Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La hegemonía

Raymond Williams

La definición tradicional de “hegemonía” es la de dirección política o dominación, especialmente en las relaciones entre los Estados. El marxismo amplió la definición de gobierno o dominación a las relaciones entre las clases sociales y especialmente a las definiciones de una clase dirigente. La “hegemonía” adquirió un sentido más significativo en la obra de Antonio Gramsci, desarrollada bajo la presión de enormes dificultades en una cárcel fascista entre los años 1927 y 1935. Todavía persiste una gran incertidumbre en cuanto a la utilización que hizo Gramsci del concepto, pero su obra constituye uno de los principales puntos críticos de la teoría cultural marxista.

Gramsci planteó una distinción entre “dominio” (dominio) y “hegemonía”. El “dominio” se expresa en formas directamente políticas y en tiempos de crisis por medio de una coerción directa o efectiva. Sin embargo, la situación más habitual es un complejo entrelazamiento de fuerzas políticas, sociales y culturales; y la “hegemonía”, según las diferentes interpretaciones, es esto o las fuerzas activas sociales y culturales que constituyen sus elementos necesarios. Cualesquiera que sean las implicaciones del concepto para la teoría política marxista (que todavía debe reconocer muchos tipos de control político directo, de control de clase y de control económico, así como esta formación más general), los efectos que produce sobre la teoría cultural son inmediatos, ya que “hegemonía” es un concepto que, a la vez, incluye -y va más allá de- los dos poderosos conceptos anteriores: el de “cultura” como “proceso social total” en que los hombres definen y configuran sus vidas, y el de “ideología”, en cualquiera de sus sentidos marxistas, en la que un sistema de significados y valores constituye la expresión o proyección de un particular interés de clase.

El concepto de “hegemonía” tiene un alcance mayor que el concepto de “cultura”, tal como fue definido anteriormente, por su insistencia en relacionar el “proceso social total” con las distribuciones específicas del poder y la influencia. Afirmar que los “hombres” definen y configuran por completo sus vidas sólo es cierto en un plano abstracto. En toda sociedad verdadera existen ciertas desigualdades específicas en los medios, y por lo tanto en la capacidad para realizar este proceso. En una sociedad de clases existen fundamentalmente desigualdades entre las clases. En consecuencia, Gramsci introdujo el necesario reconocimiento de la dominación y la subordinación en lo que, no obstante, debe ser reconocido como un proceso total.

Es precisamente en este reconocimiento de la totalidad del proceso donde el concepto de “hegemonía” va más allá que el concepto de “ideología”. Lo que resulta decisivo no es solamente el sistema consciente de ideas y creencias, sino todo el proceso social vivido, organizado prácticamente por significados y valores específicos y dominantes. La ideología, en sus acepciones corrientes, constituye un sistema de significados, valores y creencias relativamente formal y articulado, de un tipo que puede ser abstraído como una “concepción universal” o una “perspectiva de clase”. Esto explica su popularidad como concepto en los análisis retrospectivos (en los esquemas de base-superestructura o en la homología) desde el momento en que un sistema de ideas puede ser abstraído del proceso social que alguna vez fuera viviente y representado -habitualmente por la selección efectuada por los “ideólogos” típicos o “principales”, o por los “rasgos ideológicos”-, como la forma decisiva en que la conciencia era a la vez expresada y controlada (o, como ocurre en el caso de Althusser, era efectivamente inconsciente y operaba como una estructura impuesta). La conciencia relativamente heterogénea, confusa, incompleta o inarticulada de los hombres reales de ese período y de esa sociedad es, por lo tanto, atropellada en nombre de este sistema decisivo y generalizado; y en la homología estructural, por cierto, es excluido a nivel de procedimiento por ser considerado periférico o efímero. Son las formas plenamente articuladas y sistemáticas las que se reconocen como ideología; y existe una tendencia correspondiente en el análisis del arte que propende a buscar solamente expresiones semejantes, plenamente sistemáticas y articuladas de esta ideología en el contenido (base-superestructura) o en la forma (homología) de las obras reales. En los procedimientos menos selectivos, menos dependientes de la clasificación inherente de la definición considerada plenamente articulada y sistemática, se da la tendencia a considerar los trabajos como variantes de, o como variablemente afectados por, la decisiva ideología abstraída.

En una perspectiva más general, esta acepción de “una ideología” se aplica por medios abstractos a la verdadera conciencia tanto de las clases dominantes como de las clases subordinadas. Una clase dominante “tiene” esta ideología en formas simples y relativamente puras. Una clase subordinada, en cierto sentido, no tiene sino esta ideología como su conciencia (desde el momento en que la producción de todas las ideas, por definición axiomática, está en manos de los que controlan los medios de producción primarios); o, en otro sentido, esta ideología se ha impuesto sobre su conciencia —que de otro modo sería diferente— que debe luchar para sostenerse o para desarrollarse contra la “ideología de la clase dominante”. A menudo el concepto de hegemonía, en la práctica, se asemeja a estas definiciones; sin embargo, es diferente en lo que se refiere a su negativa a igualar la conciencia con el sistema formal articulado que puede ser, y habitualmente es, abstraído como “ideología”. Desde luego, esto no excluye los significados, valores y creencias articulados y formales que domina y propaga la clase dominante. Pero no se iguala con la conciencia; o dicho con más precisión, no se reduce la conciencia a las formaciones de la clase dominante, sino que comprende las relaciones de dominación y subordinación, según sus configuraciones asumidas como conciencia práctica, como una saturación efectiva del proceso de la vida en su totalidad; no solamente de la actividad política y económica, no solamente de la actividad social manifiesta, sino de toda la esencia de las identidades y las relaciones vividas a una profundidad tal que las presiones y límites de lo que puede ser considerado en última instancia un sistema cultural, político y económico nos dan la impresión a la mayoría de nosotros de ser las presiones y límites de la simple experiencia y del sentido común.

En consecuencia, la hegemonía no es solamente el nivel superior articulado de la “ideología” ni tampoco sus formas de control consideradas habitualmente como “manipulación” o “adoctrinamiento”. La hegemonía constituye todo un cuerpo de prácticas y expectativas en relación con la totalidad de la vida: nuestros sentidos y dosis de energía, las percepciones definidas que tenemos de nosotros mismos y de nuestro mundo. Es un vívido sistema de significados y valores -fundamentales y constitutivos- que en la medida en que son experimentados como prácticas parecen, confirmarse recíprocamente. Por lo tanto, es un sentido de la realidad para la mayoría de las gentes de la sociedad, un sentido de lo absoluto debido a la realidad experimentada más allá de la cual la movilización de la mayoría de los miembros de la sociedad -en la mayor parte de las áreas de sus vidas- se torna sumamente difícil. Es decir que, en el sentido más firme, es una “cultura”, pero una cultura que debe ser considerada asimismo como la vívida dominación y subordinación de clases particulares.

En este concepto de hegemonía hay dos ventajas inmediatas. En primer término, sus formas de dominación y subordinación se corresponden más estrechamente con los procesos normales de la organización y el control social en las sociedades desarrolladas que en el caso de las proyecciones más corrientes que surgen de la idea de una clase dominante, habitualmente basadas en fases históricas mucho más simples y primitivas. Puede dar cuenta, por ejemplo, de las realidades de la democracia electoral y de las significativas áreas modernas del “ocio” y la “vida privada” más específica y activamente que las ideas más antiguas sobre la dominación, con sus explicaciones triviales acerca de las simples “manipulación”, “corrupción” y “traición”. Si las presiones y los límites de una forma de dominación dada son experimentados de esta manera e internalizados en la práctica, toda la cuestión de la dominación de clase y de la oposición que suscita se ha transformado. El hincapié de Gramsci sobre la creación de una hegemonía alternativa por medio de la conexión práctica de diferentes formas de lucha, incluso de las formas que no resultan fácilmente reconocibles ya que no son fundamentalmente “políticas” y “económicas”, conduce por lo tanto, dentro de una sociedad altamente desarrollada, a un sentido de la actividad revolucionaria mucho más profundo y activo que en el caso de los esquemas persistentemente abstractos derivados de situaciones históricas sumamente diferentes. Las fuentes de cualquier hegemonía alternativa son verdaderamente difíciles de definir. Para Gramsci surgen de la clase obrera, pero no de esta clase considerada como una construcción ideal o abstracta. Lo que él observa más precisamente es un pueblo trabajador que, precisamente, debe convertirse en una clase, y en una clase potencialmente hegemónica, contra las presiones y los límites que impone una hegemonía poderosa y existente.

En segundo término, y más inmediatamente dentro de este contexto, existe un modo absolutamente diferente de comprender la actividad cultural como tradición y como práctica. El trabajo y la actividad cultural no constituyen ahora, de ningún modo habitual, una superestructura: no solamente debido a la profundidad y minuciosidad con que se vive cualquier tipo de hegemonía cultural, sino porque la tradición y la práctica cultural son comprendidas como algo más que expresiones superestructurales -reflejos, mediaciones o tipificaciones- de una estructura social y económica configurada. Por el contrario, se hallan entre los procesos básicos de la propia formación y, más aún, asociados a un área de realidad mucho mayor que las abstracciones de experiencia “social” y “económica”. Las gentes se ven a sí mismas, y los unos a los otros, en relaciones personales directas; las gentes comprenden el mundo natural y se ven dentro de él; las gentes utilizan sus recursos físicos y materiales en relación con lo que un tipo de sociedad explícita como “ocio”, “entretenimiento” y “arte”: todas estas experiencias y prácticas activas, que integran una gran parte de la realidad de una cultura y de su producción cultural, pueden ser comprendidas tal como son sin ser reducidas a otras categorías de contenido y sin la característica tensión necesaria para encuadrarlas (directamente como reflejos, indirectamente como mediación, tipificación o analogía) dentro de otras relaciones políticas y económicas determinadamente manifiestas. Sin embargo, todavía pueden ser consideradas como elementos de una hegemonía: una formación social y cultural que para ser efectiva debe ampliarse, incluir, formar y ser formada a partir de esta área total de experiencia vivida.

Son muchas las dificultades que surgen tanto teórica como prácticamente. Sin embargo, es importante reconocer hoy de, cuántos callejones sin salida hemos podido salvarnos. Si cualquier cultura viva es necesariamente tan extensa, los problemas de dominación y subordinación por una parte y los problemas que surgen de la extraordinaria complejidad de cualquier práctica y tradición cultural verdadera por otra, pueden finalmente ser enfocados de modo directo.

Sin embargo, existe la dificultad de que la dominación y la subordinación como descripciones efectivas de la formación cultural serán rechazadas por mucha gente; el lenguaje alternativo de la configuración cooperativa de la contribución común, que expresaba tan notablemente el concepto tradicional de “cultura”, será considerado preferible. En esta elección fundamental no existe alternativa, desde ninguna posición socialista, al reconocimiento y al énfasis de la experiencia inmediata, histórica y masiva de la dominación y la subordinación de clases en las diferentes formas que adoptan.

Esta situación se convierte rápidamente en una cuestión relacionada con una experiencia y un argumento específicos. Sin embargo, existe un problema muy próximo dentro del propio concepto de “hegemonía”. En algunos usos, aunque según creo no es el caso de Gramsci, la tendencia totalizadora del concepto, que es significativa y ciertamente fundamental, es convertida en una totalización abstracta y de este modo resulta fácilmente compatible con las sofisticadas acepciones de “la superestructura” o incluso de la “ideología”. La hegemonía puede ser vista como más uniforme, más estática y más abstracta de lo que realmente puede ser en la práctica, si es verdaderamente comprendida. Como ocurre con cualquier otro concepto marxista, éste es particularmente susceptible de una definición trascendental a diferencia de una definición histórica y de una descripción categórica a diferencia de una descripción sustancial. Cualquier aislamiento de sus “principios organizadores” o de sus “rasgos determinantes”, que realmente deben ser comprendidos en la experiencia y a través del análisis, puede conducir rápidamente a una abstracción totalizadora. Y entonces los problemas de la realidad de la dominación y la subordinación y de sus relaciones con una configuración cooperativa y una contribución común, pueden ser planteados de un modo sumamente falso.

Una hegemonía dada es siempre un proceso. Y excepto desde una perspectiva analítica, no es un sistema o una estructura. Es un complejo efectivo de experiencias, relaciones y actividades que tiene limites y presiones específicas y cambiantes. En la práctica, la hegemonía jamás puede ser individual. Sus estructuras internas son sumamente complejas, como puede observarse fácilmente en cualquier análisis concreto. Por otra parte (y esto es fundamental, ya que nos recuerda la necesaria confiabilidad del concepto) no se da de modo pasivo como una forma de dominación. Debe ser continuamente renovada, recreada, defendida y modificada.

Asimismo, es continuamente resistida, limitada, alterada, desafiada por presiones que de ningún modo le son propias. Por tanto debemos agregar al concepto de hegemonía los conceptos de contrahegemonía y de hegemonía alternativa, que son elementos reales y persistentes de la práctica.

Un modo de expresar la distinción necesaria entre las acepciones prácticas y abstractas dentro del concepto consiste en hablar de “lo hegemónico” antes que de la “hegemonía”, y de “lo dominante” antes que de la simple “dominación”. La realidad de toda hegemonía, en su difundido sentido político y cultural, es que mientras que por definición siempre es dominante, jamás lo es de un modo total o exclusivo. En todas las épocas las formas alternativas o directamente opuestas de la política y la cultura existen en la sociedad como elementos significativos. Habremos de explorar sus condiciones y sus límites, pero su presencia activa es decisiva; no sólo porque deben ser incluidos en todo análisis histórico (a diferencia del análisis trascendental), sino como formas que han tenido un efecto significativo en el propio proceso hegemónico. Esto significa que las alternativas acentuaciones políticas y culturales y las numerosas formas de oposición y lucha son importantes no sólo en sí mismas, sino como rasgos indicativos de lo que en la práctica ha tenido que actuar el proceso hegemónico con la finalidad de ejercer su control.

Una hegemonía estática, del tipo indicado por las abstractas definiciones totalizadoras de una “ideología” o de una “concepción del mundo” dominante, puede ignorar o aislar tales alternativas y tal oposición; pero en la medida en que éstas son significativas, la función hegemónica decisiva es controlarlas, transformarlas o incluso incorporarlas. Dentro de este proceso activo lo hegemónico debe ser visto como algo más que una simple transmisión de una dominación (inmodificable). Por el contrario, todo proceso hegemónico debe estar en un estado especialmente alerta y receptivo hacia las alternativas y la oposición que cuestiona o amenaza su dominación. La realidad del proceso cultural debe incluir siempre los esfuerzos y contribuciones de los que de un modo u otro se hallan fuera o al margen de los términos que plantea la hegemonía especifica.

Por tanto, y como método general, resulta conflictivo reducir todas las iniciativas y contribuciones culturales a los términos de la hegemonía. Ésta es la consecuencia reduccionista del concepto radicalmente diferente de “superestructura”. Las funciones específicas de “lo hegemónico”, “lo dominante”, deben ser siempre acentuadas, aunque no de un modo que sugiera ninguna totalidad a priori. La parte más difícil e interesante de todo análisis cultural, en las sociedades complejas, es la que procura comprender lo hegemónico en sus procesos activos y formativos, pero también en sus procesos de transformación. Las obras de arte, debido a su carácter fundamental y general, son con frecuencia especialmente importantes como fuentes de esta compleja evidencia.

El principal problema teórico, con efectos inmediatos sobre los métodos de análisis, es distinguir entre las iniciativas y contribuciones alternativas y de oposición que se producen dentro de -o en contra de- una hegemonía específica (la cual les fija entonces ciertos límites o lleva a cabo con éxito la tarea de neutralizarlas, cambiarlas o incorporarlas efectivamente) y otros tipos de contribuciones e iniciativas que resultan irreductibles a los términos de la hegemonía originaria o adaptativa, y que en ese sentido son independientes.

Puede argumentarse persuasivamente que todas o casi todas las iniciativas y contribuciones, aun cuando asuman configuraciones manifiestamente alternativas o de oposición, en la práctica se hallan vinculadas a lo hegemónico: que la cultura dominante, por así decirlo, produce y limita a la vez sus propias formas de contracultura. Hay una mayor evidencia de la que normalmente admitimos en esta concepción (por ejemplo, en el caso de la crítica romántica a la civilización industrial). Sin embargo, existe una variación evidente en tipos específicos de orden social y en el carácter de la alternativa correspondiente y de las formaciones de oposición. Sería un error descuidar la importancia de las obras y de las ideas que, aunque claramente afectadas por los límites y las presiones hegemónicas, constituyen -al menos en parte- rupturas significativas respecto de ellas y, también en parte, pueden ser neutralizadas, reducidas o incorporadas, y en lo que se refiere a sus elementos más activos se manifiestan, no obstante, independientes y originales.

Por lo tanto, el proceso cultural no debe ser asumido como si fuera simplemente adaptativo, extensivo e incorporativo. Las auténticas rupturas dentro y más allá de él, dentro de condiciones sociales específicas que pueden variar desde una situación de extremo aislamiento hasta trastornos prerrevolucionarios y una verdadera actividad revolucionaria, se han dado con mucha frecuencia. Y estamos en mejores condiciones de comprenderlo, en un reconocimiento más general de los límites y las presiones insistentes que caracterizan a lo hegemónico, si desarrollamos modos de análisis que, en lugar de reducir las obras a productos terminados y las actividades a posiciones fijas, sean capaces de comprender, de buena fe, la apertura finita pero significativa de muchas contribuciones e iniciativas. La apertura finita aunque significativa de muchas obras de arte, como formas significativas que se hacen posibles pero que requieren asimismo respuestas significativas persistentes y variables, resulta entonces particularmente relevante.

Nota:

El presente texto se encuentra en el trabajo de Raymond Williams,»Marxismo y Literatura», Buenos Aires, Las Cuarenta, 2009, p. 148.

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