son lejanas.
La violencia empezó en serio hacia 1993, cuando Zaire –el Estado que precedió a la RDC– perdió la capacidad de contener la política de identidad que había cultivado durante las tres décadas anteriores. Mobutu, aliado incondicional de Occidente durante sus 32 años de reinado, había intentado dividir y gobernar aprovechando las antiguas tensiones entre comunidades. Las migraciones forzosas, las fronteras arbitrarias y los pogromos étnicos de la época colonial proporcionaron un terreno fértil para esta estrategia, que a menudo tenía como objetivo a la población de habla kinyarwanda del este de la RDC. En 1994, el genocidio contra los tutsis en Ruanda provocó que millones de hutus –tanto civiles como perpetradores– cruzaran al Zaire. El Frente Patriótico Ruandés, el grupo que pronto se haría con el gobierno central de Ruanda, persiguió a los genocidas hasta la provincia de Kivu Norte de la RDC, y el conflicto se extendió rápidamente por el este del país.
Entre 1996 y 2003, se desencadenaron dos guerras devastadoras bajo la mirada de una comunidad internacional que había permanecido impasible durante el genocidio ruandés y que ahora estaba consumida por conflictos posteriores a la Guerra Fría, desde Somalia hasta Yugoslavia. En la «Guerra de Liberación» de 1996-7, el veterano insurgente Laurent-Désiré Kabila derrocó a Mobutu y tomó el poder mediante una rebelión apoyada por Ruanda y Uganda. La «Segunda Guerra del Congo» estalló en 1998 tras la ruptura de Kabila con sus aliados ruandeses y ugandeses, que a su vez apoyaron otra campaña rebelde contra su gobierno. Esta vez, las antiguas fuerzas genocidas ruandesas, que pronto se conocieron como FDLR, prestaron apoyo armado a Kabila. Numerosos países africanos apoyaron a uno u otro bando.
Joseph Kabila se convirtió en presidente tras el asesinato de su padre en 2001, y tres años después puso fin oficialmente a la guerra, firmando acuerdos de paz con las fuerzas rebeldes nacionales y con el gobierno ruandés. Sin embargo, en 2005, el general renegado del ejército Laurent Nkunda organizó una nueva rebelión contra la administración de Kinshasa. Esto concluyó con otro acuerdo entre la RDC y Ruanda, que acordaron acabar con Nkunda y lanzar operaciones conjuntas contra las FDLR. El líder rebelde fue detenido y sus fuerzas se integraron en el ejército congoleño junto con otros grupos armados. Pero la entente regional no duró mucho.
Tras las elecciones de 2011 en la RDC, en las que el joven Kabila fue reelegido en unos reñidos comicios, un grupo de oficiales congoleños de habla kinyarwanda y antiguos partisanos de la rebelión apoyada por Ruanda desertaron del ejército y crearon el M23. Ayudado por Ruanda y Uganda, el grupo conquistó brevemente la ciudad de Goma a finales de 2012. Un año después, el ejército congoleño obligó al M23 a exiliarse con la ayuda de la ONU. Pero las posteriores negociaciones de paz fracasaron, y los restos del grupo regresaron al este de la RDC a principios de 2017, escondiéndose entre volcanes cerca de la frontera oriental. Durante esos años, otros grupos armados se fragmentaron y multiplicaron. Aunque resultaron mortíferos para la población civil, permanecieron demasiado dispersos y periféricos como para provocar una gran preocupación internacional.
A pesar de las pruebas de fraude a gran escala, las elecciones generales de diciembre de 2018 efectuaron el primer traspaso de poder pacífico en la historia congoleña posterior a la independencia. Kabila, de quien se creía que aspiraba a un tercer mandato inconstitucional antes de aceptar finalmente celebrar los comicios, fue sucedido por Félix Tshisekedi, hijo de un histórico líder de la oposición y primer presidente desde la década de 1960 sin vínculos con el ejército o la rebelión. Diplomáticos y periodistas predijeron un cambio político duradero. Sin embargo, en los últimos cinco años, la mayoría de las reformas democráticas y económicas del gobierno se han estancado, y la promesa de Tshisekedi de «humanizar« las fuerzas de seguridad sigue sin cumplirse, en medio de continuos abusos contra defensores de los derechos humanos y periodistas.
Inicialmente, Tshisekedi supervisó un periodo de distensión con Ruanda, con momentos altamente simbólicos como un apretón de manos ampliamente publicitado entre Tshisekedi y el presidente ruandés Paul Kagame en diciembre de 2019, y una reunión solemne en la frontera tras una erupción del volcán Nyiragongo en mayo de 2021. Bajo el mandato de Tshisekedi, el gobierno congoleño empezó a trabajar en varios acuerdos políticos, económicos y militares con sus vecinos orientales y se unió a la Comunidad de África Oriental. La RDC estableció acuerdos militares con Bujumbura, formalizando años de presencia no oficial del ejército de Burundi en su territorio, y con Kampala, lo que llevó al despliegue del ejército ugandés en la región de Beni, donde el ADF, un grupo insurgente de origen ugandés vinculado al ISIS, había sido el centro de la violencia a gran escala desde 2014.
La RDC también consiguió acuerdos mutuamente prometedores con Ruanda, pero las tensas relaciones con Burundi y Uganda –cuyas operaciones militares en la RDC parecían implicar zonas estratégicas y sensibles para Kigali– complicaron la ecuación regional. Una alianza militar informal entre Kigali y Kinshasa que había tenido como objetivo escondites de las FDLR entre 2015 y 2020 se interrumpió por razones que siguen siendo opacas. Al mismo tiempo, se rompieron las negociaciones entre Kinshasa y el M23. La RDC estableció el gobierno marcial en Kivu del Norte e Ituri, y anunció un nuevo programa de desmovilización dirigido a los rebeldes.
Esto, junto con el abrupto fin de los lazos informales que habían sustentado la breve luna de miel entre Kigali y Kinshasa, ayudó a arreglar la relación entre Ruanda y el M23 (que había sido incómoda desde la detención de Nkunda). A finales de 2021, Ruanda reanudó su apoyo al M23, que comenzó a atacar posiciones del ejército congoleño. La RDC recurrió a la fórmula ya probada de subcontratar a otros grupos armados, en particular las FDLR. Los combates se intensificaron a principios de 2022, cuando el M23 obtuvo una serie de victorias en el campo de batalla y amplió su control territorial en las zonas situadas al norte de la ciudad de Goma.
Tanto la RDC como Ruanda decidieron optar por la escalada militar en lugar de la diplomacia. Mientras Kigali enviaba tropas para luchar junto al M23, Kinshasa reunía a una serie de grupos armados conocidos como wazalendo y contrataba a empresas militares privadas para combatir a los rebeldes. Todas las partes del conflicto están invirtiendo ahora en armamento sofisticado, como drones, misiles tierra-aire ruandeses disparados desde territorio controlado por el M23 y rifles de asalto de alta gama que la RDC entrega a sus fuerzas interpuestas. El ejército congoleño ha empezado a integrar soldados burundeses en sus filas, mientras que Uganda –a pesar de llevar a cabo operaciones conjuntas con la RDC contra las ADF– ha sido acusada de facilitar apoyo al M23 a lo largo de la frontera congoleña.
Para Kinshasa, el regreso del M23 era la prueba de que Ruanda nunca se había tomado en serio la paz. La RDC enmarca el conflicto como el resultado de la intervención de Ruanda, denunciando al M23 como una marioneta extranjera dado que su liderazgo es predominantemente de habla kinyarwanda. Para Ruanda, sin embargo, la renovada cooperación de la RDC con las FDLR sugiere que no está interesada en mejorar la seguridad regional. Ruanda ha denunciado lo que considera una limpieza étnica de los congoleños de habla kinyaruanda, presentando la violencia como el resultado de la discriminación del gobierno contra sus poblaciones banyamulenge, tutsi y hema. De este modo, ambas partes asumen diferentes jerarquías del sufrimiento, privilegiando a las víctimas de la violencia del M23 o a la población de habla kinyarwanda.
Esta polarización política ha creado un entorno discursivo cada vez más hostil, que se refleja en la guerra de palabras que se libra tanto en los medios de comunicación tradicionales como en los nuevos. Durante la primera guerra del M23, humanitarios, periodistas e investigadores pudieron cruzar las líneas del frente y trabajar en distintos bandos del conflicto. Desde la década de 1990, siempre ha habido voces moderadas entre la población de la RDC, que se sienten víctimas de la mala gobernanza y la política étnica divisiva de Kinshasa y de las ambiciones de Ruanda de reclamar Kivu Norte como su patio trasero. Siempre han intentado resistirse a la polarización étnica del conflicto (con mayor o menor éxito). Hoy en día, sin embargo, los «spin doctors», trolls y agitadores de ambos extremos del espectro difaman a sus críticos tachándolos de aliados de los genocidas de las FDLR o de marionetas de Ruanda, reduciendo el espacio para el debate no partidista. Los intentos de mantener un mínimo de cohesión social están gravemente amenazados.
Mientras tanto, las estructuras subyacentes del conflicto –incluidos los legados de la dominación colonial racista, la política de divide y vencerás de la era poscolonial y las heridas de las guerras de la década de 1990– permanecen intactas. Los conflictos locales por el acceso a la tierra y los recursos, así como por el poder político, se están complicando por las actividades de las empresas mineras extranjeras que codician los minerales de exportación. A lo largo de las décadas, los desplazamientos masivos no sólo han devastado la agricultura del este de la RDC; también han creado una creciente mano de obra para la minería informal y el reclutamiento en grupos armados, lo que ha alterado el tejido social y económico de la región. El conflicto ha adquirido ahora su propia lógica de autoperpetuación, ya que la militarización y la violencia se han convertido en los modos dominantes de la vida socioeconómica. La intervención internacional ha sido cómplice de esta transformación. Durante la rebelión de 2005 a 2009, la frase « sin Nkunda, no hay trabajo» se convirtió en un lugar común, lo que sugería que los trabajadores de la ONU y las organizaciones humanitarias estaban instrumentalizando la guerra para asegurarse contratos lucrativos y rentas mineras en lugar de presionar por un acuerdo de paz.
Una y otra vez, los actores externos han fracasado a la hora de contener la escalada. La misión de mantenimiento de la paz de la ONU, desplegada en 1999, se ha visto reducida gradualmente a un aliado políticamente marginal del ejército congoleño. Recientemente ha comenzado a replegarse ante el descontento popular y las acusaciones de estar compinchada con las FDLR, a las que está indirectamente vinculada por su apoyo a Kinshasa. Las fuerzas de paz de la Comunidad de África Oriental, por su parte, pasaron casi un año supervisando un alto el fuego inestable en 2023 antes de ser destituidas por Kinshasa por no combatir al M23. Ahora, una fuerza regional entrante, bajo los auspicios de la Comunidad para el Desarrollo del África Meridional, es considerada hostil y partidista tanto por el M23 como por Ruanda. Es poco probable que le vaya mejor que a sus predecesores.
Dos importantes iniciativas de paz africanas –el proceso de paz de Nairobi, que reunió a los grupos armados congoleños excepto el M23; y la hoja de ruta de Luanda, patrocinada por la Unión Africana y destinada a mediar entre Kigali y Kinshasa– han tenido hasta ahora escasa repercusión. Las conversaciones de Nairobi fueron poco más que una vía para reorganizar a los grupos armados como apoderados del gobierno, mientras que la hoja de ruta de Luanda se convirtió en un foro para que Ruanda y la RDC se acusaran mutuamente de violar compromisos pasados.
Aunque varios países han condenado el apoyo de Ruanda al M23 y sus despliegues militares en la RDC, así como el uso de representantes armados por parte de Kinshasa, el compromiso internacional con la crisis ha sido escaso y errático. Las potencias mundiales siguen considerándola una cuestión marginal. Esto ha alimentado las acusaciones de parcialidad, ya se trate de voces favorables a Ruanda que subrayan la complicidad occidental en el genocidio, o de voces favorables a la RDC que destacan el apoyo anglosajón a las rebeliones respaldadas por Ruanda. El resultado es un resentimiento legítimo y profundamente arraigado hacia Occidente, que se ha visto exacerbado por constantes contratiempos diplomáticos. En febrero de 2024, la UE firmó un memorando de entendimiento sobre comercio sostenible de minerales con Ruanda, acusada desde hace tiempo de beneficiarse de las exportaciones ilegales de minerales del este de la RDC. Tras clamorosas protestas, los europeos dieron marcha atrás y emitieron una declaración en la que trataban de encontrar un equilibrio entre la condena a Ruanda y a la RDC.
Se ha gastado mucha tinta en identificar al principal impulsor del conflicto. Se han gastado millones en ambiciosos programas de paz, a menudo centrados en tropos sobre la «violencia étnica» o la «codicia de recursos», y asumiendo que las distintas partes actúan de acuerdo con lo que los occidentales suponen que son sus «intereses racionales». En la diplomacia, el mundo académico y el activismo, hay teorías contrapuestas sobre a quién culpar: La injerencia ruandesa, los problemas de gobernanza de la RDC, la intervención internacional, las redes comerciales transnacionales, la multiplicidad de grupos armados. Mientras tanto, los intentos de encontrar un equilibrio a la hora de repartir responsabilidades se topan a menudo con acusaciones de equivalencia moral. Los partidarios de Ruanda afirman que, dadas sus raíces en el genocidio, las FDLR no pueden equipararse a ninguno de los otros actores del conflicto; están en una liga moral propia. Los partidarios de Kinshasa argumentan que señalar a las FDLR es una justificación velada de las incursiones de Ruanda en el este de la RDC.
Esto crea una cascada de problemas morales. Para los supervivientes del genocidio ruandés, las FDLR siguen teniendo la misma ideología extremista antitutsi y, por tanto, suponen una amenaza continua. Sin embargo, desde una perspectiva congoleña, las FDLR son una sombra de lo que fueron, que ya no tienen la capacidad de ejercer la violencia en la misma escala, y su presencia se ha convertido ahora en un pretexto para la recurrente agresión ruandesa. Ambas posturas son comprensibles. El objetivo debería ser crear un diálogo entre ellas, pero en las condiciones actuales esto parece casi imposible. Es difícil llegar a un acuerdo incluso sobre los hechos más básicos del conflicto, ya que cada vez se instrumentalizan más para adaptarse a las narrativas de uno u otro bando. El tristemente célebre informe cartográfico de la ONU –un inventario de los crímenes cometidos en el este de la RDC entre 1993 y 2003– es un ejemplo de ello. A lo largo de más de 500 páginas, recopila una extensa lista de abusos cometidos por todas las partes beligerantes, pero a menudo se cita de forma selectiva para asignar la responsabilidad exclusiva a determinados actores y exonerar a otros. Esto ha comprometido los intentos de comprender esta crisis irresoluble, así como los esfuerzos por resolverla.
La ausencia de esfuerzos de paz honestos y la reciente radicalización del conflicto –tanto militar como discursivamente– han dañado el tejido social del este de la RDC. Como muchos me contaron durante una reciente estancia en Kivu Norte, la polarización política se ha agudizado hasta tal punto que cualquier intento de adoptar una postura imparcial se considera un «apoyo al enemigo». Desde este mes, Goma está aislada del resto del país, y el M23 controla amplias zonas de Kivu Norte. El ejército congoleño utiliza a sus representantes para organizar continuas contraofensivas, que provocan nuevos desplazamientos. Los esfuerzos diplomáticos están estancados, ya que cada parte se atrinchera en sus posiciones maximalistas. Kinshasa insiste en la retirada incondicional del M23 y de las tropas ruandesas, mientras que Kigali exige el fin inmediato de la colaboración con las FDLR y advierte contra la intervención exterior. En este contexto, la escalada actual recuerda cada vez más a la agitación y la conflagración regional de los años noventa.
Fuente: Sidecar, 14 de marzo de