El artículo de las luciérnagas
Pier Paolo Pasolini
“La distinción entre fascismo adjetivo y fascismo sustantivo se remonta nada menos que al diario “Il Politecnico”, es decir, a la inmediata posguerra…” Así empieza un escrito de Franco Fortini sobre el fascismo (L’Europeo, 26-12-1974), escrito que, como se suele decir, yo suscribo totalmente, plenamente. Pero no puedo suscribir su tendencioso exordio. En efecto, la distinción entre “fascismos” hecha por Il Politecnico no es ni pertinente ni actual. Esta podía valer todavía hasta hace cerca de una decena de años, cuando el régimen democristiano era todavía la simple y pura continuación del régimen fascista. Pero hace una decena de años, sucedió “algo”. “Algo” que no existía y que no era previsible no sólo en la época del Politecnico, sino ni siquiera un año antes de que sucediera (o aún más, mientras sucedía, como veremos). Por lo tanto, la comparación real entre “fascismos” no puede ser hecha, “cronológicamente”, entre el fascismo fascista y el fascismo democristiano, sino entre el fascismo fascista y el radicalmente, totalmente, imprevisiblemente nuevo que ha nacido de aquel “algo” que ha sucedido hace una década. Porque soy un escritor, y escribo polémicamente, o al menos discuto, con otros escritores, déjeseme dar una definición de carácter poético-literario de aquel fenómeno que ha ocurrido en Italia hace una decena de años. Esto servirá para simplificar y para abreviar nuestro discurso (y probablemente para entenderlo mejor). A inicios de los años ‘60, a causa de la contaminación del aire, y, sobre todo, en el campo, a causa de la contaminación del agua (los ríos azules y los arroyos transparentes) han empezado a desaparecer las luciérnagas. El fenómeno ha sido rápido y fulminante. Después de unos pocos años las luciérnagas ya no estaban más. (Son ahora un recuerdo, bastante desgarrador, del pasado: y un hombre mayor que tenga ese recuerdo, no puede reconocer en los nuevos jóvenes a sí mismo joven, y por lo tanto, no puede proferir aquellas lindas quejas de añoranza de otros tiempos). A ese “algo” que ha sucedido hace una decena de años lo llamaré entonces “la desaparición de las luciérnagas”. El régimen democristiano ha tenido dos fases absolutamente distintas, que no sólo no se pueden confrontar, implicando esto una cierta continuidad, sino que se han convertido incluso en históricamente inconmensurables. La primera fase de ese régimen (como con razón han insistido en llamarlo los radicales) es la que va desde el fin de la guerra a la desaparición de las luciérnagas, la segunda fase es aquella que va desde la desaparición de las luciérnagas hasta hoy.
Analicémoslas de a una por vez.
Antes de la desaparición de las luciérnagas. La continuidad entre fascismo fascista y fascismo democristiano es total y absoluta. No hablaré sobre aquello, que sobre este punto, se decía también entonces, justamente en Il Politecnico con respecto a: la falta de una depuración, la continuidad de los códigos, la violencia policial, el desprecio por la Constitución. Me detengo en lo que después ha contado para una conciencia histórica retrospectiva. La democracia que los antifascistas democristianos oponían a la dictadura fascista era descaradamente formal. Se fundaba en una mayoría absoluta obtenida por medio de votos de grandes estratos de la clase media y de enormes masas campesinas manejadas por el Vaticano. Tal gestión del Vaticano era posible sólo si se fundaba en un régimen totalmente represivo. En ese mundo los “valores” que contaban eran los mismos que para el fascismo: la Iglesia, la patria, la familia, la obediencia, la disciplina, el orden, el ahorro, la moralidad. Tales “valores” (como también durante el fascismo) eran “también reales”, pertenecían a las culturas particulares y concretas que constituían la Italia arcaicamente agrícola y paleo-industrial. Pero en el momento en que eran elevados a “valores” nacionales no podían sino perder toda realidad, y convertirse en atroz, estúpido, represivo conformismo de Estado: el conformismo del poder fascista y democristiano. Provincialismo, grosería e ignorancia, tanto de las élites, a distinto nivel, como de las masas eran iguales, tanto durante el fascismo como durante el primera fase del régimen democristiano. Paradigmas de esta ignorancia eran el pragmatismo y el formalismo del Vaticano. Hoy todo esto resulta claro e indudable, porque entonces se nutrían, por parte de los intelectuales y de los opositores, vanas esperanzas. Se esperaba que todo eso no fuera totalmente verdadero, y que la democracia formal contara de algún modo. Ahora, antes de pasar a la segunda fase, debo dedicar algunas líneas al momento de la transición.
Durante la desaparición de las luciérnagas. En este período la distinción entre los distintos fascismos realizada en Il Politecnico podía todavía funcionar. En efecto, tanto el gran país que se estaba formando dentro del país –es decir la masa obrera y campesina organizada por el PCI– cuanto los intelectuales más avanzados y críticos, no se habían dado cuenta que “las luciérnagas estaban desapareciendo”. Estos estaban bastante bien informados por la sociología (que en aquellos años había puesto en crisis el método de análisis marxista), pero eran informaciones todavía no vividas, experimentadas, en sustancia sólo formales. Ninguno podía sospechar la realidad histórica que sería el inmediato futuro, ni identificar lo que entonces se llamaba “bienestar” con el “desarrollo”que iba a realizar plenamente por primera vez en Italia, el “genocidio” del que hablaba Marx en el Manifiesto.
Después de la desaparición de las luciérnagas. Los “valores”, nacionalizados y, por lo tanto, falsificados, del viejo mundo agrícola y paleo-capitalista, de repente no cuentan más. Iglesia, patria, familia, obediencia, orden, ahorro, moralidad, ya no valen. Y ya no sirven ni siquiera como falsos. Estos “valores” sobreviven en el clérigo-fascismo marginado (también el MSI en sustancia los repudia). Los sustituyen los “valores” de un nuevo tipo de civilización, totalmente “otra” con respecto a la civilización campesina y paleo-industrial. Esta experiencia ha sido hecha con anterioridad por otros Estados, pero en Italia se da de un modo totalmente particular, porque se trata de la primera “unificación” real sufrida por nuestro país, mientras que en los otros países ésta se superpone, con una cierta lógica, a la unificación monárquica y a la ulterior unificación de la revolución burguesa e industrial. El trauma italiano del contacto entre el “arcaísmo” pluralista y la nivelación industrial tiene quizás sólo un único precedente: la Alemania anterior a Hitler. También allí los valores de las diversas culturas particularistas han sido destruidos por la violenta homologación de la industrialización, con la consiguiente formación de aquellas enormes masas, ya no más antiguas (campesinas, artesanas) y aún no modernas (burguesas), que han constituido el salvaje, aberrante, imprevisible cuerpo de las tropas nazis. En Italia está ocurriendo algo similar, e incluso con mayor violencia, porque la industrialización de los años setenta constituye una “mutación” decisiva incluso con respecto a la alemana de hace cincuenta años. Ya no estamos más frente, como todos ya saben, a “tiempos nuevos”, sino a una nueva época de la historia humana: de esas épocas de la historia humana cuyos límites abarcan milenios. Era imposible que los italianos reaccionaran peor de como lo han hecho ante tal trauma histórico. Ellos se han convertido en pocos años (en especial en el centro-sur) en un pueblo degenerado, ridículo, monstruoso, criminal. Sólo basta salir a la calle para advertirlo. Pero, naturalmente, para comprender los cambios en la gente, es necesario amarla. Yo, lamentablemente, a esta gente italiana la había amado: tanto fuera de los esquemas del poder (más aún, en oposición desesperada a ellos), como fuera de los esquemas populistas y humanitarios. Se trataba de un amor real, radicado en mi modo de ser. He visto, por lo tanto, “con mis sentidos”, la acción coercitiva del poder del consumo transformar y deformar la conciencia del pueblo italiano, hasta una degradación irreversible. Esto no había ocurrido durante el fascismo fascista, período en el cual el comportamiento estaba totalmente disociado de la conciencia. En vano el poder “totalitario” iteraba y reiteraba sus imposiciones de comportamiento: a la conciencia no se la podía implicar. Los “modelos” fascistas no eran más que máscaras, que se podían poner y sacar. Cuando el fascismo fascista cayó, todo volvió a ser como antes. Lo mismo sucedió en Portugal: después de cuarenta años de fascismo, el pueblo portugués ha celebrado el primero de mayo como si al último lo hubiese celebrado el año anterior. Es ridículo, entonces, que Fortini retrotraiga la distinción entre un fascismo y el otro a principios de la posguerra. La distinción entre el fascismo fascista y el fascismo de esta segunda fase del poder democristiano no sólo no tiene punto de comparación en nuestra historia, sino probablemente en toda la historia. Sin embargo, yo no escribo este artículo sólo para polemizar sobre este punto, si bien me hubiera gustado. Escribo el presente artículo en realidad por una razón muy diversa, y es la que explicaré a continuación. Todos mis lectores se habrán dado cuenta, sin duda, de un cambio en los jefes democristianos: en pocos meses ellos se han convertido en máscaras fúnebres. Es verdad, ellos continúan manifestando radiosas sonrisas, de una sinceridad increíble. En sus pupilas se condensa una verdadera, beata luz de buen humor, cuando no se trata de la cómplice luz de la ingeniosidad y la picardía; cosa que a los electores les gusta, pareciera, tanto como la plena felicidad. Por otra parte, nuestros jefes continúan impertérritos sus discursos incomprensibles, en los que flotan los flatus vocis de las acostumbradas promesas estereotipadas. En realidad ellos son, en verdad, máscaras. Estoy seguro que, si se levantaran esas máscaras, no se encontraría ni siquiera un montoncito de huesos o de cenizas, allí estaría la nada, el vacío.
La respuesta es simple: hoy en Italia, en realidad, hay un dramático vacío de poder. Pero éste es el punto: no un vacío de poder legislativo o ejecutivo, ni un vacío de poder dirigente, ni, finalmente, un vacío de poder político en cualquier sentido tradicional, sino un vacío de poder en sí mismo. ¿Cómo hemos llegado a este vacío? O mejor, “¿cómo han llegado allí los hombres de poder?”. La respuesta, una vez más, es simple: los hombres de poder democristianos han pasado de la “fase de las luciérnagas” a la “fase de la desaparición de las luciérnagas” sin darse cuenta. Por más que esto pueda parecer próximo a la criminalidad, su inconciencia en este punto ha sido absoluta: no han sospechado mínimamente que el poder, que ellos detentaban y administraban, no sólo estaba sufriendo una evolución “normal”, sino que estaba cambiando radicalmente de naturaleza. Ellos se habían ilusionado de que en su régimen todo sería sustancialmente igual: que, por ejemplo, iban a contar eternamente con el Vaticano, sin darse cuenta de que el poder, que ellos mismos continuaban a detentar y administrar, ya no sabía qué hacer con el Vaticano, como centro de vida campesina, retrógrada, pobre. Ellos se habían ilusionado de poder contar para siempre con un ejército nacionalista (como sus predecesores fascistas), y no veían que el poder, que ellos mismos continuaban detentando y administrando, ya maniobraba para establecer la base de ejércitos nuevos, en cuanto transnacionales, casi policías tecnocráticos. Y los mismo debemos decir con respecto a la familia, constreñida, sin solución de continuidad desde los tiempos del fascismo, al ahorro, a la moralidad, ahora el poder del consumo imponía a ella cambios radicales, hasta hacerle aceptar el divorcio, y por lo tanto, potencialmente, todo el resto, sin límites (o, al menos, hasta los límites consentidos por la permisividad del nuevo poder, peor que totalitario en cuanto violentamente totalizador). Los hombres del poder democristiano han padecido todo este poder, creyendo que lo administraban. No se han dado cuenta que éste era “otra cosa”: inconmensurable, no sólo para ellos, sino para toda una forma de civilización. Como siempre (cfr. Gramsci) sólo en la lengua se han producido síntomas. En la fase de transición –o sea “durante la desaparición de las luciérnagas”– los hombres de poder democristianos han cambiado casi bruscamente el modo de expresarse, adoptando un lenguaje completamente nuevo (por otra parte incomprensible como el latín): especialmente Aldo Moro, es decir (por una enigmática correlación), aquel que aparece como el menos implicado de todos en las cosas horribles que se han organizado desde el ‘69 hasta hoy, con la intención, por ahora lograda formalmente, de conservar como sea el poder. Digo formalmente porque, repito, en la realidad los poderosos democristianos cubren, con sus maniobras de autómatas y sus sonrisas, el vacío. El poder real procede sin ellos, y ellos no tienen en las manos nada más que aquellos inútiles instrumentos que, de los mismos, vuelven reales sólo sus lúgubres sacos cruzados. Sin embargo en la historia el “vacío” no puede subsistir, puede ser sólo predicado en abstracto y por absurdo. Es probable que, en efecto, el “vacío” del que hablo se esté ya llenando, por medio de una crisis y un reajuste que no puede dejar de implicar a toda la nación. Es un signo de esto, por ejemplo, la espera “morbosa” del golpe de Estado. Casi como si se tratase sólo de “sustituir” el grupo de hombres que nos han gobernado tan espantosamente por treinta años, llevando a Italia al desastre económico, ecológico, urbanista, antropológico. En realidad, la falsa sustitución de estas “cabezas de trapo” por otras “cabezas de trapo” (no menos, al contrario, más funéreamente carnavalescas), realizada por medio del reforzamiento artificial de los viejos aparatos de poder fascista, no serviría para nada (y, esté claro que, en ese caso, la “tropa” ya sería, por su constitución, nazi). El poder real al que desde una decena de años las “cabezas de trapo” han servido sin darse cuenta de su realidad: es esto ese algo que ya puede haber llenado el “vacío” (haciendo vana también la posible participación en el gobierno del gran país comunista que ha nacido de las ruinas de Italia, porque no se trata de “gobernar”). De ese “poder real” nosotros tenemos imágenes abstractas y en el fondo apocalípticas. No sabemos representarnos qué “formas” asumiría éste sustituyéndose directamente a los siervos que lo han tomado por una simple “modernización” de técnicas. De todos modos, con respecto a mí (si esto tiene algún interés para el lector) que quede claro: yo, por más multinacional que sea, daría toda la Montedison por una luciérnaga.