¿De las tramas piramidales a la complejidad autolimitada?
Jorge Riechmann
Ponencia en la Primera Universidad de Verano de Izquierda Anticapitalista (Banyoles, 25 de agosto de 2010)
Pirámides
En los últimos tres años –desde que comenzó la actual crisis financiera y económica en 2007— hemos oído hablar de pirámides con cierta frecuencia. Por ejemplo, de los delictivos esquemas piramidales tipo Ponzi, entre los cuales destaca por su magnitud el “caso Madoff” (que estalló en diciembre de 2008).
La estafa del financiero neoyorquino no parece anécdota, sino más bien categoría. Escribía el agudo columnista del New York Times Thomas L. Friedman:
“No siento ninguna compasión por Madoff. Pero lo cierto es que su supuesto plan Ponzi era sólo una pizca más escandaloso que el plan ‘legal’ puesto en marcha por Wall Street, alimentado por créditos baratos, principios pobres y mucha avaricia. ¿Qué nombre recibe ofrecerle a un trabajador que sólo gana 10.000 euros anuales una hipoteca sin ninguna señal y sin tener que pagar nada durante los dos primeros años para que se compre una casa de 525.000 euros, y luego juntar la hipoteca con otras cien en bonos -a los que Moody’s o Standard & Poors dan la calificación más alta- para vendérselos a bancos y fondos de pensiones de todo el mundo? Eso es lo que nuestro sector financiero estaba haciendo. Si eso no es la típica pirámide, entonces ya me dirán. Más que basarse en las mejores prácticas, esta pirámide legal estaba basada en agentes hipotecarios, inventores de bonos, agencias de calificación, vendedores de bonos y propietarios de viviendas, todos movidos por el mismo principio de ‘ya no estaré aquí’ cuando llegue la hora de pagar o de renegociar la hipoteca…”
Resulta que el “capitalismo de casino” de los últimos treinta años era algo todavía peor: un capitalismo de estafadores. Los global players no eran jugadores amantes del riesgo, sino sencillamente ladrones. Pero me gustaría hablar también de otras pirámides. Un personaje de la novela distópica A Scientific Romance, publicada por el escritor canadiense Ronald Wright en 1997, dice que la civilización es una trama piramidal. Este sintagma se convirtió en la semilla de su meditación en su notable Breve historia del progreso, publicada en inglés en 2004 (y en castellano en 2006). Wright –que estudió arqueología en Cambridge y Calgary— emplea “civilización” en el sentido no evaluativo de sociedad compleja “basada en la domesticación de plantas, animales y seres humanos”1: es decir, las sociedades complejas posteriores a la “revolución neolítica” de hace diez mil años aproximadamente, con ciudades, clases sociales, grupos dirigentes y división del trabajo.
¿En qué sentido es la civilización similar a una pirámide? Wright se refiere explícitamente a las grandes construcciones típicas de estas sociedades complejas –desde los ziggurats babilónicos a los rascacielos de Toronto, pasando por los arcos de triunfo romanos y las pirámides mayas-, como signo externo y visible de una pirámide social humana.
Pero, además, en tercer lugar “la pirámide humana se sustenta gracias a una pirámide natural menos visible, la cadena alimentaria y otros recursos del entorno ecológico, llamados con frecuencia capital natural”.2 Los ecosistemas productivos están en la base de cualquier sociedad humana.
Y, en un cuarto momento, volvemos al célebre timador Carlo Ponzi (1882-1949), uno de los inventores del esquema económico en el que las ganancias que obtienen los primeros inversores son generadas gracias al dinero aportado por los nuevos, incautos que caen engañados por las promesas de obtener grandes beneficios. El esquema pirámidal sólo funciona si crece la cantidad de nuevas víctimas: un caso “de libro” de huida hacia delante. Pues bien, Wright sugiere que:
“las carreras de Roma y los mayas indican que las civilizaciones se comportan a menudo como esa forma de estafa que son las ‘ventas piramidales’, que prosperan sólo mientras crecen. El centro absorbe como una aspiradora gigantesca la riqueza de una periferia cada vez más extensa, que puede ser la frontera de un imperio político y comercial, o una colonización de la naturaleza mediante la explotación cada vez más intensa de sus recursos, o ambas cosas a la vez.”3
En su libro –como lo hace Jared Diamond en Colapso— interroga al pasado (Rapa-Nui, la isla que conocemos como Pascua; la antigua civilización sumeria; Grecia y Roma; las ciudades mayas; los imperios egipcio y chino…) desde una aguda conciencia de la crisis ecológica-social contemporánea, para tratar de aprender de los fracasos de esas sociedades complejas que se hundieron. El escritor canadiense subraya en el pasado las mismas pautas de extralimitación ecológica seguida de colapso que los informes al Club de Roma, en los años setenta del siglo XX, nos enseñaron a temer para nuestra propia cultura occidental –hoy convertida en una civilización planetaria, al menos en sus aspectos económicos más relevantes-. Cuando la demanda de recursos naturales y servicios ecosistémicos sobrepasa lo que el entorno puede ofrecer, civilizaciones como la sumeria, la romana o la maya se sumen en una inestabilidad extrema. Si no aparece entonces una nueva fuente de recursos o de riqueza, no queda margen para continuar la huida hacia delante, ni para absorber el impacto de las fluctuaciones naturales. “Cuando la naturaleza responde con el embargo –la erosión, las pérdidas de cosechas, las hambrunas, las epidemias-, el contrato social se rompe” (p. 100).
Algas
Nuestra civilización globalizada, el capitalismo industrial y financiero, ha protagonizado la huida hacia delante más impresionante de toda la historia humana; y hoy, a comienzos del siglo XXI, nos ha puesto al borde del abismo, con muy poco margen de reacción ya.
Una de las noticias más terribles de este verano, del año 2010, del decenio, del siglo: el fitoplancton –la base de toda la vida marina— está cayendo un 1% al año por el calentamiento global. Estos microorganismos suponen aproximadamente la mitad de la producción de biomasa del planeta (con la enorme fijación de dióxido de carbono que esto implica) y del oxígeno atmosférico: pero –según un estudio publicado en Nature en julio de 2010— desde 1950 hasta hoy la concentración de fitoplancton en el hemisferio Norte se ha reducido ya un 40%. El aumento de la temperatura del agua está directamente relacionado con el declive de estos organismos (porque necesitan luz solar y nutrientes para prosperar, y la estratificación en capas de las aguas oceánicas templadas limita la cantidad de nutrientes que emergen a la superficie desde las profundidades).
Podríamos multiplicar ad libitum las señales que indican que nuestro esquema piramidal está a punto de derrumbarse. No me cabe duda: en lo que se refiere a asuntos como la hecatombe de biodiversidad, el calentamiento climático, o el cénit del petróleo y del gas natural, estamos en la cuenta atrás.
Ken Booth emplea la imagen del juicio final, en el sentido siguiente: “Un ‘juicio’ es una situación en la que los seres humanos, como individuos o como colectividades, nos encontramos frente a frente con nuestras formas de pensar y de comportarnos arraigadas pero regresivas. Ante un juicio, tenemos que cambiar o pagar las consecuencias. Lo que llamo el ‘juicio final’ es la manera que tiene la historia de ajustar cuentas con las formas de pensar y comportarse establecidas –y en mi opinión regresivas—de la sociedad humana a escala global”4. Estas formas de pensamiento y acción, a las que Booth se refiere, pueden cifrarse en:
– cuatro mil años de patriarcado (la idea de que los varones son superiores y deben dominar la sociedad);
– dos mil años de religiones proselitistas (la convicción de que nuestra fe es la verdadera y merece ser universal);
– quinientos años de capitalismo (“un modo de producción de increíble éxito, pero que exige que haya perdedores además de triunfadores, siendo la naturaleza uno de los perdedores más destacados”, p. 13);
– unos trescientos años de estatismo-nacionalismo (el juego de la soberanía acoplado con el narcisismo nacional, que genera una política internacional concebida como lucha competitiva de unas naciones contra otras, en el contexto de la desconfianza humana y la institución de la guerra)
– unos doscientos años de racismo (la ideología según la cual hay seres humanos superiores e inferiores, basada en diferencias biológicas menores);
– y casi cien años de “democracia de consumo” que ha conducido a lo que JK Galbraith llamó una cultura de la satisfacción para los triunfadores dentro de cada sociedad y entre unas sociedades y otras, mientras que los perdedores viven en condiciones de opresión y explotación.
El juego histórico de estas ideologías e instituciones nos ha llevado a un mundo crecientemente irracional, desequilibrado, disfuncional, donde cientos de millones de seres humanos, y la naturaleza, se encuentran cada vez peor.
El Homo sapiens sapiens lleva –llevamos— unos 150.000 años en este planeta; pero han bastado apenas siglo y medio de sociedad industrial –una milésima parte de ese lapso temporal– para situarnos frente al abismo. Aún no hemos aprendido a vivir en esta Tierra.
“No hemos sabido afrontar el conflicto básico entre la finitud de la biosfera y unos modelos socioeconómicos en expansión continua, profundamente ineficientes, impulsados por un patrón de crecimiento indefinido.”5
Locomotoras
Nos hallamos situados por tanto frente al abismo; ante perspectivas terribles del colapso de la civilización. Sabemos desde hace mucho que las catástrofes sociales pueden desencadenarse en un lapso de apenas unos años. Ahora sabemos también, desde hace no tanto, que las peores catástrofes ecológicas –grandes cambios climáticos, por ejemplo— pueden ocurrir en un lapso de sólo decenios. Estamos en la cuenta atrás.
Otro de los estudiosos que ha escudriñado el pasado tratando de aprender lecciones que eviten lo peor es el historiador y antropólogo Joseph A. Tainter (director del Departamento de Medio Ambiente y Sociedad de la Universidad de Utah). En un libro importante publicado en 1988, para explicar el colapso que han sufrido la inmensa mayoría de las sociedades complejas a lo largo de la historia, recurre a las siguientes ideas:
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Las sociedades humanas pueden concebirse como organizaciones orientadas a la resolución de problemas.
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Todos los sistemas sociopolíticos requieren energía para mantenerse. La energía siempre ha sido y será la base de la complejidad cultural.
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La estrategia de aumento de complejidad trae consigo el incremento de costes per cápita.
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4. La inversión en complejidad sociopolítica como respuesta para resolver problemas a menudo alcanza un punto de rendimientos marginales decrecientes (costes crecientes en relación con los beneficios).6
En su libro El colapso de las sociedades complejas Joseph Tainter propuso tres formas básicas de fracaso socioecológico que, en los ejemplos históricos, en realidad suelen darse entremezcladas:
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La locomotora desbocada: el sistema socioeconómico como una locomotora fuera de control que va arrasando los campos, sin que resulte posible salirse de la vía. Si los historiadores futuros valoran cómo (no) hicimos frente al calentamiento global, y a otras dimensiones de la crisis ecológico-social contemporánea, ¿no nos considerarán básicamente como una locomotora desbocada?
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El segundo modelo de Tainter es el dinosaurio: el conservadurismo –sobre todo de los estratos dirigentes, los “tomadores de decisiones”- que lleva a analizar mal los problemas y a posponer los cambios que servirían para evitar la catástrofe socio-ecológica.
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El tercer tipo de fracaso es el castillo de naipes. En los sistemas socioecológicos –como en general en los sistemas complejos— pueden darse puntos de inflexión, umbrales de irreversibilidad, cambios no lineales: habrá momentos en que aún puede revertirse el daño y luego otros en los que ya no es posible detenerlo, por más recursos y esfuerzos que se apliquen. La acumulación de desequilibrios aparecerá ante los observadores como la aparatosa caída de un castillo de naipes, evidenciándose entonces su fragilidad.
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Como observé antes, a menudo concurren en los colapsos históricos los tres tipos de fracaso. Con respecto a la conducta de los dinosaurios, cabe observar lo siguiente: en sociedades desiguales, donde una gran fracción de la riqueza y el poder se concentra en los estratos superiores, la preservación del statu quo absorbe casi todos los esfuerzos de estas capas, que harán lo posible y lo imposible por retener sus privilegios. Esto se aplica igual a las elites de las antiguas ciudades sumerias que a los banqueros de Wall Street. Uno barrunta que sólo las sociedades igualitarias pueden ser sustantivamente racionales (en un sentido histórico: aprender del pasado para anticipar y sortear con éxito los problemas del futuro). Enseguida volveremos a esta cuestión de la racionalidad.
Con respecto a las locomotoras desbocadas, ¿cómo evitar traer a colación la imagen de los frenos de emergencia que Walter Benjamin –ese lúcido “centinela mesiánico” a quien hoy rendimos homenaje— propuso en 1940? Yo la empleé para titular mi primer libro de ensayos sobre cuestiones ecológico-sociales7, publicado en 1991 en la Editorial Revolución –luego Talasa-, aquella iniciativa del MC, el pequeño partido de extrema izquierda con el que precisamente por entonces estaba tratando de fusionarse la LCR8 Benjamin conjeturaba: “Marx dice que las revoluciones son las locomotoras de la historia universal. Pero acaso las cosas sean completamente distintas. Quizá las revoluciones son recursos al freno de emergencia por parte del género humano que viaja en ese tren.”
Esa cita antepuse al primer capítulo del libro, “El tren de la historia y los frenos de emergencia”, donde hace veinte años escribí (y pido disculpas por la longitud de la cita):
“¿Pasajeros de un tren a punto de descarrilar? Muchos todavía acusan de catastrofismo a quienes empleamos imágenes semejantes. Sin embargo, probablemente hemos superado ya la oleada de optimismo necio que se adueñó de Occidente tras la caída del Muro de Berlín. Nos ayudó esa implacable cura de realismo que fue la guerra del Golfo Pérsico, reforzada después por la guerra civil yugoslava, las rechazadas migraciones masivas albanesas, la desintegración de la Unión Soviética o la continuación de otros genocidios más cotidianos como el exterminio de los mendigos colombianos desechables por escuadrones de la muerte pagados por comerciantes (por citar sólo algunos procesos en curso en el momento en que escribo estas líneas). El punto de vista desde el que está escrito el libro que sigue es que somos, efectivamente, pasajeros en un tren lanzado a toda velocidad y a punto de descarrilar. (…)
Aunque no podemos predecir lo que sucederá en los próximos años, sí que podemos estar seguros de que algunas cosas no sucederán. Es imposible, por ejemplo, mantener los modos de producción y consumo del rico Norte (y no digamos generalizarlos). La actual economía capitalista mundial es incompatible con la preservación de una biosfera capaz de acoger, en condiciones aceptables, a la humanidad futura. Así de simple y abruptamente puede enunciarse el trágico nudo de lo que llamamos crisis ecológica mundial, cuyos dos principales rasgos definitorios son la globalidad y la irreversibilidad de los daños que está sufriendo la biosfera. (…) La continua expansión de la economía y de la población dentro de un sistema cerrado (nuestra biosfera finita) nos llevan directamente hacia el abismo, pues dañan de manera irreparable la base de recursos naturales sobre los que tiene que asentarse cualquier sociedad humana, y llegan a trastornar catastróficamente la totalidad de la biosfera. (…) Es la totalidad de nuestro modo de producción y consumo lo que lleva a las alteraciones climáticas globales; y, en consecuencia, parece que ese peligro no podría atajarse sin cuestionar nuestro entero modo de producción y consumo, nuestras prácticas industriales, agrícolas y domésticas. La causa fundamental de la crisis ecológica actual es el sometimiento de la naturaleza a los imperativos de reproducción del capital. Por eso, al ser consustancial al capitalismo una permanente dinámica expansiva, la razón ecológica es una de las principales razones del anticapitalismo de finales del siglo XX; aunque desborda las posiciones socialistas/comunistas clásicas al afirmar que no es bastante cambiar las relaciones de producción, sino que hace falta cambiar la naturaleza misma de la producción (y las pautas de consumo).
(…) El problema cardinal de nuestro tiempo es el de la autolimitaciónde la prometeica especie humana; y tal es precisamente el problema que identifica y tematiza la ecología política. La ecología política, ese saber de los límites impuestos al desarrollo humano por las constricciones naturales, no es “un tema más” para el que la política establecida tenga que ofrecer su cataloguito de soluciones. Tomarnos en serio la ecología implica la necesidad de transformar la política entera: redefinir las categorías con que interpretamos la realidad, cambiar las prácticas con que intentamos transformarla. Esta renovación, de la que son portadores los movimientos ecologistas surgidos desde finales de los años sesenta en todo el mundo, afecta muy centralmente a las fuerzas políticas de la izquierda.
Manuel Sacristán (1925-1985), el pensador comunista que mejor trabajo en este sentido realizó en nuestro país, escribía en 1983: ‘Un programa socialista no requiere hoy -quizá no lo requirió nunca- primordialmente desarrollar las fuerzas productivo-destructivas, sino controlarlas, desarrollarlas o frenarlas selectivamente’. Con ello queda establecida la primera corrección decisiva a la política socialista/comunista tradicional: revisar su adhesión acrítica al tradicional concepto burgués de progreso, y a la cultura (en su doble vertiente material e ideal) productivista generada por el capitalismo.
(…) Las mareas negras, los vertidos tóxicos, los cementerios nucleares, los sofocantes humos industriales, las montañas de basuras urbanas, el disparate del tráfico automovilístico, la obsolescencia planificada de lo que producimos, el despilfarro de energía, las enfermedades laborales y la explotación irresponsable de los recursos naturales forma parte de nuestra cotidianidad. El tren amenaza con salirse de la vía, y hoy urge tirar con fuerza del freno de emergencia”
Tirar del freno de emergencia, controlar las fuerzas productivo-destructivas, poner en entredicho la cultura productivista de la izquierda clásica: con todo ello estamos hablando de la necesidad de autocontención (o autolimitación).
Bucles
Si el análisis anterior va bien encaminado, entonces resulta fácil ver que la racionalidad colectiva se ha convertido hoy, para nosotros, en una cuestión literalmente de vida o muerte… Richard Wright resume la situación en su Breve historia del progreso:
“Nuestra principal diferencia con respecto a los chimpancés y los gorilas es que a nosotros nos ha configurado cada vez menos la naturaleza, y cada vez más la cultura. Nos hemos convertido en criaturas experimentales de nuestra propia creación. Este experimento nunca había sido ensayado antes. Y nosotros, sus inconscientes autores, nunca lo hemos controlado. El experimento prosigue actualmente a gran velocidad y a una escala colosal. Desde comienzos de la década de 1900, la población del mundo se ha multiplicado por cuatro, y su economía –que es una medida aproximada de la carga que el ser humano hace sufrir a la naturaleza— por más de cuarenta. Hemos llegado a una situación que exige que el experimento sea puesto bajo control racional, a fin de prevenir peligros actuales o posibles. Todo depende de nosotros. Si fracasamos, si dinamitamos o degradamos la biosfera de modo que no sirva ya para sustentarnos, la naturaleza se limitará a encogerse de hombros y sacará la conclusión de que fue divertido que los monos controlasen un rato el laboratorio, pero que a fin de cuentas resultó no ser una buena idea”
Aunque he tratado por extenso la cuestión de la racionalidad ecológica en otro lugar9, no puedo dejar de hacer ahora algunas consideraciones al respecto. En el centro de la cultura occidental determinada por las dinámicas del capitalismo y de la tecnociencia hemos de situar la cuestión de la dominación. Y vale la pena rememorar la fórmula con que Cornelius Castoriadis captaba la “esencia” de la sociedad industrial (o, en los términos del filósofo greco-francés, el imaginario social colectivo de ésta, el núcleo de significaciones imaginarias que mantienen la cohesión social y orientan la actividad). Para Castoriadis, “el objetivo central de la vida social [en esta sociedad] es la expansión ilimitada del (pseudo) dominio (pseudo) racional”10.
También René Dubos -entre otros forjadores de un pensamiento ecologista- critica semejante filosofía de la dominación, y apunta lo contraproducente que resulta: “Cuanto más absoluto sea el dominio del hombre fáustico y más se adhiera a la filosofía de que la naturaleza debe ser conquistada, más rápidamente se deteriorará el entorno y más calidad perderá la vida humana”11.
Pero ¿por qué el exceso de dominación acaba por volverse en contra del dominador? ¿De dónde proceden estos fenómenos de contraproductividad? Una respuesta sencilla –esta tarde no tenemos demasiado tiempo— sería la siguiente: formamos parte de sistemas complejos adaptativos (ecosistemas) y del “sistema de ecosistemas” que es la biosfera, con múltiples bucles de retroacción. ¿Qué son estos?
Una noción básica y central en teoría de sistemas es la de los bucles de retroalimentación o retroacción o realimentación (feedback loops). La idea viene de la cibernética…
“Estamos acostumbrados por la experiencia de la vida a aceptar que existe una relación entre causa y efecto. Algo menos familiar es la idea de que un efecto puede, directa o indirectamente, ejercer influencia sobre su causa. Cuando esto sucede, se llama realimentación (feedback). Este vínculo es a menudo tan tenue que pasa desapercibido.
La causa-efecto-causa, sin embargo, es un bucle sin fin que se da, virtualmente, en cada aspecto de nuestras vidas, desde la homeostasis o autorregulación, que controla [entre otros parámetros] la temperatura de nuestro cuerpo, hasta el funcionamiento de la economía de mercado.”12
Si son bucles positivos, tienden a hacer crecer un sistema y desestabilizarlo (en esa medida, y si se me permite la broma, los bucles positivos resultan negativos). Si se trata de bucles negativos tienden a mantener la integridad de un sistema y estabilizarlo. Los primeros son “revolucionarios” y los segundos “conservadores”.
“La realimentación positiva sin límite, al igual que el cáncer, contiene siempre las semillas del desastre en algún momento del futuro. [Por ejemplo: una bomba atómica, una población de roedores sin depredadores…] Pero en todos los sistemas, tarde o temprano, se enfrenta con lo que se denomina realimentación negativa. Un ejemplo es la reacción del cuerpo a la deshidratación. (…) En el corazón de todos los sistemas estables existen en funcionamiento uno o más bucles de realimentación negativa.”13
Al estar inmersos en estas clase sistemas complejos donde “todo está conectado con todo” (o casi) mediante bucles de realimentación, sucede que -como intuyeron muchas sabidurías tradicionales- los efectos de nuestras acciones acaban por volver sobre nosotros mismos (aquí cabría evocar incluso la noción hindú de karma). Por lo demás, es la misma dinámica de los sistemas complejos adaptativos la que conduce a las ideas de autolimitación y suficiencia:
“Los sistemas autoorganizados existen en situaciones en las que consiguen suficiente energía, pero no demasiada. Si no consiguen suficiente energía de suficiente calidad (por debajo de un umbral mínimo), las estructuras organizadas no tienen base y no se da auto-organización. Si se suministra demasiada energía, el caos se adueña del sistema, pues la energía sobrepasa la capacidad disipativa de las estructuras y éstas se derrumban. De forma que los sistemas auto-organizados existen en el terreno intermedio entre lo suficiente y lo no demasiado.”14
La dinámica de “locomotora desbocada” que hemos evocado anteriormente (acumulación de capital, expansión material de la economía, tecnología errónea, población excesiva, valores equivocados) es autocatalítica, de autopropulsión, mediante bucles de retroacción positiva. Se trataría entonces de contrarrestarla, en un ejercicio de racionalidad colectiva, introduciendo bucles de retroacción negativa15: en esto consistiría nuestro “tirar del freno de emergencia”. Digamos por ejemplo: socializar la banca para poner el sistema de crédito al servicio de un proyecto socioeconómico de sostenibilidad. Desde cierta perspectiva se trataría, en suma, de pasar de una cultura de la hybris a otra de la autocontención.
Tintes para tejidos (y con esto acabamos)
Lo que sucede es que tal senda de desarrollo racional y alternativo parece incompatible con el capitalismo, con la “noria de la producción” que necesita crear constantemente los deseos de nuevos bienes y servicios para aumentar la producción, y aumentar la producción para que no cese la acumulación de capital.
Miremos, entonces, la realidad de frente. Capitalismo y sostenibilidad ¿son compatibles? El problema no es el mal funcionamiento del sistema: el problema es el sistema mismo. Pero poca gente de los involucrados en los debates sobre crisis ecológica y sostenibilidad, reconoce esto de verdad…
¿De dónde la desesperante inoperancia de tantos esfuerzos actuales en torno al desarrollo sostenible? Se quiere, a la vez, una cosa y su contrario. Se quiere, a la vez, planificar y no planificar; se quiere, a la vez, redistribuir y no redistribuir; se quiere, a la vez, autolimitarse y crecer sin límites.
Por una parte, el desarrollo sostenible exige planificación: se trata, en definitiva, de regular racionalmente el metabolismo global entre humanidad y naturaleza. Por otra parte, el capitalismo prohíbe planificar: o mejor dicho, prohíbe planificar para el interés de todos, y sólo fomenta la planificación opaca y antidemocrática de los centros de poder económico privado, en su propio beneficio.
Análogamente cabe argumentar que el desarrollo sostenible exige redistribución (entre las diferentes generaciones humanas, entre las diversas naciones y sociedades y clases sociales, entre los seres humanos y el resto de la naturaleza), mientras que el capitalismo se niega a redistribuir. Y que el desarrollo sostenible exige autolimitación, mientras que el capitalismo tiende a la expansión sin límites.
Si queremos más desarrollo sostenible, hemos de buscar menos capitalismo. Si queremos más desarrollo sostenible, lo que primordialmente necesitamos no son estrategias de desarrollo sostenible (que también): lo que necesitamos sobre todo son luchas sociales por la justicia y la sustentabilidad.
La sostenibilidad no casa ni con el mercado libre (utópico) ni con los mercados oligopólicos dominados por enormes concentraciones de poder privado (el mundo real de nuestras “oligarquías liberales” –Castoriadis–, que no democracias). Sin planificación y control del metabolismo naturaleza/ sociedad no hay posible sostenibilidad.
Otra forma de producir y consumir, ¿no implica, entre otras cosas, restricciones a las libertades de inversión y de consumo? El rediseño de la famosa fábrica suiza “Röhner Textil” con criterios biomiméticos llevó a examinar unos ocho mil productos químicos de uso común en la industria textil convencional. De estos ocho mil sólo 38 pudieron conservarse (al aplicar estándares de elevada compatibilidad con la salud humana y ambiental).16 En una economía sostenible ¿no se constreñiría, por tanto, la libertad del “innovador” para introducir nuevos materiales?
El mundo puede ser bueno para la vida o bueno para los negocios –para el bisnes del gran capital. Y se nos está acabando el tiempo para optar. Una cultura de la sostenibilidad, hoy sólo puede ser una cultura de resistencia. Pues me temo que no cabe concebir un capitalismo ecológicamente sostenible que no sea humanamente atroz (que no implique, por ejemplo, la muerte de cientos de millones de seres humanos). Por ello, un elemento clave de la cultura de la sostenibilidad es el anticapitalismo.
El filósofo Max Horkheimer evocaba el ideal de “la polis griega, pero sin esclavos”. Hoy tenemos que completar: sin esclavos, sin mujeres sometidas, y sin desforestación. Y hemos de precisar: en la polis democrática y sostenible no se construyen pirámides. Saludo a los y las participantes en esta primera Universidad de Verano de Izquierda Anticapitalista, y os deseo buen trabajo estos días.
Notas:
1/ Ronald Wright, Breve historia del progreso, Urano, Barcelona 2006, p. 48.
2/ Breve historia del progreso, op. cit., p. 99.
3/ Breve historia del progreso, op. cit., p. 100.
4/ Ken Booth, “Cambiar las realidades globales: una teoría crítica para tiempos críticos”, Papeles de relaciones ecosociales y cambio global 109, CIP Ecosocial, Madrid 2010, p. 12.
5/ Jorge Ozcáriz y otros: Cambio global España 2020-2050. El reto es actuar, Fundación General de la UCM/ Fundación CONAMA, Madrid 2008, p. 18.
6/ Joseph A. Tainter, The Collapse of Complex Societies, Cambrige University Press, Nueva York 1988.
7/ Jorge Riechmann, ¿Problemas con los frenos de emergencia? Movimientos ecologistas y partidos verdes en Alemania, Holanda y Francia. Revolución, Madrid 1991.
8/ El congreso de unificación entre LCR y MC tuvo lugar el 2 y 3 de noviembre de 1991; la organización resultante fue Izquierda Alternativa. Sin embargo, esta unificación entró en crisis poco después y desembocó en divorcio.
9/ Jorge Riechmann, “Hacia una teoría de la racionalidad ecológica”, capítulo 2 de La habitación de Pascal, Los Libros de la Catarata, Madrid 2009.
10/ Encontramos esta formulación en muchos lugares de la obra de Castoriadis. Por ejemplo, en Cornelius Castoriadis y Daniel Cohn-Bendit, De la ecología a la autonomía, Mascarón, Barcelona 1982, p. 18.
11/ René Dubos, Un dios interior, Salvat, Barcelona 1986, p. 227.
12/ Jane King y Malcolm Slesser, No sólo de dinero… La economía que precisa la Naturaleza, Icaria, Barcelona 2006, p. 54.
13/ No sólo de dinero… La economía que precisa la Naturaleza, op. cit., p. 56.
14/ James J. Kay y Eric Schneider, “Embracing complexity: the challenge of the ecosystem approach”, Alternatives 20/3, julio-agosto de 1994, p. 35.
15/ Cf. Gregory Bateson, “Las raíces de la crisis ecológica” (1970), recogido en Pasos hacia una ecología de la mente, Carlos Lohlé/ Planeta Argentina, Buenos Aires 1991, p. 524.
16/ Michael Braungart y William McDonough, Cradle to cradle (de la cuna a la cuna), McGraw Hill, Madrid 2005, p. 102.