Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Donde el autor habla de Bertrand Russell, al que consideró uno de los grandes filósofos, científicos, sociólogos y activistas del siglo XX

Manuel Sacristán Luzón

Edición de Salvador López Arnal y José Sarrión

Estimados lectores, queridos amigos y amigas:

Seguimos con la serie de materiales de Manuel Sacristán Luzón (1925-1985) que estamos publicando en Espai Marx todos los viernes a lo largo de 2025, el año del primer centenario de su nacimiento (también de los 40 años de su prematuro fallecimiento). En esta ocasión, sobre Bertrand Russell, el coautor de los Principia Mathematica.

Los materiales ya publicados, los futuros y las cuatro entradas de presentación pueden encontrarse pulsando la etiqueta «Centenario Sacristán» –https://espai-marx.net/?tag= que se encuentra además debajo de cada título de nuestras entradas.

Algunas informaciones:

Nuevos libros: Manuel Sacristán Luzón, Seis conferencias, Barcelona: El Viejo Topo, 2025 (reimpresión; prólogo de Francisco Fernández Buey; epílogo de Manolo Monereo).

Manuel Sacristán Luzón, La filosofía de la práctica. Textos marxistas seleccionados (Irrecuperable, 2025). Edición y prólogo de Miguel Manzanera Salavert, epílogo de Francisco Fernández Buey).

Ariel Petruccelli: Ecomunismo. Defender la vida: destruir el sistema, Buenos Aires: Ediciones IPS, 2025 (por ahora no se distribuye en España). «…Recogeré unas cuantas botellas lanzadas al mar por dos de los pensadores más formidables que yo haya podido leer, y que significativamente se cuentan entre los menos frecuentados: Manuel Sacristán y Bernard Charbonneau.»

La revista Realitat ha publicado un número especial dedicado a Sacristán con artículos del propio Sacristán y de Víctor Ríos, Miguel Manzanera, José Sarrión, Lucía Aliagas Picazo, Enric Tello, José Luis Gordillo, Joan Pallissé, Jordi Mir y otros autores y autoras. https://www.realitat.cat/monografics/centenari-manuel-sacristan/.

El mientrastanto.e de junio publica un extenso artículo de Enric Tello: «Manuel Sacristán: ¿el primer marxista ecológico europeo?» https://mientrastanto.org/245/ensayo/manuel-sacristan-el-primer-marxista-ecologico-europeo/.

La grabación completa del acto «La Universidad en el pensamiento de Manuel Sacristán y Paco Fernández Buey» celebrado el pasado 5 de mayo. https://neuronasrojas.profesionalespcm.org/2025/06/05/acto_univeridad_sacristan_fim/

Un nuevo enlace: el encuentro del pasado sábado 17 de mayo en Barcelona: «Manuel Sacristán, militante comunista» (Giaime Pala, José Luis Martín Ramos, S. López Arnal) Centre Cívic Fort Pienc, Barcelona, https://www.youtube.com/watch?v=zZ00JhJwho0. ACIM (Associació

Catalana d’Investigacions Marxistes).

Otro enlace de interés: vídeos del Seminario organizado el pasado 2 de junio en Salamanca:

MAÑANA: https://www.youtube.com/live/gxcFw9NxQws?si=OGjSWha2JX5yB-Ve

TARDE: https://www.youtube.com/live/ACXyG6r2gWE?si=xy4yGq2tqzzuL-jj

Nuevo artículo del incansable amigo Víctor Ríos: «Manuel Sacristán, un pensamiento vivo y actual» https://www.eldiario.es/catalunya/opinions/manuel-sacristan-pensamiento-vivo-actual_129_12304153.html.

Próximas actividades:

1. Víctor Ríos y Joan Pallisé, «Una aproximación al pensament de Manuel Sacristán». Fundació Neus Català. Amics de les Arts i Joventuts Musicals de Terrassa. C/ Sant Pere, 46 Terrassa (Barcelona)

2. Filosofía para transformar el mundo: a propósito de Manuel Sacristán.

Del 30 de junio al 11 de julio (de 18:30 a 20:30) https://www.il3.ub.edu/juliols/filosofia-transformar-mundo-proposito-manuel-sacristan

Programa: 1. Vida y tiempo de Manuel Sacristán Luzón. 2. Pensar y actuar durante el franquismo. 3. Conseguir una universidad democrática. 4. Marxismo y movimiento obrero. 5. Nacimiento del ecologismo político. 6. Movimiento antinuclear. 7. Antimilitarismo y pacifismo. 8. Hacer política de otra manera. 9. Ética y política para el presente y el futuro. 10. La vigencia de su pensamiento ante los retos actuales. Participantes: Enric Tello, Jordi Mir Garcia, Arantxa Tirado, Marta Román, José Sarrión.

3. Simposio sobre Manuel Sacristán en Barcelona. Organizadores: Càtedra Ferrater Mora (Universitat de Girona) en coorganización con el Memorial Democrático de la Generalitat de Catalunya y en colaboración con la Fundación Neus Català. Fechas: miércoles 26 (tarde), jueves 27 (mañana y tarde) y viernes 28 de noviembre (mañana y tarde) en el Ateneu Barcelonès (Barcelona).

Izquierda Unida ha publicado un comunicado de apoyo a los actos del centenario: «Manuel Sacristán (1925-2025): 100 años de pensamiento crítico y lucha por un mundo ecosocialista».

Buena semana, muchas gracias.

INDICE

1. Presentación.
2. La filosofía desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial hasta 1958.
3. Presentación de Iniciació a la filosofia
4. En la Enciclopedia Espasa
5. La filosofía analítica, una «filosofía del lenguaje».
6. Russell y el socialismo

1. Presentación

Ya en su artículo de 1953 «Verdad: desvelación y ley» (Papeles de filosofía, 15-55) mostraba Sacristán su interés y conocimiento de la obra del coautor de los Principia Mathematica:

La tesis de Russell es, a la letra, que «la verdad es una propiedad de creencias y derivativamente de proposiciones que expresan creencias» (El conocimiento humano, 187). Ahora bien, la creencia, para un lógico, no puede ser algo misterioso e incognoscible. La creencia que no sea expresa no tiene relevancia para el lógico. Pero Russell añade prudentemente (contra el positivismo lógico) que nada autoriza a identificar los conceptos expresión y expresión verbal. Todo comportamiento, no sólo el que consiste en emitir una proposición, puede ser expresión de una creencia y, consiguientemente, verdadero o falso, correspondiente a un hecho o no…

La gnoseología de Russell y, en general, toda gnoseología desligada de la ontología cifra aquella propiedad, la verdad del juicio, en su correspondencia (Russell) o, en general, en su adecuación a lo que no es el juicio, sino el ente sobre el que versa… La verdad de la creencia es, para Russell, más originaria que la del juicio.

También hay referencias a Russell en sus escritos de lógica y filosofía de lógica (por ejemplo, en su presentación en Desde un punto de vista lógico) y, por supuesto, en Introducción a la lógica y análisis formal y en Lógica elemental. También en «Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores» o en «El principio de la identidad de los indiscernibles en Leibniz» (1978).

Sacristán anotó también la Exposición crítica de la filosofía de Leibniz de Russell.

Para un calendario de 1985 editado por el CAPS (Centro de análisis y programas sanitarios) escribió sobre Russell la siguiente voz (junto con M.ª Ángeles Lizón):

Filósofo, matemático y sociólogo inglés. Desde muy temprana edad vinculado al mundo de la gran academia, miembro de la Royal Society y galardonado internacionalmente. Hombre comprometido con los problemas de su tiempo, después de la I Guerra Mundial tomó parte activa en la defensa de las libertades individuales y de la paz, lo que le costó multas, cárcel y destituciones. Presidente electo en la Campaña por el Desarmamento Nuclear; tomó parte en el «Comité de los Cien» (movimiento de desobediencia civil); se interesó por todos los movimientos de liberación y en 1966, tres años antes de su muerte, constituyó un tribunal internacional contra los crímenes de guerra del Vietnam. Lo fundamental en su trabajo filosófico fue su lógica, denominada por él «atomismo lógico», punto de partida del Tractatus de Wittgenstein, y uno de los orígenes del positivismo lógico, escuela con decisiva influencia en la filosofía de la ciencia en la primera mitad del siglo.

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2. La filosofía desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial hasta 1958

De su extensa voz «La filosofía desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial hasta 1958» (Papeles de filosofía, pp. 156-165). Sacristán ubicó a Russell en el segundo apartado: II. Neopositivismo y corrientes afines. La disolución del neopositivismo estricto. El empirismo lógico. El fisicalismo y el movimiento de la Ciencia Unificada. Convencionalismo. Operativismo u operacionalismo. El movimiento analítico y el grupo de Oxford. Algunas personalidades destacadas: Rudolf Carnap. Bertrand Russell. Las obras póstumas de Wittgenstein.

Bertrand Russell. En la dos primeras décadas del siglo había ofrecido Russell las dos obras que hacen de él una figura digna de ser destacada en una historia de la cultura europea: Principia Mathematica (junto con Whitehead), tratado que constituye el punto de partida de los progresos de la lógica formal en el siglo XX y Our Knowledge of the External World, clásico del movimiento analítico. Algunos años antes del período aquí estudiado publicó la por ahora última investigación con novedades importantes en su pensamiento: An Inquiry into Meaning and Truth. Por último, en los años considerados ha tenido repetida ocasión de dar nuevas versiones, generalmente divulgadoras, de las complejas posiciones que ha asumido a lo largo de una carrera intelectual, tan rica y varia. En la brevedad del presente resumen de sus obras recapitulativas y destinadas al gran público es imposible reproducir la matizada complicación del pensamiento analítico del filósofo. Como criterio de simplificación e hilo conductor se escoge la situación de Russell respecto de (y en parte en el seno de) la corriente general empirista originada en la propia Inglaterra con Moore y en el continente con Wittgenstein y el Círculo de Viena.

1. Oposición al positivismo lógico. Russell admite el subjetivismo positivista y empirista como necesidad metódica, y sólo como tal: «Que los datos son privados e individuales es una tesis que ha sido familiar desde la época de Protágoras. Esta tesis ha sido negada porque se ha pensado, como Protágoras pensaba, que, si se admitía, debía llevar a la conclusión de que todo conocimiento es privado e individual. Por mi parte, mientras que admito el planteamiento, niego la conclusión.» Las razones que esgrime el filósofo contra el complejo escéptico empirismo radical-positivismo radical-solipsismo son muchas, pero pueden resumirse en una objeción lógica y otra psicológica, cuyo trasfondo es el sentido común y el origen «animal» o biológico del conocimiento. Por lo que hace a la crítica lógica, Russell señala que «si el escepticismo ha de ser teóricamente defendible, debe rechazar todas las inferencias de lo que se conoce por experiencia; un escepticismo parcial, tal como la negación de los fenómenos físicos que nadie ha experimentado, o un solipsismo que admite acaecimientos en mi futuro o en mi ya olvidado pasado, no tiene justificación lógica, pues que tiene que admitir principios de inferencia que conducen a creer aquello que rechaza». Sólo un escepticismo que no se tomara tales libertades sería «lógicamente impecable». En cuanto a la consideración psicológico-científica del subjetivismo, el argumento capital de Russell consiste en el hecho de que «para describir el mundo el subjetivismo es un defecto. Kant habló de sí mismo como autor de una “revolución copernicana”, pero habría sido más exacto si hubiera hablado de “contrarrevolución tolemaica”, dado que puso de nuevo al hombre en el centro del que Copérnico le había destronado.» Técnicamente, el paso más allá de su subjetivismo, del positivismo y del empirismo en general viene dado a Russell por los problemas de la inferencia científico-positiva, suscitados por la inducción o el cálculo de probabilidades. «Me parece que es una conclusión ineludible de la lógica de la probabilidad que la inferencia científica requiere para su validez principios que la experiencia no puede hacer ni siquiera probables. Para el empirismo es una temible conclusión.» Por eso, el empirismo de Russell se atiene más bien a «la estricta fidelidad a una doctrina en la cual se ha inspirado la filosofía empirista: que todo conocimiento humano es incierto, inexacto y parcial. A esta doctrina no le hemos hallado limitación en ninguna parte.» Y su empirismo se cifra simplemente en la tesis básica de que sólo el dato da la verdad positiva a la construcción teórica: «Hay una cosa que es obvia desde el principio: sólo en cuanto el dato inicial de percepción es digno de crédito puede existir una razón para aceptar el vasto edificio cósmico de inferencia que se basa en aquél.»

Las posiciones extremas del empirismo en su versión neopositivista son consiguientemente rechazadas por Russell. Generalmente, el arma crítica de que se sirve contra ellas es el análisis: así, rechaza el fisicalismo, negándose a admitir una distinción esencial entre datos totalmente públicos, «datos de la física», y datos privados. Otras veces se trata de consideraciones menos analíticas y más atentas a las consecuencias filosóficas de aquellas posiciones extremas. Así, por ejemplo, criticando la tendencia neopositivista a ver lo científico sólo en lo estructural o formal, en lo «sintáctico», convencionalmente establecido y puro de aspectos materiales en su coherencia axiomática, imputa al neopositivismo un abandono de las aspiraciones profundas del empirismo: «Platón, que estaba interesado en la astronomía solamente como cuerpo de leyes, deseaba que estuviera completamente alejada de los sentidos; decía que los que estaban interesados en los cuerpos celestes reales que existen serían castigados en la encarnación siguiente convirtiéndose en pájaros. Este punto de vista no es hoy día compartido por los hombres de ciencia, pero eso mismo, o algo muy semejante, se puede encontrar en las obras de Carnap y algunos otros positivistas lógicos.» Por esa vía del argumento ad hominem discurre el ingenio polémico de Russell en formas a veces muy virulentas: «La costumbre de considerar el lenguaje supersticiosamente no está aún extinguida: “En el principio era la Palabra”, dice la versión inglesa del evangelio de San Juan, y leyendo a algunos positivistas lógicos estoy tentado de pensar que su opinión está representada por ese texto mal traducido.» En oposición a la inhibición filosófica propugnada por el análisis neopositivista del lenguaje, Russell se cuenta entre «aquellos que, como Hume, rehúsan quedar limitados por los cánones del buen gusto». En relación con este interés por cuestiones filosóficas vivas está su consideración de que «es una desgracia que durante los últimos ciento sesenta años aproximadamente la filosofía haya llegado a ser considerada algo casi tan técnico como las matemáticas». Una posición tan resuelta a recoger la preocupación humana concreta aunque no al modo últimamente inefable de los existencialistas, sino afrontando directamente las tareas materiales planteadas por la ciencia, la técnica, la política, etc. se manifiesta en la tesis de que «la ciencia no queda perjudicada por la mezcla de ética» y da, naturalmente, de sí un análisis que no se ve agotado en el ámbito del lenguaje. El análisis filosófico tiene como «premisas adecuadas “aquellas partes de la física que han alcanzado el tercer estadio”, el de comprobación más probable, y el análisis del lenguaje es sólo instrumento para abrir camino al conocimiento real».

2. El lenguaje. Además de conceder mucha atención a los usos no apofánticos del lenguaje por ejemplo, a los emocionales o expresivos, Russell afirma y estudia la base física del propio lenguaje científico. Por una parte, en su función significativa y científica «la lengua depende de la física, y no podría exisir sin las cadenas causales aproximadamente separables que… hacen posible el conocimiento físico.» Esta afirmación no equivale a la tesis, epistemológicamente demasiado optimista, de que la lengua reproduzca fielmente claras cadenas causales o fenoménicas en general. Por el contrario, «puesto que la publicidad de los objetos sensibles es sólo aproximada, la lengua que se aplica a ellos, considerada socialmente, debe tener una cierta falta de precisión». Tampoco se trata, naturalmente, de afirmar la necesidad de conocer física para saber hablar, sino sólo «que la lengua sería imposible si el mundo físico no tuviera de hecho ciertas características, y que la teoría del lenguaje depende en determinados puntos del conocimiento del mundo físico». Hay aquí una inversión de 180 grados respecto del punto de vista neopositivista, que determinaba la estructura de cada mundo experiencia! por el lenguaje.

Por otra parte, hábitos no propiamente conscientes sobre todo los reflejos condicionados están en la base del lenguaje igual que en la del conocimiento. Los reflejos condicionados son, en efecto, el vehículo por el que pueden aprenderse definiciones ostensivas, nombres de cosas, propiedades o relaciones. De esta comprensión del lenguaje como fenómeno física y biológicamente fundado se desprende, por ejemplo, la tesis de que, si bien todo pensamiento bien formulado es verbal, puede haber pensamiento oscuro y no verbal; por ejemplo: en determinadas fases del comportamiento animal reflejo. Además, precisamente por tener un origen real e histórico, tiene el lenguaje peligrosas tendencias prerreflexivas y acríticas. «El filósofo, por ello, se enfrenta con la difícil tarea de usar la lengua para deshacer las falsas creencias que ella sugiere.» Ésta es de nuevo para Russell ocasión de destacar su posición respecto de la del formalismo: «Algunos filósofos, que se asustan de los problemas e incertidumbres implicadas en tal tarea, prefieren tratar el lenguaje como autónomo, e intentan olvidar que está dirigido a tener una relación con los hechos y a facilitar el trato con el medio… El filósofo, sin embargo, debe perseguir la verdad incluso a costa de la belleza, y estudiando el lenguaje no debe dejarse seducir por los cantos de sirena de los matemáticos.» Esta última frase puede en realidad valer como divisa de todo el análisis inglés, especialmente del de Oxford, que toma como objeto de verdadero interés el lenguaje común, y no los algoritmos lógico-simbólicos.

3. El conocimiento. La negativa a identificar pensamiento y lenguaje permite a Russell dar una noción bastante clásica de la verdad: «La verdad es una propiedad de creencias y, derivadamente, de proposiciones que expresan creencias. La verdad consiste en una determinada relación entre una creencia y uno o más hechos distintos de 1a creencia. Cuando esta relación está ausente, la creencia es falsa. Una proposición puede ser llamada “verdadera” o “falsa” incluso si nadie la cree, con tal que, si fuera creída, la creencia fuera respectivamente verdadera o falsa.»

La adquisición y posesión de la verdad, el conocimiento, es cuestión de grado. Hay un conocimiento animal que tiene incluso su modo de inferir. Esta «inferencia animal» puede ser definida como «el proceso de interpretación espontánea de las sensaciones», y es el origen de todo conocimiento reflexivo, incluso del científico, pues ningún hombre empieza a elaborar reflexivamente su conocimiento sin tener antes los hábitos de la inferencia animal. La inferencia animal aprehende o, mejor, aprovecha el encadenamiento fenoménico, causal, sin transición, con relativa inmediatez y probablemente sin objetivación. El grado ulterior es, generalmente, el del sentido común preteorético en sentido crítico-epistemológico. Russell lo llama de la «inferencia sustancial». Esta inferencia es tanto la de la vida cotidiana como la de las grandes fases de la investigación científica, y consiste en objetivar sin vacilación los elementos del proceso fenoménico, individualizándolos e intentando precisar su constitución y la de sus relaciones. La inferencia lógico-científica tiene, por la limitación de su campo, una especial univocidad y una seguridad que derivan del conocimiento exhaustivo de sus reglas, puesto que éstas pueden ser construidas por el lógico.

En la reflexión crítica acerca de la fundamentación del conocimiento el problema capital es el de la inducción. Russell lo aborda partiendo del intento de sustituir ese problema por el de la probabilidad, y en este punto ha realizado repetidos análisis críticos de las teorías existentes, tomando inspiración de casi todas ellas, en especial de la de Keynes, sin adherirse por ello totalmente a ninguna. Tras admitir que la inducción es infundamentable por vía lógica pues ello equivaldría al intento de fundamentarla por sí misma, Russell sostiene además que, por la misma razón, «nada hay en la teoría de la probabilidad que nos justifique al considerar como probable una inducción, bien sea particular, bien general, por grande que pueda ser el número de casos favorables». La probabilidad, aplicada a lo empírico, resulta estar tan necesitada de justificación como la inducción, y la sustitución de la segunda por la primera no puede tener más valor que el técnico de precisar la problemática, no el filosófico de solucionarla. Todo esto le lleva a admitir que la relación inductiva debe basarse en intensiones, y no en extensiones. Pues si la relación que descubre la inducción no tiene una base intensional que limite las clases en relación, sino que la inducción se basa sólo en parejas observadas de fenómenos de la clase A y la clase B, por ejemplo, es posible demostrar incluso la falsedad del principio de inducción en cuantos casos se quiera. Basta, en efecto, con construir la clase «causa» A de tal modo que a muchos elementos suyos (más de la mitad) no siga un elemento de la clase «efectos» B (lo cual es posible siempre, a menos que el número de elementos de la clase A a los que sigue uno de la clase B fuera muy cercano del de la clase total o «universo»).

Esta última posibilidad impone a Russell el reconocimiento de que el principio de inducción debería ser limitado en forma que él declara no poder formular aún. Y la primera reflexión la de la imposibilidad de fundar la inducción en una teoría formal matemática o lógica le lleva a afirmar que «las inferencias científicas, si son en general válidas, deben serlo en virtud de alguna ley o algunas leyes de la naturaleza que establezcan una propiedad sintética del mundo real, o varias de tales propiedades. La verdad de tales proposiciones no puede ser hecha ni siquiera probable por ningún razonamiento que parta de la experiencia, dado que tales razonamientos, cuando van allende la experiencia registrada hasta ahora, dependen para su validez de los mismos principios en cuestión.» En el apriorismo que así apunta Russell se manifiesta el último eco del idealismo que en otras épocas cultivó el filósofo. Por lo demás, lo que el analista Russell se propone no es tanto convencer de la verdad de esos principios o leyes de la naturaleza cuanto mostrar que están implícitos en el conocimiento científico. De esos «postulados» ha ofrecido la siguiente lista: postulado de cuasi-permanencia, versión crítica de la idea clásica de permanencia de los géneros naturales, y que acentúa propiamente la regularidad del mundo empírico y la base intensional de la inducción; postulado de la separabilidad de las líneas causales, que sería fundamento del estudio empírico particular de una serie fenoménica; postulado de continuidad espaciotemporal en las líneas causales; postulado del origen causal común de estructuras semejantes dispuestas alrededor de un centro (postulado estructural) y postulado de analogía (necesario para aplicar el anterior).

4. Temas éticos y políticos. Ya actitudes como la tomada por Russell a propósito de la tecnificación de la filosofía revelan una personalidad o estilo mental acusadamente ético. Russell ha conseguido el premio Nobel probablemente más a causa de sus numerosos escritos morales y políticos que por sus grandes obras científicas. La misma preocupación científica y la «meta racional» son cuestiones de ética, según él. Russell se manifiesta en estos temas como un analista y un casuista. Apenas será posible encontrar en sus escritos más tesis general que la de la limitación del concepto de probabilidad a una determinada noción de la ética: «Cuando la ética se considera consistente en reglas de conducta, la probabilidad no tiene parte en ella. Sólo en el segundo tipo de teoría ética, aquel en que la virtud consiste en tender a un cierto fin, es relevante la probabilidad.»

En general, las actitudes éticas y políticas de Russell dependen de sus preocupaciones cambiantes de hombre muy sensible a su ambiente, y no llegan a estructurarse en doctrina, ni seguramente lo pretenden. Esto era ya así en él antes del período aquí estudiado, y si hace treinta años le preocupaba el problema jurídico y social del matrimonio, la experiencia de la guerra le hace tener presentes, en reveladores ejemplos, hechos más inmediatos: «Habría sido buena cosa que la madre de Hitler le hubiera matado en la infancia dice, ejemplarizando la dificultad de la conducta racional en la probabilidad, pero ella no podía saberlo.»

Uno de los pocos rasgos generales del pensamiento político de Russell es un formalismo bastante ahistórico. Para él, el absolutismo monárquico de la Edad Moderna es «el mismo sistema» que «volvió a surgir en Rusia en 1918». A ese formalismo se debe también el que el filósofo considere «cuestión verbal» la distinción entre igualdad política o igualdad económica. Por ese camino llega Russell en ciertos momentos a una apología de la sociedad en que vive. No obstante, Russell es una de las personalidades más destacadas del movimiento contra la guerra atómica.

Obras: A History of Western Philosophy, 1947; traducción esp. (Historia de la filosofía occidental). Human Knowledge: its scope and limits, 1948; trad. esp. (El conocimiento humano). Authority and the individual, 1949; traducción esp. (Autoridad e individuo). Unpopular Essays, 1950. The Impact of Science in Society, 1951; traducción esp. (El impacto de la ciencia en la sociedad). New Hopes for a changing World, 1952; trrad esp (Nuevas esperanzas para un mundo en transformación). Human Society in Ethics and Politics, 1955; trad. esp (Etica y política en la sociedad humana). Portraits of Memory and other Essays, 1956.

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3. Iniciació a la filosofia

Años después, Sacristán prologó la edición catalana (Iniciació a la filosofia, Barcelona: Edicions 62, agosto de 1965) de An Outline of Philosophy. Publicado inicialmente en catalán con probable traducción de Francesc Vallverdú, damos aquí la versión castellana (Papeles de filosofía, pp. 318-324).

En La tradición de la intradición, pp. 446-447, observa Víctor Méndez Baiges: «Un destino parecido [al de Heine] es el que, según Sacristán, acabo atrapando a Bertrand Russell. Lo explicó así en el prólogo que escribió (“pasarás como el filósofo de los prólogos”, pero es que necesitaba de ellos, y de las traducciones, para vivir) a una edición catalana de Outline of Philosophy que apareció en 1965. No es que Russell carezca de méritos. Sacristán se los reconoce. No se ha “encerrado” en los problemas especializados, y se ha interesado tanto por el “conocimiento” como por el “conocedor”. Por este camino, hasta ha sido “capaz de resucitar de vez en cuando la sentenciosa grandeza de los sabios antiguos en contextos bastante analíticos”.

Ahora bien, prosigue, Méndez Baiges, «Russell piensa y actúa sin una concepción general y con la consciencia de esa falta». «No hay en él ninguna cadena mental ni deductiva, ni teórico existencial, ni teleológico-personalista que una directamente sus filosofemas con sus actos». El resultado es que, aunque lo haya intentado y lo parezca, no es un verdadero hombre de destino. Su posición, bien típica de cierto tipo de intelectual moderno, está preñada de subjetivismo, ideologismo y formalismo, y no aconseja adecuadamente lo que se debe hacer».

Parece que éste va a ser el primer libro de Russell publicado en catalán. Tal vez aparezca antes otro, en la misma editorial, pero la precedencia será meramente una cuestión de taller.

En 1962, prologando dos ensayos del filósofo, Enric Jardí aludía satisfecho «por fortuna», decía, «existen precedentes» a la vinculación del filósofo a la cultura catalana. Russell, en efecto, había estado en Barcelona. Pero no creo que la vinculación de un filósofo a una cultura quede establecida suficientemente ni fecundamente por una agencia de viajes: la mediación adecuada es, sin duda, la de los editores. Si comparamos, pues, el incipiente Russell catalán con los títulos russellianos ya en castellano más de veinticinco será probablemente justo describir la situación diciendo: «por desgracia, casi no existen precedentes».

No es probable que hayan sido determinantes de eso causas externas al negocio editorial mismo. Pues no vemos por qué Russell habría debido tener peor fortuna ante esas instancias decisorias que no son el editor mismo que la literatura (para-)filosófica emocional, testimonial, existencialista o entusiástica que ya encontramos en catalán. Es evidente, por lo menos, que cualquier interpretación de este contraste tiene que ser muy modestamente hipotética, pues todavía es muy breve el tiempo que ha tenido la renaciente edición catalana para equilibrar su producción fuera de los terrenos favorecidos de la lírica y la literatura edificante. (En un sentido preciso, se puede incluso afirmar y así lo repito a mis amigos catalanes que la edición catalana no habrá renacido verdaderamente hasta que cuente con unos cuantos textos básicos de matemática, física, etc.). Sin ánimo, pues, de rebasar la simple composición de hipótesis, preguntémonos si la tardanza con que llega Russell a la edición catalana indica que el éxito de los numerosos exorcismos de que ha sido objeto el filósofo desde las distinciones concedidas por la Majestad británica hasta el Premio Nobel [de Literatura] es, a pesar de todo, escaso. Por ejemplo, parece bastante claro que la cultura oficial o convencional ha asimilado con más eficacia el histriónico patetismo de Camus que la dicción mesurada, analítica, toda ella reserva y circunspección metodológica de este otro Nobel. Aquel no plantea batallas ni siquiera después de muerto a la sabiduría convencional; éste, en cambio, es tan impertinente hoy como lo era hace cincuenta años.

La circunspección metodológica acostumbra a tener afinidad con la ironía, la cual, aunque sea una pasión, no es nunca caliente. No es que a Russell le falten entusiasmos, ni menos aún pesimismos. El lector de esta lniciació podrá incluso apreciar la manera como el filósofo es capaz de resucitar de vez en cuando la sentenciosa grandeza de los sabios antiguos en contextos bastante estrictamente analíticos. Lo que pasa y se nota enseguida también es que el ocasional patetismo de Russell no viene a ofrecer melancolías de la situación espiritual de nuestro tiempo, ni espesa certeza de personalismos, ni furias de compromiso, ni trágica suficiencia de autenticidad. Y es un hecho que eso irrita incluso a los filósofos más exquisitos. El que más lo es entre los de lengua castellana [Ortega y Gasset] conminó un día a un alumno de la Universidad de Madrid a no leer un volumen de Russell que llevaba bajo el brazo. La irritación, como tan a menudo ocurre, parece en este caso temerosa.

Es justo reconocer que la cultura convencional sea mediocre o exquisita ha tenido y tiene varios motivos para temer a Russell. Con el fin de establecer un orden entre ellos podemos comenzar empezando por recordar su aparente versatilidad respecto de los filosofemas propuestos a sus lectores: desde el idealismo platonizante de los primeros tiempos, mitigados en los Problems of Philosophy que Xirau tradujo al castellano, pasando por el biologismo gnoseológico visible en Our Knowledge of the External World y en la presente Iniciació (An Outline of Philosophy) y por el «monismo neutral» de esta última obra, hasta llegar si eso es llegar al realismo crítico y subjetivista de los últimos tiempos, en una trayectoria intelectual que nunca supera su propio pasado si no es hegelianamente, conservándolo, Russell es todo lo contrario del viejo filósofo sistemático y también cosa más decisiva por lo que hace a la cultura y a la política editorial todo lo contrario del filósofo moderno que, sin sistema, ofrece de manera accesible la intuición del todo circumfundante, de la destinación del hombre por el ser o de la encarnación del ser personal.

Russell no ofrece ni sistema ni intuición. Y aunque en cada una de sus fases filosóficas hace y rehace un entero horizonte intelectual, ocurre que al menos trescientos grados de cada una de esta circunferencias mentales componen una perspectiva puramente gnoseológica, descubren solamente problemas de lógica y de método, poco adecuados para concentrar al sujeto en el arrobamiento de la elección y la decisión, la de continuar leyendo, por ejemplo.

Pero eso es sólo una tercera parte de la historia. Con sólo eso Russell habría sido un filósofo más o menos ignorado por la cultura media, un pensador académico de corte nuevo, como lo son los descendientes más ortodoxos del Círculo de Viena o los mismos descendientes directos (y muy poco dóciles) del filósofo, los analistas ingleses del lenguaje común. La segunda parte de la historia consiste en que Russell tampoco satisface la estampa de este nuevo academicismo de filósofos positivistas, lógicos puros y analistas del lenguaje. Ya es bastante significativo el hecho de que el ciclo de sus decisivos trabajos de lógica su intervención en Principia Mathematica y las dos grandes piezas de divulgación se presente en su obra como una fase cerrada. El mismo Russell ha considerado su trabajo en Principia Mathematica a pesar de la enorme importancia histórica de esta obra como un paréntesis abierto en otra tarea más importante para él, otra tarea mucho menos susceptible de tratamiento experimental y mucho menos purificable de escoria. Esta tarea es el conocimiento del conocimiento. Y en su realización se presentan los momentos críticos inevitables que hacen que la ruta de Russell se separe de la del nuevo academicismo positivista-lógico.

La tarea de conocer el conocimiento había sido y seguía siendo objeto de los esfuerzos de algunos importantes pensadores de este nuevo academicismo. El más representativo en este aspecto es probablemente Carnap. Conocer el conocimiento es una de esas tareas definitivamente radicales que caracterizan a la filosofía. En una de sus obras póstumas Ortega ha escrito que filosofía es radicalismo en un sentido ejemplificable por esa tarea. Pero hay también un radicalismo parecido intelectual, no práctico que tal vez no sea aquel en el cual pensaba Ortega como característico de la filosofía. La obra de Carnap es un ejemplo de él. Sus análisis y reconstrucciones radicales buscan raíces inequívocas, claras, bien separadas las unas de las otras (y, si es posible, una sola) y que por pura y clara composición lineal den el árbol del mundo conocido. Por debajo de las raíces (o de la raíz) no tiene que haber nada. Radicalidad quiere decir aquí composición intelectual si no ex nihilio, al menos a partir de algo que no sea aún el mundo ni el conocimiento, ni tampoco el conocedor en toda su integridad. Este es el esquema de La estructura lógica del mundo. Si después resulta que el árbol construido es excesivamente pobre, el intento se abandona por demasiado ambicioso, por metafísico, en vez de reconocer que ex nihilo nihil fil, que hay mundo, hombre y conocimiento antes de que empiecen el análisis y la reconstrucción y en el proceso del uno y de la otra. Y así, en retirada hacia certezas dignas de antepasados cartesianos, se abandona la estructura lógica del mundo para contentarse con La sintaxis lógica del lenguaje (la cual, al final, tampoco permite sentirse creador. Pero este no es el momento oportuno para seguir las vicisitudes de las fecundas retiradas de Carnap y del positivismo en general).

Russell ha aportado una contribución excepcional a esta versión técnica del radicalismo filosófico, a la investigación básica o de fundamentos. Pero no ha limitado su actividad racional a lo fundamentable en el fuerte sentido lógico de la expresión: no se ha encerrado, en tanto que filósofo, en el ciclo de los problemas de la fundamentación formal, sino que, sabiendo con Aristóteles que en este sentido formal «arguye ignorancia querer demostrarlo todo», se ha interesado también, y decisivamente, por lo que justifica lo indemostrable, por el «fundamento del fundamento». Por eso Russell es un filósofo en sentido directo y no solamente en el sentido mediato en que sin duda le convendría este título por su obra lógico-matemática. El platonismo de una de sus fases, el biologismo de otras, la discusión permanente de la inducción y de la significación en toda su obra son otras tantas manifestaciones de la aceptación, como tema filosófico radical, de todo lo que hay por debajo de las raíces de los sistemas y de las teorías.

Buscar el «fundamento del fundamento» es con esas palabras la interesante profesión que Heidegger ha decidido, finalmente, reservarse. El filosofar de Russell opera por debajo de los sistemas formales y de las teorías, pero con los mismos medios racionales con que trabajan éstos. Y así, mientras su dedicación filosófica a cuestiones no meramente formales o positivas le distingue pese a todo el parentesco de las diversas formas de positivismo, por otra parte, la negativa, implícita y obvia, a admitir que haya para esas tareas algún pensamiento distinto del crítico, científico, racional, le mantiene lejos de la metafísica irracionalista. De este modo la versión russelliana de la búsqueda del fundamento del fundamento de las teorías puede ser otra causa de malestar para el público filosófico; Russell es un filósofo de catalogación molesta: no es positivista y no es metafísico, situación que los que se sienten irritados por él describirían probablemente así: es positivista y es metafísico. El hecho de filosofar sobre el conocimiento ha llevado constantemente a Russell a interesarse también por el conocedor cuando éste no se limita a conocer: la capacidad que el sujeto humano pueda tener de conocer a priori o en otras épocas de su pensamiento las estructuras o disposiciones biológicas que permiten a ese sujeto enfrentarse con el mundo y conocerlo, han sido durante muchos años objeto de estudio del filósofo, y casi desde el primer momento le han llevado al resto de las actividades humanas. Basta con examinar una lista de las obras de Russell para comprender que es tanto un moralista y un educador como un teórico del conocimiento. Ahora bien: esos títulos son poco académicos en el ambiente cultural de Russell, y eso puede constituir el segundo aspecto de su antiacademicismo. En resumen: el filósofo no es un profeta con sistemas ni intuiciones globales, como lo son las grandes figuras contemporáneas de la filosofía europea continental; pero tampoco es un representante de la nueva academia anglosajona. Y ésta es la segunda parte de la historia.

Queda la tercera, muy relacionada con las dos anteriores: de manera manifiesta con la naturaleza plenamente filosófica, no académica del pensamiento de Russell; de manera más sutil con el carácter crítico-analítico de su filosofía. Hablamos de la actuación pública de Russell, de sus tomas de posición político-morales: contra la guerra, a favor de la U.R.S.S., contra la U.R.S.S., contra la política estadounidense, contra las superbombas, etc. El punto turbador es en este caso precisamente la relación entre esas actitudes y el elemento más «pasivo» de su filosofía, el trabajo analítico, epistemológico, aquello que le separa de pensadores esenciales y «comprometidos». Aunque sería un error afirmar que sus tomas de posición político-morales hayan sido incoherentes, es obligado admitir que no proceden por vía de deducción a partir de ningún sistema redondo de juicios de valor. Por eso pueden tener a primera vista algo de la labilidad, del carácter siempre un poco revisable e irónico de sus filosofemas. No hay ninguna cadena mental ni deductiva, ni teorético-existencial, ni teológico-personalista que una directamente sus filosofemas con sus actos. El lejano preso político por el cual se echa a la calle Russell, bajo la lluvia, a sus ochenta y pico años, seguramente le pondría en dificultades si le obligara de repente a explicar por qué le defiende. Pese al hermoso equilibrio de su lengua, Russell piensa y actúa sin una concepción general y con la consciencia de esa falta. Magnificar o considerar ejemplar este vacío abierto bajo la personalidad ética del filósofo no sería, sin duda, más que una distinguida forma de perversión. (Sobre todo porque no es nada difícil para la sabiduría oficial conseguir el exorcismo definitivo no de Russell personalmente, pero sí de una interpretación de su pensamiento en un sentido elegantemente pasivo, formalmente crítico y analítico, que es actualmente la noble forma académica del conformismo). Pero el que se sienta irritado por esta situación tendrá que examinarse inquisitivamente para averiguar si en su protesta contra ese vacío hay algo más que disimulo. No se consigue nada protestando contra vacíos; hay que llenarlos o, si eso resulta imposible, reconocerlos. Pero no podremos decir que el vacío de Russell haya quedado bien colmado si no podemos someter el intento, con un discreto resultado, al instrumental crítico-analítico del filósofo.

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4. En la Enciclopedia Espasa

En 1967, para el suplemento de la Enciclopedia Espasa (Papeles de filosofía, pp. 329-333), Sacristán escribió una voz sobre BERTRAND A. W., LORD RUSSELL. (Escribió también sobre Martin Buber y Ludwig Wittgenstein):

Nacido en 1872, en Trelleck, educado inicialmente en la tradición del hegelismo inglés (Bradley), Russell es un pensador inconformista (su difundida obra Introducción a la filosofía matemática, 1903, está escrita en la cárcel, condenado por haber acusado al ejército norteamericano de ser un instrumento de la represión del movimiento obrero de la época), crítico, antiespeculativo una vez rebasada su fase platonizante, y cuyo ideal intelectual es la implantación de la metódica científica en filosofía, lo que le aproxima al neopositivismo. Una anécdota infantil puede ayudar a entender la independiente personalidad del filósofo. A los cinco años, cuenta Russell, «ya me habían enseñado que la Tierra es redonda, pero yo, basándome en la experiencia de los sentidos, me negué a creerlo. Llamaron entonces, para que me convenciera, al vicario de la parroquia, que era, por cierto, el padre de Whitehead. La autoridad clerical se impuso, y pensé que valía la pena hacer un experimento. Empecé a cavar un foso con la esperanza de llegar a los antípodas. Y cuando me dijeron que la empresa no tenía perspectivas de éxito, resucitaron todas mis dudas».

La potente personalidad de Russell se manifiesta tanto en sus actividades sociales y políticas pacifismo activista, intervención en manifestaciones contra el peligro de la guerra atómica y contra las tiranías cuanto en su producción impresa: entre 1920 y 1940, por ejemplo, Russell ha publicado más de veinte libros y unos doscientos artículos científicos. Es además Premio Nobel de Literatura 1952.

Las ocupaciones literarias de Russell van desde la lógica hasta la novela, pasando por la teoría de la ciencia y del conocimiento, la filosofía social, la política y la ética. La obra lógico-matemática más importante de Russell (en colaboración con su antiguo profesor A. N. Whitehead), Principia Mathematica (3 vols., 1910-1913) es sin duda la que más perdurará y la que le garantiza un lugar de primer orden en la historia de la ciencia y de la cultura. Principia Mathematica es el clásico fundamental de la lógica moderna, tan emparentada con la matemática básica. El siguiente texto autobiográfico de Russell ilustra la inspiración y el programa de los Principia: «El año más importante de mi vida intelectual fue el de 1900, y el acaecimiento más importante de aquel año fue mi asistencia al Congreso de Filosofía de París. Desde que empecé con Euclides a los once años me habían inquietado los fundamentos de la matemática; cuando más tarde empecé a leer filosofía, Kant y los empiristas me parecieron igualmente insatisfactorios. No me atraía lo sintético a priori, pero tampoco me parecía que la aritmética constara de generalizaciones empíricas. Aquel 1900 en París me impresionó el que en todas las discusiones Peano y sus discípulos tuvieran una precisión de la que carecían los demás. Por eso le pedí que me diera sus obras, cosa que hizo. En cuanto dominé su notación, vi que ésta ampliaba hacia atrás la región de la precisión matemática, hacia zonas que siempre habían sido dominio de la vaguedad filosófica. Basándome en Peano inventé una notación para las relaciones. Por suerte, Whitehead estuvo de acuerdo en cuanto a la importancia del método, y en poquísimo tiempo resolvimos juntos cuestiones como las definiciones de series, cardinales y ordinales, y la reducción de la aritmética a la lógica.»

La última frase «reducción de la aritmética a la lógica» es expresión del «logicismo» de Russell. Contando, con el supuesto, ya clásico, de que toda la matemática se funda en la aritmética, la reducción de ésta a la lógica representaba uno de los logros sintéticos más considerables en una cultura como la contemporánea, inveteradamente preocupada por su fragmentación en especializaciones.

La tesis logicista de los Principia no es compartida por todos los matemáticos. Pero hasta hoy no se ha descubierto que sea inconsistente ninguna construcción o demostración de los Principia.

En filosofía general y, sobre todo, en filosofía del conocimiento, el pensamiento de Russell ha experimentado considerables cambios a lo largo de su fecundo desarrollo. Punto de partida ha sido siempre el hecho del conocimiento, una actitud que discrepa de la kantiana tanto cuanto coincide con ella en situar como primer problema de la filosofía la explicación de ese hecho. Russell ha buscado dicha explicación primero por una vía platónica la presencia en el hombre de una capacidad de captar intelectualmente las esencias; sobre todo las relaciones, y luego a través de datos biológicos la adecuación de la especie para conocer a los que a veces se suman, tímidamente, otros datos culturales. Los temas fundamentales de estos trabajos de Russell son el problema de la inducción y el de la significación.

En filosofía social y moral, Russell opera con un empirismo generalmente muy pragmático, ajeno a teorías generales, de las que desconfía por ver en ellas el peligro del dogmatismo por la ausencia en este campo de argumentación empírica o formal tan concluyente como en el ámbito de la ciencia de la naturaleza. El tema de la familia es probablemente aquel en el cual el filósofo resulta más categórico: Russell ve en la estructura tradicional de la familia y en su inadecuación a la sociedad moderna una fuente de represión, injusticia y falseamiento de la vida moral.

Obras principales: The Principies of Mathematics (traducción esp., Los principios de la matemática), 1903, Principia Mathematica, 1910-1913; Philosophical Essays, 1910; The Problems of Philosophy (trad. esp., Los problemas de la filosofía), 1912; Our Knowledge of the External World (trad. esp., Nuestro conocimiento del mundo externo), 1914; Principles of Social Reconstruction (trad.esp., Principios de reconstrucción social), 1916; Road to Freedom: Socialism, Anarchism and Syndicalism (El camino de la libertad: socialismo, anarquismo y sindicalismo), 1918; Mysticism. and logic and other Essays (trad. española, Misticismo y lógica y otros ensayos), 1918; Introduction. to mathematical Philosophy (trad. esp., Introducción a la filosofía matemática), 1919; The Analysis of Mind (traducción esp., Análisis de la Mente), 1921; An Outline of Philosophy (trad. catalana, Iniciació a la filosofía), 1927; Sceptical Essays (trad. esp., Ensayos de un escéptico), 1928; The scientific Outlook (traducción esp., Panorama científico), 1931; Freedom and Organization, 1814- 1914 (traducción esp., Libertad y organización), 1934; Power: A new social Analysis (trad. esp., El poder en los hombres y en los pueblos), 1938; An Inquiry into Meaning and Truth (trad. esp., Investigación sobre el significado y la verdacl), 1940; Human Knowledge: Its Scope and Limits (trad. esp., El conocimiento humano. Su alcance y sus limitaciones), 1948; Autorithy and the Individual, (traducción esp., Autoridad e individuo), 1949; Unpopular Essays (trad. esp., Ensayos impopulares), 1950; The Impact of Science in Society (trad. esp., El impacto de la ciencia en la sociedad), 1951; New Hopes far a Changing World (trad. esp. Nuevas esperanzas para un mundo en transformación), 1952; Human Society in Ethics and Politics (La sociedad humana en la ética y la política), 1955; Portraits from Memory and other Essays (trad. esp. Retratos de memoria y otros ensayos) 1956; Logic and Knowledge. Essays, 1901-1950 (trad. esp., Lógica y conocimiento), 1957; Why I am not a Christian (trad. Española, Por qué no soy cristiano), 1957; The Will to Doutb (La voluntad de dudar), 1958; Common Sense and Nuclear Warfare (trad. española: La guerra nuclear ante el sentido común), 1959; My Philosophical Development (trad española, La evolución de mi pensamiento filosófico), 19569; Fact and Fiction (Hecho y ficción), 1962.

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5. La filosofía analítica, una «filosofía del lenguaje».

Del apartado 14 de «Corrientes principales del pensamiento filosófico», septiembre 1968. Separata de la Enciclopedia Labor, Vol. X. «Avances del saber».

La filosofía analítica presenta hoy, en efecto, como predominante, un tipo de análisis que no se propone asentar con sus resultados tesis filosóficas globales como se lo proponía el neopositivismo en sentido estricto, sino más bien aclarar el sentido y los presupuestos de las maneras de decir, de los usos del lenguaje. No, por ejemplo, «superar la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje», como en 1932 se propuso Carnap en un artículo célebre, sino más bien precisar qué es lo dicho y lo presupuesto en cada caso, sin afirmar qué la misión del análisis filosófico consista en refutar o reducir lo dicho en el uso común.

Así se comprende que el rasgo más general de la filosofía analítica que sin duda debe mucho a las aportaciones neopositivistas, incluso a las más ingenuas y dogmáticas de los años veinte consiste en ser una filosofía lingüística o, como suele decirse con más riesgo de equívoco, una filosofía del lenguaje, no en el sentido de un conjunto de hipótesis transempíricas acerca de éste, sino en el del análisis del mismo en sus usos concretos de interés filosófico. En esta nueva filosofía analítica del lenguaje predominan dos tendencias, que no pueden definirse como neopositivista la una y ajena al neopositivismo la otra; pues aunque la mayoría de los autores de procedencia neopositivista tienden a cultivar la primera, ello se debe más a su corriente confianza en las técnicas lógicas que a su orientación filosófica.

La primera de las dos tendencias aludidas se caracteriza por basarse en la lógica moderna (lógica simbólica) para el análisis de los usos lingüísticos, las significaciones, etc. Partiendo del supuesto según el cual los lenguajes comunes son instrumentos imperfectos para la expresión de significaciones cognoscitivas (aunque sean eficaces para las necesidades de la expresividad cotidiana), este análisis los proyecta sobre lenguajes «artificiales» perfeccionados, construidos con el instrumental lógico y que deben en principio recoger las estructuras cognoscitivamente significativas de los lenguajes comunes. Por eso se ha dicho que esta filosofía del lenguaje es una «filosofía de la reconstrucción racional» del mismo. La semántica general de Carnap, antes aludida, es un ejemplo típico de este trabajo analítico. Pero en la misma tendencia hay que situar a autores muy escasamente positivistas o nada positivistas en absoluto, como A. Church, G. H. von Wright o J. H. Woodger. Bertrand Russell, aunque no puede clasificarse, ni siquiera laxamente, en ningún grupo de filósofos contemporáneos, ha contribuido sin embargo poderosamente al desarrollo de este tipo de análisis filosófico, tanto por sus decisivas aportaciones a la lógica, cuanto por sus numerosas y clásicas «reconstrucciones racionales» de los conceptos del lenguaje común más importantes para la teoría del conocimiento.

Pero el propio Russell, igual que G. E. Moore y que Wittgenstein en su segunda época, ha contribuido también al nacimiento de la otra tendencia filosófico-analítica aludida. Es ésta una «filosofía del lenguaje común» que rechaza el principio metódico de utilizar como prototipos los lenguajes perfeccionados de la lógica, porque no considera obvio, ni acaso razonable, que la filosofía haya de ponerse como objetivo la construcción de sistemas científicos. Las filosofías analíticas del lenguaje común son, por el contrario, muy sensibles a la pobreza expresiva con la cual los lenguajes exactos de la lógica pagan su exactitud. Su principal interés se dirige así a los usos ordinarios del lenguaje: en ellos habría que sorprender, según estas filosofías, las raíces de numerosas ilusiones filosóficas, curar de las cuales es una tarea casi terapéutica del análisis filosófico. Esta tendencia se aprecia en la enseñanza tardía de Wittgenstein. Otros autores importantes de esta tendencia son A. Flew, G. Ryle, P. F. Strawson, M. Black; A. J. Ayer participa de motivaciones de una y otra rama del análisis filosófico lingüístico.

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6. Russell y el socialismo

Su aproximación más extensa al filósofo británico, «Russell y el socialismo», toma pie en una conferencia dictada en Bilbao, Facultad de Ciencias Económicas, el 12 de febrero de 1970, diez días después del fallecimiento de Russell.

Se publicó como epílogo a la traducción castellana del ensayo biográfico de A. J. Ayer, Russell, publicado por Grijalbo en 1973 (Ahora en Sobre Marx y marxismo, pp. 191-228).

Al menos veintitrés libros y dos artículos extensos de Bertrand Russell interesan directamente para estudiar el tema. Lo principal de esa abundante producción está escrito entre 1896 (German Social Democracy) y 1951 (The lmpact of Science on Society). Pero la mayor dificultad con que se enfrenta cualquier exposición breve del tema no está determinada por la cantidad de esa producción, sino por su naturaleza. Se trata de centenares de páginas profusamente escritas sin preocupación científica. «Por lo que hace a los Principios de reconstrucción social ha escrito Russell en el último período de su vida y, en cierta medida, también a mis otros libros populares, los lectores filosóficos, sabiendo que se me cataloga como “filósofo”, pueden extraviarse fácilmente. No he escrito los Principios de reconstrucción social en mi calidad de “filósofo”; los he escrito como un ser humano que sufre por el estado del mundo y siente el deseo de hablar con palabras sencillas a otros que experimentan sentimientos análogos. Si nunca hubiera escrito libros técnicos, esto estaría claro para todo el mundo; y para entender ese libro hay que olvidar mis actividades técnicas»1. Lo que ahí dice Russell a propósito de uno de sus libros más extensos de tema político-social se puede aplicar a toda su obra en este campo. Eso implica una escisión importante en su trabajo intelectual (pues no es indiferente que un escritor de «libros técnicos» reserve la exactitud de pensamiento para cuestiones formales y prescinda de ella cuando se trata de la sociedad), y explica parcialmente las muchas trivialidades y los no escasos descuidos discursivos que muchas veces se han señalado en los escritos político-sociales de Russell. Sidney Hook ha escrito que parece «como si sus escritos de historia le hubieran costado [a Russell] menos esfuerzo intelectual que sus demás obras»2 y esa frase no es sino amable insinuación de una evidencia. Desde la explicación de la existencia de los Estados Unidos de Norteamérica por el hecho de que Enrique VIII se enamorara de Ana Bolena3 hasta descuidos de formulación curiosos en un gran lógico y analista4, los escritos sociales de Russell evidencian suficientemente que han costado a su autor «menos esfuerzo intelectual que sus demás obras».

Lo notable es que Russell no carecía de instrumentos adecuados para trabajar con exigencia en el campo de la filosofía social. Sin duda estaba influido por el error neopositivista de confundir la noción de pensamiento científico, o incluso racional, con la de pensamiento teorizable en sentido fuerte, esto es, formalizable. Pero también manejaba, aunque con grados varios de explicitación, un concepto interiormente diferenciado o articulado de filosofía que le habría permitido trabajar seriamente los temas filosófico-sociales, porque le habría evitado el eclecticismo o incluso escepticismo que produce en el terreno social aquella identificación formalista, a causa del carácter no demostrativo de la programación política. Werner Bloch5 apunta útilmente a esa noción de filosofía a propósito de la comparación russelliana de Spinoza con Leibniz. Esa comparación muestra la percepción por Russell de una componente ética (por lo tanto política) en la actividad filosófica, y ello podría haberle suministrado uno de los instrumentos imprescindibles para comprender en qué consiste lo científico en materia de filosofía social: en la claridad de la consciencia política. Russell ha llegado a escribir una descripción de la tarea filosófica que responde a su manera a las necesidades de un trabajo serio en el campo social. Atenerse a esa descripción le habría podido evitar la disculpa de Reply to Criticisms: «Enseñar cómo se puede vivir sin la certeza y sin estar, por ello, paralizado por la duda es quizá lo más importante que la filosofía, en nuestra época, puede todavía hacer para aquellos que la estudian»6. Si se prescinde del tono elegíaco cuya naturaleza de clase, y hasta de grupo, no será difícil descubrir, el programa metodológico está en esas palabras lo suficientemente esbozado como para que sorprenda el que Russell no haya intentado realizarlo con un «esfuerzo intelectual» parecido, al menos, al que dedicó al Enquiry into Meaning and Truth, por ejemplo, por no hablar ya de Principia Mathematica.

El carácter divulgador y divagador de los escritos político-sociales de Russell explica en parte el que a menudo los lectores (más o menos decepcionados) zanjen el problema del pensamiento del filósofo sobre esas cuestiones remitiéndose simplemente a sus tendencias políticas.

Las tendencias políticas de Russell

Lo más frecuente es limitarse a caracterizarlas como liberalismo e individualismo. Pero, aparte de que ésa es una descripción vaga, ocurre que incluso para dar una imagen superficialmente adecuada habría que añadirle dos conceptos más, que aparecen en los escritos de Russell con la misma frecuencia y en los mismos contextos que los de libertad e individualismo: los conceptos de organización (o coherencia social) y progreso. Estos conceptos, por otra parte, actúan como limitadores de los otros dos, que se enuncian, en realidad, siempre con una acentuación moderantista. Así, por ejemplo, en Autoridad e individuo: «El problema fundamental que me propongo tratar en este ensayo es el siguiente: ¿cómo podemos combinar el grado de iniciativa individual necesario para el progreso con el grado de coherencia social indispensable para sobrevivir?»7. (Pero a veces la moderación de las nociones liberales y progresistas tiene un sentido socialista más o menos preciso.)

Aún más inexacto aunque tenga su parcial fundamento es atribuir anarquismo a Russell. Las restricciones al despliegue del principio del individualismo y el mismo planteamiento adjetivo del tema de la libertad no obedecen sólo a la despierta sensibilidad de Russell para con los aspectos biológicos, humano-zoológicos de la vida social sensibilidad que le obliga a tener en cuenta cuestiones como las de la coherencia y la supervivencia de la especie, tan frecuentemente ignoradas por el pensamiento subjetivamente revolucionario en sus variedades no-científica8, sino que arraigan también en típicos prejuicios conservadores, principalmente en la idea de la eternidad del estado o poder político. Russell considera imperecedero el estado, sin conocer siquiera la distinción marxiana entre poder político y administración productiva: «Creo que las finalidades primordiales del gobierno han de ser tres: seguridad, justicia y conservación. Estos objetivos tienen la máxima importancia para la felicidad humana y sólo se pueden conseguir por medio de la actuación del estado.»9

No es posible ver opiniones propiamente anarquistas en un hombre que profesaba esa creencia. Lo más propio anticipando la atención que habrá que prestar a sus declaraciones socialistas es probablemente atribuirle un liberal-socialismo progresista, contradictorio a veces con su frecuente pesimismo histórico. El esquema de preferencias políticas dado por Russell en los Principios democracia federal industrial y «socialismo» guildista o gremial es la formulación más completa de esa posición política: «Bajo la influencia del socialismo, el pensamiento más liberal en los últimos años ha estado en favor del crecimiento del poder del estado, pero [ha sido] más o menos hostil al poder de la propiedad privada. Por otra parte, el sindicalismo ha sido tan hostil al estado como a la propiedad privada. Yo creo que el sindicalismo tiene más razón que el socialismo en este respecto, pues tanto la propiedad privada como el estado, que son las dos instituciones más poderosas del mundo moderno, se han hecho perjudiciales para la vida por los excesos de poder […]»10. Se trata aquí de liberalismo con su punta guildista, que en un ambiente como el inglés podía sonar a socialismo. Las declaraciones socialistas de principio abundan en la obra de Russell, y predominan en conjunto sobre las de otro tipo. Pero siempre quedan limitadas en su sentido político concreto por un moderantismo que a lo sumo permite atribuir al filósofo lo que antes se ha llamado «liberal-socialismo». Y sin duda tiene Russell menor percepción de la realidad económico-social que la evidenciada por los principales economistas o políticos burgueses de la época. Esa escasa penetración es por otra parte y entre otras cosas subproducto de la buena voluntad de no aceptar la realidad capitalista dada, ni menos hacer su apología (aunque Russell llegaría a hacerla en algún momento). Pero, la buena voluntad no da de sí para Russell, en materia de propuestas políticas, más que un tibio proyecto de «tercera solución» de sorprendente debilidad intelectual, por su vaguedad y por su carácter utópico, que ignora enteramente la cuestión del contenido social del poder: «Al juzgar un sistema industrial, ya sea éste en que vivimos, ya otro que propongan los reformadores, hay cuatro apreciaciones que hacer. Hemos de considerar si el sistema asegura: 1) el máximo de producción; o, 2) justicia en la distribución; o, 3) una existencia tolerable para los productores; o, 4) los mayores estímulos y libertad posibles para la vitalidad y el progreso […] Yo creo que el cuarto es el más importante de los objetivos a que se debe aspirar, que el sistema presente le es fatal y que el socialismo ortodoxo puede serle fatal también»11.

Puestos a atribuir a Russell precisas opiniones políticas, lo más justificado sería imputarle ese intento liberal-socialista de tercera vía. Pero la vaguedad de la tendencia y, sobre todo, de las soluciones que en la realidad de la lucha de clases resultan forzosamente utópicas, y grotescamente utópicas, dada su modestia reformista, así como el practicismo o empirismo, nada científico, de la posición de método implicada por ese tipo de concepción vaga, ocasionan grandes oscilaciones de las opiniones políticas de Russell. Tras hacer crisis su inicial confianza en la consolidación del progreso burgués ochocentista, Russell ha vivido, hasta 1920 más o menos, una fase de creciente atención y simpatía al movimiento obrero y al socialismo. Esa tendencia se aprecia incluso en el tibio marco liberal-reformista de los Principios (1916): «Cuando la guerra termine, es seguro que la clase trabajadora descontenta prevalecerá en toda Europa y constituirá una fuerza política por medio de la cual se efectuará una grande y definitiva reconstrucción»12. Los adjetivos sugieren que esa predicción es también valoración.

La decepción que produce a Russell el viaje a la URSS reflejada en el libro que recoge su experiencia, Teoría y práctica del bolchevismo (1920) era seguramente inevitable, dado el moderantismo de su esquema político (la URSS de la guerra civil no podía satisfacer inmediatamente ninguno de sus cuatro criterios de estimación de los sistemas sociales) y dada la posición de clase y de grupo del filósofo.

Durante la crisis económica Russell se dedica a cuestiones de moral social. Puede sorprender que un hombre tan sensible como él a los acontecimientos y tan firmemente decidido a no dejarse apresar por los prejuicios diera en esta huida del problema social del momento. Es posible que la naturaleza agresivamente económica de la crisis de finales de los años veinte y principios de los treinta le molestara mucho intelectualmente, hasta el punto de imponerle una reacción de huida: pues el modo russelliano de entender lo económico como mera motivación subjetiva consciente, en una hipóstasis psicologista del marshallismo le dificultaba una contemplación cara a cara de los fenómenos críticos de aquellos años. t

Superada la fase más aguda de la crisis mundial, la producción política de Russell entra en un período de intensa polémica anticomunista vulgar, aunque con ocasionales afirmaciones de socialismo incluso en este período. La vulgaridad llega a extremos gratuitos inverosímiles en Russell. En Elogio de la ociosidad (1935) escribe, por ejemplo: «En tiempos de hambre no había sobrante; los guerreros y los sacerdotes, sin embargo, se aseguraban, de todas formas, tanto como en otros tiempos, de modo que muchos de los trabajadores se morían de hambre». Añade en nota: «Desde entonces, los miembros del partido comunista han heredado este privilegio de los guerreros y sacerdotes»13.

En la Segunda Guerra Mundial hicieron crisis algunas actitudes políticas de Russell, señaladamente el pacifismo de tipo tradicional, ajeno a consideraciones de clase. Él mismo lo tuvo que reconocer con cierto dramatismo durante su período norteamericano. Por eso es sorprendente que la crisis de esas actitudes no repercutiera en una reconsideración de sus puntos de vista políticos. El cambio que se produciría tardaría algo más en llegar. Por el momento la postguerra ve una exacerbación del anticomunismo de Russell hasta formas caracteísticas de la propaganda del imperialismo durante la guerra fría. Ni siquiera falta la identificación del sistema soviético con el nazi: «Por alguna razón que he sido incapaz de comprender, a muchas personas les gusta este sistema cuando es ruso, pero les disgustaba, con ser el mismo, cuando era germánico»14. Más lamentable aún es que tampoco falte, aunque sea ocasionalmente, la apología del capitalismo, mediante sofismas supuestamente críticos («Muchos socialistas querrían añadir al poder político el poder económico a lo que en una democracia requiere distribución igualitaria. Pero podemos prescindir de estas cuestiones verbales»15) o mediante falsedad brutal («La distribución equitativa de la soberanía, tanto económica como política, ha sido casi lograda en Inglaterra, y otros países democráticos avanzan rápidamente hacia ella»16).

En este período llegó Russell a considerar como mal menor un uso preventivo, o coactivo al menos, de la bomba atómica por parte del imperialismo norteamericano contra la URSS, entonces aún desprovista del arma. No puede extrañar demasiado que ante semejante desenfreno apologético Lukács escribiera precipitadamente que «para pensadores como Russell la muerte de la humanidad es una perspectiva más soportable que la del triunfo del régimen socialista»17.

Ese juicio era falso. Los posteriores años de Russell, hasta su muerte, indican que el mayor error político de su vida aquella adopción de la drasticidad de la guerra fría obedeció a la misma causa que la posterior regeneración de su pensamiento político práctico. Russell percibía con intensidad máxima precisamente por su capacidad de ver a los hombres como especie zoológica el peligro del armamento atómico. En un primer momento de ofuscación pensó que la única salida era aceptar un solo señor atómico de todos los hombres señor que no podía ser sino el que entonces esgrimía monopolísticamente el arma, para evitar a tiempo la proliferación del riesgo. (Más tarde ha habido gobiernos con base económica no capitalista y con voluntad expresa socialista que han adoptado actitudes semejantes, pero mucho menos justificables en su caso, a propósito del armamento atómico de la República Popular China.) Una vez que la ruptura del monopolio atómico del imperialismo norteamericano y la progresiva manifestación de la involución capitalista hacia neofascismos económico-militares en las principales metrópolis imperialistas abrieron la mirada de Russell hacia los verdaderos problemas pendientes, la misma sensibilidad «zoológica» al peligro atómico determinó la actitud política antiimperialista que le lanzó de nuevo a la calle en su vejez y determinará para el recuerdo histórico su amable figura luchadora. Dicho sea de paso, la peripecia política de Russell es una buena ilustración de que la razón, el buen sentido, es históricamente socialista, incluso cuando no tiene mucha profundidad: la razón elemental, primitiva, que impone preservar la supervivencia de la especie puede, en una circunstancia excepcional (1945-1950), caer en soluciones no menos elementales. Pero si la historia no se detiene, hasta la racionalidad elemental acaba por ser antiimperialista, y socialista por implicación.

Russell mismo parece haber sabido que lo mejor de su producción político-social era la acción que emprendió contra la guerra imperialista en sus últimos años, particularmente contra los crímenes de guerra (la guerra criminal, dicho con más exactitud) del imperialismo en el Vietnam. Tal vez por eso tuvo interés en dedicar, en su autobiografía intelectual, un capítulo entero «a lo que he intentado hacer a propósito de cuestiones sociales»18. Menos claro es lo que durante muchos años intentó pensar a propósito de ellas.

La línea doctrinal del pensamiento social de Russell

El motivo teórico más permanente en el análisis político-social de Russell es probablemente la noción de impulsos posesivos y creativos, motores por cuya acción se produciría la práctica social. La noción aparece ya en los Principios de Reconstrucción Social (1916) y sigue teniendo importancia básica en Autoridad e Individuo (1949). En los Principios… presentaba (o postulaba) Russell «una filosofía de la política basada en la creencia de que el impulso tiene más efecto que la intención consciente para modelar la vida de los hombres. La mayor parte de los impulsos pueden ser divididos en dos grupos, el posesivo y el creativo, según que su propósito sea adquirir o conservar algo que no puede ser repartido, o traer al mundo alguna cosa de valor, tal como un conocimiento, una obra de arte, un bien, en el que no haya propiedad privada»19.

Esa noción básica se complica a menudo con toda la psicología política implicada en el planteamiento. Así, por ejemplo, en Teoría y práctica del bolchevismo (1920), «cuatro pasiones codicia, vanidad, rivalidad y amor al poder son, después de los instintos básicos, los principales motores de todo cuanto ocurre en política»20. La mayor parte de las veces el desarrollo psicológico es trivial e impreciso, inútilmente «verdadero», como frecuentemente les ocurre a las consideraciones protocientíficas que no llegan a instrumentarse analíticamente. La lista de pasiones dice una verdad trivial de la psicología individual de castas o grupos de políticos, es poco fecunda incluso en cuanto verdadera y falsea la cuestión deja de ser verdadera por callar la limitación de su alcance a la simple psicología individual de la lucha de individuos por un poder cuyo contenido social será esencialmente el mismo lo ejerzan unos u otros (dentro de la misma clase o grupo).

En su libro (de tema sociológico) con más aspiración científica, Power: A new Social Analysis, Russell parece desprenderse de su psicologismo en materia de pensamiento político: intenta, en efecto, hacerse con una abstracción básica definidora de un campo de investigación. El concepto básico que elige es el de poder. «En el curso de este libro tendré ocasión de demostrar que el concepto fundamental de la ciencia social es el de poder, en el mismo sentido en que la energía es el concepto fundamental de la física.» Una vez elegida esa abstracción básica con un fisicalismo muy 1938, pero muy poco Russell, el filósofo enuncia incluso un programa y apunta a un método. El programa es una insistencia en la «analogía de la física: el poder, como la energía, puede considerarse que pasa continuamente de una de sus formas a otra y debiera ser tarea de la ciencia social buscar las leyes de esa transformación». El «método» o modo de proceder se libera algo de la analogía fisicalista y es más genéricamente morfológico: «Las leyes de la dinámica social puedo afirmarlo así únicamente pueden ser establecidas en términos de poder en sus varias formas. Para descubrir esas leyes es necesario, en primer término, clasificar las formas del poder y luego pasar revista a algunos ejemplos históricos importantes de los modos como las organizaciones y los individuos han adquirido el dominio de las vidas humanas».21

La tendencia fundamental del proyecto científico de Russell es mecanicista y ahistórica (la historia sólo ejemplifica). Tiene, además, un punto de partida formalista: se presenta como «concepto fundamental de la ciencia social» un concepto estrictamente político, el de poder sociológicamente sin cualificar. Ese formalismo (como cualquier otro) hace de quien lo profesa un ecléctico en materia política y social, pues una vez reducida la historia a un catálogo de formas sincrónicamente aducibles, no puede haber nada nuevo bajo el sol y todo es un eterno retorno de lo igual, del igual dominio de clase.

La alusión de Russell a las «varias formas» de poder no implica, en efecto, más que lo que dice: se trata de meras formas. La investigación se reduce a un entrecruzamiento de triviales clasificaciones descriptivas, sobre todo las tres tríadas siguientes: a) poder tradicional-poder desnudo-poder revolucionario; b) poder sacerdotal-poder monárquico-poder revolucionario; c) poder económico-poder sobre la opinión- poder ideológico.

Desde luego que un análisis descriptivo formal de esa naturaleza no es enteramente inútil (casi nunca lo son los tipos de análisis inventados, como éste, por Aristóteles), pero se trata de una investigación meramente preparatoria, completamente incapaz de «fundar», como quiere Russell, «la ciencia social». La elección de una abstracción básica no es nunca en sí misma objetable. Pero hay que saber para qué sirve. Con esta del «poder», como con el resultante análisis, de tradición aristotélica, de las formas de gobierno, se pueden conseguir caracterizaciones micropolíticas, descripciones de la particularidad formal de una situación, que prescinden del contenido sociológico general (clasista) de los acontecimientos y son, por lo tanto y paradójicamente, máximamente abstractas a la par que singulares (la «ambición» es la misma en César que en Robespierre, y tan paso de «poder tradicional» a «poder desnudo» y «revolucionario» es el que media entre Moctezuma y Cortés como el que va del zar al Soviet Supremo). El otro genio de la verbalización, el otro Aristóteles de la tradición filosófica, o sea, Hegel, ha notado y bautizado esta paradoja: lo máximamente singular es lo menos concreto, lo máximamente abstracto, porque le falta «el trabajo del concepto». El pensamiento no parece haber avanzado mucho desde esa metafórica imposición de nombres hegeliana.

Una vez adoptada para alguna investigación sociológica la abstracción básica «poder», ninguna de aquellas mecánicas trivialidades de la analogía formal es falsa, y todas pueden tener alguna utilidad propedéutica. Lo formalista y criticable es su conversión en quintaesencia de la sabiduría social, como le ocurre a Russell. Vale la pena insistir en las raíces metodológicas del trabajo del filósofo en este campo, intentar hacerse con alguna explicación instructiva de la pobreza de sus resultados.

El punto de partida metódico de Russell es un sólido lugar común imprescindible: evitar la falacia naturalista o racionalista, el paralogismo de falsa deducción, por el que fanáticos y pensadores epistemológicamente ingenuos creen en la categórica deducibilidad de sus opiniones. Pero es bastante probable que en el espíritu de Russell la evitación de la falacia naturalista casi inmediatamente en la negación de todo tipo de argumentación. Su modo de hablar, por ejemplo, en Teoría y práctica del bolchevismo tiene una punta de vaguedad que da que pensar al respecto: «es indeseable el intento de basar una teoría política en una doctrina filosófica».22 Lo indeseable es, propiamente, pretender que una teoría política se deduce de una doctrina filosófica o de una teoría científico natural. El uso de «basar» o «fundar» por ese párrafo russelliano sugiere el vicio neopositivista antes aludido, formalismo no menos perjudicial en el método que la falacia naturalista, a saber, la identificación de todo argüir, de todo «basar» con el deducir. Esto explicaría el que el método constructivo de Russell en el campo social sea tan meramente empírico y (como consecuencia) tan oscuramente ideológico. Por decirlo con la expresión epigramática de Sidney Hook: «Como pide demasiado, se contenta con demasiado poco»23. La autolimitación del método podría también explicar las frecuentes contradicciones incluso en conceptuaciones básicas, igualmente señaladas por el citado crítico24.

En sustancia da la impresión de que Russell, exclusivamente acostumbrado a la deductividad o teoría fuerte, o bien al análisis homogeneizador propio de la filosofía analítica un análisis al que se podría llamar «horizontal», sin desniveles en el universo del discurso no considera consecuentemente (pese a sus declaraciones) objeto de atención racional lo que pasa entre la «filosofía», como él dice, y la política, entre la ciencia y la práctica social. Hay en su pensamiento una reducción neopositivista de racionalidad a deductividad, una separación estricta de los varios planos reales aislados por abstracción. Esto pone a Russell muy lejos de su hostilizado marxismo, pues en la génesis de éste hay que situar ante todo la reflexión sobre esos intermundia que unen y separan las ciencias unas con y de otras y todas ellas con y de la práctica. Y no es de esperar que Russell, instalado en sus antípodas, tenga muy buena comprensión del marxismo.

Russell y el marxismo

Mala comprensión de Marx hay ya incluso en las básicas nociones que Russell cree compartir con aquél. En Libertad y organización, por ejemplo, se lee: «Concuerdo en lo principal con Marx acerca de que las causas económicas están en el fondo de la mayoría de los grandes movimientos de la historia, no sólo de los movimientos políticos, sino también de los que se producen en departamentos tales como la religión, el arte y la moral»25. Pero la «base» de Marx, lo «económico» de Marx es el sistema de las relaciones y condiciones (Verhältnisse) de producción. «Lo económico» de Russell es, en cambio, una variedad del «impulso adquisitivo» individual. Se puede, pues, afirmar que la concordancia afirmada por Russell es sólo aparente. Russell quiere decir que acepta parcialmente lo que se suele llamar economicismo, no el marxismo.

A esa incomprensión del concepto más básico pleonasmáticamente básico de Marx, el de Basis, se añaden la ignorancia de la noción de fuerza de trabajo como mercancía26 y la repetición de ingenuidades que ya Marx había comentado y rectificado en Zur Kritik der politischen Oekonomie, o sea, en 185927. Esto último no habla muy favorablemente de las lecturas de Russell en el campo de las ciencias sociales.

Si por el lado de la fundamentación Russell yerra respecto de la noción marxiana de «base» y por lo que hace a las zonas medias o cuerpo de la doctrina de El Capital ignora nociones decisivas, al llegar a la resolución del pensamiento de Marx, a su desembocadura en la política y, en general, en la comprensión de los fenómenos sobrestructurales, el filósofo se encuentra, de modo inevitable, con las implicaciones de su error inicial de interpretación; al igual que críticos antimarxistas muy inferiores a él, Russell cree leer en Marx la floja doctrina de una «motivación» económica de la acción individual consciente. Así confunde la noción marxiana de determinación fundamentadora y funcional de las sobrestructuras por la base con una afirmación (no marxista) de psicología social. En Teoría y práctica del bolchevismo: «Toda política es gobernada por los deseos humanos. La teoría materialista de la historia, en último análisis, requiere el supuesto de que toda persona políticamente consciente está gobernada por un solo deseo: el deseo de aumentar su propio lote de comodidades; y, además, que el método para cumplir ese deseo consistirá usualmente en aumentar el lote de su clase, y no sólo el suyo propio individual […]. Para Marx, que heredó la psicología racionalista del siglo XVIII de los economistas ortodoxos británicos, el propio enriquecimiento parecía ser el objetivo natural de las acciones políticas de un hombre»28. Y dieciocho años más tarde, en El Poder…, escribe como consideración crítica del marxismo: «Cuando se han asegurado cierto grado moderado de comodidad, tanto los individuos como las comunidades persiguen el poder más que la riqueza, buscan la riqueza como un medio para el poder, o quieren aumentar la riqueza para aumentar el poder: pero tanto en el primer caso como en el último, su motivo fundamental no es económico»29.

Al hablar de motivación individual, la crítica cae fuera de la temática marxista fundamental, que no es entendida. Por lo demás, Russell no entiende tampoco correctamente la vinculación de Marx con la Ilustración. Esa vinculación se explica con los mismos conceptos de Marx: Marx produce elementos fundamentales de la consciencia revolucionaria del proletariado ascendente. Una clase ascendente representa de modo más o menos duradero los intereses de toda la sociedad, intereses universales, intereses de la especie en cuanto representada por la sociedad de que se trata. Esa es, precisamente, la situación de la consciencia ilustrada de la burguesía (con las limitaciones debidas a la naturaleza ideológica de la universalidad burguesa, puesto que la burguesía no pueda superar/abolir la sociedad de clases). Marx ha recogido con toda consciencia (y no sólo en la génesis de su pensamiento político) elementos «universales» de la Ilustración burguesa. Pero no ha recogido, precisamente, su ideológica ilusión racionalista y naturalista. Para Marx, por lo pronto, no hay objetivos «naturales» de las acciones políticas de un hombre, sino siempre objetivos puestos, construidos, según el modelo de su célebre comparación, reproducida por Engels, del arquitecto con la abeja. Pero, sobre todo, la misma interpretación materialista y dialéctica de la historia implica la negación de la «psicología racionalista del siglo XVIII». Desde La Ideología Alemana (y hasta, en ella, exacerbadamente, por la falta de elaboración y afinamiento crítico del pensamiento marxiano en la época de redacción de ese texto), Marx supone que el caso normal de la acción de clase es precisamente la inconsciencia de clase. Ése es el sentido de la fórmula lapidaria que Lukács recogería, fundadamente, como motivo expresivo de la crítica marxiana de la sobrestructura: «No lo saben, pero lo hacen». Marx, contra la errónea lectura russelliana, ha sido el primer «psicoanalista» explícito.

Todas las falsedades e incomprensiones aludidas hacen pensar que Russell no ha sospechado siquiera el tipo de abstracción básica morfológica que caracteriza el trabajo de Marx en El Capital. Si la historia no fuera historia de las luchas de clases, si la sociedad presente no fuera disimulado escenario de una guerra permanente entre las clases, podría sorprender esa deficiencia de la lectura de Marx por Russell. Pues la abstracción básica de Marx debería haber sido fácilmente identificable para Russell, por dos causas. Primero, porque un filósofo analista y epistemólogo está generalmente muy bien situado para averiguar cuáles son las nociones fundamentales del autor al que lee; segundo, porque la abstracción básica de Marx en sus trabajos más teóricos, la noción de formaciones económico-sociales, tiene mucho que ver con la «dinámica de las formas de poder» que Russell mismo ha descrito aunque reduciendo de modo formalista el concepto de poder en sentido jurídico-político como terna de la «ciencia social»30.

Eso da un motivo más para buscar las raíces de clase de la deficiente comprensión de Marx por Russell.

Las raíces del pensamiento social de Russell

Salvo en la fase de excitación de la guerra fría, Russell ha pretendido oponerse al marxismo y al bolchevismo, al intento de socialismo existente en este siglo, sin defender por ello el capitalismo. En Teoría y práctica del bolchevismo hay una expresión característica al respecto, e interesante también desde otros puntos de vista, a saber, por la implícita afirmación de leyes históricas, tantas veces negadas por el filósofo. Dice así el paso: «Oponerse [al bolchevismo] desde el punto de vista del defensor del capitalismo sería, en mi opinión, enteramente inútil, y contrario al movimiento de la historia en nuestros tiempos»31. Se le pueden creer a Russell las intenciones no apologéticas del capitalismo, porque mientras que la fase de la guerra fría es un período aislado en su vida, en cambio, declaraciones de principio incompatibles con el capitalismo se encuentran en toda su producción literaria. En Roads to Freedom (1918) escribía Russell: «Creo que la abolición de la propiedad privada de la tierra y del capital es un paso necesario para llegar a un mundo en el cual las naciones vivan en paz entre ellas»32. Y casi veinte años más tarde, en In praise of Idleness, fundamentaba la esperanza en un «socialismo democrático» en consideraciones teóricamente socialistas: que la motivación por el beneficio desaparecerá, que es imposible distribuir adecuadamente el ocio bajo el imperio del motivo del beneficio, que mientras éste impere persistirá la inseguridad económica, que el mundo no puede seguir tolerando la existencia de gente ociosa y parásita, que no es posible realizar bajo los azares de la motivación por el beneficio los numerosos servicios públicos que están reclamando satisfacción, y que argumento supremo para Russell no es posible evitar las guerras mientras subsista la economía concurrencial33. En esta misma obra Russell había dado, incluso, sentido socialista a su antifascismo, en contradicción con posteriores palabras suyas, ya citadas aquí, del período de la guerra fría: «Mis objeciones al fascismo son más simples que mis objeciones al comunismo, y, en cierto sentido, más fundamentales. El propósito del comunismo es un propósito con el cual, en conjunto, estoy de acuerdo; mi desacuerdo se refiere a los medios más que a los fines. Pero en el caso del fascismo me disgustan los fines tanto como los medios»34. Se observará, de paso, que esta típica distinción expresa muy bien la característica del pensamiento de Russell en que se inspira el término, antes adoptado, de «liberal-socialismo»: si socialismo fuera sólo pensamiento teórico, Russell sería socialista. Pero socialismo es también pensamiento práctico (y práctica), y el pensamiento práctico de Russell, su pensamiento sobre «los medios», que quiere decir sobre los fines transitorios, es liberal. La unilateralidad meramente «teórica», contemplativa y especulativa, del semisocialismo de Russell habla de una tensión ya presente en el mismo plano teórico, al igual que en las esferas tonales o afectivas. Habría sido falsear los datos el ignorar las declaraciones socialistas de principio de Russell que se acaban de recordar. Pero tampoco es posible olvidar los elementos de consciencia burguesa activa que salen constantemente al paso en la lectura de Russell. En el plano teórico, el más básico de esos elementos es la degradación en biologismo ahistórico de un motivo del pensamiento social de Russell que sería en sí mismo muy de apreciar particularmente en unos años como éstos, en que predomina el olvido anticientífico de instancias reales importantes, a saber, la percepción, siempre abierta para el filósofo, de la sociedad como integración zoológica. La frustración de ese motivo en un antihistoricismo inevitablemente conservador, como toda ignorancia de la historia se manifiesta sobre todo en la doctrina político-social russelliana de los instintos básicos y las pasiones. No es probable que la crítica del pensamiento social de Russell pueda mejorar sobre este punto la exposición de McGill, que precisa la función de «apologética indirecta» (por usar el penetrante término lukácsiano) que tiene esa doctrina: «La teoría del señor Russell sobre el poder y la codicia no es, tal vez, tan importante es sí misma cuanto en el uso al que se aplica. La teoría suministra justificación del general escepticismo y del pesimismo de sus libros, así como de su visión estática o cíclica de la historia, basada en el monótono flujo y reflujo de las pasiones; y ofrece también la razón principal para condenar o despreciar toda institución que posea poder real e intente conquistar más poder, sobre todo si esa institución sostiene ideas parecidas a las del señor Russell»35. La última y aguda observación de ese párrafo apunta a una reacción común entre intelectuales, a la particular impaciencia de éstos con los resultados históricos siempre en proceso de la real lucha de clases, a la tenaz sustitución por los intelectuales de la realidad revolucionaria por las «ilusiones heroicas». Pero aunque la reacción sea frecuente incluso entre intelectuales más concretamente socialistas que Russell, en éste el fundamento teórico de esa conducta es inequívocamente burgués, por su psicologismo y su mecanicismo formalista, que eternizan contemplativamente los datos sociopsicológicos como si se tratara de constantes biológicas. Por eso está justificada la protesta irritada de V. J. McGill:, «La reforma de las pasiones es una idea constante del señor Russell. Si se tratara de algo realmente fundamental, Russell nos hablaría más del método para conseguir esa reforma, y nos administraría menos pesimismo»36. Lo esencial del juicio de McGill que no parece refutable mientras la consideración del pensamiento político-social de Russell no atienda más que a la doctrina articulada en escritos es la inserción del filósofo en la tradición de críticos temerosos de la fuerza social el «pueblo», la burguesía, la clase obrera que en las varias fases históricas había de ser agente del cambio: «Un luminoso escepticismo solar, basado en una teoría de las pasiones que tiende siempre al fatalismo, constituye el trasfondo persistente de sus varios libros de finalidades reformistas. Como en el caso de Montaigne, de Condillac y de Voltaire, lo que se recuerda y queda es la brillante revelación de la locura y la perversión humanas, no los ocasionales remedios sugeridos»37.

El pesimismo russelliano y el tono elegíaco ya antes observado son explícitamente nostalgia de la serenidad de ánimo progresista. Russell ha escrito en My Mental Development que cuando estaba en Cambridge «el mundo parecía esperanzador y sólido; todos estábamos convencidos de que el progreso del siglo XIX continuaría»38. Puesto que el mismo Russell y en la misma época a que aluden las palabras recién recordadas conocía los límites y las ambigüedades del progreso burgués, la evocación del perdido estado de ánimo documenta la contradictoriedad de una consciencia dividida entre la adhesión a un momento del proceso histórico caracterizado por el ascenso del capitalismo y el reconocimiento de la caducidad de esa situación.

En la tonalidad elegíaca se manifiestan las raíces burguesas del pensamiento social de Russell no menos que en el biologismo ahistórico de sus concepciones básicas. Lo mismo se puede decir del formalismo metódico de Russell en el campo de los problemas político sociales. La célebre carta de Russell al New York Times (11 de febrero de 1941), en la que explicaba el abandono de su anterior pacifismo genérico, es una muestra muy interesante de aquel formalismo, precisamente por lo patético del contexto: «Hasta la entrevista de Munich, incluyendo ese mismo momento, fui partidario de la política de apaciguamiento […] Fui incluso más lejos que la mayoría, y creí que en aquel momento histórico había que evitar la guerra por grave que fuera la provocación. Cambié de opinión luego […] A la vista de lo que ha ocurrido desde entonces, parece que habría sido mejor para el mundo que Alemania hubiera sido frenada en un estadio anterior; pero sigo pensando que los argumentos en favor de la política de apaciguamiento eran muy sólidos»39. Lejos del plano teórico, el formalismo del pensamiento político de Russell es todavía más llamativo: como si no existiera no ya la obra de Marx, sino ni siquiera un manual de sociología académica, Russell habla del Pacto de Munich como de una cuestión técnica sin contenido de clase, como si las razones de los políticos imperialistas occidentales para firmarlo no hubieran sido las de una postrer esperanza de la burguesía monopolista occidental de resolver la crisis interna imperialista descargando la tensión mediante una estrategia unitaria antisocialista, lo que en la época no podía significar sino estrategia contra la URSS. (Todo lo cual no implica particular perversión personal de Daladier y Chamberlain, sino pura y simplemente un modo de intentar resolver los problemas del imperialismo, diferente del luego preferido por Churchill, De Gaulle y Roosevelt.)

Esta reducción de la decisión política a cuestión de cálculo o técnica sin determinación o contenido social es la consecuencia práctica del formalismo general del pensamiento de Russell. El formalismo llevado a ese extremo permite calificar un poco más precisamente la naturaleza ideológica de ese pensamiento. El formalismo, en efecto, es característico, en su pureza, de una precisa capa burguesa moderna. No basta con decir genéricamente que es ideología burguesa. Con la difuminación propia de las generalizaciones en este campo, se puede pensar que el formalismo es sobre todo característico de la capa intelectual no-gobernante de la burguesía en el poder. El sentido social del formalismo es una utópica afirmación casi siempre inconsciente del poder de los intelectuales, lo que no quita que el núcleo burgués monopolista que verdaderamente domina la sociedad adopte activamente. esa ideología falsamente antiideológica. Lo hace sobre todo en momentos de particular florecimiento de su dominio, pues fingirse libre de ideologías es afirmarse como definitivamente hegemónico, como sostenido por la mera fuerza de la realidad. Pero sólo en formas vulgarizadas como en la ideología tecnocrática llega a tener éxito político esa ideología del grupo intelectual. Y entonces es, en aparente paradoja, cuando pierde su inicial contenido preciso de grupo y se concreta en apología de las capas burguesas directamente dominantes, que se mimetizan con el ambiente técnico.

Las páginas de Russell abundan en enunciados reveladores de las nostalgias, las ambiciones y los valores de la capa intelectual burguesa no dominante, pero presente en el aparato hegemónico, al menos en el interno a la burguesía. Así, por ejemplo, en Teoría y práctica del bolchevismo, «quienes aceptan el bolchevismo se niegan a dejarse persuadir por las pruebas científicas y cometen un suicidio intelectual»40. El gran burgués no es tan sensible a ese suicidio como a otros, y hasta se podría sospechar que esa muerte no le quita en absoluto el sueño. Se lo quita a su intelectual, en cuyo sistema de valores la vida intelectual ocupa el lugar más alto y en cuyas pesadillas aparecen mucho más frecuentemente Zdanov e Ilichov, sosias de los censores fascistas, que los técnicos del control de tiempos que pueden protagonizar pasivamente ciertas fantasías obreras.

Dicho sea de paso a propósito del breve texto de Russell recién citado: también hay otras posibilidades de cometer suicidio intelectual. Pues si no hay una relación de implicación entre la «filosofía» social y la práctica social, entre la actividad intelectual pura y la práctica, como lo afirma justamente Russell, ¿por qué va a implicar la acepción del bolchevismo de una práctica un suicidio intelectual? La falacia naturalista se puede cometer también por implicación inversa, como la comete aquí Russell.

Más, incluso, que el formalismo, el idealismo, el subjetivismo y el psicologismo del método del pensamiento social de Russell documenta su naturaleza ideológica la falta de conceptos totalizadores. Éste es un rasgo genéricamente burgués, pero también específico del grupo intelectual moderno. La particularidad de la capa dentro de la clase en las condiciones modernas de la división del trabajo tiende a manifestarse en fragmentariedad de la visión. Esa fragmentariedad es hasta ahora el precio del rendimiento analítico de los intelectuales (no sólo en la época moderna). La entera clase dominante acarrea en mayor o menor medida la particularidad, el particularismo de la visión de sus intelectuales, porque el rendimiento analítico de éstos le ha enseñado a respetar como virtud esa insuficiencia. Pero no siempre es fecundo el reverso de la fragmentariedad individual. A veces es estéril y ridículo, aunque proceda de la masa encefálica de Russell: «En un mundo sensato, todos los que estuvieran en relación con la manufactura de alfileres se dedicarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes».41 No parece fácil encontrar una manifestación más notable de la incapacidad de pensar el todo social concreto. La idea de que un capítulo del sistema económico pueda alterarse drásticamente «y todo lo demás continuar igual» parece insuperable. Y sin duda lo es como chiste. Pero en la misma obra de Russell se encuentra rebasada por desarrollos terciafuercistas que reducen las cuestiones históricas a problemas técnicos olvidando la articulación totalizadora del sistema social, el hecho de que la evidente presencia de elementos heterogéneos en una formación social no puede ser objetivo estable de la acción política, sino que es resto cambiante, testimonio de la resistencia del pasado, a menos que se trate de una heterogeneidad en gran parte ficticia, esencialmente asimilada por las sustancias y las características dominantes del sistema; o sea, a menos que la heterogeneidad carezca de importancia para la lucha de clases, para la distribución del poder en la sociedad. Lo cual no es precisamente el caso de esta formulación temprana de la utopía moderada y formalista de Russell: «La abolición de la empresa capitalista privada, que piden los socialistas marxistas, apenas si parece necesaria. Los más de los hombres que construyen sistemas de reformas, como los más de aquellos que defienden el statu quo, no conceden bastante importancia a las excepciones y a la insensibilidad de un sistema rígido. Una vez restringida la esfera del capitalismo y rescatada de su dominio una amplia proporción de la población, no hay razón para desear que sea abolido totalmente».42 Y, sin embargo, Russell habría podido descubrir muy bien la razón que hay para ello, pues él ha usado a troche y moche la palabra que la expresa: esa razón es el problema del poder, pero del poder concreto.

Formalismo (con su secuela de ideología tecnocrática), subjetivismo, idealismo, psicologismo son las documentaciones principales de la ideología de grupo-en-clase, de grupo intelectual en la clase burguesa, que caracteriza el pensamiento social de Russell. En el plano teórico todos esos rasgos desembocan en la falta de conceptuación totalizadora, característica de la burguesía descendente y, con más inmediata motivación, del grupo intelectual que corresponde orgánicamente a esa clase dominante en la fase final del imperialismo. Círculos intelectuales burgueses más ignorantes o más ligados ideológicamente al pasado pueden aún arbitrar sistemas culturales totalizadores, pero sólo mediante la ignorancia programática de la realidad económica (producción) y sociocultural (destrucción de viejos vínculos microsociales y caducidad de creencias integradoras tradicionales). De aquí que la mayoría de esos arbitrarios intentos de suministrar a este capitalismo tardío una totalización cultural se apoyen tan a menudo, desde Klages y algunos motivos de Nietzsche hasta las varias modas mágicas, orientalistas y neoschopenhauerianas, en el irracionalismo que aparece y reaparece durante todo el siglo XX en la agitada imagen ideológica, con un prolongado forcejeo que caracteriza la época de crisis, de final de este nuevo antiguo régimen.

Los escritores más orgánicos con la clase dominante están demasiado cerca intelectualmente de las reales condiciones de la producción capitalista-monopolista para permitirse ilusiones totalizadoras, conocen demasiado bien la situación social de la ciencia en esta era para poder creer en su regeneración cultural. Cuando, con ese conocimiento, son cabezas rectas en las que la voluntad de engaño resulta, cuando menos, inverosímil (como es el caso de Russell), la ausencia de instancias totalizadoras en su pensamiento es a la vez testimonio de la fiabilidad intelectual de estos autores, de su organicidad con la clase dominante y de la fragmentación del sistema.

Tiene interés pasar, por un momento, del plano más conceptualizado, más teórico, a los universos del discurso más inmediatos, prácticos y emocionales, para recordar unos cuantos textos curiosos de Russell que expresan directamente unas veces con angustia, otras con optimismo petulante ansias específicas del grupo intelectual que acaso no digan gran cosa al núcleo de la gran burguesía. Este tema de la caracterización particularizadora del grupo intelectual dentro de una clase dominante tiene una larga tradición con capítulos arcaicos tan prestigiosos como los que se podrían encabezar con los rótulos «Demócrito» y «Platón». Pero sin duda ha cobrado mayor importancia con la inserción directa o indirecta de una gran cantidad de intelectuales en el ciclo productivo, según las tempranas observaciones de Gramsci, que es el clásico marxista del tema.

La contraposición entre libertad exterior (a la que se está dispuesto a renunciar en alguna medida) y libertad interior (absolutamente irrenunciable) es, sin duda, en parte herencia religiosa del cristianismo, con su implícito desprecio de lo «exterior». Pero tampoco puede dudarse de que es un prejuicio que viene como anillo al dedo al idealismo profesional (es decir, socialmente funcional) del grupo de los intelectuales: la sublimidad de lo «interior» es a la autoestimación y a los privilegios del trabajo intelectual como la vileza de lo «exterior» a la modestia de los salarios; lo «interior» es intelectual y lo «exterior» es manual. Russell construye abiertamente este prejuicio de casta, con el agravante, a veces, de una aceptación acrítica de la organización de la ciencia tal como hoy existe: «El doble problema de preservar la libertad interior y disminuir la exterior es problema que el mundo debe resolver, si han de sobrevivir las sociedades organizadas sobre el conocimiento científico».43

Otras veces el rendimiento intelectual se presenta en los escritos de Russell como valor excepcional capaz de justificar incluso lo que el filósofo está condenando en el mismo contexto: «El concepto del deber, hablando históricamente, ha sido el medio utilizado por los detentadores del poder para inducir a los demás a vivir por el interés de sus amos más que por su propio interés. Por supuesto que los detentadores del poder disimulan este hecho ante sus propios ojos, arreglándoselas de manera que llegan a creer sus intereses idénticos a los grandes intereses de la humanidad. Algunas veces esto es verdad: los atenienses poseedores de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su ocio aportando una contribución permanente a la civilización que hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo»44. La posición del grupo intelectual oculta aquí a Russell una hipótesis demasiado gruesa para ser implicación inconsciente de un pensador tan crítico como el filósofo, a saber, que los descubrimientos e invenciones griegas sean funciones del esclavismo en general. ¿Por qué en Grecia, entonces, y no en Mesopotamia o el norte de África, aún más abundantes en esclavos? Una cosa es que la concreción histórica «ciencia griega» haya nacido efectivamente como ha nacido. Otra la afirmación metafísica de que sólo habría podido nacer así. Aparte de eso, no se ve que los esclavos griegos quedaran incluidos en el «interés general de la humanidad» promovido por sus parásitos señores. Lo que sí se ve en la reflexión de Russell es el valor excepcional dado a lo que represente función de los grandes intelectuales. Sus palabras implican que sólo el Organon (y quien dice Organon dice Principia Mathematica) puede justificar la esclavitud, la jurídica o la salarial.

No falta tampoco el sospechoso motivo platónico del «sabio», la presentación del pensador como modelo de conducta política. El fundamento de esta tesis es siempre, desde Platón, la concepción psicologista y moralista de la vida social, según una visión que ignora la materialidad de las clases. Así ocurre también en la exposición de Russell: «Si los impulsos fueran menos tenidos en cuenta, si el pensamiento fuera menos dominado por la pasión, los hombres preservarían sus almas contra la aparición de la fiebre guerrera y los conflictos serían arreglados amistosamente. Solamente aquellos en quienes el deseo de pensar verdaderamente constituye una pasión son los que hallarán este deseo en condiciones de dominar las pasiones de guerra»45.

La prosopeya de ese «aquellos» mayestático contenía ya la ingenua petulancia desvergonzada con que Russell reivindica los privilegios del grupo intelectual orgánico de la clase dominante: «[…] la eficacia de los trabajos mentales, incluyendo el trabajo de la educación, requiere verdaderamente más comodidades y períodos más largos de reposo de los que se requieren para la eficiencia del trabajo físico, aunque sólo fuera a causa de que el trabajo mental es menos sano fisiológicamente»46. No se le escapa a Russell que esa declaración puede resultar poco grata a algunos obreros atrabiliarios. Y hay que evitar toda «oposición peligrosa del trabajo [organizado: inglés labor] contra la vida mental». La solución «no está en ir contra el movimiento obrero, que es demasiado fuerte para ser contrariado con justicia». La verdad es que tampoco esta abierta declaración resultaría muy agradable a uno de esos obreros aludidos, excesivamente suspicaces. Por eso el final del desarrollo es bondadosamente paternalista: en el fondo, se puede hasta admitir que los obreros piensen, aunque siempre es mejor que deleguen el pensamiento en los intelectuales progresistas: «El camino recto es mostrar por la práctica que el pensamiento es asequible a los trabajadores, que sin el pensamiento no se pueden realizar sus reivindicaciones positivas y que hay hombres en el mundo del pensamiento que quieren consagrar sus energías a ayudar a la clase trabajadora en su lucha. Estos hombres, si son inteligentes y sin ceros, pueden evitar que el trabajo [sindicado: labor] se convierta en destructor de lo que es la vida del mundo intelectual»47. Al lector de Russell corresponde averiguar si esos hombres inteligentes y sinceros son dirigentes sindicales socialdemócratas o, lisa y llanamente, funcionarios de la policía social.

Por lo demás, no crean los obreros que el intelectual burgués es, como el burgués por excelencia, insaciable y cruel. Los grandes burgueses son, en efecto, seres ansiosos de riqueza, porque han de acumular individualmente para invertir privadamente. Pero su intelectual orgánico no es así. Antes al contrario, le repugna la «adoración del dinero»: «Quiero demostrar cómo la adoración del dinero es un efecto y una causa de la disminución de vitalidad y cómo deben ser cambiadas nuestras instituciones en el sentido de que la adoración del dinero aumente menos y crezca más la vitalidad general. No es el deseo del dinero, como medio para alcanzar objetos determinados, lo que está en cuestión. Un artista luchador desea el dinero a fin de tener holgura para su arte; pero este deseo es finito» a diferencia del del gran burgués «y se puede satisfacer plenamente con una suma muy modesta»48. Ese texto, representante de toda una larga serie de análogas declaraciones tradicionales en los intelectuales de la era burguesa, desde Erasmo hasta Unamuno, se podría leer como una farisaica disculpa ante la clase obrera por los privilegios del grupo intelectual, acompañada por un servil guiño de reojo a la gran burguesía dominante. Diría así a los unos: «nuestro privilegio, por lo demás imprescindible para la ficacia del trabajo mental, es muy modesto». Y sugeriría a los otros: «No os saldremos caros». Todo esto está connotado, efectivamente, por la formulación. Pero su denotación central es otra: es la afirmación programática de la utopía social tantas veces realizada individualmente por intelectuales de la dorada medianía pequeñoburguesa, serena e intelectualmente fecunda, frente a la peligrosidad del veloz cambio capitalista, protagonizado por la pugna sorda o abierta de las dos clases definitorias o principales, la gran burguesía y el proletariado. Por más orgánica que sea a la clase dominante, el grueso de la intelectualidad burguesa de corte tradicional es, en su consciencia, no burguesa a secas, sino precisamente pequeñoburguesa: le repugna la hybris de sus patronos y le asusta la activa respuesta de la clase obrera. El mundo ha seguido moviéndose aún después de que se conquistaran las dos cosas a que aspiró, hasta el siglo XIX, en unión con el resto de la burguesía, el intelectual tradicional, sobre todo el muy productivo, el «gran intelectual», como decía Gramsci: la libertad de expresión y la posibilidad de entrar en un mercado, dejando de ser siervo personal del mecenas. Como el Advenedizo del Faust, el intelectual burgués sobre todo el «grande», el que produce y articula hegemonía querría detener el mundo, ahora que está tan bien instalado en él. (Habría querido detenerlo, ás propiamente, hacia 1910; al menos en los países más industrializados.) La peculiaridad pequeñoburguesa del gran intelectual burgués es el fundamento de dos fenómenos característicos: la vacilación de sus concepciones políticas tomada por Lenin, en una caracterización célebre, como esencia de la consciencia pequeñoburguesa y la desconfianza y hasta hostilidad con que le miran los mismos que le conceden una modesta cuota de plusvalía (cuando se la conceden y no se limitan a arrancarle a él menos que a los obreros), o sea, la alta burguesía, particularmente en las fases en que ésta recurre a métodos fascistas de organización de su dominio.

Ambos rasgos se presentan en Russell con exagerada acentuación. Pocos grandes intelectuales burgueses tan contradictorios como él, desde sus intemperancias en la guerra fría hasta sus declaraciones de socialismo y sus actividades antiimperialistas. Y pocos tan antipáticos como él, a su propia gran burguesía, la cual le permitió conocer detenidamente sus cárceles y sus tribunales.

Aparte de que la génesis ideológica de una proposición no determina su valor lógico, sino su función posible en un momento dado de la lucha de clases, la agudeza lógica de Russell y la calidad moral de sus actitudes personales bastan para que no se abandone la consideración de su pensamiento sin preguntarse por lo que puede aprender de él el socialismo existente.

La enseñanza de Russell

Dos tipos de enseñanza contiene la obra de Russell que pueden ser útiles para el pensamiento socialista: enseñanza crítica y enseñanza programática.

Las críticas de Russell a la experiencia de la III Internacional, y principalmente a la soviética, son a menudo superficiales. Pero al menos en tres puntos tienen interés.

El peligro de «bonapartismo», de detención de la transformación socialista y consolidación de algún estadio de su camino antes de llegar a los más esenciales, es, desde los escritos de Trotski, una cuestión muy conocida. Se trata de un riesgo visible, que ha sido percibido desde varios puntos de vista en el seno mismo de la tradición bolchevique: Gramsci, por ejemplo, había visto el riesgo bonapartista, la militarización de un statu quo revolucionario parcial, precisamente en las actitudes de Trotski en la primera mitad de la década de 1920. Hay que decir que Russell había señalado ese problema antes que Trotski y antes que Gramsci, en 1920, durante la guerra civil rusa: «En la presente situación me parece ver tres posibilidades. La primera es la derrota final del socialismo por las fuerzas del capitalismo. La segunda es la victoria de los bolcheviques acompañada por una completa pérdida de sus ideales, y un régimen de imperialismo napoleónico».49 La base de esa observación de Russell es su pesimismo histórico, antirrevolucionario y claramente burgués. Pues «la tercera [posibilidad] es una prolongada guerra mundial, en la que la civilización puede venirse abajo, y todas sus manifestaciones (incluido el socialismo) ser olvidadas», de modo que lo único que no es posibilidad alguna es un buen desarrollo socialista. Pero, repítase, génesis no es lo mismo que valor veritativo de una proposición: queda el hecho de que Russell ha visto el riesgo de bonapartismo en la URSS mucho antes de que fuera posible atribuírsele al chivo expiatorio (nada inmaculado, por lo demás) J. V. Stalin. Eso es una seria advertencia para el pensamiento socialista no utópico.

Aun antes, en 1916, Russell había subrayado la difícil problemática de la propiedad social en el período de construcción socialista, la importante cuestión de las relaciones entre la clase obrera y su estado, tan a menudo encubierta por el entusiasmo ideológico: «En una comunidad socialista, el Estado sería el patrón y el obrero individual tendría una intervención en su trabajo casi tan pequeña como la que tiene al presente. Esa intervención, si se ejercía, sería indirecta, por medio de los canales políticos, y tan insignificante y vaga que no proporcionaría una satisfacción apreciable»50. La estimación russelliana ignora todo el elemento propiamente soviético (de los consejos obreros) del pensamiento socialista. Pero, como lo muestra una experiencia abundante, esa ignorancia no anula todo el valor de la observación.

En este plano crítico, por último, se puede recordar el útil reverso de su idealismo, ya criticado aquí: la insistencia de Russell en la dinámica de las sobrestructuras en general y de la política en particular (cuestión del poder del estado) es un correctivo del mecanicismo que él mismo profesa tan a menudo.

No menos interesantes son, como motivo de reflexión socialista, observaciones de Russell que apuntan constructiva o programáticamente a necesarios cambios de acentuación en el razonar revolucionario. Ya en 1916 ha condenado Russell la moral de la eficiencia pura, viendo acertadamente en ella su raíz capitalista: la «filosofía del dinero», «aparte de otros deméritos, es dañosa porque conduce a los hombres a aspirar a un resultado más bien que a una actividad […]51». Russell no es nunca medievalizante: ese pensamiento se tiene que leer como propuesta de que una sociedad futura se plantee como problema la tensión entre la necesaria eficacia social y la esencialidad del objetivo de poner la vida por encima de la función.

En Elogio de la ociosidad, Russell denuncia algo que la literatura socialista tardó en identificar como escollo grave para la formación de la consciencia de clase y revolucionaria en general: «La preocupación maquinista ha producido lo que podríamos llamar la falacia del manipulador, que consiste en tratar a los individuos y a las sociedades como si fueran inanimados, y como si los manipuladores fueran seres divinos»52.

La motivación libertaria que se transparenta en varios de los puntos aludidos se explicita en el terreno de la política cultural: «Es en las cuestiones que los políticos suelen ignorar ciencia y arte, relaciones humanas y la alegría de vivir adonde el anarquismo es más sólido […] El mundo que debemos buscar es un mundo en el que el espíritu creador esté vivo, en que la vida sea una aventura llena de alegría y esperanza, basada más bien en los impulsos constructivos que en el deseo de retener lo que poseemos o de apoderarnos de lo que poseen otros»53. Como queda dicho, Russell no ha profesado un anarquismo consecuente. Pero la punta de inspiración libertaria que hay en su pensamiento anima todas esas ideas críticas o programáticas en las que es posible ver enseñanza o motivo, al menos, de reflexión para el socialismo marxista; éste es el único socialismo que ha conseguido hasta hoy construir realidad social, y debería ser ya lo suficientemente maduro y experto para prestar atención, con la mirada puesta en sus propias deficiencias, a los motivos de otra tradición revolucionaria que se ha mostrado incapaz hasta ahora de vencer la resistencia de las clases dominantes capitalistas, pero que dispone también de un tronco de experiencia social pertinente para la construcción del socialismo. Un debilitado eco de esa tradición basta para hacer de Russell un crítico interesante de la experiencia socialista.

De todos modos, la aportación más valiosa de Russell a la formación de una consciencia socialista y a la comprensión del mundo presente es involuntaria: es la aportación de su mero ser político-social, el significado de Russell no como autor, sino como dato. El pensamiento social de Russell es muy valioso como dato porque es un pensamiento honrado, incluso cuando resulta superficial. El dato Russell está cargado de información sobre la situación del filósofo, el científico y el artista (él fue todo eso) en una época de transición revolucionaria. Russell revela la desesperación inicial sobre los valores de la antigua formación social e, inconscientemente, sobre la posición de los intelectuales tradicionales («una fe nueva y duradera escribe Russell en Misticismo y lógica puede erguirse sólo sobre el firme fundamento de una desesperación inexorable»54). Y revela también los momentos vacilantes de debilidad, característicos del intelectual consciente de la crisis del nuevo antiguo régimen, pero sin raíces orgánicas con el movimiento obrero («[… ] el mundo se movía cada vez más en dirección a la guerra y la dictadura, y no vi que pudiera hacer nada útil en el terreno práctico. Por eso me dediqué más a la filosofía y a la historia de las ideas»)55. Y presenta, por último, en los momentos de recuperación desde aquella debilidad, la afirmación de que la función del científico y del filósofo es democrática y revolucionaria, que el científico debería luchar contra «la ascendencia del fascismo», porque esa ascendencia es «la rebelión contra la razón»56.

En Russell, como dato, cobra sentido la casi inabarcable serie de contradicciones entre sus afirmaciones político-sociales de años diferentes y a veces de un mismo año. Muchas de esas inconsecuencias se han recogido aquí sin particular piedad. Pero también es obligado recordar que la última aportación de Russell, su involuntaria revelación de la crisis de la función tradicional de los intelectuales, es sobre todo valiosa porque fue acompañada y autentificada por la práctica. Aquí no se contentó, como en la teoría social, con demasiado poco por haber exigido verbalmente mucho, sino al contrario. Y esto es también una enseñanza.

Notas
1 «Reply to Criticisms», en The Philosophy of Bertrand Russell, editado por Paul Arthur Schilpp, 3.ª ed., New York, 1951 (sigla TPBR), pp. 730-731.
2 Sidney Hook, «Bertrand Russell’s Philosophy of History», en TPBR, p. 646.
3 Freedom and Organization, London, 1934, pp. 198-199.
4 En el prólogo a Roads to Freedom, por ejemplo, Russell enumera las «causas principales del cambio político entre 1814 y 1914». Que resultan ser: la técnica económica; la teoría política o los ideales políticos; los individuos de capacidad excepcional o en posición estratégica; el azar. ¿Cuáles serán las causas secundarias?
5 «El concepto de la «filosofía» en Russell», en Homenaje a Bertrand Russell, recopilación de ensayos por Ralph E. Schoenman, Barcelona, 1968 [sigla HBR], p. 204.
6 History of Western Philosophy, London, 1945, p. 11.
7 Autoridad e Individuo, México; 1949, p. 9.
8 De todos modos, ya la misma consciencia de lo biológico que se aprecia en el pensamiento de Russell (y no sólo a propósito de cuestiones sociales, sino también, por ejemplo, en algunas fases de su epistemología) puede tener consecuencias conservadoras, porque le falta consciencia histórica con la que sintetizarse o complementarse. Esa carencia la hace fijista, degrada a veces la consciencia biológica en un biologismo fatalista que considera eternos fenómenos en realidad históricos, como el «deseo de dominio» y otros «instintos». He aquí un ejemplo particularmente significativo, porque procede de una de las temáticas en que Russell ha sido más libre: la ética sexual. «El deseo de dominio es un ingrediente de la mayoría de las pasiones sexuales de los hombres, especialmente de los que son fuertes y serios […] El resultado es una lucha por la libertad, de una parte, y por la vida, de otra. Las mujeres sienten que tienen que proteger su individualidad; los hombres sienten, frecuentemente de un modo implícito, que la represión del instinto que se les pide es incompatible con el vigor y la iniciativa. El choque de estos dos momentos opuestos hace imposible la mezcla real de personalidades. […] Yo dudo que haya una cura radical, a no ser alguna forma de religión tan firme y sinceramente creída que dominara hasta la vida del instinto.» (Principios de Reconstrucción social, Madrid, 1921, pp. 204-205.)
9 Autoridad e Individuo, p. 223.
10 Principios.., p. 47.
11 Ibid, pp. 128-129.
12 Ibid, p. 260.
13 Elogio de la ociosidad y otros ensayos, Madrid, 1953, p. 23
14 El impacto de la ciencia en la sociedad, Madrid, 1952, p. 62.
15 lbid., pág. 78.
16 lbid., pág. 120.
17 Georg Lukács, El Asalto a la Razón, Barcelona-México, 1968, p. 655.
18 «My Mental Development», en TPBR, p. 16.
19 Principios…, p. 5.
20 Teoría y práctica del bolchevismo, Barcelona, 1969, p. 110.
21 El poder en los hombres y en los pueblos, Buenos Aires, 1946, pp. 12-14.
22 Teoría y práctica del bolchevismo, p. 101.
23 Sidney Hook, en TPBR, p. 648.
24 V. Sidney Hook en TPBR, especialmente p. 652.
25 Freedom and Organization, p. 198.
26 Cfr. German Social Democracy, London, 1896, p. 18.
27 Ibid.
28 Teoría y prdctica del bolchevismo, pp. 106-107.
29 El poder, p. 11.
30 Partiendo de esas incomprensiones básicas, Russell cae en tópicos antimarxistas del tipo vulgar y propagandístico. Así, por ejemplo, escribe en Teoría y práctica del bolchevismo, p. 7 (prólogo) que Marx «sugería una, concepción de los seres humanos como muñecos en las garras de fuerzas materiales omnipotentes». Russell merece la piedad de que no nos detengamos ante cosas así. Lo único imprescindible es señalar el origen de clase de esas interpretaciones. Ése es el objeto de la sección siguiente.
31 Teoria y práctica del bolchevismo, p. 21.
32 Roads to Freedom, London, 1918, pp. 150-151.
33 Elogio de la ociosidad, pp. 127-153.
34 Ibid, p. 115.
35 McGill, V. J.: «Russell’s Political and Economic Philosophy», en TPBR, p. 589.
36 Ibid., p. 594.
37 lbid., p. 582.
38 «My Mental Development», en TPBR, p. 9.
39 Del comentario de McGill en TPBR, p. 585.
40 Teoría y práctica del bolchevismo, p. 94.
41 Elogio de la ociosidad, p. 26.
42 Principios , pp. 147-148.
43 El impacto de la cie11cia en la sociedad, p. 56.
44 Elogio de la ociosidad, p. 24.
45 Principios, p. 12.
46 Ibid., p. 45.
47 lbid., p. 46.
48 lbid., pp. 120-121.
49 Teoría y práctica del bolchevismo, p. 8.
50 Principios…,p. 147.
51 lbid., p. 262.
52 Elogio de la ociosidad, p. 120.
53 Roads to Freedom, Introducción.
54 Misticismo y lógica, Buenos Aires, Paidós, 1967. (Retoco la traducción según el original.)
55 «My Mental Development», en TPBR, p. 18.
56 Elogio de la ociosidad, p. 88.
Fueron frecuentes las referencias a Russell en sus clases de Metodología de las Ciencias Sociales a partir del curso de 1976-1977 en adelante. Pero, salvo error por nuestra parte, no dedicó al filósofo británico ningún seminario específico.

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