Maquiavelo y la concepción cíclica de la historia
Annunziata Rossi
Ay, serva Italia, di dolore ostello,
nave senza cocchiere in gran tempesta,
non donna di province, ma bordello!
Dante, Canto VI del Purgatorio
Si en los primeros años del siglo XVI la revolución heliocéntrica del polaco Copérnico trasformó la imago mundi y la cosmogonía tradicional, provocando una transformación antropológica ab imis (una crisis de identidad que siglos más tarde registrarán Luigi Pirandello en El difunto Matías Pascal y Jorge Luis Borges en “La esfera de Pascal”), no menos importante y sobrecogedora fue la que Maquiavelo introdujo en el campo de la política y que estremeció a toda Europa: la política como actividad autónoma más allá del bien y del mal, la ética política diferente de la ética personal; en fin, la demarcación definitiva entre la esfera pública y la esfera privada. La visión política del florentino, al romper la unidad, aunque teórica y de pantalla, entre la ética y la política, desenmascara definitivamente la realidad del quehacer político y el drama del poder que Shakespeare llevará a su teatro.
El Príncipe abre el paso a la primacía de la “razón de Estado”, término que Maquiavelo no usó y fue utilizado por Giovanni Botero en 1589, en sentido antimaquiaveliano. Botero, como buen católico acostumbrado a las sutilezas leguleyas de la Iglesia y a la casuística de la Contrarreforma, hace una distinción entre buena razón de Estado y mala razón de Estado (según las conveniencias). A partir del siglo XVI, la problemática de la razón de Estado estará en el centro de todas las discusiones en Europa y penetrará también en la literatura. Vemos a Don Quijote, convaleciente, razonar con el cura y el barbero de “lo que llaman razón de estado”. El conflicto entre razón y sentimientos entrará también en el teatro y será, por ejemplo, el gran tema de la tragedia moral de Pierre Corneille, cuyo interés por el mundo de la política lo orientará a escoger como protagonistas a hombres de Estado, magistrados, de preferencia romanos de la República porque, como él dice, la romana es la más política de todas las historias (juicio que Hannah Arendt compartirá siglos después en La condición humana). El conflicto y la lucha entre la razón, la voluntad y el amor es el tema de las tragedias de El Cid y de El Poliecto: “Sobre mis pasiones, mi razón es soberana”, afirma Paulina.
Este ser anfibio, dice del Estado F. Meinecke (La idea de la razón de Estado en la edad moderna), que vive en el mundo ético y en el mundo de la naturaleza, da inicio a la bipolaridad de naturaleza y espíritu en la cultura moderna, así como a un conflicto entre ética y política todavía no resuelto. La constatación del florentino fue, sostiene el pensador alemán, “como una espada que se clavó en el cuerpo de la humanidad haciéndola gritar y rebelarse”.
El mal –dice Meinecke– conquistaba un lugar junto al bien, al menos como un mal imprescindible para el mantenimiento de otro bien. Las potencias del pecado, dominadas fundamentalmente por la ética cristiana, alcanzan ahora un triunfo parcial y el demonio penetra en el reino de Dios.
La obra de Maquiavelo, privada de toda preocupación metafísica y concentrada totalmente en la realidad humana, la “realidad efectiva” en la que el florentino insiste siempre, refleja el pensamiento renacentista que sustituye el método deductivo propio del pensamiento medieval por el método inductivo, que trata de descubrir las leyes de la naturaleza en la indagación de los mismos fenómenos de la realidad. Al servicio de la República florentina, Maquiavelo atesora aquella “larga experiencia de las cosas modernas” que, más tarde, en el exilio de San Casciano, conjugará con la “lección de las cosas antiguas”: la historia.
De su experiencia en Florencia como secretario de la República, y del atento estudio de la historia, nace la primera de sus grandes obras, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, en la que celebra la grandeza de la Roma republicana, exalta la lucha de clases que mantenía vivo su organismo estatal y manifiesta de manera clara sus ideales republicanos y democráticos.
Fruto de la realidad efectiva
En 1513, una “ocasión” concreta, estrictamente ligada con la situación italiana –la caída de la República florentina y el regreso de los Medici a Florencia–, le hace interrumpir momentáneamente los Discursos para escribir, de un tirón y en pocos meses, El Príncipe, la obra más discutida, celebrada y al mismo tiempo execrada de la literatura política de todos los tiempos. Este breve y denso libro de veintiséis capítulos derrumba el mito de la política subordinada a la ética, y las separa definitivamente.
El Príncipe es el primer libro que tiene como objeto la política como ciencia autónoma, con sus leyes y sus necesidades más allá del bien y del mal, no subordinada a la religión, a la ética privada ni a la metafísica. Nacido “con los ojos abiertos”, como dice de sí, Maquiavelo va tras la “verdad efectiva de las cosas” y no la “imaginación de ella”:
Juzgo más conveniente decir la verdad tal cual es, más que como se imagina; porque muchos han visto en su imaginación repúblicas y principados que jamás existieron en la realidad. Tanta es la distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que quien prefiere a lo que se hace a lo que debería hacerse, camina más a su ruina que a su consolidación, y el hombre que quiere portarse bien en todo, por necesidad fracasa entre tantos que no son buenos, y el príncipe que quiere conservar el poder necesita estar dispuesto a ser bueno, o no, según las circunstancias (Capítulo XV).
La ley moral, afirmada por los gobernantes siempre y sólo con palabras, queda siempre en “deber ser” y ésta, por desgracia, no es la “realidad efectiva”. La virtud política no es la virtud moral que tiene que dirigir las acciones del individuo en su vida privada, del ciudadano. Maquiavelo no niega esa ley moral, la desliga de la moral política que debe dirigir las acciones del Príncipe para lograr el poder y asegurar su estabilidad, en beneficio del “bien común”. Exactamente lo que había afirmado el trágico griego Eurípides en Las fenicias, y cito de Meinecke: “Si hay que cometer injusticia, es hermoso cometerla al servicio del poder; de otra manera hay que actuar moralmente.” Estas líneas podrían ser el epígrafe a la vida de Maquiavelo, hombre íntegro en su vida privada y pública, bueno y leal a sus amigos, probo funcionario de la República florentina.
Sobre el “bien común” se detiene Maquiavelo a lo largo de El Príncipe, y el bien común es, para él, el bien de “los muchos”, es decir, del pueblo que sólo quiere no ser oprimido por “los pocos”, los magnates, que ambicionan el poder y sólo quieren oprimir. La de Maquiavelo es una afirmación sin sentimentalismos, sin patéticos llamados a la justicia social, expresada fríamente. Benedetto Croce se sorprende de que a nadie se le haya ocurrido acercar a Maquiavelo con Marx, y a éste le llama “el Maquiavelo del proletariado”.
Al romper el equilibrio entre ser y deber ser, entre libertad y necesidad, El Príncipe revela lo que Ritter llama el “rostro demoníaco del poder”. La moral, dice no sin amargura el florentino, es posible en un mundo perfecto, es decir, inexistente. Es así como Maquiavelo sustituye, como fin del Estado, el bien por lo útil; sin embargo, su concepto de lo útil se ennoblece y se purifica en lo útil sublimado de la patria, que trasciende al práctico y limitado del individuo.
Maquiavelo dio a Europa una teoría política que nace de un presupuesto pesimista sobre la naturaleza del hombre. Para el florentino, el hombre no es el “animal político” de Aristóteles, sino un “animal malvado”, dominado por un ciego e insaciable egoísmo, sin ninguna grandeza ni en el bien ni en el mal: “Porque de los hombres en general se puede afirmar esto: que son desagradecidos, veleidosos, falsos, cobardes, codiciosos, y en la medida que te vaya bien, son completamente tuyos.” Es exactamente lo que había dicho siglos antes Tácito, que influyó en Tito Livio y, por ende, en Maquiavelo: “Habrá vicios mientras haya seres humanos.” Sobre esta tenebrosa premisa, Maquiavelo construye su ciencia política y alecciona a su príncipe: “Quien gobierna a un Estado debe suponer malvados a todos sus súbditos.”
Este pesimismo no es sólo de Maquiavelo, pertenece tanto al Renacimiento como a la Reforma de Martín Lutero. Cuando el Renacimiento concluye y con él desaparecen la medida, la serenidad y el equilibrio que supuestamente lo habían caracterizado, el hombre no es ya el magnum milagrum ni el animal adorandum at que honorandum celebrado por los humanistas. Empieza entonces la reflexión “objetiva” de los grandes moralistas sobre la naturaleza humana, y la indagación moral concreta y sin velos da inicio exactamente con Nicolás Maquiavelo, luego con Francesco Guicciardini, Stefano Guazzo, seguidos por Montaigne, que encabeza la lista de los moralistas franceses del siglo sucesivo (La Rochefoucauld, La Bruyère, Pascal…), a los que se unirán los ingleses y los españoles. Objeto central de sus obras es la psicología del ser humano, sus virtudes y sus vicios, sus debilidades más que su grandeza y, no menos importante, el sondeo de sí mismos, la búsqueda de su yo (sobre todo Montaigne, quien dice: “Yo no sé bien quién soy”). En fin, un descenso sin misericordia a los abismos del alma humana.
Sin embargo, el pesimismo maquiaveliano, que no maquiavélico, no es pasiva aceptación de la realidad; se traduce en el campo de la política en un llamado a los hombres dotados de “virtud”. La necesidad de reforma, de “redención”, palabra que recurre en el último capítulo de El Príncipe, es propia del moralista.
Sobre ese pesimismo Maquiavelo construye su doctrina, que nace, como se dijo, de la “experiencia de las cosas modernas” y la “lección de las cosas antiguas” –la historia–, sin lograr la finalidad que su príncipe se proponía: la liberación de las invasiones extranjeras y la unidad de Italia, que es el “fin” de su “opúsculo”. Sin embargo, logró lo que no se proponía: una corriente de feroz antimaquiavelismo que acompañó por siglos su nombre y su pensamiento, tergiversado según los intereses de los políticos. Hasta la fecha somos incapaces de distinguir lo que es maquiaveliano de lo que es maquiavélico. Empieza, además, el maquiavelismo de los antimaquiavélicos que combaten a Maquiavelo con palabras, utilizándolo en la práctica. Para dar un solo ejemplo, Walter Raleigh, el gentleman inglés cuyo modelo fue El Cortesano, de B. Castiglione, se sirve de las sugerencias de El Príncipe para conquistar Irlanda y, más tarde, para congraciarse con el rey Jaime, escribe en la cárcel un tratado en contra de Maquiavelo, The Prince or Maxims of State. El puritano rey, más maquiavélico que él, lo hará caer en una trampa y hallará las suficientes justificaciones para hacerlo decapitar.
La concepción cíclica de la historia
El Príncipe ha suscitado las más innumerables y discordes interpretaciones sobre su autor, quien, en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, habría manifestado ideales republicanos, para traicionarlos luego en El Príncipe, un tratado de la tiranía, un breviario que quiere enseñar a los príncipes la manera de “oprimir al pueblo” (y que, sin embargo, instruye, como dice Antonio Gramsci, al pueblo sobre cómo lo gobiernan los príncipes). Nada más falso. Para entender que entre las dos obras, El Príncipe y los Discursos, no hay ninguna contradicción, sino complementariedad y relación dialéctica, hay que leer El Príncipe a la luz de la concepción cíclica de la historia que el florentino sostiene, inspirada en la historiografía clásica y, precisamente, bajo la influencia del griego Polibio. A esa visión cíclica (que encontraremos con variantes en la doctrina de los cursos y recursos de G.B. Vico), Maquiavelo dedica algunos capítulos de sus Discursos. Un estudioso de Maquiavelo, el italiano Pasquale Villari, llega a decir que si se hubiera perdido El Príncipe, se hubiera podido reconstruir sobre la base de los Discursos.
Siempre bajo la influencia de Polibio, en sus Discursos Maquiavelo sostiene que existen tres instituciones políticas sencillas e inicialmente buenas: monarquía, aristocracia y democracia, susceptibles de degenerar cíclicamente en otros tantos gobiernos negativos: la monarquía, de electiva y hereditaria, en tiranía; la aristocracia en oligarquía; la democracia en oclocracia (anarquía). Maquiavelo optará por el gobierno mixto, que representaría el Estado más perfecto porque, al coexistir las tres clases en el gobierno, podrían vigilarse y contrarrestar los abusos de una y otra (y ofrece el ejemplo de Esparta, donde Licurgo distribuía el poder entre el rey, los magnates y el pueblo, fundando un régimen que duró más de 800 años, con perfecta tranquilidad). Sin embargo, más tarde el florentino se dará cuenta de que también la constitución mixta está destinada a degenerar (lo que había observado también Polibio en la gran crisis de Roma durante las guerras con Aníbal).
En las Historias florentinas (1525), Maquiavelo escribe:
Las provincias que acostumbran, en su variar del orden al desorden, y del desorden al orden, cuando llegan a su mayor perfección, no pudiendo subir más, es preciso que desciendan a su más bajo nivel, y luego necesariamente asciendan; y así siempre: del bien se deriva el mal, y del mal se deriva el bien.
En el momento final del colapso, sostiene el florentino, cuando el gobierno llega a la fase de degeneración y muerte, hay necesidad de una vuelta atrás, es decir, de una riduzione ai princípi (retorno a los inicios, al momento sacro de la fundación); en el caso de una república en descomposición, se debe regresar a la monarquía bajo el gobierno de un príncipe dotado de plenos poderes que reconduzca al pueblo a la antigua virtud, cuando las costumbres eran sanas, austeras, y respetadas las leyes, ferviente el amor a la patria y la religión un sentimiento unificador. La monarquía, una vez cumplida su obra de regeneración, dará paso a la república. Es importante señalar que en la constitución de la República romana, tan admirada por el florentino, estaba contemplada la figura de un Dictator, un ciudadano benemérito que, en momentos difíciles y de urgencia, era elegido para asumir el cargo con poderes absolutos hasta que el peligro fuese superado, en cuyo caso el dictador regresaba a su cargo ordinario o a su condición de ciudadano privado. El ejemplo sería la figura del romano Cincinato, general y político, mitificado por la leyenda.
Al estado de decadencia al que había llegado Italia, sólo una gran individualidad soberana y organizadora, un príncipe lleno de “virtud” (y se sabe qué carga polisémica tiene esta palabra en la obra maquiaveliana), que renunciara a las pasiones de su vida privada para dedicarse al “bien común”, podía actuar sobre un pueblo disperso como el italiano, desintegrado –polverizzato–, para suscitar y organizar su voluntad colectiva, reconducirlo a los “principios antiguos” y hacer de la península itálica, fragmentada en un mosaico de pequeños Estados expuestos a la amenaza de los poderosos Estados vecinos, una Italia unida. Como dice Antonio Gramsci, El Príncipe es un “manifiesto político”, el libro de un hombre de acción política inmediata cuyo fin es educar a “quien no sabe”, es decir, al pueblo, contra la organización corporativa de la burguesía italiana, para la constitución de un nuevo Estado centralizado, como los Estados allende los Alpes.
En su ensayo sobre Maquiavelo, Frederich Meinecke sostiene que sólo un “pagano” como Maquiavelo podía realizar la revolución que hizo. En él, dice, no existen claroscuros que puedan connotar conflictos individuales; es decir, un dilema entre la ética y la política. El pensador alemán insiste en que para la mentalidad de Maquiavelo y su época, el conflicto no era todavía posible: “El pensar en conflictos internos y refracciones presupone una mentalidad refinada más moderna que tal vez no comienza hasta con Shakespeare.” Se puede cuestionar un juicio tan tajante como éste. Nicolás Maquiavelo, que tenía a sus espaldas la tradición secular del cristianismo, no realizó la separación entre la ética y la política con el corazón ligero, sino que vivió en su conciencia el trágico conflicto de la política entre ser y deber ser. Hay que tomar a la letra la firma que el florentino pone en una carta de 1525 a Francesco Guicciardini: “Maquiavelo, historiador, cómico y trágico”, que podría ser un epígrafe, conciso y lapidario, a su vida y a su obra. En su espléndida correspondencia, Maquiavelo no esconde sus sentimientos, que pueden enaltecerlo pero también rebajarlo, con ese tono de befa típicamente florentino, bajo el cual esconde su amargura por su tiempo “carente de virtud”. En un ensayo sobre lo trágico moderno, Remo Bodei justamente sostiene:
Toda la gran ética moderna parece caracterizarse por la importancia atribuida a las acciones en contra de sí misma (desde Maquiavelo a los jacobinos, desde Marx a Sartre). Se trata de una ética en cuyo interior adquieren valor paradigmático las acciones mixtas, es decir, en las que un hombre bueno y coherente se ve obligado a actuar en contra de sí mismo, como cuando un tirano obliga a alguien a hacer algo infame, si no, mata a su hijo.
Y el príncipe nuevo dotado de virtud de Maquiavelo es, también, una figura trágica que debe renunciar a su vida privada, anularse como individuo para ponerse exclusivamente al servicio del Estado y del bien común, por encima de sus intereses y pasiones personales, cuando entran en conflicto con los públicos. Más aún, el príncipe debe actuar fríamente, mudar de máscara según lo exijan las circunstancias y las exigencias del bien común y de los intereses del Estado, y jugar como un gran actor su papel, sin caer nunca en la red de los sentimientos que podrían ofuscar su inteligencia, y por lo tanto, malograr su acción.
La inalcanzable virtud
No se puede decir que la figura del príncipe sea típica de la media de los hombres comunes. Es impensable que un ser humano pueda reunir todas las cualidades contenidas en la “virtud” que Maquiavelo exige del príncipe. Además, ¿cómo conciliar la figura ideal del príncipe con la visión pesimista del florentino respecto a la naturaleza malvada del ser humano? Sin embargo, el príncipe debe redimir a esa naturaleza humana de la corrupción, asumiendo sobre sí el mal que la razón de Estado exige del gobernante. Es difícil encontrar en la realidad una figura tan “impecable” como la del príncipe: sobrehumana, utópica, salvo las excepciones de algunos romanos ejemplares de la monarquía que ajusticiaron a sus hijos por traición a la patria. Hay, creo, una identificación de Maquiavelo con el príncipe, ya que estaría dispuesto, como escribe en su célebre carta del 10 de diciembre 1513 a Francesco Vettori, a “perder su alma” por el bien de la patria.
Para entender de lleno el contenido de la virtud maquiaveliana, hay que remontarse a una experiencia de los albores de nuestra cultura occidental, a la metis, la inteligencia de nuestra madre Grecia. Según los franceses Détienne y Vernant, la metis griega es una forma de inteligencia y pensamiento, un “modo de conocer” dirigido a la acción, que corresponde exactamente a la “virtud” de Maquiavelo:
Implica un conjunto complejo, pero muy coherente, de aptitudes mentales y de comportamientos intelectuales que combinen la sagacidad, la previsión, la flexibilidad del espíritu y la simulación, la destreza para zafarse de los problemas, la atención vigilante, el sentido de la oportunidad, habilidades diferentes y una experiencia adquirida. Todo ello se aplica a realidades fugaces, movedizas, desconcertantes y ambiguas que no se prestan a una medida precisa, sino al cálculo exacto [el subrayado es mío] o al razonamiento riguroso (Les ruses de l’intelligence. La mètis des Grecs).
Ahora bien, el prototipo del hombre que encarna la metis griega es Ulises, el polimorfo y polifacético héroe homérico de las mil caras, que asume un rostro diverso para cada situación, que desafía cualquier circunstancia adversa hasta llegar a su Ítaca y, una vez allí, destruir con astucia y valor a sus adversarios. La fuente del príncipe no hay que buscarla en una u otra figura de la realidad del tiempo de Maquiavelo , sino en el imaginario europeo, precisamente en el astuto Ulises, arquetipo del hombre occidental que persiste en la literatura más cercana, como en Joyce y en Canetti. Por supuesto, al contrario del Ulises que lucha por su propia sobrevivencia, el Príncipe debe luchar por la sobrevivencia y el bienestar del Estado, por encima de sus intereses personales y pasiones personales y, dado el caso, en la renuncia a sus propios intereses.
La visión trágica de un mundo que ha perdido la antigua virtud no quiebra ni debilita en Maquiavelo su voluntad hacia una renovatio de la sociedad italiana. Como dice Antonio Gramsci, el florentino opone al pesimismo de la realidad el optimismo de la voluntad. Sin embargo, su voluntad optimista, su llamado a grandes empresas, ad capessendam Italiam in libertatem a barbaris vindicandam, no tuvo eco. Prevaleció, al contrario, la “conciencia petrificada” de Guicciardini, en quien Francesco de Sanctis vio el retrato de la escéptica y gaudente (sibarita), indiferente y materialista burguesía italiana: un Guicciardini crítico de su tiempo pero resignado ante la decadencia moral y política de la península, que terminó proponiendo como regla de vida el interés de cada quien, el refugio en su particolare.
Después de veinticinco capítulos concisos, Maquiavelo concluye su opúsculo en el último apasionado y convulso capítulo 26, con la invocación a los italianos para que liberaran a su patria de los bárbaros, a esa Italia “más esclavizada que los judíos, más oprimida que los persas, y más desorganizada que los atenienses”, desgarrada, saqueada, humillada. Se dirige también a un príncipe virtuoso, una especie de Veltro dantesco (el lebrel que aparece en el primer canto del Infierno de Dante), para que guíe al pueblo a su “redención”. El Príncipe culmina y encuentra su justificación en cuatro versos de la Canzone a Italia, de Francesco Petrarca:
Virtù contro furor
prenderá l’arme, e fia el combater corto
che l’antico valor
negli italiaci cor non è ancor morto.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2014/02/09/sem-annunziata.html