¿Adiós a Europa?
Rafael Poch
Nuestro “nivel de vida y libertades” reposa sobre un entramado muy frágil. El impulso ciudadano es la única esperanza que le queda al proyecto europeo
En París y Berlín la apuesta por la desolidarización ha dado un nuevo paso: ya abre la puerta de salida del euro y dibuja una Europa de dos categorías. El gobierno alemán lo desmiente, pero ese programa para la desintegración europea será refrendado el lunes y martes por el congreso que la CDU de Merkel celebrará en Leipzig. Esto, que podría equivaler a un adiós a la Unión Europea, viene determinado por una mezcla de intereses políticos cortoplacistas (elecciones en 2012 en París y en 2013 en Berlín), inercial sometimiento al poder financiero y sus recetas, y pura y simple incapacidad.
En lo que llevamos de espiral neoliberal hacia abajo y desolidarización, Europa ha producido dos modelos de lucidez: la revuelta griega, ese nuevo “Oji” de país retrasado y obstinado que recuerda la dignidad helena del principio de la última guerra mundial, y la exitosa secuencia islandesa: la deuda no se paga, el gobierno implicado se derroca y los responsables a los tribunales. Sólo una medicina ciudadana de este tenor salvará el proyecto ciudadano europeo, secuestrado por la lógica empresarial ¿Qué es lo que está en juego?
Nuestra normalidad social, económica y política, incluido “nuestro nivel de vida y libertades”, reposa sobre un entramado de lo más frágil. Basta que ese crematístico y depredador entramado se hunda, basta entrar en recesión, para que todo cambie. Ahorros de una vida se convierten en papel sin valor, los liberales se transforman en ultraderechistas y las democracias en regímenes duros. La actual precrisis ya está lanzando señales en esa dirección. Presten atención a los discursos.
Una de las noticias más sintomáticas de los últimos días ha sido la destitución de la plana mayor militar griega. El cese de esos generales tan íntimamente relacionados, vía OTAN, con Estados Unidos, apenas ha sido evocado por la prensa de Washington y Nueva York, y sólo rozada por la de Londres y Frankfurt ¿Cómo interpretarlo?
Hace muy poco los gobiernos de países europeos como Grecia, España y Portugal no eran democracias. En Grecia mandaba una junta de coroneles, en España un general, y en Portugal un patriarca que se hundió con los últimos reductos de un imperio colonial. En la Europa más sólida, la socialdemocracia sólo llegó al poder tras haber jurado y demostrado su rechazo a cualquier veleidad transformadora fundamental. En Italia donde tal juramento no estaba claro, maquiavélicas tramas garantizaban que la oposición no llegase nunca al poder, y eternizaban a la Democracia Cristiana. Hasta anteayer, la Europa del Este ha estado dominada por el partido único.
Todo esto es para recordar que “nuestro nivel de vida y libertades” tiene que ver con determinadas condiciones históricas que reposan sobre un frágil entramado.
Esa es una verdad que se conoce bien en aquellas latitudes del mundo “en desarrollo” donde la crisis ha sido siempre norma y la vida cotidiana suele parecerse a un infierno. Allí es donde Occidente, desde su bienestar, ha venido predicando democracia y derechos humanos selectivamente (porque a los dictadores amigos o complacientes se les perdona), algo casi siempre incompatible con su hegemonía. Ahora el momento del examen llega a Occidente: ¿superará la prueba? La respuesta está en una historia que se escribió a base de batallas sociales.
Curiosamente, incluso la Europa del Sur, con la ventaja biográfica derivada de su experiencia reciente, parece perder de vista esa fragilidad que debería estar en su memoria. La enorme confusión y ceguera que preside la hora actual, sugiere que el asfaltado intelectual de los últimos treinta años -las consecuencias mentales de nuestra “modernización” europeizante- arrasó gran parte de aquella antigua lucidez de país retrasado.
Nadie debería dar por supuesto otro medio siglo de paz y prosperidad en Europa”, dijo la canciller alemana Angela Merkel. Esa frase que le pusieron de adorno sus asesores fue la más notable de su discurso del 26 de octubre ante el Bundestag, donde enunció un programa para la desintegración europea: que la diversidad continental marque el paso de la errática austeridad germana.
Conforme los políticos del Gosplan europeo demuestran cada día su incapacidad -en el mejor de los casos- o su completo alineamiento con el programa neoliberal de regreso al siglo XIX -en el peor-, la sensación de que la solución sólo puede venir a partir de fuertes impulsos ciudadanos desde abajo, se hace más y más indiscutible.
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